19

Siobhan se había dormido y telefoneó para disculparse mientras dejaba correr el agua de la ducha para que fuera calentándose. Le habían dicho que en Saint Leonard nadie echaba de menos su ausencia, pero ella aseguró que, de todos modos, iría a la comisaría. No recordó la herida del cuero cabelludo hasta que el agua le roció el pelo, lo que le hizo proferir una sarta de maldiciones.

A Donny Dow le habían trasladado a Leith, y a Leith se dirigió. El inspector Bobby Hogan leyó el informe que ella había redactado por la noche y no sugirió ninguna modificación.

—¿Quiere ver al preso?

Ella negó con la cabeza.

—Dos de sus compañeros de Saint Leonard asistirán a los interrogatorios que le hagamos aquí —añadió Hogan fingiendo que escribía una nota—. Le imputarán el asesinato de Marber.

—Por mí, que lo hagan.

—¿No está de acuerdo? —preguntó Hogan dejando de escribir y alzando la vista.

—Si Donny Dow hubiera matado a Marber habría sido porque conocía su relación con Laura y, en ese caso, ¿por qué se enfureció cuando se lo dijo Linford?

Hogan se encogió de hombros.

—Si me pongo a reflexionar, seguro que encuentro diez motivos. —Hizo una pausa—. No me negará que la inculpación resulta convincente.

—¿Cuántas veces se cierra un caso tan fácilmente? —replicó ella con escepticismo mientras se levantaba.

En Saint Leonard, todos hablaban de Dow, salvo Phyllida Hawes. Siobhan se tropezó con ella en el pasillo y Hawes le señaló con la mano la puerta de los lavabos.

Una vez dentro, Hawes le confesó que había salido con Allan Ward la noche anterior.

—¿Y qué tal? —preguntó Siobhan bajando la voz para incitar a Hawes a hacer lo mismo, pues recordó que anteriormente Derek Linford había escuchado detrás de la puerta.

—Lo pasé muy bien. Está muy bueno, ¿verdad?

Ya no era la policía de Investigación Criminal: se suponía que eran dos mujeres hablando de hombres.

—Pues no me había fijado —dijo Siobhan sin que su comentario hiciera mella en Hawes, que se miró al espejo.

—Fuimos a un restaurante mexicano y a un par de bares.

—¿Y te acompañó caballerosamente a casa?

—Pues sí, el canalla… —contestó volviéndose sonriente hacia Siobhan—. Iba a invitarle a subir a tomar un café cuando sonó su móvil y dijo que tenía que volver a toda prisa a Tulliallan.

—¿Te explicó por qué?

Hawes negó con la cabeza.

—Me pareció que estuvo a punto de quedarse pero, al final, sólo hubo un besito en la mejilla.

Siobhan no pudo por menos de pensar: «El llamado beso del adiós».

—¿Volveréis a veros? —preguntó.

—Claro, estando en la misma comisaría…

—Sabes a qué me refiero.

Hawes soltó una risita y Siobhan pensó que no conocía aquella faceta suya de… ¿coqueta, podría decirse? Parecía de pronto diez años más joven y decididamente más guapa.

—Ya quedaremos —dijo.

—¿Y de qué hablasteis? —preguntó Siobhan intrigada.

—Bueno, sobre todo del trabajo. La verdad es que Allan sabe escuchar.

—Entonces, hablasteis sobre todo de ti.

—Es lo que a mí me gusta —contestó Hawes apoyándose en el lavabo con los brazos cruzados y una pierna sobre otra, complacida de su persona—. Le hablé de Gayfield y de que me habían trasladado de refuerzo a Saint Leonard, y él se interesó por toda clase de detalles sobre el caso.

—¿El caso Marber?

Hawes asintió.

—Me preguntó de qué me encargaba yo, qué tal iba la investigación… Bebimos margaritas, que allí las sirven en jarra.

—¿Cuántas jarras os tomasteis?

—Una. No quería que se aprovechara, ¿sabes?

—Phyllida, yo creo que, indudablemente, querías que se aprovechara.

Sonrieron las dos.

—Cierto, indudablemente —admitió Hawes con otra risita.

Luego, lanzó un profundo suspiro hasta que en su rostro surgió una expresión de angustia y se llevó la mano a la boca.

—¡Dios, Siobhan, no te he preguntado cómo estás tú!

—Estoy bien —contestó Siobhan, pensando que era por eso por lo que Hawes quería hablar con ella: el asesinato de Laura Stafford.

—Debió de ser horrible.

—No quiero pensar en ello.

—¿Te han ofrecido ayuda psicológica?

—Por Dios, Phyl, ¿para qué la necesito?

—Para no guardarte las cosas.

—No me guardo las cosas.

—Acabas de decir que no quieres pensar en ello.

Siobhan empezó a sentirse irritada. El motivo por el que no quería pensar en la muerte de Laura era porque en aquel momento le intrigaba otra cosa: el interés de Allan Ward por el caso Marber.

—¿Por qué crees que a Allan le interesaba tanto tu trabajo? —preguntó.

