Corría por medio de un laberinto de callejuelas y sombrías escaleras con la criatura en brazos. Desde un bar oí el canto, el lamento de una mujer que me miraba con los ojos como platos, con la boca desdentada, y que aullaba directamente contra la noche. Son esclavos liberados, dijo un hombre entre el público, ellos son los que cantan. Luego desapareció el bebé. Corría, y las sombras tiraban de mi ropa. Llegué al río donde acababan de atracar naves abarrotadas de gente que se asomaba por la borda, encadenada. Entonces pude ver a Patrick en la punta del muelle y grité, pero la voz naufragaba entre el estruendo de carros y las sirenas de los vapores, y le vi caminar en sentido opuesto donde una mujer, pequeña y morena, con un abrigo azul, se arrimó a Patrick y juntos desaparecieron entre el gentío, y yo corriendo tras ellos, abriéndome paso a empujones para decirle que nuestro hijo había nacido, y pude ver la espalda azul de la mujer y la agarré del brazo, pero al volverse era la madre de Patrick la que pegó su rostro contra el mío. «Él no necesita a una como tú», dijo mientras el edificio se derrumbaba a nuestras espaldas. Me arranqué la sábana enrollada entre mis piernas y comprendí que los ruidos provenían de las puertas abiertas del balcón que daba a la calle. Vidrio aplastado. El sordo estruendo del camión de la basura. Chatarra contra el pavimento de la calle.
Tiré de la manta que se había caído al suelo y me ovillé. La noche, fresca e iluminada por las farolas de la calle, penetraba en la habitación. Había dejado abiertas las puertas del balcón para huir a toda velocidad en caso de necesidad. Nadie podría entrar por ese lado. Era más fácil hacerlo por alguno de los pasillos del hotel.
Cuando volví al hotel, escondí la carpeta en el sótano, pidiéndole al conserje que me dejase ver de nuevo la maleta de Patrick. Los documentos de Michail Jetjenko estaban bajo el jersey rojo de cachemira. Cuando abriera la oficina de correos, los metería en un sobre y los enviaría al otro lado del Atlántico.
Las imágenes del sueño persistían en la cabeza, el puerto se parecía al cuadro del bar del hotel, con las naves repletas de esclavos del pasado. Di un respingo y me quedé sentada en la cama. Fijé la mirada en un edificio apagado al otro lado de la calle, un letrero ajado anunciaba habitaciones de alquiler. El corazón me golpeó el pecho.
¡Los barcos! El mar y los barcos, gentes que perecían y reflotaban en tierra.
Era algo que había visto en pantalla cuando había leído artículos sobre el comercio de esclavos y la inmigración ilegal.
Un mar, una playa.
Me levanté sin reparar en que quizás alguien podía verme a través de la ventana, me puse la ropa que estaba apilada en el suelo y reparé en que el reloj marcaba las cuatro de la madrugada. El conserje estaba durmiendo en un sofá del bar.
—¿Tienen ustedes una conexión de Internet que funcione? —dije.
Se sobresaltó, se quedó sentado en el sofá y se restregó los ojos.
—Un momento —dijo y desapareció dentro de la recepción. Volvió con una tarjeta en la mano.
—Hay un código dentro. Tres euros la hora. —Me indicó un oscuro atril de madera en el rincón más apartado del bar—. El ordenador —dijo y regresó a la recepción.
—Perdone —grité a su espalda—. ¿Puedo pedirle un café a estas horas? Y si tiene, un bocadillo.
Abrí la tarjeta y escribí el código en el casillero reservado para la contraseña. Luego me conecté a Google.
Escribí inmigración ilegal. Barcos. Muerte.
Me respaldé contra el asiento y esperé.
Lo había tenido varios días delante de mis ojos y aun así no había caído en la cuenta. No me di cuenta. Me había engañado a mí misma con tal de no verlo. La esperanza era una mentira, una maldita mentira.
Los primeros titulares eran recientes, sucesos de última hora. Una embarcación se había ido a pique frente a la costa de Malta, unos cadáveres habían reflotado en una de las Islas Canarias. Seguí bajando la página pero no encontré lo que buscaba.
El conserje puso una taza de café en la mesa, junto al ordenador.
—Obrigada —dije, la única palabra portuguesa que había aprendido. Hombre-muerto-playa-inmigrante, escribí y pulsé de nuevo en el buscador.
