16

A Derek Linford no le hizo ninguna gracia que Rebus y sus compinches se hubieran instalado en el cuarto de interrogatorios número 1, pues era más grande que el 2, que es donde él estaba sentado. Además, en el número 2 no se podían abrir las ventanas; era un cuarto agobiante, una caja sin aire, y tenía una mesa estrecha y atornillada al suelo porque se destinaba al interrogatorio de los violentos. Había un casete de grabación doble sujeto a la pared y una cámara de vídeo encima de la puerta, más un botón de alarma disimulado como interruptor de la luz.

Linford estaba sentado al lado de George Silvers y tenían enfrente de ellos a Donny Dow, un individuo bajo y delgado, aunque por sus hombros cuadrados se adivinaba que era musculoso. Llevaba el pelo liso teñido de rubio y tenía una sombra de barba de tres días; lucía en ambas orejas remaches y aros de oro, una tachuela en la nariz, y en la lengua brillaba una bolita dorada. En aquel momento abría la boca y se la pasaba por el filo de los dientes.

—¿En qué trabaja actualmente, Donny? —preguntó Linford—. ¿Sigue de portero?

—No voy a contestar nada hasta que no me digan qué demonios quieren. ¿Necesito pedir abogado?

—¿De qué quieres que te acusemos, hijo? —dijo Silvers.

—Yo no tomo drogas.

—Buen chico.

Dow frunció el entrecejo al tiempo que le enseñaba a Silvers el dedo corazón.

—Lo que nos interesa es tu ex —dijo Linford.

—¿Cuál? —replicó Dow sin inmutarse.

—La madre de Alexander.

—Laura es una puta —soltó Dow—. Bueno, ¿qué ha hecho?

—Nos interesa un hombre con quien se veía.

—¿Se veía?

Linford asintió.

—Un hombre rico que le puso un pisito. Bueno, en realidad, más que un pisito.

Dow enseñó los dientes y golpeó la mesa con los puños.

—¡Esa guarrilla! ¿Y encima, le dan a ella la custodia del niño?

—¿Luchó usted por la custodia?

—¿Luchar…?

Para alguien como Dow, luchar sólo significaba una cosa.

—Quiere decir —reformuló Linford— si quería usted la custodia de Alexander.

—Es mi hijo.

Linford volvió a asentir con la cabeza convencido de que no había reclamado nada.

—¿Quién es ese cabrón, ese tío rico?

—Un galerista que vive en Duddingston Village.

—¿Y ella vive en ese piso con Alex? ¡Y se acuesta allí con ese hijo de puta, estando Alex! —Dow había enrojecido de ira y, en el silencio que siguió, Linford oyó voces, risas quizá, en el cuarto de interrogatorios número 1. Seguro que aquellos imbéciles estaban riéndose de él por tener que conformarse con el número 2—. Bueno, ¿y qué tiene ese que ver conmigo? —preguntó Dow—. ¿Intentan cargarme algo?

—Usted tiene muchos antecedentes de violencia, señor Dow —dijo Silvers dando unas palmaditas sobre el expediente que tenían en la mesa.

—¿Qué? ¿Un par de agresiones? A mí me han pegado más veces de las que recuerdo. Escuchen, cuando estaba de portero no pasaba una semana sin que algún gilipollas me zumbara. Eso no lo pondrá ahí —añadió señalando el expediente— porque sólo apuntan lo que les interesa.

—En eso puede que tengas razón, Donny —dijo Silvers recostándose en la silla y cruzando los brazos.

—Lo que nos interesa, Donny —dijo Linford pausadamente— es un hombre con antecedentes de violencia que se pone hecho una furia porque su ex está con otro tío.

—¡Que le den por el culo! ¡Me da igual! —replicó Dow echando la silla hacia atrás y metiendo las manos en los bolsillos, mientras subía y bajaba nervioso las piernas como dos émbolos.

Linford fingió hojear el expediente.

—Señor Dow —dijo—, ¿se ha enterado de que ha habido un homicidio en Edimburgo?

—Yo sólo leo las páginas deportivas.

—Han matado a golpes en la cabeza a un galerista a la puerta de su casa en Duddingston Village.

Dow dejó de mover las piernas.

—Un momento —dijo alzando las manos con las palmas hacia fuera.

—¿En qué dijiste que trabajabas? —preguntó George Silvers.

—¿Qué? Un momento…

—El caballero protector de Laura ha muerto, señor Dow —dijo Linford.

—Tú trabajaste de gorila para Big Ger Cafferty, ¿no es cierto? —preguntó Silvers.

Eran demasiadas preguntas para Dow; necesitaba tiempo para pensar, porque si decía algo que…

Llamaron a la puerta y entró Siobhan Clarke.

—¿Puedo sentarme? —dijo, pero al ver la mala cara que ponían sus colegas optó por dar media vuelta.

