Rebus llamó a Jean en cuanto se despertó. Por la noche había conseguido llegar a la cama, pero al entrar en el cuarto de estar vio que en el equipo de música sonaba There’s the Rub, de Wishbone Ash. Debía de haber pulsado sin querer el botón de repetición. Los vasos de whisky seguían en la mesa: Siobhan había dejado casi dos dedos. Pensó en bebérselo, pero volvió a echarlo en la botella antes de coger el receptor del teléfono.
Jean aún dormía. Se la imaginó con el pelo revuelto y el sol entrando a través de las cortinas de arpillera color crema. Al despertarse tenía a veces en la comisura de los labios como un poso blancuzco.
—Te dije que te llamaría.
—Esperaba que fuese a una hora decente —replicó ella de buen humor—. Supongo que no recogerías a ninguna mujer inconveniente camino de tu casa.
—¿Y qué clase de mujer consideras tú inconveniente para mí? —preguntó él risueño, decidido a no comentarle nada del allanamiento ni de la visita de Siobhan.
Charlaron cinco minutos y a continuación hizo otra llamada a un carpintero conocido que le debía un favor; luego, se preparó café y un tazón de cereales. Casi no había leche y tuvo que añadir agua al cartón. Ya había desayunado, pasado por la ducha y se había vestido cuando llegó el carpintero.
—Tony, cuando termines cierras la puerta —dijo Rebus en el descansillo.
Mientras bajaba la escalera volvió a preguntarse quién habría sido el intruso. Lo más seguro es que fuese Diamond. A lo mejor había estado esperándole y se había hartado. En el coche, camino de Saint Leonard, revivió la escena en Bruntsfield Links. Le había enfurecido que Diamond esgrimiera un revólver, cargado o no. Trató de recordar qué había sentido; no había sido exactamente miedo porque, de hecho, no había perdido la calma. Si te apuntan con un revólver de nada vale inquietarse, pues, una de dos: o disparan o no disparan. Sí que recordaba una especie de hormigueo por todo el cuerpo, como si vibrase por efecto de una energía eléctrica. ¿Pensaba acaso aquel tipejo de Dickie Diamond que iba a irse de rositas?
Aparcó el coche y optó por prescindir del cigarrillo habitual. Fue a la sala de comunicaciones y dio parte para que las patrullas estuvieran alerta por si veían un vehículo del que dio descripción y matrícula.
—Que nadie se acerque a él; sólo quiero saber dónde está.
El uniformado asintió con la cabeza y comenzó a dar aviso por la radiopatrulla. Rebus esperaba que Diamond hubiera seguido su advertencia de abandonar la ciudad, pero quería estar seguro.
Transcurrió otra media hora hasta que llegaron los otros miembros del grupo salvaje. Habían venido juntos en un coche y Rebus advirtió quiénes eran los tres que habían tenido que ir apretujados en el asiento de atrás —Ward, Sutherland y Barclay— porque entraban estirándose.
Gray y McCullough, conductor y pasajero. Rebus pensó de nuevo cómo se sentiría Allan Ward al verse relegado en tantas ocasiones. Ahora bostezaba y hacía crujir la columna vertebral moviendo los hombros.
—¿Qué hicisteis anoche? —preguntó Rebus como quien no quiere la cosa.
—Estuvimos tomando unas copas y nos fuimos a dormir pronto —contestó Stu Sutherland.
Rebus miró a su alrededor.
—¿Todos? —preguntó en tono incrédulo.
—Jazz se fue a casa a ver a su señora —dijo Tam Barclay.
—A atenderla, más bien —añadió Sutherland con una sonrisa lasciva.
—Tendríamos que ir alguna noche a una discoteca —dijo Barclay—. En Kirkcaldy, por ejemplo…, a ver si ligamos.
—Lo dices de una manera que se le quitan a uno las ganas —musitó Allan Ward.
—¿Así que, menos él, todos estuvisteis en Tulliallan en el bar? —insistió Rebus.
—Prácticamente —dijo Barclay—. No creas que te echamos de menos.
—¿A qué tanto interés, John? —preguntó Gray.
—No te quedes en Edimburgo y no te verás marginado —añadió Sutherland.
Rebus sabía que no podía insistir más. Él había vuelto al piso hacia medianoche; si el intruso procedía de Tulliallan tenía que haber salido de la academia hacia las diez y media para tener tiempo de llegar a Edimburgo, registrar el piso y regresar antes de que él llegara. ¿Cuántos de ellos sabían que iba a salir? Era otro dato que tener en cuenta; Dickie Diamond sabía que iba a una cita, y eso confirmaba la hipótesis del principal sospechoso. Si Diamond seguía en la ciudad, iba a decirle unas cuantas cosas.
