—¿Diga?
Número privado, rezaba en la pantalla.
—Te dije que debías mantenerte al margen.
Era ella. La mujer del coche. Me incorporé en la cama. Esa voz la reconocería entre millones de voces.
—¿Quién eres tú? —dije—. ¿Adónde viajó Patrick cuando dejó el hotel?
—Tú deberías haber vuelto a casa —dijo.
—Fue a ver a Josef K, ¿no es cierto? ¿Dónde está?
Un suspiro al otro extremo de la línea, un segundo de silencio. El corazón me golpeaba como si quisiera salirse del pecho y aterrizar en mi regazo como una bola palpitante.
—Ayer fuiste a ver a un hombre que se llamaba Salif —dijo la mujer al otro lado de la línea.
—¿Cómo lo sabes? —Me eché la manta encima. Aquella llamada me había despertado—. ¿Qué sabes tú de Salif?
—Ha muerto —dijo la mujer—, le han disparado un tiro en la cabeza. ¿Estás contenta ahora?
Luego se oyó un clic y la línea enmudeció.
La palabra permaneció como un titular colgado en mi cabeza.
Muerto.
No era posible. No pudo haber sucedido.
Además, era culpa mía. Fui yo quien les condujo directamente a él. Me levanté envuelta en la manta y fui hasta la ventana, miré abajo, a la calle. Allí no había nadie.
Volví la cabeza y vi las cifras del despertador. Las nueve y cuarto. Sol resplandeciente sobre los tejados de las casas. Fragor de tráfico.
Soy un hombre muerto, había dicho. Salif. ¿Cuántos años tendría, veintitrés, veinticuatro?
Busqué el número de Arnaud Rachid. Me temblaban las manos. Las señales progresaban. Sin respuesta. Luego me vestí. La parálisis remitió. Cogí el bolso y la chaqueta y, sobre la marcha, tomé un bocadillo del comedor, bebí café y un trago de zumo y salí a la calle, pasos ligeros hasta el río, sobre los puentes, hasta la otra orilla. Me volví en tres ocasiones, deteniéndome tras las esquinas, para comprobar si alguien me seguía, pero no vi a nadie. El último trecho lo hice casi corriendo, por medio de Marais, y me detuve en seco cuando llegué a la calle Charlot.
La entrada estaba acordonada. Me metí dentro de un portal y respiré hondo.
En la calle, fuera del edificio donde Arnaud Rachid tenía su oficina, había dos coches de policía y una ambulancia. Habían acordonado toda la entrada hasta el patio donde estaba el portal. La gente se había congregado alrededor de los cordones policiales. Vi a Sylvie, la activista, que estaba un portal más allá, junto a otros con las mismas ropas holgadas. Me dirigí a ella.
—¿Qué ha ocurrido? —dije.
—Asesinato —dijo Sylvie y abrió los ojos como platos—. Lo encontraron esta mañana en la escalera, fuera de la oficina, con un tiro en la cabeza.
—¿Le dispararon aquí? —dije, estúpida de mí, y no me cuadraba—. Salif no podía salir del apartamento de Boligny.
—Fue Arnaud quien lo encontró. Está totalmente desquiciado, claro. Es él, el joven que escondía Arnaud, el que fuisteis a visitar ayer. Fuisteis allí, ¿verdad?
Me miró con gesto inquisitivo. Le devolví una mirada airada, ya era tener estómago ponerse celosa estando muerto Salif.
—¿Y dónde está Arnaud ahora? —dije.
—No lo sé. Le entró pánico y se largó de aquí.
—¿Sabe la policía lo que ha ocurrido? ¿Saben quién es el muerto?
Sylvie me dedicó una mirada que revelaba lo idiota que yo era.
—Claro que no. No llevaba papeles, ese es el problema. Y no parece que Arnaud vaya por ahí corriendo y pregonando ser él quien lo escondía. Si lo hiciera, tendría a la policía tras sus talones y toda la actividad se iría al carajo.
El personal de la ambulancia cerró las puertas traseras de golpe, parecía que iban a ponerse en marcha. Sopesé la idea de avanzar hasta allí y pedir ver al muerto, pero desistí. Anduve en dirección contraria, me detuve tras la primera esquina y marqué el número de Arnaud. Le dejé recado de que me llamase.
