13

Siobhan estaba echándose agua en la cara cuando entró en los lavabos la agente Toni Jackson.

—¿Te veremos el viernes por la noche? —le preguntó Jackson.

—No lo sé —contestó ella.

—Te enseñarán una tarjeta amarilla por faltar tres semanas seguidas —replicó Jackson dirigiéndose a uno de los cubículos y cerrando la puerta—. Ah, oye, no hay toallas de papel —añadió desde dentro.

Siobhan miró el dispensador y vio que estaba vacío. En la otra pared había un secamanos eléctrico, pero llevaba meses estropeado. Fue al cubículo contiguo al de Jackson y cogió papel higiénico para secarse la cara.

Jackson y otras policías salían todos los viernes a tomar una copa que a veces se ampliaba con cena y discoteca para olvidar las frustraciones de la semana, e incluso algunas veces ligaban con algun tío, para eso no había problema. Hacía tiempo que las del grupo le propusieron salir con ellas y Siobhan aceptó gustosa aunque era la única agente del Departamento de Investigación Criminal, pero las uniformadas la aceptaban sin reparos y cotilleaban sin tapujos en su presencia. Últimamente Siobhan había comenzado a faltar alguna semana y llevaba dos sin ir aunque no sabía por qué exactamente; quizá por algo parecido al chascarrillo de Groucho Marx de negarse a formar parte de un grupo en el que estuviera ella, o quizá fuese porque le parecía una costumbre, y como el trabajo, también se convertía en rutina; algo soportable por el sueldo y por ir a bailar el viernes por la noche con algún desconocido.

—¿Qué servicio te han asignado? —preguntó Siobhan.

—Patrulla a pie.

—¿Con quién?

—Con Perry Mason.

Siobhan sonrió. El tal Perry se llamaba en realidad John Mason, y acababa de salir de la academia de Tulliallan; todos habían empezado a llamarle Perry; George Silvers también había puesto mote a Toni Jackson, a quien denominaba siempre «Tony Jacklin», o al menos lo había hecho hasta que, al extenderse el rumor de que era hermana del futbolista Darren Jackson, comenzó a tratarla con cierto respeto. Siobhan le había preguntado a Toni si era cierto aquel parentesco.

—Tonterías; yo no le doy importancia —le contestó ella.

Pero a Siobhan le constaba que Silvers seguía creyendo que Toni era pariente de Darren Jackson, y mantenía con ella un trato respetuoso.

«Toni» era el diminutivo de Antonia: «Nadie me llama así. Suena demasiado pijo, ¿no?», le había dicho ella una noche en la barra del Hard Rock Café mientras miraba el local a ver si había «alguno» al acecho.

—Pues no sabes lo que es llamarse Siobhan…

Siobhan no conocía a nadie capaz de deletrear su nombre, que algunos, al verlo escrito, ni siquiera lo relacionaban con su persona, lo pronunciaban mal y siempre tenía que corregirles. Era un nombre gaélico, pero ella hablaba con acento inglés; Toni, por el contrario, no quería que la llamaran Antonia porque le parecía pijo…

«Qué país más raro», pensó Siobhan al tiempo que oía a Toni proferir improperios en el cubículo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Que no queda papel. ¿Quieres ver si hay en el retrete de al lado?

Siobhan fue a mirar y comprobó que lo había gastado casi todo ella para secarse la cara.

—Tampoco queda mucho —dijo.

—Pásamelo.

Siobhan hizo lo que le pedía.

—Oye, Toni, el viernes por la noche…

—No me digas que tienes una cita.

Siobhan pensó un instante.

—Pues sí —dijo mintiendo, dado que era la única excusa admisible para faltar a la salida de los viernes.

—¿Con quién?

—No te lo digo.

—¿Por qué no te lo traes?

—No sabía que se aceptaban hombres en el grupo. Además, le devoraríais.

—¿Es guapo?

—No está mal.

—Bueno. —Se oyó correr el agua de la cisterna—. Pero exijo un informe para el lunes.