—Bien, ¿qué programa hay para hoy? —preguntó Jazz McCullough cerrando el periódico que hojeaba.
—Supongo que iremos a Leith —concedió Gray— a ver si podemos localizar a algún colega más de Diamond. ¿Qué te parece, John? —añadió mirando a Rebus.
Rebus asintió con la cabeza.
—¿No os importa que yo me retrase un poco? Tengo un par de cosas que hacer —dijo.
—Muy bien —concedió Gray—. ¿Podemos ayudarte en algo?
Rebus negó con un gesto.
—No tardaré mucho. Gracias, de todos modos, Francis.
—Bueno, si no sacamos nada en limpio, Tennant nos va a largar inmediatamente para Tulliallan —dijo Ward.
Asintieron todos con la cabeza. Tenía que suceder eso más tarde o más temprano y el caso Rico volvería a convertirse en sesiones de papeleo, de reuniones conjuntas, de ordenación alfabética y cosas por el estilo. Se acabaron los viajecitos y los ratos de descanso en bares y lo de comer fuera. El caso Rico sería cosa pasada.
Gray miraba a Rebus sin que este apartara la vista de la pared; sabía lo que Gray estaba pensando: que a John Rebus ese desenlace le venía de perlas.
—Sólo he accedido porque me lo pidió muy amablemente.
—¿A qué, señor Cafferty? —preguntó Siobhan.
—A que me trajeran aquí —dijo Cafferty mirando el cuarto de interrogatorios número 2—. La verdad, he estado en celdas más grandes que esto —añadió cruzando los brazos—. Bueno, ¿qué es lo que desea, sargento Clarke?
—Se trata del caso Edward Marber en el cual su nombre aparece por aquí y por allá.
—Creo haber dicho todo sobre Eddie.
—Que no es lo mismo que decirnos todo cuanto sabe.
Cafferty entornó los ojos con cierta admiración.
—Bueno, me parece que quieren quedarse conmigo —comentó.
—No creo.
Cafferty centró su atención en Davie Hynds, que estaba de pie apoyado en la pared junto a la mesa.
—¿Está bien ahí, hijo? —Hynds no respondió para complacencia de Cafferty—. ¿Qué tal se le da trabajar a las órdenes de una mujer, agente Hynds? ¿Se las hace pasar canutas?
—Mire, señor Cafferty —prosiguió Siobhan sin hacer caso de lo que decía—, su chófer, Donny Dow, está inculpado por el homicidio de Laura Stafford.
—No es mi chófer.
—Está en su nómina —replicó Siobhan.
—En cualquier caso, actuó con merma de sus facultades —añadió Cafferty con aplomo—. El pobre no sabía lo que hacía.
—Sabía perfectamente lo que hacía, créame. —Al ver que Cafferty sonreía, Siobhan se maldijo por consentir que le hiciera perder aplomo—. La mujer asesinada por Dow trabajaba en la sauna Paradiso y creo que si indago a fondo descubriré que el dueño es usted.
—Pues ya puede escarbar con ganas.
—¿Ve cómo reconoce una relación entre el homicida y la víctima?
—No es homicida hasta que haya un dictamen judicial —replicó Cafferty.
—Habla con buena experiencia en ese aspecto, ¿no es cierto?
Cafferty se encogió de hombros. Seguía con los brazos cruzados y parecía tranquilo, casi regocijado.
—Luego está el caso Edward Marber —le insistió Siobhan—. Estuvo usted en la inauguración la tarde en que le mataron. Era usted cliente suyo y, por ironía del destino, también él era cliente de usted porque conoció a Laura Stafford en la sauna Paradiso, y alquiló un piso para ella y su hijo.
—¿Y entonces…?
—Entonces, resulta que su nombre no cesa de aparecer.
—Sí, ya lo dijo. Creo que la frase exacta fue «por aquí y por allá». Pero de lo único que estamos hablando, sargento Clarke, es de coincidencias y casualidades. Y no hablaremos de otra cosa porque yo no maté a Eddie Marber.
—¿Le estafaba a usted, señor Cafferty?
—No hay pruebas de que estafara a nadie. Tengo entendido que era su palabra contra la de otra persona.
—Marber pagó a esa persona cinco mil libras para que cerrara la boca.
Cafferty adoptó un gesto pensativo y Siobhan comprendió que debía ir con tiento en lo que revelaba a aquel hombre. Tenía la impresión de que Cafferty codiciaba información tanto como otras personas joyas o coches deportivos. De todos modos había obtenido un modesto resultado: al mencionar la sauna Paradiso, Cafferty no había negado que fuese su propietario.
Llamaron a la puerta y al abrirse Gill Templer asomó la cabeza.
—Sargento Clarke, ¿podemos hablar?
Siobhan se levantó.
—Agente Hynds, haga el favor de atender al señor Cafferty.
