Tarifa lunes, 29 de septiembre

En el Blue Heaven Bar tocaban música reggae como aquella otra noche.

Terese oyó la música al doblar la esquina y ver el letrero más abajo, en un pequeño callejón. La piel le escocía de sol y de expectativas, el cuerpo le ardía cuando pensaba en la posibilidad de que él estuviera allí.

Era su última noche en Tarifa. Mañana debía regresar a casa, a Estocolmo, y no volvería a verlo. Alex de Ipswich.

Si solo pudiera verlo una vez más.

Dio un traspié y tuvo que concentrarse para no pisar mal entre los adoquines. Los zapatos nuevos, regalo de papá, eran de tacón alto. Además, llevaba el vestido amarillo que le hacía parecer más delgada y que realzaba el bronceado de su piel. Lo había comprado en una tienda de Puerto Banús durante una de sus excursiones. Todo el conjunto le había salido por 140 euros, pero eso no era nada comparado con lo que costaba la ropa en las tiendas del puerto, Donna Karan y Versace, nunca había visto tanto lujo. Y a papá le gustaba que ella fuera elegante. Hacía cualquier cosa para que ella se sintiera a gusto.

Terese llegó a sentirse guapa cuando entró por la puerta del Blue Heaven Bar. Tal como lo recordaba, había poco sitio y hacía calor, olía a pizza, crema solar y humo. Un leve aroma de hachís desde algún rincón.

Ya dentro, se quedó de pie y se meció al ritmo de la música. Trató de parecer tranquila. Había mucha gente alrededor de las mesas del centro del local: surfistas en pantalones cortos o vaqueros arremangados y chicas en holgados pantalones y camisetas cortas. Algunas llevaban faldas cortas y un anillo en el ombligo. Una camarera teñida de rubio y con un lagarto tatuado en el hombro pasó de largo con una bandeja llena de bebidas de colores rosa y azul turquesa. Terese estiró el cuello y echó un vistazo a los sofás del rincón del fondo.

No lo veía.

—Una cerveza, por favor —pidió a la chica de perlas prendidas al pelo y flequillo cortado en diagonal que atendía la barra.

Los días posteriores al terrible suceso solo quiso esconderse, desaparecer de la faz de la tierra. Hacer lo que su madre le dijo por teléfono: coger el primer avión de vuelta a casa, meterse en su cama, llorar y tomar chocolate caliente. Pero a papá no le pareció un buen método, tal como dijo, para superar la crisis.

Huir no era la solución. El mundo era cruel, pero la vida debía seguir. Así que alquiló un coche y se la llevó de excursión. Visitaron Gibraltar y una ciudad vieja en lo alto de las montañas llamada Ronda. Se pasó las noches llorando y pensando en los dos hombres: Alex, que la había abandonado en la playa, y el muerto en el agua. Los dos se confundían en sus sueños y eran una misma persona.

Los últimos días empezó a pensar que todo había sido un error. Lo ocurrido podía tener múltiples explicaciones. Alex, por ejemplo, podía haber despertado por la noche y encontrarse mal, y no quiso que ella le viese vomitar. Quizá estaba tan bebido que no se acordaba de lo que hizo. Tenía otra chica y le entraron remordimientos por estar con Terese sin haber terminado antes, definitivamente, con la otra.

Terese había fantaseado las últimas noches con que él la buscaba. Él no tenía su número de teléfono ni sabía en qué hotel se alojaba, ni siquiera su apellido. Por eso acudía noche tras noche al Blue Heaven Bar con la esperanza de encontrársela allí.

Terese se recostó en la barra y se quedó mirando uno de los televisores del techo que pasaba películas de playas de todo el mundo, kitesurfistas, surfistas a vela, surfistas de toda clase y de élite mundial que cabalgaban sobre las olas y volaban al viento. Le mareaba. Le sirvieron su cerveza. Se sintió algo más cómoda con algo en la mano. Se acordó de que Alex había bebido cerveza aquella noche.