Dow se había levantado e iba hacia la puerta y Silvers intentó detenerle, pero le golpeó en la garganta con los dedos estirados dejándole casi sin respiración. Silvers se llevó las manos al cuello; Linford quedó bloqueado entre Silvers, la mesa y la pared. Dow alzó un pie y lanzó con él a Silvers hacia atrás sobre Linford, que buscaba con los dedos el botón de alarma. Siobhan intentó cerrar la puerta por fuera, pero Dow se lo impidió abriéndola de un tirón, la agarró del pelo y la metió de un empujón dentro del cuarto. La alarma sonó cuando Dow ya corría por el pasillo. Los ocupantes del cuarto de interrogatorios contiguo lo vieron pasar como una exhalación. Unos metros más y ganaría la salida.

En el cuarto de interrogatorios número 2, Silvers, doblado en la silla, aún intentaba recobrar la respiración, Linford empujaba para pasar por su lado y Siobhan se ponía en pie palpándose la cabeza en el sitio donde había perdido un mechón de pelo.

—¡Mierda, mierda, mierda! —chillaba.

Linford, sin prestarle atención, salió corriendo al pasillo; le dolía la pierna del golpe recibido al caerle encima Silvers, pero le dolía más el orgullo.

—¿Dónde está? —gritó.

Tam Barclay y Allan Ward se miraron uno a otro, y señalaron hacia la salida.

—Se fue por allí, sheriff —dijo Ward con una sonrisa.

El problema era que nadie le había visto realmente salir de la comisaría. En el vestíbulo había un circuito de vídeo y Linford pidió que pasaran la cinta en la sala de comunicaciones, mientras él iba de despacho en despacho mirando bajo las mesas y en los pocos armarios empotrados. Cuando volvió a la sala de comunicaciones estaban pasando la cinta: Donny Dow, en imagen ralentizada a todo color, cruzaba corriendo la puerta de la calle.

—¡Que salgan patrullas a recorrer la zona! —exclamó Linford—. En coche y a pie. ¡Envíen su descripción!

Los agentes se miraron.

—¿A qué esperan? —dijo Linford.

—Probablemente esperan a que yo dé la autorización, Derek —dijo una voz a su espalda.

Era Gill Templer.

—¡Ay! —exclamó Siobhan.

Sentada a su mesa, dejaba que Phyllida Hawes le examinara el cuero cabelludo.

—Te ha arrancado un trocito de piel —dijo Hawes—, pero creo que el pelo volverá a crecerte.

—Seguro que no es nada, aunque duela mucho —comentó Allan.

El incidente del cuarto de interrogatorios número 2 había roto barreras y allí estaban Gray, McCullough y Rebus y, en su despacho, Gill Templer recibía explicaciones de Linford y Silvers.

—Por cierto, me llamo Allan —le dijo Ward a Phyllida Hawes.

Al decirle Hawes su nombre, él comentó que no era nada corriente, y escuchaba la explicación de Phyllida al respecto, cuando Siobhan se levantó y se apartó sin que, al parecer, ninguno de los dos lo advirtiera.

Rebus estaba en la pared del fondo cruzado de brazos estudiando la información expuesta relativa al caso Marber.

—Ese va al grano —comentó Siobhan.

Rebus, al volver la cabeza, vio que la pareja charlaba animadamente.

—Deberías decirle algo a ella porque creo que Allan no está independizado —añadió él.

—A lo mejor es lo que le gusta a Phyllida —dijo Siobhan tocándose el sitio despellejado de la coronilla que le escocía endemoniadamente.

—Puedes pedir la baja —dijo Rebus—. Sé de polis que han obtenido la invalidez por menos, teniendo en cuenta la impresión y el estrés…

—No te librarás de mí tan fácilmente —replicó ella—. ¿No tendríais que salir en persecución de Donny Dow?

—No olvides que no estamos en nuestro distrito —respondió Rebus recorriendo la sala con la vista.

Hawes escuchaba el palique de Ward; Jazz McCullough hablaba con Bill Pryde y Davie Hynds, y Francis Gray estaba sentado en el borde de una mesa balanceando la pierna mientras buscaba un expediente de pruebas. Vio que Rebus le miraba, le hizo un guiño y se acercó.

—Este es el tipo de caso que habrían debido darnos, ¿verdad, John?

Rebus asintió sin decir nada. Gray pareció entender que estaba allí de más y tras unas palabras de aliento a Siobhan volvió a alejarse hacia otra mesa para fisgar en otros papeles.

—Tengo que hablar con Gill —dijo Siobhan pensativa mirando hacia la puerta del despacho.

—¿Vas a pedir la baja?

Siobhan negó con la cabeza.

—Creo que he reconocido a Donny Dow. Era el chófer de El Comadreja el día que fuimos a interrogar a Cafferty.

—¿Estás segura? —preguntó Rebus mirándola.

—Al noventa por ciento, porque le vi fugazmente.

—Tal vez deberíamos hablar con El Comadreja.

Ella asintió con la cabeza.

—Pero no antes de que la jefa dé su autorización.

—Lo que tú quieras.

—Tú lo has dicho: no es tu distrito.

Rebus reflexionó un instante.

—¿Por qué no te lo guardas para ti de momento?

Siobhan le miró perpleja.