Templer aguardó en el pasillo mirando a los agentes que al discurrir junto a ella aceleraban el paso.
—Vamos a mi despacho —dijo a Siobhan.
Siobhan pulsó mentalmente el botón de rebobinar pensando qué podría haber hecho que mereciera una bronca. Pero al entrar en el despacho vio que la jefa estaba tranquila. No la invitó a sentarse y ella permaneció también de pie con las manos apoyadas en el borde de la mesa.
—Creo que vamos a presentar acusación de homicidio contra Malcolm Neilson —dijo—. He hablado con la fiscalía. Has hecho un buen trabajo, Siobhan.
Se refería al expediente recopilado sobre el pintor, que tenía encima de la mesa.
—Gracias, señora —dijo.
—No pareces muy entusiasta al respecto.
—Tal vez sea porque parece que quedan cabos sueltos.
—Muchos, probablemente, pero tenemos indicios de sobra. Se enemistó con Marber en una enconada discusión en público; la tarde en cuestión merodeaba por la galería; hay testigos —continuó Templer contando con los dedos—, y se dan los medios, el móvil y las circunstancias.
Siobhan recordó que el propio Neilson había dicho lo mismo.
—Como mínimo conseguiremos una orden judicial de registro —añadió Templer— a ver si hay manera de encontrar algo. Quiero que lo organices, Siobhan. Ese cuadro desaparecido podría estar en casa de Neilson.
—No creo yo que fuera una obra de su agrado —comentó Siobhan consciente de que hablaba por decir algo.
Templer la miró.
—¿Por qué cada vez que trato de hacerte un favor me corres la silla para que me caiga?
—Lo siento, señora.
Templer la estudió un instante y lanzó un suspiro.
—¿Ha habido suerte con Cafferty?
—Al menos, se ha presentado sin abogado.
—Quizá porque no tiene nada que temer.
Siobhan frunció los labios.
—Bien, si eso es todo, señora…
—No, no es todo. Quiero obtener la orden judicial de detención de Neilson. No tardaremos mucho. Deja que el señor Cafferty sude un rato.
—Yo no podría trabajar a las órdenes de una mujer —dijo Cafferty a Hynds—. Siempre me ha gustado ser mi propio jefe, ¿sabe?
Hynds se había sentado en la silla de Siobhan y ahora era él quien miraba con los brazos cruzados a Cafferty, que apoyaba la palma de las manos en la mesa. Sus rostros estaban tan próximos que Hynds habría podido adivinar la marca de pasta de dientes que usaba el gángster.
—Pero no está mal el trabajo de poli, ¿verdad? —prosiguió Cafferty—. Aunque ahora no se les tiene tanto respeto como antes… y quizá tampoco tanto miedo. Claro que respeto y miedo muchas veces viene a ser lo mismo, ¿no?
—Yo creía que el respeto es algo que uno se gana —comentó Hynds.
—Y el miedo también, ¿no? —añadió Cafferty alzando un dedo.
—Usted lo sabrá mejor que yo.
—En eso tiene razón, hijo. No veo yo que usted meta miedo a mucha gente, aunque no piense que se lo reprocho como un defecto, es simplemente una observación. Para mí, la sargento Clarke es mucho más de temer cuando se enfada.
Hynds pensó en las veces que había visto enfadada a Siobhan con él y su modo repentino de cambiar. La culpa era de él por no pensar antes de hablar.
—¿A que siempre le corrige? —preguntó Cafferty casi en tono conspiratorio e inclinándose más sobre la mesa, como incitándole a confidencias.
—Habla usted mucho para ser un hombre amenazado de muerte.
Cafferty sonrió taimadamente.
—¿Lo dice por el cáncer? Bueno, voy a preguntarle una cosa, Davie. Si le quedara un plazo limitado de vida, ¿no trataría de disfrutar al máximo en todo momento? En mi caso…tal vez tenga razón; quizás hablo mucho.
—No pretendía…
No le dio tiempo a excusarse; se abrió la puerta y él se levantó pensando que era Siobhan. Pero era otra persona.
—Vaya, vaya —dijo John Rebus—, qué sorpresa. ¿Dónde está Siobhan Clarke? —añadió mirando a Hynds.
—¿No está ahí afuera? —replicó Hynds frunciendo el entrecejo—. La hizo salir la comisaria Templer. Habrá ido a su despacho.
Rebus acercó el rostro al de Hynds.
—¿Es que te sientes culpable de algo? —preguntó.
—No.
Rebus señaló a Cafferty con la cabeza.
—Él es la serpiente tentadora, agente Hynds. No escuche sus falsas palabras. ¿Me entiende?
Hynds asintió ligeramente con una inclinación de cabeza.
