18

Fueron en el Lexus porque era Gray quien conocía Glasgow. Rebus habría sabido llevarlos a Barlinnie, la famosa cárcel situada a la salida de la ciudad en dirección a Edimburgo, en un desvío de la autopista, pero Chib Kelly no estaba en Barlinnie sino en un hospital del centro de la ciudad bajo vigilancia. Había sufrido un infarto y por eso querían verle con urgencia porque cuanto antes hablaran con él mejor.

—Quizás esté fingiéndolo —dijo Rebus.

—Podría ser —asintió Gray.

Rebus pensaba en Cafferty y en su milagrosa recuperación de la dolencia cancerígena. Cafferty seguía diciendo que estaba haciendo un tratamiento con un médico privado, pero él sabía que era mentira.

Se había levantado temprano al oír que llamaban a su puerta: acababa de llegar a Tulliallan la noticia de la peripecia de Donny Dow. Rebus cogió el móvil y llamó primero a Siobhan a casa y acto seguido a su móvil. Ella contestó a la llamada al reconocer el número.

—¿Cómo estás? —preguntó él.

—Un poco cansada.

—Pero ¿te encuentras bien?

—No tengo ninguna contusión.

Era una buena respuesta porque no excluía que estuviera afectada en otros aspectos.

—Se supone que de los servicios fuertes me encargo yo —bromeó él a media voz.

—Pero como no estabas… —replicó ella antes de despedirse.

Rebus miró por la ventanilla de su asiento de pasajero. A él todas las calles de Glasgow le parecían iguales.

—Siempre que vengo aquí en coche me pierdo —comentó a Gray.

—Lo mismo que me sucede a mí en Edimburgo con esas malditas callejas que tuercen a un lado y a otro.

—Lo que a mí me fastidia aquí es el sistema de una sola dirección.

—Si lo conoces es fácil.

—¿Tú eres de Glasgow, Francis?

—Soy de la zona minera de Lanarkshire.

—Yo, de la de Fife —dijo Rebus con una sonrisa por el nuevo vínculo que los unía.

Gray asintió con la cabeza concentrándose en el tráfico.

—Jazz me ha dicho que querías hablarme de algo —dijo Gray.

—No estoy seguro —respondió Rebus indeciso—. ¿Por eso me has elegido para este viaje?

—Tal vez —respondió Gray haciendo una pausa como si mirara algo en la calle—. Más vale que digas cuanto antes lo que tengas que decir. Dentro de cinco minutos estaremos en el aparcamiento.

—Quizá más tarde —dijo Rebus.

«Muerde el anzuelo. Muérdelo bien».

Gray se encogió levemente de hombros como si no le importase.

El hospital era un edificio alto y moderno en el sector norte de Glasgow, pero parecía enfermo con aquella mampostería sucia y el vaho de las ventanas. El aparcamiento estaba lleno y Gray aparcó en doble línea amarilla y colocó en el parabrisas una tarjeta de médico en servicio de urgencia.

—¿Eso sirve de algo? —preguntó Rebus.

—A veces.

—¿Por qué no pones una de la policía?

—Sé realista, John. Si la gente ve por aquí un coche de policía, es capaz de pegarle un ladrillazo.

El mostrador de ingresos estaba junto a Urgencias. Mientras Gray hacía cola para saber el número de sala que tenían de Chib Kelly, Rebus observaba la cantidad de gente deambulante con heridas. Los había con cortes y contusiones, una población afligida con bolsas de la compra, gentes de rostro triste para quienes estar allí era una experiencia que no querrían recordar. Había grupos de adolescentes que cruzaban arrogantes los pasillos, mirándose como si se conocieran y estuvieran en su casa. Rebus consultó el reloj y vio que eran las diez de la mañana de un día laborable.

—Imagínate lo que será a medianoche de un sábado —le dijo Gray como si le hubiera leído el pensamiento—. Chib está en el tercer piso. Ahí tenemos los ascensores.

El ascensor los dejó en una zona de espera para visitas y en cuanto salieron, por las fotos del caso, Rebus reconoció a la primera persona: Fenella, la viuda de Rico Lomax. Ella, por su parte, se percató inmediatamente de que eran polis.

—¡Díganles que me dejen verle! —exclamó—. Tengo derecho.

—Tiene derecho a callarse —dijo Gray llevándose un dedo a los labios—. Si se comporta, veremos qué puede hacerse.

—Ustedes no pintan nada aquí. Mi pobre marido ha sufrido un ataque al corazón.

—Nos dijeron que era un derrame cerebral.

