20

Aquella tarde a las seis no quedaba nadie en el cuarto de interrogatorios. Para Siobhan fue un alivio que se fueran todos. Derek Linford no había cesado de dirigirle miradas aviesas desde el incidente de la máquina de bebidas y Davie Hynds se había pasado toda la tarde redactando el informe sobre las cuentas de Malcolm Neilson con una sola interrupción para interrogar —con Silvers y su compañero— a una mujer muy atractiva que resultó ser la coleccionista Sharon Burns, como supo después Siobhan al preguntárselo a Silvers.

—Davie dijo que tendrías celos —añadió él sonriente.

Por su parte, Phyllida Hawes, a partir de la hora del almuerzo, no había hecho más que mirar a las musarañas, nerviosa, consultando el reloj y echando ojeadas a la puerta, deseosa de que apareciera Allan Ward. Pero al Departamento de Investigación Criminal no se había asomado ninguno de los del cuarto de interrogatorios número 1. Al final, Hawes le preguntó a Siobhan si tenía ganas de ir a tomar algo después del trabajo.

—Lo siento, Phyl —mintió Siobhan—, ya he quedado.

Lo último que Siobhan quería era que Hawes la usase de paño de lágrimas porque Ward pasaba de ella. Pero Silvers y Grant Hood salían a tomar una cerveza, Hawes se les unió y Hynds aguardó a que se lo propusieran.

—Bueno, sí —contestó tratando de disimular las ganas que tenía.

—Voy yo también, si os parece —dijo Derek Linford.

—Cuantos más seamos, más reiremos —comentó Hawes—. ¿Seguro que no quieres venir, Siobhan?

—No, pero gracias —contestó ella.

Y a las seis estaba sola en la oficina con el silencio únicamente roto por el zumbido de los tubos fluorescentes. Templer se había marchado mucho antes para acudir a una reunión en la Casa Grande porque los jefazos querían saber cómo iban las pesquisas del caso Marber. Miró la Pared de la Muerte y pensó que no iban muy bien.

Se esforzaban por obtener un resultado. Precisamente en esos casos es cuando se cometen errores, ahorrar atajos, como ahora que se habían propuesto de todas todas inculpar a Donny Dow o a Malcolm Neilson.

Uno de sus profesores de la universidad le había dicho años atrás que los resultados eran lo de menos, que lo que importaba era el proceso de trabajo; con lo que venía a decir que hay que jugar limpio y no tener prejuicios; cerciorarse de que el caso no tuviera lagunas para que la fiscalía no lo rechazara. La culpabilidad o la inocencia se decidía en los tribunales, y la tarea del Departamento de Investigación Criminal no era otra que recopilar las piezas de la investigación.

Miró la mesa. Tenía el bloc de notas lleno de garabatos en tinta azul y en tinta negra; no todos eran suyos. Ella dibujaba pequeños tornados cuando hablaba por teléfono, y a veces cubos y rectángulos semejantes a la bandera inglesa. Uno de aquellos dibujos era de Hi-Ho Silvers, cuya especialidad eran flechas y los cactus. Había gente que no hacía garabatos; a Rebus, por ejemplo, nunca le había visto hacerlos; a Derek Linford tampoco. Eran personas que no dejaban transparentar demasiado su interior. Siobhan pensó cómo interpretaría un grafólogo los trazos que ella hacía. El tornado podía ser su manera de explicitar de algún modo el caos de una investigación. ¿Y los cubos y las banderas? Lo mismo, más o menos; pero no estaba muy segura de lo que podían significar las flechas y los cactus.

Tenía en el bloc un nombre rodeado de círculos en el que después había sobrescrito un número de teléfono:

Ellen Dempsey.

¿Qué había comentado Cafferty? Sí, que Ellen Dempsey tenía «amigos». ¿Qué clase de amigos? Amigos con los que Cafferty no quería líos.

—¿Tan en serio te tomas tu ascenso? —preguntó Rebus apoyado en el marco de la puerta.

