París jueves, 25 de septiembre

Un golpe de viento atrapó el mapa y casi me lo arrebató de las manos. Volví a meterlo en el bolso y anduve todo lo rápido que pude con zapatos nuevos. Era una zona sin planificación urbanística, con viejas casuchas de derribo y escasos edificios como índices al viento, señalando a Dios y al mundo entero. Hombres ociosos permanecían recostados en los muros de las casas y tuve que esquivar a un camello que me salió al paso farfullando su oferta.

En ocasiones así, si iba a adentrarme por esos barrios, habría llevado zapatillas y capucha, habría caminado agachada, a grandes zancadas, y a distancia nadie habría podido distinguir si yo era hombre o mujer. Pero ahora me había vestido como la señora Alena Sarkanova, con tacones y abrigo de entretiempo, dispuesta a almorzar en el restaurante Taillevent dentro de un par de horas. Había dedicado la mañana a comprar ropa en las tiendas más baratas de las inmediaciones del hotel. Casi fue como estar de vuelta en el trabajo, había que crear un personaje. Aún me quedaban varias horas cuando acabé y decidí husmear las direcciones de mi lista que quedaban más al norte.

El número 61 debía de quedar un poco más adelante, al otro lado de la calle. Iba arrebujada contra el viento cuando crucé el bulevar Michelet. Por eso no vi la casa hasta estar delante de ella.

Todos mis pensamientos se detuvieron en seco.

Frente a mí se erigía una ruina carbonizada, un espectro. Las ventanas eran orificios que apuntaban directamente a las tinieblas. Podía ver el cielo a través de la séptima planta, cuyo techo se había derrumbado arrastrando la fachada consigo. En la tercera planta se veía el esqueleto de una cama carbonizada. Aún seguía oliendo a quemado, como una maldición que pendía en el aire.

Ardía, pensé, y el miedo me encogió el corazón. Ardía aquella noche. Patrick gritó en francés al teléfono y luego tuvo que salir. Aquí fue donde ardía. Y no volvió.

Anduve despacio a lo largo de una tarima que habían levantado alrededor del edificio incendiado. Ya lo habían garabateado a brochazos. Junto al edificio incendiado había un árido solar; al otro lado se inclinaba sobre un edificio más bajo. Por la parte trasera alguien había hecho un boquete en la tarima. Me agaché y entré. Todo era quietud. En medio del patio aparecieron los restos de un carrito de niño. La tela había ardido, solo quedaba el chasis de acero negro y retorcido. Una hilera de depósitos o casetas había ardido hasta los cimientos.

Me colé, sin reparar en peligros, por una abertura que había sido puerta. Pisé cristales y escombros. Tropecé con un tabique y me ensucié la mano. Había una pila de bolsas y ropas que habían ido a parar allí más tarde, estaban demasiado limpias para haber estado allí durante el incendio. En lo alto de la pared colgaban dos hileras de buzones hasta el suelo, los conté uno a uno. Veinticuatro. Uno por cada apartamento que había ardido. Apestaban a plástico y a residuos chamuscados, me subí el abrigo por encima de la boca y nariz, pisé escombros de la escalera derrumbada y salí a la calle por el portal.

En la planta baja había habido un restaurante. La barra estaba casi intacta, el resto eran paredes desnudas carbonizadas. El letrero había caído por fuera y estaba en la acera, casi sepultado entre cenizas y escombros. Pude distinguir las primeras letras: Resta…

Me cercioré de que no hubiera cristales en el suelo. Luego me arrodillé con cuidado y restregué el letrero con la manga del abrigo hasta que apareció el nombre completo. Restaurante Hôtel Royal.

Y todo lo que mi cabeza oía era la voz de Patrick, una y otra vez. «Pero qué es lo que está ardiendo… dime qué está pasando, ¡por el amor de Dios!».

En la puerta del café había un letrero escrito a mano que rezaba: We speak English. Pedí un café y un bocadillo de queso.

—¿Qué ha ocurrido en ese edificio? —pregunté al joven que atendía la barra señalándole las ruinas a un centenar de metros al otro lado de la calle.

El joven movió la cabeza mientras tiraba cerveza de barril.

—Terrible —dijo—. Un incendio, todo un escándalo.

Se recreó en la visión de mi vestido. El café parecía un antro de albañiles que comían tortilla y bebían cerveza mientras miraban los resultados de las apuestas en la pantalla del televisor. Algunos se acodaban en la barra para rellenar sus apuestas.

—Murieron diecisiete personas.

—¿Cómo? —Un escalofrío me recorrió el cuerpo desde los pies—. ¿Cuántas has dicho que murieron?

El joven asintió y alzó las manos. Diecisiete. Colocó el vaso lleno de cerveza en la bandeja y lo empujó por el mostrador hasta un hombre acodado al extremo.

El sabor amargo del café se intensificaba en mi boca mientras digería la cifra.

—¿Qué pasó? —dije—. ¿Por qué ardió?

—Inmigrantes, africanos. Ninguna salida de emergencia. —Movió la cabeza y dijo algo a una mujer sentada al lado, inclinada sobre su jarra de cerveza. Tenía los ojos muy pintados, el pelo le colgaba en largas greñas por encima de los hombros.

Une tragédie —dijo la mujer con voz ronca y haciendo aspavientos. No entendí el resto de sus palabras.