—Porque quería conocer todo lo mío.

—Pero ¿concretamente el caso Marber?

—¿Qué quieres decir? —dijo Hawes mirándola.

—Nada, Phyl. —Pero Hawes la miraba intrigada y preocupada. ¿No iría a contárselo a Ward?—. Tal vez tengas razón —añadió, fingiendo que le hacía caso—, me preocupan cosas que… Debe de ser por la impresión.

—Naturalmente —dijo Hawes cogiéndola del brazo—. Si necesitas alguien para hablar de ello, cuenta conmigo.

—Gracias —dijo Siobhan dirigiéndole una sonrisa que esperaba fuese convincente.

Mientras volvían juntas a la sala del Departamento de Investigación Criminal, su mente volvió a conectar con la escena en la calle frente a la sauna Paradiso y el ruido del cerrojo… No le había dicho nada a Ricky, el de la coleta, pero lo haría. En las últimas horas había repasado innumerables veces el crimen preguntándose cómo podía haberlo evitado ella; quizás si se hubiera inclinado rápidamente hacia la puerta del pasajero para abrirla y facilitar que Laura subiera al coche antes de que Dow la agarrase; o si hubiera bajado ella más rápido para lanzarse antes por encima del capó, golpear con mayor contundencia al asesino y neutralizarle acto seguido antes de que Laura se desangrase…

«Tienes que olvidarlo», se dijo.

Pensaría en Marber, en Edward Marber. Otra víctima que requería su atención. Otro espectro pendiente de justicia. Rebus le había confesado en cierta ocasión, al cabo de numerosas sesiones de beber hasta última hora en el bar Oxford, que veía fantasmas. O más bien que los sentía. Todos los casos, las víctimas inocentes, y no tan inocentes, que llenaban los archivos del Departamento de Investigación Criminal, eran para Rebus más que víctimas oficiales. Era algo que a él le parecía un defecto, pero ella se lo había rebatido.

«No seríamos seres humanos si no nos afectara», le había dicho Siobhan, pero la mirada cínica de Rebus la había paralizado, como si pretendiera replicar que «humanos» era precisamente lo que se suponía que no tenían que ser.

Miró a su alrededor al entrar en la sala de Homicidios; el equipo trabajaba intensamente: Hood, Linford, Hynds, Davie. En cuanto la vieron, le preguntaron cómo se encontraba. Ella restó importancia al incidente y advirtió que Phyllida Hawes se ruborizaba avergonzada por no haber tenido idéntica reacción en el pasillo; estaba a punto de decirle que no se preocupara, pero Hynds se acercó a su mesa para hablar. Se sentó y colgó la chaqueta en el respaldo de la silla.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Se trata del dinero que me dijiste que buscara.

Siobhan le miró perpleja. «Dinero. ¿Qué dinero?».

—Recuerda que Laura Stafford dijo que creía que Marber esperaba recibir una cantidad importante —dijo Hynds al ver su confusión.

—Ah, sí —dijo, y advirtió, por las señales de vasos de café y unos clips esparcidos, que había utilizado la mesa en su ausencia.

La bandeja de entrada estaba llena pero daba la impresión de que habían revuelto los papeles, y recordó a Gray fisgando en las notas del caso, y a otros del grupo de Rebus dando vueltas por la sala; y… a Allan Ward sonsacando a Phyllida Hawes.

La pantalla del ordenador estaba apagada. La encendió y un pececillo se puso en movimiento: era un nuevo salvapantallas distinto del del mensaje que se desenrollaba; como si un duendecillo anónimo se hubiera apiadado de ella.

Se percató de que Hynds acababa de decirle algo justo cuando terminó de hablar y se hizo el silencio.

—Perdona, Davie, no te he oído.

—Si quieres vuelvo después —dijo él—. Es comprensible que hoy estés así.

—No, Davie, ¿qué me decías?

—¿Seguro?

—Mierda, Davie —exclamó cogiendo un bolígrafo—. ¿Quieres que te lo clave? —Él la miró y ella le sostuvo la mirada, percatándose de pronto de lo que había dicho y de que esgrimía el bolígrafo como un puñal—. Dios mío, perdona —musitó.

—No te preocupes.

Dejó caer el bolígrafo y tomó el receptor del teléfono, haciendo un gesto a Hynds para que aguardara mientras hablaba con Bobby Hogan.

—Soy Siobhan Clarke —dijo—. Se me olvidó indicar que la cuchilla que utilizó Dow pudo haberla comprado en un almacén de bricolaje que hay cerca de Saint Leonard. Como tienen cámaras de circuito cerrado, a lo mejor el personal le reconoce. Gracias —añadió antes de colgar en respuesta a lo que decía Hogan.

—¿Has desayunado? —preguntó Hynds.

—Iba a preguntarte lo mismo —dijo Derek Linford, que se había acercado, con una cara de preocupación tan exagerada que Siobhan tuvo que contener un estremecimiento.

—No tengo hambre —contestó a los dos.

Sonó el teléfono y atendió la llamada. De la centralita le pasaban una comunicación de una tal Andrea Thomson.

