La comisaría de Leith era un edificio antiguo y de buen aspecto por fuera al que casi todos los que trabajaban allí lo llamaban «el geriátrico». Aquella tarde prometedora, el inspector Bobby Hogan bajó las escalinatas mientras se ponía la chaqueta y les explicó por qué.
—Es como quienes están en el asilo; los ves decentemente vestidos y presentables, pero por dentro están hechos polvo. Aquí las cañerías gotean, el corazón no anda bien y el cerebro ha pasado a mejor vida —añadió con un guiño a Allan Ward.
Los tres habían llegado de Saint Leonard lógicamente con Rebus de chófer, pero Tam Barclay se había empeñado en que necesitaban tomar el aire y Allan Ward había tirado de ellos, aunque Rebus sospechaba que lo que quería el joven era ver los lugares de prostitución.
El día era radiante pero el viento hacía ondear la chaqueta de Hogan como una vela hasta que por fin consiguió meter los brazos en las mangas. Le complacía la excusa de acompañarlos para poder salir de la comisaría, y en cuanto oyó nombrar el bar Zombie se levantó de su mesa para coger la chaqueta.
—Si tenemos suerte, encontraremos allí al padre Joe —añadió refiriéndose a su confidente, Joe Daly—. Ahora no se llama bar Zombie —añadió mientras caminaban por Tolbooth Wynd— porque les cancelaron el permiso de apertura.
—¿Demasiadas peleas? —aventuró Allan Ward.
—Demasiados poetas y escritores borrachos —le replicó Hogan—. Cuanto más rehabilitan Leith, más gente viene aquí en busca de la parte sórdida.
—¿Y dónde se encuentra ahora? —preguntó Ward.
Hogan le respondió con una sonrisa mirando a Rebus.
—John, este tiene ganas de marcha.
Rebus asintió con la cabeza. Tam Barclay no parecía muy animado, la resaca se le había acentuado a medida que avanzaba el día.
—Es por mezclar cerveza con whisky —dijo frotándose las sienes, sin muchas ganas de ir al pub.
—¿Cómo se llama ahora el Zombie? —preguntó Rebus a Hogan.
—Bar Z. Ahí lo tenéis.
El bar Z tenía ventanas de cristal esmerilado con excepción del centro que ocupaba una gran Z. Su interior era de metal cromado y gris, y las mesas, de una madera clara de moda, que marcaba de forma indeleble los cercos de los vasos de cerveza y las quemaduras de cigarrillos. La música debía de ser algo como trance o ambient y la pizarra del menú ofrecía HUEVOS RANCHEROS, anunciados como «delicioso desayuno texmex las veinticuatro horas», y «tentempiés» tales como blinis y puré de berenjenas con ajo y limón.
Pero algo había ido mal en el bar Z, porque los únicos clientes de la tarde eran la misma mezcla de hombres de negocios desesperados y borrachos desastrados que probablemente frecuentaban el bar Zombie. Flotaba en el local un aroma de sueños amargos. Hogan señaló una de las mesas vacías y les preguntó qué tomaban.
—Pagamos nosotros, Bobby —insistió Rebus—. Tú has venido a echarnos una mano.
Ward pidió una botella de Holsten; Barclay, sólo Coca-cola: «la que quepa en un vaso», y Hogan, que no sabía exactamente qué tomar, acompañó a Rebus a la barra.
—¿Está tu confidente? —preguntó Rebus bajando la voz.
Hogan negó con la cabeza.
—Pero vendrá seguramente. El padre Joe es un culo de mal asiento y si entra en un bar donde no hay un conocido se va a otro. Nunca se queda en el mismo sitio a tomarse más de dos copas.
—¿Trabaja en algo?
—Tiene su «vocación». No te preocupes —añadió Hogan al ver la cara que ponía Rebus—, no es un cura. Es que el hombre tiene un no sé qué que hace que los desconocidos le cuenten sus penas, y eso llena el día de Joe a su satisfacción.
Acudió el camarero y Rebus le pidió las bebidas de los otros, más media Indian Pale Ale para Hogan y lo mismo para él.
—Jugamos a las medias, ¿eh? —comentó Hogan con una sonrisa.
—Sí, exactamente, Bobby, esto es un juego.
Hogan entendió la intención de Rebus.
—¿Y a qué viene reabrir este cesto de gusanos? —preguntó
—Ojalá lo supiera.