—¿Qué te parece si yo hablo discretamente con El Comadreja? —añadió Rebus.

—Eso sería ocultar información por mi parte.

—No, simplemente ocultarías un presentimiento… y tardarías un día en convencerte de que era Dow quien hacía de chófer en el coche de El Comadreja.

—John…

Con aquella simple súplica pretendía que le dijera de qué se trataba, que se sincerara con ella.

—Tengo mis motivos; hay algo en lo que El Comadreja puede ayudarme —replicó él con voz muy queda.

Siobhan tardó medio minuto en decidirse.

—De acuerdo —dijo tocándole el brazo.

—Gracias —dijo él—. Te debo un favor. ¿Te parece bien que te invite a cenar esta noche?

—¿Aún no has llamado a Jean?

—He estado intentándolo —respondió Rebus cariacontecido—, pero o no está o no contesta.

—A ella es a quien tendrías que invitar a cenar.

—Habría debido llamarla aquella noche…

—Aquella misma noche deberías haber ido tras ella a pedirle disculpas.

—Seguiré llamándola —dijo él.

—Y envíale unas flores —añadió Siobhan sonriendo al ver la cara que él ponía—. Seguro que la última vez que enviaste flores fue alguna corona, ¿a que sí?

—Probablemente —respondió él—. He enviado más coronas que ramos, desde luego.

—Bueno, pues esta vez no vayas a equivocarte. En la guía telefónica encontrarás montones de floristerías.

Rebus asintió con la cabeza.

—Eso haré en cuanto hable con El Comadreja —dijo, y salió al pasillo.

Tenía que hacer varias llamadas, con el móvil mejor que por el teléfono del departamento. De momento, dos.

Pero El Comadreja no estaba en la oficina y lo más que consiguió fue una tibia promesa de que le darían el recado.

—Gracias —dijo—. Por cierto, ¿está ahí Donny?

—¿Donny, qué? —preguntó la voz antes de que cortara la comunicación.

Profirió una maldición, fue a la sala de comunicaciones a mirar las Páginas Amarillas y salió al aparcamiento a encargar las flores por el móvil. Un ramo mixto.

—¿Qué tipo de flores le gustan a la dama?

—No lo sé.

—Bueno, ¿de qué color las quiere?

—Mire, haga un surtido, ¿de acuerdo? Ponga veinte libras de lo que sea.

Le dio el número de la tarjeta de crédito y el asunto estuvo listo. Al guardarse el móvil en el bolsillo y sacar los cigarrillos y el encendedor, se percató de que no tenía ni idea de cuántas flores pondrían por veinte libras. ¿Media docena de claveles mustios o un ramo absurdo de verde? El ramo de lo que fuera lo entregarían aquella tarde a las seis y media, ¿qué sucedería si Jean volvía tarde del trabajo? ¿Lo dejarían en la puerta a riesgo de que cualquiera lo cogiese? ¿O volverían a hacer la entrega al día siguiente?

Inhaló con fuerza el humo para llenarse los pulmones. Las cosas siempre resultaban más complicadas de lo que uno pensaba. Pero cuando pensaba en ello, las complicaba aún más, figurándose que iban a salir mal, en vez de esperar lo mejor. Sí, él, desde muy joven, como método para estar mejor preparado ante los avatares de la vida, había optado por ser pesimista. Siendo pesimista, si las cosas salen mal, no le pillan a uno por sorpresa, mientras que si salen bien, es una agradable sorpresa.

—Ahora es tarde para cambiar —farfulló.

—¿Hablas solo? —dijo Allan Ward, que arrancaba el precinto de celofán a un paquete de cigarrillos.

—¿Qué, no te ha valido de nada tu labia con la agente Hawes?

Ward asintió despacio.

—De tan poco me ha servido —contestó encendiendo un pitillo— que esta noche vamos a cenar juntos. ¿Tienes algún consejo?

—¿Un consejo?

—Sobre algún atajo en concreto para llevarla a la cama.

Rebus sacudió la ceniza del cigarrillo.

—Allan, Phyllida es una buena agente. Y más que eso, yo personalmente la aprecio; así que me tomaría a mal que la ofendieras.

—Será sólo un poco de diversión inofensiva —replicó Ward a la defensiva—. Oye, por que tú no mojes… —añadió con una sonrisita.

Rebus giró sobre sus talones y le agarró de las solapas con una mano empujándole contra la pared de la comisaría. A Ward se le cayó el cigarrillo de los labios al intentar apartarlo. En ese momento, un coche patrulla cruzó la entrada del aparcamiento y los agentes se les quedaron mirando al tiempo que unas manos los separaban. Era Derek Linford.

—Señoras, señoras, puñetazos aquí no —dijo.

—¿Qué haces tú aquí fuera? ¿Buscando al fugitivo debajo de los coches? —dijo Ward con restos de saliva en la comisura de los labios, alisándose la chaqueta.

—No —respondió Linford escudriñando el aparcamiento por si, en cualquier caso, veía algo—. He salido a ver si había alguien fumando…

—Tú no fumas —comentó Rebus jadeante.