Se abrió la puerta y Toni, ajustándose el uniforme, se acercó al lavabo.

—Pero ¿es que no sabes que no hay toallas? —comentó Siobhan antes de abrir la puerta de los servicios.

La agente Toni Jackson profirió otra sarta de maldiciones.

En el pasillo, Siobhan se encontró a Derek Linford frente a la puerta. Era evidente que la esperaba a ella, pensó.

—¿Tienes un momento? —dijo él muy ufano.

Siobhan echó a andar por el pasillo para alejarle de donde estaban antes de que saliera Toni; quería evitar que pensara que Linford era la pareja con la que iba a desayunar el sábado.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—He hablado con la agencia de alquileres.

—¿Y qué?

—No hay indicios de que Cafferty sea el dueño; parece legal. A Marber le alquilaron un piso en Mayfield Terrace, pero Edward Marber no vivía allí.

—Claro que no; él tenía un pedazo de casa de su propiedad.

Linford la miró cara a cara.

—La mujer se llama Laura Stafford —añadió.

—¿Qué mujer?

Linford sonrió.

—La mujer que fue a la agencia buscando piso. Le enseñaron varios y ella se quedó con uno.

—Pero ¿el alquiler se lo cobraban a Marber?

—A través de una de sus cuentas más opacas —contestó Linford.

—Es decir, que deseaba ocultarlo. ¿Crees que esa Laura era su querida?

—Bueno, él no estaba casado.

—Es cierto —dijo Siobhan mordiéndose el labio inferior.

Aquel nombre, Laura, le sonaba de algo: la sauna Paradiso. Uno de aquellos hombres de negocios que llevaban unas copas había preguntado al del mostrador si Laura estaba disponible. ¿No sería…?

—¿Vas a hablar con ella? —preguntó.

Linford asintió y advirtió que ella mostraba interés.

—¿Quieres venir?

—Estoy pensándolo —respondió ella.

—Escucha, Siobhan —dijo él cruzando los brazos—, yo creo…

—¿Qué?

—Ya sé que en su momento tuvimos…

—No irás a pedirme que salga contigo… —le interrumpió ella mirándole con los ojos muy abiertos.

Él se encogió de hombros.

—Si no tienes nada que hacer el viernes… —añadió.

—¿Después de aquello? ¿Después de que te dedicaras a espiarme?

—Sólo quería ver cómo eras.

—Eso es lo que me preocupa.

Linford se encogió otra vez de hombros.

—Quizá no tenga otro plan para el viernes.

Algo en su tono alertó a Siobhan.

—Tú estabas escuchando detrás de la puerta —dijo.

—Estaba esperando a que salieras; no tengo la culpa de que tú y tu amiga hablaseis a voz en grito y que toda la comisaría pudiera oírlo. —Hizo una pausa—. ¿Sigues queriendo ir a Mayfield Terrace?

Siobhan sopesó los pros y los contras.

—Sí —dijo.

—¿Seguro?

—Seguro.

—¡Ah, vaya con los tortolitos! —dijo Toni Jackson parándose a su lado, y esquivando la mano de Siobhan, que únicamente pretendía quitarle un trocito de papel higiénico de la cara.

Mayfield Terrace estaba sólo a cinco minutos en coche desde Saint Leonard. Era una amplia avenida entre Dalkeith Road y Minto Street, dos arterias muy transitadas de entrada y salida de Edimburgo; pero Mayfield Terrace era un oasis de jardines amplios y casas no adosadas, casi todas de tres y cuatro plantas; muchas de ellas habían sido divididas en pisos, como la de Laura Stafford.

—No creo que aquí sea posible alquilar una casa entera por menos de seiscientas setenta libras al mes —dijo Linford.

Siobhan recordó que la propiedad para él era una obsesión y que todas las semanas consultaba la guía de ventas para comparar precios y zonas.

—¿Es que piensas comprar una? —le había preguntado.