Alcancé a andar diez metros.
—¿Eres tú la que se ha ido de la lengua?
Lo negué y pareció creerme.
—¿Cómo pudieron encontrarlo? —dije—. ¿Nos siguieron?
Arnaud se lamentaba al otro extremo de la línea.
—Estaba en la escalera cuando llegué esta mañana, con un orificio en la cabeza. ¿Entiendes? Le dispararon. ¿Qué había hecho ese pobre hombre?
Conseguí sonsacarle que estaba fuera de la ciudad, en la banlieue, donde estuvimos ayer, dijo.
—Voy para allá.
La puerta estaba entreabierta. Arnaud estaba mirando la pared, sentado en la cama que Salif había ocupado. Las sábanas estaban revueltas.
—Me pregunto si le dispararon aquí o si antes lo llevaron a la calle Charlot —dijo Arnaud. Enterró el rostro entre sus manos. Le temblaba la espalda—. Maldita sea, solo aspiraba a una vida mejor.
Me senté al borde la cama. La penumbra de la habitación era la misma de ayer. Como si el tiempo se hubiera detenido. Solo Salif se había movido.
Quedaba su olor. Sudor, miedo y clausura.
—Fue como si me clavara la vista y sus ojos estuvieran vacíos y el orificio en la frente… —Arnaud se golpeó la frente con el puño—. Y luego vi que le habían roto la escayola y le habían arrancado las vendas de las manos, el cuerpo retorcido de forma extraña como si… como si…
—¿Cómo qué? —le pregunté aunque no quería oír más.
—Le rompieron ambos brazos.
Arnaud prorrumpió en sollozos, un dolor prolongado y quejumbroso que me impedía pensar.
—¿Te parece prudente que nos quedemos aquí? —dije—. Quizá vuelvan.
—La puerta estaba abierta. Tuvo que abrirla él. Le dije que no abriese a nadie.
Arnaud sorbió los mocos. Deja de berrear, pensé, si lloras no tienes posibilidad alguna. Entonces te cogerán. Y caí en la cuenta de que era la voz de mi madre rondándome por la cabeza.
—¿Cómo dieron con él? —dije.
—He hablado con algunos vecinos —dijo Arnaud manoseando el mando del televisor.
—¿No es el trabajo de la policía? —dije.
—La policía no sabe que vivía aquí.
Me quedé mirándole.
—Pero tienes que contárselo. Ahora es un asesinato, no peligro de expulsión.
Arnaud se levantó y se dirigió a la ventana. Se enjugó la cara con la punta del chal y se volvió hacia mí.
—La policía no va a investigar este caso —dijo—, ¿o es que aún no lo entiendes?
Acompañé a Arnaud Rachid cuando fue a llamar a la puerta del resto de vecinos. De algún modo, el destino de Salif estaba entrelazado con el de Patrick. Yo estaba atada aquí.
El primer timbre estaba estropeado. Arnaud llamó con los nudillos. A duras penas se abrió la puerta y asomó el ojo de una mujer pequeña envuelta en un chal.
Arnaud habló con ella en árabe. Al cabo de un minuto abrió la puerta un decímetro más. Unos ojos recelosos me examinaron.
—La policía la visitó ayer —dijo Arnaud cuando la mujer volvió a cerrar la puerta—. Buscaban a un inmigrante ilegal.
—La policía no pudo dispararle, maldita sea.
Arnaud se dirigió decidido a la siguiente puerta. Nadie abrió. Lo mismo en la siguiente. Me pareció oír ruido dentro.
—La gente tiene miedo —dijo Arnaud—, saben que la policía trae malas noticias.
El siguiente que abrió era un hombre en leotardos que hablaba francés y que me desnudaba con la mirada mientras hablaba con Arnaud.
—Mostraron su placa —dijo—, preguntaron por un inmigrante ilegal en situación de búsqueda y captura.
—¿Dijeron su nombre? —preguntó Arnaud.
—Sí, pero no lo recuerdo. —El hombre se rascó la entrepierna.
—¿Salif? —dije yo.
Su cara resplandeció.
—Pues sí, ese sería, y además un apellido algo enrevesado. Son un hervidero, ni el demonio puede llevar cuenta de todos.
