Bernie Johns era una mala bestia que controlaba gran parte del narcotráfico en Escocia por medio de sus contactos y sus métodos brutales, cargándose si hacía falta a cuantos adversarios pretendían arrebatarle el liderazgo. Como consecuencia: gente torturada, mutilada o muerta, a veces las tres cosas a la vez, y algunos desaparecidos por las buenas; corría el rumor de que un reinado de terror tan prolongado y productivo sólo podía sostenerse con ayuda de la policía. Es decir, que Bernie Johns era una especie protegida, cosa que no se había demostrado; el informe, por llamarlo de algún modo, mencionaba posibles sospechosos, todos ellos del distrito de Glasgow, aunque sin apuntar en ningún caso hacia Francis Gray.
Bernie Johns había habitado casi toda su vida una modesta casa de protección oficial en uno de los peores barrios de la ciudad; era «un hombre del pueblo» que hacía donativos para obras de caridad y sociales, desde parques infantiles hasta asilos de ancianos. Aquel filántropo era a la vez un déspota consciente de que su liberalidad le servía para acumular poder e invulnerabilidad, detalle más que evidente para cualquiera que se atreviera a acercársele a cien metros del jardín de su casa: la vigilancia policial era descubierta a los diez minutos, detectaban las furgonetas camufladas y descubrían los pisos francos y los saqueaban. No había modo de acercarse a Bernie Johns. Abrió una carpeta llena de fotos suyas: era alto y ancho de espaldas aunque no realmente fornido; vestía buenos trajes y llevaba siempre el pelo rubio ondulado cuidadosamente peinado. Rebus se lo imaginaba de niño en el papel del arcángel san Gabriel en la representación navideña del colegio. Pero de mayor se le había endurecido la mirada y la mandíbula; había sido un hombre guapo y su rostro carecía de las cicatrices y los cortes que suelen tener los gángsteres que llegan a longevos.
Más tarde llegó la operación Corte Limpio en la que participaron fuerzas de policía de diversos distritos tras un largo periodo de vigilancia y espionaje y que culminó con la incautación de miles de pastillas de éxtasis y anfetaminas, cuatro kilos de heroína y otros tantos de hachís. Una operación considerada un éxito, tras la cual Bernie Johns compareció ante los tribunales; no era la primera vez, pues anteriormente había tenido tres juicios en los que se le retiraron los cargos debido a diversas trabas legales o por el cambio de opinión de los testigos.
Tampoco después de la famosa operación las imputaciones contra él resultarían irrebatibles —así lo decía un escrito del fiscal general que Rebus encontró en el informe— y el juicio podía ser un fracaso, aunque la fiscalía haría cuanto estuviera en su mano. Todos los policías de quienes se rumoreaba que habían tenido relación con Johns y su banda fueron excluidos de la investigación y de las comparecencias judiciales, y las indagaciones se prolongaron durante el juicio para garantizar que no se cambiaran las pruebas o se perdiesen testigos. Sólo tras la condena comenzó Johns a alegar que le habían cacheado y robado. No dio nombres, pero al parecer manifestó que algunas pruebas estaban «contaminadas». Le habían exigido dinero a cambio y él, dispuesto a pagarlo, envió a uno de sus hombres a recoger la suma de un escondrijo (la policía no había encontrado mucho en su casa, sólo unos miles de libras y dos pistolas sin licencia de armas), pero el mensajero desapareció, y cuando dieron con él contó que le habían seguido tres hombres hasta el lugar para atracarle allí; se trataba casi con seguridad de los tres policías con quienes habían hecho el trato, que se habían apoderado del dinero de Johns. En cuanto a la cantidad, todo eran simples rumores. Se calculaba que la fortuna acumulada por Bernie Johns ascendía a unos tres millones.