Bebí a sorbos el café amargo mientras el vetusto ordenador se abría paso a través de una conexión lenta. Además de la luz de la puerta entreabierta de la cocina, la pantalla era la única fuente de luz en el bar cerrado. Las ventanas estaban cubiertas, forradas, de cortinas de terciopelo de cuatro metros de altura, desde el techo hasta el suelo.
Reconocí directamente el tercer enlace.
Pulsé y el bar desapareció de mi vista.
Se trataba de una playa en España, en un pueblo de la costa Atlántica que se llamaba Tarifa. Una turista sueca había encontrado a un hombre muerto en la playa. Ponía que se trataba de un inmigrante africano.
«Fue horrible», decía Terese Wallner, de veinte años, que se había llevado un buen susto. «En el agua casi parecía vivo, solo tenía un tatuaje, por lo demás estaba completamente desnudo».
Me llevé la mano al hombro izquierdo y lo agarré con fuerza. Un tatuaje. Ese era el vago recuerdo, inconsciente, que llevaba asentado en la cabeza.
Cotejé la fecha. El artículo fue publicado el miércoles 24 de septiembre. Hacía una semana. Siete días después de que alguien viera por última vez a Patrick en la terraza de Alfama.
Leí el escueto artículo una vez y otra. ¿Cómo sabían que era un inmigrante africano? No se deducía del texto. Por otro lado, fueron varios los cuerpos que reflotaron en tierra días más tarde en las cercanías de Cádiz. La policía española creía que se trataba de una embarcación zozobrada con inmigrantes ilegales a bordo.
Busqué España y apareció un mapa. Con el corazón latiendo, hice un zoom sobre el sur del país y encontré la localidad de Tarifa en la punta de un cabo, un poco al oeste de Gibraltar. La distancia con el continente africano no era mayor que la punta de mis uñas comidas, diez o veinte kilómetros a lo sumo. Y, desde Tarifa, el Atlántico se abría hacia el oeste, hacia la frontera de Portugal, donde el litoral trazaba un recodo hacia el norte y el mar se adentraba en el estuario donde estaba Lisboa, junto a la desembocadura del río Tajo.
Podía encajar.
Me costaba respirar.
Dios mío, pensé. Podía encajar.
La cabeza me golpeaba cuando busqué más información sobre el hombre de la playa, pero el escueto texto era todo lo que había. Nada sobre su identidad. Nada más sobre el tatuaje. Volví de nuevo al texto.
«Fue una terrible conmoción», decía Terese Wallner. «La gente se baña y practica el surf todos los días en esa playa».
Miré la hora. Me quedaban cuatro minutos de conexión. Busqué Suecia, direcciones, y escribí el nombre de Terese Wallner. Parecía que solo había una, un número de teléfono móvil registrado en la dirección calle de Hemmansvägen de un lugar llamado Järfälla.
Eran las cinco y tres minutos de la madrugada. Suecia quedaba más al este, casi a la altura de Rusia, lo que en la práctica suponía otro huso horario. Allí, por lo menos, debían de ser las seis.
Apagué la conexión y subí a la habitación. Dejé que el agua caliente de la ducha me rociara el cuerpo hasta que la piel me ardiera y se encogiera. Contemplé un buen rato cómo el agua formaba pequeños remolinos y era absorbida por el desagüe.
Cuando eran las seis en Lisboa y posiblemente las siete en Estocolmo marqué el número de Terese Wallner. Dio ocho señales antes de que alguien contestara. Una voz turbia.
—Perdón por llamar tan temprano —dije y deseé en lo más íntimo que la persona hablara inglés.
—¿Quién es? —dijo ella.
—Tú estuviste en España hace una semana. Lo leí por Internet.
—¿Cómo, se trata del pasaporte? —De pronto parecía interesada y bajó la voz hasta un susurro—. ¿Lo ha encontrado usted?
—No, pero tú encontraste a un hombre que yacía en la playa. Porque fuiste tú, ¿verdad?
—Sí. —Oí que la muchacha se sonaba la nariz al otro extremo de la línea—. Perdón, estoy un poco resfriada —dijo—. Papá dice que se debe al aire. O tal vez al susto. No sé.
Su inglés era decente, con una saltarina melodía sueca.
—En la entrevista dices que él tenía un tatuaje. ¿Correcto?