Pudo sentir el deseo en el vientre, la ardiente oleada que le recorrió el cuerpo cuando él se inclinó sobre ella. Allí estuvieron, en el mismo sitio en que ella estaba ahora. Alex de Ipswich. Bronceado, maduro y con el pelo rizado.

«Una vez que has experimentado la sensación de ser elevada por el viento, ya no quieres bajar nunca a tierra —le dijo—. Entonces solo contáis tú, el mar y el viento, no existen otros pensamientos. Tienes que probarlo, Tes, es la libertad total. ¿Te puedo llamar Tes?».

Ella recordó sus ojos. Ni azules ni verdes. Como el mar, pensó, libres como el mar. Se había pasado todo el verano en Tarifa haciendo surf.

«Paso los inviernos en Australia, siguiendo los vientos. Es una forma de vivir. Pero no en Sidney sino en la costa oeste, cerca de Perth, donde hay mejor oleaje».

«Ipswips —le dijo ella cuando se sentaron en uno de los sofás junto a la pared. Entonces ya estaba bastante bebida—. ¿No es el lugar de origen de un asesino en serie?».

«Don’t worry. No fui yo», dijo Alex y simuló estrangularla en broma, pero la mano se demoró acariciándole levemente la línea del cuello. La estremeció el recuerdo. La entrepierna le palpitaba entre ardores.

«¿Sabías que los aborígenes trabajaban, a lo sumo, cuatro horas al día? —le dijo con la sonrisa pintada en su rostro, con sus ojos chispeantes—. Después se dedicaban a cantar, follar y contar historias. ¿Y sabes por qué funcionaba?».

«No», dijo Terese sintiéndose imbécil. Acababa de decirle que ella quería ser peluquera, algo tan vulgar y aburrido.

«Porque nadie les ha dicho que deben tener un chalé y dos coches —dijo Alex y se le acercó aún más, con el aliento en su oreja—. Y porque es más divertido hacerlo bajo las estrellas».

Bebía su cerveza a sorbos y mantenía la mirada fija en la entrada por si aparecía. Un nuevo grupo accedió al bar. Terese encogió el estómago hasta quedarse plana. Él no estaba. Respiró de nuevo. Dos chicas suecas se habían colocado a su lado. Una de ellas llevaba pantalones verdes y un anillo en el labio. El Blue Heaven Bar estaba lleno de chicas así, tan seguras de sí mismas. «Y de pronto reflotan en las playas, entre turistas, qué terrible». «Y todos se quedan mirando». A las chicas les sirvieron sus bebidas. «Yo no sabía que habían empezado con vuelos chárter aquí», dijo la del anillo en el labio. «Me parece que mañana nos vamos a Portugal. Esto empieza a estar muy explotado». Su amiga asintió. «Al norte de Lisboa todavía quedan poblaciones genuinas».

Terese empezó a moverse en dirección a los lavabos. Sentía ganas de contar que fue ella quien encontró al muerto en la playa, pero no quiso correr el riesgo de quedarse con dos chicas suecas más guapas que ella.

Alex entró en el local cuando ella pasaba junto a la puerta. Terese dio rápidamente un paso atrás y se ocultó tras una columna. Alex llevaba unos pantalones de algodón arremangados, con cinta elástica en la cintura, y una camiseta azul turquesa. El corazón le dio un vuelco. Era tan guapo como lo recordaba. Él se detuvo en una mesa y habló con un par de chicos. La camarera del lagarto tatuado pasó a su lado. Alex le dio un beso en la frente y le pidió una consumición. Terese fue presa de un pánico repentino. Quizá estaba con otra. No tenía que haber esperado tanto para volver allí.

Terese le vio la nuca alborotada y sus manos recordaron la sensación que la embargó al acariciarle el pelo, cerrar los puños alrededor de su cuerpo cuando la besó por primera vez, en serio, en un portal de la calle principal, en plena noche, cuando todos los demás desaparecieron dentro del bar Vampire.

