—¿Y no lo ha visto desde entonces?
La mujer negó con la cabeza. Estaba sentada en el reducido cuarto de estar de un quinto piso de The Fort, un bloque de las afueras de Leith desde cuyas ventanas habría tenido buenas vistas de la costa si los cristales hubieran estado limpios. Olía a orina de gato y a comida rancia, pero Rebus no veía ningún gato. La mujer se llamaba Jenny Bell y había sido novia de Dickie Diamond en la época de su desaparición.
Cuando les abrió la puerta, Barclay miró a Rebus como diciendo que no le extrañaba que Diamond se hubiera despedido a la francesa. Jenny Bell estaba sin maquillar y llevaba una ropa suelta y gris; calzaba unas zapatillas cuyas costuras habían desaparecido, lo mismo que sus dientes y, a falta de dentadura postiza, que probablemente sólo se ponía cuando tenía visita, su boca era un fruncido. Por eso resultaba tan difícil entender lo que decía, sobre todo para Allan Ward, que se había sentado en el brazo del sofá maltratando su entrecejo por entenderla.
—No lo he vuelto a ver —dijo la mujer—. De lo contrario, le habría dado una buena patada.
—¿Qué pensó la gente cuando desapareció? —preguntó Rebus.
—Que debía dinero, supongo.
—¿Lo debía?
—Y a mí la primera —contestó ella señalando con un dedo su exuberante pechuga—. Le presté casi doscientas libras.
—¿De una vez?
La mujer negó con la cabeza.
—Poco a poco.
—¿Cuánto tiempo llevaban juntos? —preguntó Barclay.
—Cuatro o cinco meses.
—¿Él vivía aquí?
—A veces.
Se oía una radio en otra habitación o en el piso de al lado; fuera, dos perros sostenían un duelo a ladridos y, como Jenny Bell tenía enchufada la estufa eléctrica, la atmósfera del cuarto era asfixiante. Rebus pensó, además, que el hecho de que él y Ward hubiesen bebido agravaba la situación por los vapores etílicos que aportaban. Bobby Hogan les había dado la dirección de la mujer, pero él regresó a la comisaría con una excusa. Era comprensible, pensó Rebus.
—Señorita Bell —dijo—, ¿fue alguna vez a la caravana con Dickie?
—Algunos fines de semana —contestó ella con mirada casi lasciva. Era de imaginar qué clase de fines de semana, y Rebus advirtió que Ward se estremecía ligeramente como si lo viera. La mujer entornó los ojos mirándole a él a la cara—. Nos conocemos, ¿verdad?
—Puede ser —dijo Rebus—. He rodado algo por los bares de aquí.
—No —añadió ella negando lentamente con la cabeza—, fue hace mucho tiempo, en un bar…
—Lo que le he dicho.
—¿No estaba usted con Dickie?
Rebus negó con la cabeza; Ward y Barclay le miraban fijamente. Hogan había comentado que Jenny Bell tenía muy mala memoria, pero se equivocaba.
—Respecto a la caravana —prosiguió Rebus—, ¿dónde estaba?
—En un lugar camino de Port Seton.
—Usted conocía a Rico Lomax, ¿verdad?
—Ah, sí, era un hombre muy simpático.
—¿Fue alguna vez con Dickie a una de sus fiestas?
La mujer asintió sin recatarse.
—Eran tremendas —dijo sonriente—. Y allí no había vecinos que montaran la bronca.
—No como aquí, ¿quiere decir? —aventuró Ward, y en ese momento en el piso de al lado alguien gritó a un niño «¡Que limpies eso!».
—Sí, no como aquí —respondió Jenny Bell mirando hacia la pared—. Para empezar, en la caravana había más sitio.
—¿Qué pensó al enterarse de que habían matado a Rico? —preguntó Barclay.
—¿Qué iba a pensar? —respondió ella encogiéndose de hombros—. Rico era como era.
—¿Y cómo era?
—¿Quiere decir además de tener un buen polvo? —replicó la mujer acompañándose de una risa aguda y enseñando sus encías rosa pálido.
—¿Dickie lo sabía? —preguntó Ward.
—Dickie estaba allí —contestó la mujer.
—¿Y no se oponía? —preguntó Ward, y ella le miró de hito en hito.
—Creo que la señorita Bell quiere decir que Dickie participaba —añadió Rebus como explicación para Ward.