—Dickie Diamond era un gilipollas, era de dominio público.
—¿Queda alguno de sus compinches?
—Aquí hay uno ahora mismo.
Rebus miró las caras anodinas y desconsoladas de los clientes.
—¿Quién?
Hogan hizo un guiño y aguardó a que pagara, y cuando el camarero se retiraba le saludó por su nombre.
—¿Qué tal, Malky?
—¿Le conozco? —replicó el joven frunciendo el entrecejo.
—Bueno —dijo Hogan encogiéndose de hombros—, yo a ti sí te conozco. —Hizo una pausa—. ¿Sigues enganchado al caballo?
También a Rebus le había parecido un drogadicto por algo en los ojos y en los músculos faciales, algo en su postura; del mismo modo que el camarero reconocía a la bofia en cuanto la veía.
—Ya no —contestó.
—¿Tomas religiosamente tu metadona? —preguntó Hogan con una sonrisa—. Aquí, el inspector Rebus se pregunta qué fue de tu tío.
—¿Cuál?
—Ese a quien últimamente no se le ve el pelo, que nosotros sepamos. Malky es hijo de la hermana de Dickie —añadió volviéndose hacia Rebus.
—¿Cuánto tiempo hace que trabajas aquí, Malky? —preguntó Rebus.
—Casi un año —respondió el joven, cuya actitud había pasado de la indiferencia a la hostilidad.
—¿Conocías el local cuando era el Zombie?
—Yo era muy joven, ¿no?
—Eso no quiere decir que no te sirvieran de beber —dijo Rebus encendiendo un cigarrillo y ofreciendo a Hogan.
—¿Ha aparecido mi tío Dickie? —preguntó Malky. Rebus negó con la cabeza—. Es que mi madre se pone a llorar de vez en cuando diciendo que debe de haber muerto y estará enterrado a saber dónde.
—¿Ella qué cree que le sucedió?
—Y yo qué sé.
—Podrías preguntárselo —dijo Rebus tendiéndole una tarjeta de visita en la que figuraba su número del busca y el teléfono de la centralita de la policía—. Me gustaría saber la respuesta.
Malky se la guardó en el bolsillo de la camisa.
—¡Que aquí nos morimos de sed! —exclamó Barclay desde la mesa.
Hogan cogió dos bebidas mientras Rebus miraba al camarero.
—Lo digo en serio —dijo—. Si te enteras de algo, me gustaría saber qué le sucedió.
Malky asintió con la cabeza y fue a contestar al teléfono, pero Rebus le agarró del brazo.
—¿Dónde vives, Malky?
—En Sighthill. ¿Por qué lo dice? —replicó el joven soltándose del brazo y cogiendo el teléfono.
Sighthill: perfecto. Rebus conocía a alguien allí.
—¿Qué sucedió en este local? —preguntó Ward a Hogan cuando Rebus llegó a la mesa.
—Que hicieron mal el estudio de mercado y pensaron que en Leith habría ya yuppies de sobra para hacer buen negocio.
—Tal vez si aguantan unos años… —dijo Barclay tras beber la mitad de la Coca-cola.
—Van viniendo poco a poco —añadió Hogan asintiendo con la cabeza—. Lástima que no construyeran aquí el Parlamento.
—Bien que os habría gustado —dijo Rebus.
—Lo queríamos.
—¿Y cuál fue el problema? —preguntó Ward.
—Que a los parlamentarios no les parecía bien Leith porque está muy lejos.
—A lo mejor fue por temor a las tentaciones de la carne —comentó Ward—. Aunque no veo ninguna por aquí.
Se abrió la puerta y entró otro bebedor solitario. Era un hombre lleno de tics y movimientos, parecía un autómata. Vio a Hogan y le saludó con una inclinación de cabeza camino de la barra, pero Hogan le hizo una seña para que se acercara.
—¿Es este? —preguntó Ward poniéndose su máscara de expresión dura.
—Este es —contestó Hogan—. Padre Joe —añadió dirigiéndose al recién llegado—, precisamente me preguntaba si sus periplos pastorales no le encaminarían hacia aquí.
Joe Daly sonrió por la broma y asintió como si aquello formara parte de un ritual entre ambos. Hogan hizo las presentaciones.