Tres millones de libras…
Un investigador le había pedido a Johns nombres que apoyaran la verosimilitud de su versión, pero se negó a darlos alegando que él no actuaba así ni delataba a nadie. Entre tanto el secuaz de Bernie que había intervenido en lo del dinero apareció apuñalado cerca de su casa después de pasar la noche fuera; era el precio a pagar por su fracaso. Johns juró y perjuró que aquel hombre no podía haberle engañado y robado por sí solo. El hombre había huido únicamente porque estaba aterrorizado de las consecuencias del hurto. Tres millones no era una cifra que Bernie Johns estuviera dispuesto a cargar al capítulo de errores humanos.
Prueba de ello era aquel hombre apuñalado.
No cabía duda de que él habría deseado el mismo fin para los policías —se suponía que habían sido policías— que le habían engañado, pero no había tenido tiempo de llevar a cabo ningún plan porque a Bernie Johns también le había cortado el cuello con una cuchilla de confección casera —el mango afilado de una cuchara— uno de los presos a la hora del desayuno. Aquel preso, Alfie Frazer, conocido por todos como «Soft Alfie», era uno de los confidentes de Francis Gray, dato que sirvió de indicio a los investigadores sobre quién podía estar implicado en el robo del dinero del gángster.
Habían interrogado a Gray pero él lo había negado todo y nunca quedó claro exactamente por qué Soft Alfie —analfabeto y no precisamente un espécimen humano físicamente ideal— cometió aquel homicidio. Los investigadores sabían que Gray había hecho esfuerzos por sacar a Alfie de la cárcel y se suponía que era a cambio de algún favor, pero el interfecto había purgado tres años de condena, ¿era posible que se hubiera arriesgado a cumplir muchos más por matar a Johns por cuenta de Gray?
La única otra pieza válida del rompecabezas surgió cuando se descubrió que, el día que el desventurado secuaz de Johns había ido a recoger el dinero, habían visto a tres policías —Gray, McCullough y Ward— en el coche de Gray. Cuando les preguntaron qué habían hecho aquel día alegaron que salieron a celebrar el final de la investigación, y dieron los nombres de los bares y del restaurante donde habían estado. Era todo cuanto se sabía en las altas esferas sobre aquellos tres. No se les había visto gastar a manos llenas y no parecía que tuvieran el dinero oculto en cuentas bancarias. La última página del informe incluía una nota sobre un expediente disciplinario de Francis Gray escrita a mano y sin firmar; Rebus tuvo la impresión de que era obra del propio jefe de Gray. Leyendo entre líneas se advertía perfectamente la amargura personal: «… este hombre es una vergüenza…, ofende de palabra a sus superiores…, hizo payasadas de beodo en público…». Era a Gray a quien realmente querían hundir. A pesar de la mala fama de Rebus, Gray le superaba. Era extraño que no le hubieran expulsado en su momento, ¿por qué no lo habrían hecho? Pensó que sería porque estaban esperando la ocasión de imputarle lo de Bernie Johns. Con la jubilación en puertas, les devoraba la impaciencia y habían decidido que había llegado la hora de hacérselo pagar al precio que fuera.
Se secó y fue al cuarto de estar. Puso Blue Nile en el equipo de música y se sentó en su sillón totalmente sobrio y devanándose el cerebro. El expediente era una mezcla de conjeturas, rumores y afirmaciones de expresidiarios. El único dato concreto que señalaban los jefazos era la coincidencia del viaje del trío el mismo día en que había desaparecido el supuesto dinero y la muerte de Johns a manos de uno de los confidentes de Gray. En cualquier caso, tres millones… Comprendía que no quisieran que Gray y compañía quedaran impunes con un millón por barba. La verdad era que no parecían millonarios ni actuaban como tales. ¿Por qué no se retiraban del cuerpo para vivir ricamente?
Porque habría sido en cierto modo una prueba y habría motivado una indagación a fondo. A Soft Alfie le habían interrogado más de diez veces a lo largo de los años sin que confesara nada sustancial. Tal vez no fuera tan blando.
Volvió a preguntarse si todo aquel asunto no formaría parte de una confabulación más complicada destinada a distraer su atención para incriminarle a él en el caso Rico Lomax. Se concentró en la música, pero Blue Nile no iba a ayudarle; el grupo sólo cantaba bellas canciones sobre Glasgow.
Glasgow: su destino del día siguiente.
