Tarifa jueves, 2 de octubre

Ante mí se extendía el último tramo de carretera como un solitario trazo a lápiz dirigido directamente hacia el mar. Un letrero de zona militar apareció y desapareció. En una esquina había un cobertizo de ovejas medio derruido.

Aquí acaba, pensé. Ningún camino conduce fuera de aquí.

Me removía en el asiento, cambiaba de postura. De nada me servía. Me dolía el cuello y la columna vertebral, tenía el culo entumecido después de una noche en varios autocares, primero desde Lisboa hasta la frontera española, después hasta Sevilla, donde cambié a un autocar más viejo y destartalado que se dirigía a Algeciras, y ahora a este autobús local de asientos duros para el último trayecto. Si me dolía el cuerpo, todo estaba en orden, había deseado ese dolor. No me enteré de los lugares por los que pasamos. Había cerrado los ojos aunque apenas durmiera, suscitado imágenes de Patrick una tras otra, recuerdos que debía guardar y retener porque nada me quedaría si perdía la sonrisa en la comisura de sus labios, el calor de su mirada, la sensación de sus manos, su tono de voz; si no guardaba todos y cada uno de esos detalles.

Sentía náuseas. Pan blanco y jamón desde la noche de ayer, podía imaginarme los revolcones de la criatura entre hidratos de carbono desperdigados, pero tampoco me importó. Yo no había pedido a ningún intruso que me reclamara alimento y me obligara a seguir viviendo.

Una anciana se apeó en medio de un paisaje estéril, amarillento, lomas de pasto marchito y matorrales calcinados. A lo largo de la cima de un monte había una hilera de molinos de energía eólica. Sus aspas rotaban desaforadamente contra el cielo, como náufragos que trataban de salir a la superficie.

Cerré los ojos y volví a hundirme en las imágenes de Patrick.

En vida.

Cuando venía al sofá del cuarto de estar con una taza de café. La cantidad exacta de leche en mi taza. Los labios suaves contra mi frente. American Idol por televisión. Una disputa leve y divertida sobre quién debería salir del programa. Amanda Overmyer llevaba todas las de perder y Patrick apostaba por Carly Smithson, siempre encaprichado con lo europeo mientras yo sentía debilidad aquella temporada por la perita en dulce de David Archuleta y él me recriminaba que empezara a hacerme vieja y sentir debilidad por los adolescentes. Habíamos comido lo que nos trajeron del chino de la calle Diecinueve y luego nos sentamos cada cual a su extremo del sofá, yo con un periódico y Patrick con un libro mientras seguía el programa, las voces se integraban y el tiempo era infinito. Así tenía que ser.

El autobús torció varias veces y frenó, y, aunque no quise, tuve que abrir los ojos.

Tarifa.

Lo primero fue el viento. Me zarandeó con todas sus fuerzas nada más apearme del autobús, a punto estuvo de tirarme al suelo, un viento seco y ardiente e implacable que me desbarataba el pelo y lo enredaba en torbellinos, me azotaba el rostro.

Pensé que era el fin del mundo.

La estación de autobuses era un barracón de chapa ondulada en medio de un páramo azotado por el viento. Entre escombros y matorrales había una excavadora volcada y abandonada. A lo lejos había módulos cuadriculados de apartamentos con la colada meciéndose en los balcones. Entorné los ojos a la blanca luz del sol. Un asomo de mar se divisaba tras las casas.

El cuartel de la Guardia Civil era un complejo de piedra parda que ocupaba toda una manzana. Por la parte de atrás corría una alambrada de espino sobre la cresta de los muros.

España contaba con tres cuerpos de policía. Lo había leído en Internet el día antes en Lisboa. A la Guardia Civil le competía la protección de las fronteras y también se la mencionaba en artículos de prensa sobre inmigración ilegal.

En la sala de espera, una mujer vestida de negro sostenía contra su hombro, envuelto en una manta, a un bebé que gemía y, a su lado, un par de hombres que se habían dejado caer en sus sillas y dormitaban.