—¿Cómo quieren que sepa lo que es si no me dicen nada? —replicó la mujer a gritos.

—Nosotros le informaremos después —dijo Gray zalamero—, pero estese aquí cinco minutos, ¿de acuerdo? —añadió poniendo las manos en los hombros de la mujer y empujándola despacio hacia el asiento.

Desde la ventanilla vertical de la puerta de la sala los observaba una enfermera que abrió al acercarse ellos.

—Estábamos pensando en echarla de aquí —comentó.

—Sería mejor que le diesen alguna información.

La enfermera miró a Gray ceñuda.

—Le daremos información cuando la tengamos nosotros.

—¿Cómo está él? —preguntó Rebus en tono conciliador.

—Como ha sufrido un ataque, está paralizado de un costado.

—¿Podrá contestar a unas preguntas? —dijo Gray.

—Poder, sí, aunque no estoy tan segura de que quiera.

Pasaron por delante de camas ocupadas por viejos y jóvenes; algunos pacientes estaban levantados y deambulaban en zapatillas por el linóleo reluciente color sangre de toro. Olía levemente a una mezcla de frito y desinfectante. Aquella sala larga y estrecha resultaba asfixiante y Rebus comenzó a sentir el sudor en la espalda.

La última cama estaba aislada por unas cortinas y tras ellas yacía un hombre pálido entubado y con goteo de suero en un brazo. Aparentaba algo más de cincuenta años, unos diez más que la mujer de la sala de visitas; tenía el pelo gris peinado hacia atrás y estaba mal afeitado, pues se veían relucir en las mejillas y en la barbilla algunos pelos plateados.

Sentado en una silla, había un guardián de la prisión que leía un ejemplar arrugado del Scottish Field. Rebus advirtió que un brazo de Chib Kelly colgaba del lateral de la cama y lo tenía esposado al somier.

—¿Tan peligroso es? —preguntó Gray mirando las esposas.

—Son órdenes —dijo el guardián.

Rebus y Gray le enseñaron el carné y el hombre dijo que se llamaba Kenny Nolan.

—Un buen día fuera del trabajo, ¿no, Kenny? —dijo Gray por darle conversación.

—Una delicia —dijo el guardián.

Rebus se acercó a la cabecera. Kelly tenía los ojos cerrados y los párpados inmóviles, pero su pecho subía y bajaba acompasadamente.

—¿Duermes, Chib? —preguntó Gray inclinándose sobre el enfermo.

—¿Qué hacen aquí? —dijo una voz a sus espaldas.

Era un médico en bata blanca con un estetoscopio doblado en el bolsillo y una tablilla sujetapapeles en la mano.

—Somos del Departamento de Investigación Criminal —explicó Gray— y venimos a hacer unas preguntas al enfermo.

—¿Tiene que estar realmente esposado? —preguntó el médico al guardián.

—Son órdenes.

—¿Por algún motivo en concreto? —preguntó Rebus. Aunque sabía que Kelly era violento, era difícil que representase una amenaza en su estado.

El guardián no contestó y fue Gray quien intervino.

—No hace mucho se escaparon dos reclusos de Barlinnie de una sala de hospital como esta.

Rebus asintió con la cabeza mientras el guardián se ruborizaba.

—¿Cuándo despertará? —preguntó Gray al médico.

—No lo sabemos.

—¿Estará en condiciones de hablar?

—La verdad, no tengo ni idea —contestó el médico alejándose mientras consultaba un mensaje en el busca.

—Qué fantásticos profesionales son los médicos, ¿verdad, John? —dijo Gray mirando a Rebus.

—La crème de la crème —apostilló Rebus.

—Señor Nolan —dijo Gray—, si le doy mi número, ¿podría llamarme cuando despierte el preso?

—Sí, claro.

—¿Seguro? —replicó Gray mirándole a la cara—. ¿Por qué no lo comprueba primero?, no vaya a ir en contra de las órdenes.

—No le haga caso —dijo Rebus—. Se pone muy borde cuando está de mal humor. Vamos, Francis, dale tu número, que estoy derritiéndome.

Le dijeron a Fenella Lomax lo menos posible, sin mencionar las esposas.

—Ahora descansa en paz —dijo Rebus tratando de tranquilizarla, y se arrepintió automáticamente de lo que acababa de decir.

Pero Fenella asintió despacio con la cabeza y se avino abajar con ellos a la planta de la cafetería a tomar algo. No era exactamente una cafetería, sino un quiosco poco surtido; Rebus, que no había desayunado, compró una magdalena seca y un plátano blanducho para acompañar el té, que tenía el mismo color grisáceo que los enfermos.

