—¿Cuál es tu veneno, John?
Cada vez que llevaba una ronda a la mesa, Jazz McCullough le hacía la misma pregunta. Habían ido a Edimburgo en dos coches y Rebus aceptó ponerse al volante para no beber demasiado. En el otro fue de conductor McCullough, quien dijo que de todos modos él no bebía mucho y le daba igual.
Habían estado trabajando en las notas del caso a buen ritmo hasta las seis sin quitarse a Archie Tennant de encima. Al final, sin ningún resultado tangible, Ward invitó a Tennant a que los acompañase y, tal vez por el modo en que los otros le miraron, el caso es que Tennant rehusó con una excusa airosa.
—No, porque ustedes me tumbarían bebiendo.
Eran seis en dos coches; Rebus al volante con Gray y Stu Sutherland en el asiento de atrás. Gray comentó que el Saab de Rebus era un cacharro.
—¿Y qué coche llevas tú, Francis? ¿Un Bentley descapotable?
Gray negó con la cabeza.
—El Bentley lo tengo en el garaje, para ir por ahí uso un Lexus.
Era cierto que tenía un Lexus, un coche bastante grande con asientos de cuero, y Rebus no tenía ni idea de cuánto podía haberle costado.
—¿Cuánto te clavan por un coche así actualmente? —le preguntó.
—Algo más que antes.
Luego, Sutherland comenzó a parlotear sobre el coste de los coches en la época en que él había obtenido el carné y Rebus miraba de vez en cuando a Gray por el retrovisor. En realidad, a él le habría gustado que hubieran ido Ward y Gray con él para ver si podía enfrentarlos más aún. Y habría estado casi tan satisfecho si Ward y Gray hubiesen querido ir con McCullough, pues los habría visto actuar en equipo. No había habido suerte.
Como primero querían cenar, los llevó a un restaurante de platos de curry en Nicolson Street, y después fueron al Royal Oak. Había cuatro en la barra; los dos de los extremos, solos, y los otros dos del centro, juntos; los cuatro liaban cigarrillos con intensidad propia de un campeonato. Sentados en un rincón, uno frente al otro, un guitarrista y un individuo que tocaba la mandolina se miraban a los ojos apasionadamente como amantes mientras improvisaban una melodía.
Rebus y compañía llenaron el trozo de barra que quedaba libre.
—¡Maldita sea, John! —dijo Tam Barclay—. ¿Y las mujeres?
—Ah, no sabía que querías echar un polvo, Tam.
En el Oak sólo tomaron una copa y luego fueron al centro: Café Royal, Abbotsford, Dome y Standing Order. Cuatro pubs: cuatro copas más.
—Es animada la noche en Edimburgo —comentó Barclay mirando a su alrededor—. ¿Acaso no somos el grupo salvaje?
—Tam empieza a tomarse en serio la fama que tenemos —dijo Jazz McCullough.
—Por eso precisamente nos han mandado a rehabilitación, ¿no? —insistió Barclay—, por no atenernos a las reglas de mierda —añadió con un borbotón de saliva en los labios que se limpió con el dorso de la mano.
—Me gustan los tíos que dicen lo que piensan —dijo Francis Gray riendo y dando una palmada a Barclay en la espalda.
—Y a mí me gustan los que saben beber —musitó McCullough a Rebus.
—En Glasgow sería otra cosa, ¿verdad, Francis?
—¿Qué, Tam?
—Salir de noche.
—Puede ser una noche muy agitada, eso desde luego —añadió Gray, que había pasado el brazo por los hombros de Barclay.
—Quiero decir, este sitio, por ejemplo… —añadió Barclay mirando a su alrededor—, es un palacio, no un bar.
—Antes era un banco —dijo Rebus.
—No es un pub en realidad, ¿me entendéis?
—Lo que entiendo es que estás borracho —dijo Stu Sutherland.
Barclay reflexionó al respecto y esbozó una sonrisa.
—Puede que tengas razón, Stu. Puede que hayas dado en el clavo.
Todos se rieron y decidieron volver sobre sus pasos y probar en alguno de los bares por los que habían pasado en el camino, y a Rebus se le ocurrió llevarlos al Cowgate, pero decidieron que tampoco aquel local era lo bastante auténtico para Barclay. Los bares más animados eran los de los adolescentes, con juegos de luces, locales en donde ellos seis llamarían la atención como lo que eran: unos polis que han salido de noche; aunque se quitaran la corbata, iban todos de traje menos McCullough, que antes de salir se lo había cambiado en su cuarto por unos vaqueros y un polo; le dieron la vara con lo mismo: que era un «carroza» que va de moderno.