Jenny Bell sonrió al ver la cara que ponía Ward y volvió a lanzar su risotada aguda.
—¿Hay duchas en Saint Leonard? —preguntó Ward por el camino.
—¿Es que necesitas ducharte?
—Necesito restregarme bien durante media hora —respondió rascándose la pierna, lo que hizo que Rebus comenzara a sentir picores.
—Es una imagen que no olvidaré hasta el día de mi muerte —dijo Barclay.
—¿Allan en la ducha? —preguntó Rebus burlón.
—Sabes perfectamente a qué me refiero —replicó Barclay.
Rebus asintió y casi no hablaron durante el trayecto. Él se quedó rezagado en el aparcamiento alegando que necesitaba fumar un pitillo, y, una vez que Ward y Barclay entraron en el edificio, sacó el móvil y llamó a Información para que le dieran el número de la farmacia Calder en Sighthill. Conocía al farmacéutico, un tal Charles Shanks, que vivía en Dunfermline y que en sus ratos libres era profesor de boxeo de piernas. Cuando contestaron a la llamada pidió que se pusiera Shanks.
—¿Charles? Soy John Rebus. Oye, ¿los farmacéuticos tenéis algún tipo de juramento hipocrático?
—¿Por qué? —respondió el interpelado con tono curioso y algo suspicaz.
—Es que quería saber si despachas metadona a un adicto llamado Malky Taylor.
—John, no creo que pueda ayudarte.
—Lo único que quiero saber es si sigue correctamente el tratamiento.
—Lo cumple bien —contestó Shanks.
—Gracias, Charles.
Rebus cortó la comunicación, se guardó el móvil en el bolsillo y entró en la comisaría. Francis Gray y Stu Sutherland estaban en el cuarto de interrogatorios hablando con Barclay y Ward.
—¿Y Jazz? —les preguntó.
—Ha dicho que iba a la biblioteca —contestó Sutherland.
—¿A qué?
Sutherland se encogió de hombros y fue Gray quien lo explicó:
—Jazz cree que puede sernos útil saber qué sucedía en el mundo en la época en que mataron a Rico y el señor Diamond se esfumó. ¿Qué tal os ha ido en Leith?
—El bar Zombie ha decaído mucho —comentó Ward— y hemos hablado con la antigua novia de Dickie —añadió haciendo una mueca de disgusto elocuente de por sí.
—Vive en un piso asqueroso —añadió Barclay—. Creo que voy a comprarme un desinfectante.
—Aunque no lo creas, parece ser que a John le hizo algún servicio hace muchos años —añadió Ward con sorna.
—¿Es cierto, John? —le preguntó Gray enarcando las cejas.
—Creyó que me conocía, pero se equivocaba —dijo Rebus marcando las palabras.
—Ella no creía estar equivocada —insistió Ward.
—John —añadió Gray fingiendo pesar—, no me digas que te fuiste a la cama con la fulana de Dickie Diamond.
—Nunca me he ido a la cama con la fulana de Dickie Diamond —replicó Rebus en el momento en que entraba Jazz McCullough con un montón de papeles en una mano. Parecía cansado y se restregó los ojos con la otra.
—Me alegro de saberlo —comentó enlazando con lo último que él acababa de oír.
—¿Has encontrado algo en la biblioteca? —preguntó Stu Sutherland como si dudara de que hubiera estado allí realmente.
Jazz dejó los papeles en la mesa; eran fotocopias de artículos de periódico.
—Míralo tú mismo —dijo y, mientras pasaban las hojas juntos, le explicó sus razones—: Los recortes de prensa con que trabajábamos en Tulliallan estaban centrados exclusivamente en el asesinato de Rico, que era un caso de Glasgow.
Se refería a que el periódico de Glasgow —el Herald— había cubierto el caso con mayor extensión que su rival de la costa este, pero ahora él había buscado en el Scotsman, que incluía algunas noticias sobre la «desaparición de un individuo de Edimburgo: Richard Diamond», acompañadas de una fotografía no muy clara en la que aparecía Diamond en el momento de salir del tribunal abrochándose la chaqueta. Llevaba el pelo largo, abultado sobre las orejas; tenía la boca abierta, por la que asomaban unos dientes puntiagudos y saltones, y sus cejas eran pequeñas y gruesas. Era delgado, alto, y en el cuello se advertía algo parecido a acné.