—Están deseando que muera, ¿verdad? —dijo Fenella Lomax.

—¿Por qué dice eso?

—Porque son polis. A eso han venido, ¿no?

—Ni mucho menos, Fenella —dijo Gray—. Nuestro deseo es ver a Chib recuperado porque queremos hacerle unas preguntas.

—¿Qué preguntas?

Rebus deglutió unas migajas de magdalena.

—Hemos reabierto el caso sobre su difunto marido —comentó.

La mujer los miró sorprendida.

—¿Sobre Eric? ¿Por qué? No entiendo…

—Ningún caso queda cerrado si no se resuelve —añadió Rebus.

—Es cierto lo que dice el inspector Rebus —dijo Gray—. Nos han encomendado revisarlo para ver si descubrimos nuevos indicios.

—¿Y qué tiene Chib que ver con ello?

—Nada, quizá —contestó Rebus—. Pero hace un par de días averiguamos algo.

—¿Qué? —preguntó la mujer clavando los ojos en uno y otro sucesivamente.

—Que Chib era el dueño del local donde estuvo su marido la noche en que le mataron.

—¿Y qué?

—Tenemos que hablar con él de eso —dijo Rebus.

—¿Para qué?

—Sólo para completar el expediente —añadió Gray—. Tal vez usted podría informarnos al respecto.

—Yo no tengo nada que decir.

—Vamos, Fenella, eso no es totalmente cierto —terció Rebus—. Para empezar, en aquel momento no salió a relucir que Chib era el dueño del bar. —Hizo una pausa a la espera de su reacción, pero la mujer se encogió de hombros. Una paciente con muletas trataba de pasar por un lado de la mesa que ocupaban, y Rebus corrió su silla arrimándola un poco más a Fenella—. ¿Cuándo se juntaron usted y Chib?

—Meses después de la muerte de Eric —respondió ella acentuando lo de «meses». Era una profesional que sabía adónde querían ellos ir a parar.

—¿No tenían amistad ya antes?

—¿Qué quiere decir con «amistad»? —replicó ella mirándole enfurecida.

—Fenella, creo que pregunta —intervino Gray— si usted y Chib eran algo más que amigos. Eso no puede ocultarse, ¿no cree? —añadió recostándose en la silla—. En un vecindario en el que todos se conocen… Me da la impresión de que por poco que preguntemos lo averiguaremos.

—Pregunten lo que quieran —respondió ella cruzando los brazos—. Yo no tengo nada que decir.

—Pero usted debía de saberlo —insistió Gray—. Por experiencia sé que las mujeres siempre lo saben.

—Saber, ¿qué?

—Si usted le gustaba a Chib. De eso es de lo que se trata.

—No, no se trata de eso —replicó ella con frialdad—. Ustedes pretenden inculparle de algo que no ha hecho.

—Sólo queremos estar seguros de la relación que existía entre ustedes dos —dijo Rebus pausadamente— para no sacar conclusiones falsas y equivocarnos —añadió tratando de dar un tono dolido a sus palabras—. Pensamos que usted nos ayudaría.

—La muerte de Eric es agua pasada —dijo ella separando los brazos y cogiendo la taza.

—Puede que nosotros tengamos más memoria que algunos —dijo Gray subiendo de tono, irritado y a punto de perder la paciencia.

—¿Qué pretende insinuar? —preguntó ella alzando la taza como si fuera a beber.

—Estoy convencido de que el inspector Gray no pretende decir…

Pero Rebus no tuvo tiempo de acabar la frase porque la mujer arrojó el té a la cara de Gray, se levantó y se alejó con paso decidido.

—¡Me cago en Dios! —exclamó Gray levantándose también y secándose la cara con un pañuelo. Vio que tenía la camisa manchada y miró en dirección a Fenella—. Podríamos detenerla por esto, ¿no?

—Si quieres… —contestó Rebus, que estaba pensando en la taza de té que él había tirado.

—Dios, no voy a… —comenzó a decir Gray cuando advirtió que sonaba su busca y contestó a la llamada—. El enfermo está despierto —añadió.

Dejaron la mesa y cruzaron la planta baja hasta el fondo para tomar el ascensor. Rebus se congratulaba de perder de vista la magdalena y el plátano.

—Esperemos que no nos haya tomado ella la delantera —dijo.

Gray asintió con la cabeza sacudiéndose líquido de los zapatos.

De hecho, no vieron a Fenella Lomax por ninguna parte. A Chib le habían reclinado sobre unas almohadas y una enfermera le daba sorbos de agua. Al acercarse Rebus y Gray, el guardián se puso en pie.