—Bueno, ahora habla con estos justos —dijo inclinándose hacia él— mientras yo te traigo una pequeña libación. Jameson’s con agua y sin hielo, ¿verdad?
—Muy a propósito —dijo Daly, que ya apestaba a whisky, mirando cómo Hogan iba hacia la barra—. Es un buen hombre a su manera —comentó.
—¿Era también Dickie Diamond un buen hombre, padre Joe? —preguntó Rebus.
—Ah, el bribón de Diamond… —dijo Daly pensativo un instante—. Richard podía ser el mejor amigo del mundo, pero también el mayor hijo de puta. No tenía compasión.
—¿Le ha visto últimamente?
—Hace cinco o seis años que no se le ve.
—¿Conoció a un amigo suyo llamado Eric Lomax? —preguntó Ward—. Casi todos le llamaban Rico.
—Bueno, ya le digo que de eso hace mucho tiempo… —respondió Daly pasándose la lengua por los labios expectante.
—Por supuesto, pagaríamos la tarifa convenida —añadió Rebus.
—Ah, bien…
Llegó el whisky y el hombre brindó por todos en gaélico. Rebus advirtió que era un doble o un triple, aunque era difícil de determinar por el agua añadida.
—El padre Joe estaba a punto de hablarnos de Rico —explicó Rebus a Hogan, que acababa de sentarse.
—Bueno —comenzó Daly—, Rico era de la costa oeste, ¿verdad?, y tenía fama de dar fiestas estupendas a las que, por supuesto, a mí no me invitaba.
—¿A Dickie sí?
—Ah, ya lo creo.
—¿Las daba en Glasgow? —preguntó Barclay con el rostro más pálido que nunca.
—Sí, supongo que allí celebrarían fiestas —contestó Daly.
—¿No se refería a esas? —preguntó Rebus.
—Pues no…, me refería a las que hacían fuera, en las caravanas, en un lugar de Lothian este donde Rico iba a veces.
—¿Caravanas? ¿En plural?
—Es que Rico tenía varias que alquilaba a turistas y gente de fuera.
«Y gente de fuera»… No ignoraban la fama de Rico, que daba cobijo a delincuentes de Glasgow en los campings de la costa este. Rebus advirtió que Malky el camarero repasaba minuciosamente las mesas ya impecables de alrededor.
—¿Así que Rico y Dickie eran muy amigos? —preguntó Ward.
—Yo no he dicho eso. Rico vendría a Leith sólo tres o cuatro veces al año.
—¿Le pareció extraño —preguntó Rebus— que Dickie desapareciera aproximadamente por la época en que mataron a Rico?
—Yo no lo relacioné —respondió Daly llevándose el vaso a los labios y apurando el whisky.
—No me creo que eso sea tal como dice, padre Joe —replicó Rebus pausadamente.
El hombre dejó el vaso en la mesa.
—Bueno, quizá tenga razón. Me imagino que lo pensaría, igual que todo el mundo en Leith.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿A qué conclusiones llegó?
—A ninguna —contestó Daly alzando los hombros—. Simplemente que los designios del Señor son insondables.
—Amén —apostilló Hogan.
Allan Ward se levantó y dijo que iba a por otra ronda.
—Cuando haya acabado de sacar brillo a ese cenicero —le comentó a Malky.
Así que él también había advertido lo que hacía el camarero, pensó Rebus. Quizá no era tan tonto como había pensado.
Linford no estaba dispuesto a cerrar las pesquisas sobre Donny Dow. Había recopilado todos los documentos que tenían para estudiarlos minuciosamente. Tenía también en su mesa un expediente con el nombre de Laura Stafford y Siobhan echó un vistazo al expediente en el que figuraban las multas y detenciones de rigor: dos redadas en una sauna y otra en un burdel. El burdel no era más que un piso encima de una tienda de alquiler de vídeos; la novia del dueño se encargaba del negocio en el piso, y Laura era una de las chicas de servicio la noche en que irrumpió la policía. Se había encargado del caso Bill Pryde y de su puño y letra había una anotación en el margen de una página del informe: «Denuncia anónima, probablemente de la sauna de esa misma calle…».
—En el negocio de la prostitución hay una competición salvaje —comentó Linford.