Cuando llegaron al cruce del South Bridge y High Street, Francis Gray dobló de pronto a la izquierda y bajó por High Street hacia Canongate. Le siguieron preguntándole adónde iba.
—A lo mejor él conoce un buen bar —comentó Barclay.
Rebus enrojeció levemente. Era cierto que él los había llevado por la ruta turística, manteniéndolos apartados de su periplo habitual, porque él quería que aquellos bares siguieran siendo sólo suyos.
Gray se detuvo frente a una tienda de faldas escocesas y miró hacia arriba, al edificio de al lado.
—Aquí me trajo mi madre de niño —dijo.
—¿Esto qué es? —preguntó Stu Sutherland.
—¡Stu, justamente aquí mismo —añadió Gray dando un pisotón en la acera— está lo que nos hace ser lo que somos!
—No te entiendo —dijo Sutherland mirando desvalido a su alrededor.
—Es la casa en que vivió John Knox —añadió Rebus.
—Eso mismo —afirmó Gray asintiendo—. ¿A alguien de vosotros le ha traído su madre aquí?
—Yo vine en una excursión con el colegio —dijo Jazz McCullough.
—Ah, sí, yo también —añadió Allan Ward—. Recuerdo que fue un aburrimiento.
—Ofendes a la historia, joven Allan —añadió Gray alzando un dedo—. A nuestra historia.
Rebus pensó en hacer algún comentario en el sentido de que las mujeres y los católicos no estarían tan de acuerdo. Él no sabía mucho sobre John Knox, pero recordaba que no había sido precisamente tolerante con esos dos colectivos.
—Knoxlandia —dijo Gray abriendo los brazos—. Eso es Edimburgo, ¿no estás de acuerdo, John?
Rebus se sintió como si en cierto modo le pusiera a prueba, pero optó por encogerse de hombros.
—¿De qué Knox? —preguntó haciendo que Gray frunciera el entrecejo—. Hubo otro Knox, el doctor Robert Knox, que compraba cadáveres a Burke y Hare. Quizá nos parezcamos bastante más a él.
Gray reflexionó un instante y sonrió.
—Archie Tennant nos entregó el cadáver de Rico Lomax y nosotros hacemos la autopsia —dijo asintiendo con la cabeza—. Muy bueno, John. Muy bueno.
Rebus no estaba seguro de haber querido decir eso, pero aceptó el cumplido.
Tam Barclay no parecía estar muy al tanto de la conversación.
—Estoy meándome —dijo alejándose hacia la bocacalle más próxima.
Allan Ward miraba hacia un lado y otro de la calle.
—Dumfries es Times Square comparado con esto —comentó quejumbroso, y en ese momento vio dos mujeres que subían la cuesta en dirección a ellos—. ¡Por fin cambia nuestra suerte! —exclamó dirigiéndose a ellas—. ¿Qué tal, señoras? Oigan, mis compañeros y yo somos forasteros… ¿Les apetece tomar una copa?
—No, gracias —contestó una de ellas mirando a Rebus.
—¿O prefieren tomar un bocado?
—Acabamos de cenar —replicó la otra.
—¿Algo apetitoso? —preguntó Ward, animado al ver que le daban conversación.
Mientras la primera mujer no dejaba de mirar a Rebus, Stu Sutherland, que estaba frente al escaparate de la tienda de faldas escocesas, lanzaba exclamaciones a la vista de los precios.
—Vamos, Denise —dijo la primera mujer.
—Eh, que Denise y yo estamos charlando —protestó Ward.
—Déjalas, Allan —dijo Rebus—. Jean…
Jean comenzó a tirar de la manga a Denise sin dejar de mirar enfurecida a Rebus, momento en el que vio a Tam Barclay saliendo de la oscuridad mientras se abrochaba la bragueta.
Rebus fue a decir algo pero la mirada de ella se lo impidió. Ward seguía intentando sonsacar a Denise el número de teléfono.
—¡Por Dios bendito! —farfulló Barclay—. Y yo cambiando el agua al canario… ¿Quieren que las acompañemos, señoritas?
Pero las señoritas se alejaban ya bajo la mirada enmudecida de Rebus.
—Allan, cabronazo, ¿te ha dado el número de teléfono? —preguntó Barclay.
Ward sonrió e hizo un guiño.