Linford se encogió de hombros pero Siobhan sabía de sobra que estaba haciendo sus cálculos.

—Por cien mil libras seguro que no encuentras más que un solo ambiente con dormitorio —dijo.

—¿Y cuánto cuesta una casa entera? —preguntó Siobhan.

—¿Individual o adosada?

—Individual.

—Unas setecientas u ochocientas mil. —Hizo una pausa—. Y los precios no dejan de aumentar.

Subieron los cuatro escalones de la puerta principal y vieron que había tres timbres y tres nombres, pero ninguno era Stafford.

—¿Tú qué crees? —dijo Siobhan.

Linford se apartó y miró hacia arriba.

—La casa tiene tres viviendas: planta baja, primero y segundo —dijo mirando a un lado y a otro de la escalinata—. Pero hay, otra con jardín que seguramente tiene una entrada aparte.

Bajó, la escalinata y ella le siguió rodeando la casa hasta una puerta con timbre pero sin nombre. Linford llamó y aguardó. Al abrirles una mujer de unos sesenta años cargada de espaldas, oyeron dentro chillidos de un niño jugando.

—¿La señorita Stafford? —preguntó Linford.

—Laura no está, pero no tardará.

—¿Es usted su madre?

La mujer negó con la cabeza.

—Yo soy la abuela de Alexander.

—La señora…

—Dow. Thelma Dow. Son ustedes de la policía, ¿verdad?

—¿Resulta tan evidente? —dijo Siobhan sonriendo.

—Es que Donny…, mi hijo —explicó la mujer—, siempre andaba metido en líos. ¿No habrá…? —inquirió de pronto.

—No venimos por nada relacionado con su hijo, señora Dow. Queríamos hablar con Laura.

—Ha salido a comprar, pero no tardará.

—¿Tiene inconveniente en que la esperemos?

La mujer dijo que no y los invitó a pasar. Bajaron por unas estrechas escaleras que daban acceso al piso, formado por dos dormitorios y un cuarto de estar que daba a un luminoso invernadero. La puerta estaba abierta y fuera jugaba un niño de cuatro años. En la sala había juguetes por todas partes.

—No puedo con él por más que hago —dijo la señora Dow—, pero a mi edad…

—A cualquier edad —dijo Siobhan arrancando una sonrisa cansada a la mujer.

—Se han separado, ¿saben?

—¿Quién? —preguntó Linford, más interesado en mirar el cuarto que en la pregunta.

—Donny y Laura —contestó la mujer mirando a su nieto—. Pero a mi hijo no le importa que yo siga viniendo.

—¿Donny no ve mucho a Alexander? —dijo Siobhan.

—No mucho.

—¿Por decisión de Laura? —preguntó Linford sin prestar mucha atención.

La mujer, en vez de contestar, se volvió hacia Siobhan.

—En la actualidad es muy difícil para una mujer sola sacar adelante a su hijo —comentó.

Siobhan asintió.

—Ahora y antes —dijo, advirtiendo que tocaba una fibra sensible de la mujer. Era evidente que Thelma Dow había criado ella sola al hijo—. ¿Cuida usted de Alexander cuando Laura está trabajando?

—Sí, a veces…, pero le lleva también a una guardería.

—¿Laura trabaja por las noches? —preguntó Siobhan.

—A veces, sí —respondió la mujer bajando la vista.

—¿Y usted se queda con Alexander? —La mujer asintió despacio con la cabeza—. Bueno, señora Dow, no nos ha preguntado a qué venimos, que sería lo normal; lo que me hace pensar que Laura ha tenido algún tropiezo estos años y está usted acostumbrada.

—Que no me guste lo que hace para vivir no quiere decir que no la comprenda. Yo también he pasado mis apuros, bien lo sabe Dios. —Hizo una pausa—. Hace años, cuando Donny y su hermano eran pequeños y no tenía dinero…, y no crea que no se me pasó la idea por la cabeza.

—¿Quiere decir que pensó en hacer la calle? —preguntó Linford fríamente.