Le gustaba más el caso de Donny Dow, que había sido un gamberro desde los diez años: detenciones por vandalismo y borracheras; luego el muchacho había elegido una actividad física: boxeo de piernas tai, pero este no le había redimido de la delincuencia; una acusación de allanamiento de morada, posteriormente retirada, varios atracos y una detención en una redada de drogas.
—¿Qué clase de drogas?
—Hachís y speed.
—¿Un kung-fu loco que toma speed? Para quedarse helado…
—Y trabajó de gorila una época —añadió Linford señalando un párrafo del informe— y su jefe escribió una carta en descargo.
Pasó la página y vio que quien firmaba la carta era Morris G. Cafferty.
—Cafferty era dueño de una empresa de seguridad en Edimburgo —prosiguió Linford—, pero la dejó hace unos años. ¿Sigues pensando que no fue él quien se cargó al galerista? —preguntó mirando a Siobhan.
—No sé qué pensar —dijo ella.
Cuando volvió a su mesa se encontró con que Davie Hynds había arrimado la silla y se daba golpecitos en los dientes con el bolígrafo.
—¿Aburrido? —preguntó ella.
—Me siento como un gilipollas que está de más en una orgía. —Hizo una breve pausa—. Perdona…, no quería decir eso.
Siobhan reflexionó un instante.
—Espera un poco —dijo.
Se volvió hacia la mesa de Linford, pero en ese momento entró otro hombre que fue a estrecharle la mano y los dos se saludaron como si se conocieran algo. Siobhan se acercó, ceñuda.
—Hola —saludó al recién llegado; este leía una hoja del expediente de Donny Dow que había cogido de la mesa—, soy la sargento Siobhan Clarke.
—Y yo, Gray, inspector Francis Gray —dijo él estrechando su mano, casi envolviéndola en la suya.
Era un hombre alto y ancho de espaldas, de cuello grueso y pelo corto entrecano.
—¿Se conocían? —preguntó Siobhan.
—Nos conocimos hace tiempo… en Fettes, ¿no? —respondió Gray.
—Sí —dijo Linford—. Hemos hablado un par de veces por teléfono.
—Quería saber cómo iba la investigación —añadió Gray.
—Muy bien —dijo Siobhan—. ¿Usted forma parte del equipo de Tulliallan?
—Por mis pecados —contestó Gray dejando la hoja y cogiendo otra—. Parece que Derek está puliéndole los datos.
—Ah, pulir se le da muy bien —dijo Siobhan cruzando los brazos.
Gray se echó a reír y Linford le secundó.
—Siobhan es dura de pelar —añadió Linford.
Gray la miró perplejo.
—Medios, móvil y ocasión; por lo que veo cuenta con dos de las tres cosas, así que lo menos que puede hacer es interrogar al sospechoso.
—Gracias, inspector Gray, tal vez sigamos su consejo. —La voz sonó a su espalda: Gill Templer acababa de entrar, y Gray dejó caer la hoja—. ¿Puede saberse qué hace aquí?
—Nada, señora. Salí a estirar las piernas; lo hacemos cada diez minutos por no agotar el oxígeno.
—Me parece que en la comisaría hay pasillos de sobra. Incluso, si el cuerpo se lo pide, puede salir afuera. Porque esto es la sala de investigación de un caso de homicidio, ¿sabe usted? Y no necesitamos interrupciones innecesarias, precisamente. —Hizo una pausa—. ¿Está de acuerdo?
—Por supuesto, señora —dijo Gray mirando a Siobhan y a Linford—. Perdone que la haya distraído de sus nobles esfuerzos.
Abandonó el Departamento de Investigación Criminal con un guiño y Templer le siguió con la mirada; sin decir nada, pestañeó y volvió a su despacho.
Siobhan tuvo ganas de aplaudir. Ella había estado a punto de enfrentarse a Gray, pero dudaba que hubiera logrado tan excelente resultado. La comisaria Templer acababa de subir muchos puntos en su estima.
—Qué cabrona puede llegar a ser, ¿no? —musitó Linford.
Siobhan no replicó; quería pedir un favor a Linford y era preferible no soliviantarle.
—Derek —dijo—, ya que estás tan obcecado con Donny Dow, ¿te importa que Hynds eche un vistazo a los gastos de Marber? Ya sé que tú has revisado las cuentas, pero es por darle algo que hacer al pobre.
Estaba de pie ante su mesa con las manos a la espalda, con la esperanza de que no pareciera demasiado suplicante el tono en que lo pedía.