—Hacían fuego dentro —prosiguió el barman—. No comprenden, imbéciles. Viven cinco, siete, ocho personas en una habitación y hacen comida dentro.

—El letrero que yo vi era de un hotel.

—Hotel —dijo mientras repasaba un vaso con el paño y lo ponía a contraluz—. Sí, claro. Cinco, seis, diez personas en una sola habitación. Mal sitio. También había niños, mujeres y niños.

Un hombre en mono de trabajo manchado de pintura y de grandes ojeras extendió sobre el mostrador unos cupones de apuestas y el joven de la barra se desplazó para registrarlos. La mujer, sumida en su jarra de cerveza, seguía hablando a solas de «la grande tragédie, une catastrophe».

El regusto a aire viciado por el humo del tabaco se me pegaba a la lengua al respirar. Patrick había dejado el hotel el martes. El hotel se incendió la noche del viernes. Tuvo que haber cogido un taxi y atravesar París creyendo que podía salvar a esas pobres gentes, pero al día siguiente estaba vivo. Tres días después, según testimonio del personal del hotel, pidió la cuenta y se fue.

Tengo que llenar las lagunas, pensé. Entender los acontecimientos para saber adónde fue. Por qué no volvió a casa.

En un momento de confusión pensé que hubo varios incendios. Que no fue el mismo incendio. Que no fue este el que él había vivido. Tosí y sentí el sabor del humo del tabaco en lo más hondo de la garganta.

—¿Cuándo fue? —le pregunté al barman—. ¿Cuándo ocurrió?

—El viernes de hace dos semanas —dijo y desapareció tras la puerta de la cocina.

Suspiré aliviada y me arrepentí al instante, aun así habían perecido diecisiete personas. Desde la barra vi una parte de la silueta derruida y calcinada al otro lado de la calle. Eran las doce y cuarto.

Toilette? —le pregunté a la mujer de al lado. La vieja levantó un poco la cabeza y me indicó con una mano temblorosa; de la manga del jersey sobresalía un fleco de encaje rojo, llevaba al menos tres prendas encima. Pensé que quizá no tuviera más de cincuenta años, pero carecía de dientes, y una persona sin dientes parece una persona acabada.

En el lavabo, me limpié una mancha de tizne que me corría por la frente. Después saqué el estuche de maquillaje.

Al tercer plato aún no había conseguido sacarle nada a un camarero que no fuera «está bueno» o «es su primera visita». Todo un enjambre mariposeaba alrededor de las mesas en la estricta jerarquía que marcaban los colores de sus chaquetas, con y sin corbata. En el escalón más bajo de la jerarquía había unos mozos en camisa de color beis. Su cometido, entre otros, consistía en hacer acto de presencia de forma discreta con cepillo de plata y recogedor para limpiar el mantel de las migas de pan desparramadas.

—Tiene que ser entretenido trabajar aquí —dije a un rostro plagado de espinillas que se sonrojó—. Un conocido mío estuvo aquí hace un par de semanas, ¿tal vez fuiste tú quien le sirvió?

El mozo esbozó una tímida sonrisa, limpió el mantel hasta la última miga y desapareció. Bebí un trago de agua mineral y traté de ver lo que Patrick había visto.

El comedor del restaurante Taillevent no era mucho mayor que la suma de dos salas de estar normales. En medio del local había una orquídea clausurada en un fanal, por lo demás todo el decorado iba en marrón y beis. Como el poder, pensé. Una vez utilicé matices marrones para la escenografía de Rey Lear y tuve que pelear por mi versión, el cliché era magnificarle en tonos dorados y rojo aterciopelado, pero el poder absoluto, defendí yo, se pintaba en marrón, como en la Alemania nazi y en la antigua Europa del Este.

La mullida moqueta engullía la mayor parte de las conversaciones alrededor de las mesas. Si Patrick había venido para escuchar a escondidas, seguro que no oyó mucho.

—He oído decir que vienen muchos políticos a comer aquí —intenté pegar la hebra con el camarero de chaqueta roja que a los postres me trajo un sorbete de pera en forma de escultura. En ese punto yo estaba tan harta que prefería salir y meterme dos dedos en la boca. No estaba segura de lo que había comido, pero fueron muchos platos de nombres muy largos—. ¿Suelen conceder entrevistas aquí?

—Tenemos una clientela muy fiel —dijo y se alejó con una leve sonrisa.

La élite, me dijo Olivier en el hotel.

Dejé vagar la vista por las mesas que había junto a las paredes, chaqueta a chaqueta, cabellos canos, calvas relucientes. Las únicas mujeres del restaurante eran dos japonesas que fotografiaban entusiasmadas cada plato que les servían.

Estuve a punto de llevarme un pedazo de pera marinada a la boca cuando el señor mayor del día anterior dirigió sus pasos hacia mi mesa.

—Bienvenida, espero que todo sea de su agrado, ¿es su primera visita? —dijo y se dio palmaditas en el estómago.

No pareció reconocerme, pero también me había puesto hasta arriba de maquillaje. El vestido me quedaba ceñido y podía pasar por elegante, había dado con una baratija plateada, con pedrería postiza garantizada, que colgaba a la perfección en el escote. Forcé una sonrisa deliciosa.