—Gracias por avisarnos —dijo Gray—. Le debo un favor.

Nolan se limitó a asentir con un gesto y, aunque al mirarle advirtió que tenía la camisa manchada, no preguntó nada. Chib Kelly acabó de beber y se hundió en las almohadas con los ojos cerrados.

—¿Cómo se encuentra, señor Kelly? —preguntó Rebus.

—Vaya, policías —dijo el enfermo con un gruñido—. Los huelo.

—Será porque nos obligan a usar el mismo desodorante.

Rebus se sentó y miró a la enfermera; esta comentaba a Gray que iba a decir al médico que el enfermo acababa de despertarse. Gray sólo asintió, y al retirarse la mujer tocó el brazo al guardián.

—Vaya a darle conversación, Kenny, y así ganamos unos minutos. A lo mejor liga —añadió con un guiño.

Al hombre pareció encantarle la idea. Kelly abrió un ojo y Gray ocupó la silla del guardián.

—Chib, habrá que quitarle esas esposas. Luego hablaré con el guardián.

—¿Qué quieren?

—Charlar sobre un pub del que eras dueño: el Claymore.

—Lo vendí hace tres años.

—¿No te daba ganancias? —preguntó Rebus.

—No tenía interés para mi cartera de valores —respondió Kelly cerrando de nuevo el ojo.

Rebus había pensado que la voz ronca con que hablaba era porque acababa de despertarse pero la causa era otra: el infarto le había afectado a la mitad de la boca.

—Siempre están diciéndome que es interesante tener una cartera de acciones —comentó Gray mirando a Rebus—. Pero con lo que nosotros ganamos nunca podremos tenerla —añadió con un guiño.

Rebus pensó si no sería una insinuación velada.

—Se me parte el corazón —comentó Kelly.

—Aquí te lo arreglarán.

—Rico Lomax era cliente del Claymore, ¿verdad? —preguntó Rebus.

—¿Rico? —preguntó Kelly abriendo los dos ojos más con curiosidad que con sorpresa.

—Estamos repasando el caso porque habían quedado algunos cabos sueltos —añadió Rebus.

Kelly guardó silencio un instante; al fondo de la sala, Rebus vio al guardián charlando con la enfermera.

—Sí, Rico era cliente del Claymore —dijo Kelly.

—Siendo tú el dueño beberías allí algunas veces.

—Algunas.

Rebus asintió aunque el enfermo había vuelto a cerrar los ojos.

—En ese caso, le tratarías, ¿no? —terció Gray.

—Le conocía de vista.

—¿Y Fenella? —inquirió Rebus.

Kelly volvió a abrir los ojos.

—Escuchen, no sé adónde quieren ir a parar.

—Ya te hemos dicho que estamos desempolvando el caso.

—¿Y por qué no se van con los plumeros a otra parte?

—Bueno, obviamente esto nos parece gracioso —dijo Rebus.

—Tan gracioso como un infarto —añadió Gray, y Kelly le miró entornando los ojos.

—Nos conocemos, ¿verdad?

—Nos hemos visto un par de veces.

—Es de Govan —Gray asintió—, de donde son todos esos polis corruptos —añadió Kelly intentando sonreír con los dos lados de la boca.

—Espero que no insinúe que mi colega no es un policía irreprochable —terció Rebus para incitarle a que dijera algo más concreto.

—Ninguno lo es —replicó Kelly—. Ninguno de ustedes —añadió mirando a Rebus.

—¿Estabais liados tú y Fenella antes de que se cargaran a Rico? —espetó Gray entre dientes, harto de circunloquios—. Eso es lo que queremos saber.

Kelly reflexionó.

—Nos juntamos después. Aunque Fenella andaba ya antes con unos y otros, pero era porque no le iba bien con su marido.

—¿Y no se dio cuenta de ello hasta después de que murió? —preguntó Rebus.

—Eso no quiere decir que lo hiciera yo —replicó Kelly con aplomo.

—¿Quién, entonces?

—¿Qué más le da? Rico es sólo otra mancha en su proporción de casos resueltos.

Rebus no contestó.

—Dice que Fenella andaba con otros; ¿puede darnos nombres? —insistió Rebus.

En ese momento llegó otro médico.

—Perdonen, caballeros… —dijo.

—Denos algún dato concreto, Chib —añadió Rebus.

Kelly cerró los ojos al acercarse el médico a la cama.

—Hagan el favor de dejarnos a solas unos minutos —añadió el facultativo.

—Todo suyo, doctor —dijo Gray—, pero siga mi consejo: no se esmere demasiado con él.

