—¿Dónde está su amigo el homófobo? —preguntó Dominic Mann.
Siobhan y Mann estaban sentados uno frente al otro a una mesita junto a una ventana en un café del centro de Edimburgo. Él removía el descafeinado con leche desnatada y ella ya había dado un sorbo a su café solo doble. Notaba un regusto de polvillo en la boca y sacó del bolso la botella de agua.
—Lo notó usted —dijo.
—Sí, advertí que evitaba mirarme a los ojos.
—A lo mejor es tímido —dijo Siobhan dando un sorbo de agua; se enjuagó la boca y la tragó.
Mann miró el reloj que llevaba con la esfera hacia dentro de la muñeca. Siobhan recordó que su padre hacía eso también, y que cuando ella le preguntó por qué, él le contestó que lo hacía para que no se rayara, pese a lo cual siempre tenía el vidrio casi opaco de rayaduras.
—Tengo que abrir a las diez —dijo el galerista.
—¿No se ha sentido con ánimos para ir al entierro?
Siobhan se refería a la cremación de Edward Marber, iniciada hacía casi media hora en el cementerio de Warriston.
—No lo soporto —respondió el galerista con un estremecimiento—. En realidad, me ha venido bien tener esta excusa.
—Me alegro de haberle servido de algo.
—Bueno, ¿en qué puedo ayudarla? —dijo Mann metiendo un dedo en el hueco que dejaban los dos botones superiores desabrochados de su camisa.
—Se trata de que me intriga la manera en que Edward Marber pudiera engañar a la gente. ¿Cómo lo hacía?
—Depende de que fueran clientes o pintores.
—En ambos casos.
Mann suspiró hondo y enarcó una ceja.
—¿Dice que iban a ser cinco minutos?
Siobhan sonrió.
—Tal vez dependa de lo rápido que se explique usted.
Mann apartó el dedo de la camisa y siguió removiendo el café. No parecía tener intención de tomárselo. Mientras hablaba miró por la ventana a los oficinistas que se dirigían a su trabajo.
—Bueno, los galeristas pueden engañar a los compradores de muchas maneras. Puede exagerarse la importancia de un pintor o la rareza o el valor de algún cuadro de un artista muerto. Se venden falsificaciones…, esos son los casos que a veces ocupan titulares…
—¿No cree que el señor Marber vendiera cuadros falsos?
Mann negó con la cabeza, pensativo.
—Ni tampoco vendía obras robadas. Aunque si lo hacía, no creo que en Edimburgo lo supiera nadie.
—¿Por qué?
El galeristas la miró.
—Porque esas transacciones suelen hacerse de extranjis. Bajo manta —añadió al ver que Siobhan entornaba los ojos.
—¿Y en cuanto a engañar a los mismos pintores?
Mann se encogió de hombros.
—Hay diversas formas. Una de ellas, cobrándoles una comisión excesiva, que en sí no es un engaño, pero el artista nunca lo ve así.
—¿A cuánto suele ascender la comisión?
—Oscila entre un diez y un veinticinco por ciento. Cuanto más conocido es el artista, menor es la comisión.
—¿Y en el caso de Malcolm Neilson?
Mann reflexionó un instante.
—Malcolm es bastante conocido en el Reino Unido… y tiene coleccionistas en Estados Unidos y en Asia…
—Pero él no lleva vida de rico.
—¿Lo dice usted por su apartamento en Stockbridge Colonies? —replicó el galeristas sonriendo—. No se llame a engaño. Ese es su estudio, pero tiene una casa más grande en Inveresk y hace poco también se compró una en el Perigord, si los rumores son ciertos.
—Entonces, ¿aunque no fuera incluido en la exposición de los coloristas, en modo alguno pasa apuros?
—No económicamente, desde luego.
—¿Qué quiere decir?
—Malcolm tiene su ego, como cualquier artista, y no le gusta verse excluido.
—¿Cree que es la razón por la que afirma que Marber estafaba?
Mann se encogió de hombros. Ya no removía el café y tomaba la temperatura al vaso con la yema de los dedos.
—Malcolm no sólo se considera un colorista, sino que se cree el líder del grupo.
—Parece ser que llegaron a las manos.