—Sí, es la primera vez, me lo recomendó un colega, un periodista americano que estuvo aquí hace dos semanas.

—¡Qué bien!

Ni una sola mueca en el rollizo y sonrosado rostro. Tuve el pálpito de tratarle de usted. Era el tipo de corbatas ajustadas al cuello y pliegues estirados bajo las mandíbulas. Y de repente le vi en todos los camareros que se movían por el comedor, en el orden estricto y la adulación cortesana hacia los clientes. La sonrisa que había visto transformarse en otra cosa cuando llegaba a casa y se aflojaba el nudo de la corbata.

Entonces sonó mi móvil. Todas las miradas se dirigieron a mí. Me agaché bajo la mesa, cogí mi móvil y lo encendí. Era Benji quien llamaba. Recordé que había llamado el día antes, cuando iba en aquel coche extraño. Había olvidado devolverle la llamada.

—¿Tal vez quiera llevarse el chocolate a casa? —me preguntó el primer camarero cuando después de tomarme el café había dejado las chocolatinas intactas.

Asentí con un gesto de cabeza.

—Voy a recomendar este sitio a Dan Brown para que escriba de él en su próximo libro. Entonces vendrán aquí muchos más norteamericanos.

Un último intento. Solo dio por respuesta una severa sonrisa.

—Pero he oído que usted tuvo problemas con un periodista americano un par de semanas atrás, con Patrick Cornwall. ¿Qué fue lo que sucedió?

—Tenemos muchos clientes americanos, todos muy amables.

—¿No es cierto que ya no es bienvenido al restaurante, molestó a otros clientes?

—En ese caso debería usted hablar con el jefe de sala.

Estaba convencida de que él y los demás miembros del personal sabían lo que había sucedido. Los escándalos corren en todos los lugares de trabajo, pero en el comedor nadie iba a decir una palabra.

Cuando recogí mi abrigo nuevo, la empleada de melena corta me alcanzó con discreción una bolsita con cuatro chocolatinas dentro.

Mientras en Google buscaba enlaces con las palabras incendio, hotel y París, vi pasar riadas de turistas sin fin, el tráfico colapsado en ocho filas. Había encontrado un café de Internet en los Campos Elíseos y tuve que guardar cola durante veinte minutos para acceder a un ordenador carísimo con vistas a la avenida.

Una larga serie de titulares aparecieron en la pantalla. La mayoría de diarios franceses, pero también algunos en inglés en sitios informativos de la red.

AL MENOS 17 MUERTOS EN EL INCENDIO DE UN HOTEL EN PARÍS

Al menos 17 personas perecieron anoche en el incendio de un hotel de París. Muchos de los huéspedes del Hôtel Royal, un sencillo albergue del barrio de Saint-Quen, al norte de París, eran inmigrantes africanos. Según la emisora de radio France Info, entre las víctimas hubo cuatro niños. La identificación de los fallecidos se ve dificultada por el hecho de tratarse de inmigrantes que se encontraban en situación ilegal en el país. Se cree que en el edificio de seis plantas había más personas, pero la policía no ha podido interrogar a ningún superviviente.

«Solo había una escalera, el hotel era una trampa mortal», afirma el jefe de bomberos Jean-Marie Gilbert.

Según la policía, hay testimonios que apuntan a que el incendio pudo ser provocado.

El incendio comenzó poco antes de la medianoche, en la noche del viernes al sábado. Más de veinte coches de bomberos participaron en las labores de extinción. El trabajo aún seguía en la madrugada de hoy.

En una nota posterior desecharon las sospechas delictivas. El incendio, según la policía, había sido ocasionado por un fallo eléctrico o por descuido de los inquilinos. No obstante, el propietario podía contar con una denuncia por falta de seguridad. Tampoco pudo exhibir una contabilidad aceptable de su actividad hotelera.

No era la primera vez que sucedía algo así. Seguí navegando entre los enlaces.

En abril de 2005 murieron veinticuatro personas en el incendio de un hotel barato del noreste de París. La mayoría de las víctimas fueron inmigrantes africanos que habían sido ubicados allí por los servicios sociales. En agosto del mismo año murieron nueve niños en un edificio en ruinas.

«Para conseguir un contrato de alquiler hay que tener papeles», dijo un inmigrante llamado Said, que no quiso dar su apellido a la prensa. «Sin papeles te ves encadenado a un mercado negro donde los caseros no vacilan en ofrecer peligrosísimas viviendas en ruinas en las que ningún ciudadano se atrevería a vivir».

Las autoridades municipales habían dedicado muchos esfuerzos a vaciar de inquilinos edificios que amenazaban ruina. Entre otros muchos, habían hallado una imprenta abandonada donde vivían setenta personas que compartían un solo retrete en condiciones.

Volví a Google, pulsé sobre enlaces relacionados y escribí en el casillero de búsqueda variantes de las palabras: hotel, incendio, París, inmigración ilegal, sin papeles, Europa.

Mientras navegaba de página en página, me parecía ir tras la pista de Patrick, de que vislumbraba un asomo de su espalda al pasar al siguiente enlace.