—Podría ser tu madre —comentó Stu Sutherland.
—O mi tía —dijo Ward—. A veces se liga, a veces no.
Rebus se percató de que Gray estaba junto a él.
—John, ¿tú conocías a una de ellas? —preguntó.
Rebus asintió sin decir nada.
—No parecía muy contenta. ¿Jean, se llamaba?
Rebus volvió a asentir.
Gray le pasó el brazo por los hombros.
—John está castigado —dijo—. Por lo visto acaba de tropezarse con quien no debía.
—Es lo que pasa con esta ciudad —dijo Allan Ward—: Que es muy pequeña. ¡Vaya una capital!
—Anímate, John —dijo Jazz McCullough.
—Venga, vamos a tomar una copa —sugirió Sutherland señalando el pub más cercano.
—Buena idea, Stu —dijo Francis Gray yendo hacia la entrada sin retirar el brazo de los hombros de Rebus.
Rebus sintió una tensión en la espalda que nada tenía que ver con el contacto físico, y se imaginó desmoronándose al cabo de siete u ocho jarras y gritando a Francis Gray al oído el secreto que había guardado todos aquellos años: «El asesinato de Rico Lomax es culpa mía…». Y que acto seguido preguntaba a Gray sobre Bernie Johns en broma sin que él confesara nada. «Espejismos, John; eso es todo. El asunto inconcluso de Strathern eres tú, ¿no lo ves?». Al entrar en el pub, Rebus advirtió que a su espalda iban Jazz y Ward, como para impedirle marcharse.
El taxista no estaba muy dispuesto a que subieran los seis, pero cedió ante la promesa de una buena propina y por el hecho de que fueran polis. Irían un poco apretados pero no era un trayecto muy largo. Se bajaron en Arden Street y Rebus abrió la marcha hacia su piso. Sabía que en la nevera tenía cerveza normal y, en un armarito, cerveza negra, whisky y té y café. La leche tal vez estaba pasada, pero podían prescindir de ella.
—Qué escalera más bonita —comentó Jazz McCullough refiriéndose a los azulejos con dibujo y al suelo de mosaico en el que Rebus ni había reparado en todos aquellos años.
Una vez en el segundo piso, Rebus abrió la puerta y vio que habían echado cartas por debajo.
—Pasad ahí, al cuarto de estar —dijo—. Ahora traigo las bebidas —añadió yendo a la cocina para llenar el hervidor y abrir la nevera.
Le resultaba extraño oírles hablar porque casi nunca tenía visitas. A veces iba Jean y alguna que otra persona, pero nunca tanta gente junta; nunca desde que Rhona se había ido. Se sirvió un vaso de agua del grifo y lo apuró de un trago. Respiró hondo y se tomó otro.
¿Por qué demonios los habría invitado a su casa? Fue Gray quien lo sugirió: «Una última copita en casa de John». Trató de despejar el alcohol de su cabeza. Quizá…, quizás abriéndoles su casa, ellos se abrirían a él. Había sido idea de Gray. ¿Esperaba Francis Gray sonsacarle algo en aquella visita?
«John, ve con cuidado», se dijo.
Oyó música de repente; la identificó cuando subió el volumen. Bueno, así los estudiantes del piso de al lado sabrían lo que era bueno. Habían puesto Immigrant Song de Led Zeppelin; la voz de Robert Plant era como el lamento de una sirena. Cuando entró en el cuarto de estar con las latas de cerveza, Allan Ward ya estaba pidiendo que quitaran «aquella mierda».
—Es un clásico —replicó Jazz McCullough, generalmente muy parco en movimientos, quien estaba a cuatro patas de espaldas al grupo, mirando discos.
—Ah, a tu salud, John —dijo Sutherland tomando una lata de cerveza negra.
Ward tomó una rubia, haciendo una inclinación de cabeza para dar las gracias, y Tam Barclay preguntó dónde estaba el baño.
—Tienes cosas estupendas, John —dijo McCullough— y muchos de los mismos discos que tengo yo —añadió cogiendo «Exile on Main Street» y comentando—: Este es el mejor de los Rolling.
—¿Cuál? —preguntó Gray, y sonrió al oír el título—. «Exiliados en Arden Street» es lo que somos nosotros.
—Eso merece un brindis —dijo Stu Sutherland alzando su cerveza.
—Bueno… —dijo Rebus arrimando las latas hacia Gray, quien arrugó la nariz y preguntó:
—¿Tienes whisky?
Rebus asintió.
