La habitación tenía una ventana tapada con cartón y una tela basta. El día se colaba a través de una rendija y el sol extendía un rayo a lo ancho de la manta. Estaba en la cama y oyó dar las siete a la campana de la iglesia. La siete y cuarto. Las siete y media.
Al compás de las campanadas, todo se hundía cada vez más en el abismo. El tiempo le arrebataba sus recuerdos. Pronto olvidaría su nombre. Pensó que se habría quedado en el mar, quién sabe si como una perla en su concha, en un anillo de la mano de Owu, la diosa del mar.
Se agarró la pierna y la puso sobre el borde de la cama, se quedó sentada con los pies en el llano y frío suelo.
La mujer de los collares le preguntaba una y otra vez.
—¿Cómo te llamas?
—¿De dónde eres?
Y a cada pregunta miraba al suelo, como si estuviera muda.
Echó mano del fino albornoz que colgaba de la silla junto a la cama y se lo puso encima. Era de Jillian. Mantenía su aroma. En la habitación, todo olía como la mujer de los collares. La primera noche se despertó a oscuras, ardiente de fiebre y con el perfume, pesado como una manta, a rosas y almizcle. Pensó que era el aroma del paraíso. Que era la muerte.
Luego oyó las campanas al vuelo. El rumor de pasos fuera. El pomo de la puerta girando hacia abajo con un sonido chirriante y luego la luz que invadía la habitación y la figura que allí apareció, una sombra vacilante. Y otra más. Se acurrucó contra la pared, les oyó hablar en voz baja en lengua extranjera.
Vienen para recogerme, pensó, pero aquel aroma se extendió por toda la habitación y alguien se sentó al borde de la cama. Entornó los ojos y las olas le rociaron los párpados. En la oscuridad quedaban el mar y los gritos eternos. Volvió a abrir los ojos. Vio una blusa verde de algodón y siete collares trabados de perlas, piedras y aretes plateados.
—Te traigo una taza de té —dijo la mujer. Ahora hablaba en inglés. El té sabía a humo y ceniza, estaba dulce y amargo, caliente, con unas gotas de leche y miel.
La taza le temblaba entre las manos.
—Me llamo Jillian. —La voz era ronca—. No sé si recuerdas cómo llegaste aquí. —Jillian se levantó, anduvo hacia la puerta y encendió la luz de la habitación.
Ella se estremeció y derramó el té entre las manos. Le escoció una herida en la palma de la mano izquierda, donde el cabo la había rozado cuando trató de sujetar el barco mientras soltaban amarras.
—No tengas miedo —dijo la voz ronca de mujer—. Estás entre amigos. —La lámpara volvió a apagarse y se quedó sola.
La noche se despedía del día. Por la noche no entraban rayos de luz a través de la ventana. De día oía el ruido de los coches, voces que no entendía.
—No digáis vuestros nombres.
—Dadnos vuestros papeles.
—No habléis del dios en que creéis, de quién os ha traído aquí ni de dónde sois.
A veces aparecían en la habitación. Los contrabandistas que silbaban como serpientes en la noche, hurry, hurry y shut up, empujándoles por la espalda a través del camino pedregoso cuando fueron dando traspiés hacia el mar y ella pudo oír, por primera vez, el estruendo del mar. Su forma de montar en cólera, batirse y sublevarse contra las rocas.
—Tienes fiebre —dijo Jillian—. Tenemos que pedir que alguien te examine el pie. ¿Entiendes lo que te digo?
Ojalá que no fuera infección, pensó. Así empieza.
El primer hombre la violó en medio del desierto. Dios mío, pensó, cuando la sacó del campamento y la introdujo en el coche, protégeme contra la infección.
Ahora tenía la pierna vendada. Se pasó la mano por la venda. Habían transcurrido tres días. La fiebre había bajado.
—Estás en mi casa —dijo Jillian. Era otro día—. Mis vecinos no deben saber que estás aquí. No podemos confiar en ellos. Por eso no puedes salir. No tienen que verte a través de la ventana. Si no, podría venir la policía. Te enviarían a un centro de internamiento, detention camp, ¿entiendes? Si te encuentran en mi casa tendré problemas, problem, ¿me entiendes?
Había guardado silencio durante tres días.
Había dormido.
Cuando cerraba los ojos, desaparecían los objetos fijos a su alrededor y el mar la envolvía de nuevo. La fiebre se precipitaba y sentía escalofríos, el barco zozobraba a merced de las olas, el hedor del vómito contra el viento.
Se detuvo en seco cuando pudo ver la embarcación que cabeceaba al borde de la playa. Ni siquiera era un barco de verdad. Era una embarcación neumática, plana como una balsa, de bordas bajas. Carecía de asientos. No tenía un toldo para guarecerse y ponerse a cubierto. Solo había cabos por los flancos para sujetarse a ellos. Aquella noche, doce personas iban a hacer la travesía. Uno de los contrabandistas le golpeó la espalda con un garrote. Hurry, hurry. Estuvo dando golpes hasta que todos subieron a bordo y se sentaron con las rodillas a la altura del mentón, muy apretados, para que nadie se moviera. Tres hombres empujaron la embarcación hasta que se hizo al agua. El cielo estaba oscuro, sin luna, sin estrellas, solo nubes suspendidas en las cimas de los cerros.