Solo en París había unos cuatrocientos mil inmigrantes sin papeles, hasta ocho millones en toda Europa occidental y las políticas se endurecían. En la actualidad, el control aduanero de Europa se extendía hasta Senegal, y las playas eran vigiladas con radares. Con todo, nuevos inmigrantes conseguían pasar a bordo de camiones y en barcazas llenas hasta los topes, exhibiendo documentación falsa en los aeropuertos. Unos compraban billetes con dinero prestado, otros eran transportados de contrabando para ser vendidos a la industria del sexo, una cantidad cada vez mayor era explotada en condiciones de pura esclavitud.

Me eché hacia atrás y estiré los hombros. Esclavitud laboral era una expresión que aparecía constantemente en la libreta de notas, en la conversación con el portero del hotel.

La escribí en el casillero de búsqueda y me dio otra serie de enlaces.

Ahí aparecieron los chinos de los que me habló Richard Evans, los que fueron a recoger mejillones en una bahía cercana a Liverpool. Veintiuno perecieron ahogados cuando les sorprendió la marea. Los supervivientes contaron que les pagaban siete euros por canasta llena de mejillones, pero que luego el gangmaster, el contratista, aplicaba descuentos en concepto de vivienda en un inhóspito sótano y por deudas contraídas para viajar allí. El incidente tuvo lugar años atrás y de él se hizo un documental. Nada nuevo, pues. Seguí ojeando textos.

En la Toscana, en Italia, miles de chinos trabajaban en fábricas textiles clandestinas. Made in Italy, decía una muchachita china mostrando orgullosa una prenda de vestir. Las prendas eran transportadas a puestos callejeros y a lugares turísticos de toda Europa. El sueldo se pagaba en especies, comida y dormitorio en la misma fábrica, y los trabajadores tenían deudas acumuladas de hasta 20.000 euros que debían pagar a los snakeheads que habían organizado su viaje a Europa.

Buena idea, pensé. Una trata de esclavos en la que los esclavos pagaban sus desplazamientos. No era extraño que Patrick hubiera picado el anzuelo.

Seguí echando un vistazo a los artículos sobre niños que desaparecían en Rumanía para trabajar como ladronzuelos en Londres, París y Estocolmo, en peligrosos trabajos de la construcción, en trabajos de limpieza que solo se hacían por la noche y de jovencitas que eran vendidas como esclavas para el servicio doméstico.

Mi mirada se quedó ahí. El pulso fue en aumento, lo oía golpeándome los tímpanos.

Se trataba de una muchacha de quince años de Togo que había sido mantenido como esclava en dos familias de París, hasta que los vecinos dieron la voz de alarma. El tribunal les condenó a pagar el sueldo de la chica a posteriori, 30.000 euros por cuatro años de empleo esclavo, siete días por semana, quince horas diarias. Alrededor de un euro la hora.

La abogada que representó a la chica se llamaba Sarah Rachid. Había visto su nombre escrito con mucho esmero en la libreta de notas de Patrick.

«Está bien que haya ganado —decía Sarah Rachid—. Pero hay muchas más como ella y nunca conseguimos localizar a la mayoría».

La búsqueda con su nombre me dio once enlaces, casi todos en torno a la muchacha de Togo. Uno daba el nombre del despacho de abogados donde trabajaba Sarah. En el sitio de Internet del despacho de abogados figuraba una dirección de correo electrónico. Escribí diciendo que tenía unas preguntas relacionadas con Patrick Cornwall y, sin más, firmé el mensaje como Alena Sarkanova.

El tiempo de conexión iba tocando a su fin y me dirigí a caja para comprar una hora más y una Coca-Cola. Sentí un gran alivio en el estómago. A la salida del restaurante llegué a sentirme como una oca cebada.

El caso de la chica de Togo había pasado tres años atrás, apenas podía suponer una novedad en el reportaje de Patrick.

Me senté de nuevo ante la pantalla y me froté las sienes.

En medio de todo esto, Patrick había encontrado su reportaje. Un hilo a desenredar que conducía a algo más grande, algo que aún no se había contado. «Un punto de partida inédito, un ataque propio», dijo Richard Evans. «El reportaje del año», rezongó el propio Patrick al teléfono.

Pensé en los signos de admiración de su libreta de notas, en las cifras. El precio de un esclavo.

Escribí la palabra esclavo y unas cifras en el casillero de búsqueda y me salieron catorce enlaces ipso facto.

En el mundo había más esclavos que nunca, a pesar de que la esclavitud estuviera prohibida por ley en todos los países. De hecho, su precio nunca se había cotizado tan a la baja como ahora, una media de noventa dólares por esclavo. Incluso se podía obtener un buen esclavo de Mali a cuarenta dólares. Las cantidades coincidían con las anotaciones de Patrick.

En la década de 1880, durante la trata transatlántica hacia América, un esclavo llegó a costar 1.000 dólares. Ese monto, convertido al valor actual del dinero, sería unos treinta y ocho mil dólares, lo que significaba que ahora se podían comprar cuatro mil esclavos al precio de uno a finales del siglo XIX, época que pasó a la historia como una de las más negras de la humanidad.

Fui pasando página hasta que di con la explicación de las demás cifras de Patrick.

La cifra de veintisiete millones era una estimación aproximada de la cantidad de esclavos actual. Él la había contrastado con los 12 millones de esclavos que fueron transportados por el Atlántico durante trescientos años. En el siglo XIX, la esclavitud estaba permitida, sin embargo ahora era una parte de la economía sumergida, una actividad criminal. Pero funcionaba, y las autoridades no parecían hacer mucho para detenerla.

