—¿Qué demonios pretendes?
Más que una pregunta era un gruñido que llegó del otro lado de la puerta cerrada. Le siguió una respuesta amortiguada mientras la secretaria sonreía a Siobhan y a Hynds sin apartar el receptor del oído; Siobhan oyó el zumbido de la llamada dentro del despacho hasta que alguien descolgó.
—¿Qué quiere?
La secretaria se estremeció.
—Señor Cafferty, dos policías desean verle. Tienen cita… —añadió como excusándose con un leve temblor en la voz, escuchó lo que le replicaban y colgó—. En seguida los recibirá. Tengan la bondad de sentarse.
—Debe de ser una delicia trabajar para él.
—Sí —dijo la secretaria con sonrisa forzada—. Ya lo creo.
—No faltan ofertas de trabajo para secretarias —añadió Siobhan—. El mejor sitio para mirar es el Scotsman de los viernes.
Siobhan retrocedió con Hynds hasta tres sillas alineadas. Era una recepción estrecha sin sitio para una mesita y sólo había dos escritorios, uno ocupado por la secretaria y otro repleto de papeles. Aquello había sido seguramente hasta hacía poco una tienda, pues el local, situado en la zona sudoeste lejos del centro y cerca de Tollcross, estaba embutido entre una panadería y una papelería y tenía un ventanal que daba a una calle anodina. Aquel barrio no le traía a Siobhan buenos recuerdos porque años atrás había chocado con su coche, confundida por tanta señal de tráfico en el cruce de Tollcross Road; se encontró un cruce de cinco calles en el semáforo, recién obtenido el carné de conducir y al volante del coche que le habían regalado sus padres.
—Yo no trabajaría aquí con ese olor a pan —comentó Hynds a la secretaria, señalando con la cabeza en dirección a la calle.
Luego se palmeó el estómago y sonrió. La secretaria le devolvió la sonrisa, más que nada aliviada porque Hynds no se refería al jefe, pensó Siobhan.
La antigua tienda era ahora Alquileres MGC, como rezaba el rótulo del ventanal con la leyenda de «La solución a sus necesidades». Antes de entrar, Hynds preguntó a Siobhan por qué un «genio de la delincuencia» necesitaba semejante tapadera, cuestión a la que ella no supo contestar, aunque bien sabía que Cafferty tenía otros negocios en la ciudad, principalmente una empresa de taxis en Gorgie. Por las paredes recién pintadas y la alfombra, dedujo que aquello de los alquileres era un negocio nuevo.
—Espero que el que esté dentro del despacho no sea un cliente —dijo Hynds sin preocuparse de si llegaba a oídos de la secretaria, quien en ese momento se caló los auriculares del dictáfono y comenzó a escribir a máquina una carta.
Siobhan tomó unas hojas del revoltijo de la mesa; eran listas de propiedades en alquiler, en su mayoría pisos en las zonas menos recomendables de la ciudad. Tendió una de ellas a Hynds.
—Hay muchas agencias que al anunciarse incluyen la observación de «No se admiten pagos a través de la Seguridad Social», pero esta no —comentó.
—¿Y qué?
—¿Tú sabes de algún casero que alquile pisos a gente en paro y los estafe? —Hynds la miró perplejo—. Los solicitantes tienen que presentar su cartilla de beneficiario y el casero cobra a través de la Seguridad Social. De todas formas, ganan dinero.
—Pero esto es una agencia de alquiler a la que cualquiera puede acudir a buscar piso.
—Eso no quiere decir que lo encuentre.
Hynds reflexionó y luego miró las paredes. Había dos calendarios y un planificador semanal, pero nada de cuadros originales con firma.
Se abrió la puerta del despacho y un hombre casi andrajoso cruzó a toda prisa la salita hacia la salida. Acto seguido, un corpachón llenó el quicio. Llevaba camisa blanca nueva y corbata de seda color sangre; las mangas arremangadas dejaban ver sus brazos gruesos y velludos; tenía la cabeza grande y redonda como una bola, y el pelo canoso, muy corto, parecía alambre. Sus ojos brillaban amenazadores.