—¿Cuánto tiempo hace que estás ahí?

—No te preocupes, no estaba espiándote —contestó él entrando en la sala—. ¿Se han largado todos?

—Sobresaliente.

—Conservo mi gran capacidad de deducción —añadió Rebus señalándose con el dedo la cabeza.

Vio que su sillón estaba en la mesa de Linford y lo situó rodando delante de la de Siobhan.

—No permitas que ese malnacido ocupe mi sillón —dijo.

—¿Tu sillón? Si no me equivoco lo robaste del despacho de Watson.

—Gill no lo quería —replicó Rebus a la defensiva sentándose y poniéndose cómodo—. Bueno, ¿qué menú tienes esta noche?

—Alubias y tostadas probablemente. ¿Y tú?

Rebus fingió que reflexionaba al respecto y puso los pies en la mesa.

Boeuf en croûte, regado quizá con un buen vino.

—¿Te llamó Jean? —preguntó ella intuitiva.

Él asintió.

—Se te dan las gracias por haber intercedido ante ella.

—¿Dónde vais a cenar?

—Al Number One.

Siobhan lanzó un silbido.

—¿Me traerás las sobras en una bolsita?

—Puede que sobren un par de huesos. ¿Qué escribes?

—Había anotado el nombre de Ellen Dempsey, pero escribí algo encima y he vuelto a anotarlo para no olvidarme —dijo Siobhan.

—¿De qué?

—De que creo que vale la pena interrogarla.

—¿Basándonos en qué?

—Basándonos en a que Cafferty dijo que tenía amigos.

—¿No crees que el asesino de Marber sea Donny Dow?

Ella negó con la cabeza.

—Puedo equivocarme, claro.

—¿Y ese pintor? Me dijeron que le habíais interrogado.

—Sí. Neilson aceptó una suma de Marber a cambio de dejar de hablar mal de él.

—Cosa que no funcionó.

—No…

—Pero tampoco crees que sea el asesino.

Siobhan se encogió de hombros con gesto exagerado.

—Tal vez no lo hizo nadie.

—Tal vez lo hizo un chico grande que escapó corriendo.

Siobhan sonrió.

—¿Habrá utilizado alguien alguna vez esa coartada?

—Yo sí cuando era niño; ¿tú no?

—Me da la impresión de que mis padres no se lo habrían creído.

—Ni los tuyos ni los de nadie, pero los niños lo intentan.

Ella asintió pensativa.

—Ni Dow ni Neilson tienen coartada para la tarde en que mataron a Marber. Incluso lo que alega Cafferty tampoco es muy sólido.

—¿Crees que Cafferty está implicado?

—Me inclino a creerlo. Lo más seguro es que sea el dueño de la sauna Paradiso y que estuviera al tanto de lo de Laura y Marber. Además, resulta que su chófer era el ex de Laura Stafford y que Cafferty, como es coleccionista, podría haber sido objeto de estafa por parte de Marber.

—Interrógale.

—No creo que se eche a llorar y confiese —replicó ella mirándole.

—De todos modos, cítale y le interrogas, a ver qué pasa.

Siobhan miró el nombre de Ellen Dempsey.

—¿Por qué tengo la impresión de que sería más para beneficio tuyo que mío?

—Porque eres suspicaz por naturaleza, sargento Clarke —dijo Rebus consultando el reloj y levantándose.

—¿Te marchas para ponerte guapo? —preguntó ella.

—Bueno, al menos para cambiarme de camisa.

—Más vale que busques tiempo también para afeitarte si quieres que Jean se muestre cariñosa.

Rebus se pasó la mano por la barbilla.

—Me afeitaré —dijo.

Siobhan contempló cómo se alejaba pensando: «hombres y mujeres. ¿Por qué será todo tan complicado?».

Abrió el bloc de notas por una hoja limpia y alzó el bolígrafo. Instantes después anotaba en la página el nombre de Ellen Dempsey, en el centro mismo de un tornado de tinta.

