12

Rebus volvió en coche a Tulliallan por la mañana, pero regresó otra vez a Edimburgo en cuanto llegó. En esta ocasión con Stu Sutherland y Tam Barclay, tras ser testigo de la discusión previa de quiénes iban en un coche u otro; Gray se ofreció a coger el Lexus y Allan Ward inmediatamente se prestó voluntario para ir con él.

—Más vale que vengas tú también, Jazz —dijo Gray—, porque yo no tengo sentido de la orientación. ¿Te parece bien que yo lleve a Stu y a Tam? —añadió dirigiéndose a Rebus.

—Muy bien —contestó él, deseando que hubiera posibilidades de poner un micrófono en el coche de Gray.

Durante el camino, entre bostezos de resaca, Barclay no dejó de hablar de la lotería nacional.

—No quiero ni pensar lo que me habré gastado en ella en los últimos años.

—Bueno, todo habrá ido a parar a obras de beneficencia —comentó Sutherland tratando de quitarse de entre los dientes con la uña una brizna del tocino del desayuno.

—Es que una vez que empiezas —prosiguió Barclay no puedes parar. La semana que no juegas es la semana que habría podido tocarte.

—Estás pillado —añadió Sutherland.

Rebus miró por el retrovisor. El Lexus iba detrás y no parecían ir charlando. Gray y Jazz iban delante y Ward iba repantigado en el asiento de atrás.

—Yo con ocho o nueve millones me conformaría —decía Barclay—. No es mucho…

—Yo conozco a uno que ganó más de un millón y que no dejó de trabajar. ¿Os imagináis? —dijo Sutherland.

—Pensándolo bien, los ricos es como si no tuvieran dinero —añadió Barclay—, porque lo invierten todo en acciones y cosas así. Hay tíos que tienen un castillo y no llevan encima dinero ni para comprarse un paquete de tabaco.

—Es cierto, Tam —dijo Sutherland riendo en el asiento de atrás.

A Rebus le dio qué pensar lo que decían sobre hombres ricos que no podían gastar su dinero porque lo tenían inmovilizado, o… porque en cuanto empezaran a gastarlo despertarían sospechas.

—¿Cuánto debe de costar ese Lexus? —preguntó volviendo a mirar por el retrovisor—. ¿Sabéis si Francis ha ganado algo a la lotería?

Sutherland volvió la cabeza para mirar por la ventanilla trasera.

—Treinta de los grandes, tal vez —dijo—. La verdad, no es nada extraño con un sueldo de inspector.

—¿Y cómo es que yo tengo un Saab de hace catorce años? —replicó Rebus.

—Porque tal vez tú no controlas lo que gastas —sugirió Sutherland.

—Ah, claro —replicó Rebus—. Como pudiste ver anoche, hasta el último céntimo lo tengo invertido en mi lujoso piso de soltero.

Sutherland lanzó un bufido y continuó hurgándose entre los dientes.

—¿Has calculado alguna vez lo que gastas en tabaco y bebida? —preguntó Barclay—. Seguramente podrías comprarte un Lexus al año.

Rebus no se molestó en calcularlo.

—Tienes razón —dijo.

En Tulliallan le esperaba un paquete tamaño folio con las notas de Strathern sobre Bernie Johns que no había tenido tiempo de abrir, y se preguntaba si contendría alguna prueba de que Jazz, Gray y Ward gastaban dinero. Tal vez tenían buenas casas o se tomaban unas vacaciones caras. O quizás aguardaban la ocasión del momento de jubilarse como si fuera su finiquito.

Quizá por eso tenían problemas con sus superiores. ¿No sería una artimaña para que los expulsaran del cuerpo? Aunque lo más fácil era dimitir. Advirtió que algo se movía en el retrovisor: el Lexus ponía el intermitente para adelantar, inició la maniobra y cortó la marcha del Saab haciendo sonar el claxon mientras Allan Ward sonreía satisfecho mirando por la ventanilla trasera.

—Qué cabrón —dijo Barclay riendo mientras Jazz y Gray decían adiós con la mano.

—No vendrá Tennant detrás, ¿eh? —dijo Sutherland volviendo otra vez la cabeza.

—No lo sé —dijo Rebus—. ¿Qué coche lleva?

—Ni idea —contestó Barclay.

El inspector jefe Tennant tenía que ir también a Edimburgo, no por estar constantemente encima de ellos sino para que le tuvieran informado.

—Nos sentará bien vernos lejos de las malditas cámaras de circuito cerrado —dijo Barclay—. Es algo que detesto porque pienso que van a filmarme rascándome los huevos o algo así.

—A lo mejor donde vamos también hay cámaras —dijo Sutherland.

—¿En Saint Leonard? —dijo Rebus negando con la cabeza—. Ahí vivimos aún en la edad de piedra, Stu… ¡Dios santo!

Se habían encendido de pronto las luces de frenos del Lexus y a Rebus apenas le dio tiempo a pisar a fondo el del Saab. Sutherland fue lanzado hacia delante y se golpeó con el reposacabezas de Rebus, y Barclay apoyó las manos en el salpicadero para aguantar el choque al tiempo que el Lexus aceleraba de pronto con los pilotos todavía encendidos.