—Siento haberles hecho esperar —dijo la boca—. Soy el señor Cafferty. ¿En qué puedo servirles?
Al levantarse los dos, Cafferty preguntó si querían té o café, pero Siobhan y Hynds rehusaron con un movimiento de cabeza.
—Donna puede traerlo de la panadería. No hay problema —insistió.
Como no aceptaron, los hizo pasar al despacho, que no era gran cosa: una mesa con un teléfono, un archivador gris de cuatro cajones y una ventanita de cristal esmerilado. A pesar de tener las luces encendidas no dejaba de parecer una cueva limpia y bien iluminada. Cuando entraron, se puso en pie una perra, una spaniel marrón y blanca que fue directa hacia Siobhan a olerle los pies y frotarse el hocico contra su mano.
—¡Sentada, Clarete! —exclamó Cafferty, y la perra volvió a su puesto.
—Es un animal muy bonito —comentó Siobhan—. ¿Por qué la llama Clarete?
—Es que detesto el vino tinto —respondió Cafferty con una sonrisa.
Contra una pared, envueltos en plástico de burbujas, había tres o cuatro grabados o cuadros enmarcados, que a Siobhan le recordaron los que habían visto en casa de Marber. Hynds se acercó a observarlos a pesar de que Cafferty le había señalado una silla delante de su escritorio.
—¿No le ha dado tiempo a colgarlos? —preguntó.
—No sé si los colgaré —respondió Cafferty.
Siobhan se había sentado con toda intención para que Cafferty no pudiera prestarles atención a los dos a la vez.
—El agente Hynds es aficionado a la pintura —añadió Siobhan mientras Hynds examinaba los cuadros uno por uno.
—¿Ah, sí? —gruñó Cafferty.
Tenía la chaqueta colgada del respaldo del sillón y él ocupaba el borde del asiento por no arrugarla. Era ancho de espaldas y Siobhan se lo imaginó como una especie de fiera enjaulada incapaz de contener su instinto de abalanzarse sobre la presa.
—Aquí tienes un Hastie —dijo Hynds mostrando a Siobhan un cuadro del que, a través del plástico que lo envolvía, ella sólo pudo apreciar manchas de color y un ancho marco—. ¿Lo compró en la inauguración, señor Cafferty?
—No.
Siobhan miró a Hynds.
—De la exposición no se ha retirado ningún cuadro —dijo, como recordándoselo.
—Es verdad —replicó él asintiendo, pero a continuación negó levemente con la cabeza, como dando a entender que faltaba el Vettriano.
Siobhan volvió la vista hacia Cafferty.
—¿Compró usted algo en la inauguración?
—Pues no.
—¿No encontró nada de su gusto?
Cafferty apoyó los antebrazos en el borde de la mesa.
—Usted es Siobhan Clarke, ¿verdad? —dijo sonriendo—. Ahora lo recuerdo.
—¿Qué recuerda exactamente, señor Cafferty?
—Que usted trabaja con Rebus. Aunque me han dicho que a él le han mandado a la academia —añadió con una especie de chasquido de la lengua—. Y el agente Hynds se llama David, ¿no es eso?
—Exacto, señor —respondió Hynds irguiendo la espalda.
Cafferty asintió con la cabeza.
—Me admira que sepa nuestros nombres —dijo Siobhan sin alzar la voz—. Así que supongo que también sabrá por qué hemos venido.
—Por el mismo motivo que hicieron una visita a Madame Cyn; querrán preguntarme cosas sobre Eddie Marber —dijo Cafferty escudriñando a Hynds mientras cruzaba por delante de la mesa para sentarse junto a Siobhan—. Fue Cyn quien me dio su nombre, agente Hynds —añadió con un guiño.
—Usted estuvo en la inauguración la tarde en que mataron a Eddie Marber.
—Sí, estuve.
—Pero no firmó en el libro de invitados —añadió Hynds.