—Me han dicho que hablara con usted —dijo Thomson—. Soy…, bueno, no sé si utilizar la palabra consejera.

—Se supone que es usted analista de carreras —dijo Siobhan cortante.

—Eso tiene que habérselo dicho alguien —replicó la mujer tras un largo silencio—. Usted trabaja con el inspector Rebus, ¿verdad?

Siobhan tuvo que reconocer que Thomson era lista.

—Sí, él me dijo que usted niega que sea psicóloga.

—Porque hay policías a quienes no les gusta.

—Inclúyame a mí —dijo Siobhan mirando a Hynds, que gesticulaba animándola mientras Linford seguía intentando mostrarse solidario sin lograrlo del todo; falta de costumbre, pensó ella.

—Quizá le venga bien hablar de las secuelas —comentó Thomson.

—No hay ninguna secuela —replicó Siobhan fríamente—. Mire, señorita Thomson, tengo en este momento un caso de homicidio…

—Le dejaré mi número, por si acaso.

Siobhan lanzó un suspiro.

—Démelo si así se queda contenta.

Thomson le recitó dos números correspondientes a la oficina y al móvil que Siobhan no apuntó. Se hizo un silencio.

—No los ha anotado, ¿verdad?

—Sí, sí, los tengo, no se preocupe.

Hynds negó con la cabeza, consciente de qué se trataba. Alzó el bolígrafo y lo esgrimió en dirección de Siobhan.

—Repítamelos —dijo Siobhan.

Cuando acabó la conversación enarboló el trozo de papel ante Hynds.

—¿Satisfecho?

—Me quedaré más satisfecho si comes algo.

—Yo también —dijo Derek Linford.

Siobhan miró los números de Andrea Thomson.

—Derek —dijo—, Davie y yo tenemos que hablar. ¿Puedes apuntar mis llamadas telefónicas? —añadió metiendo los brazos en las mangas de la chaqueta.

—¿Dónde vais a estar? —preguntó Linford tratando de disimular su cabreo—. Por si te necesitamos.

—Tienes el número de mi móvil —respondió ella—. Ahí me encontrarás.

Fueron al Engine Shed, que estaba a la vuelta de la esquina de la comisaría, aunque Hynds confesó que no había estado nunca.

—Era realmente un depósito de locomotoras —comentó ella—, locomotoras de vapor supongo, las que arrastraban trenes de mercancías o de carbón. Camino de Duddingston se ven aún tramos de raíles.

Compraron té y bollos en la cafetería y, al dar el primer bocado, Siobhan comprobó que estaba hambrienta.

—Bueno, ¿qué has descubierto? —preguntó.

Se notaba que Hynds estaba deseando contárselo y que se lo reservó para que fuera mayor el efecto al explicárselo.

—Hablé con varias personas relacionadas con las finanzas de Marber, el director del banco, el contable…

—¿Y?

—No había rastro de ninguna cantidad importante en el haber.

Hizo una pausa, inseguro de si «haber» era la palabra adecuada.

—¿Y?

—Pues empecé a mirar en los asientos de cargo, que en el extracto bancario aparecen señalados con el número del cheque, y no figuraba ninguna especificación de a quién se hacían los pagos —Siobhan asintió—, y por eso seguramente nos pasó desapercibido un cargo. —Hizo otra pausa para dar a entender que por «nos» se refería a Linford—. Uno de cinco mil libras. El contable encontró las matrices de talonario, en el que sólo estaba anotada la cantidad.

—¿Era un cheque de la empresa o personal?

—Era dinero de una de las cuentas personales de Marber. ¿Y sabes a nombre de quién estaba extendido?

Siobhan aventuró un nombre.

—¿De Laura Stafford?

Hynds negó con la cabeza.

—¿Recuerdas a nuestro amigo el pintor…?

—¿Malcolm Neilson? —preguntó ella. Hynds asintió—. ¿Marber dio a Neilson cinco de los grandes? ¿Cuándo?

—Hará poco más de un mes.

—¿No sería en pago por un cuadro?

Hynds había pensado en ello.

—Marber no gestionaba la obra de Neilson, ¿recuerdas? Además, un pago por ese concepto se habría hecho con cargo al negocio sin necesidad de ocultarlo.

Siobhan pensaba a toda velocidad.

—Aquella tarde se vio a Neilson frente a la galería.

—¿Para pedir más dinero? —aventuró Hynds.

—¿Crees que chantajeaba a Marber?

—O bien que le vendía algo. Vamos a ver, ¿es corriente que alguien se pelee con otro y que luego le pague una cantidad así como gratificación?

—¿Y qué es lo que le vendía, entonces? —dijo Siobhan, que se había olvidado del hambre.

Hynds le señaló el bollo con la cabeza para instarla a comer.

—Quizá sea eso lo que debemos preguntarle, en cuanto termines el desayuno —dijo.

