Tarifa martes, 7 de octubre

La mujer esperaba sentada en el vestíbulo, un poco por detrás del grupo de flamencos. Tenía unos cincuenta años, vestía pantalones blancos muy holgados y llevaba demasiados collares colgados del cuello. Miguel, el recepcionista, la señaló con un gesto de disculpa. Al igual que su padre, esposa, hermano, primos y toda la demás ralea, que o trabajaban en el hotel o mataban el tiempo con otros parientes en el bar, a estas alturas él sabía que yo no quería hablar con periodistas. Me habían protegido desde que la noticia de Patrick saltase a los canales de televisión. Ni siquiera el más insignificante de sus sobrinos había largado a los reporteros que yo me alojaba aquí.

A la mujer la envolvían aromas de almizcle, incienso y aceite de rosas que no es que pasaran desapercibidos. Una hippy en hibernación.

Me detuve a dos metros de ella y crucé los brazos.

—No concedo entrevistas —dije.

Ella se levantó y me extendió la mano, una mano cálida y delgada con muchos anillos de plata. Medía casi dos metros de estatura.

—Me llamo Jillian Dunne —dijo en un inglés británico que me recordó a lúgubres internados—. Te acompaño en el sentimiento.

—Gracias y adiós —dije.

Me sonrió con dulzura.

—No soy reportera —dijo—. Estoy aquí porque creo que hay una persona que vas a querer ver.

La escruté de hito en hito, sandalias de tiras alrededor de bronceados tobillos, perlas y piedras anudadas en cadenas y correas alrededor de los brazos y el cuello.

—¿No serás psicóloga? —dije.

La mujer rio.

—No, no exactamente. Se trata de tu esposo.

—¿Y?

—Hay quienes aseguran que iba a bordo de la embarcación que naufragó en el estrecho hace casi dos semanas.

Guardé silencio a la espera de que siguiera.

—Lo único que pasa es que la embarcación nunca zozobró —dijo Jillian Dunne—, ni tu esposo iba a bordo.

Le clavé la mirada.

—¿Cómo lo sabes?

Se echó el chal al cuello con un gesto amplio y envolvente.

—Sígueme.

Cruzó la calle a zancadas y torció a la derecha, en dirección a la playa. La ciudad, somnolienta, acababa de despertar. Había coches aparcados encima de las aceras. Un hombre sacaba bolsas de basura por la puerta trasera de una tienda.

—¿Adónde vamos?

Me puse a la altura de Jillian Dunne, cuyas leves prendas se movían con fuerza a merced del viento.

—Unos amigos regentan un café ahí abajo.

—¿Y a quién voy a ver?

Sonrió de forma misteriosa. A mí me embargó el mal presagio de que fuera a llevarme ante una nigromante que me leyese la mano. O de que fuera ella misma quien me echara las cartas.

—¿Vives en la ciudad? —le pregunté.

—Desde hace veinte años. —Jillian Dunne aminoró el paso e hizo un gesto que abarcó todo Tarifa—. Entonces era distinta, no había turistas. Éramos bohemios que vivíamos al día vagabundeando de un lado para otro, algunos nos quedamos aquí. —Rio y se atusó el pelo, su voz adquirió un tono de lamento—. Nunca podría adaptarme de nuevo a la normalidad británica.

Pasamos por la plaza de toros que parecía cerrada a cal y canto, los matorrales crecían por doquier, sin orden ni concierto. Tuve que apretar el paso para seguir su marcha.

—Cornwall —dijo Jillian Dunne y me sonrió—. Parece un apellido británico.

—Apellido de esclavos —dije en tono tajante.

—Ah, claro. Es el de tu esposo… no caí en la cuenta. —Se tiró un poco de sus collares—. Creía que a los esclavos no les ponían apellidos…

—Entonces no era un apellido —dije—. Algunos amos daban los nombres de sus lugares de origen a sus esclavos, como London o Cornwall. Era una forma de indicar a quién pertenecían. Cuando el tatarabuelo de Patrick fue liberto, registró Cornwall como apellido. Nadie sabe si fue un error o lo hizo a propósito, porque un hombre libre siempre tiene apellido.

Jillian Dunne se detuvo al llegar donde varios pequeños chalés adosados descendía hacia el mar. Señaló.

—Un amigo mío halló a una mujer ahí abajo hace casi dos semanas. El lunes pasado. Estaba debajo de un pontón junto a la playa, desde aquí no lo ves bien.

—¿El lunes pasado? —Recuperé aliento.

El mismo día que hallaron a Patrick.

—Sé lo que estás pensando —dijo—. A tu esposo lo encontraron a un kilómetro de aquí.

No necesitó contármelo. Había paseado tantas veces por la playa los últimos días que conocía las distancias mejor que Google Earth.

—No estaba muerta —prosiguió Jillian Dunne—, pero estaba muy grave y tenía mucha fiebre. Nos ayudamos para darle refugio. —Se me quedó mirando—. Creo en la responsabilidad del individuo. La pasividad también es un acto.