Siguió el compás de la música tableteando con los dedos sobre la cubierta de la carpeta de Strathern.
Cuando se despertó, el disco compacto se había acabado y tenía tortícolis. Había soñado con que estaba en un restaurante de un hotel de lujo con Jean; él iba vestido con ropa que le había regalado Rhona en la época de su matrimonio y no tenía dinero para pagar la costosa cena… Se sentía muy culpable, por engañar a Rhona y a Jean; culpable por todo. Había surgido en el sueño alguien más, alguien que tenía dinero para pagar y de quien él había acabado por seguir los pasos a través de aquel inmenso hotel desde la terraza hasta el sótano. ¿Sería para pedirle un préstamo? ¿Era alguien conocido? ¿Era para arrebatar a aquel extraño, a la fuerza o mediante la astucia, el dinero? No lo sabía. Se levantó y se desperezó cansado. No había dormido más de veinte minutos y recordó que tenía que estar en Tulliallan por la mañana.
«No hay nada como el presente», se dijo, cogiendo las llaves del coche.
Ricky el de la coleta estaba en el mostrador de la sauna Paradiso.
—¡Dios, usted otra vez! —dijo al ver entrar a Siobhan.
Ella miró a su alrededor y vio que no había clientes. Una de las chicas, estirada en un sofá, leía una revista y el televisor desgranaba un partido de béisbol sin sonido.
—¿Le gusta el béisbol? —preguntó Siobhan, pero Ricky no parecía tener ganas de conversación—. Yo veo algún partido cuando no puedo dormir —prosiguió—, aunque soy incapaz de entender la mitad de las reglas que citan los comentaristas; pero me gusta ver partidos. ¿Hoy no está Laura? —añadió mirando a su alrededor.
El hombre pensó en mentir pero sabía que ella lo notaría.
—Está con alguien —dijo.
—¿Le importa que aguarde?
—Quítese el abrigo y póngase cómoda —dijo el del mostrador haciendo un gesto exagerado de bienvenida—. Si entra un cliente y pide bajar con usted, no me eche la culpa.
—No se preocupe —contestó Siobhan sin quitarse el abrigo y contenta de haber ido con pantalones y botas.
Miró más atentamente a la mujer del sofá y vio que era diez años más vieja de lo que le había parecido. Sí, el maquillaje, el peinado y la ropa pueden añadir años o quitarlos; recordó cuando ella tenía trece años y aparentaba dieciséis o más. Otra mujer cruzó la cortina de la puerta y la miró con curiosidad al pasar detrás del mostrador de Ricky, donde había un hueco con un hervidor; después de prepararse un café se plantó ante ella.
—Dice Ricky que busca rollo —dijo.
Tendría veintitantos años, una cara redonda bonita y tenía el pelo castaño largo. Iba sin medias y bajo su négligé corto y transparente se apreciaban el sostén y las bragas.
—Ricky le ha tomado el pelo —contestó Siobhan.
La mujer miró hacia el mostrador y sacó la lengua dejando ver un piercing de plata antes de sentarse en otro sillón junto a Siobhan.
—Ten cuidado, Suzy, no te pegue algo —dijo la del sofá sin dejar de hojear la revista.
—Quiere decir que soy poli —dijo Siobhan al ver que la interpelada la miraba.
—¿Y tiene razón? ¿Voy a coger algo?
Siobhan se encogió de hombros.
—Me han dicho que tengo una risa contagiosa —dijo.
Suzy sonrió y Siobhan advirtió que tenía un hematoma en un hombro que el négligé apenas tapaba.
—Esto está tranquilo esta tarde comentó Siobhan.
—Después de la hora de cierre de los bares se anima bastante y luego vuelve a decaer. ¿Ha venido a ver a una de las chicas?
—A Laura.
—Está con un cliente.
Siobhan asintió.
—¿A qué se debe que me dé conversación? —preguntó.
—Bueno, usted hace un trabajo igual que yo —replicó Suzy llevándose a los labios la taza mellada—. No hay por qué molestarse. ¿Ha venido a detener a Laura?
—No.
—¿A interrogarla?