Rebus se lavó la cabeza, se afeitó y se cepilló los dientes. Sacó su mejor traje y encontró una camisa sin estrenar que se probó después de quitar el envoltorio y los alfileres. Necesitaba un planchado, pero la verdad es que no sabía si poseía siquiera una plancha. Si se dejaba puesta la americana no se verían las arrugas. Dudó entre una corbata rosa o azul. Optó por la azul, que no tenía manchas.

Se limpió rápido los zapatos con una bayeta y los secó con un paño de cocina.

Al mirarse al espejo vio que se le había quedado un poco tieso el pelo al secarse y, al intentar aplastarlo, advirtió cierto rubor en el rostro y comprendió que estaba nervioso.

Decidió llegar antes de la hora. Así consultaría los precios previamente y Jean no sería testigo de su estupefacción. Además, después de echar un vistazo al local se sentiría más cómodo. ¿Tendría aún tiempo de tomarse un whisky para tranquilizarse? La botella le observaba desde el suelo. No, en casa no, pensó. Se lo tomaría allí. Optó por coger el coche. Jean no conducía y por si acaso acababan en Portobello, en casa de ella, sería conveniente tener el coche. Y de paso valdría como pretexto para no beber demasiado vino; que bebiera ella por los dos.

Y bueno, si bebía, podía dejar el coche en el centro; ya lo recogería.

Las llaves, las tarjetas de crédito… ¿Qué más? Tal vez una muda. Podía llevarla en el coche; así, si pasaba la noche en casa de ella… No, no, porque si le decía que tenía una muda en el coche, descubriría que era premeditado.

—No te anticipes, John —musitó.

Última incógnita: loción para después del afeitado. ¿Sí o no? Idéntico razonamiento.

Tras lo cual salió del piso y a mitad de la escalera se percató de que no había mirado si había mensajes en el contestador del teléfono. ¡Qué más daba! Llevaba el móvil y el busca. El coche estaba estupendamente aparcado casi enfrente de casa. Lástima tener que cogerlo porque seguro que alguien ocupaba el hueco a los dos minutos. Bueno, a lo mejor no necesitaba aparcarlo allí por la noche.

«¡Deja de pensar en eso!».

¿Y si la carta estaba en francés? Que pidiera ella la comida. Tal vez sería una buena estrategia, decirle que se encargara ella de la cena, dejarlo todo en sus manos, etcétera. Pensó en qué otras cosas podían salir mal. ¿Que no aceptaran tarjetas de crédito? No lo creía. ¿Que utilizase mal los cubiertos? Muy posible. Empezaba casi a notar sudor en las axilas.

«Por Dios, John…».

Todo saldría bien. Abrió el coche, se sentó al volante y le dio al contacto.

El motor respondía. Metió la marcha atrás y salió del hueco de aparcamiento. Arden Street había quedado reducida a una estrecha calzada con coches aparcados a un lado y otro. De pronto, delante de sus narices, uno de ellos asomó la parte trasera en marcha atrás. Rebus pisó a fondo el freno.

«Maldito idiota».

Tocó el claxon, pero el otro no se movía: un hombre solo.

—¡Muévete! —exclamó gesticulando.

Era un Ford de hacía doce años con el tubo de escape casi a rastras. Decidió recordar la matrícula para que aquel cabrón recibiera su merecido.

Pero el coche seguía inmóvil.

Rebus se quitó el cinturón de seguridad, bajó del coche, cerró de un portazo y se dirigió hacia el Ford azul claro. Había cubierto el noventa por ciento de la distancia cuando pensó de pronto: «¡Trampa!». Miró a su alrededor pero no tenía nadie detrás. De todos modos, se detuvo en seco a cuatro pies de la ventanilla del conductor del Ford, que permanecía sentado con las manos sobre el volante. Muy bien; eso quería decir que no esgrimía un arma.

—¡Oiga! —exclamó—. ¿Mueve el coche o qué?

El hombre apartó las manos del volante y la puerta se abrió con un crujido seco por falta de engrase de las bisagras. El desconocido puso un pie en tierra y salió a medias del coche.