De vuelta al apartamento, subí la persiana, que en seguida volvió a caer hasta quedar a media altura, y dejé que entrara un amplio rayo de sol. Luego fui a la cocinilla y saqué un tazón roto, bebí agua y esperé a que Arnaud saliera del lavabo.
—¿Cómo supieron que estaba aquí? —dije cuando él salió al recibidor—. ¿Crees que me están siguiendo a mí? ¿O a ti?
—No lo sé.
Se apoyó contra el fregadero y se tiró del pelo.
—No entiendo por qué abrió la puerta. No debía abrirla a nadie, ni a la policía.
—¿Podían estar comprados?
—O habían comprado las placas. Nadie podía saber su nombre a excepción de los tipos de quienes huyó. Yo no he dado su apellido a nadie.
Arnaud manoseaba un teléfono móvil.
—Encontré esto —dijo—. Estaba en el lavabo.
—¿Es el teléfono de Salif?
Asintió.
—Contiene algo que tú, sin duda, quieres saber.
Dio un paso hacia mí con el móvil en la mano. En la pantalla había un nombre.
Patrick C.
Un temblor me recorrió todo el cuerpo.
—Por supuesto que él tenía el número de Patrick —dije y le arrebaté el teléfono, miré el nombre—. Le había llamado.
—Sí, claro —dijo Arnaud Rachid—, es el último número que saqué al comprobar las llamadas recibidas.
Cogí el teléfono y el mundo se encogió a mi alrededor, una sensación de que ahora solo existíamos aquel pequeño artefacto y yo.
—Según esto, Patrick llamó ayer a Salif a las diez de la noche —continuó Arnaud—, una hora y media antes de que empezaran a llamar a las puertas.
Pulsé con cuidado el botón de «llamar».
Contuve el aliento.
Las señales progresaban, me pareció que había eco en todo el apartamento. Cuatro, cinco, seis. Ningún contestador automático. Nadie que dijera «Has llamado a Patrick Cornwall…». Luego una voz al auricular. La voz de un hombre. «Aló».
—Patrick —susurré—. ¿Eres Patrick?
—¿Quién es? —dijo la voz al otro lado de la línea, no era Patrick.
—¿Dónde está? —dije—. ¿Qué habéis hecho con él?
Pero al otro extremo de la línea se hizo el silencio. Dejé caer la mano con el teléfono y miré a Arnaud Rachid.
—¿Qué significa esto? —dije—. ¿Dónde está Patrick?
Tomó mi mano agarrada al teléfono y sentí cómo empezaba a temblarme el cuerpo. Brotaba desde lo más hondo de mis entrañas.
Arnaud me miró con asombro.
—¿Estás muy enamorada de él, verdad?
Me di la vuelta. Mantente fría, pensé, y me di un fuerte pellizco en el brazo.
Ninguna jodida llorica.
—Solo quiero saber lo que le ha ocurrido —dije mientras toqueteaba el teléfono.
Alguien había llamado desde el teléfono de Patrick. Debieron de robárselo.
Mientras lo pensaba, me di cuenta de lo que pudo haber pasado. Podían haber utilizado el móvil de Patrick para localizar a Salif. Si tenían acceso a placas policiales, seguro que también podían rastrear llamadas en la red de telefonía móvil. Eso explicaba por qué Salif abrió la puerta. Creyó que era Patrick quien iba a ir, o un amigo suyo. Tal vez le prometieron llevárselo a América.
Saqué un pañuelo y me soné.
Luego le expuse el razonamiento a Arnaud. Él miraba al vacío a través de la ventana, donde grises barriadas de hormigón se sucedían hasta donde alcanzaba la vista.
—No encajan las piezas —dije—. Si supiera lo que pensó esos últimos días…
Arnaud Rachid volvió lentamente la cabeza y se encontró con mi mirada.
—Josef K había desertado —dijo—. Estaba dispuesto a revelar el entramado del negocio, las personas que lo gobernaban, tenía nombres. Patrick iba a entrevistarlo.
Las palabras se asentaron, ocuparon su lugar.
—¿Dónde? —dije—, ¿dónde iban a verse?