—Yo también tomaré uno —dijo.
—Entonces, ¿no nos llevas tú en coche?
—Tengo cinco jarras en el cuerpo. Quiero pasar la noche en mi cama.
—Pues sí…, no creo yo que vayas a poder pasarla con Jean, ¿eh? —dijo Gray, pero al ver la cara que ponía Rebus alzó una mano y añadió—: Lo siento, me he pasado.
Rebus quitó importancia al comentario con un gesto de la cabeza y preguntó a McCullough qué quería tomar. «Café», fue la respuesta.
—Si John no viene, podemos ir los cinco en mi coche —añadió.
Rebus encontró la botella de Bowmore y un par de vasos. Sirvió y tendió un vaso a Gray.
—¿Lo quieres con agua?
—No fastidies —respondió Gray alzando el vaso—. Por el grupo salvaje —añadió suscitando la risa de Tam Barclay, que volvía del baño abrochándose la cremallera.
—Grupo salvaje —repitió—. Muy bueno, Francis.
—Por Dios, Tam —dijo Ward—. ¿Es que no se te ocurre nunca abrocharte antes de salir del servicio?
Barclay, sin hacer caso, tomó una cerveza, la abrió y se derrumbó en el sofá junto a Sutherland.
Rebus advirtió que Gray, ni corto ni perezoso, se había sentado en el sillón en que él solía hacerlo y estaba tan pancho con las piernas cruzadas sin importarle el detalle de que al lado, en el suelo, había un cenicero y el teléfono.
—Jazz —dijo Gray—, ¿vas a pasarte toda la noche deleitándonos con tu trasero?
McCullough se volvió a medias y se sentó en el suelo mientras Rebus tomaba una silla para él.
—Hacía años que no veía uno de estos —dijo McCullough alzando el primer disco de Montrose.
—Jazz se encuentra como pez en el agua —dijo Gray—. En su casa tiene una habitación llena de discos y cintas, todo en orden alfabético.
Rebus dio un sorbo de whisky y le miró.
—¿Has estado allí? —preguntó.
—¿Dónde?
—En casa de Jazz.
Gray miró a McCullough, quien hizo lo propio.
—Se ha descubierto el pastel —dijo Gray sonriente, y se volvió hacia Rebus—. Jazz y yo hace años que somos amigos. Casi estuvimos a punto hace mucho de formar un ménage à trois, pero en su casa sólo he estado un par de veces.
—Procuramos no airearlo —dijo Sutherland, mientras Rebus veía complacido que los otros estaban atentos a la conversación.
—¿Qué pasa? —dijo Barclay.
—No «pasa» nada —replicó con firmeza McCullough, lo que hizo que Allan Ward soltara la carcajada.
—Allan, ¿no lo explicas? —inquirió Rebus, pensando si Ward se había reído porque, efectivamente, algo pasaba.
Pero al mismo tiempo se preguntó si realmente tendría alguna importancia. Unos cuantos de los grandes, incluso unos cuantos cientos de los grandes embolsados sin rendir cuentas no hacían mal a nadie. ¿Qué más daba, en comparación con todo lo demás? Quizás importaría si hubieran sido drogas. Las drogas significan sufrimiento. Pero Strathern no había sido muy concreto en cuanto a la cuantía del «robo».
«¡Mierda!». Le había dicho a Strathern que le diera detalles de la investigación sobre Bernie Johns aquella misma noche si era posible. Y allí estaba él a más de cuarenta kilómetros de Tulliallan tomándose un whisky y a punto de tomarse otro…
Ward negó con la cabeza y Gray dijo que había estado en casa de McCullough hacía años pero que desde entonces no había vuelto. Rebus deseó que Sutherland o Barclay siguieran preguntando, pero no lo hicieron.
—¿Hay algo en la tele? —preguntó Ward.
—Ahora estamos oyendo música —replicó McCullough.
Acababa de cambiar Led Zeppelin por Jackie Leven, el mismo disco que Rebus habría elegido.
—¿A eso llamas música? —insistió Ward sarcástico—. Oye, John, ¿tienes algún vídeo porno de los de antes?
Rebus negó con la cabeza.
—Están prohibidos en Knoxlandia —dijo con regocijo y con una débil sonrisa de Gray.
—John, ¿cuánto tiempo hace que vives aquí? —preguntó Sutherland.
—Más de veinte años.
—Está bien este piso. Valdrá sus buenas libras.
—Más de cien mil, supongo —dijo Gray.