—No vi motivo para hacerlo.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted en la fiesta?
—Llegué tarde y me quedé casi hasta el final. Un grupo de gente quería ir a cenar y que Eddie los acompañara, pero él dijo que estaba cansado. Yo… pedí un taxi —dijo Cafferty moviendo levemente los brazos, vacilación que advirtió Siobhan, consciente de que tampoco se le había escapado a Hynds—. Creo que salimos de la galería hacia las ocho o las ocho y cuarto —prosiguió Cafferty— y de allí fui a tomar unas copas.
—¿Adónde concretamente? —preguntó Siobhan.
—A ese nuevo hotel del edificio del Scotsman. Quería ver cómo era. Después fui al Royal Oak a escuchar algo de música folclórica.
—¿Quién tocaba? —preguntó Siobhan.
Cafferty se encogió de hombros.
—Allí la gente simplemente llega y toca.
—¿Le acompañaba alguien, señor Cafferty? —preguntó Hynds, que había sacado el bloc de notas.
—Un par de socios míos.
—¿Cómo se llaman?
Pero Cafferty negó con la cabeza.
—Se trata de asuntos privados, y antes de que digan nada, ya sé que intentarán tenderme una trampa, pero no podrán. Yo apreciaba a Eddie Marber, y mucho. Lo sentí tanto como cualquiera al enterarme de su muerte.
—¿No sabe qué enemigos tenía? —preguntó Siobhan.
—En absoluto —contestó Cafferty.
—¿Ni entre la gente a la que estafaba?
La perra puso las orejas tiesas como si hubiese entendido la última palabra.
—¿Estafaba? —repitió Cafferty entornando los ojos.
—Bueno, nos han dicho que el señor Marber estafaba a los pintores y a los clientes, cobrando de más y pagando poco. ¿No ha oído usted nada en ese sentido?
—Nada.
—¿Siente ahora algo diferente respecto a su antiguo amigo? —inquirió Hynds.
Cafferty le miró furioso y Siobhan se puso en pie; vio que la perra la miraba y empezaba a golpear el suelo con la cola.
—Comprenda que no podremos verificar su coartada si no nos da el nombre de esos amigos —dijo.
—No he dicho que fueran amigos. Dije «socios» —replicó Cafferty levantándose también, al tiempo que la perra se sentaba.
—Estoy seguro de que son honrados ciudadanos —terció Hynds.
—Ahora soy un hombre de negocios —dijo Cafferty alzando un dedo—. Un respetable hombre de negocios.
—Que se niega a presentar una coartada.
—Tal vez porque no la necesito.
—Esperemos que así sea, señor Cafferty —dijo Siobhan tendiéndole la mano—. Gracias por dedicarnos su tiempo.
Cafferty miró la mano y la estrechó muy sonriente.
—¿Es usted tan dura como parece, Siobhan? —le preguntó.
—Para usted, señor Cafferty, sargento Clarke.
Hynds no tuvo más remedio que tender la mano a Cafferty, quien se la estrechó. Era una especie de juego entre los tres fingiendo buena educación y objetividad, como si estuviesen en el mismo bando e idéntica naturaleza.
En la calle, Hynds chasqueó la lengua.
—Y ese era el infame Big Ger Cafferty…
—No te dejes engañar —dijo Siobhan pausadamente.
Le constaba que Hynds sólo había reparado en la voz de Cafferty, en la camisa y en la corbata, pero ella se había concentrado en sus ojos, unos ojos que pertenecían a un ser de otra especie, depredador y cruel. Además, ahora estaba segura de que no había cárcel para aquel hombre.
Siobhan estaba mirando hacia el ventanal, tras del cual los observaba la secretaria hasta que un bramido que venía del despacho hizo que esta diese un respingo, echase a correr hacia dentro y cerrase la puerta. Un bramido humano.
—Sólo cometió un desliz —dijo Siobhan.
—¿Lo de llamar al taxi?
Siobhan asintió con la cabeza.
—¿Sabes lo que me pregunto? Quién llamaría concretamente al taxi.