—Ya, pero, dadas las circunstancias, se me ocurrió fumarme un cigarrillo. ¡Maldita sea!

Ward se echó a reír olvidando el incidente con Rebus.

—Pues aquí tienes —dijo ofreciendo el paquete a Linford—. Te habrá echado Templer un buen rapapolvo, ¿no?

—Lo que más siento es la maldita vergüenza —dijo Linford con una sonrisa de turbación mientras Ward le ofrecía fuego.

—Olvídalo. Todos sabemos que Dow es especialista en boxeo de piernas y en eso no hay quien le pueda.

Ward trataba de animar a Linford; a Rebus le extrañó que, aunque los había sorprendido enzarzados, no les preguntara el porqué. Decidió dejarlos allí a los dos.

—Oye, John, todo olvidado, ¿eh? —dijo Ward de repente.

Rebus no contestó. Sabía que, en cuanto desapareciera, Linford seguramente le preguntaría el motivo de la discusión y el joven agente le contaría lo de aquella noche con Jean y su amiga, y Linford tendría así nuevos datos sobre su persona que no tardaría en utilizar. Casi empezaba a preocuparle que hubieran elegido a Linford para sustituirle en el caso Marber. ¿Por qué precisamente Linford? Mientras volvía, hacia el departamento advirtió que la tensión entorpecía sus movimientos. Intentó enderezar los hombros y estirar el cuello y pensó en una pintada que había visto una vez: «Que seas paranoico no quiere decir que no te persigan». ¿Estaba volviéndose paranoico y veía enemigos por todas partes? La culpa era de Strathern por elegirle a él. «Si ni siquiera confío en el hombre para quien trabajo, ¿cómo puedo confiar en los demás?», pensó. Al cruzarse con uno de los policías de la investigación del caso Marber, pensó en lo estupendo que sería estar en aquel momento sentado en la sala de Homicidios haciendo llamadas rutinarias de teléfono sin preocuparse de mucho más; por el contrario, se encontraba cada vez más acorralado. Había prometido a McCullough una «idea» para conseguir dinero, y estaba obligado a inventarse algo.

Aquella tarde salió a beber solo. Dijo a los demás que debía hacer algo y que después se les uniría. Ellos estaban indecisos sobre si quedarse en Edimburgo a tomarse unas copas o marcharse directamente a Tulliallan. McCullough no sabía si ir a Broughty Ferry, pero se había dejado el coche en la academia; Ward planeaba llevar a Phyllida Hawes a un restaurante mexicano cerca de Saint Leonard, y cada uno exponía sus diversas alternativas cuando Rebus los dejó. Después de tres copas en el Oxford, escuchando sin prestar mucha atención los últimos chistes, sintió algo de hambre. No sabía dónde cenar y no le apetecía nada entrar en algún restaurante y tropezarse con Ward y Hawes haciendo manitas por debajo de la mesa. Sí, podía prepararse algo en casa, pero sabía que era improbable que fuese a hacerlo. Aunque, de todos modos, quizá lo mejor fuera ir al piso por si llamaba Jean. ¿Habría recibido las flores? Tenía el móvil en el bolsillo aguardando a que llamase. Al final pidió otra copa y los últimos restos de huevos escoceses.

—¿Es lo que ha sobrado del almuerzo? —preguntó a Harry, el camarero.

—No estaban ahí a la hora del almuerzo. ¿Los quiere o no?

Rebus asintió.

—Y una bolsa de nueces —dijo.

Antaño había más comida en el Oxford, pensó recordando al dueño anterior, Willie Ross, quien un día, a un cliente que había pedido la carta, le sacó a la calle para señalarle el letrero del bar Oxford y decirle: «Ahí qué pone, ¿bar o restaurante?». Dudaba mucho de que aquel hombre se hubiera convertido en cliente fijo.

Aquella noche, el Oxford estaba tranquilo; se oían algunos murmullos de conversación en un par de mesas y la barra la ocupaba él solo. Al sentir que se abría la puerta ni se molestó en volver la cabeza.

—¿Quieres tomar algo? —dijo a sus espaldas la voz de Gill Templer.

—Invito yo —dijo Rebus irguiéndose y viendo que ella se sentaba en un taburete dejando caer el bolso al suelo—. ¿Qué quieres beber?

—Como voy en coche mejor será que me tome una caña de Deuchars. —Hizo una pausa—. Bueno, pensándolo bien: un gin-tonic.

Se oía levemente la tele y miró hacia el aparato. Era uno de los programas preferidos de Harry en el canal Discovery.

—¿Qué es? —preguntó Templer.

—Una de esas cosas que pone Harry para espantar a los clientes —comentó Rebus.

—Es cierto —dijo Harry—. Funciona con todos menos con este tipo —añadió, y señaló con la cabeza a Rebus, arrancando una sonrisa cansada a Templer.

—¿Has tenido un mal día? —aventuró Rebus.

—No todos los días se escapa un sospechoso del cuarto de interrogatorios. Supongo que estarás regodeándote —añadió mirándole con malicia.