—¿Es ella la mujer a la que vamos a ver? —Apreté el paso.

—No sé cuál es su nombre —dijo Jillian Dunne—. No pronunció una sola palabra durante todos esos días. Supuse que no entendía el inglés o que estaba en estado de choque. No te imaginas las que han tenido que pasar para llegar hasta aquí.

Jillian Dunne se detuvo fuera de un edificio de color terracota donde una parte de la planta baja estaba pintada en azul turquesa, con flores que brotaban de la fachada. «Shangri-la», rezaba con grandes trazos encima de la puerta. «Café-bar-surfshop».

—¿Es aquí donde se esconde? —le pregunté.

—Será mejor que no lo sepas.

Jillian Dunne sacó un pequeño frasco de su bolso y se untó los labios mientras miraba en todas direcciones.

—Esta mañana vine con el desayuno, como de costumbre —dijo en voz baja—. Dejé la bandeja como siempre hago y serví a cada cual su taza de té.

Y luego te sentaste en el canto de la cama para darle la tabarra a la pobre mujer, pensé. En tu infinita bondad.

Jillian se llevó la mano al pecho.

—Y fíjate, entonces, de repente, empezó a hablar. ¿Y sabes qué?

—Ni idea.

—Habla un inglés excelente.

Un muchacho barbudo con un arete en la oreja abrió la puerta del Shangri-la y Jillian Dunne le besó en ambas mejillas. Cerró la puerta a nuestra espalda.

El café era un cuartucho con mesas de tablas de surf y paredes pintadas de motivos psicodélicos. Jillian Dunne cruzó un cortinaje de perlas, y yo la seguí a través de una cocinilla y por la estrecha escalera que conducía a un cuarto.

Una mujer negra, ataviada con amplias ropas de algodón, estaba sentada en una silla. Calzaba un par de zapatos de bailarina de color dorado, mal encajados, que parecían quedarle pequeños.

Di un paso hacia delante y le extendí la mano.

—Mi nombre es Ally Cornwall. ¿Eres tú la que quería verme?

La mujer esbozó una leve sonrisa. Tendría menos de treinta años.

—No puedo decir mi nombre —dijo y estrechó mi mano. Hablaba el mismo inglés chapurreado que el tal James del programa de televisión.

Me senté en la otra silla de rejilla que allí había. La habitación era pequeña, un cuchitril sin ventanas de apenas ocho metros cuadrados. A lo largo de las paredes había cartones apilados. Olía a cenicero viejo.

—Corre el riesgo de ser devuelta si alguien se entera de quién es —dijo Jillian Dunne, que se había quedado de pie junto a la puerta—. Por eso no quiere contar ciertos detalles.

La mujer agarró mi mano entre las suyas.

—No creas a ese hombre —dijo—, él no iba en el barco.

—¿A quién? —Sentí el martilleo del corazón.

—Al hombre de la televisión. El que dice llamarse James.

—Un amigo le ha traído el televisor para que pueda ver la televisión en la habitación —atajó Jillian Dunne.

Yo mantuve la mirada fija en la otra mujer.

—Dice que iba en el barco —murmuró—, pero miente.

—¿Estás segura? —dije con la respiración contenida.

La mujer se restregó la frente y asintió.

—No en ese barco —dijo con énfasis.

—¿La embarcación que naufragó? —Me eché hacia atrás y contemplé a la mujer. En la piel, alrededor de uno de sus ojos había un cambio de color, quizá a consecuencia de un golpe—. ¿Y lo sabes porque tú ibas en la embarcación? —dije despacio—. La noche entre el sábado y el domingo de hace casi dos semanas. ¿Fue cuando trataste de cruzar el estrecho?

La mujer agachó la cabeza y cerró los ojos.

—Tienes que entender lo difícil que le resulta a ella… —dijo Jillian Dunne y entró en la habitación.

—Calla. —Levanté la mano hacia ella.

Un ventilador zumbaba en la planta baja. El joven barbudo trajinaba con vasos. Y el viento, el viento que azotaba tejados de chapa y los balcones. Era todo lo que se oía.

—Nos arrojaron al agua —dijo la mujer con un hilo de voz, como un suspiro—. Nos arrojaron por la borda para morir. —Seguía con los ojos cerrados y yo adivinaba lo que había detrás de sus párpados entornados: el oleaje y la oscuridad del mar, gentes dando brazadas y peleando. Se me contrajo el estómago.

—Pero tú te salvaste —dije de la manera más firme que podía—. Tú llegaste a tierra.

La mujer abrió los ojos, un negro abismal.

—Me rescató un pescador como quien saca un pez del agua. Vi cómo se le tensaban los músculos bajo la piel.

—Y Patrick Cornwall —dije despacio—, ¿no iba en el barco?

—No, no iba en el barco.

Me incliné sobre la mesa y tomé sus manos.

—¿Estás completamente segura?