—¿Así que es usted ciudadana americana? —El agente se sentaba tras un escritorio que estaba en medio de una habitación pelada—. A este lado de Gibraltar no recibimos a muchos turistas americanos.

—No soy turista —dije y tomé asiento sin que me lo indicara.

—Vaya. —El agente se echó hacia atrás y me miró con una mueca de indiscreción en la mirada. A su espalda había una imagen de la Virgen María.

—El lunes pasado apareció un hombre muerto aquí, en la playa de Tarifa —dije.

—¿Es usted periodista? —preguntó en tono receloso.

—No —dije y recuperé aliento—. Soy su esposa.

El agente se echó a reír, una risa alta y desenfadada que se extinguió al instante.

—No, no, usted se equivoca, señora. Se trataba de un inmigrante ilegal, un subsahariano. Pretenden hacer la travesía en barcas, comprende, pateras ingobernables para cruzar el estrecho. Pensábamos que habíamos puesto coto a esa ruta, pero siempre hay alguien que intenta pasar desapercibido.

Saqué del bolso la foto de Patrick y la puse en el escritorio, delante de él.

—¿Era este?

El agente se inclinó sobre la foto y luego volvió a mirarme. Una mirada incrédula. Desaprobatoria. Levantó la foto y la dejó caer de nuevo.

—¿Quién es?

—Se llama Patrick Cornwall, periodista americano, residente en Nueva York. Estamos casados. —Había repensado las frases en español con anterioridad para utilizar palabras del diccionario y no las que se estilaban en las calles de Loisaida.

El agente me escrutó de arriba abajo.

—Usted no parece americana.

—Me crie en la barriada puertorriqueña de Nueva York —dije—, allí se aprende de todo un poco.

—¿Y tiene que ser su esposo?

Golpeó la foto con el lápiz.

—Desapareció en Lisboa hace un par de semanas. Fue asesinado.

—Vamos a ver si nos lo tomamos con un poco de calma —dijo. Se levantó e hizo una reverencia a la santa imagen de la Virgen María antes de dirigirse de nuevo a mí—. Sabemos que una embarcación zarpó de la costa de Marruecos la noche antes. —Señaló en dirección al mar—. Sabemos que zozobró o que saltaron al agua. A veces les dicen que tienen que hacerlo para que a los que comandan la embarcación les dé tiempo a volver y ocultarse en Marruecos antes de que les cojamos. Quizás esta vez saltaron demasiado pronto. —Dio un rodeo al escritorio y se dirigió hacia un mapa que había en la pared—. Un cuerpo reflotó aquí —dijo golpeando el lápiz en un punto del mapa donde se juntaban el mar y la tierra—. Y al día siguiente aparecieron dos más en Cádiz, un hombre y una mujer. Ella estaba embarazada de seis o siete meses. En resumen, entre nosotros y la policía marítima de Marruecos hemos recogido siete cadáveres la última semana.

Me quité la chaqueta.

—Tenía un tatuaje en el hombro —dije y me bajé el jersey por el hombro izquierdo. La mirada del hombre trepó por mi piel cuando exhibí el tatuaje, los dos zarcillos en flor que se unían y se enzarzaban entre sí, un nombre grabado para la eternidad. Patrick.

—En su tatuaje figura Alena —dije—. Sé que el hombre hallado en la playa tenía un tatuaje así.

El agente se acercó a mí. Se agachó. Puso un dedo sobre mi tatuaje, lo acarició un poco. Su aliento en mi oído.

Temblé pero no me moví. Se dirigió hacia el escritorio y volvió a sentarse.

—¿Solía su esposo dedicarse a los deportes de playa? —dijo al fin.

—¿Cómo?

—Tarifa es popular entre surfistas. —Se respaldó y se meció en el sillón—. Vienen surfistas de todo tipo de Inglaterra, Escandinavia y de toda Europa. No le tienen respeto al viento ni al mar, creen que es un juego. Seguro que entre ellos también hay algún americano.