—¿Me entiende? —repitió Rebus mostrando los dientes. Esta vez Hynds asintió con mayor energía y Rebus le dio una palmada en el hombro sentándose en la silla que había dejado vacía—. Buenos días, Cafferty.
—Cuánto tiempo.
—Tú siempre surgiendo por aquí y por allá —añadió Rebus—, como un grano en el culo de un adolescente.
—¿Usted qué es, el adolescente o el culo? —replicó Cafferty recostándose en la silla muy erguido con los brazos en los costados.
Hinds advirtió que ambos mantenían una postura casi idéntica.
Rebus negó con la cabeza.
—Yo sería la crema antiacné —dijo haciendo sonreír únicamente a Hynds—. Estás metido en esto hasta el cuello, ¿verdad? —prosiguió Rebus—. Sólo por las pruebas circunstanciales acabarás ante el juez.
—Y al poco rato en la calle —replicó Cafferty—. Esto es puro hostigamiento.
—La sargento Clarke no es de esa cuerda.
—No, pero usted sí. Me pregunto quién la indujo a hacerme venir aquí —dijo alzando un poco la voz—. ¿Le gustaría apostar, señor Hynds?
—Nadie en su sano juicio apostaría con el diablo —comentó Rebus dejando a Hynds con la palabra en la boca—. Dime una cosa, Cafferty. ¿Qué hará ahora El Comadreja sin chófer?
—Supongo que buscará otro.
—Donny era, además, un gorila tuyo, ¿verdad? Probablemente muy útil para vender droga a esos jovenzuelos de discoteca.
—No sé de qué habla.
—No has perdido un simple chófer, ¿verdad? Ni siquiera un simple gorila. —Rebus hizo una pausa—. Te has quedado sin un camello.
Cafferty lanzó una risa seca.
—Me gustaría estar veinte minutos dentro de su cabeza, Rebus, porque es como la casa de la risa.
—Es gracioso que lo menciones —comentó Rebus— por que me recuerda el título de un disco de los Stooges, «La casa de la risa»…
Cafferty se volvió hacia Hynds como si quisiera darle a entender que a Rebus le faltaba un tornillo.
—… en el que hay una canción que te define —añadió Rebus.
—¿Ah, sí? ¿Cuál? —dijo Cafferty dirigiendo un guiño a Hynds.
—Es un título de una sola palabra —añadió Rebus—: Basura.
Cafferty volvió despacio la cara hacia el hombre que estaba sentado frente a él.
—¿Sabe por qué no estiro las manos por encima de la mesa y le estrujo la garganta como una bolsa de patatas fritas?
—¿Por qué?
—Porque me da la impresión de que le gustaría. ¿A que sí? —Volvió a mirar en dirección a Hynds—. ¿Qué cree, Davie? ¿No le parece que el inspector Rebus es adicto al masoquismo? Tal vez esa de Portobello le monta el numerito del cuero y los tacones de aguja.
La silla cayó al suelo al levantarse Rebus, al mismo tiempo que Cafferty se ponía en pie. Rebus le agarró veloz por las solapas de la chaqueta de cuero y Cafferty a su vez le asió por la pechera de la camisa con una mano. Hynds se acercó un paso, pero comprendió que habría sido como si un niño de pecho tratase de impedir una pelea de gallos. Ninguno de los tres advirtió que se abría la puerta e irrumpía Siobhan, que tiró de los brazos de los dos contendientes.
—¡Basta ya! ¡Suéltense o pulso el botón de alarma!
El rostro de Cafferty estaba blanco como la pared y el de Rebus rojo, como si acabara de recibir una transfusión de sangre de su adversario. Siobhan logró finalmente separarlos sin discernir quién soltó primero a quién.
—Lárguese de aquí —dijo a Cafferty.
—¿Precisamente ahora que empezaba la juerga? —dijo Cafferty con bastante aplomo, aunque le temblaba la voz.
—Fuera —ordenó Siobhan—. Davie, acompañe al señor Cafferty a la salida, y que no se quede por ahí colgado.
—A no ser del cuello —espetó Rebus.
Siobhan le dio una palmada en el pecho, pero no dijo nada hasta que Cafferty y Hynds salieron del cuarto de interrogatorios.
—Pero ¿qué demonios pretendías?
—Vale, perdí los estribos.
—¡Estaba interrogándole yo! No tenías derecho a entrometerte.
—Por Dios, Siobhan, ¿te das cuenta de cómo te pones? —replicó él levantando la silla del suelo y dejándose caer en ella—. Cada vez que Gill habla contigo parece que acabas de salir de la academia.
—¡No consiento que le des la vuelta al asunto, John!
—Pues siéntate y lo hablamos. Podemos ir al aparcamiento y me fumo un pitillo.