Bajaron en el ascensor y salieron del hospital. Rebus encendió un cigarrillo y Gray le miró con codicia.

—Gracias por someterme a la tentación —dijo.

—Lo curioso de los hospitales —dijo Rebus— es que necesito fumar en cuanto salgo de ellos.

—Dame uno —dijo Gray tendiendo la mano.

—No, que lo has dejado.

—No seas tan cabrón —añadió Gray haciendo un gesto con la mano ante el que Rebus cedió ofreciéndole un cigarrillo y el encendedor. Gray aspiró hondo el humo, lo aguantó y lo expulsó después ruidosamente con cara de éxtasis—. Dios, qué gusto —exclamó mirando la punta del pitillo antes de tirarlo y aplastarlo con el zapato.

—Habrías podido apagarlo y devolvérmelo —le reprochó Rebus.

Gray consultó el reloj.

—Bueno, si quieres regresamos —dijo refiriéndose a Edimburgo.

—¿O…?

—O hacemos esa excursioncita que te prometí. Lo jodido es que no puedo beber si conduzco.

—Pues tomaremos agua mineral —dijo Rebus.

—Bien, podríamos ir al Claymore y ver si hay quien nos dé algún nombre.

Rebus asintió sin decir nada.

—¿Sería una pérdida de tiempo? —preguntó Gray.

—Muy posiblemente.

Gray sonrió.

—¿Por qué tendré la impresión de que tú sabes más de lo que dices sobre este caso? —Rebus se concentró en apurar el cigarrillo—. Por eso, en Tulliallan, te diste tanta prisa en revisar los expedientes antes que nadie, ¿verdad?

Rebus asintió despacio.

—En eso tenías razón. No quería que mi nombre saliera a relucir.

—¿Y por qué no lo impediste? De hecho, lo provocaste. Podías haber mantenido esa hoja del informe oculta, o incluso hacerla desaparecer.

—No quería deberte ningún favor —contestó Rebus.

—¿Qué es lo que sabes de Rico Lomax?

—Sólo algo entre mi conciencia y yo.

Gray lanzó un bufido.

—No me digas que tú aún tienes una de esas.

—Tan reducida como mi pensión cuando me jubile —añadió Rebus tirando la colilla a una rejilla del alcantarillado.

—La exnovia de Dickie Diamond te reconoció, ¿a que sí?

—En aquel entonces, yo conocía a Dickie.

—Jazz me ha dicho lo que él piensa.

—¿Qué?

—Se imagina que debe de haber alguna relación con aquella violación de la casa parroquial.

Rebus se encogió de hombros.

—Jazz tiene mucha imaginación —replicó, diciendo para sus adentros: «No enseñes demasiado tus cartas, John».

Tenía que convencer a Gray de que era lo bastante corrupto sin darle muchos datos porque, si se comprometía de lleno, tanto el trío como los jefazos podían utilizarlo contra él. Pero la mente de Gray trabajaba por su cuenta a juzgar por el modo en que le miraba, con la cabeza ladeada y las manos en los bolsillos.

—Si tuviste algo que ver con el caso Rico…

—Yo no he dicho que tuviera algo que ver —matizó Rebus—. He dicho que conocía a Dickie Diamond.

Gray asintió.

—De todos modos, ¿no te parece mucha casualidad que estemos trabajando en ese caso concreto?

—Pero no es el mismo caso: estamos investigando el de Rico Lomax, no el de Dickie Diamond.

—¿Y no hay conexión entre ellos?

—Yo no recuerdo que llegara a relacionarlos —dijo Rebus.

Gray le miró y se echó a reír moviendo despacio la cabeza de un lado a otro.

—¿Piensas que los jefazos sospechan algo de ti y quieren descubrirlo?

—¿Qué es lo que crees tú?

A Rebus le complacía y a la vez le inquietaba que Gray razonara de aquella manera. Le complacía porque con ello desviaba sus cavilaciones de otra coincidencia, a saber: que ellos tres, Gray, McCullough y Ward, estuvieran juntos en Tulliallan con él, a quien habían incorporado en el último momento. Y le inquietaba porque él también se preguntaba si los propósitos de Strathern respecto al caso Lomax eran otros.

—Yo he hablado con dos que hicieron este curso —dijo Gray—. ¿Y sabes qué me dijeron?

—¿Qué?

—Que Tennant siempre utiliza el mismo caso; no un caso abierto, sino el de un homicidio cometido en Rosyth hace años y en el que apresaron al culpable. Ese es el caso que utiliza siempre para el cursillo.