—Pasamos tres noches esperando en un cobertizo —dijo y volvió la mirada hacia la pared donde había un anuncio de un concierto de músicos africanos—. Nos dijeron que no debíamos abrir la boca —dijo—. No podíamos decirnos quiénes éramos, de dónde veníamos, adónde íbamos. La primera noche hicimos lo que nos dijeron. La segunda estábamos en silencio. Una chica empezó a llorar, entonces una mujer la golpeó. Oí los golpes. «Calla —le dijo—, el llanto no te ayuda a llegar a Europa». La tercera noche, cuando la oscuridad era tan intensa que apenas veíamos nuestros rostros, uno empezó a cuchichear su nombre. «Me llamo Peter —dijo—, Peter Ohenhen». Los demás le gritaron que se callase, iba a atraer la atención de los contrabandistas, le darían una paliza por romper las reglas, podían pegarnos a todos. Pero al poco rato otro más cuchicheó. «Me llamo Wisdom, Wisdom Okitola», y uno tras otro dijeron sus nombres, primero en voz baja para que solo lo oyera quien estaba a nuestro lado y luego más alto, los nombres se pasearon a rastras, como espectros, bajo el cobertizo. Teyo, Zaynab, Catherine, Toyin… Un muchacho empezó a contar su viaje, «cállate», dijeron los otros. «Todos hemos viajado y tu viaje no va a ser distinto al de todos nosotros». Nada más se dijo, pero al cabo de la noche todos sabíamos el nombre de cada cual. «Me llamo Mary Kwara, dije yo».

Se enjugó los ojos con la manga y volvió la vista hacia mí y luego hacia Jillian Dunne, que seguía junto a la pared.

—Me llamo Mary Kwara.

—¿Cuántos erais? —le pregunté en voz baja.

—Doce. Éramos doce, además de los tres locos. Ellos eran tres. Lo he pensado todo el tiempo. Solo eran tres. Eran ellos los que tendrían que estar en el mar.

La mujer se llevó las rodillas a la barbilla y las rodeó con los brazos. Tenía una pierna vendada.

—Así íbamos, acurrucados. —Miré los zapatos dorados de sus pies, no parecían pertenecer al resto del cuerpo—. Se llamaba Taye, Taye Lawal, el muchachito que iba delante de mí. Yo iba repitiendo sus nombres uno tras otro mientras nos mecíamos en el mar.

Mary Kwara miró al techo y se quedó callada, las piernas cayeron de nuevo al suelo.

—Ningún Patrick Cornwall —dijo y encontró mi mirada—. No había ningún americano.

—Pero tuvo que haber una gran oscuridad. Quizá dijo otro nombre.

—La vista se acostumbra a la oscuridad —dijo la mujer con voz muy segura—. Vi su foto por televisión. Él no iba en el barco.

Di un puñetazo en la mesa y me levanté.

—Lo sabía —dije y di una vuelta por la diminuta habitación, volví a sentarme y fijé los ojos en Mary Kwara.

—Ahora debes contar eso a la policía. Lo entiendes, ¿verdad?

La mujer negó con la cabeza, se echó hacia atrás.

—Nada de policía —dijo.

Me incliné hacia ella.

—Mi marido fue asesinado —dije—. Quería llevar a la cárcel a bandidos como esos hombres que os arrojaron al mar. ¿No quieres que vayan a la cárcel?

Mary Kwara levantó las manos ante mí.

—Nada de policía —dijo.

Jillian Dunne se acercó a la mujer y le puso una mano en el hombro.

—Ya vale —dijo.

—Déjala hablar —le grité.

—Es de Nigeria —dijo Jillian Dunne—. Si sale a la luz, la enviarán de vuelta. Carece de permiso para quedarse en España ni en ninguno otro país de la Unión Europea.

Traté de atrapar de nuevo la mirada de Mary Kwara.

—Tú eres la única que sabe lo que ocurrió —dije—. Seguramente eres la única superviviente del barco.

Vi que algo se apagaba en lo más recóndito de sus profundos ojos negros, algo que se cerraba.

—Tú eres la única que lo puede contar. Esos canallas van a salirse con la suya. Lo asesinaron, ¿es que no lo entendéis?

Mi mirada fue de la mujer negra a la mujer blanca, que mantenía una mano protectora en su hombro.

—No necesita decir de dónde es —dije suplicando a Jillian Dunne—. Lo único que debe hacer es contar lo que me ha contado a mí.

—¿Y quién me creería? —dijo Mary Kwara—. Si oculto lo uno, ¿cómo van a saber lo que es cierto?

Las prendas verdes que envolvían su cuerpo parecían proceder del vestuario de Jillian Dunne. Los mismos aromas a almizcle y esencia de rosas.

—Ya he dicho lo que tenía que decir —dijo la mujer y agachó el cuello—. Hace siete meses que dejé mi país. Aún no he llegado.

Cerré los puños a mis lados.