—No —replicó ella muy seria—, hablamos aquí —añadió sentándose en la silla de Cafferty y arrimándola a la mesa—. ¿Qué es lo que le dijiste?
—Pregunta qué es lo que me dijo él a mí.
—¿Qué?
—Cafferty sabe lo de Jean y dónde vive —contestó él, percatándose de la impresión que aquella revelación causaba en Siobhan.
Lo que no podía decirle era que el comentario de Cafferty había sido tan sólo parte del problema, porque, además, estaba el asunto del mensaje, que acababa de recoger en la sala de comunicaciones y que llevaba en el bolsillo, anunciando que habían localizado el coche de Dickie Diamond aparcado en la Ciudad Nueva, con una multa en el parabrisas y al parecer abandonado. Lo que quería decir que Diamond no le había hecho caso y seguía en Edimburgo.
No obstante, el verdadero reactivo era su propio sentimiento de frustración porque él quería a Cafferty en Saint Leonard para sondear hasta qué punto estaba al corriente de la incautación secreta de la droga del almacén. Pero no había tenido ocasión de hacerlo al no interpelarle directamente sobre ello. La única persona que podía saberlo o podría averiguarlo era El Comadreja. Pero él no era delator; lo había dejado bien claro. Y le había confiado, además, que no estaba en tan buenos términos con Cafferty como en otros tiempos.
Era más que evidente que Rebus no tenía manera de averiguarlo.
Había sido esa sensación de impotencia lo que le enfureció y le hizo estallar al mencionar Cafferty a Jean.
El cabrón había jugado la carta oculta bien consciente del efecto que causaría. «¿No le parece que el inspector Rebus es adicto al masoquismo?».
—Gill quiere que interroguemos a Malcolm Neilson —añadió Siobhan.
—¿Quiere inculparle? —preguntó Rebus enarcando una ceja.
—Eso parece.
—En cuyo caso, ¿a Cafferty se le suelta del anzuelo?
—No, seguiremos dando carrete; lo malo es que a lo mejor se nos va alguien por la borda.
—No seas tan melodramática —dijo Rebus sonriendo.
—Lo digo en serio. Si tienes ocasión, lee Moby Dick.
—No me veo de capitán Ahab. Ese papel lo hacía Gregory Peck en la película, ¿verdad?
Siobhan dijo que no despacio con la cabeza sin dejar de mirarle, pero Rebus se imaginó que no se refería al actor.
Oyeron ruido en el pasillo y acto seguido llamaron a la puerta. Esta vez no era Gill Templer sino un sonriente Tam Barclay.
—Me ha dicho Hynds que te encontraría aquí —dijo a Rebus—. ¿Vienes a ver lo que hemos encontrado en Leith?
—Pues no sé —contestó él—. ¿Es contagioso?
Pero salió del cuarto, pasó ante Ward y Sutherland, que se contaban un chiste en el pasillo, y entró en el cuarto número 1, donde estaban Jazz McCullough y Francis Gray de pie, casi como zoólogos examinando un ejemplar exótico.
El ejemplar en cuestión tomaba té en un vaso de plástico y no levantó la mirada hacia Rebus pese a no pasarle desapercibida su súbita presencia en el reducido espacio.
—¿Te imaginas? —dijo Gray dando una palmada—. Decidimos ir en primer lugar al bar Z, y ¿quién crees que salía cuando nosotros entrábamos?
Rebus sabía perfectamente quién. Lo tenía sentado allí, a un metro de distancia. Lo había sabido desde el momento en que Barclay asomó la cabeza por la puerta.
Era Dickie Diamond, alias Diamond Dog.
—Para concluir las presentaciones —dijo Barclay—, este es el inspector Rebus. Seguramente recordarás que fue el policía que te detuvo hace tiempo.
Diamond miró al vacío y Rebus dirigió la vista hacia Gray, pero este se limitó a hacerle un guiño como dándole a entender que no revelaría su secreto.
—Íbamos a hacerle al señor Diamond unas preguntas —dijo Jazz McCullough sentándose enfrente de Dickie—. Y podíamos empezar por el allanamiento de morada con violación en casa del pastor en Murrayfield.
Aquello hizo reaccionar a Diamond.
—¿Yo qué tengo que ver con eso?
—Es un hecho que coincidió con su desaparición, señor Diamond.
—Coincidió con mis cojones.
—¿Y por qué te esfumaste? Es curioso que reaparezcas precisamente ahora que andábamos buscándote.
—Uno tiene derecho a ir donde quiera —replicó Diamond desafiante.
—Sí, cuando hay una justificación —argumentó McCullough—. Sentimos curiosidad por saber la tuya.
—¿Y si le digo que a usted qué le importa? —respondió Diamond cruzando los brazos.