Patrick practicando surf. La idea era tan estúpida que al principio no fui capaz de responder. Si había algo a lo que temía era al agua. Meneé la cabeza.

—Apenas sabía nadar.

El agente se echó hacia delante y apretó un botón al lado del escritorio. La puerta se abrió y entró un hombre más joven.

—Saque la carpeta del subsahariano del lunes pasado.

Cuando la puerta se cerró, volvió a inclinarse sobre el escritorio con ojos como lapas, pegados a mí, penetrantes.

—Llevo catorce años en el cuerpo —dijo—. Conozco esta frontera, sé lo que pasa. Los nuevos métodos se extienden rápidos como llamas al otro lado. Durante un tiempo tuvimos pateras atiborradas que llegaban a nuestro territorio todas las semanas, y luego, cuando nos pusieron vigilancia por radar, se popularizó la idea de pasar escondidos en las carrocerías de los coches a bordo del transbordador de Tánger, después en buques cisterna, he visto de todo. —Se echó a reír y se llevó las manos a la nuca—. Pero esta es la primera vez que alguien me asegura que un americano intentó hacer la travesía del estrecho.

—Yo no he dicho que intentó hacer la travesía del estrecho —dije—. He dicho que fue asesinado.

El subordinado entró con una carpeta que alcanzó a su jefe. Me miró de reojo. Me subí el jersey que aún me caía por el hombro.

El agente abrió la carpeta y extrajo unas fotografías. Sentí que un temblor helado me recorría el cuerpo y me incorporé. Me acercó las fotos.

La primera mostraba a Patrick de cuerpo entero, tendido en la playa. Estaba desnudo. Gritó, pensé, gritó cuando lo arrojaron al agua. La cabeza me daba vueltas. Cerré los ojos y volví a abrirlos. Me obligué a mirar, puse los dedos en la foto. Superficie esmaltada. Muerte.

La siguiente foto era un primer plano. La descarté sin más. Ya lo sabía. No quise que fuera mi última imagen de Patrick, la imagen que se interpusiera al beso de despedida cuando bajó corriendo hasta el taxi que lo llevaría al aeropuerto de Newark y al avión de París. Me enjugué el rostro con la manga y me obligué a mirar la última foto.

Mostraba el tatuaje del hombro, los zarcillos en flor que se engarzaban alrededor de mi nombre, algo que Botticelli podía haber pintado. Lucía en rojo y verde. Tras la primera visita al chino, tuvo que acudir a otra casa de tatuaje para que le rellenaran los colores. El chino tenía una experiencia limitada de tatuajes en piel negra. Los colores más luminosos se disipaban contra los tonos de la piel, pero funcionaban el rojo y verde intensos. Alena en rojo, en verde los zarcillos en flor.

Se me revolvió el estómago y murmuré algo, me llevé la mano a la boca y me levanté, corrí por medio de la sala de espera, donde la mujer y su criatura se recortaban como un bulto negro al límite de mi campo de visión y entré dando traspiés en el servicio de señoras.

Me volqué sobre la taza del retrete y vomité, pan blanco, jamón y zumo, todo el cuerpo me temblaba cuando el estómago se revolvía, y la última pizca de esperanza se fue por el sumidero con todo lo demás.

Me lavé con agua fría durante un buen rato. Me sacudí los mofletes con la palma de las manos. Me sequé la cara con papel higiénico.

El agente había cambiado de gesto cuando estuve de vuelta. Permanecía sentado en su asiento, grave.

—¿Cómo se encuentra?

Solo moví la cabeza. Las piernas me temblaban cuando fui a sentarme.

—Necesitamos una identificación —dijo y reunió las fotos ante sí. Ya no las volví a ver.

—Es él —dije y me llevé las manos a las piernas para que no me temblaran—. Es Patrick Cornwall, 38 años de edad, ciudadano americano.

Él se rascó el cuello.

—No basta, claro está, para declararle muerto, estas rutinas tienen su importancia.

—¿Qué chorradas dice?

Caí en mi español vulgar de joven.