—No puedes pensar solo en ti. La vida de miles de personas está en juego. Patrick iba a escribir sobre ello y ahora está muerto.

La mujer miraba al suelo.

—Lo siento.

—Ya está bien de atosigarla —dijo Jillian Dunne y se interpuso entre nosotras—. Ha corrido un gran riesgo viniendo aquí para verte.

Volví a sentarme en la silla.

—Entonces, ¿por qué me lo cuentas a mí? —dije—. No puedo utilizar nada de esto. Nadie va a creerme.

—Se trata de tu esposo —dijo Mary Kwara—. Tienes derecho a saberlo.

Y Jillian Dunne le echó un brazo protector encima.

—Nico te va a llevar de vuelta —dijo a la mujer en voz baja.

Cuando la cortina de perlas acabó de sonar a mi paso, camino de la calle, oí a Jillian Dunne decir:

—Doy por sentado que no vas a divulgar nada de esto.

Tan pronto como dio la una en Europa y las ocho de la mañana en Nueva York llamé por teléfono a The Reporter. Richard Evans no había llegado todavía a la redacción. Me mordí los nudillos y pasé una hora navegando por los periódicos de la red.

Se había reducido el número de artículos y estos habían derivado hacia espacios marginales. Los puntos de vista se habían desplazado. James, el inmigrante, era muy citado. El nombre de Patrick ya no se mencionaba tanto como antes. Habían modificado la descripción de «se sospecha que haya sido asesinado» a «muerto en el desempeño de su cometido». Ahora se trataba más del barco zozobrado y del tráfico marítimo desde África en general. Hacía dos noches habían perecido doscientos inmigrantes en el estrecho entre Somalia y Yemen, etíopes y somalíes que habían puesto sus esperanzas en trabajar en Arabia Saudí.

La noticia de Patrick iba camino de la muerte.

Cogí el desayuno y me lo llevé a la habitación. La madre del conserje, quizá la suegra o la tía, me acarició la mano y no quiso que le pagara.

Por fin, a las nueve y media, hora de Nueva York, Evans había llegado a la redacción.

—Es mentira —grité en tono de triunfo nada más contestarme—. Patrick no viajó en ese barco.

—Ally Cornwall —dijo con un deje de cansancio en la voz—. Entiendo tu pérdida y todo lo demás, pero permíteme que sea yo quien me ocupe del periodismo.

—Pero he tenido un encuentro con una testigo, una superviviente. Está completamente segura de que ni Patrick ni el tal James iban a bordo.

Evans suspiró hondo.

—¿Quiere manifestarse públicamente, con nombre y foto?

—Por supuesto que no. Está en el país de forma ilegal, se esconde.

—Escúchame ahora. —Se oyó un portazo y se hizo silencio a su alrededor—. He enviado gente a todos los rincones del planeta para confirmar tu versión y nada se sostiene.

—¿A qué te refieres? —Me senté en la cama, un susurro al oído o acaso fuera el maldito viento—. ¿Qué es lo que no se sostiene?

—Sin pruebas, no puedo acusar a nadie de tratante de esclavos y de asesino, eso lo entiendes. El periódico no puede dejarse arrastrar a una maldita vendetta privada.

—Pero Arnaud Rachid…

—Dirige una organización que quiere crear opinión a favor de una política de fronteras abiertas, pero nunca ha escondido a inmigrantes ilegales.

—Pues claro que dice eso.

—Y no conoce a nadie que se llame Nedjma.

—¡Pero si vive con ella!

Sentí como todo empezaba a tambalearse a mi alrededor. ¿Por qué mentía Arnaud si lo que quería era dar publicidad a esta historia? Nedjma, pensé, había pasado a la clandestinidad, estaba muy implicada y él la protegía. Yo hubiera hecho lo mismo con Patrick. Además, a Nedjma le sobraban razones para estar cabreada, yo había roto lo que ella llamó trato. Yo no había enviado los documentos a París, sino al periódico de Nueva York. La historia pertenecía a Patrick. Había muerto por esos malditos documentos.

—Y la abogada de quien me hablaste, la tal Sarah Rachid, se acoge al secreto profesional y no dice ni pío. Hemos hablado incluso con el comisario encargado de la investigación del incendio del hotel. Está totalmente claro que se debió a un fallo eléctrico.

—La policía es corrupta —dije en voz baja.

Oí que no se lo creía.

—Y al empresario a quien acusas de asesinato —prosiguió Evans, al tiempo que hojeaba papeles—, acaba de recibir un premio como innovador de la economía europea por un organismo de Bruselas que… —Siguió hojeando—. Lo tengo por aquí, en algún sitio, pero qué más da. Y ya podemos estar contentos con que nadie nos haya demandado por lo que hemos publicado en la red.

Cobarde, pensé. Allí anda temiendo que la dirección le llame la atención.

—Ni siquiera habéis citado nombre alguno.

—No, una bendición del diablo. Ese lobista, cómo se llama…

—Guy de Barreau.