—Pues cometerás un error, porque estamos investigando el homicidio de tu buen amigo Rico Lomax ocurrido en Glasgow. La brigada de Investigación Criminal de la localidad te buscó en su momento y no pudo dar contigo. No hace falta ser un lince para establecer la relación.
Había entrado todo el equipo en el cuarto y la puerta estaba abierta. Diamond miró a su alrededor sin detener la vista en Rebus.
—Aquí no se puede ni respirar —comentó.
—Cuanto antes hables, antes podrás volver a estar en tu camino hacia el anonimato.
—Que hable, ¿de qué exactamente?
—De todo —gruñó Francis Gray—. De ti y de tu buen amigo Rico, de los campings de caravanas, de la noche en que le mataron, de su mujer y de Chib Kelly. Empieza por donde quieras —añadió abriendo los brazos.
—Yo no sé quién mató a Rico.
—Tienes que explicarte mejor, Dickie —replicó Gray—. A él le mataron y tú huiste.
—Tenía miedo.
—Es natural. Quien quitó de en medio a Rico podría haber ido por ti después. —Hizo una pausa—. ¿No es así?
Diamond asintió pausadamente con la cabeza.
—¿Quién fue?
—Ya he dicho que no lo sé.
—¿Y, sin embargo, tenías miedo? ¿Tanto miedo como para estar todos estos años fuera de la ciudad?
Diamond abrió los brazos y se llevó las manos a la cabeza.
—Rico había ido ganándose enemigos. Pudo ser cualquiera de ellos.
—¿Ah, sí? ¿Y todos ellos la tenían tomada contigo también? —comentó McCullough sarcástico.
Diamond se encogió de hombros sin decir nada, y siguió un silencio que rompió Gray.
—John, ¿tienes algo que preguntar al señor Diamond?
Rebus asintió con la cabeza.
—¿Crees que Chib Kelly podría ser responsable del asesinato?
Diamond reflexionó un instante.
—Puede ser —dijo al fin.
—¿Alguna prueba? —preguntó Stu Sutherland.
Diamond negó con la cabeza.
—Eso es tarea suya, muchachos.
—Si Rico era realmente amigo tuyo deberías ayudarnos —terció Barclay.
—¿Para qué? De eso hace mucho tiempo.
—El caso es que el asesino sigue libre —añadió Allan Ward por meter baza.
—Puede que sí, puede que no —replicó Diamond apartando las manos de la cabeza—. Ya he dicho que no creo que yo pueda ayudarlos.
—Y a propósito de las caravanas —dijo McCullough—, ¿te enteraste de que una de ellas se prendió fuego?
—Si me enteré, lo había olvidado.
—Tú ibas a menudo por allí, ¿verdad? —prosiguió McCullough—. Tú y tu novia Jenny. Por lo que ella dice, teníais una especie de ménage à trois.
—¿Eso les ha dicho? —replicó Diamond risueño.
—¿Quieres decir que es mentira? Verás, es que hemos pensado si no habría habido algo de celos…, celos, de Rico por parte tuya. O que la mujer de Rico se enterara de que él iba con otras.
—Ya veo que tiene una gran fantasía —respondió Diamond.
Francis Gray hizo un gesto elocuente de estar harto.
—Stu, cierra esa puerta, por favor.
Al cerrar Sutherland la puerta, Gray, que estaba de pie detrás de la silla de Diamond, se agachó y le pasó el brazo alrededor del pecho para aferrarlo contra el respaldo; inclinó la silla hacia atrás, de modo que las caras de ambos quedaron a pocos centímetros una de otra. Diamond se revolvió inútilmente. Allan Ward le sujetaba por las muñecas contra la superficie de la mesa.
—Se nos había olvidado decirte —dijo Gray entre dientes— que el motivo por el que nos han encargado este caso es porque los que ves aquí somos la escoria, los impresentables de la policía escocesa. Estamos juntos porque pasamos de todo. Pasamos de ti y pasamos de ellos. Podemos hacer que te tragues los dientes y cuando vengan a expulsarnos nos encontrarán partiéndonos de risa. Había una época en que los tipos como tú acababan en los cimientos del puente de Kingston. ¿Me entiendes?
Diamond seguía revolviéndose. Gray había subido el brazo hasta la garganta y ahora le tenía aplastada la laringe con la parte interior del codo.
—Está poniéndose rojo como una remolacha —dijo Tam Barclay nervioso.
—Me importa un bledo, como si se pone azul —replicó Gray—. Si le da un infarto, yo pago las copas. Lo único que quiero es que este mierdecilla de cloaca diga algo que se aproxime a la verdad. A ver, señor Richard Diamond, ¿qué me cuenta?
Diamond profirió una especie de gargarismo. Los ojos se le salían de las órbitas pero Gray mantuvo la presión hasta que Allan Ward rompió a reír como si aquello fuera lo más divertido que había visto últimamente.