Cerré los ojos y volví a ver ante mí las páginas de la libreta de notas. ¡Los barcos! Escribió.

Escribí barcos junto a algunas de las variantes buscadas antes y aparecieron en pantalla nuevos artículos. Esto no tenía fin, pero yo contaba con unas horas más para matar el tiempo y nada mejor que revisar a fondo todo lo que se me ofrecía.

Durante los últimos años, miles de inmigrantes habían perecido en el mar entre África y Europa. El fin de semana pasado, sin ir más lejos, se habían hallado once muertos a bordo de un pesquero en aguas de las Canarias. Seguramente habían muerto por deshidratación e hipotermia. La misma semana fueron rescatadas trescientas cincuenta personas de una embarcación que naufragaba frente a las costas de la isla de Lampedusa, en el Mediterráneo. Nadie supo cuántas perecieron ahogadas. No había lista de embarque, pero uno de los inmigrantes contó que dos mujeres embarazadas murieron y fueron arrojadas por la borda. En uno de los artículos se decía que era frecuente el caso de las mujeres inmigrantes embarazadas. Seguramente pensaban que, en ese estado, aumentaban sus posibilidades de quedarse en Europa y evitaban que las violasen durante la ruta.

A no ser, pensé, que precisamente huyeran por haberse quedado embarazadas y para ganarse una vida mejor para sus hijos.

Pulsé en otro documento relacionado. Una turista sueca había hallado muerto a un inmigrante africano en una playa de Tarifa, en el sur de España. Entrevistada, la muchacha contó el horror que le produjo ver a una persona muerta. En el agua parecía que estaba vivo, llevaba un tatuaje, pero por lo demás apareció totalmente desnudo en una playa donde la gente solía bañarse y hacer surf, ¡qué susto! El padre de la muchacha también declaraba y decía estar indignado de que eso pudiera suceder, y que de la agencia de viajes no habían recibido información ni apoyo. Días después fueron hallados más muertos en las playas de Cádiz, no muy lejos de allí. La policía española creía que se trataba de una Zodiac naufragada. Las olas del estrecho que separaba España de Marruecos podían alcanzar alturas de varios metros.

Tuve que tragar saliva. La náusea estaba de vuelta. Aquella mañana había leído en Internet sobre el embarazo, a menudo era suficiente con comer algo, una zanahoria o un panecillo. Pese a que aún estaba llena, fui a comprar un par de galletas de almendra. Entonces caí en la cuenta de que había desatendido las llamadas de Benji dos días seguidos. Le llamé mientras pasaban artículos delante de mis ojos, por si aún surgía algún nombre que yo pudiera utilizar.

—¡Ally! —exclamó, por fin—. ¿Qué tal, cómo estás, qué pasa en París?

—Estoy bien —mentí.

—¿Has visto a…?

—¿Qué tal el estreno? —le interrumpí y me sentí tontamente emocionada al oír su voz.

—¿Pero qué pasa? Suenas rara. ¿Estás segura de que estás bien?

Su consideración me hizo un nudo en la garganta. No me preguntes por Patrick, me pedí, no digas nada de nada.

—Solo un poco resfriada —le dije—, pero París es maravillosa. ¿Qué dijeron los periódicos?

Oír su parloteo fue como una inyección relajante. Allí no paraba la bulla, solo faltaba yo. Las críticas de casi todos los periódicos más importantes de Nueva York eran fantásticas, cantaba Benji, hablaban de una profundidad innovadora que, sin dejar de ser clásica, rompía con todas las convenciones, excepto uno que consideraba que la función de danza era un asesinato del alma lírica en la dramaturgia de Chéjov. En la fiesta tras el estreno, Leia se había emborrachado y se había pegado a Duncan, quien a esas alturas había perdido el interés por la chica que interpretaba a Masja.

—Y por fin llegamos a la pregunta de siempre sobre cuál es la profesión que depara más sexo en relación con el esfuerzo —prosiguió Benji—. ¿Habría que ser coreógrafo, cantante o debería uno apostar por convertirse en líder de una secta?

No escuché el resto. Un nuevo artículo apareció en pantalla y su texto atrajo toda mi atención.

—Oye, te llamo luego —dije y corté la llamada.

Se trataba de otra embarcación de inmigrantes que había llegado a las Canarias. A bordo había trece hombres y una mujer moribunda. La mujer llevaba consigo un niño de pecho que amamantaba. Cuando los tres días prometidos en el mar se convirtieron en cinco, seis y hasta una semana, y la comida y el agua se agotaron, los hombres fueron a por ella, el único alimento a bordo. Chuparon la leche de su cuerpo hasta que no le quedó nada. La Cruz Roja la llevó hecha jirones al hospital de Los Cristianos, donde confirmaron su muerte.

Corté la conexión y apagué el ordenador, pero el texto se demoró en la pantalla hasta que cesó el murmullo y quedó negra.

Doce de los supervivientes afirmaron que el niño de pecho estaba muerto cuando lo arrojaron al agua. Uno afirmó que estaba vivo.