Neilson se presentó en Saint Leonard con su abogado, tal como había requerido Siobhan. Como estaban libres los dos cuartos de interrogatorios porque el equipo de Rebus había salido a visitar campings de caravanas, se instalaron en el número 2, y Siobhan se sentó en la misma silla en la que Linford se sentó la noche anterior, cuando se les escapó Donny Dow. Neilson y su abogado lo hicieron enfrente de ella y Davie Hynds, a su lado. Decidieron grabar el interrogatorio para presionar al sospechoso; a la vista de los micrófonos, los sospechosos suelen ponerse nerviosos pensando que sus declaraciones pueden volverse en su contra.

—Grabamos el interrogatorio más por su bien que por el nuestro —explicó Siobhan según el reglamento.

Allison se aseguró de que hubiera dos cintas, una para el Departamento de Investigación Criminal y otra para su cliente.

Tras los preámbulos, Siobhan puso en marcha la grabadora, se identificó y pidió a los presentes que hicieran lo propio. Observó atentamente a Malcolm Neilson mientras hablaba. El pintor, sentado, tenía las cejas enarcadas, como si estuviese sorprendido de verse en semejante tesitura. Llevaba el pelo alborotado, como de costumbre, y una amplia camisa gruesa de algodón sobre una camiseta gris. Por casualidad o expresamente se había abrochado mal la camisa y tenía un lado del cuello más bajo que el otro.

—Señor Neilson, ya nos dijo que estuvo frente a la galería la noche en que murió Edward Marber —empezó Siobhan.

—Sí.

—Recuérdenos por qué estuvo allí.

—Sentía curiosidad por la inauguración.

—¿Por ningún otro motivo?

—¿Como cuál?

—Malcolm, tú sólo debes limitarte a contestar —terció el abogado—. Nada de preguntas.

—Bien, ya que el señor Neilson lo ha preguntado —dijo Siobhan—, mi colega quizá pueda contestarle.

Hynds abrió una carpeta marrón, sacó una fotocopia del cheque y se la puso delante a Neilson.

—Explíquenoslo —dijo escuetamente.

—El agente Hynds —añadió Siobhan para ilustrar con un comentario la grabación— muestra a los señores Neilson y Allison la copia de un cheque extendido a nombre del señor Neilson por la suma de cinco mil libras con fecha de hace un mes. Se trata de un talón con la firma de Edward Marber con cargo a una de sus cuentas bancarias personales.

Cuando Siobhan concluyó su intervención, se hizo un silencio.

—¿Puedo hablar a solas con mi cliente? —dijo Allison.

—Se interrumpe el interrogatorio a las once cuarenta —añadió Siobhan deteniendo la grabadora.

Había ocasiones como aquella en que le habría gustado fumar. Aguardó con Hynds fuera del cuarto de interrogatorios dando golpecitos impacientes en el suelo con el pie y con el bolígrafo en los dientes. Bill Pryde y George Silvers volvían de Leith y les dieron detalles sobre el primer interrogatorio a Donny Dow.

—Sabe que vamos a inculparle por la muerte de su esposa, pero jura que él no mató a Marber —dijo Silvers.

—¿Creéis que dice la verdad? —preguntó Siobhan.

—Es un mal bicho… Yo nunca creo lo que dice esa clase de gente —comentó Silvers.

—Está muy afectado por lo de su esposa —comentó Pryde.

—Se me desgarra el corazón —le replicó Siobhan con frialdad.

—¿Vamos a imputarle la muerte de Marber ahora que tenemos ahí dentro otro sospechoso? —terció Hynds.

—En cuyo caso —dijo una voz nueva—, ¿qué hacen en el pasillo?

Era Gill Templer, a quien habían pedido permiso para citar a Neilson, quien los miraba con las manos en las caderas y las piernas separadas como pidiendo resultados.

—Está consultando con su abogado —dijo Siobhan.

—¿Ha confesado algo?

—Acabamos de mostrarle el cheque.

—¿Algo de interés en Leith? —preguntó Templer a Pryde.

—No.

Templer expulsó aire ruidosamente.

—Hay que conseguir que el caso avance —dijo sin levantar la voz para que el abogado y el pintor no oyesen nada, pero sin obviar su tono de impaciencia y decepción.

—Sí, señora —dijo Davie Hynds volviendo la cabeza al ver que se abría la puerta del cuarto de interrogatorios y aparecía William Allison.

—Ya estamos preparados —dijo.

Siobhan y Hynds entraron, cerraron la puerta, pusieron en marcha las cintas y se sentaron. Neilson se pasó las manos por el pelo y se lo alborotó aún más, y ellos aguardaron a que dijera algo.

—Cuando gustes, Malcolm —dijo el abogado.

El pintor se recostó en la silla y miró al techo.

—Edward Marber me dio cinco mil libras para que dejara de incordiarle, para que me callara y no apareciera por allí.

—¿Por qué motivo?

—Porque la gente comenzaba a hacerme caso cuando yo decía que estafaba.

—¿Le pidió usted dinero?

Neilson negó con la cabeza.

—Tiene que manifestarlo para que quede grabado —dijo Siobhan.

—Yo no le pedí nada —dijo Neilson—. Me lo ofreció él. Al principio me ofreció mil y finalmente llegó a cinco mil.