Linford miró hacia la mesa de Hynds como perdonándole la vida.
—Bueno, está bien —dijo estirando el brazo para coger la carpeta en cuestión, que estaba en el suelo junto a él.
—Gracias —canturreó Siobhan camino de su mesa.
—Toma —dijo con voz normal a Hynds.
—¿Qué es esto? —preguntó él mirando la carpeta sin tocarla.
—Las cuentas de Marber. Laura Stafford nos dijo que creía que él esperaba una cantidad importante de dinero. Quiero saber por qué, cuándo y cuánto.
—¿Y aquí lo encontraré?
Siobhan negó con la cabeza.
—Lo averiguarás a través de su contable. Ahí figurará el nombre y número de teléfono —dijo dando una palmadita en la carpeta—. No dirás que no soy generosa.
—¿Quién era ese cabronazo con quien hablabas? —preguntó Hynds señalando con la cabeza hacia la mesa de Linford.
—El inspector Francis Gray. Está con el pelotón de Tulliallan.
—Vaya tío grandote.
—Cuanto más grandes son, más dura es la caída, Davie.
—Si ese tío cae alguna vez, ojalá que yo no esté a su lado —dijo mirando la carpeta—. ¿Hay algo más que quieres que pregunte al contable?
—Puedes preguntarle si nos ha ocultado algo o si su cliente le ocultaba algo a él.
—¿Cuadros raros y fajos de billetes?
—No está mal para empezar. —Hizo una pausa—. ¿Crees que podrás hacerlo solo, Davie?
—No hay problema, sargento Clarke. ¿Y tú qué vas a hacer mientras yo trabajo?
—Tengo que ir a ver a un amigo. Pero no te preocupes —añadió sonriendo—, es cosa de trabajo.
La jefatura de la policía de Lothian y Borders en Fettes Avenue era conocida como la Casa Grande, y también como la Ventana Indiscreta, no por referencia a la película de Hitchcock, sino por un embarazoso suceso en el que habían robado importantes documentos entrando por una ventana abierta de la planta baja del edificio.
Fettes Avenue era una amplia vía que moría frente a las puertas de Fettes College, donde había estudiado Tony Blair y donde la gente de postín enviaba a sus hijos, un privilegio más bien caro. Siobhan no sabía de ningún oficial de policía que hubiese estudiado allí, aunque conocía algunos que habían ido a otros colegios de pago de Edimburgo. Eric Bain, por ejemplo, había pasado en el Stewart’s Melville dos cursos que él calificaba de «arduos».
—¿Arduos, por qué? —preguntó ella mientras cruzaban el pasillo de la primera planta.
—Tenía sobrepeso, llevaba gafas y me gustaba el jazz.
—No me digas más.
Siobhan, haciendo gala de su conocimiento del edificio por haber trabajado un tiempo en la Brigada Criminal Escocesa, fue a abrir una puerta pero Bain la detuvo.
—Se han trasladado —dijo él.
—¿Desde cuándo?
—Desde que transformaron la Brigada Criminal Escocesa en el Departamento Escocés de Estupefacientes.
La condujo dos puertas más adelante y entraron en un despacho amplio.
—Este es el despacho del departamento; yo estoy en una caja de zapatos del piso de arriba.
—¿Por qué venimos aquí?
Bain se sentó detrás del escritorio; Siobhan cogió una silla y la arrimó a él.
—Porque mientras el departamento requiera mis servicios, aquí tenemos ventana con vistas —respondió él haciendo girar la silla y mirando fuera.
Había un portátil en la mesa y un montón de papeles al lado. Vio en el suelo otro montón de cajitas plateadas y negras; algún tipo de periféricos, casi todos de confección casera, obra de Bain y seguramente diseñados por él también. En algún universo paralelo, veía al millonario Eric Bain descansando plácidamente al borde de la piscina de su mansión californiana mientras la policía de Edimburgo se devanaba los sesos perpleja ante la avalancha de delitos informáticos…
—Bueno, ¿en qué puedo ayudarte? —dijo él.
—Es algo relacionado con Cafferty. Querría saber si es el dueño de la sauna Paradiso.
—¿Nada más? —preguntó él parpadeando—. Habría bastado con un correo electrónico o una llamada por teléfono. —Hizo una pausa—. Pero no es que no me alegre de verte —añadió.