El mozo con la cara plagada de espinillas fue uno de los últimos en salir. Lo hizo en compañía de uno de los mozos que llevaban chaqueta beis. Ahora vestían prendas de paisano y apenas los hubiera reconocido de habérmelos encontrado por la ciudad.

Caminaron cuesta abajo y torcieron a la izquierda para salir a la avenida Friedland. Me levanté del banco del parque donde me había sentado para controlar la entrada del restaurante. El Arco del Triunfo centelleaba frente a nosotros mientras les seguía en dirección a los Campos Elíseos.

Si me quedaba a solas con el de las espinillas, le haría hablar. Crucé rápida la calle para no perderlos de vista entre la muchedumbre y vi cómo sus espaldas desaparecían por la escalera mecánica de la boca del metro, hacia los túneles.

Había mucha gente a mi alrededor. Todos pueden hacerlo, pensé. Lo hacen a diario.

Me subí a la escalera mecánica y me dejé conducir abajo, al agujero, hacia los túneles, respirando hondo por boca y nariz para ahuyentar el pánico.

Me pareció que solo la gente sin fantasía viajaba en metro. Los que no pueden imaginarse lo que sucede cuando se apagan las luces y salta la alarma, y miles de personas deben dirigirse a la salida, por medio de túneles, al mismo tiempo.

El techo se arqueaba sobre mi cabeza, las paredes lucían un mosaico anaranjado, carteles publicitarios. La gente pasaba pero yo solo veía una chaqueta verde, un pelo ceniciento que se rizaba un poco en la nuca. Caminaba unos veinte metros por delante de mí. Más túneles, azulejos blancos. La ciudad está perforada por galerías subterráneas, pensé que iría a derrumbarse a través de la tierra.

Extraje uno de los billetes que había comprado con anterioridad. Valían tanto para el autobús como para el metro, pero yo solo me planteaba usarlos en el autobús. Lo introduje en una máquina automática, rogué en silencio y salió por la otra punta.

El mozo con el rostro plagado de espinillas estrechó la mano de su colega y prosiguió solitario hacia la línea 6. Lo seguí con la esperanza de que cuadrara el análisis que había hecho de su carácter. Joven, tímido y subordinado, de incorregible acné; arquetipo de joven inocentón y de escasa autoestima.

Ya en el andén me sacudió una corriente cálida de aire, sentía agobio y olía a quemado, como si alguien hubiera quemado goma. El tren llegó en medio de su estruendo y lo abordé justo donde se oía una especie de sirena y las puertas se cerraron.

—Pero a ti te conozco —dije y me senté enfrente de él, junto a la ventanilla—. ¡Tú trabajas en el Taillevent, tú eras mi camarero hoy!

—Yo no soy camarero —dijo y miró de lado, incómodo—. Solo soy ayudante de sala.

—Pues yo no vi la diferencia —dije—. Tiene que ser maravilloso trabajar en un restaurante tan bueno.

Me vi forzada a inclinarme hacia delante y detener el mareo. Mis rodillas rozaron sus rodillas, el compartimento era estrecho. Él llevaba una bolsita de golosinas entre las manos, en la entrepierna.

—Pero también es bastante sacrificado —dijo y miró por la ventanilla. Un túnel a oscuras, garabateado de grafitis, tendidos que corrían a lo largo de los muros de piedra.

—¿Me invitas a uno? —le pregunté señalando la bolsita. El rubor se le subió a las mejillas. Rocé su mano aposta cuando extraje de la bolsita un cocodrilo de goma—. Pasa lo mismo en Nueva York —dije—, los ayudantes siempre cargan con los trabajos más duros.

—Es aún peor desde que la Guía Michelin nos quitó una estrella —dijo—. Todo ha de hacerse a la perfección, como si la pérdida de la estrella fuese culpa nuestra.

El tren daba bandazos, bramaba y frenaba. No podía haber más de un minuto entre las estaciones.

—Hablas muy buen inglés —le dije—, no son tantos los que lo hacen en París, pero vosotros tenéis que saberlo, con todos los extranjeros, clientes y conocidos que acuden a comer y tú les sirves a todos.

—No soy yo quien les sirve.

El túnel salió a la luz y el vagón tronó en el aire, vi el río y la torre Eiffel y, de golpe, pude volver a respirar.

—He oído que un periodista americano armó un lío de mil demonios el jueves pasado. ¿Trabajabas tú entonces?

—Trabajo todos los días laborables. Es decir, no abrimos los festivos.

—Una siente vergüenza ajena, por ser americana, cuando ocurre algo así.

—Pero usted no tuvo la culpa. —Ahora, por lo menos, sonreía.

—No, claro, pero lo siento así, como con la guerra contra Iraq, no fui yo quien se la inventó. —Me reí y él rio conmigo, con una risa nerviosa y estridente.

—Ese periodista no volvería a poner el pie en el restaurante, me dijo uno de los que trabajan contigo —proseguí al tiempo que hurgaba en la bolsita de golosinas—. Se portó muy mal, se peleó y qué sé yo.

—No se peleó.

—¿No? —inquirí—. ¿Qué hizo entonces?

El mozo se retorció un poco, pero lo único que consiguió es que mis piernas le rozasen el otro muslo.