—Quiero que hablemos —dijo.

Rebus abrió los ojos perplejo. Hubiera esperado cualquier cosa menos aquello.

Aquella cara y aquella voz…

Un espectro.

—Ahora no puedo —atinó a responder—. Tengo que estar en un sitio dentro de veinte minutos.

—Tardaremos diez —replicó la voz.

Rebus centró su atención en la boca; allí había actuado el dentista limpiando o sustituyendo dientes ennegrecidos.

Dickie Diamond tenía buen aspecto para ser un muerto.

—Hablaremos más tarde —suplicó Rebus.

Diamond negó con la cabeza, volvió a subir al coche y comenzó a salir del todo del hueco en marcha atrás, obligando a Rebus a apartarse para no ser aplastado entre el Ford y su Saab. De la ventanilla surgió una mano indicándole que le siguiera.

Rebus consultó el reloj. «¡Mierda!».

Volvió a subir al coche y siguió a Dickie Diamond.

Dejaron atrás dos o tres bocacalles y Diamond aparcó encima de una línea amarilla, infracción que a aquella hora no era muy arriesgada; Rebus lo hizo inmediatamente detrás y Diamond bajó del Ford. Estaban junto a Bruntsfield Links, una gran pendiente con césped donde los jugadores de golf practicaban de vez en cuando. Últimamente, los estudiantes habían tomado la costumbre de instalar en los hoyos barbacoas desechables y había en la hierba quemaduras rectangulares de las bandejas de aluminio. Diamond exploró con la punta del zapato uno de aquellos rectángulos. Vestía bien; no llevaba ropa cara ni llamativa, pero tampoco de saldo.

—¿Quién es la dama? —preguntó mirando de arriba abajo el traje de Rebus.

—¿Qué demonios haces tú aquí?

Diamond sostuvo la mirada desairada de Rebus, le dirigió una sonrisa compungida y comenzó a descender la pendiente. Rebus, tras un primer momento de indecisión, le siguió.

—¿Qué juego te traes? —inquirió.

—Eso es lo que debería preguntar yo.

—¿No te dije que no volvieras a poner los pies por aquí?

—Eso fue antes de que me enterase de lo que sucede ahora.

En los seis años en que no se habían visto, el rostro de Diamond había enflaquecido aún más y tenía menos pelo. No le quedaba más que una especie de residuo negro que parecía falso. Tenía profundas ojeras pero no había engordado ni parecía haber sufrido merma de sus facultades.

—¿Y qué es exactamente lo que sucede? —preguntó Rebus.

—Pues que me busca la policía.

—Eso no quiere decir que vayan a encontrarte…, a menos, claro, que te dejes ver por Edimburgo. —Rebus hizo una pausa—. ¿Quién te lo dijo? ¿Jenny Bell?

Diamond negó con la cabeza.

—Ella ni sabe que estoy vivo.

—Entonces, ¿ha sido Malky? —aventuró Rebus, acertando plenamente pese a que Diamond no contestó. Recordaba ahora a Malky en el bar Z limpiando las mesas junto a ellos—. Te aconsejo que subas al coche y salgas pitando de la ciudad. Te dije bien claro que no aparecieras por aquí.

—Y yo he cumplido mi palabra hasta ahora —replicó Diamond, que había comenzado a liarse un pitillo—. ¿A qué viene ahora ese interés por encontrarme?

—Una simple casualidad. En estos momentos sigo un cursillo de entrenamiento en el que han elegido como ejercicio el caso de Rico Lomax.

—Ejercicio, ¿de qué? —preguntó Diamond untando con saliva el borde del papel.

Rebus vio que recogía unas hebras que le habían sobrado y las guardaba en la lata de tabaco.

—Nos hacen repasar un caso para que volvamos a trabajar en equipo.

—¿Usted, trabajar en equipo? —dijo Diamond conteniendo la risa al tiempo que encendía el cigarrillo.

Rebus consultó el reloj.