—¿Por qué?

—Porque todo lo que haga quedar mal a Linford…

—Espero no ser tan mezquino.

—¿No? —Hizo una pausa—. Me parece que él sí que lo es. Dicen por ahí que tú y otro de Tulliallan andabais a puñetazos en el aparcamiento.

Así que Linford ya lo había contado.

—Pensé que debía advertírtelo —prosiguió ella— porque creo que ha llegado a oídos del inspector jefe Tennant.

—¿Has entrado aquí a ver si estaba para decírmelo?

Templer se encogió de hombros.

—Gracias —dijo Rebus.

—Bueno, creo que también quería decirte cuatro palabras.

—Escucha, no empecemos con lo de la taza de té…

—John, la verdad es que la tiraste con todas las ganas.

—Hombre, claro, si la hubiese tumbado sobre la mesa con el meñique no habrías tenido motivo para enviarme al internado —dijo Rebus pagando la copa de Templer y alzando la suya.

—Salud —dijo ella dando un buen sorbo y expulsando aire.

—¿Te sientes mejor? —preguntó él.

—Mejor —contestó ella.

—Y aún se pregunta la gente por qué bebemos —añadió Rebus risueño.

—Yo con una tengo bastante —dijo ella—. ¿Tú cuántas llevas?

—¿Te contentas con una cifra aproximada?

—Me contento con sólo que me digas qué tal va lo de Tulliallan.

—No he hecho muchos progresos.

—¿Hay alguno en perspectiva?

—Puede. —Hizo una pausa—. Si asumo ciertos riesgos.

—Primero se lo consultarás a Strathern, ¿verdad? —preguntó ella mirándole.

Él asintió con la cabeza, pero advirtió que Templer no quedaba muy convencida.

—John…

Era el mismo tono de Siobhan unas horas antes. «Escucha, ten confianza».

—En realidad, podrías tomar un taxi —dijo volviéndose hacia ella.

—¿Para…?

—Así te tomas otra copa.

Templer miró el vaso en el que casi todo era hielo.

—Sí, quizás otra —dijo—. Pero, ahora pago yo. ¿Tú qué tomas?

Después del tercer gin-tonic le dijo confidencialmente que había estado saliendo con alguien. La relación había durado unos nueve meses antes de quedar en nada.

—Lo has llevado muy en secreto —dijo él.

—No iba a presentárselo a todo el mundo. —Jugueteaba con el vaso mirando las figuras que proyectaba sobre la barra. Harry se había retirado al otro extremo a charlar de fútbol con un cliente que acababa de entrar—. ¿Cómo van las cosas entre Jean y tú? —preguntó.

—Hemos tenido cierto malentendido —dijo él.

—¿Quieres contármelo?

—No.

—¿Quieres que yo interceda para que hagáis las paces?

Rebus la miró y negó con la cabeza. Jean era amiga de Gill y era ella quien los había presentado, pero él no quería que se tomara aquella molestia.

—Gracias, en cualquier caso —dijo—. Ya lo solucionaremos.

—Tengo que irme —dijo ella consultando el reloj y bajándose del taburete para coger el bolso—. No está mal este bar —añadió mirando la pintura algo desvaída de las paredes—. Voy a comprar algo para cenar. ¿Tú has comido?

—Sí —mintió pensando que cenar con Gill sería una especie de traición—. Espero que no vayas a coger el coche —añadió cuando ella estaba a punto de cruzar la puerta.

—Afuera veré qué tal me encuentro.

—¡Piensa que mañana sería mucho peor si te ponen una multa por conducir ebria!

Ella le saludó con la mano y salió del Oxford. Rebus pidió otra copa… Notaba su perfume en la manga de la chaqueta, y pensó si no habría debido enviarle a Jean perfume en vez de flores; pero luego cayó en la cuenta de que no sabía cuál era su perfume preferido. Miró el botellero y pensó que podía recitar de memoria más de dos docenas de marcas de whisky mientras que no tenía ni idea del perfume que usaba Jean Burchill.

Al abrir la puerta de la calle del edificio donde vivía, vio en la escalera la sombra de alguien que bajaba. Tal vez fuera un vecino, pero no lo creía. Miró a su espalda y en la calle no había nadie. Una emboscada no era. A continuación vio unos pies, las piernas y un cuerpo.

—¿Qué haces aquí? —espetó Rebus.

—Me han dicho que quería verme —contestó El Comadreja ya en el portal—. De todos modos, yo quería hablarle.

—¿Has venido con alguien?

El Comadreja negó con la cabeza.

—Es una visita que no haría ninguna gracia al jefe.

Rebus volvió a mirar a su alrededor. No quería que El Comadreja entrase en su piso. En un bar no le importaría verse con él, pero si bebía más comenzaría a nublársele el cerebro.

—Ven —dijo adelantándose al hombre para dirigirse a una puerta que había detrás de la escalera.