—¿Y aquella tarde fue a la galería porque quería más dinero? —preguntó Hynds.

—No.

—Fue porque quería echar un vistazo a la inauguración —añadió Siobhan—. Lo cual parece indicar que consideraba que podía obtener más dinero con su molesta presencia. Al fin y al cabo, a pesar de haber aceptado esa suma, seguía causando contrariedades a Marber.

—Si hubiera querido causarle contrariedades habría entrado en la galería, ¿no?

—Entonces, ¿pretendía hablar a solas con él?

Neilson sacudió insistentemente la cabeza.

—No me acerqué a él en ningún momento.

—No puede negar que estuvo cerca.

—Quiero decir que no hablé con él.

—¿Estaba satisfecho con las cinco mil libras? —preguntó Hynds.

—Satisfecho… no es lo que yo diría; pero para mí era una especie de venganza. Las acepté porque eran como cinco mil libras de dinero estafado que él no podría gastarse —dijo pasándose las manos por las mejillas y produciendo un sonido áspero en su barba sin afeitar.

—¿Qué sintió cuando supo que había muerto? —preguntó Siobhan, y el pintor la miró cara a cara.

—Sentí cierto placer, la verdad. Sé que no es una reacción muy humana, pero fue como digo.

—¿No se le ocurrió pensar que iniciaríamos investigaciones respecto a su relación con el señor Marber? —preguntó Siobhan.

Neilson asintió.

—¿No pensó que descubriríamos ese pago?

El pintor volvió a hacer una inclinación de cabeza.

—¿Y por qué nos lo ocultó?

—Porque pensé que habría parecido… —respondió cabizbajo.

—¿Qué es lo que habría parecido?

—Que yo tenía un móvil o motivación, etcétera. ¿No se dice así? —replicó sin apartar la mirada de Siobhan.

—Si no le mató usted, no tenía por qué inquietarse —respondió ella.

—Tiene un rostro interesante, sargento Clarke —añadió Neilson ladeando la cabeza—. ¿Qué le parece si le hago un retrato cuando acabe esto?

—Centrémonos en el presente, señor Neilson. Explíquenos lo del cheque. ¿Cómo cobró la suma? ¿Se lo enviaron por correo, se vio con el señor Marber?

Después del interrogatorio, ya avanzada la mañana, en una panadería Hynds y Siobhan se compraron para almorzar panecillos rellenos y latas de refrescos. Hacía calor y estaba nublado y a Siobhan le habría apetecido darse otra ducha, pero lo que necesitaba era una limpieza mental para aclarar su confusión. Decidieron volver a pie a Saint Leonard por el camino más largo mientras comían.

—Una de dos —dijo Hynds—, Donny Dow o Neilson.

—¿Qué te parece inculparlos a los dos? —bromeó Siobhan—. Neilson vigilaba a Marber y avisó a Dow al llegar el taxi que fue a recoger al galerista.

—¿Y estaban los dos conchabados?

—Y de paso podemos mezclar a Big Ger Cafferty, que no se ensucia las manos.

—No veo a Marber engañando a Cafferty. Como dices tú, es muy enrevesado.

—¿Quién más podría querer vengarse?

—¿Y Laura Stafford? A lo mejor estaba harta de la relación…, tal vez Marber quería llevar las cosas más lejos. —Hynds hizo una pausa—. ¿Y si Donny Dow era el chulo de Laura?

—Basta —espetó Siobhan muy seria.

Hynds comprendió que no debió haber dicho aquello; vio cómo ella tiraba el resto de la comida a una papelera y se sacudía las migas y la harina de la ropa.

—Deberías hablar con alguien —dijo pausadamente.

—¿Te refieres a la psicóloga? Hazme un favor…

—Es lo que pretendo, pero se ve que no quieres escuchar.

—No es la primera vez que veo morir a alguien, Davie. ¿Y tú? —replicó Siobhan deteniéndose para mirarle.

—Se supone que somos compañeros —contestó él ofendido.

—Se supone que somos policías de distinta graduación…, a veces creo que confundes quién es quién.

—Dios, Shiv, yo sólo quería…

—¡Y no me llames Shiv!

Hynds fue a añadir algo pero optó por dar un sorbo al refresco; y al cabo de unos pasos lanzó un profundo suspiro.

—Perdona —dijo.

—¿Perdón por qué? —replicó ella mirándole.

—Por hacer esos comentarios sobre Laura Stafford. Siobhan asintió despacio con la cabeza y su rostro se serenó un poco.

—Vas aprendiendo, Davie —dijo.

—Lo intento. —Hizo una pausa—. ¿Hacemos las paces? —añadió.

—Hagamos las paces —dijo Siobhan.

Continuaron caminando en un silencio que habría podido calificarse de amistoso.

Cuando Rebus y Gray volvieron a la comisaría se encontraron ocupado el cuarto de interrogatorios número 1. El equipo se había dividido en dos y los otros, después de dedicar el día a visitar campings de caravanas de la costa este para hablar con los dueños, los clientes de temporada y los fijos, estaban cansados.