—Ese cabrón ha puesto las luces antiniebla —es lo único que se le ocurrió comentar a Barclay.

El corazón de Rebus palpitaba aceleradamente. Los dos coches habían estado a menos de un metro uno de otro.

—¿Estás bien, Stu? —preguntó.

—Más o menos —dijo Sutherland frotándose la barbilla.

Rebus cambió a segunda y pisó el acelerador con la pierna temblorosa.

—Esta nos la pagan —dijo Barclay.

—No digas tonterías, Tam —replicó Sutherland—. Menos mal que John tiene los frenos en buen estado, que si no nos la pegamos.

Pero Rebus sabía lo que tenía que hacer. Había que demostrar decisión y pisó con firmeza el acelerador hasta que el motor del Saab le pidió cambiar de marcha y, cuando parecía que iba a adelantar al espléndido Lexus, permaneció a su altura pegado a él. Los tres hombres del otro coche sonreían observando su actuación. Tam Barclay empalideció mientras Stu Sutherland buscaba en vano el cinturón de seguridad trasero, que como bien sabía Rebus estaba enredado debajo de la tapicería.

—¡Eres peor que ellos! —exclamó Sutherland desde el asiento trasero alzando la voz para que le oyera por encima del rugido del motor.

A Rebus le dieron ganas de decir «De eso se trata», pero lo que hizo fue pisar más a fondo el acelerador y adelantar al Lexus cortándole con un golpe de volante por delante del morro.

A Gray no le quedaba otra alternativa que frenar, salirse de la carretera o chocar con Rebus.

Frenó y dejó pasar a Rebus haciendo ráfagas con las luces y tocando el claxon. Rebus le dijo adiós con la mano antes de acceder a los requerimientos del Saab y ponerlo finalmente en tercera para a continuación pasar a cuarta.

El Lexus disminuyó un poco la velocidad y continuaron así. Rebus no apartaba los ojos del retrovisor; los tres del Lexus irían hablando de «él».

—Podríamos habernos matado, John —dijo Barclay con voz temblorosa.

—Anímate, Tam —replicó Rebus—. Si nos hubiésemos matado, seguro que esta semana habría tocado el número que juegas tú a la lotería.

Luego se echó a reír, y no paró hasta pasado un buen rato.

Encontraron prácticamente los dos últimos huecos del aparcamiento que había en Saint Leonard detrás de la comisaría.

—No es ninguna joya —comentó Tam Barclay mirando el edificio.

—No, pero para mí es mi casa —replicó Rebus.

—¡John Rebus! —exclamó Gray bajando del Lexus—. ¡Eres un loco hijo de puta! —añadió sin dejar de sonreír.

—No consiento que ningún glasgowita me adelante cortándome, Francis —replicó Rebus encogiéndose de hombros.

—Pero nos ha ido por los pelos —comentó Jazz.

Rebus volvió a encogerse de hombros.

—Si no, no sube la adrenalina —dijo.

—Quizá, no somos un grupo tan salvaje después de todo, ¿eh? —añadió Gray dando una palmada en la espalda a Rebus.

Rebus le dirigió una pequeña reverencia. «Acéptame», pensó.

El buen humor se disipó en cuanto vieron la «oficina» que les habían asignado: era uno de los cuartos de interrogatorio, equipado con dos mesas y seis sillas, donde ya no cabía ni un alfiler. En lo alto de la pared, una cámara de vídeo enfocaba a la mesa más grande. Su propósito era grabar los interrogatorios más que al grupo salvaje, pero Barclay la miró ceñudo.

—¿No hay teléfonos? —preguntó Jazz.

—Bueno, tenemos los móviles —dijo Gray.

—Que pagamos nosotros —replicó Sutherland.

—Bien, dejemos de quejarnos un momento, y pensemos —añadió Sutherland cruzando los brazos—. John, ¿es que no hay otro sitio en la oficina para nosotros?

—Creo que no, la verdad. Pensad que en este momento tenemos una investigación por homicidio en marcha y que el departamento está atestado.

—Escuchad —terció Gray—, aquí no vamos a quedarnos más que un par de días, ¿verdad? No necesitamos ordenadores ni nada.

—Tal vez, pero nos asfixiaremos —protestó Barclay.

—Abriremos una ventana —replicó Gray. Había dos ventanucos que daban a la calle—. De todos modos, si la cosa va bien, pasaremos la mayor parte del tiempo fuera de aquí hablando con gente y localizándola.

—Aquí no caben siquiera ni los expedientes —dijo Jazz, que seguía considerando la estrechez del cuarto.

—No necesitamos los expedientes para nada —dijo Gray casi a punto de salirse de sus casillas—. Con media docena de documentos nos apañamos —añadió con un gesto tajante de la mano.

—Bueno, creo que no hay otro remedio —dijo McCullough con un suspiro.

—Fuimos nosotros quienes pedimos venir a Edimburgo —añadió Ward.

—Pero Saint Leonard no es la única comisaría de Edimburgo —añadió Sutherland—. Podríamos hacer gestiones para ver si hay otra donde estemos mejor.