—Cualquiera podría presentarse aquí y afirmar que ese es mi marido y hacerse con la herencia, no digo que usted lo haga pero los hay.

—Le digo que es él.

El agente enarcó las cejas, le crecían muy pobladas desde el puente de la nariz.

—Necesitamos una identificación segura —dijo y sacó unos papeles de la carpeta.

—¿Y eso qué quiere decir?

Me ceñí la chaqueta.

—Si se trata de un inmigrante marroquí en nuestro poder, entablamos contacto con la policía marroquí y ellos se ocupan del resto. Pero si se trata de un inmigrante subsahariano la cosa no resulta tan sencilla.

—¿Pero es que no me entiende? —Me salió un gallo al forzar la garganta—. No es ningún jodido subsahariano, es americano de siete generaciones.

El agente agitó unos papeles que tenía en la mano y los puso ante sí.

—No podemos identificar a los que reflotan en tierra. Ni siquiera sabemos de qué país proceden, Nigeria, Ghana, Sierra Leona, Senegal… ¿Por dónde íbamos a empezar?

Crucé los brazos y me metí las manos en los sobacos para templarlas.

—Se toman huellas dactilares y pruebas de sangre, luego se llevan los cuerpos a custodia. Nunca he oído hablar de que se proceda a identificación alguna.

Le miré a los ojos, pero él seguía emperrado, dale que te pego, con sus jodidos inmigrantes. Aquí, ni la lógica ni el sentido común valían para nada y tuve el pálpito de que Patrick fuera a desaparecer una vez más en una especie de burocracia kafkiana entretenida con la muerte. Mi mirada se quedó pegada a la Virgen María y al niño Jesús en sus brazos, una idea absurda en medio de todo: de haber tenido ADN por aquel entonces, habrían podido probar la paternidad de la criatura.

—¿Dónde queda el consulado americano más próximo? —pregunté.

—En Sevilla.

No quiero verlo, pensé. No quiero permanecer en una fiambrera al descubrir el velo de su rostro y decir: «Es él» y prorrumpir en llantos. No quiero sentir frío la última vez que lo vea.

—¿Pueden enviar esos datos, huellas dactilares y todo, por correo electrónico, al consulado americano? —pregunté.

—No —repuso el agente—, eso no lo hacemos.

—¡Cojones! —Di un puñetazo en la mesa y estuve a punto de llamarle hijo de puta cuando abrió la boca y sonrió de modo que le viese las muelas de oro.

—Pero podemos, naturalmente, enviar un fax.

Una vez fuera del cuartel marqué el número del consulado de Sevilla.

Un hombre me contestó, Tom McNerney, con acento del medio oeste.

—Se trata de algo más que un trámite de pasaporte —dije.

—De acuerdo. Cuente para ver lo que puedo hacer.

Le conté la historia de forma breve y concisa, como si ya no tuviera que ver conmigo. Miré los sólidos muros de piedra del cuartel. En uno de ellos alguien había hecho una pintada de signo anarquista.

—Ahora tranquilícese —dijo Tom McNerney cuando hube acabado—. La llamaré cuando reciba el fax de Tarifa, y luego iremos paso a paso, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —El pecho me dio un calambre, una persona se preocupaba.

—Por cierto, en Tarifa puedo recomendarle el Café Central del barrio viejo, un sitio agradable para un almuerzo sin pretensiones. Lugar histórico, buenos precios.

—Gracias —dije—, lo tendré en cuenta.

Doblé la esquina y el viento me zarandeó con toda su fuerza. La arena pinchaba como agujas cuando me azotó la cara. Ante mí la playa y el mar, un horizonte abierto hacia la infinitud.

Allí, en algún lugar, lo habían encontrado.

Me senté en un banco de hormigón. Repasé los números de las últimas llamadas.

Ella contestó a la segunda señal.

—Soy Ally Cornwall de nuevo —dije.

—Vaya, eres tú —dijo Terese—. La llamada del otro día se cortó. ¿O fuiste tú quien colgó el teléfono?