—Algo parecido.
—No tiene usted acento escocés.
—Es que me crie en Inglaterra.
Suzy la miró atentamente.
—Yo tuve una amiga que tenía su mismo acento.
—¿Tuvo?
—Fue en la Universidad de Napier, donde hice un curso. Sólo recuerdo que era de algún lugar de las Midlands.
—Sí, podría ser.
—¿Usted es de allí?
Suzy llevaba unas zapatillas tipo mocasín gastadas, había cruzado las piernas y de su pie, con las uñas pintadas, colgaba una zapatilla.
—De por allí —contestó Siobhan—. ¿Conoce a Laura?
—A veces trabajamos en el mismo turno.
—¿Lleva aquí ella mucho tiempo?
Suzy la miró sin contestar.
—De acuerdo —dijo Siobhan—. ¿Y usted?
—Casi un año, pero estoy a punto de dejarlo. Dije que no trabajaría más de un año y ya tengo suficiente para volver a la universidad.
La del sofá lanzó un bufido.
—¿Se gana bien en la policía? —preguntó Suzy sin hacer caso.
—No está mal.
—¿Cuánto…, quince mil, veinte mil?
—Bueno, un poco más.
Suzy movió la cabeza de un lado a otro.
—Eso no es nada comparado con lo que puede sacarse aquí.
—Creo que yo no sería capaz.
—Eso es lo que yo pensaba, pero cuando me suspendieron en la universidad… —dijo mirando al vacío.
La del sofá puso los ojos en blanco y Siobhan no sabía si creérselo. Suzy había tenido casi un año para inventarse la historia; quizás era su manera de soportar el trabajo en la sauna Paradiso.
De detrás de la cortina salió un hombre que miró en la salita sorprendido de que no hubiera clientes. Siobhan le reconoció: era el menos borracho de los dos que había visto en su primera visita, el que había mencionado el nombre de Laura; vio que, con la cabeza gacha, se apresuraba a salir del local.
—¿Ese tiene abono o algo parecido? —preguntó Siobhan.
Suzy negó con la cabeza.
—No, es que nos pagan a nosotras y después hacemos cuentas con Ricky.
Siobhan miró al mostrador desde donde Ricky la observaba.
—¿Va a decirle al señor Cafferty que he venido? —preguntó.
—¿Todavía sigue con eso? —replicó Ricky sonriendo—. Ya le dije que el dueño soy yo.
—Sí, claro —comentó Siobhan dirigiendo un guiño a Suzy.
—Un mes más y me largo —dijo esta casi hablando sola en el momento en que Siobhan se levantó y cruzó la cortina.
Sólo había una cabina con la puerta cerrada. Llamó y, al abrirla, oyó él ruido de una ducha. Estaba tras una puerta de cristal esmerilado. En el interior del cuartito había un banco grande con un colchón, una gran bañera en un rincón y poco más. Siobhan respiró a disgusto en aquella atmósfera fétida.
—¿Laura? —dijo.
—¿Quién es?
—Soy Siobhan Clarke. ¿Le parece bien que me espere fuera?
—Tardo dos minutos.
—Muy bien.
Siobhan volvió a subir la escalera. No había clientes.
—Dígale a Laura que la espero en la calle —dijo a Ricky.
Tenía el coche aparcado en la acera de enfrente y fue a sentarse con la radio a bajo volumen y la ventanilla abierta. Pasaron algunos coches y taxis. Sabía que muy cerca de allí ejercían su profesión las prostitutas callejeras, un trabajo menos seguro que el que se llevaba a cabo en locales como la sauna Paradiso. Los hombres pagaban por el sexo: siempre había sido así; mientras hubiera demanda no faltarían proveedores. A Siobhan lo que más le indignaba de aquel negocio era que estuviera dirigido por hombres para el servicio de hombres y que las mujeres estuvieran reducidas a simple mercancía. Sí, claro, ellas lo habían elegido, pero ¿por qué motivo? ¿Porque pensaban que no había otra solución? ¿Por desesperación o coerción? Sentía el estómago rígido como si estuviera a punto de sufrir un calambre. Era una sensación que últimamente la acosaba muy a menudo, como si fuera a quedarse totalmente agarrotada. Se imaginó a sí misma inmóvil, como una estatua, mientras Cafferty, Ricky y todos los demás seguían con su vida.