—Un tipo huesudo, ¿verdad? —comentó Barclay.
—¿Nos dice eso algo nuevo? —preguntó Gray.
—Nos dice que O. J. Simpson va a dar con el asesino de su mujer —replicó Tam Barclay.
Rebus miró la primera página y vio una foto del atleta después de su absolución. La fecha era 4 de octubre de 1995.
—«Aumentan las esperanzas de superar el punto muerto en el Ulster» —leyó Ward, y miró a su alrededor—. Es esperanzador —añadió.
McCullough cogió otra hoja y la alzó para leerla:
—«La policía, sin pistas en la investigación sobre el violador de la rectoría».
—Ese caso lo recuerdo —dijo Barclay—. Pidieron refuerzos a Falkirk.
—Y a Livingston —añadió Stu Sutherland.
McCullough sostuvo la hoja para que la leyera Rebus.
—¿Y tú, John, lo recuerdas? —dijo.
Rebus asintió con la cabeza.
—Trabajé en él —respondió cogiendo la hoja, y empezó a leer.
El artículo explicaba que la investigación no progresaba y que no existían pistas. Los agentes iban a volver a sus destinos, pero «una dotación de seis policías continuará verificando datos y buscando nuevas pistas». Al final, los seis quedaron reducidos a tres, entre los que no estaba Rebus. El relato de la agresión en sí no añadía gran cosa; había sido una de las más brutales que Rebus había visto en los años que llevaba en el cuerpo. El escenario fue la casa del párroco protestante de Murrayfield, la residencial Murrayfield con sus amplias y lujosas casas e impecables avenidas. Lo más probable es que todo comenzara por un simple allanamiento de morada, pues se advirtió la desaparición de piezas de plata y objetos valiosos. El pastor había salido a visitar a unos feligreses y en la casa había quedado sola su esposa. Aunque era ya tarde avanzada, las luces no estaban encendidas, y probablemente por ese detalle el intruso —un solo agresor según la víctima— había elegido aquella casa junto a la iglesia, detrás de una alta tapia de piedra y rodeada de árboles, casi en un mundo aparte. Que no hubiera luces encendidas significaba que no había nadie.
La víctima, que era ciega, no necesitaba luces y se hallaba en el cuarto de baño del primer piso llenando la bañera cuando oyó un estrépito de cristales rotos, pero pensó que tal vez fuese imaginación suya o que en la calle se le había caído a un niño una botella. Su esposo se había llevado el perro. Desde lo alto de la escalera notó que entraba viento; el teléfono estaba abajo junto a la puerta de entrada, y en cuanto puso un pie en el primer escalón oyó crujir el parqué y optó por ir al dormitorio donde había otro aparato. Casi tenía ya el receptor en la mano cuando irrumpió el agresor, la agarró por la muñeca y se la retorció tirándola sobre la cama. La mujer creía recordar haber oído el clic de la lámpara de la mesita de noche.
«Por favor, no, soy ciega…»
Pero él se echó a reír; fue una risotada que ella no olvidaría durante los meses que duró la investigación. El agresor se regocijaba porque no podría identificarle y, tras violarla, le desgarró las ropas y la golpeó brutalmente en la cara para ahogar sus gritos. No dejó huellas dactilares; sólo algunas fibras y un pelo púbico. Tiró el teléfono al suelo, lo aplastó a pisotones y, del tocador, se llevó dinero y joyas familiares que nunca se recuperaron. Como no abrió la boca, la mujer no pudo aportar ninguna pista sobre su altura o peso ni hacer una descripción facial.
Desde un principio, la policía no quiso divulgar sus hipótesis. El acomodado vecindario hizo una colecta para ofrecer una recompensa de 5.000 libras a quien facilitara información; por el vello púbico, la policía habría podido identificar el ADN, pero en aquel entonces no existía un banco de datos y habrían tenido que atrapar al agresor antes para compararlo.
—Aquello fue un fracaso —comentó Rebus.
—¿No echaron el guante a ese malnacido? —preguntó Gray.
Rebus asintió con la cabeza.
—Sí, un año después, cuando entró en un piso de Brighton y agredió a otra mujer —dijo.
—¿Era el mismo ADN? —preguntó McCullough, y Rebus asintió de nuevo.
—Espero que se pudra en el infierno —musitó Gray.