—Eso dicen.
—¿Usted lo cree?
—¿Le ha preguntado a Malcolm? —replicó el galerista mirándola.
—Todavía no.
—Pues tal vez debería hacerlo. Y, de paso, pregúntele por qué estaba aquella tarde en la galería de Edward.
Siobhan de pronto no podía tragar el último sorbo del café. Parecía lodo. Volvió a coger la botella de agua.
—¿Estuvo usted en la inauguración? —preguntó al fin.
Mann negó con la cabeza.
—No me invitaron, pero los galeristas siempre nos enteramos de todo a propósito de la competencia. Yo pasé por allí en taxi y vi que desgraciadamente había mucho público.
—¿Y vio a Malcolm Neilson?
Mann asintió despacio con la cabeza.
—Estaba fuera, en la acera, mirando al interior como un chiquillo el escaparate de una tienda de juguetes.
—¿Por qué no me dijo esto antes?
Mann volvió a adoptar un gesto pensativo y miró otra vez a la calle.
—Tal vez fue por culpa de su compañero —respondió.
En su coche, Siobhan comprobó los mensajes: había tres de Davie Hynds. Le llamó a Saint Leonard.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Quería saber qué tal te ha ido en el entierro.
—No he estado en el entierro.
—Pues serás de los pocos que no han ido, porque casi media comisaría acudió a él.
Siobhan sabía que habían estado de servicio, al acecho de posibles sospechosos y para tomar los nombres y direcciones de todos los asistentes.
—¿Estás en Saint Leonard? —preguntó.
—En este momento, creo que soy Saint Leonard. La comisaría está tan vacía como el fin de semana.
—No sabía que habías ido a trabajar el fin de semana.
—Me dio por venir. ¿Sabes la noticia?
—No.
—Por los extractos bancarios de Marber parece que tenía alquilado un almacén en Granton desde hace un mes. Fui a echar un vistazo, pero estaba vacío. El propietario dice que no cree que Marber lo usara siquiera.
—¿Y a qué pensaba dedicarlo?
—Puede que a almacenar cuadros.
—Tal vez —dijo Siobhan escéptica.
—Ni su secretaria ni Cynthia Bessant estaban al corriente de ello.
—¿Es que has vuelto a pasar por casa de Madame Cyn? —inquirió Siobhan maliciosa.
—Necesitaba hacerle unas preguntas…
—¿Con un par de vasos de vino?
—No te preocupes; fui con carabina —dijo Hynds haciendo una pausa—. Bueno, si no has ido al entierro, ¿dónde estás?
—Estoy en el centro pensando en hacer otra visita al pintor.
—¿A Malcolm Neilson? ¿Para qué?
—Hay nueva información. Neilson acudió a la inauguración.
—¿Por qué no lo dijo nadie?
—Creo que no llegó a entrar; sólo estuvo merodeando.
—¿Por quién lo sabes?
—Por Dominic Mann.
Se hizo otra pausa.
—¿Has estado hablando con él?
—Él me llamó —mintió Siobhan, que no quería que Hynds supiera que había citado al galerista sin estar él presente.
Acabarían siendo buenos compañeros a pesar de todo… Además, era consciente de que necesitaba un aliado en Saint Leonard. No sólo por la ausencia de Rebus y la inesperada presencia de Derek Linford, sino por el hecho de que no podía atender a todo a la vez y era preciso contar con los demás, crearse alianzas y no ganarse enemigos. Con el próximo ascenso estaría más desahogada, pero eso no quería decir que bajara la guardia.
—No he visto ninguna nota tuya sobre ello —dijo Hynds.
—Porque me llamó al móvil.
—Qué raro; las veces que yo te llamé lo tenías desconectado.
—Pues él habló conmigo.
Hubo una larga pausa. Siobhan sabía lo que él estaba pensando.
—¿Quieres que vaya contigo a hablar con Neilson? —preguntó Hynds marcando las palabras. Se había dado cuenta.
—Sí —respondió ella demasiado rápido—. ¿Nos vemos allí?
—De acuerdo. ¿Dentro de media hora?
—Muy bien —dijo ella; pero se le ocurrió una cosa—: ¿Han aparecido las tarjetas de crédito de la víctima?