Se abrió la puerta de la sauna y salió Laura. Llevaba una minifalda negra ajustada, una blusa a juego sin mangas y botas hasta la rodilla. Iba sin abrigo ni chaqueta; era evidente que pensaba volver al trabajo.
—¡Laura! —llamó Siobhan, y la joven cruzó la calle y se acercó a la otra puerta frotándose los brazos.
—Hoy hace fresco —comentó.
—¿Sabe algo de Donny? —preguntó Siobhan sin preámbulos.
Laura la miró y negó con la cabeza.
—Es que hoy, a primera hora, estábamos interrogándole y se escapó —añadió Siobhan mirándola a los ojos.
Laura la miraba inexpresiva.
—Lo digo porque sabe lo de su… apaño —añadió Siobhan pausadamente.
—¿Qué apaño?
—El de usted y Edward Marber.
—Oh.
—¿Vendrá a por usted?
—No lo sé.
—¿Y Alexander?
—A Alexander no le hará daño —respondió ella abriendo mucho los ojos.
—Pero ¿no intentará llevárselo?
—¡No se atreverá!
—¿Quiere que pongamos vigilancia para protegerla?
Laura negó con la cabeza.
—No. Donny no nos hará daño…
—Bueno, puede pedir ayuda al señor Cafferty —añadió Siobhan sin darle importancia.
—¿Cafferty? Ya le he dicho…
—Donny trabajaba para Cafferty, ¿no lo sabía? Tal vez podría pedirle a Cafferty que no deje que Donny se acerque a usted y a Alexander.
—¡No conozco a ningún Cafferty!
Siobhan permaneció en silencio.
—De verdad —insistió Laura.
—Bueno, entonces no tiene nada que temer, ¿verdad? Quizás haya sido una pérdida de tiempo haber venido aquí a esta hora a prevenirla.
Laura la miró.
—Lo siento —dijo—. Pero muchas gracias —añadió estirando el brazo y poniendo su mano en la de Siobhan—. Se lo agradezco.
Siobhan asintió despacio con la cabeza.
—¿Suzy ha ido a la universidad? —preguntó.
Laura la miró sorprendida.
—¿Suzy? Creo que pensaba hacerlo… hará unos seis o siete años.
—¿Trabaja desde entonces en saunas?
—Más o menos, creo.
Oyeron abrirse la puerta de la sauna y vieron la espalda de un hombre que entraba.
—Bueno, tengo que irme —dijo Laura—. Podría ser uno de los míos.
—Tiene muchos habituales, ¿verdad?
—Unos cuantos.
—Eso quiere decir que lo hace bien.
—O que ellos están desesperados.
—¿Estaba Edward Marber desesperado?
Laura hizo un leve gesto de vacilación.
—Yo no diría eso.
—¿Y el cliente que salía cuando yo llegué? Él también es habitual, ¿verdad?
—Quizá —respondió ella un poco a la defensiva, abriendo la puerta y bajando del coche—. Gracias de nuevo.
Comenzó a cruzar la calle en el momento en que se abría la puerta de la sauna iluminando la acera para dar paso al hombre que acababa de entrar y que ahora veían de frente: Donny Dow.
—¡Laura, vuelva al coche! —gritó Siobhan al tiempo que buscaba nerviosamente la manija de apertura que parecía haberse desplazado unos centímetros de su posición habitual; abrió la puerta y empezó a bajar del coche.
—¡Laura! —gritaron los dos casi al mismo tiempo.
—¡Ven aquí, puta! —añadió Donny Dow lanzándose sobre ella mientras Laura profería un chillido y en segundo plano se oía un ruido que Siobhan no olvidaría en toda la noche: el cerrojo que cerraba por dentro la puerta de la sauna Paradiso.