Siobhan le habría abofeteado, pero se limitó a mirarle furiosa.

—Perdone a mi colega por su delicadeza, señora Dow —dijo.

Linford la miró sorprendido y en ese momento oyeron abrirse y cerrarse la puerta y, a continuación, pasos bajando la escalera.

—Soy yo, Thelma —dijo una voz.

Acto seguido Laura Stafford entró en el cuarto de estar; llevaba dos bolsas con el rótulo de SAVACENTRE, el supermercado de Dalkeith Road.

Miró sucesivamente a Siobhan y a Linford dos veces sin decir palabra, fue a la cocina y se puso a vaciar las bolsas. Era una cocina pequeña, no cabía ni una mesa. Siobhan se apoyó en el marco de la puerta.

—Se trata de Edward Marber —dijo.

—Me preguntaba cuándo vendrían.

—Bien, aquí nos tiene. Podemos hablar ahora mismo o convenir una entrevista para más tarde.

Stafford alzó los ojos percatándose de que Siobhan trataba de ser discreta.

—Thelma —dijo—, ¿podrías entretener a Alexander cinco minutos mientras yo acabo?

La señora Dow se levantó sin decir palabra y fue al jardín. Siobhan oyó que hablaba con el niño.

—A ella no le hemos dicho nada —puntualizó Siobhan, y Laura Stafford asintió.

—Gracias —dijo.

—¿Sabe ella lo de Marber?

Stafford negó con la cabeza. Era una mujer alta, delgada, de veintitantos años, morena, con el pelo corto y raya a un lado. No llevaba apenas maquillaje, sólo delineador de ojos y quizás un poco de base. No lucía joyas, vestía una camiseta por dentro de unos vaqueros azules desteñidos y llevaba en los pies unas sandalias abiertas por delante color rosa.

—No le parezco una puta, ¿verdad? —preguntó, y Siobhan comprendió que la había mirado más de lo debido.

—No es usted el estereotipo, desde luego —contestó.

Linford se había acercado también a la puerta.

—Soy el inspector Linford —dijo— y mi compañera es la sargento Clarke. Hemos venido para hacerle unas preguntas sobre Edward Marber.

—Naturalmente, inspector.

—¿Él paga este piso?

—Lo pagaba.

—¿Y qué hará ahora, Laura? —preguntó Siobhan.

—No sé si quedármelo. Aún no lo he decidido.

—¿Puede usted pagarlo? —inquirió Linford en un tono en el que Siobhan creyó detectar cierta envidia.

—Gano bastante —replicó Stafford.

—¿No le importaba ser una mantenida?

—Fue él quien propuso lo del piso, no yo —respondió ella recostándose en la encimera y cruzando los brazos—. Bien, les contaré la historia…

Pero Siobhan la interrumpió. No le agradaba estar allí con Linford tan cerca.

—¿Por qué no nos sentamos? —propuso.

Pasaron al cuarto de estar y, al ocupar Linford el sofá, Siobhan fue al sillón, por lo que Laura Stafford tuvo que acomodarse al lado de Linford, lo que a este pareció incomodarle.

—Decía usted… —dijo.

—Que iba a contarles la historia. Lo haré con brevedad e iré al grano. Eddie era cliente mío, como habrán averiguado.

—¿En la sauna Paradiso? —preguntó Siobhan, y Laura asintió.

—Allí le conocí. Él iba cada dos semanas más o menos.

—¿Siempre pedía estar con usted? —preguntó Linford.

—Que yo sepa, sí. Aunque tal vez acudiera cuando yo no estaba de turno.

Linford asintió.

—Siga, por favor.