—Ese, por lo menos, nos ha amenazado con la ley en la mano desde que nuestro enviado empezó a desvariar con que estaba relacionado con tratantes de esclavos.

—¿Qué dice Alain Thery? —pregunté—. ¿Habéis dado con él?

—Sí, claro. Kenney pudo hablar con él por teléfono desde un yate en Puerto Banús. No quiere hacer comentarios. Se vio con Patrick Cornwall, pero no le consideró serio y declinó más entrevistas. Dice que Cornwall le perseguía y, por lo que entiendo, parece que tenía razón.

Me levanté lentamente, amodorrada, y abrí las puertas del balcón para coger aire. El viento zarandeaba el letrero del hotel unos metros más allá haciendo chirriar los goznes. La historia de Patrick se desmoronaba como una tramoya mal apuntalada. Una verdad caía y de golpe surgía otra nueva que transformaba la verdad en mentira.

—Pero Helder Ferreira, el comisario que conocí en Lisboa, sabe que Michail Jetjenko fue asesinado.

—No ha podido demostrarse —dijo Evans—. Jetjenko está enterrado. Y los documentos que enviaste no dicen nada por sí mismos.

—Pero Vera Jetjenko, su viuda…

—Ha muerto.

—¿Cómo? —temblé—. ¿Pero qué dices?

Y mientras Richard Evans me lo contaba, la oscuridad se apoderó de mí. De pronto fui consciente del pasadizo al final de la calle, de los portalones que conducían a solares baldíos, de las sombras agazapadas tras las hileras de contenedores un poco allá. Que alguien podía estar al acecho. Que yo podía ser la próxima de la lista.

Habían enviado un reportero de Londres a Lisboa, el cual había dado con la casa de Alfama y llamado a la puerta. Nadie le abrió. Al final salió un vecino y se ofreció a abrir el portal, solía encargarse del correo de un inquilino que estaba de viaje.

La puerta de Vera Jetjenko no estaba cerrada.

A ella la encontraron en el suelo del cuarto de estar. Muerta de una sobredosis de somníferos combinada con grandes cantidades de alcohol. Se consideró una evidencia la muerte por suicidio.

Retrocedí hacia el interior de la habitación y me quedé tras las cortinas con la vista puesta en la calle, las piernas me temblaban.

—Hemos hablado con la policía española —dijo Richard Evans—. Consideran que el testimonio de ese inmigrante es digno de crédito. Tal como contó, un bote zozobró precisamente aquella noche, muchos perecieron.

—Lo he visto en los periódicos —dije—, eso lo puede decir cualquiera.

—Él, a diferencia de todos los demás en esta historia, aparece en público con nombre y foto. Escucha… —Evans hizo una pausa y farfulló algo a alguien que había en su despacho. Solo oí «dos minutos» y presentí que la conversación llegaba a su fin.

—Hemos controlado al tal James —prosiguió—. El muchacho está de forma ilegal en el país, ha sido conducido a un centro de internamiento y va a ser expulsado dentro de veinticuatro horas. Al aparecer en público, seguro que no ganaba nada.

—Lo han comprado —dije—, ¿es que no lo entiendes? Es lo que hacen. Le han dado más dinero del que podía ganar en Europa durante toda su vida. Compraron a Luc, el vendedor de bolsos, para poner una trampa a Patrick y ahora a este muchacho para que la policía deje de hurgar en el asesinato. Dios mío, ¿es que no lo ves? Tú fuiste una vez periodista, carajo.

El teléfono quedó en silencio durante unos segundos. Cuando Richard Evans empezó a hablar de nuevo, su voz era dura y cortante como el acero, como cuchillos.

—Esto es justamente lo que uno podía esperarse de un free-lance como Cornwall —dijo—. Esforzarse hasta reventar… típico lo de lanzarse y abordar una embarcación por aguas que son un peligro mortal.

—Te digo que él no lo hizo.

—Fracasan en su carrera y luego se lanzan y arriesgan la vida en alguna maldita guerra olvidada creyendo que van a ganar algún premio.

Me había citado con Tom McNerney en la terraza del Café Central. Parecía exactamente lo que me había imaginado, sonrosado y obeso. Demasiados cigarrillos, demasiada cerveza, la buena vida. Me estrechó con sus robustos brazos contra su pecho.

Dime que tienes algo para mí, pensé.

Pedí ensalada y agua mineral, él pidió tortilla y bistec. Cuando la camarera rapada al cero dejó en la mesa el cesto de pan y el aceite de oliva y desapareció dentro del bar, Tom McNerney carraspeó.

—Bien, son los resultados preliminares de la autopsia —dijo y se limpió las narices con la servilleta—. Tuve que darles coba para hacerme con ellos.

Yo le miraba y esperaba. Un perro sarnoso olisqueaba debajo de la mesa al acecho de sobras.