Dow acababa de agarrar a Laura por los hombros, la empujó contra el coche y alzó un brazo, un brazo que Siobhan sabía, aunque no lo viera, que esgrimía un arma, un cuchillo de algún tipo. Sin pensarlo dos veces se apoyó en el capó para tomar impulso y lo cruzó con los pies por delante logrando golpear a Dow en el costado, pero sin conseguir apartarle, justo en el momento en que percibía el sonido sordo de la hoja rasgando la carne de Laura, idéntico a un chasquido de reproche. Siobhan agarró a Dow por el brazo que sujetaba el arma tratando de retorcérselo contra la espalda mientras oía el gemido prolongado y ahogado de Laura al brotar la sangre de la herida. Dow, al perder el equilibrio hacia un lado, dio un cabezazo en la nariz a Siobhan, quien sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y perdió fuerzas.
El cuchillo dio de nuevo en el blanco. Siobhan soltó el brazo del agresor y le dio con todas sus fuerzas un rodillazo en el bajo vientre. Dow se tambaleó hacia atrás con un grito de dolor mientras Siobhan veía cómo Laura se desmoronaba agarrada a la manija de la puerta; las piernas, salpicadas de sangre, se le doblaron.
«He de parar esto», pensó, lanzando a Dow otra patada que este esquivó dando la vuelta en torno a ella y esgrimiendo el arma, una de esas cuchillas que venden en los almacenes de bricolaje. Siobhan respiró hondo y gritó bien fuerte para que se le oyera:
—¡Auxilio! ¡Ayuda! ¡Esta mujer se muere! ¡La ha matado Donny Dow!
Al oír su nombre, Dow se detuvo. O tal vez fuese porque había dicho «la ha matado». Miró a Laura sin parpadear mientras Siobhan hacía un amago de lanzarse sobre él y vio que comenzaba a retroceder paso a paso.
—¡Hijo de puta! —le gritó ella antes de lanzar otro grito desgarrador. Comenzaron a encenderse luces en los pisos encima de la sauna—. Nueve, nueve, nueve…, ambulancia y policía —vociferó Siobhan.
Aparecieron caras en las ventanas y algunos visillos se descorrieron. Dow seguía retrocediendo. Tenía que seguirle, pero ¿y Laura? Miró hacia ella y fue el momento que aprovechó Donny Dow para echar a correr y perderse en la oscuridad.
Siobhan se agachó junto a Laura; a la luz de la farola, sus labios estaban casi negros, tal vez por el contraste con su palidez. Estaba casi exánime. Siobhan buscó las heridas: tenía que haber dos y había que taponarlas. La puerta de la sauna seguía cerrada.
—¡Hijo de puta! —espetó en dirección al local. Ya no veía a Dow, notaba la sangre caliente entre los dedos—. Aguanta, Laura, que ya llega la ambulancia.
Tenía el móvil en el bolsillo, pero le faltaban manos.
«¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!».
En ese momento se acercó un vecino a preguntar qué sucedía.
—Apriete aquí fuerte —dijo indicándole el punto.
Cogió el móvil torpemente porque se le escurría de las manos ensangrentadas mientras el hombre miraba horrorizado. Tendría casi sesenta años y el pelo le caía sobre la frente. Siobhan era incapaz de marcar el número, las manos le temblaban demasiado; echó a correr hacia la sauna y comenzó a aporrear la puerta, empujándola con el hombro. Ricky abrió temblando.
—Dios…, ¿se está…? —preguntó.
—¿Ha llamado al nueve, nueve, nueve? —dijo Siobhan.
El hombre asintió.
—Ambulancia y… No, sólo ambulancia —añadió tragando saliva.
A Siobhan le pareció oír una sirena a lo lejos y rogó al cielo que se dirigiera hacia allí.
—¿Le dijo usted que ella estaba ahí afuera? —espetó al de la sauna.
Ricky negó con la cabeza.
—Estaba hecho una furia…, yo le dije que no estaba de turno —dijo tragando de nuevo saliva—. Pensé que iba a matarme.