—No lo sé. Solo sé que se fue de París el martes de hace dos semanas. —Miró al suelo—. Yo no debía decir nada. De haberse sabido que iba a ver a Josef K…
—¿Eso te dijo Patrick? ¿Que no debías decir nada?
Arnaud no respondió. Me dio la espalda y empezó a enjuagar unos platos que había en el fregadero. Movimientos torpes.
—Salif ha muerto —grité—, ¿qué maldita misión sagrada es más importante ahora? Ya no tienes a nadie a quien proteger.
—No fui yo quien lo escondió.
—¿Cómo? Aquí no hay nadie más.
—No hablo de Salif, sino de Josef K. Había pasado a la clandestinidad. Yo no sabía dónde lo escondían. No estaba implicado en ello.
Me senté en una desvencijada silla de rejilla. Como en una sala de espejos, pensé, donde siempre se esconde alguien detrás de otro y no se sabe dónde está la salida. De niña detestaba las salas de espejos de los parques de atracciones. No saber dónde estaban las personas, cuál era la versión real. Rostros deformados.
—¿Así que no sabes adónde fue Patrick? —dije.
—Lo siento —dijo Arnaud.
Y nos quedamos en silencio. Una mosca revoloteaba bajo el ventilador. Las paredes palidecían.
—Tenemos que irnos —dijo por fin.
—Creo que sé de alguien —dije.
—¿Quién?
—Una de las que andan detrás de todo esto.
Y le hablé de la mujer que me había llevado en coche, que me había amenazado si no volvía a Nueva York. Que casi estaba completamente segura de que era la misma mujer que había recogido a Patrick el día antes de desaparecer. Y que tenía que ver con Josef K.
—Fue ella la que me llamó esta mañana y me dijo que Salif había muerto —añadí—. Tiene que estar implicada. Si no, ¿cómo sabía que era él?
Miré a Arnaud pero él apartó la vista.
—Tal vez tenía razón —dijo—. Quizá deberías haber vuelto a Nueva York. En ese caso, quizá Salif seguiría vivo.
—No me eches la culpa —grité—. Eras tú, el encargado de protegerlo.
—Lo sé —gritó Arnaud Rachid de vuelta—, no necesito que me lo recuerdes.
Y luego nos quedamos en silencio. Quizá pensábamos lo mismo.
Que ya nada importaba.
Regresé al hotel a última hora de la tarde.
—Tienes visita —dijo René en la recepción y me indicó con un gesto hacia los sillones.
El corazón se detuvo una décima de segundo. Durante el tiempo que me llevó darme la vuelta creí que Patrick iba a salir sonriendo a mi encuentro. Fue Sarah Rachid, en cambio, la que se levantó del asiento.
—¿Quién eres en realidad? —dijo con voz afilada—. No hay ninguna Alena Sarkanova en The Reporter de Nueva York. Tampoco hay ninguna aquí, en el hotel, conque la pregunta es: ¿quién eres?
Caí como una piedra en el sofá. No había nada que decir. Me acurruqué tras el cansancio y el sopor y la oí hablar en la distancia.
Arnaud la había llamado después de que yo le visitara por vez primera. Estaba mosqueado y le había preguntado a Sarah si sabía qué buscaba yo realmente.
—Así que llamé a Nueva York, al periódico donde dices que trabajas. Nunca habían oído hablar de ti.
—Los de la centralita no tienen remedio —dije, desfallecida.
Arnaud le dijo que yo me alojaba en el mismo hotel que Patrick.
—Así que llego aquí, pregunto por una tal señora Sarkanova y resulta que nunca han oído hablar de ella. Pero cuando repito el nombre y digo Alena, entonces el conserje reacciona. —Sarah Rachid señaló a René, que fingía estar ocupado en otra cosa—. «¿Buscas a Alena Cornwall?», me dice. Me quedé asombrada, pero me presenté y dije que era abogada y entonces me dijo que podía sentarme aquí, en el vestíbulo, y esperar. —Levantó la barbilla—. ¿Por qué mientes?
—Era mi apellido de soltera.
—Así que estás casada con Patrick Cornwall. —Sarah Rachid se retrepó en el sillón de enfrente y movió la cabeza—. Y vas por ahí diciendo que eres reportera. Qué locura.
—Necesitaba hacer preguntas —dije—. Tu hermano te habrá contado que Patrick ha desaparecido.