—Pero con nosotros no —añadió Rebus.

Gray asintió.

—Da que pensar, ¿verdad? ¿Qué significa que haya elegido un caso en el que tú y yo hemos intervenido?

—¿Crees que debemos preguntárselo?

—No creo que nos lo diga. Pero da que pensar, ¿no? —repitió acercándose a Rebus—. ¿Hasta qué punto confías en mí, John?

—No sé qué decirte.

—¿Puedo yo confiar en ti?

—Probablemente no. Todos saben lo idiota que soy.

Gray forzó una sonrisa, pero sus ojos permanecieron alerta y calculadores.

—¿Vas a decirme lo que no le dijiste a Jazz?

—Con una condición.

—¿Cuál?

—Que primero hagamos esa excursioncita.

Gray parecía creer que lo había dicho en broma pero acabó por asentir despacio con la cabeza.

—De acuerdo. Trato hecho —dijo.

Volvieron al coche y vieron que había una multa en el parabrisas. Gray la hizo trizas.

—¡Qué hijos de puta! —gruñó mirando alrededor por si veía al guardia. La tarjeta de MÉDICO DE SERVICIO seguía en su sitio—. ¿Ves lo que es Glasgow? —añadió abriendo el coche y subiendo a él—. Una ciudad llena de puritanos y católicos hijos de puta insensibles e impíos.

No era precisamente una ruta turística. Govan, Cardonald, Pollok, Nitshill, Dalmarnock, Bridgeton, Dennistoun, Possilpark y Milton… Calles de una semejanza casi hipnótica. Rebus miró al vacío con la vista desenfocada: casas separadas por muros, terrenos de juego, tiendas; jovenzuelos curiosos pero aburridos. Gray contaba de vez en cuando alguna historia o incidente, sin duda bien adornada a lo largo de años de repetirla, sazonada con escuetos esbozos de buenos y malos, de hombres duros y de sus mujeres. En Bridgeton pasaron por delante del campo del Celtic FC, el Parkhead para los forasteros como Rebus, y el Paradise para los hinchas del club.

—Esta debe de ser la parte católica de la ciudad —comentó Rebus, que sabía que el estadio de los Rangers, Ibrox, estaba muy cerca de Govan, que era el distrito de Gray—. ¿Tú eres del Rangers? —añadió.

—Eso es, del Rangers —contestó Gray—. De toda la vida. ¿Tú eres del Hearts?

—No soy realmente de ningún equipo.

—Tendrás que ser seguidor de alguno —replicó Gray mirándole.

—Yo no voy a los partidos.

—¿Y cuando los ves por la tele? —Rebus se encogió de hombros—. En un partido se enfrentan dos equipos…; necesariamente, hay que ser de uno de ellos.

—Pues yo no.

—Si juega, por ejemplo, el Rangers contra el Celtic… —añadió Gray en tono enojado—. Tú eres protestante, ¿no?

—¿Eso qué tiene que ver?

—Por Dios, si lo eres tienes que ser partidario del Rangers, ¿no?

—No lo sé, a mí no me piden que juegue.

Gray lanzó un bufido de decepción.

—Oye —añadió Rebus—, no sabía que se trataba de una guerra de religión.

—Vete a la mierda, John —replicó Gray centrándose en la carretera.

Rebus se echó a reír.

—Al menos sé cómo cabrearte.

—No me cabrees demasiado —le advirtió Gray mirando el indicador de la M8—. Yo creo que debemos volver ya, ¿o quieres que paremos en algún sitio?

—Vamos a Glasgow a buscar un pub para comer.

—Encontrar un pub no será ningún problema —comentó Gray poniendo el intermitente de la derecha.

Acabaron en el bar Horseshoe, que era céntrico y estaba lleno de gente que bebía ensimismada, el tipo de local en el que nadie te mira mal por llevar una camisa manchada con tal de que pagues la consumición. Rebus captó inmediatamente que era uno de esos bares donde a los clientes habituales les sirven la consumición en cuanto cruzan la puerta. Eran las doce pasadas y había gran aceptación del menú del día: sopa, empanada con alubias y helado. Rebus observó que incluía bebida.

Optaron los dos por la empanada con alubias sin entrante ni postre. Iba a quedar una mesa libre en un rincón y la pidieron. Añadieron dos cañas de Indian Pale Ale, ya que, como dijo Gray, una caña por barba seguro que bebían.

—Salud —dijo Rebus—. Y gracias por la excursión.

—¿Te ha gustado?

—He visto sitios en los que no había estado. Glasgow es una maraña.

—Una jungla, mejor dicho.