La puerta daba a un jardincillo de la comunidad de vecinos mal cuidado con la hierba muy crecida y medio seca y en cuyos parterres sólo sobrevivían las plantas más resistentes. Cuando Rebus y su esposa fueron a vivir al piso, Rhona arrancó las malas hierbas y puso plantas de semillero; era difícil saber si aún quedaba alguna. Una barandilla metálica lo separaba de los jardines de las casas vecinas, todos ellos cercados por un rectángulo de altos edificios. Había luces en casi todas las ventanas: cocinas, dormitorios; y en los descansillos. Luz suficiente para aquella entrevista.

—¿Qué sucede? —le preguntó Rebus sacando un cigarrillo.

El Comadreja se agachó para recoger una lata vacía de cerveza que apretujó y se guardó en el bolsillo.

—Aly está bien —dijo.

Rebus asintió con la cabeza; casi se había olvidado del hijo de El Comadreja.

—¿Seguiste mi consejo?

—Todavía no le han soltado, pero el abogado dice que hay posibilidades.

—¿Han presentado algún cargo?

El Comadreja asintió.

—Sólo de tenencia, por el porro que fumaba cuando le detuvieron.

Rebus asintió. Claverhouse actuaba con cautela.

—Pero ahora —añadió El Comadreja agachándose otra vez para recoger bolsas vacías de patatas fritas y envoltorios de caramelos— mi jefe debe de haberse enterado.

—¿De lo de Aly?

—No exactamente de lo de Aly… Me refiero a lo de la droga.

Rebus encendió un cigarrillo pensando en la red de información de Cafferty. Bastaba con que el cerebrito del laboratorio de la policía comentase algo a un compañero de jefatura y este se lo contara a un amigo. Claverhouse no podría mantener en secreto aquel alijo. En cualquier caso…

—Eso podría jugar a tu favor —dijo Rebus—, porque sirve de factor de presión sobre Claverhouse y tendrá que hacer algo.

—¿Acusar a Aly de tráfico, quiere decir?

Rebus se encogió de hombros.

—O pasar la droga a Aduanas para compartir los laureles.

—Pero aun en ese caso se cargan a Aly, ¿no? —dijo El Comadreja incorporándose con los bolsillos llenos y crujientes.

—Si colabora quizá se libre con una condena leve.

—Pero aun así Cafferty va a trincarle.

—Así que tal vez tú podrías tomar represalias de antemano y hacer lo que piden los de la Brigada de Estupefacientes.

—¿Delatar a Cafferty? —dijo El Comadreja pensativo.

—No me digas que no has pensado en ello.

—Ah, claro, pero es que el señor Cafferty ha sido muy bueno conmigo.

—Pero él no es de tu familia, ¿no? No es de tu misma sangre.

—No —le dijo El Comadreja prolongando el monosílabo.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo Rebus sacudiendo la ceniza.

—¿Qué?

—¿Tienes idea de dónde está Donny Dow?

El Comadreja negó con la cabeza.

—Me han dicho que fue a la comisaría para un interrogatorio.

—Pero se escapó.

—Qué tontería.

—Por eso quería hablarte, porque ahora hay patrullas que le buscan y habrá que interrogar a todos sus amigos y conocidos. ¿Colaborarás?

—Naturalmente.

Rebus asintió.

—Pongamos que Cafferty sabe con certeza lo de la droga. ¿Qué crees que hará?

—Primero tratará de saber quién la introdujo aquí —le contestó El Comadreja tras una pausa.

—¿Y segundo?

El Comadreja le miró.

—¿Quién ha dicho nada de segundo?

—Suele haberlo cuando hay un primero.

—De acuerdo… Segundo, puede que decida que la quiere para él.

Rebus miró la punta del cigarrillo. Llegaban sonidos de la vida de los pisos: música, voces de la televisión, ruido de platos; se veían sombras cruzar por detrás de las ventanas. Gente corriente que llevaba una vida corriente y que creía ser distinta del resto.

—¿Ha tenido algo que ver Cafferty con el asesinato de Marber?

—¿Desde cuándo soy yo su confidente? —replicó El Comadreja.

—No te pido que seas mi confidente; ha sido una simple pregunta.

El hombrecillo volvió a agacharse creyendo haber visto algo en la hierba, pero no había nada y se incorporó de nuevo.

—Porquerías de otros —musitó, y sonó como un mantra; por su hijo o por Cafferty, quizá; como si limpiase lo que ellos ensuciaban. Luego, alzó la vista hacia Rebus—. ¿Cómo voy a saber yo una cosa así?

—No quiero decir que lo hiciera Cafferty en persona. Se lo encargaría a uno de sus hombres, a alguien a sueldo, probablemente a través de ti para no mancharse él las manos. Cafferty siempre ha tenido buen cuidado de que otros carguen con el mochuelo.

El Comadreja pensó un instante.

—¿Es por eso por lo que el otro día fueron a verle dos polis? ¿Para interrogarle sobre Marber? —Aguardó a que Rebus asintiera—. El jefe no me dijo a qué fueron.

—Pensaba que tenía confianza en ti —comentó Rebus.

El Comadreja volvió a hacer otra pausa.