—Pereció ahogado, es todo lo que pueden decir. —McNerney miró a otro lado y tosió contra el pliegue del brazo—. Una herida en la nuca que ya había cicatrizado mucho antes de caer al mar. —Se rascó con los dedos su propio parietal izquierdo.

—Le dieron una paliza en París —dije—, para que dejara de hurgar en sus negocios. Le golpearon la cabeza.

La comida llegó a la mesa. McNerney se puso la servilleta bajo el cuello de la camisa, como un babero.

Yo piqué en el cuscús.

—¿Y qué más?

—Unos cuantos rasguños que pudieron haberse producido en el mar, chocando contra el barco o con maderos a la deriva.

Trató de sazonar la carne, pero el viento se llevaba la sal que salía del salero, el chorro blanco se detuvo en seco y la sal se desparramó encima de la mesa.

—Maldita costa —dijo Tom McNerney y dejó el salero de un golpetazo—. ¿Sabías que ahora sopla levante? Según la leyenda, vuelve loca a la gente.

Cargó un bocado sin que eso le impidiera seguir hablando.

—Hace dos semanas, cuando el cadáver… me refiero a cuando tu esposo reflotó en tierra, soplaba poniente, el viento oeste del Atlántico. —Se limpió un chorrito de salsa de la comisura de los labios—. Pero el mar es impredecible, no se puede asegurar dónde cayó al agua.

—Pero tiene que haber algo más —dije—. Al margen de lo que digan, sé que Patrick no iba en ese barco.

Tom McNerney meneó la cabeza y me miró con ojos de pesadumbre.

—Patrick Cornwall pereció ahogado. Es lo único que puede probarse.

Atravesé la ciudad, pasé por el Blue Heaven Bar y llegué al puerto. Me senté un buen rato viendo zarpar al transbordador Tarifa-Tánger.

Si la mujer que se llamaba Mary Kwara se hubiese atrevido a aparecer en público… Y al instante caí en la cuenta de que también podía ser comprada. Había arriesgado la vida para llegar a Europa, para ganar dinero.

Me levanté de un salto y me puse en marcha. 2.878 dólares. Los había calculado con exactitud, como si la criatura que llevaba en el vientre fuese un contable que algún día me pidiera cuentas. Nunca serían suficientes, pero aún me quedaban los setecientos dólares del sueldo y la parte de mi empresa. Después podría vender el apartamento. En el peor de los casos, podría pedirles dinero prestado a los padres de Patrick. A fin de cuentas, debían de querer lo mismo que yo, que el asesino fuera arrestado.

Había luz en la ventana cuando me acerqué al Shangri-la, pero la puerta estaba cerrada. Miré adentro. Una pandilla, sentados en pufs alrededor de una tabla de surf, estaba fumando.

Llamé a la puerta. Fue Nico, el barbudo, quien la abrió. Al verme, se le desencajó el rostro, los ojos ardientes.

—¿Tú? ¿Qué demonios quieres?

Di un paso atrás, su reacción fue toda una sorpresa.

—Tengo que ver a Jillian Dunne, pero no sé dónde encontrarla.

—Escucha, no creo que quiera hablar contigo.

El grupo de surfistas se levantó y se unió a él.

—Perdón, pero… no comprendo de qué me hablas.

Nico se inclinó hacia mí con ojos rasgados, como rendijas.

—Se la han llevado. Ha desaparecido, gracias a ti.

—¿A quién…? ¿A Jillian…? ¿A Mary Kwara? ¡Por Dios! —Me apoyé en la pared y miré directamente al mar. La luz del faro palpitaba en medio de la isla y arrojaba haces de luz a través de la oscuridad. Nadie escapaba.

—Jillian está completamente destrozada —dijo—, hizo todo lo que pudo por esa mujer.

Le miré.

—Entonces, ¿vive?

—¿Jillian? Sí…

Le agarré por la muñeca.

—Llévame hasta ella, por favor.

Jillian Dunne vivía en un pequeño chalé adosado, enyesado y retirado, donde crecían buganvillas con ramilletes de flores rojas y lilas. Estaba tendida en un sofá, turbada y llorosa, y ni siquiera levantó la vista cuando Nico le anunció mi visita.

—Ella asegura que no ha dicho nada —dijo, se dio la vuelta y se marchó.

Jillian Dunne me miró directamente a los ojos.

—Ha desaparecido —dijo—. Tú la asustaste.

Yo me senté al borde del sofá, en un extremo. Tuve que serenarme a pesar de los gritos que oía en mis entrañas. Habían encontrado a Mary Kwara, el último testigo. Había sobrevivido al mar para morir, y era culpa mía, de alguna manera tuve que llevarles al escondite sin que yo supiera dónde estaba. Pensé en Patrick, en Jetjenko, en Salif: al final daban con todos.

—Cuéntame lo que ha pasado —le susurré al oído.