Aquello tuvo que significar algo. Tuvo que hacerlo.

Se preguntó qué sería mejor: si ir a la barra y hacerse la encontradiza al pasar junto a él o ponerse a la vista para que fuera él quien la reconociera. En ese instante él se volvió. Terese encogió el estómago y le sonrió, levantó su copa de cerveza en gesto de saludo. Alex se la quedó mirando. Se volvió de nuevo hacia su amigo y le dijo algo. A Terese se le subieron los colores a la cara. Le temblaba la mano que sujetaba la copa y la cerveza se mecía. Entonces él se acercó. Tomó al vuelo una cerveza de la bandeja de la camarera del lagarto tatuado.

—Hola —dijo—, conque sigues por aquí.

—Mañana me voy —dijo Terese.

—Fiesta de despedida, pues. —Alex reía y movía la cabeza. Algo tenían los chicos de pelo rizado. Sentía debilidad.

Terese se llevó la copa a la altura del pecho para que la mano no le temblara. Para que le mirara las tetas.

—Y tú, ¿cuándo marchas a Australia?

—Pronto, si no cambia el viento. Este jodido poniente lleva ya varias semanas soplando. —Daba pequeños saltos. Terese creyó que estaba nervioso por verla allí—. Ya empiezo a hartarme de esperar al levante —dijo mirando a su alrededor.

—Sí, claro —dijo Terese—. Ha hecho mucho viento.

Él frunció el ceño y rio con uno que estaba a su lado.

—Me refiero —dijo— a que el poniente solo sopla del oeste, con el Atlántico a la espalda. Claro que forma grandes olas, pero carecen de elegancia. Con el levante es muy distinto.

Tomó un trago de cerveza y dirigió sendas ojeadas a los lados. Eran varios, los que escuchaban.

—Se trata de un anticiclón procedente de África. Cuando se encuentra con las bajas presiones sobre Andalucía, se forman poderosas corrientes de aire que penetran por el estrecho de Gibraltar y que forman olas de mayor de altura que en ningún otro sitio. —Se valía de los brazos para mostrar el flujo de las altas y bajas presiones y cómo se comprimían a su paso por el estrecho—. Dicen que el levante vuelve loca a la gente.

—Qué va, es solo un mito —dijo un chico a su lado.

—¿No lo has sentido nunca? Ese viento, tórrido y cálido, afecta de alguna manera a la gente cuando sopla una semana y otra, a veces durante meses en verano. Hay gente que se quita la vida. Aquí, en la Costa de la Luz, se cometen más suicidios que en ninguna otra parte de España. La cantidad de esquizofrénicos en Tarifa es inusualmente elevada. Lo provoca el levante, saca a la gente de sus casillas.

Alex estiró el cuello e hizo señas a alguien que estaba a espaldas de Terese. Ella se volvió. En los sofás había una pandilla sentada.

—¿Son amigos tuyos? —dijo ella.

—Aquí los conozco a casi todos —dijo Alex, y levantó su copa en dirección a la pandilla, indicándoles con la mano que iba a su encuentro.

—Me topé con un hombre muerto en la playa —dijo Terese.

Alex se la quedó mirando.

—¿A qué te refieres? —dijo.

—La otra noche, ya sabes.

—¿Qué noche? ¡Ah! ¿Te refieres a cuando tú y yo…?

—Hmm.

—¿Qué noche fue? —dijo y se quedó mirando la pantalla del televisor. Un surfista daba un triple salto y aterrizaba sobre la cresta de una ola gigante—. La verdad es que no sé lo que ocurrió. Bebí mucho esa noche.

—Entiendo —dijo Terese. Ella observó la mudanza de colores en los ojos de él, el brillo de dentro. Los ojos en que podría ahogarse. Él se echó a reír—. Espero no haber estado tan borracho como para… —Hizo un gesto declinante con la mano.