—¿Crees que fue Cafferty?
Siobhan comenzó a asentir y volvió la cabeza hacia Hynds.
—¿Y a qué compañía crees que lo pediría?
—¿A la suya? —aventuró Hynds.
Siobhan continuó asintiendo y, en ese momento, advirtió el Jaguar antiguo aparcado enfrente. No conocía al chófer, pero el tipo andrajoso del asiento de atrás era el mismo que recibía la bronca de Cafferty cuando ellos llegaron. Si no se equivocaba, le llamaban El Comadreja o algo así.
—Espera aquí un segundo —dijo acercándose al borde de la acera y mirando los coches que veían a derecha e izquierda.
Cuando llegó al centro de la calzada, el Jaguar arrancó y sólo vio los ojos de El Comadreja mirándola por la ventanilla trasera. Siobhan volvió a la realidad al oír el claxon de un ciclomotor que se aproximaba, y regresó rápidamente junto a Hynds.
—¿Era un conocido tuyo? —preguntó él.
—Era el lugarteniente de Cafferty.
—¿Ibas a preguntarle algo?
Siobhan reflexionó y contuvo una sonrisa. No, no pretendía decir nada a El Comadreja ni había motivo para meterse de aquel modo en medio del tráfico.
Pero era algo que Rebus habría hecho.
Al volver a la comisaría vieron que la noticia del cuadro desaparecido era el centro de todas las conversaciones. La secretaria de Marber había encontrado una antigua foto en color de la que estaban sacando copias, mientras el inspector jefe Bill Pryde se encargaba de contabilizar los gastos. Estaban haciendo ya el resumen de los informes sobre la ceremonia en el crematorio, pero nadie esperaba ninguna conclusión importante. Lo del Vettriano era el dato más digno de mención que tenían, y Hynds se dispuso a ir a casa de Marber para encontrarse allí con Cynthia Bessant.
—¿Nos vemos después para tomar una copa? —preguntó a Siobhan.
—¿Estás seguro de que madame Cyn te soltará tan fácilmente? —Hynds sonrió, pero ella ya negaba con la cabeza—. No, es demasiado tarde para mí —añadió.
Y dijo lo mismo media hora más tarde cuando Derek Linford la invitó a cenar: «Nada del otro mundo; en un restaurante cualquiera. Vamos unos cuantos…». Al ver que rehusaba su invitación, él puso mala cara y añadió: «Sólo trataba de ser agradable, Siobhan».
—Necesitas algunas lecciones más, Derek…
Gill Templer pidió un informe sobre el cuadro que había desaparecido. Siobhan había anotado todo de modo conciso. Templer se quedó pensativa. Cuando sonó el teléfono, descolgó, cortó la comunicación y dejó el receptor sobre la mesa.
—¿Nos llevará a alguna parte? —preguntó.
—No lo sé —admitió Siobhan—. El hecho de que haya desaparecido precisamente ese cuadro es un dato más que indagar, un interrogante más que resolver.
—Quizá no lo pensaron —sugirió Templer—, y tomaron lo que tenían más a mano.
—¿Y volvieron a conectar la alarma antes de salir, y cerraron bien la puerta?
Templer admitió que Siobhan tenía razón.
—¿Quieres correr tras esa pista? —inquirió.
—Si hay algo que perseguir me traeré las zapatillas deportivas. De momento, creo que lo archivaré en la carpeta de «Interesante».
Vio cómo el rostro de Templer se ensombrecía e intuyó por qué: era como si estuviera oyendo respuestas de Rebus.
—Perdone —añadió, sintiendo que le subían los colores—. Es una mala costumbre mía —dijo, y se dio la vuelta para salir del despacho.
—Por cierto, ¿qué tal Big Ger Cafferty? —añadió Templer.
—Se ha comprado un perro.
—¿Ah, sí? ¿No podríamos conseguir que el animal hiciera de ojos y oídos para nosotros?
—Este es más bien hocico y cola —comentó Siobhan antes de marcharse.