—Cuando volví, había desaparecido. Nico la acompañó a casa esta mañana y luego yo salí de compras… —Se le desencajó el rostro en un nuevo ataque de llanto—. Salí de tiendas… y le compré esto. —Abrió la mano cerrada y dentro había un colgante de plata—. Pasé mucho tiempo fuera —gimió—, fui de un lado para otro durante horas, hablando con la gente, aquí conozco a muchos…

—¿Qué crees que ha podido pasar?

Me miró con gesto de incomprensión.

—Se la han llevado, claro. La policía. Y ahora estará en la isla de las Palomas o en un algún centro de internamiento, será expulsada del país.

Bueno, si solo es eso, pensé, pero no dije nada.

Jillian Dunne rompió a llorar y yo seguí sentada, mirándole la espalda convulsionada de pena o culpa, a saber qué era peor. Traté de pensar como ellos, Alain Thery y sus hombres. Con toda frialdad. Por mi cabeza pasaron quiénes habían muerto a lo largo del camino. Había cierta lógica. No mataban al tuntún. Eran hombres de negocios, no psicópatas. Eran vengativos, barrían todas las huellas, enterraban la información. Podían haberla tomado con Mary Kwara, pero apenas tenían razones para amenazar a Jillian Dunne.

A una manzana del hotel surgió un hombre a mi espalda, de la nada. No necesité volverme para saber que era un hombre, por la firmeza de sus pasos y un no sé qué en el aire. Vibraciones de amenaza y peligro en ciernes que aprendes a intuir si creces en Nueva York.

Aceleré el paso al pasar por un árido solar. Oía el roce de mis suelas de goma contra el asfalto, la respiración. En las casas del vecindario solo veía ventanas a oscuras, rejillas y persianas entornadas.

Me seguía a unos diez metros de distancia. Un gato negro se cruzó delante de mí. Vi el letrero del hotel al fondo y sopesé hacer el último tramo a la carrera, pero correr entrañaba un riesgo, delataba miedo, correr era como tocar a rebato.

Habría que caminar a paso vivo y decidido. Solo tenía que pasar la fila de contenedores, luego llegaría al cruce donde la vista se despeja hacia la calle principal.

Al instante sentí la presa desde atrás, en torno a mi brazo. Otro hombre apareció y me cerró el paso, debía de estar escondido tras un contenedor. Una gorra de visera le ocultaba los ojos. El hombre a mi espalda estaba tan cerca que pude oír su respiración en mi pelo. Era más alto que yo, me sacaba una cabeza. Grité, pero me taparon la boca con una mano, un guante de cuero basto que olía a grasa. Pataleé para escapar, pero cada vez me sujetaba con más fuerza. Cuando me arrastraron de espaldas, en un instante de vértigo intuí que era la misma presa que había sentido con anterioridad, no una, sino dos veces. Cuando me echaron de la oficina de París y cuando me sacaron del Plaza Atenée. No es posible, pensé, no están aquí. Serán unos locos del lugar. Y apreté los dientes: mantén la mente clara, golpea cuando puedas, dales una patada en la entrepierna y corre.

Me arrastraron entre los altos matojos de hierba y los matorrales del solar baldío. Allí había tablones y escombros. Un muro tapaba la vista de la calle. El hombre a quien aún no había visto me empujó contra un muro de piedra y arrimó la boca a mi oído.

—Así que no te rindes, putilla.

Hablaba francés y de pronto entendí, en un momento de fría claridad, que yo era la última de la serie en saberlo todo, que podía entorpecer sus negocios.

—Traduce para que esta putilla no se pierda nada.

Me retorció el brazo, me aplastó la cara contra el muro de piedra y contra la mampostería.

—Vas a meterte en el culo eso de ir curioseando por ahí. Una sola jodida palabra más y… —Me escupió sus amenazas con la mano en mi cuello, pero ya no escuchaba, esto se acaba ahora, pensé, aquí se acaba todo. Me tiraron del cuello hacia atrás y me dieron un fuerte empujón en la espalda. Fui a caer de bruces contra un matorral de espinas, me rasgué la rodilla contra algo duro. La criatura, pensé. Dios mío, saben que estoy encinta.

—¿Vamos a darle a esta putilla americana lo que va pidiendo a gritos?

Cañas que se rompían y la respiración del hombre encima de mí.

Me tiró del brazo y me colocó de espaldas y entonces pude ver su cara. Una cara ancha con una nariz que parecía muy pequeña. Era el mismo hombre que custodiaba la oficina de Alain Thery en París, quien estuvo sentado a su mesa en el Plaza Atenée. Una mano me desabrochó el cinturón y él jadeaba pesadamente cuando me bajó los vaqueros o quizá fue el otro quien lo hizo.

Grité cuando me penetró, pero el grito fue ahogado por el guante que me metieron en la boca.

Mamá, pensé mientras mi cuerpo era aporreado contra el suelo, y en mi cabeza eran sus gritos los que reverberaban entre las paredes de piedra de la casa, yo había visto al Monsieur arrojarla a la cama antes de que él me dejara encerrada.