—No, no es eso. —Terese se inclinó hacia adelante y dejó que sus dedos le acariciaran la cadera—. Estuviste la mar de bien.

Alex dio un trago largo a su cerveza y retrocedió un paso de modo que la mano de ella quedó colgando en el aire.

—¿Qué hombre muerto? —dijo él—. No estarás refiriéndote…, Dios mío, fue aquella noche. Oí que encontraron un muerto. ¿Fuiste tú?

Terese asintió.

—Fue atroz. Estaba en el agua. Yo solo fui a refrescarme la cara.

—¡Oh, hay que joderse, hay que joderse!

Él se dirigió a uno de los chicos que estaba a espaldas de Terese y levantó la voz.

—La has oído, Ben, fue ella… la chica que encontró al inmigrante en el agua la semana pasada.

Terese percibió la atención centrada en ella, los rostros a su alrededor, las preguntas que revoloteaban al viento y le caían encima.

Por Dios, pobre chica, tuvo que ser terrible, ¿verdad? ¿Cómo lo encontraste? ¿En qué lugar de la playa? ¿Tuviste miedo? No entiendo que no hagan nada al respecto. ¿A qué te refieres? A las autoridades, a la Unión Europea. Los inmigrantes solo desean tener lo que nosotros tenemos. ¿Por qué no van a tener derecho a ello? Las fronteras son solo un invento de los políticos. Antes estaba completamente permitido entrar desde Marruecos pero bajaron el telón, pum, cuando España ingresó en la Unión Europea. Yo creo que todos pueden ir a donde quieran y vivir donde les plazca. Eso no funcionaría. Pero con nosotros funciona. Tú vives aquí. No puedes compararlo con que la mitad de África venga aquí. Creo que hay que ayudarles antes de que vengan. Combatir la miseria. Para que no tengan que desplazarse. Pero la gente quiere viajar.

Entre nubes de humo, vio cómo Alex desaparecía hacia la mesa de sus amigos, hacia todos esos surfistas y turistas de acampada. Estaba segura de que él no recordaba su nombre.

Se echó al buche el resto de la cerveza y dejó la copa a un lado. Luego se dirigió despacio hacia él, la boca reseca, el corazón latiendo. Se habían besado, habían follado. Tenían, pues, que poder hablar.

Alex se había sentado en un puf de cuero con la espalda hacia fuera y hablaba alegremente con una de las chicas del sofá. Había estirado sus largas piernas hacia ella y se rozaban los tobillos. Calzaba los pies con playeras, con una cadena de plata alrededor del tobillo.

Terese le tocó el hombro. Él se volvió.

—¿Podemos salir un rato? —dijo Terese.

—¿Por qué? —Alex miró a la chica que tenía las piernas junto a las suyas. Llevaba unos vaqueros muy cortos y ceñidos y una perla en el ombligo.

—Necesito hablar contigo —dijo Terese.

Alex manoseaba su copa. Se inclinó hacia la chica y le dijo algo. La chica miró a Terese.

—¿Es cierto? ¡Qué horror, yo me hubiera muerto del susto!

Alex apartó la copa y se levantó. Empujó a Terese en dirección a la puerta, por delante de él.

—¿No irás a hacerme una escenita, verdad? —le dijo cuando salieron al callejón. La tomó del brazo y se la llevó un poco más allá de la puerta—. Pasamos un buen rato, eso es todo. Míralo como un suvenir de vacaciones. —La soltó, se recostó en un muro y extrajo un pitillo arrugado del bolsillo del pecho.

Terese se frotó el antebrazo. El agarrón le había hecho daño.

—Dijiste que no recordabas nada —dijo ella.

—Estuviste espléndida. —Se sacó una hebra de tabaco de la lengua—. Pero eso no quiere decir que me haya enamorado de ti.