—Bueno, él siempre me preguntaba cosas sobre mí. Hay clientes que son así, aunque Eddie era distinto. Hablaba con una voz pausada y convincente, y al final yo comencé a explayarme. Le conté que había roto con Donny y que Alexander y yo vivíamos en aquella puñetera vivienda de Granton… —Hizo una pausa—. Él me dijo en seguida que me pondría un piso, y yo pensé que era una mentira; hay clientes que hacen eso, te prometen cosas que no cumplen. —Cruzó una pierna sobre la otra y dejó ver una cadenita de oro en el tobillo derecho—. Eddie, al notar mi escepticismo, me dio la dirección y el teléfono de una agencia de alquileres y me dijo que pasara por allí y eligiera un piso para mí y Alexander. Y aquí estamos —añadió mirando a su alrededor.

—El piso está muy bien —comentó Siobhan.

—¿Y qué pedía el señor Marber a cambio? —preguntó Linford.

Stafford movió la cabeza despacio de un lado a otro.

—Si tenía algún propósito no me dio tiempo a saber de qué se trataba.

—¿Recibía usted visitas? —preguntó Linford.

—Yo no hago eso —replicó ella resentida haciendo una pausa—. Aún no me explico por qué me puso el piso.

—A lo mejor estaba enamorado de usted, Laura —dijo Siobhan, suavizando aún más la voz, dispuesta a representar el papel de policía «buena», dejando el de «malo» a Linford—. Creo que él tenía algo de romántico…

—Sí, puede ser —dijo Stafford con cierto brillo de emoción en los ojos, por lo que Siobhan comprendió que había hecho un comentario acertado—. Quizá fuera eso.

—¿Fue usted alguna vez a su casa? —preguntó Siobhan. Stafford negó con la cabeza—. ¿Sabe en qué trabajaba?

—Vendía cuadros, ¿no es cierto?

Siobhan asintió.

—Algunos de sus cuadros fueron descolgados de la pared. ¿Tiene idea de por qué lo podría haber hecho?

—A lo mejor para enviarlos a su casa de la Toscana.

—¿Sabía que tenía una casa en Italia?

—Eso me dijo. ¿Así que es cierto?

Era evidente que Laura Stafford había oído alardear a no pocos clientes.

—Sí, tiene una casa allí —dijo Siobhan—. Laura, por lo visto falta uno de los cuadros de su colección. ¿No se lo regalaría a usted? —añadió mostrándole la foto que Stafford miró sin apenas fijarse.

—Él me hablaba de Italia y de que algún día iríamos allí… —dijo melancólica—. Y yo creí que era… —añadió bajando la vista.

—Entonces, ¿Eddie se sinceraba con usted, Laura? —le preguntó Siobhan de manera pausada—. ¿Le hablaba de sí mismo?

—De cosas poco personales…, algo sobre su pasado y cosas así.

—¿Y de los problemas que tenía? —Stafford negó con la cabeza—. ¿De algo que le preocupara últimamente?

—No; parecía satisfecho, y creo que esperaba un dinero.

—¿Por qué lo dice? —inquirió Linford de pronto.

—Porque me pareció que comentó algo sobre ello cuando hablamos de buscar piso y de que él lo pagaría.

—¿Le dijo que esperaba un dinero?

—Sí.

—¿Podría tal vez referirse a la exposición, Laura? —preguntó Siobhan.

—Puede ser.

—¿No lo cree realmente?

—No lo sé —respondió ella mirando hacia el jardín—. Empieza a hacer frío afuera y voy a recoger a Alexander.

—Sólo un par de preguntas más, Laura. Necesito saber algo sobre la Paradiso.

—¿Qué? —dijo ella mirándola.

—¿Quién es el dueño?

—Ricky Marshall.

—No se lo cree ni usted —replicó Siobhan sonriente—. Él atiende el mostrador y es el encargado, pero nada más, ¿no es cierto?

—Yo siempre he tratado con Ricky.

—¿Siempre?

Stafford asintió y Siobhan no añadió nada durante un minuto.

—¿Conoce por casualidad a un tal Cafferty? ¿Big Ger Cafferty?

Stafford negó con la cabeza y Siobhan volvió a guardar silencio mientras la mujer se rebullía en el sofá como si quisiera decir algo.