—Yo no sabía que había caravanas fijas —dijo Allan Wardy que la gente vive en esos chismes de cuatro literas como si fueran casas con sus parterres de flores afuera y caseta para el perro.

—Con el precio que tiene la vivienda puede ser la solución del futuro —comentó Stu Sutherland.

—Pero en invierno se helarán de frío —añadió Tam Barclay.

El inspector jefe Tennant, que escuchaba lo que decían cruzado de brazos y recostado en la pared, se volvió despacio hacia Rebus y Gray.

—Por Dios bendito, espero que ustedes dos tengan como información algo más que simples elucubraciones sobre la vivienda, la propiedad y la jardinería.

—¿No habéis descubierto nada? —preguntó Gray a Jazz McCullough sin hacer caso de Tennant.

—Cosas desperdigadas —contestó McCullough—. Son hechos de hace seis años y la gente cambia de lugar.

—Hablamos con el dueño de un camping que no estaba allí en tiempos de Rico —añadió Allan Ward—, pero que había oído comentarios sobre fiestas que duraban toda la noche y peleas de borrachos. Rico tenía en aquel camping dos caravanas y se supone que otros dos o tres en otras localidades.

—¿Siguen allí esas dos caravanas? —preguntó Gray.

—Una sí, la otra se prendió fuego.

—¿Se prendió fuego o le prendieron fuego?

Ward se encogió de hombros.

—¿Ven cómo es admirable su labor? —dijo Tennant—. Bien, denme las buenas noticias sobre la muy noble ciudad de Glasgow.

Rebus y Gray resumieron en cinco minutos su viaje, ciñéndose exclusivamente a la visita al hospital, sin dejar tampoco muy satisfecho a Tennant.

—Estoy por decir que han estado todos ustedes dando palos de ciego.

—Si apenas hemos comenzado —protestó Sutherland.

—A eso me refiero exactamente —replicó Tennant alzando un dedo—. Están demasiado ocupados dándose la buena vida para poder hacer el trabajo que se les ha encomendado aquí. —Hizo una pausa—. Quizá no sea culpa suya; tal vez en Edimburgo no haya nada que averiguar.

—¿Volvemos a Tulliallan? —dijo Tam Barclay.

Tennant asintió.

—A menos que encuentren alguna razón para quedarse —dijo.

—Dickie Diamond, señor —dijo Sutherland—. Hay amigos suyos con quienes todavía no hemos hablado, y tenemos contactos con un confidente local.

—O sea, ¿que lo único que hacen ustedes aquí es esperar?

—Tenemos otra línea de investigación, señor —añadió Jazz McCullough—. En la época en que desapareció Diamond se produjo aquel caso de violación en la casa del pastor.

Rebus concentró la vista en las losetas de moqueta color barro.

—¿Y? —replicó Tennant.

—Nada, señor. Es una simple coincidencia que quizá merezca la pena indagar.

—Quiere decir, ¿por si el caso Diamond tiene algo que ver con ello?

—Ya sé que aparentemente no, señor.

—¿Aparentemente? No le veo la apariencia.

—Tal vez con un par de días más, señor —solicitó Gray—. Hay algunos cabos sueltos que podríamos atar y ya que estamos aquí con un experto que puede orientarnos… —añadió mirando a Rebus.

—¿Experto? —dijo Tennant entornando los ojos.

Gray dio una palmada a Rebus en el hombro.

—Tratándose de Edimburgo, John sabe dónde están enterrados los cadáveres, señor. ¿Verdad, John?

Tennant reflexionó un instante mientras Rebus permanecía callado; luego, desplegó los brazos y metió las manos en los bolsillos de la chaqueta.

—Lo pensaré —dijo.

Una vez que Tennant se hubo marchado, Rebus se volvió hacia Gray.

—¿Que yo sé dónde están enterrados los cadáveres…?

Gray se encogió de hombros y se echó a reír.

—¿No es lo que me dijiste? Metafóricamente hablando, claro.

—Claro.

—A menos que…

Avanzada la tarde, Rebus se acercó a la máquina de bebidas considerando las diversas alternativas. Tenía mucha calderilla, pero su mente no estaba en ello y su única preocupación era a quién explicarle el plan del golpe. Porque, en primer lugar, el jefe de policía, Strathern, no sabría lo del almacén con el alijo, de eso estaba seguro. Claverhouse se lo habría dicho al ayudante, Carswell, y como los dos eran amigos, Carswell habría dado el visto bueno sin preocuparse de comunicarlo al jefe supremo; y si él se lo decía a Strathern, lo más probable era que montase en cólera por haber sido dejado de lado en una incautación tan importante y, aunque las consecuencias eran imprevisibles, Rebus estaba convencido de que no beneficiarían en nada a su plan.