—Pero a ti te gusta trabajar aquí.

—Sería incapaz de vivir en otro lugar.

—¿Ni siquiera cuando te jubiles?

—Pues no —le respondió Gray dando un sorbo de cerveza.

—Supongo que te quedará el sueldo completo.

—Ya me falta poco.

—Yo he pensado en jubilarme —dijo Rebus—, pero no sabría qué hacer con mi vida.

—Si no te echan cualquier día.

Rebus asintió con la cabeza.

—Sí, puede ser. —Hizo una pausa—. Por eso había pensado en un suplemento para la pensión.

Gray comprendió que al fin entraba en materia.

—¿Y cómo lo harías?

—Yo solo no —dijo Rebus mirando a su alrededor como si pudieran oírle en el ruidoso bar—. Necesitaría ayuda.

—Ayuda, ¿para qué?

—Para hacerme con droga por valor de doscientos de los grandes.

Ya estaba. Era el único maldito plan que se le había ocurrido; algo para que el trío mordiera el anzuelo y quizá desviar su atención del caso Rico Lomax.

Gray le miró y soltó una carcajada. Rebus no se inmutó.

—Dios, hablabas en serio —comentó finalmente Gray.

—Creo que es factible.

—Debes de haber cambiado esta misma mañana, John. Se supone que tú eres un buen chico.

—Pero también formo parte del grupo salvaje.

La sonrisa fue desapareciendo paulatinamente del rostro de Gray. Bebía la cerveza, inmóvil. Llegó la comida y Rebus echó salsa de condimento en su empanada.

—Vaya con John —exclamó Gray, pero Rebus no añadió nada; quería darle tiempo; despachó antes media empanada y dejó el tenedor en el plato—. ¿Recuerdas que me llamaron cuando estábamos en clase? —dijo, y Gray asintió para no interrumpirle—. Eran dos de Estupefacientes que me llevaron a Edimburgo para enseñarme un alijo de droga incautada que tienen guardado en un almacén. Y sólo ellos lo saben.

—¿Cómo es eso? —preguntó Gray entornando los ojos.

—No lo han comunicado a Aduanas ni a nadie.

—Es absurdo.

—Quieren utilizarla como anzuelo para cargarse a uno.

—¿A Big Ger Cafferty?

Rebus asintió a su vez.

—No van a conseguirlo, pero ellos no se dan cuenta y entre tanto ahí está la droga.

—¿Vigilada?

—Supongo, pero no sé hasta qué punto.

—¿Y te la enseñaron? —preguntó Gray pensativo.

—Cuando fui a verla había un químico que estaba analizándola.

—¿Por qué te la enseñaron a ti?

—Porque querían hacer un trato en el que yo actuara de intermediario. —Hizo una pausa—. Pero no quise meterme en un lío así.

—Pero si desaparece, está claro que la habrás robado tú. ¿Se la habrán enseñado a alguien más?

—No lo sé —respondió Rebus haciendo una pausa—. Pero no creo que las sospechas recayeran sobre mí.

—¿Por qué no?

—Porque corre el rumor de que Cafferty también quiere apoderarse de ella.

—¿Y trataría de hacerlo antes?

—Por eso tendríamos que darnos prisa.

Gray alzó una mano para contener el entusiasmo de Rebus.

—No digas «tendríamos».

Rebus agachó la cabeza como arrepentido.

—Lo fantástico es que le echarían la culpa a Cafferty —dijo—. Sobre todo si se encuentra en su casa algo así como un kilo.

—Lo tienes todo planeado —comentó Gray abriendo exageradamente los ojos.

—Todo no, pero lo suficiente para ponerse manos a la obra. ¿Te animas?

Gray pasó un dedo por el vaho del vaso.

—¿Qué te hace pensar que yo participaría? ¿O Jazz?

Rebus se encogió de hombros fingiendo decepción.

—No sé, pensé… Es una buena pasta.

—Sí, tal vez sí, si puedes distribuir la droga. Pero hay que hacerlo lejos y muy repartida, en pequeñas cantidades. Es muy peligroso, John.

—Podríamos guardarla escondida un tiempo.

—¿Y que se ponga rancia? Las drogas son como las empanadas: mejor recién hechas.

—Me inclino ante tu conocimiento superior.

Gray volvió a adoptar un aire pensativo.

—¿Has hecho antes algo así?

Rebus negó con la cabeza, mirándole.

—¿Y tú?

Gray no contestó.

—¿Y ahora se te ha ocurrido esto?