—Sí, pero no se ha realizado ninguna transacción con ellas.
Lo cual era raro, pues los ladrones de tarjetas de crédito las utilizan al máximo lo más rápido posible antes de que las anulen. Eric le había hablado de fraudes a través de Internet, pues en la actualidad se compraba las veinticuatro horas los siete días de la semana. Un ladrón de tarjetas de crédito podía hacer estragos en veinticuatro horas y entregar las compras en direcciones seguras. En resumen, que si uno pasaba la noche fuera y le habían sustraído las tarjetas de crédito, cuando lo descubría por la mañana era ya demasiado tarde. ¿Por qué iba un atracador a llevarse las tarjetas de crédito para no usarlas? Para fingir que el móvil de la agresión era el robo, cuando en realidad no lo era.
—Nos vemos en casa de Neilson —dijo, y ya iba a colgar cuando se le ocurrió otra cosa—. Un momento. ¿Tienes el número de Neilson?
—Debo de tenerlo por ahí.
—Será mejor que tú le llames primero desde Saint Leonard, porque tiene otra casa en Inveresk.
—Pero si sabe que vamos a verle, ¿no volverá a llamar a su abogado?
—Estoy segura de que tú sabrás disuadirle. Llámame si está en Inveresk para que yo lo sepa de camino.
Pero Malcolm Neilson no estaba en Inveresk sino en su estudio, y con la misma ropa. Siobhan dudaba mucho de que se hubiera afeitado y lavado entre una visita y otra. Tampoco había arreglado el cuarto.
—Simplemente queremos hacerle un par de preguntas más —dijo ella sin preámbulos, quedándose de pie para no perder tiempo.
Hynds tampoco se sentó y el pintor recurrió a su sitio habitual entre los altavoces. Tenía los dedos manchados y del ático llegaba olor a pintura.
—¿Puedo llamar a un amigo? —preguntó enfurruñado.
—Puede invitar incluso a su público si cree que eso le ayudará —replicó Hynds.
Neilson lanzó un bufido y esbozó una sonrisa a medias.
—¿Se peleó usted con Edward Marber? —le preguntó Siobhan.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de pegarse.
—Ustedes no le conocían, ¿verdad? Él era incapaz de pelearse con nadie.
Siobhan dedujo por las bandejas de papel de aluminio del suelo que la última comida de Neilson había sido china.
—¿Usted le golpeó? —preguntó Hynds.
—Simplemente le di un empujón, porque a Eddie le gustaba arrimarse mucho, parecía saber qué era la distancia personal.
—¿Dónde? —preguntó Siobhan.
—En el pecho.
—Quiero decir si fue aquí.
—No, en su galería.
—¿Después de que él le excluyera de la exposición?
—Sí.
—¿Fue un simple empujón?
—Un empujón que le hizo caer de espaldas y derribar unos cuadros —respondió Neilson encogiéndose de hombros.
—¿Desde ese incidente, no volvió a la galería?
—No pienso volver a poner los pies en ella.
—¿Lo dice en serio? —espetó Hynds, y hubo algo en su tono de voz que puso al pintor en guardia.
—Bueno, estuve allí la tarde de la inauguración.
—¿Entró en la galería? —preguntó Siobhan marcando las palabras.
—Supongo que alguien me vio, así que saben perfectamente que no entré.
—¿Qué hacía usted allí, señor Neilson?
—Hacía de fantasma del ausente.
—¿Quería asustar al señor Marber?
El pintor se pasó la mano por el pelo y se lo alborotó más.
—No sé a qué fui exactamente.
—¿A hacer una escena? —preguntó Hynds.
—Si hubiera querido hacer una escena, habría entrado, ¿no cree?
—¿Cuánto tiempo estuvo allí?
—Poco. Cinco o diez minutos.
—¿Vio algo?
—A gente obesa trasegando champán.
—Me refiero a algo sospechoso.
Neilson negó con la cabeza.
—¿Reconoció a algún invitado? —preguntó Siobhan, cambiando el peso de una pierna a otra.
—A un par de periodistas… A un fotógrafo y a algunos clientes de Eddie.
—¿Quiénes?