—Escucha —dijo—, la verdad es que…

—Espero que los lleve a una pista falsa, Rebus —dijo Diamond con cierto tono amenazador.

—Y si no, ¿qué? —replicó Rebus en sus trece.

—Hace tiempo que no vivo aquí y echo esto de menos. Me gustaría volver.

—Ya te dije entonces…

—Lo sé; entonces me tenía más atemorizado. Pero ahora no tengo miedo.

—Tú estuviste implicado —comentó Rebus alzando un dedo—. Si vuelves a Edimburgo te matarán.

—No lo creo. Cuantas más vueltas le doy, más me da la impresión de que a quien he estado favoreciendo todos estos años es a usted.

—Por mí, si quieres, vamos a una comisaría.

Diamond miró la punta del pitillo.

—Eso, si acaso, lo decidiría yo. Rebus apretó los dientes.

—Mierdecilla, podría haberte encerrado de por vida, ¿recuerdas?

—A quien recuerdo es a Rico. Pienso mucho en él. ¿Y usted?

—Yo no maté a Rico.

—¿Quién fue, entonces? —le replicó Diamond sarcástico—. Los dos sabemos lo que pasó, Rebus.

—¿Y tú, Dickie? ¿Sabías que Rico se tiraba a tu novia? Según dice ella, tú estabas allí. ¿Es cierto? ¿No serías tú el agraviado, el que deseaba venganza? —dijo Rebus asintiendo con la cabeza pausadamente—. Lo podría exponer así ante los tribunales. Mataste a tu colega y huiste.

Diamond negó con la cabeza conteniendo de nuevo la risa, mirando a su alrededor, al tiempo que se guardaba la lata de tabaco en el bolsillo de la chaqueta y sacaba un revólver corto con el que le apuntó al estómago.

—Me dan ganas de pegarle un tiro. ¿Es eso lo que busca?

Rebus miró a su alrededor y vio que no había nadie en cien metros a la redonda; sólo se veían luces en las ventanas de los pisos a lo lejos.

—Hombre, fantástico, Dickie. No se te ocurre otra cosa que dar un paseíto por Edimburgo, donde a nadie le sorprende ver a un tío esgrimir un arma de fuego.

—Tal vez ya no me importa.

—Tal vez —repitió Rebus con las manos en los costados y los puños apretados.

Estaba a poco más de un metro de Diamond, pero ¿sería lo bastante rápido?

—¿Qué condena puede caerme si le mato de un tiro? ¿Doce…, quince años…? Pero no estaría mucho tiempo dentro.

—Ni diez minutos, Dickie. Firmarías tu condena de muerte en cuanto cruzaras la puerta de la cárcel.

—Quizá sí, quizá no.

—Hay gente que no olvida.

—Quiero volver a Edimburgo, Rebus —dijo mirando de nuevo a su alrededor—. Y aquí estoy.

—Muy bien…, pero aparta esa pistola. Ya me has convencido.

—No está cargado —añadió Diamond mirando el revólver.

En cuanto lo oyó, Rebus le lanzó un puñetazo al vértice del esternón y le agarró la mano con que esgrimía el arma, arrebatándosela. Efectivamente, no tenía balas. Diamond estaba en el suelo, a cuatro patas, gruñendo. Rebus limpió con el pañuelo sus huellas en el revólver y lo tiró sobre el césped.

—Si vuelves a amenazarme te rompo todos los dedos —farfulló entre dientes.

—Me ha dislocado el pulgar —berreó Diamond alzando la mano derecha para enseñárselo al tiempo que se lanzaba sobre él derribándole en la hierba.

Rebus, casi sin resuello, vio que Diamond se le echaba encima y le aplastaba contra el césped. Aguantó y, cuando tuvo la cara de Diamond cerca de la suya, le dio un cabezazo y giró sobre un costado obligándole a soltarle. Se puso en pie a duras penas y lanzó una patada a su adversario pero este le agarró la pierna tratando de hacerle perder el equilibrio, pero Rebus se dejó caer de rodillas con todo el peso sobre el pecho de Diamond.