Se sobrevive, pensé, y aparté la cabeza. Fijé la mirada en los cardos y las botellas vacías. No vais a atraparme, porque no estoy aquí.

Las manos del hombre apretaron mi cuello.

—Mírame, putilla —rugió en francés, y después, cuando me golpeó en la cara, aflojó la presa alrededor del cuello. Volví la vista hacia él. Allí había un pedazo de piel abotagada con ojos desorbitados y una boca abierta de la cual salía un sonido, «maldito putón», cuando me la clavó una y otra vez y luego cayó, redondo como un saco, encima de mi tórax, de modo que me quedé sin aire y pensé que era el fin.

Con tal de que no me rompan los brazos.

Pero el hombre se incorporó poniéndose de rodillas y se subió los pantalones, riendo. Reía hacia su compinche, que estaba en el portón que daba a la calle. Yo me ovillé en posición fetal.

—Me parece que la putilla ya ha tenido lo suyo —dijo uno de los dos en francés.

El otro se rio.

—Quizá también quiera que se la metas por el culo.

El guardia de seguridad, o lo que fuera, se agachó y me cogió de los pelos, me obligó a mirarlo de nuevo.

—Traduce ahora lo que digo —le dijo al otro—, para que la putilla no se pierda nada. —Luego me echó su aliento a la cara, un hedor a cerveza y a restos de comida putrefactos.

—Lárgate a América —dijo—, no sea que también te arrojemos al mar. Pero a ti no te van a encontrar. —Me levantó un palmo del suelo tirándome del pelo—. ¿Tú qué dices? —dijo al otro— ¿O hacemos que se despierte en un burdel de Moldavia? Allí te ibas a enterar de lo que es bueno, inútil, putilla yanqui.

Me retorció el pelo con la mano y me tiró de la nuca hacia atrás.

—El jefe no quiere más cadáveres en este poblacho —gritó, carraspeó a fondo y me escupió a la cara—. Es la única razón de que sigas viva.

Luego volvieron a tirarme al suelo.

—Y no trates de esconderte. Daremos contigo donde quiera que estés.

Una patada me alcanzó en la entrepierna y me encogí como un ovillo. Me cubrí el vientre con los brazos. Cerré los ojos y esperé la siguiente patada. Esperé. Nada.

Cañas que se rompían y luego se hizo el silencio.

Arrancó el motor de un coche.

El ruido del motor se alejó.

Entonces abrí los ojos y empecé a buscar mis pantalones a tientas.

Los ruidos desaparecieron cuando dejé la ciudad a mi espalda. Una bandada de gaviotas graznó y levantó el vuelo, luego solo quedamos allí yo y el mar. El ritmo de las olas. Solo arena y oscuridad, la vegetación baja de los arenales que me arañaba las pantorrillas. Las negras rocas descansaban como animales durmientes al borde del agua y a mi alrededor el mar respiraba, elevaba y hundía su gigantesco vientre.

Me quité la ropa. Dejé la chaqueta, el jersey, los pantalones, los zapatos y los calcetines en un revoltijo. El viento azotaba la arena contra mi cuerpo. Me metí en el agua con solo bragas y sujetador. Las olas rociaron mis pies, tobillos y pantorrillas. El agua estaba tibia de repente, casi caliente. Me pareció oír que el mar cantaba.

Junto al rompeolas de rocas negras, a la derecha, a medio camino, me senté y metí las manos bajo el agua, acaricié el fondo. Su cuerpo había estado allí, incrustado. Traté de atrapar la arena pero se escurría entre mis dedos.

Perdón, murmuré, perdón por no haber podido más.

Me tendí dentro del agua y la arena se adaptó a las formas de mi cuerpo. La siguiente ola me cubrió el cuerpo, de modo que tragué agua salada por la boca y por la nariz.

¿Dónde estás?, susurré. ¿Hay algo después?

La ola se alejó y el aire me cubrió de frío hasta que otra ola llegó y sentí sus manos, cálidas, suaves, contra la piel y la arena desapareció a mis pies. Cerré los ojos.

Todo por ti, pensé. Dime qué voy a hacer porque ya no lo sé. Hazme saber si existes o si todo desaparece.

Oí un murmullo en los oídos, un tono sordo cada vez mayor. Me incorporé tan deprisa que el mundo se puso al revés y trepé por las rocas, me acurruqué del frío en la piel mojada. El canto se había transformado en estruendo, un huracán de voces. Hubiera sido tan sencillo dejarse arrastrar por la corriente…

Olvidar.

A la luz del faro vi a las arrolladoras olas batirse contra los acantilados a lo lejos. Y pensé en Mary Kwara, quien quizá estuviera ahora a merced del mar y fuese a reflotar en tierra, hoy o mañana, o cuando el mar quisiera.

El viento se llevó los últimos pensamientos. La ropa interior estaba mojada, pero el cuerpo se había secado y hacía mucho frío. Regresé a la playa vadeando y no sentí sino el agua tibia que me rozaba los tobillos, me atraía y tiraba de mí.