Me incliné hacia delante y me subí la chaqueta para protegerme del viento.

—Solo se trata de algo más que necesito saber.

—Papá me dice que no hable con periodistas. Lo único que hacen es tergiversar y enfocar de mala manera lo que una dice.

—Yo no soy periodista.

—¿De qué se trata entonces?

—Es un poco difícil explicarlo —dije y barrí con las plantas de los pies la arena de grano fino que cubría las losas de piedra—. Te conté que quizá conocía al hombre que encontraste en la playa y ahora sé que es así. He visto fotos suyas.

Terese recobró el aliento.

—¿Es cierto? —dijo y permaneció unos segundos en silencio—. No he pensado en él en ese sentido. Me refiero a que alguien lo conociera.

—Tengo que saber —la interrumpí— dónde estaba exactamente.

—¿Por qué lo quieres saber? —dijo Terese.

—Dímelo, por favor.

Segundos de silencio. Las gaviotas sobrevolaban en círculo a lo alto, encima de mi cabeza.

—No he podido contárselo a nadie —dijo Terese y empezó a llorar.

Lloraba e hipaba. Y mientras yo caminaba por las dunas de arena, ella se sacaba de dentro el trauma que había pasado y el hecho de haber estado en la playa aquella noche con un chico que había conocido por la tarde, un surfista llamado Alex de algún lugar insignificante de Inglaterra, que le había partido el corazón. Conseguí sacarle ciertos datos antes de que la voz al otro extremo de la línea se ahogara en un llanto descontrolado.

Un rompeolas negro se adentraba unos metros en el mar.

—Ahí fue donde estaba —dijo Terese entre sollozos—. ¿Puedes imaginarte que lo pisé?

Trepé por las rocas y me senté. El oleaje elevaba y hundía la superficie del mar, de modo que la tierra también parecía moverse, nada había firme ni estable. Una cometa de color naranja volaba por encima de mi cabeza con un surfista en traje de goma sujeto a una cuerda, saltaba sobre la tabla y caía al agua. El aire era cálido y salino.

—No comprendo cómo pudo tratarme así —sollozó Terese.

Me quedé mirando al teléfono en mi mano, casi había olvidado que ella seguía allí.

—¿Quién? —le dije, desconcertada.

—Alex. Me refiero a que habíamos…

El agua me salpicó cuando una nueva ola rompió contra las rocas y siguió rodando hacia la playa. Espuma en la superficie. Tuvo que haber estado en algún punto del rompeolas, atrapado entre las rocas. No fui capaz de mirar hacia abajo.

—No debí haberlo hecho, ¿verdad?

—¿El qué?

—Pues eso, follar con él.

—¿Qué tiene eso que ver?

Los ojos me escocían de arena y luz afilada. Entorné la mirada hacia el oeste, hacia el horizonte, y no pude distinguir dónde acababa el mar y empezaba el cielo.

—Si aun así le hubiera dicho que no —gimió Terese—, quizá le hubiera gustado más.

—Pero corta ya —dije y mi pensamiento voló hasta la primera noche en que arrastré a Patrick por el portal de mi casa en East Village, su mano en mi mano cuando le conduje escalera arriba, a oscuras porque nunca cambiaban las bombillas—. A veces hay que apostar.

Aparté el pelo de los ojos pero el viento me los cubrió de nuevo.

—Se llevó mi pasaporte —gimió Terese—. ¿Puedes creer que me lo quitó para venderlo, solo para sacar algún dinero. Y yo, que volví al Blue Heaven Bar para verlo de nuevo?

—¿A qué lado del rompeolas se encontraba?

—Pero si te lo he dicho. A la derecha, casi a medio camino.

Y yo me obligué a ladear la cabeza y mirar hacia abajo. Terese no aparecía en la imagen, solo la representación del cuerpo de Patrick. El agua fría. Una ola rompió en un torbellino de espuma, removió la arena del fondo y dejó unas conchas tras de sí cuando el mar la retiró. Y rompió la siguiente ola y borró las huellas de la anterior.