Dickie Diamond lanzó un gruñido farfullando medio asfixiado.

—¡Suéltame! —vociferó Rebus.

Al soltarle, Diamond se puso en pie y se apartó a una prudencial distancia.

—He oído que me crujía una costilla —masculló Diamond retorciéndose.

—Al otro lado de The Meadows tienes el hospital —dijo Rebus—. Buena suerte.

Se miró la ropa; tenía los pantalones manchados de hierba y de barro, la camisa fuera de los pantalones, la corbata torcida y el pelo revuelto.

Además, iba a llegar tarde.

—Sube ahora mismo al coche y lárgate —dijo al postrado—. Como dice la canción de los Sparks, «en esta ciudad no cabemos los dos». Si vuelvo a verte eres hombre muerto, ¿entendido?

El postrado farfulló algo que Rebus no entendió, aunque se imaginó que no serían las gracias por el recibimiento.

Aparcó enfrente del restaurante y subió la escalinata a la carrera. Jean estaba en el bar fingiendo leer la carta; al acercarse a ella vio su rostro glacial, pero luego, a pesar de la discreta iluminación, Jean advirtió que le había sucedido algo.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó tocándole la frente cuando Rebus se inclinó para besarle en la mejilla.

Por el dolor que sintió comprendió que era un rasguño.

—He tenido unas discrepancias —contestó Rebus—. ¿Estoy presentable para un lugar como este? —añadió al ver que el maítre se les acercaba.

—¿Puede traerle a John un whisky doble? —preguntó Jean.

—¿Desea el señor una buena malta?

Rebus asintió.

—Un Laphroaig, si hay.

—Y un poco de hielo en un vaso aparte —añadió Jean sonriendo a Rebus pero con cara de preocupación—. No puedo creer que voy a cenar con un hombre que se pasará la velada sujetándose un paquete de hielo en la frente.

Rebus miró a su alrededor.

—Seguramente en un restaurante como este tienen alguien para ese servicio —comentó.

—¿De verdad te encuentras bien? —añadió ella sonriendo más abiertamente.

—En serio, estoy bien, Jean —respondió él cogiéndole la mano y besando el reverso de su muñeca—. Qué perfume más fino —añadió.

—Es Opium —dijo ella, y Rebus asintió, registrando la marca en su memoria.

La cena se prolongó agradablemente y Rebus fue relajándose. Jean le preguntó por la «discrepancia», pero, al esbozar él una explicación enrevesada, ella alzó la mano.

—John, es preferible que me digas que no me meta en tus cosas a que te inventes una historia; resulta un tanto ofensivo.

—Perdona.

—Tal vez algún día te sientas con ánimo de abrirte a mí.

—Quizá —dijo él, aunque sabía que ese día no llegaría nunca.

No lo había conseguido ni en todos los años de su matrimonio con Rhona y seguramente las cosas no iban a cambiar.

Había tomado el whisky largo y dos vasos de vino, pero se sentía en forma para conducir y mientras el camarero le ayudaba a ella a ponerse el abrigo le preguntó si quería que la llevara a casa. Jean asintió con la cabeza.

Fueron a Portobello bien cenados y reconciliados con una vieja cinta de Fairport Convention como música de fondo. Al entrar en su calle, ella pronunció pausadamente su nombre y él comprendió lo que iba a decir y le tomó la delantera.

—¿No quieres que entre?

—Hoy no. ¿Te importa? —añadió volviéndose hacia él.

—Por supuesto que no, Jean.

No había sitio para aparcar y detuvo el Saab en medio de la calle frente a su casa.

—Ha sido una cena estupenda —comentó ella.

—Hay que repetirla.

—Pero no en un sitio tan caro.

—No me ha importado.

—Has aceptado muy noblemente tu castigo —añadió ella inclinándose para besarle y, al rozarle el rostro con los dedos, él le puso las manos en los hombros; se sentía torpe, como un adolescente en sus primeras citas…, no quería estropearlo…—. Buenas noches, John.