—Déjale que conteste, Francis —dijo Rebus.
Gray miró a Rebus y aflojó la presión. Dickie Diamond rompió a toser y le salieron mocos de la nariz.
—Qué asco —dijo Ward soltándole las muñecas.
Diamond se llevó las manos instintivamente a la garganta y comprobó que estaba intacta; a continuación se limpió los ojos con los dedos.
—Hijos de puta —farfulló tosiendo—, pandilla de cabrones…
Sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó.
La puerta había permanecido cerrada sólo dos minutos pero el cuarto parecía una sauna. Stu Sutherland volvió a abrirla para que entrara aire. Gray, que seguía detrás de Diamond, se incorporó y permaneció con las manos apoyadas en los hombros del interrogado.
—Será mejor para todos que empieces a hablar —dijo McCullough pausadamente representando el papel de poli bueno frente al monstruo de Gray.
—Vale…, vale…, denme un zumo o algo.
—Después de que nos cuentes tu historia —insistió Gray.
—Escuchen… —dijo Diamond mirándolos uno a uno y deteniéndose algo más en Rebus—, yo lo único que sé es lo que dije en su momento.
—¿Y qué fue? —preguntó McCullough.
—Chib Kelly… —Hizo una pausa—. Tienen razón: iba detrás de Fenella y ella se enteró de que Rico iba con otras y se lo dijo a Chib. A continuación aparece Rico muerto… Así de simple.
Gray y McCullough intercambiaron una mirada y Rebus les leyó el pensamiento. Dickie Diamond acababa de decirles lo que creía que querían oír, lo que pensaba que iban a creerse; había resumido los datos con que acababan de obsequiarle y les largaba esa historia, empleando incluso la expresión de McCullough «iba con otras».
Pero Gray y McCullough no se dejaban engañar. Los demás parecían más excitados.
—Es que lo sabía —musitó Stu Sutherland, al tiempo que Tam Barclay asentía y Allan Ward parecía estar en la gloria.
Gray buscó la mirada de Rebus, pero este no entró al trapo y continuó mirándose los zapatos mientras Diamond seguía embrollando más su historia.
—Chib sabía lo de la caravana…, que es donde Rico llevaba a las otras y fue Chib quien le prendió fuego. Habría hecho cualquier cosa por ganarse a Fenella…
Rebus advirtió que Gray comenzaba a apretar a Diamond en los hombros.
—E…, eso es cuanto yo sé. Nadie se reía de Chib Kelly… y yo tuve que huir… —añadió con una mueca de dolor por efecto de la presión de los dedos de Gray.
—¿Es una fiesta privada o se puede entrar? —tronó la voz de Archie Tennant.
Rebus sintió que el alivio discurría por sus venas al ver que Gray soltaba a Diamond, mientras Barclay y Sutherland comenzaban a dar explicaciones a Tennant.
—Bueno, bueno…, primero uno y después otro —ordenó este alzando la mano.
Escuchó lo que le decían, sazonado de vez en cuando por algún detalle que añadían los otros, sin dejar de mirar al personaje sentado, quien, a su vez, le observaba consciente de saberse en presencia de alguien importante, alguien con autoridad para hacerle salir de allí.
Cuando terminaron de hablar, Tennant se inclinó apoyando con firmeza los puños en la mesa.
—¿Es un resumen correcto, señor Diamond? —preguntó; Diamond asintió—. ¿Se presta a hacer una declaración en ese sentido?
—Con todo respeto, señor —le interrumpió Jazz McCullough—. No estoy muy seguro de que no esté engañándonos.
Tennant se irguió y miró a McCullough.
—¿Por qué lo dice?
—Tengo esa impresión, señor. Y no creo ser el único.
—¿En serio? —preguntó Tennant mirando a su alrededor—. ¿Alguien más cree que la versión del señor Diamond carece de validez?
—Yo tengo mis dudas —dijo Francis Gray con voz aguda.
Tennant asintió con la cabeza y miró a Rebus.
—¿Y usted, inspector Rebus?
—El testigo me parece creíble, señor —contestó él sintiendo que la respuesta les sonaba tan forzada a los demás como a él mismo.
—Con todo respeto, señor… —repitió McCullough—. Que el señor Diamond haga una declaración es una cosa, pero si le dejamos marchar casi con toda seguridad no volveremos a verle.
Tennant se volvió hacia Diamond.
—El inspector McCullough no confía mucho en usted, señor. ¿Qué dice a eso?
—No pueden retenerme.
Tennant asintió con la cabeza.
—Sí, tiene toda la razón, ¿sabe, inspector McCullough? Doy por supuesto que el señor Diamond nos comunicará su dirección en la ciudad. —Diamond asintió con fervor—. ¿Y su domicilio fijo?