—¿De dónde dices que llamas?
—Desde Lisboa.
—¿Es que trabajas para un periódico?
La chica se sonó la nariz con un estruendo que crepitó en el teléfono.
—¿Cómo era el tatuaje? —pregunté.
—Lo llevaba en el hombro.
—¿En qué hombro?
—En el del muerto, claro. —Se echó a reír—. Yo estaba sentada en un rompeolas, cuando fui a trepar… —Calló de repente—. Tú no conoces a Alex, ¿verdad?
¿Quién coño era Alex?
—No, no conozco a ningún Alex —dije. Tragué saliva—. Pero quizá conozca al hombre que tú encontraste.
—Pero si era de África.
—¿Cómo lo sabes?
—Pues claro que lo era. He soñado con él. Con que sale del agua y me atrapa. Es espantoso y aun así no tanto. Parecía casi vivo. ¿Para qué periódico trabajas? —Terese parecía definitivamente despierta. Parecía contentarla la notoriedad—. No entiendo por qué se hacen tatuajes, tiene que hacer daño. Yo misma me desmayé cuando me hicieron agujeros en las orejas, aunque entonces solo tenía trece años, claro.
Hundí las uñas en la colcha.
—¿Qué tipo de tatuaje era?
—Muy bonito. Bonito de verdad. Eran dos flores trenzadas. No eran rosas ni nada de eso, sino más bien flores de fantasía, un diseño precioso.
Un precioso diseño, resonó en la habitación y el trenzado de flores me golpeó delante de los ojos, podía verlas extenderse sobre un hombro negro hacia los músculos del antebrazo y me mordí la mano que no sujetaba el teléfono, me mordí cuanto pude y el dolor me retuvo.
—Pero la policía no parecía interesada. Tenían más interés en saber lo que yo hacía en la playa y cosas por el estilo. —Terese volvió a sonarse la nariz—. Perdona —dijo—, pero no me resulta fácil hablar de eso, es como si volviera de nuevo. Papá cree que me va a llevar su tiempo superar un suceso así.
—¿Ponía algo? —susurré.
El teléfono chirrió, la chica cambió de postura.
—¿Has dicho algo?
—¿Ponía algo en el tatuaje? —dije casi a gritos.
—Ah, te refieres al hombro. Perdón, es que no se oye muy bien. No sé lo que significaba. No conozco esos idiomas.
—Entonces ponía algo. —Oí mi propia voz reverberar en el aparato, todo lo que decía se repetía con un microsegundo de demora—. ¿Un nombre?
Nombre, nombre, reverberó la línea.
—No sé si era un nombre. Dijeron que era subsahariano y que eran muchos los que perecían en el mar. Imagínate si me hubiera bañado allí el día anterior, quizá estaba ya allí, pero me pareció que hacía frío y que había grandes olas.
—¿Qué ponía en el tatuaje?
Escuché la respuesta de la chica a lo lejos.
Y me escoció el hombro izquierdo. El tatuaje que yo tenía, el nombre de Patrick en mi piel en recuerdo de la noche alocada en Chinatown, la noche en que nos prometimos grabando nuestros nombres, ¡mucho mejor que alianzas! Fue un acto de eternidad, algo que nunca perderíamos, una alocada provocación contra sus padres, una idea que me golpeó de repente al ver la luz de un salón de tatuaje en el sótano de una calle transversal a Mott Street. No creí que él fuera a atreverse. Quererme tener de forma tan definitiva. Para la eternidad. Para la eternidad.
La voz de la muchacha se abrió paso a través de la línea.
—Ponía solo, ¿no te parece raro? Así se dice en sueco. Allena. Aunque ponía Alena, con una ele. Casi como alone en inglés. Fue un tanto espantoso porque él allí estaba solo. Y yo también estaba sola, porque Alex… pero eso no te lo puedo contar, todavía estoy muy dolida.
Solté el teléfono y la voz estaba en algún lugar de la oscuridad que me rodeaba. Quise gritarle que parara, pero seguía y seguía:
—Y luego pensé que debía significar otra cosa en su lengua. ¿Sabes lo que significa? He pensado muchísimo en ello. Creo que nunca voy a superar un suceso así. La vida ya no es la misma. ¿Aló? ¿Me sigues? ¿Es él? ¿El que tú conoces?