—No ha sido de repente… Llevaba tiempo buscando algo, la manera de decir adiós al cuerpo elegantemente. —Rebus advirtió que tenían los vasos vacíos—. ¿Tomamos otra? —preguntó.

—A mí, como conduzco, mejor me pides un refresco.

Fue hacia la barra haciendo verdaderos esfuerzos por no volver la cabeza para mirar a Gray. Procuraba adoptar la actitud de despreocupado y excitado a la vez; era un poli que acababa de cruzar la raya, y tenía que ser convincente ante Gray para que creyera en su plan.

El único plan que se le había ocurrido.

Pidió un whisky para él, algo con que brindar por su baladronada, y para Gray un zumo de naranja con gaseosa.

—Ahí tienes —dijo poniéndole el vaso delante y sentándose.

—¿Te das cuenta de que eso que dices es una quimera? —preguntó Gray.

Rebus se encogió de hombros, se acercó el vaso a la nariz y fingió aspirar el aroma a pesar de que sus cinco sentidos estaban en otra cosa.

—¿Y si no acepto? —preguntó Gray.

Rebus se encogió de hombros.

—A lo mejor, después de todo, no me hace falta ayuda —dijo.

Gray sonrió cariacontecido negando con la cabeza.

—Voy a decirte una cosa —añadió bajando la voz—. Yo hice algo parecido. No de tanta envergadura…, pero no me han descubierto.

Rebus sintió que el corazón le daba un vuelco.

—¿Qué? —preguntó, pero Gray negó con la cabeza—. ¿Solo o con otros?

Gray siguió oscilando la cabeza despacio.

Rebus tuvo unas ganas irreprimibles de decir: «¿Eran los millones de Bernie Johns?». ¡Más valía dejar aquel juego idiota y preguntarlo! Sujetaba el vaso intentando parecer relajado, pero casi temía hacerlo estallar en la mano. Bajó la vista hacia la mesa para dejarlo pausadamente, pero la mano no le respondía. La mitad del cerebro le indicaba que iba a romperlo, que se le iba a caer, que iba a derramar el whisky. «No de tanta envergadura…». ¿Qué había querido decir? ¿Tan decepcionante era el botín de Johns, o es que no quería que Rebus lo supiera?

—Lo que cuenta es que no te descubrieran —fue cuanto su garganta fue capaz de articular.

Fingió que tosía; notaba como si unos dedos invisibles le atenazasen bajo la piel.

«Se me va a notar», pensó.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Gray.

Rebus asintió con la cabeza y atinó por fin a dejar el vaso en la mesa.

—Es que me siento… un poco crispado. Eres la única persona a quien se lo he dicho y no sé si puedo confiar en ti.

—Eso debías haberlo pensado antes.

—Lo hice, pero ahora, pensándolo bien…

—Ahora ya es tarde, John. Ya no eres tú el único que lo sabe.

—A menos que salgamos fuera…

Dejó a Gray acabar la frase:

—¿… y me mates con un bate de béisbol? ¿Como le sucedió a Rico? —espetó su interlocutor mordiéndose el labio inferior—. ¿Qué le sucedió exactamente, John?

—No lo sé.

—Vamos… —añadió Gray mirándole a la cara.

—De verdad que no lo sé, Francis. Te lo juro por mis hijos —dijo llevándose la mano al corazón.

—Creí que estabas en el secreto —dijo Gray con cara de decepción.

«Cabrón…, ¿trabajas para Strathern? ¿Me insinúas algo sobre Bernie Johns para que yo te cuente lo de Rico?».

—Lo siento —fue cuanto dijo Rebus apoyando las manos en la mesa para que no le temblaran.

Gray dio un buen trago de la bebida espumosa y contuvo un eructo.

—¿Por qué me lo has contado a mí? —pregunto.

—¿Por qué lo preguntas?

—Me lo has propuesto a mí, ¿por qué? ¿Porque tengo pinta de corrupto?

—Pues sí, la verdad.

—¿Y si voy a Archie Tennant a contárselo?

—No podrá hacer nada —aventuró Rebus—. No hay una ley que impida soñar, ¿no es cierto?

—Pero esto no es sólo un sueño, ¿verdad, John?

—Depende.

Gray asintió. Algo había cambiado en su rostro. Acababa de tomar una decisión.

—Escucha una cosa —dijo—, me ha gustado ese sueño tuyo. ¿Qué tal si llenas algunas lagunas durante el viaje de regreso?

—¿Qué lagunas en concreto?

—Dónde está el almacén, qué vigilancia puede haber, de qué tipo de droga se trata. —Hizo una pausa—. Para empezar.

—Muy bien —contestó Rebus.