—Ya está allí —añadió Rebus—. Se llamaba Michael Veitch y le mataron a puñaladas dos semanas después de ingresar en la cárcel. Son cosas que pasan, ¿no? —añadió encogiéndose de hombros.
—Claro que sí —dijo McCullough—. A veces pienso que se hace más justicia en las cárceles que en los tribunales.
Rebus pensó que la ocasión la pintaban calva. «Es cierto. ¿Recordáis aquel gángster a quien apuñalaron en Barlinnie…? ¿Cómo se llamaba…? ¿Bernie Johns?». Pero se dijo que habría resultado muy descarado. Si decía eso los pondría en guardia y sospecharían. Se calló, preguntándose si alguna vez tendría oportunidad de decirlo.
—Bien, así tuvo su merecido —apostilló Sutherland.
—Pero a la víctima no le sirvió de mucho —añadió Rebus.
—¿Por qué, John? —preguntó McCullough.
Rebus le miró y alzó la fotocopia.
—Si hubieras prolongado la búsqueda unas semanas, habrías descubierto que se suicidó. La mujer no se atrevía a salir de casa por temor a que su agresor anduviera suelto…
Rebus había trabajado unas semanas en aquel caso siguiendo pistas facilitadas por confidentes atraídos por el dinero, persiguiendo sombras…
—Malnacido —espetó Gray en voz baja.
—Con la cantidad de víctimas que hay ahí fuera, y nosotros empantanados con un mequetrefe como Rico Lomax… —añadió Ward.
—Trabajando duro, ¿eh? —dijo Tennant desde la puerta—. ¿Tienen muchos progresos de los que informarme?
—Acabamos de empezar, señor —dijo McCullough en tono convincente, aunque sus ojos delataban la verdad.
—Con un montón de noticias de periódico viejas —comentó Tennant mirando las fotocopias.
—Yo trataba de encontrar alguna posible relación, señor —añadió McCullough—. Verificar si había desaparecido alguien más o habían encontrado algún cadáver sin identificar.
—¿Y?
—Nada, señor. Aunque creo que hemos descubierto porqué el inspector Rebus no se mostró muy cooperador cuando el Departamento de Investigación Criminal de Glasgow fue a indagar.
Rebus le miró. ¿Lo sabría realmente? Él era quien supuestamente debía infiltrarse en el trío, y cada movimiento que hacía parecía calculado para minarle el terreno. Primero con lo de Rico Lomax y ahora con la violación de Murrayfield; existía una relación entre ambos y esa relación era él mismo. No, no sólo él, Rebus y Cafferty…, y si se sabía la verdad, su carrera dejaría de ir cuesta abajo. Caería en picado.
—Continúe —dijo Tennant.
—Él trabajaba en otra investigación, señor, a la cual dedicaba todo su tiempo.
McCullough abordó la explicación del caso de la violación para Tennant.
—Ahora lo recuerdo —dijo Tennant—. ¿Usted trabajó en ese caso, John?
Rebus asintió.
—Me apartaron de él para encargarme la búsqueda de Dickie Diamond.
—¿Y de ahí su reticencia?
—De ahí que percibieran reticencia en mí, señor. Ya le dije que ayudé al Departamento de Investigación Criminal de Glasgow cuanto pude.
Tennant emitió un sonido como de reflexión.
—¿Y esto nos aproxima de alguna manera a Dickie Diamond, inspector McCullough? —preguntó.
—Probablemente no, señor —contestó McCullough.
—Hemos estado los tres en Leith, señor —saltó Allan Ward—, y hemos interrogado a dos individuos que le conocieron; parece ser que Diamond compartió su pareja con Rico Lomax al menos en una ocasión.
Tennant le miró y Ward se puso algo nervioso.
—En una caravana —prosiguió mirando angustiado a Rebus y a Barclay para que le echaran un cable—. John y Tam estaban allí, señor.
—¿En la caravana? —dijo Tennant alzando las cejas.
Todos se echaron a reír y Ward se puso colorado.
—En Leith, señor.
—¿Ha sido un viaje productivo, inspector Rebus? —preguntó Tennant.
—He hecho viajes peores, señor.
Tennant volvió a hacer una pausa pensativo.
—Lo de la caravana…, ¿es importante? —preguntó.
—Podría ser, señor —dijo Tam Barclay, que se sentía marginado—. Algo me dice que deberíamos indagar por ahí.