Ella tragó saliva y sintió el aire de la noche sobre sus hombros desnudos, sintió frío. Alex miró a otro lado, callejón abajo, dio una calada al pitillo y espiró el humo que se disipó rápidamente en el aire.

—Siento lo del hombre ese que encontraste muerto, lo siento de veras. De haberlo sabido…

—¿No te hubieras marchado?

Él se agachó y se rascó el pie. Terese vio la cadena de plata alrededor del tobillo.

—Mi pasaporte desapareció esa noche —dijo—. ¿Crees que me lo ha robado alguien?

—¿Por qué tendría que creerlo?

—Tú estuviste conmigo.

—¿Cuál es el problema? Tú no necesitas pasaporte para volver a Suecia. Tú eres ciudadana europea. ¿No has oído hablar del Acuerdo de Schengen?

Terese se lo quedó mirando, los labios que se deshacían en torno a la boca, los dientes torcidos, las palabras que salían.

—¿Fuiste tú quien me quitó el pasaporte? —dijo y dirigió la vista hacia la calle. Esperaba su negativa. Escarbó con la puntera blanca del zapato un pedazo de chicle que se había pegado al adoquinado.

Alex se rio.

—Tranquilízate. Puedes conseguir un pasaporte nuevo cuando vuelvas a casa. Incluso quizá puedas conseguirlo aquí, seguro que tenéis consulado tanto en Sevilla como en Málaga.

—¿También me quitaste el dinero? —Terese no le perdía la cara, dio un paso atrás y se recostó en el muro—. ¿Por qué lo hiciste? ¿Hurgaste en mi bolso mientras yo dormía? Y yo que… —se llevó la mano a la boca. Prorrumpió en sollozos y todo el cuerpo le empezó a temblar.

Él tendría que contenerla entonces y decirle que no era cierto.

—Sí, pero cálmate. —Pisó la colilla y, de una patada, la envió hasta el bordillo de la calzada—. ¿Cuánto era, veinte o treinta euros? Me dijiste que estabas con tu padre, él te los podrá dar. —La camiseta azul turquesa se le subió cuando se rascó el estómago. Él miró a ambos lados, se acercó a ella—. Y ahora no se te ocurra ir por ahí hablando de esto, porque si lo haces también van a oír cosas de ti. —Las luces del bar se apagaron a su espalda y cesó la música reggae, empezaron a sonar ritmos eléctricos, música de discoteca. Algunos bailaban.

—El pasaporte era mío. —Terese forzó las palabras—. ¿Qué ibas a hacer con él? El dinero era mío. ¿Te llevaste también mis zapatos?

—Déjate de lamentos. —Su rostro cada vez estaba más cerca—. ¿Sabes cuánta gente hay aquí que necesita un pasaporte, que anda desesperada por hacerse con uno? Esa gente no puede acudir a papá o al consulado para obtener otro. No seas tan consentida, eres la típica niñata de clase media, tan asquerosamente tacaña y estrecha de miras. Ni siquiera te hace falta.

—¿Se lo has dado a otro? Eso es ilegal.

Alex soltó una sonora carcajada.

—Mira, pequeña, yo no se lo doy a nadie. En ese caso nunca podría viajar a Australia. No tengo un papá que me pague el viaje.

Dio un par de pasos hacia ella y sintió su presa alrededor del cuello. La boca pegada a su oreja.

—No vayas a contarle nada a papá porque entonces yo diré a la policía cómo me pedías más y más a voces. Que me pagaste por follarte una y otra vez.

Ahora va a golpearme, pensó, y se acurrucó. No quiero que me golpee.

—Tuviste lo que querías —dijo él y se la quitó de encima.

Cuando él iba a entrar en el bar, se dio la vuelta. Terese seguía temblando junto al muro, al otro lado del callejón.

—Estás completamente loca —dijo Alex y se rio en voz alta—. ¿Por qué iba yo a llevarme tus zapatos?