—A Sharon Burns… y me dio rabia verla allí, porque a mí me había comprado un par de cuadros tiempo atrás.
—¿A alguien más?
—A Morris Cafferty.
—¿Cafferty?
—El hombre de negocios.
Siobhan asintió con la cabeza.
—¿Le ha comprado obras a usted?
—Sí, creo que tiene un cuadro mío.
Hynds carraspeó.
—¿Vio a algún pintor? —preguntó.
Neilson le miró ceñudo, mientras Siobhan hervía por dentro porque acababa de chafarle el tema de Cafferty.
—Vi a Joe Drummond —admitió el pintor—, pero no vi a Celine Blacker, y es raro porque no se pierde la ocasión de beber gratis y de verse adulada.
—¿Y Hastie?
—Hastie no va a muchas fiestas.
—¿Ni cuando exponen obras suyas?
—Él lo deja todo en manos del galerista —respondió Neilson entornando los ojos—. ¿Le gusta su pintura?
—Tuvo su momento —respondió Hynds.
Neilson negó con la cabeza de un lado a otro, incrédulo.
—¿Puedo hacerle otra pregunta, señor Neilson? —terció Siobhan—. Ha dicho que Edward Marber estafaba, pero no acabo de entender a quién.
—A todo el mundo. Vendía un cuadro por un pastón y al pintor le decía que lo había rebajado para no perder la venta.
—¿Y cómo engañaba al cliente?
—Porque probablemente habría podido comprarlo por menos. Y eso de hacer una exposición con los nuevos coloristas ha sido simple bombo publicitario comercial para aumentar precios.
—Nadie está obligado a comprar —comentó Hynds.
—Pero compran, sobre todo con la labia que tiene Eddie.
—¿Usted vende directamente, señor Neilson? —preguntó Siobhan.
—El mercado está acaparado por los intermediarios —dijo el pintor—. Son unos chupones hijos de mala madre.
—¿A usted quién le representa?
—Una galería de Londres: Terrance Whyte. Aunque no sé si tiene categoría.
Tras otros quince minutos improductivos con el pintor, en la calle, Siobhan y Hynds fueron a sus coches; el de ella, bien aparcado junto al bordillo, y el de él, en doble fila al lado.
—Neilson sigue hablando de Marber en presente —comentó Siobhan.
—Como si el crimen no le hubiese afectado, en realidad —añadió Hynds asintiendo con un gesto.
—O tal vez lee los mismos libros de psicología que nosotros y sabe que es bueno para él.
Hynds reflexionó un instante.
—Y vio a Cafferty —dijo.
—Exacto; quería darte las gracias por apartarnos con tanta prontitud del tema.
Hynds hizo una pausa pensativo y musitó una disculpa.
—¿Por qué te interesa tanto Cafferty? —dijo.
Siobhan le miró.
—¿Qué quieres decir?
—Es que he oído contar cosas de Cafferty y del inspector Rebus.
—¿Qué, Davie?
—Bueno, que… Nada —dijo al fin al darse cuenta de que se metía en terreno resbaladizo.
—¿Nada? ¿Estás seguro?
Él la miró.
—¿Por qué no me has llevado contigo a ver a Dominic Mann?
Siobhan se rascó la oreja mirando a su alrededor antes de clavar los ojos en él.
—¿Sabes qué es lo primero que él me preguntó? «¿Dónde está su amigo el homófobo?». Por eso no te llevé, porque pensé que le sacaría más cosas no estando tú delante —dijo haciendo una pausa—. Y así fue.
—Vale —dijo Hynds dejando caer los hombros y ocultando las manos en los bolsillos.
—¿Tú conoces la pintura de Neilson? —preguntó Siobhan por cambiar de tema.
Hynds sacó la mano derecha del bolsillo con cuatro postales que representaban obras de Malcolm Neilson con títulos como La primera impresión es la última que cuenta o Viendo a quien tú ya sabes. Eran unos títulos que no se correspondían con el tema del cuadro: tierra y cielo, una playa junto a un acantilado, un páramo y una barca en un lago.
—¿Qué te parecen? —preguntó Hynds.
—No lo sé. Yo esperaba algo un poco más…
—¿Abstracto y rebelde?
—Exacto —respondió ella mirándole.