—Por mí, no se priven —dijo Tennant; luego se volvió a Gray y Sutherland—. Y ustedes dos, ¿dónde estuvieron?
—Haciendo llamadas telefónicas para tratar de localizar a más socios de Diamond —respondió Gray sin inmutarse.
—Pero le quedó tiempo para dar paseítos, ¿no, Francis?
Gray comprendió que Tennant se había enterado y decidió que lo mejor era callarse.
—Me ha comentado la comisaria Templer que estuvo fisgando en su investigación.
—Sí, señor.
—No le gustó nada.
—¿Y recurrió a usted llorando, señor? —preguntó Ward beligerante.
—No, agente Ward…, simplemente me lo mencionó; nada más.
—Están ellos y estamos nosotros —añadió Ward mirando a sus compañeros del grupo salvaje, y Rebus comprendió lo que quería decir: más que concepto de equipo era algo parecido a la mentalidad de asedio.
Nosotros… y ellos.
Salvo que Rebus no lo sentía así. Al contrario, sentía un aislamiento interior, porque era un topo a quien habían infiltrado para ganarse la confianza del grupo, y ahora colaboraba con ellos en un caso que, de resolverse, iba a ser su perdición.
—Tómelo como una advertencia —dijo Tennant a Gray.
—¿Quiere decir que no debemos confraternizar? —preguntó Gray—. A partir de ahora somos como leprosos, ¿no es cierto?
—Estamos en Saint Leonard por condescendencia de la comisaria Templer. Esto es su comisaría y si quieren aprobar el curso… —hizo una pausa para que prestaran atención—, han de hacer exactamente lo que se les diga. ¿Entendido?
Se oyeron murmullos y gruñidos de conformidad.
—Ahora vuelvan al trabajo —dijo Tennant consultando el reloj—. Yo regreso a la base; espero verlos a todos esta noche en Tulliallan. Sólo por que estén en la capital no piensen que se les ha levantado la libertad condicional.
Cuando se hubo marchado, se sentaron todos mirando al vacío y después unos a otros sin saber qué hacer. Ward fue el primero en hablar.
—Ese tío tendría que dedicarse al cine porno.
—¿Y eso a qué viene, Allan? —preguntó Barclay ceñudo.
—Dime, Tam —contestó Ward mirándole—, ¿conoces a alguien que toque más las pelotas?
Las risas hicieron disminuir algo la tensión. Pero Rebus no se sintió con ganas de unirse a ellos.
No dejaba de pensar en una mujer ciega que nota de pronto que la agarran de la muñeca, y se imaginó el terror que sentiría. Recordaba que él había preguntado a un psicólogo: «¿Habría sido peor si la mujer no hubiera sido ciega?».
El psicólogo no había sabido qué contestarle. Rebus se fue a casa y se puso una venda en los ojos, pero no la aguantó más de veinte minutos; acabó desplomándose en el sillón, con las espinillas magulladas llorando hasta quedarse dormido.
Suspiró y se levantó para ir a los servicios, mientras oía el comentario de Gray de que no se acercase mucho a los auténticos policías. En cuanto entró vio a Derek Linford sacudiéndose el agua de las manos.
—No hay toallas —dijo Linford justificándose, sin dejar de mirarse al espejo.
—Me han dicho que has venido a sustituirme —dijo Rebus acercándose a un urinario.
—No creo que nosotros dos tengamos nada que decirnos.
—Muy bien.
El silencio duró medio minuto.
—Voy a hacer un interrogatorio —dijo Linford sin poder contenerse; se remetió un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Por mí no lo dejes —replicó Rebus de cara al urinario; notaba los ojos de Linford clavados en la espalda.
Volvió a abrirse la puerta y oyó que McCullough empezaba a presentarse a Linford, pero este no le escuchó.
—Perdona, tengo un sospechoso aguardando —dijo.
Cuando Rebus se abrochó la bragueta, Linford ya no estaba.
—¿He dicho algo que no debía? —preguntó McCullough.
—Los únicos con quienes Linford se detiene a charlar un rato son aquellos de quienes puede sacar provecho.
—Es un trepa —añadió McCullough asintiendo con la cabeza, fue al lavabo y pasó la mano bajo el grifo de agua fría—. ¿Cómo era aquella canción de The Clash…?
—Oportunidades profesionales.