—¿Te llamo mañana?

—Más te vale —replicó ella abriendo la puerta—. No creas que yo doy una segunda oportunidad todos los días.

—Es un honor para este boy scout —dijo él llevándose a la sien dos dedos estirados.

Ella sonrió de nuevo y se alejó sin volver la cabeza.

Subió la escalinata de la casa, abrió la puerta y la cerró a su espalda. Tenía la luz del hall encendida: el factor disuasorio para los ladrones perezosos. Rebus aguardó hasta ver encenderse las luces más arriba, en el pasillo y en el dormitorio, y a continuación arrancó.

No había sitio para aparcar el Saab en Arden Street; echó un vistazo rápido para cerciorarse de que Dickie Diamond no estaba al acecho. No había nadie. Aparcó a dos minutos a pie de su casa y disfrutó del aire fresco. Era una noche despejada, casi otoñal. La cena había estado bien y sin interrupciones, porque había desconectado el móvil y el busca no había sonado. Comprobó el móvil y vio que no había mensajes.

—Gracias a Dios —dijo abriendo el portal.

Se tomaría otro whisky, uno bien servido pese a todo. Se sentaría en el sillón y escucharía algo de música. Tenía ya previsto «Physical Graffiti» de Led Zeppelin porque quería algo que lo borrara todo; aunque se quedara dormido en el sillón. Le daba igual.

La relación con Jean volvía a sus cauces. Eso esperaba, al menos; la llamaría por la mañana a primera hora y quizás otra vez después del trabajo.

Llegó al descansillo y se quedó pasmado ante la puerta del piso.

—¡Santo cielo!

Estaba abierta de par en par y el vestíbulo sin luz. La habían apalancado con algo porque se veía la madera astillada del marco. Asomó la cabeza al vestíbulo y no advirtió movimiento ni ruidos. No se le había borrado aún la impresión de Diamond y el revólver, del que seguramente tenía la munición escondida, tal vez en el coche. Marcó un número en el móvil pidiendo ayuda y permaneció en el descansillo a la espera. No provenía ningún ruido del interior del piso; encendió la luz de la escalera y tampoco sucedió nada.

Al cabo de cinco minutos oyó abrirse y cerrarse el portal, después del frenazo de un coche, y pasos en la escalera. Se inclinó sobre la barandilla y vio a Siobhan Clarke que subía.

—¿Tú eres la ayuda? —dijo.

—Es que estaba en la comisaría.

—¿A estas horas?

Ella se detuvo a cuatro escalones de él.

—Oye, si quieres me voy —añadió girando sobre sus talones, dispuesta a marcharse.

—No, ya que has venido, quédate —dijo él—. ¿No tendrás una linterna…?

Siobhan abrió el bolso y sacó una gruesa linterna negra que encendió.

—Ahí están los plomos —dijo Rebus señalando una caja en el pasillo.

Alguien los había desconectado. Dio al interruptor y se encendió la luz.

Registraron a dúo todo el piso pero comprobaron en seguida que no había intrusos.

—Al parecer es un simple allanamiento de morada —comentó Siobhan. Rebus no contestó—. ¿No estás de acuerdo?

—Es un diagnóstico que aceptaría si viera que falta algo.

Pero él no veía que faltara nada. Estaba todo: el televisor, sus discos antiguos, sus discos compactos, la bebida y los libros.

—La verdad, creo que yo tampoco me molestaría en robar nada aquí —dijo Siobhan cogiendo la carpeta de un álbum de Nazareth—. ¿Quieres que lo denunciemos como allanamiento de morada?

Rebus sabía lo que eso implicaba: un equipo de huellas dactilares que lo llenaría todo de polvos, más una declaración en toda regla a un uniformado que iría tomando nota. Y en la comisaría se enterarían todos de que habían entrado ladrones en su casa. Negó con la cabeza y Siobhan le miró.

—¿Seguro?

—Seguro.