—Lo abstracto y lo rebelde no lo compra la gente que decide la clase de tarjetas y postales que va a encasquetar al público —dijo Hynds.
—¿Qué quieres decir?
Hynds tomó las postales y las enarboló.
—Esto es lo que da dinero. Tarjetas de felicitación, copias enmarcadas, papel de regalo… Pregunta a Jack Vettriano.
—Lo haría si supiera quién es —replicó Siobhan pensando si no lo había mencionado Dominic Mann.
—Es un pintor. El de la pareja que baila en la playa.
—Ah, sí, le conozco.
—Me lo imagino. Seguramente gana más con la venta de tarjetas postales y cosas por el estilo que con los cuadros.
—Bromeas.
Hynds movió la cabeza de un lado a otro mientras se guardaba las postales.
—El arte es un mercado. Estuve hablando de ello con una periodista.
—¿Ella estuvo en la inauguración?
Hynds asintió con la cabeza.
—Es crítica de arte del Herald.
—¿Y a mí no me llevaste? —Hynds la miró y Siobhan comprendió: «represalias por lo de Dominic Mann»—. De acuerdo —añadió—. Yo me lo busqué. Sigue con lo del mercado.
—Para conseguir dar a conocer el nombre del artista se recurre a diversos trucos. Uno de ellos es que el artista cause sensación de un modo u otro.
—¿Como esa…, no sé cómo se llama…, de la cama revuelta?
Hynds asintió con la cabeza.
—O bien que suscite el interés por una nueva escuela o tendencia.
—¿Como los nuevos coloristas escoceses?
—No podía ser mejor momento. El año pasado se celebró una retrospectiva de los primeros coloristas: Cadell, Peploe, Hunter y Fergusson.
—¿Todo eso te lo ha dicho esa crítica de arte?
—Una llamada telefónica —replicó Hynds alzando un dedo.
—Por cierto… —dijo Siobhan buscando el móvil en el bolsillo.
Marcó un número y aguardó a que contestasen mientras Hynds sacaba otra vez las postales y las ojeaba.
—¿Ha hablado alguien con la competencia? —preguntó Siobhan.
Hynds asintió con la cabeza.
—Creo que Silvers y Hawes interrogaron a Hastie, Celine Blacker y Joe Drummond.
—¿Ese Hastie no usa nombre de pila?
—En plan comercial, no.
No contestaban y Siobhan cortó la comunicación.
—¿Y sacaron algún dato en claro de los interrogatorios?
—Los hicieron ciñéndose estrictamente a las reglas.
Ella le miró.
—¿Y qué?
—Que no sabían qué preguntar.
—Al contrario que tú, ¿quieres decir?
Hynds apoyó la mano en el coche de Siobhan.
—Yo he hecho un cursillo intensivo sobre arte escocés. Para que lo sepas.
—Pues habla con la comisaria Templer a ver si te deja hacer a ti los interrogatorios —replicó Siobhan advirtiendo que él se ruborizaba—. ¿Ya has hablado con ella?
—El sábado por la tarde.
—¿Y qué te dijo?
—Me dijo que le daba la impresión de que yo sabía más que ella.
Siobhan esbozó una sonrisa.
—Ya irás conociéndola —comentó.
—Es un auténtico coñazo.
La sonrisa desapareció del rostro de Siobhan.
—Sólo cumple con su trabajo —comentó.
—Ah, olvidaba que es amiga tuya —añadió Hynds.
—Es tan jefa mía como tuya.
—Pues yo he oído que te protege.
—Yo no necesito que me protejan en absoluto… —Siobhan hizo una pausa y respiró hondo—. ¿Has estado hablando con Derek Linford?
Hynds se encogió de hombros. Realmente podía haber sido con cualquiera:
Linford, Silvers o Grant Hood; Siobhan volvió a marcar el número.
—La comisaria Templer tiene que ser dura contigo —añadió moderando el tono de voz—. ¿No lo entiendes? Es su trabajo. ¿Dirías que es un coñazo si fuese un tío?
—Seguramente diría algo mucho peor —replicó Hynds.
Esta vez contestaron a la llamada.