—Yo sé que conocía a Marber —dijo al fin con voz tan queda que la más leve ráfaga de viento la apagaría—, pero creo que no le tenía en mucha estima.

—Tengo entendido que dejó de comprarle cuadros. ¿Sería quizá porque descubrió que Marber le había estafado?

—No lo sé.

—¿Crees que es posible?

—Podría ser —dijo El Comadreja.

—Dime una cosa… ¿Organizaría Cafferty un golpe sin que tú lo supieras? —preguntó Rebus bajando aún más la voz.

—¿Es un cebo para incriminarme?

—Es una cuestión que queda entre nosotros dos.

El Comadreja cruzó los brazos y la basura de los bolsillos crujió y tintineó.

—Ahora no me tiene tanta confianza como antes —dijo cariacontecido.

—¿A quién recurriría para un golpe como ese?

—No soy una rata —replicó El Comadreja negando con la cabeza.

—Las ratas son seres inteligentes que saben cuándo hay que abandonar el barco que está a punto de hundirse —añadió Rebus.

—Cafferty no va a hundirse —replicó El Comadreja con una sonrisa triste.

—Eso decían del Titanic —añadió Rebus.

No había nada más que decir y volvieron a la escalera; El Comadreja fue hacia la puerta de salida y Rebus subió hasta su piso. No llevaría dentro ni dos minutos y estaba preparándose la bañera, cuando oyó que llamaban a la puerta. No quería que El Comadreja entrara en su casa, el lugar donde él se olvidaba de todo y se hacía la ilusión de ser como los demás. Insistieron, y fue a abrir.

—¿Quién es? —preguntó.

—¿Inspector Rebus? Está detenido.

Miró por la mirilla y abrió. Era Claverhouse, con una sonrisa fina y cortante como un escalpelo.

—¿Puedo pasar? —preguntó.

—Estaba pensándolo.

—No tendrás visita, ¿verdad? —dijo Claverhouse estirando el cuello para mirar hacia el cuarto de estar.

—En este momento iba a darme un baño.

—Buena idea. Yo también lo haré, dadas las circunstancias.

—¿Puede saberse de qué hablas?

—Hablo del hecho de que has estado más de un cuarto de hora impregnándote del lugarteniente de Cafferty. ¿Suele visitarte a menudo? ¿No estarás ocupado contando los billetes, John?

Rebus dio dos pasos hacia Claverhouse haciendo que retrocediera hasta la barandilla. Había dos pisos hasta el portal, abajo.

—¿Qué pretendes, Claverhouse?

El gesto burlón había desaparecido del rostro de Claverhouse; no es que Rebus le diera miedo, sino que le encolerizaba.

—Estamos tratando de trincar a Cafferty —espetó—. Por si se te ha olvidado. Resulta que ahora ha corrido el rumor de la incautación de droga, y El Comadreja tiene un cabrón de abogado que me toca los huevos. Por eso estamos de vigilancia, ¿y qué descubrimos? Que El Comadreja viene a hacerte a ti una visita —añadió clavándole el dedo en el pecho—. ¿Sabes lo que parecería ese dato en mi informe, inspector?

—Que te den por el culo, Claverhouse.

Ahora al menos sabía dónde estaba Ormiston: siguiendo los pasos a El Comadreja.

—¿A mí? —dijo Claverhouse negando con la cabeza—. Te equivocas, Rebus. A ti es a quien le darán en Barlinnie, porque si puedo relacionarte con Cafferty y sus actividades, te juro que voy a hundirte de tal modo que hará falta una pala hidráulica para encontrarte.

—Me doy por avisado —dijo Rebus.

—Comenzamos a desenredar la maraña de los asuntos del amigo Cafferty —añadió Claverhouse—, así que asegúrate de en qué bando estás.

Rebus pensó en las palabras de El Comadreja: «Cafferty no va a hundirse», y la sonrisa que había acompañado sus palabras… ¿Por qué parecía triste? Retrocedió un paso para dejar sitio a Claverhouse, quien lo interpretó como una concesión.

—John… —volvía a llamarle por su nombre de pila—, no sé lo que ocultas, pero tienes que dejar las cosas claras.

—Gracias por preocuparte —dijo Rebus comprendiendo la verdadera naturaleza de Claverhouse: un arribista resentido que pensaba en planes que era incapaz de llevar a cabo.

Trincar a Cafferty (o, en su defecto, infiltrar a alguien en su organización) era para él la ambición de su vida y no veía más allá. Una obsesión comprensible para Rebus: ¿No le había sucedido a él lo mismo?

Claverhouse negó con la cabeza fastidiado por la tozudez de Rebus.

—He visto que El Comadreja ha venido sin chófer. ¿Es porque Donny Dow se ha escapado?

—¿Sabes lo de Dow?

—Quizá sepa más de lo que tú crees, John —replicó Claverhouse.

—Sí, puede ser. ¿Qué exactamente? —dijo Rebus tratando de sonsacarle.

Pero Claverhouse no mordió el anzuelo.