—Es cierto que importunó a uno de nuestros clientes —dijo—. Es importante sentirse a gusto, comen mientras celebran reuniones, están a lo suyo y por eso se armó el lío, es decir, por ser periodista. El señor Thery dijo que no debíamos dejar entrar a esos periodistas sensacionalistas, paparazzi, ya sabe.

Habíamos cruzado el río y volvíamos a entrar en el reino de los túneles, el sudor me empapaba los sobacos. Ese nombre lo había oído antes, ¿pero dónde?

—¿El señor Terri? —dije—. ¿Es un político o algo así, verdad? —Copié de forma automática las formas de expresión del mozo, era algo que sabía hacer. Imitar y adaptarme, esconderme en la multitud.

—No, no, el señor Thery es empresario, acude a menudo a nuestro restaurante.

—¡Ah, claro, te refieres a Maurice Terri!

—No, Alain, Alain Thery.

Una corriente de aire cálido recorrió el vagón en la siguiente estación y de golpe supe dónde lo había oído, la voz de una mujer: «¿Es Alain Thery quien te ha enviado?».

—¿Y qué fue lo que hizo el periodista? —dije.

—No lo sé. Yo estaba en la cocina. —Se levantó—. Me apeo en la próxima.

Le despedí mientras desaparecía abriéndose paso por medio del vagón. Cuando se abrieron las puertas, me abrí camino en dirección opuesta y me dio tiempo a saltar del vagón antes de que las cerraran.

Tan pronto como entré en la habitación, me quité los zapatos y el vestido, y me senté ante el ordenador solo con el sostén y las bragas. Olivier me había instruido acerca de la conexión wi-fi y en cinco segundos estuve conectada a Google. Aproveché para preguntar cómo deletrear el nombre de un señor llamado Terri.

Acerté a la primera conexión, la más sencilla posible. Wikipedia traía un artículo, aunque solo en francés, del empresario Alain Thery, pero aun así conseguí entender algunos pasajes del texto.

Alain Thery había nacido en 1959 en Pas-de-Calais. Entre otras tareas, se dedicaba a labores de consultoría, desarrollo y economía. Las mismas palabras en la mayoría de los idiomas. Tenía varias empresas. Había un enlace a una de ellas. También aparecía un montón de artículos de prensa donde se citaba su nombre. Los primeros dieciocho estaban en francés, sin embargo el decimonoveno figuraba en un sitio informativo en varias lenguas.

Cinco años atrás, Alain Thery fue nombrado empresario revelación del año. Su empresa de consultoría había incrementado su volumen de facturación en un 400% en tres años. El siguiente paso era la expansión hacia más países de Europa con miras al mercado global.

Tuve una idea y escribí un mensaje a Benji adjuntándole los enlaces de los dieciocho artículos sobre Alain Thery en francés y pidiéndole que me los tradujera. No al pie de la letra, escribí, solo quería saber si contenían algo más que los elogios al uso.

Me levanté y fui al cuarto de baño, llené de agua el vaso de plástico. Me acordé de que aún tenía las tres chocolatinas del Taillevent en el bolso. Se habían derretido un poco y tenían un fuerte sabor a cacao y otro más dulce a vainilla.

Luego me conecté con Lugus, la página de Internet de la empresa de Alain Thery. Apareció toda en azul, con imágenes de cielos y nubes y una molécula flotante que ilustraba la idea comercial de la empresa. En la columna de la izquierda había cuatro banderitas. Pulsé la inglesa.

«Matar dos pájaros de un tiro es nuestro lema en todo momento y circunstancia», rezaba en lo alto de la página.

Y seguía: «Mediante la combinación del conocimiento técnico, la configuración estratégica y el análisis global, facilitamos la renovación de la actividad que exige el dinamismo del entorno mundial».

Maldita retórica, pensé.

Seguí navegando al tuntún por la página sin comprender qué interés podía tener Patrick en este hombre. ¿O no lo tenía? Quizá fuera lo que el mozo de las espinillas me había dicho, que lo tomaron por un paparazzi.

Pero la mujer del coche también había citado a Alain Thery.

Pulsé sobre el nombre de la empresa y apareció la imagen de una escultura con tres rostros y un texto que explicaba que Lugus era el nombre de una divinidad gala que regía sobre los negocios y el comercio, también era el dios de los viajantes y había descubierto las bellas artes. Típico de los consultores, siempre escogían nombres de recóndito significado que no decían ni jota.

«Tú eliges entre crear un futuro o reaccionar contra el pasado».

Me levanté y tiré los hombros hacia atrás para que me crujieran las articulaciones.

Patrick había tratado aspectos parecidos en sus reportajes sobre la nueva economía. La mayor parte sobre los perdedores, empleados cuyos trabajos desaparecían o se trasladaban a la India. Los ganadores eran, entre otros, consultores del más variado pelaje, agentes, intermediarios. Gente que, en resumidas cuentas, no producía nada. Eran suministradores de información y conocimientos, dinero, servicios, productos e inmuebles. No creaban valor alguno, pero formaban el sector donde se movían las grandes sumas de dinero. Él había mencionado el nombre de un escritor, creo que era Robert o Richard Sennett, quien había escrito un libro sobre cómo la nueva economía transformaba la moral y el razonamiento de los hombres, de modo que todo lo que había sido duradero se convertía en efímero y se evaporizaran los valores sólidos.