—¿Cómo? ¿Le ha ocurrido algo?
La observé. El asombro era auténtico. Su rostro se transformó en inquietud, su mirada fue al encuentro de la mía.
—Pensé que no te interesaban los periodistas —dije fríamente.
Me miró. No dijo nada. Le señalé su mano izquierda.
—Le contaste a Patrick que solo era apariencia, que tú te habías comprado el anillo.
Sarah Rachid se levantó de golpe, pero se quedó de pie, indecisa.
—De haber sabido que tú eras… su esposa, entonces…
—Entonces ¿qué? —La miré fijamente—. De haber sabido que yo era su esposa le habrías dicho que te gustaba, ¿o qué? —La rabia me abrasaba el cuerpo. Por primera vez en varios días volví a ser yo misma.
Sarah Rachid cerró su cartera, un chasquido irritante.
—¿Podemos hablar en otro sitio? —dijo en voz baja.
Se habían visto más de una vez. Fue lo que le sonsaqué. Estábamos en mi habitación. Sarah se había acomodado en la silla del escritorio, ovillada como una niña pequeña con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas. No me gustó que ocupara el sitio de Patrick, pero no había más muebles que elegir a excepción de la cama, y esa no era la mejor alternativa.
Ella le había ayudado con cosas que no podían publicarse.
No necesité preguntarle por qué lo había hecho. Se le notaba en la voz cuando pronunciaba su nombre, una dulzura que no existía cuando hablaba de leyes.
Patrick le pidió ayuda para dos cosas más. Acudió a ella porque conocía la legislación francesa, sabía dónde obtener información y tenía contactos.
Lo primero tenía que ver con el registro de fincas. Quería que ella le consiguiera datos sobre el propietario de un edificio de la avenida Kléber.
—El número 76 —apunté—. Una empresa que se llama Lugus.
Sarah Rachid levantó la mirada y asintió.
—La otra era un almacén de la barriada de Saint-Quen, al norte de París —dijo, se agachó y saco una libreta de notas de la cartera—. En realidad no pude averiguar mucho. —Pasó unas hojas y leyó en voz alta—: El edificio de la avenida Kléber número 76 es propiedad de una empresa inmobiliaria llamada Epona. La empresa forma parte de una entidad que también es propietaria de la consultoría Lugus, que alquila los locales. Todo el consorcio está controlado a su vez por una fundación registrada en la isla de Jersey. —Sarah levantó la vista—. De Jersey no se puede obtener ningún dato.
—En resumen —dije.
—El almacén es propiedad de otra empresa inmobiliaria que forma parte de otra entidad controlada por la fundación de Jersey.
—¿La misma fundación?
Sarah Rachid asintió y cerró su libreta. Eso es todo lo que pudo conseguir.
Me levanté y me dirigí a la ventana, la abrí. Consistencia. Eso buscaba Patrick. Lo que pudiera atar a Alain Thery con los esclavos encerrados en el almacén. Me pregunté si había hecho suficiente acopio de material para publicarlo. Salif había identificado a uno de los hombres cercanos a Alain Thery. Pero ahora Salif había muerto. Recordé los locales vacíos con tabiques acristalados y mullidas alfombras de la avenida Kléber. Tras la fachada de próspera consultoría se escondía algo muy distinto.
Me volví.
—¿Con qué más te pidió ayuda Patrick?
Sarah Rachid se ajustó la chaqueta.
—¿No crees que deberías cerrar la ventana?
—No —respondí.
Volvió a consultar su libreta.
—Se trataba de un instituto de opinión, o como quiera que se llame. La Ligne Française. Quería saber quiénes financiaban su actividad. ¿Los conoces?
Asentí y volví a sentarme en la cama.
—¿Lo conseguiste?
—No es que sea precisamente un documento público.
—¿Pero te esforzaste un poco, verdad, por tratarse de Patrick?
Se sonrojó.
—No pasó nada —dijo.
—¿Con qué, con La línea francesa?
—Entre Patrick y yo —dijo, y el sonrojo se le extendió hasta los lóbulos de las orejas—. Quiero que lo sepas.
Hundí los dedos en la colcha que había alisado la limpiadora, el mismo ser invisible que extendía un aroma de espliego en su estela.