—Esta tarde he hablado con la comisaria Templer y escuchó con mucho interés ese dato sobre las funciones de chófer de Donny Dow. —Hizo una pausa—. Algo que tú ya sabías, ¿verdad?

—¿Yo?

—No conseguiste parecer muy sorprendido cuando te lo dije. Y ahora que lo pienso, no parecías sorprendido en absoluto… ¿Cómo es que ella no sabía nada? De nuevo ocultando información, John. ¿No sería sólo por proteger a tu amigo El Comadreja?

—No es amigo mío.

—Su abogado planteó toda una serie de preguntas pintiparadas, como si le hubieran dado instrucciones. —Ahora era Claverhouse quien avanzaba hacia Rebus, pero este ni se inmutó. Oía cómo la bañera seguía llenándose; el agua no tardaría en rebosar—. ¿A qué vino aquí, John?

—Fuisteis vosotros quienes me pedisteis que hablara con él.

Claverhouse hizo una pausa y un leve brillo animó sus ojos.

—¿Y qué?

—Ha sido una conversación muy agradable, Claverhouse —dijo Rebus—. Saluda a Ormie de mi parte cuando le des alcance.

Entró en su vestíbulo y mientras cerraba la puerta vio que Claverhouse permanecía inmóvil como si estuviese dispuesto a quedarse allí hasta el día siguiente, pero no decía nada porque no había nada que decirse. Rebus fue de puntillas hasta el baño y cerró el grifo. El agua estaba ardiendo y no había sitio para la fría. Se sentó en la taza y se sujetó la cabeza entre las manos. La verdad es que creía más a El Comadreja que a Claverhouse.

«Asegúrate de en qué bando estás».

No quería pensar en eso. Aún no sabía con certeza si no le habían tendido una trampa. ¿Quería Strathern trincarle utilizando como cebo a Gray y a los otros? Aunque hubiese cierto asunto feo que descubrir, algo en lo que estuviesen implicados Gray, McCullough y Ward, ¿podría él averiguarlo sin implicarse? Se levantó y fue al cuarto de estar, encontró la botella de whisky y un vaso, cogió el primer disco compacto que tenía a mano y lo puso. «Out of Time[2]» de REM. Un título muy apropiado para aquel momento. Miró la botella, pero sabía que no iba a tocarla; aquella noche no. Cogió el teléfono y llamó a casa de Jean: contestador automático. Dejó otro mensaje. Pensó en coger el coche y acercarse a la Ciudad Nueva, quizás a casa de Siobhan. No, no debía; además, seguro que ella andaba por ahí en coche, fastidiada por la herida de la cabeza y sin centrarse del todo al volante.

Fue hasta la puerta sin hacer ruido y miró por la mirilla. Ya no estaba. Sonrió al pensar de qué manera había dejado a Claverhouse plantado. Volvió al cuarto de estar y miró por la ventana. En la calle tampoco había nadie. Los altavoces difundían la voz de Michael Stipe entre rabiosa y dolida.

John Rebus se sentó en su sillón dispuesto a que la noche le invadiera y en ese momento sonó el teléfono. Tenía que ser Jean, que contestaba a su llamada.

Pero no era Jean.

—¿Estás bien, jefe? —dijo la voz de Gray con aquel suave gruñido de la costa oeste.

—He estado mejor, Francis.

—Que no cunda el pánico, el tío Francis tiene remedios para todos los males.

—¿Dónde estás? —preguntó Rebus reclinando la cabeza en el respaldo del sillón.

—En el delicioso decorado del bar de agentes de Tulliallan.

—¿Y ese es el remedio para mis males?

—¿Iba yo a ser tan cruel? No, gran hombre, me refiero a un viaje de ensueño. Dos personas con todo un mundo de posibilidades y delicias al alcance de la mano.

—¿Te han echado algo en la bebida, inspector Gray?

—Me refiero a Glasgow, John. Y yo seré el cicerone que te enseñe lo mejor del oeste.

—¿Tú crees que son horas para eso?

—Será mañana por la mañana; los dos juntos. Así que ven rápido o te lo perderás.

Gray colgó sin más y Rebus se quedó mirando el receptor, pensando en llamar él. ¿Qué significaba eso de ir con Gray a Glasgow? ¿Quería decir que McCullough le había dicho a Gray que él tenía algo que proponer? ¿Por qué ir a Glasgow? ¿Y por qué ellos dos? ¿Estaría McCullough distanciándose de su viejo amigo? Volvió a pensar en El Comadreja y en Cafferty. Las amistades se pierden y las alianzas y lealtades se rompen. Siempre hay partes vulnerables y en los muros más concienzudamente construidos se abren grietas. Él había pensado que el menos vinculado era Allan Ward y ahora le parecía que era Jazz McCullough. Volvió al baño, apretó los dientes y metió la mano en el agua caliente; quitó el tapón y abrió a continuación el grifo de la fría para compensar. En la cocina se preparó una taza de café para tomárselo con dos pastillas de vitamina C; y luego fue al cuarto de estar y cogió el informe de Strathern que tenía escondido debajo de un almohadón del sofá. Se lo leería mientras tomaba el baño.