De esas cosas escribía Patrick. Maldije al mozo de las espinillas. ¿Fotografiar famosos a escondidas? Patrick nunca lo haría. Pero si realmente creyeron que era un paparazzi, debió llevar una cámara al restaurante. ¿Por qué? ¡Para fotografiar a escondidas a Alain Thery!

Di un puñetazo en la mesa. Naturalmente. Las fotos, las fotos anodinas y desenfocadas que Patrick me había enviado desde París.

El disco estaba en una carpeta con varios recibos y esbozos escenográficos que yo había arramblado en la maleta. Lo metí en el ordenador y, mientras esperaba a bajar las fotos, abrí la página de los artículos en francés sobre Alain Thery, uno tras otro.

En el quinto había una foto de él.

Pasé mucho rato con la figura delante de mí. Tenía una nariz poderosa y llevaba gafas con monturas metálicas, ojos claros que casi parecían blancos, pero que también podía deberse a la exposición. La foto estaba cortada un poco por debajo del nudo de la corbata. No era feo, pero tampoco guapo, podía ser el tipo de la casa de al lado, el hombre del banco, uno de tantos con quienes te cruzabas por docenas en los alrededores de Wall Street.

Y parecía asquerosamente conocido.

Las fotos de Patrick saltaron a la pantalla, una tras otra, y no había duda.

Alain Thery era uno de los hombres que Patrick había fotografiado. Su rostro apareció en una foto y otra hasta que lo pude ver desde todos los ángulos imaginables. Patrick tuvo que sentirse obsesionado por atraparlo en fotos.

La pregunta era por qué.

Volví a levantarme y me dirigí a la ventana. Lucían las lámparas del techo de la Sorbona, las cortinas de puntilla le daban un aspecto agradable. Era cierto que allí vivía gente. Un niño montaba en bici entre las habitaciones, tal vez tuviera cuatro o cinco años. Aparecía corriendo por una ventana y desaparecía para reaparecer en la siguiente. Me pregunté si era el hijo del conserje o del rector… ¿En qué se convertía un ser que crecía en la buhardilla de una universidad? Luego caí en la cuenta de que quizá alguien me observara de la misma manera, como a un animal enjaulado, un ser de acuario, en bragas y sostén.

Me aparté de la ventana y tomé asiento, pulsé de nuevo en el sitio de Internet de Lugus y fui a dar con la versión francesa. Parecía algo distinta, con más extensiones, más encabezamientos. «Matar dos pájaros de un tiro» se decía en francés Faire d’une pierre deux coups. En la parte inferior de la página, un texto minúsculo rezaba contacts. Pulsé y apareció una dirección: 76 avenida Kléber. Me mecí en la silla y casi se volcó.

¡Por todos los diablos!

El número 76 de la avenida Kléber estaba marcado en el mapa. Una de las direcciones de Patrick.

La avenida estaba a un tiro de piedra del Arco del Triunfo, a un elegante kilómetro del restaurante Taillevent, en el mismo barrio en que había pasado toda la tarde en un café de Internet. No podría merodear por los alrededores con tan incómodos zapatos, podría dejarlo para mañana. Había sido más importante enterarse del incendio.

Pulsé en la dirección electrónica de contactos. Empecé a formular una cumplida solicitud de cita. Pensé unos minutos y luego escribí que yo era la representante de una compañía norteamericana, lo que era totalmente cierto (aunque mi compañía solo se componía de mí misma y de un ayudante sin contrato y casi sin sueldo). Comprendí lo idiota que era cuando leí el texto por tercera vez consecutiva y levanté el dedo para pulsar en Enviar.

Alain Thery no había multiplicado sus beneficios por ser un idiota.

Reconocería el apellido Cornwall del mensaje y lo asociaría con el periodista de quien quiso deshacerse.

Me tiré de los pelos y me puse a pensar un rato.

Lo más simple del mundo era registrar una dirección ocasional, Benji lo hacía cada dos por tres cuando se ponía a ligar por la red, tenía diecisiete identidades digitales con romances digitales propios. Era un milagro que no los confundiera y que al final ligase con una versión de sí mismo.

Y con ese pensamiento llegó el siguiente: ¿cancelé mi antigua dirección electrónica?

Abrí el programa de e-mail y envié rápido, a modo de prueba, un mensaje a a.sarkanova@workmates.com.

Al volver del cuarto de baño mi buzón había recibido el mensaje, tintineaba alegre, como un buen amigo que llegaba de visita y rompía el aislamiento. Alena Sarkanova existía, nunca había desaparecido en el espacio digital. No me llamaba Alena a mí misma desde que era una adolescente, me gustaba Ally porque no despertaba curiosidad sobre mi origen. Además de figurar en el pasaporte, solo era Patrick quien usaba mi nombre real. Le parecía que era demasiado hermoso para ocultarlo, como «música y pureza, algo que Botticelli pudiera haber pintado».

Workmates era, pues, una dirección disponible, no revelaba nada. Si alguien quería seguirle la pista encontraría un colectivo compuesto por free-lances que alguna vez compartieron locales pero que en la actualidad solo tenían en común el nombre de un dominio.

Envié el mensaje con el nuevo remitente.

Luego dejé el ordenador en suspenso, se apagó y quedó en silencio. Me tumbé sobre la colcha con la manta encima. El niño había dejado la bicicleta.