—Al habla la sargento Clarke —dijo Siobhan—. Tengo una cita con el señor Cafferty…, sólo quería confirmarla. —Escuchó y consultó el reloj—: Estupendo. Gracias. Voy ahora mismo —añadió cortando la comunicación y guardando el móvil en el bolsillo.
—Morris Gerald Cafferty —dijo Hynds.
—Big Ger para los que están en el ajo.
—Destacado hombre de negocios de Edimburgo.
—Con actividades complementarias en drogas, protección y Dios sabe qué más cosas.
—¿Has tenido que vértelas con él alguna vez?
Siobhan asintió con la cabeza sin especificar nada. Quien se las había tenido que ver con él era Rebus; ella, como mucho, había sido una simple espectadora.
—¿A qué hora vamos a esa cita? —preguntó Hynds.
—¿«Vamos»?
—Supongo que querrás que eche una mirada de experto a su colección de pintura.
Tenía sentido, a pesar de que a ella le costaba admitirlo. Sonó el teléfono de Hynds y él contestó a la llamada.
—¿Cómo está, señora Bessant? —dijo haciendo un guiño a Siobhan. Escuchó un momento—. ¿Está segura? No estamos muy lejos, realmente —añadió mirando a Siobhan—. Unos cinco minutos. Hasta luego.
—¿Qué quiere? —preguntó Siobhan.
—Parece que han robado un cuadro de Marber. ¿Te imaginas de qué pintor? De Vettriano.
Fueron a la galería de Marber, donde ya los esperaba Cynthia Bessant; iba vestida aún de luto por haber llegado directamente del entierro y tenía los ojos enrojecidos por el llanto.
—Traje en coche a Jan a la galería —dijo señalando con la cabeza la oficina del fondo, donde la secretaria de Marber jugueteaba con el papeleo— porque me dijo que quería seguir trabajando, y fue cuando lo advertí.
—¿Advirtió, qué? —preguntó Siobhan.
—Pues la falta de un cuadro por el que Eddie tenía predilección y que estuvo un tiempo en su casa; luego decidió colgarlo aquí en la oficina. Yo pensé que estaría aquí y por eso no dije nada al no verlo entre los otros en su casa. Pero Jan dice que él creyó que podían robarlo en la galería y por eso había vuelto a llevárselo a casa.
—¿No lo habrá vendido? —preguntó Hynds.
—No creo, David —contestó Bessant—, pero Jan está comprobándolo.
Hynds se ruborizó, consciente de que Siobhan le miraba cuando Bessant le llamó por su nombre de pila.
—¿Qué clase de cuadro era?
—Uno de la primera época de Vettriano; un autorretrato con un desnudo al fondo mirándose en un espejo.
—¿De qué tamaño? —añadió Hynds, que acababa de sacar el bloc de notas.
—Un metro por setenta y cinco centímetros, aproximadamente. Eddie lo compró hace unos cinco años, antes de que Jack pasara a los temas estratosféricos.
—Por lo que actualmente valdría…
Bessant se encogió de hombros.
—Quizá treinta o cuarenta mil libras… ¿Cree que lo robó el asesino de Eddie?
—¿Usted qué cree? —preguntó Siobhan.
—No sé, Eddie tenía cuadros de Peploe y de Bellany, uno de Klee menor y unos grabados exquisitos de Picasso… —respondió ella como confundida.
—Así que ese cuadro no era el más valioso de su colección.
Bessant negó con la cabeza.
—¿Y está segura de que ha desaparecido?
—Aquí no está y en la casa tampoco —respondió ella mirándolos—. No sé dónde más puede estar.
—¿No tendría el señor Marber una casa en la Toscana? —preguntó Siobhan.
—Él allí sólo pasaba un mes al año —replicó Bessant.
Siobhan reflexionó un instante.
—Hay que dar cuenta de la desaparición. ¿Sabe usted si existe foto del cuadro?
—Estará en algún catálogo seguramente.
—¿Y no podría usted volver a pasar por casa del señor Marber para estar segura, señora Bessant?
Cynthia Bessant asintió con la cabeza y miró a Hynds.
—¿Yo sola?
—Estoy segura de que David le acompañará con mucho gusto —dijo Siobhan viendo cómo a Hynds se le subían otra vez los colores.