—No compliquemos las cosas —replicó McCullough mirando a Sutherland hasta que este se encogió de hombros aceptando la situación.

—Al fin y al cabo —dijo Rebus— no creo que vayamos a descubrir nada nuevo sobre Dickie Diamond.

—Fantástico —comentó McCullough con sorna—. Muchachos, no perdamos esas vibraciones positivas.

—¿Vibraciones positivas? —repitió Ward burlón—. Me parece que anoche pasaste demasiado tiempo con los discos de John.

—Sí, acabarás poniéndote collares de cuentas y sandalias, Jazz —añadió Barclay sonriendo.

McCullough le hizo un gesto insultante con la mano; después dispusieron las sillas a su gusto y comenzaron a trabajar. Habían confeccionado una lista de gente con la que querían hablar. Rebus había tachado de ella un par de nombres porque sabía que estaban muertos. Pensó no decirlo para que investigasen inútilmente, pero se dijo que no tenía sentido. Por referencias cruzadas en el ordenador en Tulliallan habían averiguado que uno de los nombres, Joe Daly, era el de un confidente del inspector Bobby Hogan del Departamento de Investigación Criminal de Leith, amigo de Rebus, y precisamente con Hogan iban a hablar primero. No había transcurrido ni media hora en aquella sala, y pese a tener la puerta y las ventanas abiertas, la atmósfera era agobiante.

—Dickie Diamond solía ir al bar Zombie —dijo McCullough leyendo las notas—. Eso también queda en Leith, ¿no, John?

—No sé si seguirá abierto porque siempre tenían complicaciones con el permiso.

—¿No es en Leith donde están las putas? —preguntó Allan Ward.

—No te hagas ilusiones, joven Allan —dijo Gray revolviéndole el pelo.

Por el pasillo se oyeron voces que se aproximaban:

—… lo mejor que podemos hacer, dadas las circunstancias…

—No les importará estar muy apretados…

El inspector jefe Tennant apareció en el marco de la puerta y abrió exageradamente los ojos al ver la escena.

—Mejor será que no entre, señor —le advirtió Tam Barclay—. Uno más y nos quedamos sin oxígeno.

Tennant se volvió hacia su acompañante: Gill Templer.

—Ya le dije que era pequeño —dijo ella.

—Es cierto —comentó él—. ¿Todo bien, señores?

—Más cómodos no podemos estar —dijo Stu Sutherland cruzando los brazos en señal de disconformidad.

—Creímos que sería mejor poner la máquina de café en el rincón, junto al minibar y el jacuzzi —añadió Allan Ward.

—Buena idea —replicó Tennant muy serio.

—Nos las arreglaremos, señor —dijo Francis Gray echando su silla hacia atrás y pillando un dedo del pie a Tam Barclay—. No estaremos aquí mucho tiempo y es casi como un incentivo. —Se levantó y dirigió una amplia sonrisa a Gill Templer—. Puesto que nadie nos presenta… Soy el inspector Gray.

—Comisaria Templer —contestó ella estrechando la mano que le tendía. Gray le presentó a los demás dejando a Rebus para el final—. A este ya le conoce —añadió.

Ella le fulminó con la mirada y Rebus desvió la vista, esperando que aquello fuera sólo parte del número.

—Bien, caballeros, me perdonarán pero tengo pendiente una investigación por homicidio.

—Lo mismo que nosotros —dijo Ward.

Gill fingió no haberlo oído y echó a andar por el pasillo ofreciéndole a Tennant un café en su despacho. Antes de seguirla, Tennant echó una última mirada al cuarto de interrogatorios.

—Si surge algún problema, ya saben mi número de móvil. Y no olviden que espero progresos y me enteraré si alguien descuida sus obligaciones —añadió alzando un dedo antes de seguir los pasos de Gill Templer.

—Será cabrona —musitó Ward—, seguro que su despacho es más grande que esto.

—Pues en realidad es algo más pequeño —dijo Rebus—. Aunque, claro, sólo lo ocupa ella.

Gray contuvo la risa.

—Hemos comprobado que a ti no te ha ofrecido una taza, John.

—Es porque John no sabe aguantar las bebidas —añadió Sutherland.

—Muy bueno, Stu.

—Tal vez —terció McCullough— podríamos ir pensando en trabajar un poco, ¿no? Y para demostrar buena voluntad, utilizaré mi propio móvil para llamar al inspector Hogan. John —añadió mirando a Rebus—, dado que es amigo tuyo…, ¿quieres hablar tú con él?

Rebus asintió.

—¿Sabes el número? —preguntó McCullough, y Rebus volvió a asentir.

—Bueno, entonces llámale con tu móvil —dijo McCullough guardándose el suyo.

Francis Gray soltó una carcajada, enrojeciendo de tal manera que a Rebus le recordó a un niño pequeño recién salido de la bañera.

En realidad, no le importaba hacer la llamada. Después de todo, la mañana había sido aceptable hasta aquel momento y lo único que le preocupaba era cuándo iba a estar un minuto a solas para poder leer el informe de Strathern.