Diamond siguió asintiendo con la cabeza.
—Señor, puede inventarse cuantas direcciones quiera —protestó McCullough.
—Qué poca fe —comentó Tennant—. En cualquier caso, empecemos por esa declaración. —Hizo una pausa—. Naturalmente, si no tiene usted inconveniente, inspector McCullough.
McCullough guardó silencio, tal como esperaba Tennant.
—Ha terminado la lección —canturreó Tennant juntando las palmas de las manos como si fuera a rezar.
Mientras Barclay y Sutherland tomaban declaración a Diamond, los demás salieron del cuarto número 1. Tennant le dijo a McCullough que quería hablar con él a solas y se alejaron hacia la zona de recepción de la comisaría. Allan Ward dijo que iba a salir a fumar un pitillo y Rebus, en vez de acompañarle, decidió acercarse a la máquina de bebidas.
—Te ha cubierto muy bien —dijo Francis Gray, que estaba ya esperando su café con leche.
—Sí —contestó Rebus.
—No creo que los otros se hayan dado cuenta de que os conocíais más de lo preciso. —Rebus no dijo nada—. Pero lo que me ha chocado es que a ti no te sorprendiera verle. ¿Te avisó él de que estaba en Edimburgo?
—Sin comentarios.
—Nos lo encontramos en el bar Z; probablemente, su sobrino sigue en contacto con él, por lo que Dickie se enteró de que le buscábamos y reapareció a escondidas. ¿Habló contigo anoche?
—No sabía yo que tenía por compañero al puñetero Sherlock Holmes.
Gray contuvo la risa, agitando los hombros mientras retiraba el café de la máquina. A Rebus le recordó el modo en que se había agachado detrás de Dickie Diamond amenazando con ahogarle del todo.
McCullough avanzaba por el pasillo; se palpaba ostentosamente el trasero en broma, como si acabara de recibir una azotaina del maestro.
—¿Qué quería el Media Pinta? —preguntó Gray.
—Decirme que uno puede defender su posición con un superior, pero que hay que saber callarse a tiempo sin tomárselo como algo personal.
Rebus pensó en lo de «Media Pinta». Gray y McCullough habían encontrado su mote particular para Tennant. Estaban muy unidos, aquellos dos.
—Estaba comentando con John el teatro que nos ha hecho ese Dickie —añadió Gray.
McCullough asintió.
—No te delató —dijo mirando a Rebus.
«Así que Gray le había contado lo de su propia confesión. Al parecer aquellos dos no tenían secretos el uno para el otro».
—No te preocupes, puedes confiar en Jazz —dijo Gray.
—No le quedará otro remedio si vamos a poner en marcha ese plan suyo —añadió McCullough.
Se hizo un silencio hasta que Rebus fue capaz de recuperar el habla.
—¿Estáis de acuerdo, entonces?
—Es posible —dijo Gray.
—Primero tengo que saber algo más —le dijo McCullough—. El sitio y todos los detalles. Hay que hacerlo en plan profesional, ¿no crees?
—Totalmente —añadió Gray.
—Exacto —comentó Rebus con la boca seca pensando: «Sólo era mi tarjeta de presentación. No hay ningún plan concreto».
—¿Te encuentras bien, John? —preguntó McCullough.
—No tendrás miedo ahora —aventuró Gray.
—No, no, no es eso —respondió Rebus a duras penas—. Es que… una cosa es pensarlo y otra…
—Y otra muy distinta hacerlo —dijo McCullough asintiendo con la cabeza.
«Cabrones, si tenéis el dinero de Bernie Johns, ¿para qué queréis más?».
—¿No podrías hacer una exploración rápida del sitio? —preguntó Gray—. Necesitamos un plano de la planta y ese tipo de detalles.
—No hay problema —dijo Rebus.
—Pues empecemos por eso y no hagamos castillos en el aire, John.
—Yo he estado pensando —añadió Rebus recuperando cierto aplomo— que a lo mejor necesitamos un cuarto hombre. ¿Qué os parece Tam Barclay?
—Tam está bien —contestó McCullough sin excesivo entusiasmo—, pero tal vez sea mejor Allan —añadió mirando a Gray, que asintió con la cabeza.
—Sí, eso es, Allan —comentó este.
—¿Quién hablará con él? —preguntó Rebus.
—Déjanoslo a nosotros, John. Tú concéntrate en lo del almacén.
—Muy bien —dijo Rebus recogiendo el vaso de la máquina.
Miró la superficie del líquido tratando de recordar si había apretado el botón de té, de café o de autodestrucción. Tenía que hablar con Strathern. ¿Y decirle qué exactamente?, Porque el «robo» no iba a llevarse a cabo; era imposible. ¿Qué le diría?