—¿Sabías que le dieron una paliza? —dijo Sarah Rachid.
Di un respingo. Y al instante me enfurecí.
—¿Qué más sorpresas guardas? —dije y me levanté. Di unos pasos en su dirección—. Te refugias tras tus malditas leyes y crees que tienes derecho a callar, pero estamos hablando de mi marido, ¿lo entiendes? —Me recosté en la pared con los brazos en cruz—. ¿Cómo que le dieron una paliza?
Sarah Rachid se frotó las manos.
Patrick le había llamado la noche del 11 de septiembre, a última hora.
—Es una fecha que siempre se recuerda. También hablamos de eso. De lo sucedido en Nueva York.
Sarah Rachid se retorció un poco en la silla.
—Yo estaba en la cama, leyendo una novela de Maryse Condé. Siempre me acuesto a las once. Dijo que necesitaba ayuda. No sabía a quién llamar. Le dije que podía venir a casa. Vivo en Belleville. Vino en taxi.
Sarah Rachid se levantó y se dirigió a la ventana.
—Lo metieron dentro de un portal no lejos de aquí, un poco más abajo, en la calle Saint-Jacques. —Señaló a la izquierda, calle abajo, hacia el río—. No sangraba, pero le habían dado un fuerte golpe en la cabeza y vomitaba, podía ser una conmoción cerebral. —Cerró la ventana y se volvió hacia mí—. Fue un aviso, querían que volviera a casa.
—¿Quiénes? —fue todo lo que me salió.
—No lo dijo.
Yo seguía sentada en la cama, pasmada y temerosa en medio del desconcierto. Los celos me reconcomían. Me llamó al día siguiente, el 12 de septiembre, ¿por qué no me lo contó?
«Que no crean que pueden taparme la boca», dijo mientras yo estaba en medio de aquella imposible escalera de Boston. Y luego algo que no podía decir por teléfono.
Sarah Rachid intentó convencerlo para acudir a un hospital, pero Patrick se negó. Solo quiso tomar unas aspirinas y ponerse una bolsa de hielo en la nuca.
—Imbécil —dije en voz alta.
Ella dio un respingo.
—No tú, Patrick —dije—. Aquel aviso le alertó, le convenció de que estaba sobre la pista correcta. Créeme, lo conozco, no tira la toalla antes de haber hurgado a fondo y rebuscado en toda la basura.
Ella me miró en silencio.
—A la mañana siguiente estaba despierto y vestido, iba a salir y aterrizar su reportaje, como él dijo.
—¿Durmió en tu casa?
—En el sofá.
Sarah Rachid me dio la espalda. Yo miraba por la ventana hacia la cúpula del Panteón y me imaginaba el péndulo que demostraba el movimiento de rotación de la Tierra y el paso del tiempo. Día a día.
Jueves, 11 de septiembre. Patrick almuerza en el Taillevent y Alain Thery hace que lo echen a la calle. La misma noche le dan una paliza.
Viernes por la mañana, 12 de septiembre. Patrick sale del piso de Sarah Rachid en Belleville. Yo no sabía dónde estaba ese barrio, tampoco quería saberlo. En cualquier caso, acude más tarde al Hôtel Royal para hablar con Salif y los otros, el hotel se incendia por la noche.
Apenas le había afectado el aviso.
—No te enfades con Arnaud —dijo Sarah Rachid esquivando la mirada—. A veces roza la ilegalidad pero solo por ayudar. Y además siente debilidad por Nedjma, hace de él lo que quiere.
—¿Quién? —dije. No la estaba escuchando, seguía pensando en Patrick.
—Una que se ve con Arnaud. No me fío de ella.
Sarah se retorcía y parecía disgustada. Le clavé la mirada. Los asuntos amorosos de Arnaud no me interesaban.
—¿Viste a mi marido alguna vez más? —le pregunté poniendo énfasis en mi marido.
Ella negó con la cabeza. Se arremangó las mangas de la blusa, primero una y luego la otra. El domingo por la noche llamó a Patrick, le sonsaqué. Había sabido del incendio del hotel por la prensa y Arnaud le contó que Patrick había estado allí por la noche.
—Solo quise saber cómo se encontraba —dijo Sarah Rachid en voz baja.