Ward había encendido un cigarrillo y les ofreció uno a Barclay y a Rebus.
—Probablemente —dijo Rebus en respuesta a Gray.
—Tú estuviste casado, ¿verdad, John? —preguntó McCullough, que miraba la funda del primer disco de Bad Company.
—Una temporada —contestó Rebus, pensando si era simple curiosidad de McCullough o respondía a algún plan.
—Se nota que hace tiempo que falta aquí la mano de una mujer —añadió Gray mirando a su alrededor.
—¿Tienes hijos? —preguntó McCullough dejando el disco en su sitio por si Rebus los tenía en orden.
—Una hija que vive en Inglaterra. Tú tienes dos hijos, ¿no?
McCullough asintió con la cabeza.
—Dos; uno de veinte años y otro de catorce —respondió con una sonrisa cándida pensando en ellos.
«No quiero encerrar a este hombre», pensó Rebus. Ward era un gilipollas y Gray taimado como nadie, pero Jazz McCullough era distinto. Jazz McCullough le gustaba. No sólo porque estuviera casado y con hijos, sino por sus gustos musicales. Jazz tenía una serenidad interior y sabía cuál era su papel en el mundo. Él, que había pasado tanto tiempo descentrado y atormentado, sentía envidia.
—¿Son tan malos como su padre? —preguntó Barclay.
McCullough no se molestó en contestar. Stu Sutherland se incorporó en el sofá.
—Perdona que lo diga, Jazz, pero tú no pareces la clase de persona que entra en conflicto con los jefazos —dijo mirando a su alrededor en busca de confirmación.
—Los tranquilos son los peores —dijo Francis Gray—. ¿Verdad, John?
—Lo que sucede —replicó McCullough— es que si a mí me dan una orden y no estoy de acuerdo, me callo. Digo «sí, señor», hago las cosas a mi modo y casi nunca se dan cuenta.
Gray asintió con la cabeza.
—Es lo que yo digo: sonríe y baja la cabeza, pero haz lo que quieras. Si armas jaleo te cogen en la red como un pez —dijo Gray sin dejar de mirar a Allan Ward, aunque este no lo advirtió; lanzó un eructo y cogió otra lata. Rebus se levantó y llenó el vaso de Gray.
—Jazz, perdona que me haya olvidado del café —dijo.
—Solo y con un terrón, por favor, John.
Gray frunció el entrecejo.
—¿Desde cuándo lo tomas sin leche?
—Desde que pensé que John seguramente no tiene leche en casa.
Gray se echó a reír.
—Acabarás siendo un buen policía, McCullough, recuerda lo que te digo.
Rebus fue a la cocina a preparar el café.
Finalmente se marcharon poco después de la una. Rebus llamó a un taxi para que los llevara hasta el coche de Jazz. Mirando por la ventana vio que Barclay tropezaba con el bordillo y casi se daba de narices con la ventanilla de atrás. El cuarto de estar olía a cerveza y tabaco; eso era normal. Lo último que habían escuchado en el equipo de música era «SaintDominic’s Preview» y ahora tenía la tele sin voz, una concesión a Allan Ward. La apagó y volvió a poner el disco de Van Morrison bajando el volumen al mínimo. Pensó si era muy tarde para llamar a Jean.
Muy tarde sí que era, pero no sabía si llamarla a pesar de ello. Sostuvo el teléfono en la mano, mirándolo un instante, y cuando sonó casi se le fue al suelo. Sería alguno de los cabrones llamándole desde el coche de Jazz. A lo mejor se habían dejado allí algo, pensó mirando el sofá mientras se llevaba el receptor al oído.
—Diga.
—¿Quién habla?
—Usted —replicó Rebus.
—¿Cómo?
—Nada, es una vieja gracia de Tommy Cooper. ¿Qué quieres, Siobhan?
—Creí que era alguien que había entrado.
—¿Entrado, dónde?
—Es que he visto luces en tu piso.
Rebus se acercó a la ventana, miró a la calle y vio que tenía el coche parado enfrente en doble fila con el motor en marcha.
—¿Esto es la nueva modalidad de patrullas de vigilancia vecinal?
—Es que pasaba por aquí.
—¿Quieres subir? —preguntó él mirando todo lo que había por medio y que McCullough se había ofrecido a recoger.
—Si te apetece, sí.
—Pues sube.
En cuanto le abrió la puerta, ella olió la atmósfera.
—Hummm, testosterona —dijo Siobhan—. ¿Tú solito?