Siobhan pensó qué excusa podía alegar.
—Es que ha vuelto Linford y yo tal vez buscaba un pretexto para salir.
—¿Linford? ¿El gran mirón en persona?
Siobhan le había contado a Bain lo de Linford una tarde que él había ido a verla para justificar sus recelos con las visitas y el hecho de que casi siempre tuviera las persianas bajadas.
—Le han enviado en sustitución de Rebus.
—Una tarea nada fácil. —Vio que ella asentía—. Bueno, ¿y qué tal se porta?
—Tan baboso como siempre… No sé, parece que se esfuerza, pero de pronto vuelve a ser el mismo.
—¡Puaj!
—Bueno —añadió ella rebulléndose en el asiento—, no he venido aquí para hablar de Derek Linford.
—No, pero estoy seguro de que te viene bien.
Siobhan sonrió, reconociendo que tenía razón.
—¿Qué hay de Cafferty? —añadió.
—Las finanzas de Cafferty son un embrollo. No podemos saber con seguridad de qué engaños se vale o si tiene dinero invertido en otros negocios con un socio capitalista o accionistas.
—¿No figura nada en el registro de sociedades?
—No es gente que se preocupe mucho de registrar nada.
—Bueno, y en resumidas cuentas, ¿qué tenéis?
—No mucho —dijo Bain, que ya había enchufado el portátil—. Claverhouse y Ormiston estuvieron interesados un tiempo, pero parece que ya no. Ahora andan entusiasmados con algo que no quieren que sepa nadie. Seguro que no tardarán en enviarme otra vez a la caja de zapatos.
—¿Por qué les interesaba Cafferty?
—Yo creo que quieren meterle entre rejas.
—¿Y especulaban con una posible pista?
—Hay que especular para acumular, Siobhan.
Bain examinó lo que aparecía en la pantalla. Siobhan se guardó muy mucho de ponerse detrás de él para irlo leyendo, porque sabía que era capaz de apagar la pantalla para impedírselo. Para él, era una cuestión de territorio, a pesar de su amistad. Bain podía fisgar en el apartamento de Siobhan, mirar en los armarios de la cocina, rebuscar entre sus discos compactos, pero a ella le estaban vedadas ciertas cosas suyas porque él mantenía aquella mínima pero tangible distancia. Nadie, por lo visto, podía acercarse demasiado a Bain.
—El amigo Cafferty —empezó a explicar a Siobhan tiene intereses en al menos dos saunas de Edimburgo, y puede haber extendido sus tentáculos hasta Fife y Dundee. Lo que sucede con la sauna Paradiso es que no sabemos realmente a quién pertenece; hay todo un lío de papeles que, aunque nos conduce a respetables hombres de negocios, seguramente son una tapadera.
—¿Y pensáis que son una tapadera de Cafferty?
Bain se encogió de hombros.
—Simple intuición, como tú dices…
—¿Y en el ramo de empresas de alquiler de taxis? —preguntó Siobhan.
Bain tecleó en el ordenador.
—Sí, tiene empresas de alquiler de coches. Exclusive Carsen Edimburgo y algunas más pequeñas en Lothian oeste y Midlothian.
—¿No figura MG Cabs?
—¿Dónde tienen su sede?
—En Lochend.
Bain miró la pantalla y dijo que no.
—¿Sabes que Cafferty tiene una agencia de alquiler de pisos? —añadió Siobhan.
—Es un negocio que montó hace un par de meses.
—¿Sabéis por qué? —Aguardó a que Bain considerara la pregunta, pero él negó con la cabeza y la miró—. Prueba a adivinarlo —añadió.
—No tengo ni idea, Siobhan; lo siento. ¿Es relevante?
—Bain, en este momento ya no sé realmente qué es relevante. Los datos me desbordan y ninguno me conduce a nada en concreto.
—Quizá si lo redujeras a un sistema binario…
Se percató de que le tomaba el pelo y le sacó la lengua.
—¿A qué debemos tal honor? —tronó una voz.
Era Claverhouse, que entró tranquilamente en el despacho con Ormiston pisándole los talones como si fueran unidos por grilletes.
—He venido de visita —dijo Siobhan tratando de ocultar cierto nerviosismo, pues Bain le había asegurado que los dos hombres de Estupefacientes no estarían en toda la tarde.