Ella se sentó a un extremo con las rodillas dobladas contra la espalda de un muchacho que se llamaba Taye. Saber su nombre era un delito. El viento azotaba los cabos. Ya tenían las manos mojadas. La embarcación se mecía hacia la noche. Dos de los contrabandistas iban al lado del motor, a popa. El tercero iba a proa. Llevaban chalecos salvavidas que les hacían parecer globos inflados. De pronto empezaron a quitarle la ropa a la mujer que iba a su lado. El reloj, dame las alhajas. El dinero. Tu bolsa.
Ella no entendió lo que ocurría. La noche anterior, antes de ser recogidos y escondidos cerca de la playa, todos habían pagado la travesía por adelantado. Ahora uno de los hombres le golpeaba la cabeza con el garrote. Ella trató de cubrirse con los brazos. No le quedaba dinero.
Qué me importa, pensó cuando se desabrochaba el reloj. La cadena colgada al cuello. La bolsa de tela donde guardaba algunas prendas extra y una pastilla de jabón. Si llego viva, al menos habré llegado.
Uno de los pasajeros no pudo controlarse. Se levantó e imprecó a los contrabandistas en yoruba, le respondieron a gritos en una lengua que ella no entendía y el remo silbó por el aire, golpeó el costado del hombre y este cayó. El contrabandista pasó por encima de los que estaban en medio, agarró al hombre por las piernas, lo arrojó por la borda y golpeó a los que estaban al lado, quienes se agazaparon entre murmullos y rezaron mientras los gritos del hombre callaban y desaparecían en la oscuridad.
Ella cerró los ojos y se abrazó las piernas con fuerza. «Dios de los cielos, rezó para sus adentros, aplaca a estos locos, haz que la mar se calme, permíteme vivir. Deja que Taye viva, añadió para complacer a Dios, llévame contigo pero deja que el chico viva, no tiene más de dieciséis años y es el único hijo de sus padres». Luego farfulló en silencio los nombres de todos los demás pasajeros, uno a uno, contra el piso de la embarcación donde podía sentir el revuelo del mar a sus pies, los nombres verdaderos, secretos, que se habían dicho al oído durante la noche en el cobertizo donde les habían ordenado mantenerse en silencio.
La mujer a su lado vomitó directamente a la oscuridad y a su alrededor se elevaron rezos y plegarias, un coro de lamentos al conjuro del oleaje. Metió la frente entre las rodillas y también oró a Owu, la diosa del mar, aunque no creyera en las viejas divinidades, en los duendes, la magia y la superstición de las aldeas y ancianos que mantenían a África en el pasado. Tenía que haber sido Sefi, pensó y vio ante sí el rostro de su hermana la noche en que le confió su decisión, que era ella, en lugar de Sefi, la que iba a viajar. Alguien tenía que enviar dinero a casa. Los hermanos ya estaban en South-South, buscando trabajo en la industria petrolífera, pero desde allí no llegaba el dinero.
Entonces ocurrió el milagro. El mar se calmó. Cuando levantó la vista, le pareció ver luces al otro lado y dio las gracias a Dios y a Owu, a quienquiera que hubiera amainado el viento. Entonces, los contrabandistas volvieron a moverse a lo largo de los flancos de la embarcación. Agarraron a un hombre que estaba en una punta, gritó e hizo aspavientos, pero le golpearon la cabeza y tiraron de sus brazos. «Salta, salta», le gritaron.
Todo sucedía rápido en la oscuridad. De repente, un hombre agitó los brazos en el agua, gritó y sucumbió. Fue uno de los que nunca habían visto el mar, de tierra adentro, de donde el río engullía el barro y lo convertía en arena. «Ayúdenlo —gritó alguien—, ayúdenlo». Mas los contrabandistas reían y gritaban, las olas volvían a erizarse y el mar arremetía contra ellos cuando el siguiente hombre fue arrojado al agua, y el siguiente. Dios santo, nos van a matar, pensó cuando vio cómo levantaban a Taye delante de ella. «Es solo una chiquilla», gritó y al segundo siguiente sintió que uno de los hombres la agarraba del brazo y la arrastraba hasta la borda. Se asió al cabo pero la tiraron de las piernas y la golpearon con los remos, y al final la arrojaron por la borda, el cabo se desprendió y la acompañó. El mar la arrojó lejos de la embarcación, entre brazos que se agitaban, que la golpeaban y la agarraban, se libró de ellos pataleando, querían hundirla en el abismo, gritó, pero el agua salada le entraba a raudales. Recordó que cerró la boca y que se aferró al cabo. Que se hundía y se quedaba sin aire.