—Qué suerte ha tenido, ¿verdad? —dijo Siobhan entrando como una tromba; pasó junto a la del sofá, que se había puesto en pie con los brazos cruzados a la defensiva, y cogió unas toallas que había junto a los albornoces. Oyó sollozos en el interior de la sauna y, aunque no tenía tiempo para mirar, sabía que era Suzy atemorizada. Volvió a la calle a la carrera y comenzó a aplicar toallas a las heridas de Laura—. Presione fuerte —dijo al vecino que sudaba con cara de espanto, y le dio unas palmaditas en el hombro.
Laura estaba en el suelo sentada sobre las piernas, agarrada con todas sus fuerzas a la manija, como si quisiera hacer caso de su advertencia: «¡Sube al coche!». Unos centímetros más y habría salvado la vida.
—¡No te mueras! —exclamó pasándole la mano por el pelo.
Laura abrió un poco las pestañas, pero ya tenía los ojos vidriosos como las canicas con que juegan los niños, y respiraba por la boca, pequeños jadeos de dolor. Ya se oía mucho más cerca la sirena y al momento la ambulancia dobló la esquina de Commercial Street bañando los edificios con ráfagas de luz azulada.
—Ya está aquí, Laura —dijo Siobhan animándola—. Te pondrás bien.
—Aguante un poco —dijo el hombre, y miró a Siobhan buscando su aprobación.
Demasiada televisión, pensó ella.
«Te pondrás bien», la mentira piadosa, la mentira que se dice porque el que la dice quiere oírla.
«¡Aguante!».
Cuatro de la mañana.
Deseó que Rebus estuviera allí. Habría hecho algún chiste sobre la canción del mismo nombre; los había hecho en otras ocasiones cuando estaban los dos de vigilancia en hospitales o al acecho de delincuentes. Habría canturreado una estrofa medio olvidada de alguna canción country cuyo cantante ella no recordaba, pero Rebus sí. ¿Farnon? ¿Farley? Eran gracias de Rebus, juegos de palabras a los que él recurría para distanciarse de las situaciones. Pensó en llamarle, pero luego lo reconsideró. Aquello era una situación que debía afrontar ella sola. Se daba cuenta de que estaba cruzando un límite… No estaba en el hospital; le habían dicho que se fuera a casa. Una ducha rápida y se cambiaría de ropa en casa mientras el coche patrulla aguardaba para llevarla de vuelta a Saint Leonard. Del caso se encargaba la policía de Leith porque el crimen había sucedido en su distrito, pero ella tenía que ir a Saint Leonard para hacer el informe.
—Al menos le dio un buen rodillazo en los cataplines y eso le calmó un poco —había comentado el chófer uniformado.
Bajo el agua de la ducha se preguntó por qué no tendría más presión. Quería que la azotara, como una lluvia de agujas, como una tunda, como un torrente. Se cubrió el rostro con las manos cerrando los ojos y se recostó en los azulejos dejándose resbalar lentamente hasta quedar en cuclillas, igual que había hecho junto a Laura Stafford.
«¿Quién va a decirle a Alexander que mamá ha muerto y que la mató papá? Lo haría la abuela entre lágrimas…».
«¿Quién daría la noticia a la abuela? Ya habría alguien en camino porque tenían que identificar oficialmente el cadáver».
La pantalla del móvil parpadeaba indicándole que tenía mensajes. Que esperasen. En el fregadero había platos. Estaba secándose el pelo con una toalla sin dejar de caminar por el piso; tenía la nariz enrojecida a fuerza de sonarse y los ojos congestionados e hinchados.
Se secó el pelo con una toalla azul marino: «Nunca más toallas blancas».
En la comisaría la esperaba la jefa Gill Templer.
—¿Te encuentras bien?
Siobhan musitó algo en sentido afirmativo, pero Templer exclamó:
—Esa bestia de Donny Dow trabaja para Big Ger Cafferty.
Siobhan se preguntó con quién habría hablado. ¿Con Rebus?
—Me lo dijo Claverhouse —añadió Templen eso lo explicaba—. ¿Conoces a Claverhouse? —Siobhan asintió—. Los de Estupefacientes tienen hace tiempo a Cafferty en el punto de mira —continuó Templer—, aunque no han conseguido casi nada que les permita intervenir.