Claverhouse se quitó el abrigo y lo colgó en la percha. Ormiston, que llevaba traje, metió las manos en los bolsillos de la chaqueta.
—¿Qué tal está tu novio? —preguntó Claverhouse.
Siobhan frunció el entrecejo. ¿Se referiría a Bain?
—Me han dicho que lo tienen en Tulliallan —añadió Ormiston.
—Tengo entendido que ha encontrado una de su edad —comentó Claverhouse burlón—. Eso ha debido de cabrearte, Shiv.
Siobhan miró a Bain, que había enrojecido, dispuesto a salir en defensa suya, pero ella negó levemente con la cabeza para disuadirle. De pronto se imaginó a Bain como un colegial con quien los demás se meten y que al tratar de defenderse resulta el hazmerreír.
—¿Y qué tal va tu vida amorosa, Claverhouse? —replicó ella—. ¿Te trata bien Ormie?
Claverhouse, inmune a aquel tipo de burlas, adoptó un aire despectivo.
—Y no me llames Shiv —añadió Siobhan.
Oyó un trino de teléfono en la lejanía, pero era el suyo, que estaba en el fondo del bolso. Lo sacó y se lo acercó al oído.
—Clarke al habla —dijo.
—Me dijeron que la llamase —dijo una voz que ella reconoció inmediatamente: Cafferty, por lo que tardó un segundo en sobreponerse.
—Quería saber algo de MG Cabs —dijo Siobhan.
—¿MG? ¿La empresa de Ellen Dempsey?
—Uno de sus taxistas llevó a Edward Marber a casa.
—¿Y bien?
—Pues que resulta una extraña casualidad que MG Cabs tenga las mismas iniciales que su agencia de alquiler de pisos —replicó Siobhan, quien se había olvidado de dónde estaba para centrarse exclusivamente en lo que decía Cafferty, en su modo de hablar o en el tono de voz.
—Pues eso es lo que es: una casualidad. Hace tiempo que yo mismo lo advertí e incluso pensé en robarle el nombre.
—¿Por qué no lo hizo, señor Cafferty?
Siobhan, con el teléfono pegado a la barbilla, no veía a sus espaldas pero advirtió que Bain de pronto miraba fijamente por encima de su hombro; ella a su vez miró hacia atrás y vio a Claverhouse rígido como una estatua; ahora ya sabía quién era su interlocutor.
—Ellen tiene amigos, Siobhan —dijo Cafferty.
—¿Qué clase de amigos?
—Amigos a quienes no conviene molestar.
Era como si viera su sonrisa fría y cruel.
—Dudo mucho que haya mucha gente a la que usted se reprima en molestar, señor Cafferty —replicó—. ¿Dice que no tiene ninguna relación comercial con MG Cabs?
—Ninguna.
—Por curiosidad, ¿quién pidió el taxi aquella tarde?
—Yo no.
—No digo que fuera usted.
—Probablemente el propio Marber.
—¿Usted le vio hacerlo?
—¿Cree que MG Cabs tiene algo que ver?
—Yo no creo nada, señor Cafferty. Estoy ciñéndome estrictamente a las reglas.
—Me cuesta creerlo.
—¿Qué quiere decir?
—¿No se le habrá pegado algo de estar tanto tiempo con Rebus?
Siobhan optó por no contestar porque de pronto pensó en otra cosa.
—¿Cómo sabía mi número de móvil?
—Llamé a la comisaría y me lo dio uno de sus colegas.
—¿Quién? —espetó.
Le molestaba la idea de que Cafferty tuviese acceso a su móvil.
—El que habló conmigo…, no recuerdo su nombre. —Estaba segura de que mentía—. No se preocupe, que no voy a acosarla, Siobhan.
—Más le vale.
—Tiene usted más pelotas que el estadio de Tynecastle.
—Adiós, señor Cafferty —dijo ella cortando la comunicación y mirando la pantallita un instante, preguntándose si volvería a llamarla.
—¡Y le trata de señor, a Cafferty! —exclamó Claverhouse—. ¿De qué asunto se trataba?
—Era una contestación a una llamada mía.
—¿Sabía dónde estabas?
—No creo —dijo ella haciendo una pausa—. Sólo Davie Hynds estaba al corriente de que venía aquí.
—Y yo —añadió Bain.