—¿Y cómo se encontraba?
—Me dijo que los iba a poner en su sitio, gritaba que la policía había archivado el caso. Se puso aún peor que Arnaud. Dijo que los políticos estaban conchabados. Yo me asusté. Estaba tan indignado… Llamaba desde un bar, no sé si bebido. Pensé que era extraño irse a un bar después de un suceso tan horrible.
—¿Te dijo el nombre del bar?
—El Plaza Atenée, un sitio que está junto a los Campos Elíseos. Yo no frecuento esos sitios.
Recordé el nombre en seguida. Caroline Kenney lo había mencionado. «Todos los domingos ocupa su mesa habitual…».
Y Patrick estuvo allí un domingo, furioso e indignado. Hoy hacía exactamente dos semanas.
—Gracias —le dije—, ahora quiero que te vayas.
Salí del taxi y me topé de frente con un mundo de lujo ilimitado. Los escaparates de Prada y Chanel competían en esplendor y el hotel Plaza Atenée era un palacio blanco como sacado de un cuento. Una luz cálida me envolvió cuando entré en el vestíbulo bañado en el color dorado de las arañas que brillaban en lo alto. En el guardarropa me topé con una rubia de enormes tetas que miró mi vestido con desdén antes de coger a su septuagenario acompañante del brazo y caminar sobre tacones de diez centímetros de altura.
En cuanto a mí, me había puesto el vestido negro que compré para ir a almorzar al Taillevent. Tuve que dedicar veinte minutos a buscar la baratija de imitación que tan bien me quedaba en el escote y por fin la encontré en la maleta, dentro de una media usada.
Eché el ojo a un taburete de estilo rococó que había junto a la barra. El mostrador del bar era de cristal puro, como tallado en un bloque de hielo. Los candelabros, que ardían con llamas azules, parecían flotar en el aire. Podía ser una escenografía de Harry Potter.
Había una veintena de clientes, la mayoría ubicados por parejas, y un grupo de chicas que bebían combinados de vivos colores. Ningún señor que se pareciera al Alain Thery de la foto. Pronto iban a dar las diez y media. Pedí un combinado sin alcohol. El barman puso un platito con almendras y aceitunas.
En aquel instante entró un grupo de cinco hombres acompañados de tres mujeres jóvenes con faldas que acababan justo debajo de las bragas. Alain Thery iba en medio. Había examinado sus fotos tantas veces que no me cupo duda alguna. Los ojos que casi parecían blancos, por lo demás un aspecto tan corriente que apenas podría recordarse. El traje era caro, italiano, la corbata rojo carmesí. «No quería ser el chico de los vertederos de carbón de Pas-de-Calais».
El grupo se acomodó en torno a una mesa baja y alargada en la parte tranquila del bar. Su llegada había hecho crecer la actividad tras la barra, ya se aprestaban dos camareros con botellas de champán. Thery se sentó en un sofá desde el cual yo podía verle la cara. El fondo era un lienzo clásico grabado en tela y rodeado por un enorme marco que convertía a los clientes en detalles de la obra de arte. A espaldas de Alain Thery, un galeón atracaba en un muelle del Sena, muy concurrido y envuelto en la niebla, de principios del siglo XIX, y a su lado, sobre un almohadón plateado, una de las rubias estaba medio tumbada con las piernas recogidas en el sofá.
Las copas rebosaban de champán y Alain Thery metía mano al muslo de la chica. Todos brindaron. Yo me puse a pensar en la divinidad de tres rostros que había prestado su nombre a la empresa de Alain Thery. ¿Qué era necesario para que mostrara un rostro más, para que cayeran las máscaras? ¿Qué hizo Patrick mientras estuvo aquí? ¿Dirigir el objetivo de la cámara hacia él o darle un puñetazo en los morros, acusarle de utilizar a personas como esclavos, culparle de los diecisiete muertos en el incendio provocado de un hotel? Me pregunté cómo habrían reaccionado los clientes del bar ante una escena así. ¿Tal vez la confundieran con el rodaje de una película, con un incidente extravagante? A fin de cuentas, estaban en un escenario donde los candelabros parecían flotar en el aire.