De momento era preciso que la existencia del alijo permaneciera lo más secreta posible. En realidad, no iba a darse ningún golpe, ya que su propuesta era una simple estratagema para infiltrarse en el trío con la esperanza de obtener información sobre los millones desaparecidos de Bernie Johns. No estaba muy seguro de que Gray y compañía mordieran el anzuelo; que Gray hubiera mostrado tanto interés era incluso preocupante. ¿Por qué iba a interesarle su plan si tenía ya mucho más dinero oculto del que pudiera procurarle el golpe en el almacén? Su único objetivo con aquel plan era demostrar al trío que él también podía ceder a la tentación; que él, como ellos, podía caer.

Pero ahora había que tener en cuenta la posibilidad real de que los tres quisieran dar el golpe en serio.

¿Por qué lo hacían si estaban podridos de dinero obtenido ilícitamente? La única respuesta que se le ocurría era que no tenían ningún botín. En cuyo caso estaba en la casilla de salida; o mejor dicho, él era la casilla de salida como instigador de un golpe para hacerse con droga valorada en varios miles de libras ante las narices de su propia gente.

Aunque, claro, también, si Gray y compañía habían quedado impunes…, tal vez el hecho de que se les presentara la ocasión de volver a las andadas era un acicate. ¿Les impedía su codicia discernir lógicamente? Lo que a él le preocupaba era el convencimiento de que probablemente el golpe era factible, porque la vigilancia del almacén dejaba mucho que desear, ya que lo que menos le interesaba a Claverhouse eran medidas de seguridad que llamaran la atención y dieran que pensar. Allí sólo había la puerta de acceso, un par de vigilantes y quizás un candado en la entrada al almacén. ¿Tendrían sistema de alarma? Bueno, las alarmas se desconectan y los vigilantes se neutralizan, y la droga podían cargarla en una furgoneta no muy grande.

«¿Qué es lo que estás planeando, John?».

El juego cambiaba. Él no contaba aún con suficientes datos sobre aquellos tres, mientras que ahora Gray sabía algo sobre Dickie Diamond. «John sabe dónde están enterrados los cadáveres». La palmada que Gray le había dado en el hombro era para recordarle quién mandaba allí.

De pronto vio que tenía a Linford detrás.

—¿Vas a usar la máquina o estás contando tus ahorros?

A Rebus no se le ocurrió ninguna réplica y se apartó.

—¿Habrá una nueva ocasión de tener asiento de primera fila? —le preguntó Linford mientras echaba las monedas.

—¿Cómo?

—Que si habéis hecho las paces tú y Allan Ward —añadió Linford pulsando el botón del té y lanzando maldiciones—. Debía haberle dado al de café porque aquí el té, por lo visto, «vuela».

—¿Por qué no te arrastras hasta tu puta madriguera? —dijo Rebus.

—Sin tu presencia en el Departamento de Investigación Criminal se está mucho mejor. ¿No habría posibilidades de que tu ausencia fuera definitiva?

—No te hagas ilusiones —replicó Rebus—. He jurado jubilarme cuando tú pierdas el virgo.

—Yo me habré retirado antes —dijo Siobhan acercándoseles con una sonrisa forzada.

—¿Y a usted quién la desfloró, sargento Clarke? —añadió Linford sonriéndole y mirando luego a Rebus—. ¿O es mejor no entrar en ese asunto?

Se alejó y Rebus se aproximó un paso a Siobhan.

—Eso es lo que dicen las mujeres sobre la cama de Derek, ¿sabes? —dijo lo bastante alto para que Linford lo oyera.

—¿Qué? —preguntó Siobhan siguiendo el juego.

—Que es un sitio en el que no quieren entrar.

Cuando Linford desapareció, Siobhan se sirvió algo.

—¿No tomas nada? —preguntó.

—He cambiado de idea —contestó Rebus guardándose las monedas—. ¿Cómo estás?

—Bien.

—¿De verdad?

—Casi bien —reconoció ella—. Y no, no quiero hablar de ello.

—No iba a pedírtelo.

Siobhan se enderezó, maniobrando con el vaso de plástico caliente.

—Eso es lo que me gusta de ti —dijo—. ¿Tienes un minuto para un lavado de cerebro? —añadió.

Bajaron al aparcamiento. Rebus encendió un cigarrillo y Siobhan se cercioró de que no había fumadores que pudieran oírlos.

—Cuánto misterio —comentó él.

—No, es que hay algo que me intriga de tus compañeros de Tulliallan.

—¿Qué?

—Anoche Allan Ward salió con Phyllida.

—¿Y?

—Y nada. Allan se portó como un caballero, la acompañó a casa pero rehusó subir al piso. —Hizo una pausa—. ¿Está casado o algo? —Rebus negó con la cabeza—. ¿Tiene novia formal?

—Si la tiene, no lo parece.

—Lo que quiero decir es que Phyllida está bastante bien, ¿no crees? —Rebus asintió—. Y él estuvo muy atento con ella toda la velada.

Por el modo en que lo dijo, Rebus la miró a la cara.

—Muy atento, ¿en qué sentido?

—Preguntándole qué tal iba el caso Marber.

—Es una pregunta de lo más normal. ¿No dicen las revistas femeninas que el hombre debe escuchar más?

—No lo sé; yo no las leo —replicó ella mirándole maliciosa—. Ignoraba que estuvieras tan enterado.