Decía todo aquello para rellenar la conversación antes de ir al grano.
—¿Sabes que ha muerto?
—Sí, señora.
—Por Dios, Siobhan, no me vengas con formalismos. Entre nosotras soy Gill, ¿de acuerdo?
—Sí…, Gill.
—Hiciste lo que pudiste —añadió Templer.
—Pero no bastó.
—¿Qué ibas a hacer? ¿Montar una transfusión de sangre en la acera? —replicó Templer con un suspiro—. Perdona…, recién salida de la cama digo tonterías —añadió pasándose la mano por el pelo—. Por cierto, ¿qué hacías tú allí?
—Fui a prevenirla.
—¿A esa hora?
—Pensé que era la mejor para encontrarla en su trabajo.
Siobhan contestaba a sus preguntas con la mente en otro lugar; seguía en aquella calle y oía el ruido del cerrojo de la puerta de la sauna cerrándose, veía la mano aferrada al coche, oía el ruido de carne desgarrada.
—Los de Leith se han hecho cargo del caso —dijo Templer como si no fuera algo obvio—. Querrán hablar contigo.
Siobhan asintió con la cabeza.
—Phyllida Hawes ha ido a dar la noticia a la familia.
Volvió a asentir. Se preguntaba si Donny Dow había comprado la cuchilla aquella misma tarde, porque cerca de Saint Leonard había una tienda de bricolaje…
—Fue premeditado —dijo—. Lo pondré en el informe. Que no espere ese cabrón una inculpación de homicidio involuntario.
Templer asintió. Siobhan sabía lo que estaba pensando: que, con un buen abogado, Dow alegaría homicidio involuntario en estado de enajenación, con atenuante de la responsabilidad. «Señoría, mi cliente acababa de saber que su anterior esposa, la mujer encargada del cuidado de su hijo, además de ser una prostituta estaba instalada en una vivienda provista para ella y su hijo por uno de sus clientes. Ante semejante revelación, revelación efectuada nada menos que por la policía, el señor Dow huyó de la comisaría y erró por las calles perturbado…».
Con suerte sólo le condenarían a seis años.
—Fue horrible —dijo en un suspiro.
—Sí, naturalmente —añadió Templer cogiéndole la mano, lo que le hizo recordar a Laura, una Laura aún con vida, sentada en el coche y estirando el brazo para tocarle la mano.
Llamaron con fuerza a la puerta y entraron sin aguardar permiso. Siobhan vio a Templer dispuesta a echar los perros al intruso. Era Davie Hynds, que la miró a ella y luego clavó los ojos en Templer.
—Le hemos cogido —dijo.
Dow dijo en la declaración que se había entregado, pero quienes le detuvieron afirmaron que había opuesto resistencia. Siobhan pidió verle. Estaba en una de las celdas del sótano en espera de ser trasladado a Leith, donde los calabozos eran antiguos y la temperatura glacial. Le habían detenido en Tollcross; parecía que se dirigía a Morningside Road, tal vez decidido a hacer autostop hacia el sur. Aunque Siobhan recordó que Cafferty tenía la agencia de alquileres en aquella zona.
Había un grupo de policías riendo afuera, delante del calabozo. Uno de ellos era Derek Linford, que se frotaba los nudillos cuando Siobhan apareció. Uno de los uniformados abrió la celda y Siobhan desde el umbral miró a Dow, que estaba cabizbajo sentado en el catre de cemento. Fue al alzar la vista cuando ella vio su moratón y los ojos hinchados, casi cerrados.
—Le diste algo más que una patada en los huevos, Shiv —comentó Linford provocando más risas.
—No intentes decirme que se lo has hecho por mí —replicó ella volviéndose hacia él y haciendo que cesaran las risas—. A lo sumo, yo he sido el pretexto.
Luego volvió a mirar a Dow.
—Pero espero que te duela, que no deje de dolerte. Ojalá te dé un cáncer, canalla de mierda.
Todos volvieron a sonreír, pero ella los dejó allí plantados.