—Y durante todo el tiempo que estuvo pagando el piso —terció Linford—, ¿Marber no le pidió nada a cambio?

Stafford puso un rostro impenetrable y Siobhan comprendió que ya no había nada que hacer.

—No —dijo por toda respuesta.

—No pensará que vamos a creérnoslo —añadió Linford.

—Yo sí —terció Siobhan mirando cara a cara a Stafford mientras Linford la miraba a ella ceñudo—. Yo lo creo —repitió Siobhan; después se levantó y entregó su tarjeta de visita a la mujer—. Tenga, por si desea hablar conmigo.

Stafford examinó la tarjeta y asintió lentamente.

—Bien, gracias de nuevo por habernos atendido —dijo Linford a regañadientes.

Cuando llegaban a la puerta oyeron que Stafford decía desde el cuarto de estar:

—Escuchen, a mí Eddie me gustaba. Es más de lo que puedo decir de la mayoría de los clientes.

Fueron hasta el coche de Linford en silencio. Después de subir y abrocharse los cinturones de seguridad, él arrancó sin dejar de mirar al frente.

—Bueno, gracias por tu apoyo —dijo Linford.

—Y muchas gracias por el tuyo. En definitiva, lo que cuenta es el trabajo en equipo.

—Yo no recuerdo haber dicho que no te creía.

—Dejémoslo, ¿quieres?

Linford siguió enfurruñado más de dos minutos antes devolver a hablar.

—Ese novio, o lo que sea…

—¿Donny Dow?

Linford asintió.

—A la madre de su hijo le pagan un buen piso, él decide dar una tunda al mirlo blanco y se le va la mano.

—¿Y cómo conocía él a Marber?

—Quizás ella le habló de él.

—Ni siquiera la señora Dow sabía de su existencia.

—De eso sólo tenemos la palabra de la putilla.

—No la llames así —replicó Siobhan cerrando los ojos.

—¿Acaso no lo es? —Como Siobhan callaba, él quedó plenamente convencido de que tenía razón—. De todos modos, hay que hablar con él.

Siobhan volvió a abrir los ojos.

—Su madre dijo que solía meterse en líos, así que estará fichado.

Linford asintió con la cabeza.

—Y ella también. Quizá tenga algo más en su haber aparte de la prostitución, ¿no crees? —añadió mirándola de reojo—. ¿Crees que Cafferty estaba al corriente de lo del piso?

—Ni siquiera estoy segura de que sea el dueño de la sauna.

—Pero ¿lo crees posible?

Siobhan asintió con un gesto. Estaba considerando si Cafferty sabía que Marber estaba enamorado de Laura… Bien, ¿y qué? ¿Qué consecuencias podía tener? ¿Era posible que él mismo hubiese inducido a Laura? ¿Por qué? Quizá porque Marber tenía un cuadro o unos cuadros que Cafferty quería y que no estaba dispuesto a venderle. De todos modos, no veía de qué habría servido un chantaje en un caso así porque Marber era soltero y el chantaje funciona con hombres casados que tienen que ser intachables. Las relaciones de Marber eran artistas, gente rica y cosmopolita; no creía que a ellos les escandalizara enterarse de que su amigo, galerista, se acostaba con prostitutas. Como mucho, les habría resultado más simpático.

«Creo que esperaba un dinero», recordó que había dicho Laura Stafford. ¿Cuánto y de qué fuente? ¿Suficiente para inducir al crimen? ¿Lo bastante para que alguien como Big Ger Cafferty se interesara?

—¿Qué hacen cuando se retiran? —le preguntó Linford al tiempo que ponía el intermitente para entrar en Saint Leonard.

—¿Quiénes?

—Las chicas que hacen la calle. Quiero decir que esta ahora está muy bien, pero no le durará. Cuando el trabajo dé un bajón…, entre otras cosas —añadió sin poder contener una sonrisa.

—Por Dios, Derek, me das asco —dijo Siobhan.

—Bueno, ¿con quién sales el viernes por la noche? —preguntó él.