—No, es que han estado unos compañeros de la academia.
—Podrías abrir una ventana —dijo ella abanicándose con la mano al entrar en el cuarto de estar.
—Consejos de madrugada sobre tareas domésticas —musitó Rebus, y abrió la ventana unos centímetros—. ¿Qué demonios haces por las calles a esta hora?
—Daba una vuelta en coche.
—Arden Street queda un poco alejada de las rutas habituales.
—Fui a The Meadows y se me ocurrió pasar por aquí.
—Yo he estado con los compañeros dando una vuelta por la ciudad.
—¿Les ha gustado?
—La ciudad, no mucho.
—Es lo que sucede con Edimburgo —dijo ella sentándose en el sofá—. Huy, aún está caliente —añadió acomodando el trasero—. Me siento como un osito de Goldilocks.
—Siento no poder darte la papilla.
—Me contentaré con un café.
—¿Solo?
—Me da la impresión de que será lo mejor.
Cuando volvió con las tazas, Siobhan había cambiado el disco de Van Morrison por uno de Mogwai.
—Ese es el disco que tú me regalaste —dijo él.
—Lo sé. ¿Qué te ha parecido?
—Las letras me gustan. ¿Qué tal el caso Marber?
—Esta tarde he tenido una charla muy interesante con tu amigo Cafferty.
—La gente siempre dice que es mi «amigo».
—¿No lo es?
—Más bien, mi enemigo.
—Cuando llegamos nosotros estaba echando una bronca a su lugarteniente.
Rebus, que acababa de acomodarse en su sillón, se inclinó hacia delante.
—¿A El Comadreja? —Ella asintió—. ¿Por qué?
—No lo sé. Me da la impresión de que Cafferty tiene tendencia a abroncar al personal. Su secretaria estaba nerviosa. El café es horrible —añadió Siobhan estremeciéndose.
—¿Has obtenido algún dato de esa visita a Cafferty?
—Que le gusta la pintura de Hastie. —Como Rebus la miraba perplejo, ella prosiguió—: Según los libros de la galería hace tiempo que no compraba nada a Edward Marber, pero asistió a la inauguración; llegó tarde y se quedó hasta el final. Puede que incluso pidiera el taxi para Marber.
—¿De su empresa?
—Mañana por la mañana lo comprobaré.
—Podría ser interesante.
Siobhan asintió pensativa.
—¿Y tú, qué tal? ¿Cómo te va en Tulliallan?
—Estupendamente. Todo es muy moderno y nada de estrés.
—¿Qué es lo que hacéis?
Ahora revisamos un antiguo caso que quedó sin resolver. Y nos enseñan las tradicionales virtudes del trabajo en equipo.
—¿Y aprendes?
Rebus se encogió de hombros.
—Seguramente vendremos a Edimburgo dentro de un par de días en busca pistas.
—¿Puedo ayudarte en algo?
Rebus negó con la cabeza.
—Me da la impresión de que trabajo no te falta —dijo.
—¿Dónde vais a instalaros?
—Mi idea es que nos dejen un despacho libre en Saint Leonard.
—¿Tú crees que Gill va a consentirlo? —replicó ella abriendo mucho los ojos.
—No lo había pensado —contestó él mintiendo—. Pero yo no veo ningún problema. ¿Tú qué crees?
—¿Te recuerdan algo las palabras «té», «taza» y «tirar»?
—¿Té, taza y tirar? ¿Es una canción de Cocteau Twins? —Ella sonrió—. ¿Así que pasabas por aquí?
Siobhan asintió.
—Lo hago cuando no puedo dormir. ¿Por qué asientes tan resueltamente con la cabeza?
—Porque yo también lo hago. O solía hacerlo. Ahora estoy un poco viejo y me da pereza.
—Seguro que hay docenas como nosotros, sólo que no nos conocemos.
—Tal vez —dijo él.
—O quizá lo hacemos tú y yo únicamente —añadió ella apoyando la cabeza en el respaldo del sofá—. Bueno, dime algo de esos otros que hacen el cursillo.
—¿Qué quieres que te diga?
—¿Cómo son?
—¿Cómo quieres que sean?
Siobhan se encogió de hombros.
—¿Hay algo malo o peligroso en saberlo? —preguntó.
—Malo para las relaciones de uno, desde luego —admitió Rebus.
—Ah. ¿Qué ha sucedido? —preguntó ella, que lo captó de inmediato.
Rebus se lo explicó.