—Me pregunto si conoces a alguno de estos. —Al tercer día Jillian llegó con un periódico en la mano. Todas las mañanas, al dar las ocho, venía con el desayuno. Los jugos gástricos se le alborotaban pensando en el pan y el queso, en el pequeño cuenco de maíz, almendras y leche. Se levantó y fue renqueando hasta la ventana. El día antes había hecho un agujero en el cartón para mirar fuera. Vio casas blancas y bajas, y plantas que trepaban desde un jardín, flores rojas contra el blanco de las casas. El cielo azul con nubes blancas. Había una motocicleta apoyada contra un muro.
Jillian dejó el periódico en la cama mientras empujaba la mesilla donde depositó la bandeja.
—Han encontrado muerto a un inmigrante africano aquí, en Tarifa, y a dos más en las playas de Cádiz. Una patrullera marroquí ha informado de más muertos en el estrecho.
Debía echar una ojeada al periódico. Inmigrantes hallados muertos en la Costa de la Luz, rezaba un titular, era un periódico en lengua inglesa. Había una foto de gente en la playa y un pequeño mapa con un círculo alrededor de Tarifa. El corazón le golpeaba. Cádiz no quedaba tan lejos.
—Creen que trataron de cruzar el estrecho con una embarcación neumática que zozobró la noche del sábado —dijo Jillian mientras removía su taza de té.
Los ojos buscaron en el texto. Un testigo había observado una embarcación neumática zarpando por la noche desde una playa al oeste de Tánger, pero nada indicaba que hubiese llegado a la otra costa. Los guardacostas marroquíes tampoco tenían información de que hubiera vuelto. Ella pensó en los contrabandistas. ¿Habrían perecido ahogados? Oyó el arranque del motor y luego desaparecieron. Pensó en Taye y buscó en el texto un indicio de que él no fuera uno de los perecidos. Habían encontrado a dos hombres y una mujer. La mujer estaba embarazada. Ella cerró los ojos. Escuchó el murmullo a su alrededor, en medio de la oscuridad. Zaynab. Catherine. Toyin. ¿Quién decidía quién iba a sobrevivir y quién debía morir? Que ella se hubiese aferrado a un cabo. Cuando no pudo más y se hundió, el cabo la retuvo. Tiró y tiró con todas sus fuerzas y salió a la superficie llenando los pulmones de todo el aire frío de la noche. El cabo estaba sujeto a una boya. Tuvo que arrancarlo de la embarcación cuando luchaba para asirse a cualquier cosa. La boya se mecía en el agua y se aferró a ella con todas sus fuerzas, flotando en las negras olas. No volvió a ver la embarcación. No vio a los demás pasajeros. Solo la rodeaba el mar. Una luz que parpadeaba en algún lugar y se apagaba. Dejó de sentir sus piernas en las frías aguas. Logró atarse a la boya con el cabo. No iba a soltarse ni muerta porque entonces se iría al fondo y sería pasto de los peces y su madre nunca podría saber lo que le había ocurrido a su segunda hija.
—Conque sabes leer en inglés —dijo Jillian—. Entonces creo que entiendes lo que digo.
Echó un poco de leche en la taza de té.
—Yo no puedo esconderte aquí todo el tiempo —dijo.
A última hora del día, el hombre a quien llamaban Nico entró en la habitación trayendo un pequeño televisor. Era más joven que Jillian, casi un muchacho, tenía el pelo largo y calzaba sandalias. Pensó que quizá fuese el hijo de Jillian, pero no vivía en la casa. Quizá fuera un joven amante.
El televisor descansaba ahora sobre una cómoda, en el rincón. No se atrevió a encenderlo antes de que llegase Jillian con el desayuno. Podía sintonizar la BBC. A última hora de la noche había visto una película sobre un comisario de policía en un pueblo de Inglaterra. Ella repitió las réplicas en silencio, para sus adentros, tratando de remedar la elegante melodía de la lengua, pero le resultó prácticamente imposible. Se entretuvo con ensoñaciones. Pensó que alguna vez, en el futuro, se casaría y viviría en uno de esos pueblos, aunque le parecieran aburridos. Los años en la universidad de Nsukka le habían enseñado a apreciar la libertad. No quería volver a un pueblo. No se casaría, al menos por ahora. Era Sefi la que debía casarse. Pensó en el acierto de haber tomado el lugar de su hermana. Sefi no se hubiera salvado en el mar. Era miedosa, frágil y presumida.
—Conque ya te has levantado. —Jillian entró por la puerta con la bandeja en la mano—. Se te ve más espabilada. Déjame que te toque la frente.
La mano que le puso en la frente era fría, con muchos anillos. Uno de los anillos tenía forma de serpiente enroscada alrededor del dedo.
—Decididamente, creo que ya no tienes fiebre.