—Y tú —asintió Siobhan—. Pero alguien en Saint Leonard le dio el número de mi móvil. No creo que supiera que estaba aquí.
Claverhouse se puso a pasear por el despacho mientras Ormiston se apoyaba en el borde de una mesa sin sacar las manos de los bolsillos. Él no se soliviantaba por una simple llamada de Cafferty.
—¡Cafferty! ¡Cafferty en este despacho! —exclamó Claverhouse.
—Deberías haberle saludado —comentó Ormiston con una especie de gruñido.
—Es como si hubiera dejado aquí su marca infecta —espetó Claverhouse aminorando sus zancadas—. ¿A qué se debe tu interés por él? —preguntó al fin.
—Era cliente de Edward Marber —contestó Siobhan y estuvo en la exposición la tarde en que lo mataron.
—Pues ya está —afirmó Claverhouse—. No busques más.
—Sí, claro, sólo que no hay ninguna prueba —replicó Siobhan.
—¿Está ayudándote Bain a encontrarla? —preguntó Ormiston.
—Quería que me dijera si existía alguna relación entre Cafferty y la sauna Paradiso —contestó ella.
—¿Por qué?
—Porque el muerto tal vez fuese cliente —respondió deformando los hechos para evitar darles explicaciones.
Y no lo hacía por influencia de Rebus, ya que incluso entre polis de una misma demarcación existían desconfianzas y poca predisposición a intercambiar datos.
—Pues ya tienes el móvil: chantaje —dijo Claverhouse.
—No lo sé —dijo Siobhan—. Corre el rumor de que Marber estafaba a los clientes.
—¡Pues eso! —añadió Claverhouse chasqueando los dedos—. Cafferty encaja en el marco perfectamente.
—Y es un interesante retrato dadas las circunstancias —comentó Bain.
Siobhan pensó en otra posibilidad.
—¿Con quién no querría enfrentarse Cafferty? —preguntó.
—¿Aparte de nosotros, te refieres? —dijo Ormiston esbozando apenas una sonrisa.
Durante un tiempo había llevado un poblado bigote negro. Ahora, sin él, parecía más joven, pensó Siobhan.
—Aparte de vosotros, Ormie —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Claverhouse—. ¿Qué te ha dicho? —añadió dejando de pasear.
Pero estaba inquieto; se plantó en mitad del cuarto, con las piernas separadas y los brazos cruzados.
—Por una vaga mención a gente con quien no quería líos.
—Seguro que se estaba riendo de ti —dijo Ormiston.
—¿No habrá alguien por ahí que nosotros no sabemos? —terció Bain rascándose la nariz.
—Cafferty tiene Edimburgo bien atado —replicó Claverhouse negando con la cabeza.
Siobhan apenas los escuchaba. Se preguntaba si Ellen Dempsey tendría amigos fuera de Edimburgo, y si no valdría la pena hacer una visita a la dueña de MG Cabs. Si Dempsey no estaba haciendo de pantalla de Cafferty, ¿no lo haría para otro, alguien que tratase de comer terreno a Cafferty en Edimburgo? En su cabeza sonó una alarma porque, de ser cierto, ¿no era motivo más que suficiente para que Cafferty tratara de insinuar una acusación? «Siobhan, Ellen tiene amigos a quienes no conviene molestar». Lo había dicho con voz persuasiva, confidencial, casi con un murmullo, intentando captar su interés, y Siobhan estaba convencida de que no lo había hecho porque sí, sin propósito.
¿Trataba Cafferty de manipularla? Sólo había una manera de saberlo: averiguar algo más sobre MG Cabs y Ellen Dempsey.
Cuando volvió a integrarse en la conversación, Ormiston decía algo de echar un sueñecito.
—¿En una operación de vigilancia? —preguntó Bain.
Ormiston asintió con la cabeza, pero al pedirle Bain detalles se dio un golpecito en la nariz.
—Secreto —añadió Claverhouse confirmando el gesto de su colega y sin dejar de mirar a Siobhan, como si sospechara, o incluso supiera, que no se lo había dicho todo sobre Cafferty.
Siobhan recordó la época en que ella había estado en Fettes en la Brigada Criminal, cuando Claverhouse la llamaba «subordinada», pero le parecía como si de aquello hiciera un siglo. Le miró a la cara sin recato hasta que él parpadeó. Casi una victoria.