—Bueno, ya sabes lo que quiero decir.

Siobhan asintió.

—La verdad es que ese detalle me dio a su vez que pensar sobre el modo en que el inspector Gray ha estado merodeando por Homicidios y ese otro… ¿McCullen?

—McCullough —corrigió Rebus.

McCullough, Ward y Gray curioseando en el Departamento de Investigación Criminal…

—Tal vez no signifique nada —añadió ella.

—¿Qué podría significar? —preguntó Rebus.

Siobhan se encogió de hombros.

—Que buscasen algo, algo que les interesa —contestó sin poder dar con otra justificación—. Y en el caso en que trabajáis vosotros, ¿hay alguna novedad?

Rebus asintió.

—Alguien a quien queríamos interrogar fue ingresado en Urgencias.

Una parte de él deseaba darle más detalles; contárselo todo. Sabía que era la única persona en quien podía confiar, pero no dijo nada porque no sabía si al contárselo la ponía en peligro por una u otra circunstancia.

—El motivo por el que Ward no subió a casa de Phyl —añadió ella— fue que recibió una llamada por el móvil y tuvo que volver a la academia.

Podría haber sido porque los otros ya le habían informado. Rebus recordó que cuando él llegó Tulliallan bastante tarde, Gray, McCullough y Ward no se habían acostado aún y estaban en el bar sentados con los restos de sus bebidas. A aquella hora ya no servían ni había nadie y las luces estaban casi todas apagadas. Pero ellos tres seguían allí en una mesa.

Rebus se preguntó si no habrían llamado a Ward para discutir con él qué hacer respecto al plan que él había insinuado a McCullough, y a Gray se le habría ocurrido lo del viaje con él a Glasgow con idea de sonsacarle; porque fue al llegar él cuando Gray mencionó lo de Chib Kelly e insistió en que quería que le acompañara, una decisión a la que Rebus no había puesto objeciones. Recordó que había preguntado a Ward qué tal le había ido la cita con Phyllida y que este se había encogido de hombros sin apenas hacer comentarios, de lo que él había creído deducir, que no pensaba volver a salir con ella.

Vio que Siobhan asentía pensativa.

—Hay algo que te callas, ¿verdad? —dijo ella.

—¿Qué?

—Sólo lo sabré cuando tú me lo digas.

—No hay nada que decir.

Ella le miró.

—Sí, algo hay, John. Una cosa que tienes que saber respecto a las mujeres, John, es que podemos leeros el pensamiento.

Cuando iba a replicar sonó su móvil; Rebus miró el número y alzó un dedo para indicarle a Siobhan que era una llamada privada.

—Diga —contestó alejándose hacia el otro extremo del aparcamiento—. Tenía ganas de que me llamaras.

—Estaba tan enfadada que no quería realmente hablar contigo.

—Me alegro de que te hayas decidido.

—¿Estás ocupado?

—Yo siempre estoy ocupado, Jean. Aquella otra noche en High Street… me arrastraron unos compañeros de la academia.

—No hablemos de eso —dijo Jean Burchill—. Te llamo para darte las gracias por las flores.

—¿Las has recibido?

—Sí… y dos llamadas; una de Gill y la otra de Siobhan Clarke.

Rebus calló y miró hacia atrás, pero Siobhan ya no estaba.

—Las dos me dijeron lo mismo —añadió Jean.

—¿Qué?, si puede saberse.

—Que eres un grosero testarudo pero con buen corazón.

—Jean, he estado llamándote.

—Lo sé.

—Y quiero compensarte. ¿Cenamos esta noche?

—¿Dónde?

—Donde tú digas.

—¿Te parece bien el Number One? Si puedes encontrar mesa, claro.

—Encontraré mesa. —Hizo una pausa—. Supongo que será caro.

—John, tomarme el pelo siempre sale caro. Suerte tienes de que esta vez es sólo dinero.

—¿Quedamos a las siete y media?

—Y sé puntual.

—Seré puntual.

Al terminar la conversación, Rebus volvió a entrar y pasó por la sala de comunicaciones para buscar el número de teléfono del restaurante, por suerte, acababan de anular la reserva de una mesa. El Number One era el restaurante del hotel Balmoral en Princes Street, pero ni se molestó en preguntar cuánto podía costar la cena en aquel local al que la gente acudía en ocasiones especiales, ahorrando para cenar allí; la reconciliación no iba a salirle barata, pensó camino del cuarto de interrogatorios, ya de buen humor.

—Vaya rapidez —comentó Tam Barclay.

—¿No era la dulce Siobhan Clarke esa que hemos visto regresar del aparcamiento? —añadió Allan Ward.

Comenzaron a silbar y a reírse pero Rebus no se molestó en decir nada. Quien no sonreía era Francis Gray; estaba sentado a la mesa con un bolígrafo entre los dientes, tamborileando con los dedos y, más que mirarle, le estudiaba.

«Tratándose de Edimburgo, John sabe dónde están enterrados los cadáveres».

¿Metafóricamente hablando? Rebus no lo creía así.