—Eso es. Nunca me ha acabado de gustar ese grupo; son anticuados, les falta garra crítica.
—Te entiendo.
—Pero es un grupo estupendo, desde luego.
Rebus vio que McCullough buscaba toallas.
—Hay que ahorrar en el presupuesto —dijo.
McCullough suspiró y sacó su pañuelo.
—La otra noche cuando nos tropezamos con tu…, era tu amiga, ¿no? —Aguardó a que Rebus asintiera—. ¿Ya lo habéis aclarado?
—No del todo.
—Cuando ingresas en el cuerpo no te dicen que ser poli va a amargarte la existencia, ¿verdad?
—Bueno, tú sigues casado.
McCullough asintió con la cabeza.
—Pero es difícil, ¿no? —Hizo una pausa—. Ese caso de violación te caló hondo; lo vi en tu cara. Te ensimismaste en cuanto empezaste a leer el artículo.
—Hay tantos casos que me han calado hondo…
—¿Por qué?
—No lo sé. —Hizo una pausa—. Tal vez porque era un buen poli.
—Los buenos policías no se dejan llevar por sus emociones, John.
—¿Es eso lo que tú haces?
McCullough se tomó su tiempo para responder.
—Si lo miras fríamente, es un trabajo como otro cualquiera. No merece la pena que te quite el sueño y que te distraiga de todo lo demás.
Rebus vio que se le presentaba la ocasión.
—Yo estoy llegando a la misma conclusión… Quizá demasiado, pues ya me falta poco para jubilarme.
—¿Y?
—Y me doy cuenta de que lo único que me espera es una pensión miserable. Esta profesión me ha robado la vida, la hija y casi todos los amigos.
—Es muy dura.
Rebus asintió.
—¿Y qué me ha dado?
—Aparte del problema con la bebida y la falta de disciplina…
Rebus sonrió.
—Exacto: aparte de eso.
—No sé qué puedo decirte, John.
Rebus dejó que se hiciera un silencio antes de plantear la pregunta que tenía prevista.
—¿Tú has actuado mal alguna vez, Jazz? Me refiero no a pequeñas cosas, a los atajos que a veces tomamos, sino a algo realmente gordo, algo que guardes en tu conciencia.
McCullough le miró.
—¿Por qué? ¿Y tú?
—Yo he preguntado primero —replicó Rebus alzando un dedo.
—Tal vez —dijo McCullough pensativo—. Una vez.
Rebus asintió con la cabeza.
—¿Y has sentido remordimientos?
—John… —añadió McCullough haciendo una pausa—. ¿Hablamos de ti o de mí?
—Bueno, hablamos de los dos.
—Tú sabes algo sobre Dickie Diamond, ¿verdad? —dijo McCullough acercándose un paso a él—. Tal vez incluso sobre la muerte de Rico…
—Tal vez —contestó Rebus—. ¿Y cuál es tu gran secreto, Jazz? ¿Es algo que podamos hacer juntos? —añadió casi en un susurro, invitando a la confidencia.
—Yo apenas te conozco —dijo McCullough.
—Creo que nos conocemos de sobra.
—Yo… —dijo McCullough tragando saliva—. Todavía no estás maduro —añadió con una especie de suspiro.
—¿Que yo no estoy maduro? ¿Y tú, Jazz?
—John…, no sé a qué viene…
—Se me ha ocurrido un plan para incrementar mi pensión. Pero necesito la ayuda de otros. De otros en quien pueda confiar.
—¿Se trata de algo ilegal?
Rebus asintió con la cabeza.
—Habría que cruzar una vez más esa línea.
—¿Es muy arriesgado?
—No mucho. —Rebus hizo una pausa, pensativo—. Tal vez un riesgo medio.
McCullough iba a decir algo, pero en aquel momento se abrió la puerta y entró Silvers con parsimonia.
—Buenas tardes, señores.
Ni Rebus ni Jazz McCullough le contestaron, ocupados como estaban mirándose uno a otro.
—Habla con Francis —musitó McCullough inclinándose hacia Rebus antes de salir.
Silvers, que había entrado en uno de los cubículos, volvió a salir casi de inmediato.
—No hay papel higiénico —dijo, y se quedó parado—. ¿De qué te ríes?
—Vamos haciendo progresos, George —contestó Rebus.
—Pues os va mejor que a nosotros —replicó Silvers metiéndose en otro cubículo y dando un portazo.