Siobhan reparó en ese momento en que iba vestido más elegantemente de lo habitual.

—¿Qué tal la cena?

Rebus se miró la ropa y se aflojó la corbata.

—Muy bien —dijo desabrochándose el primer botón de la camisa y sintiéndose más distendido—. Gracias de nuevo por haber llamado a Jean.

—Ayudo en lo que puedo —dijo ella echando otra ojeada al cuarto de estar—. ¿Seguro que no falta nada?

—Totalmente seguro.

—¿Y a qué han entrado?

—No lo sé.

—¿Tienes alguna hipótesis?

—No.

«Dickie Diamond, Gray, El Comadreja…». Mucha gente sabía su dirección; pero ¿qué podrían buscar? Tal vez habían sido los estudiantes del piso de al lado desesperados por oír música decente, para variar…

Siobhan lanzó un suspiro y se pellizcó el puente de la nariz.

—¿Por qué será que dices «no» y tengo el convencimiento de que se te ocurren varios sospechosos?

—¿Intuición femenina?

—¿Y por qué no mis refinadas dotes de policía?

—También, por supuesto.

—¿Conoces un cerrajero a quien llamar?

—Lo haré por la mañana, porque las reparaciones urgentes cuestan un ojo de la cara.

—¿Y si alguien entra de puntillas por la noche?

—Me esconderé debajo de la cama hasta que se vaya.

Ella se le acercó hasta un paso de distancia y alzó la mano despacio. Rebus no sabía qué pretendía, pero ella sin recatarse le tocó la ceja.

—¿Cómo te has hecho eso?

—Es un simple rasguño.

—Y reciente. No ha sido Jean, claro…

—Tropecé con algo. —Se miraron de hito en hito—. Y no estaba bebido, te lo juro. —Hizo una pausa y cogió la botella—. A propósito, ¿te tomas una copa ya que estás aquí?

—No voy a dejarte a solas en brazos de la bebida, ¿no te parece?

—Voy por vasos.

—¿No podría tomarme también un café?

—No tengo leche.

Siobhan sacó un minicartón del bolso.

—Lo reservaba para casa —dijo—, pero dadas las circunstancias…

Rebus fue a la cocina; mientras se quitaba el abrigo, Siobhan pensó que ella cambiaría totalmente la decoración de aquel cuarto: en todo caso pondría una alfombra más clara y eliminaría aquellas lámparas de los sesenta.

En la cocina, Rebus cogió dos vasos del armarito, encontró una jarrita para la leche y echó un poco de agua fría por si ella quería añadirle al whisky; abrió el congelador y sacó media botella de vodka, un viejo paquete de barritas de pescado y un panecillo mustio. Debajo tenía en una bolsa de plástico el informe del jefe supremo sobre Bernie Johns. Bien: nadie lo había tocado. Volvió a dejarlo todo igual. Llenó el hervidor y lo enchufó.

—Si lo prefieres, hay vodka —dijo.

—Tomaré whisky —contestó ella.

Sonrió y cerró el congelador.

—¿Has escuchado la cinta que te grabé de Arab Strap? —preguntó Siobhan cuando él volvió al cuarto de estar.

—Está muy bien —dijo Rebus—. La del borracho de Falkirk, ¿verdad? ¿Esa en que todas las canciones son sobre el tema de follar?

Sirvió y tendió el vaso a Siobhan y le ofreció agua pero ella negó con la cabeza.

Se sentaron en el sofá y dieron un trago.

—¿No hay un proverbio a propósito de la bebida y la amistad? —preguntó Rebus.

—¿En compañía, la desgracia es más llevadera? —contestó Siobhan con picardía.

—Eso es —dijo Rebus sonriente alzando el vaso—. ¡Por la desgracia!

—Por la desgracia —repitió ella—. ¿Qué sería de nosotros sin ella?

Él la miró.

—¿Quieres decir que forma parte de la naturaleza humana?

—No, quiero decir que tú y yo, sin ella, no tendríamos trabajo —contestó Siobhan.