Uno de los hombres que estaban sentados de espaldas a mí se levantó, le dijo algo a Alain Thery y se dio la vuelta. Al verle la cara, el corazón se me subió a la garganta. Tosí y, rápidamente, aparté la vista.
Ya había visto a ese hombre. Un rostro ancho con nariz que parecía demasiado pequeña, ojos de cerdo. Era el que me había echado de las oficinas de la avenida Kléber. En aquella ocasión lo tomé por un conserje, pero si ahora estaba allí brindando con champán, tenía que ser algo más, alguien cercano a Alain Thery.
Traté de mirar hacia fuera, pero no pude ver la calle, solo el negro cielo de la noche. El cortinaje de las ventanas hacía borrosa e irreal la realidad de afuera, como si transcurriera en otro tiempo, en una película en blanco y negro.
Cuando me atreví a mirar de nuevo al bar, el hombre de los ojos de cerdo había desaparecido. Quizás hubiese ido al lavabo, tal vez a casa.
Deduje que era mi mejor oportunidad, me bajé del taburete y me dirigí con pasos vacilantes hacia la mesa de Alain Thery. El grupo había aumentado con la presencia de dos mujeres que vestían modelos en blanco y negro y que llevaban grandes joyas, tal vez algunas de las famosas que, a decir de Caroline Kenney, tanto le gustaba adular. Recordé la imagen de Juliette Binoche y constaté que estas dos no se le parecían.
Alain Thery había apartado la mano del muslo de la rubia y servía champán a una de las chicas en blanco y negro. El champán burbujeaba y destellaba. No me vio cuando me acerqué a la mesa.
—Oh, Alain, qué alegría verte —dije en voz alta.
Él levantó la vista, interrogante.
—Ahora estoy confuso —dijo y esbozó una leve sonrisa. Dientes parejos, la voz un poco estridente.
—¿Pero es que no te acuerdas? Fue en Saint-Tropez —dije y me senté a su lado.
—Pues no, pero conozco a tantas… —Sonrió a la chica a su derecha—. Tengo un yate allí. Sesenta y nueve pies.
Me incliné hacia delante para rozar su rodilla con la mano.
—Y ahora tienes que contarme qué fue de nuestro amigo, ¿cómo está? ¡He oído que os habéis visto en París!
Alain Thery siguió sonriendo y mirando impaciente a las mujeres a su lado. Una bostezó en voz alta.
—¿A quién te refieres? —dijo.
—A Patrick Cornwall, claro, al periodista.
Alain Thery se quedó petrificado, pude oír las vibraciones de sus músculos cuando se tensaron. Apartó a la rubia a un lado.
—No sé de quién me hablas.
—Te estoy hablando de Patrick Cornwall —dije en voz alta para que todo el grupo lo oyera. Iba a entrevistarte acerca de tus negocios y ahora ha desaparecido. ¿Dónde está?
—¿Cómo voy a saberlo yo? No sé de quién me hablas.
Hizo una señal al hombre que se sentaba enfrente. Le clavé la mirada, no le perdí la vista.
—Sabía demasiado de ti y de tus negocios, ¿no? ¿Qué has hecho con él?
Alain Thery se levantó.
—Esta mujer está loca. ¿Es que nadie puede sacarla de aquí? —Miró en todas direcciones e hizo señas a los hombres que se sentaban a su lado—. ¿Pero es que no vais a echar a esta puta loca de aquí? ¡Está borracha!
Al instante me izaron unos brazos fuertes que me atenazaron las manos y el cuello.
—Sé a lo que te dedicas —grité y pataleé de modo que dos copas de champán salieron por los aires. Las chicas del sofá se echaron a los lados para no verse salpicadas de burbujas.
—Está completamente loca —dijo una de ellas en francés—. ¿Es que dejan entrar a cualquiera?
—¿Quién de los tuyos ha asesinado a Salif? —grité mientras me arrastraban. Por el rabillo del ojo vi que el hombre que había a mi lado era el que me había echado de las oficinas. Frunció sus ojos de marrano y me soltó al oído: «Ya te conozco, putilla».
Lo último que vi fue que Alain Thery echaba el brazo alrededor de una de las chicas del sofá mientras ambos se difuminaban en la imagen de un imponente galeón. Su mirada gris y helada me quedó grabada cuando me sacaron del local.