La Nochevieja de Montalbano

El que empezó la letanía, la novena o lo que fuera, fue, el 27 de diciembre, el jefe superior de policía.

—Montalbano, usted, naturalmente, pasará la Nochevieja con su Livia, ¿no es cierto?

Pues no, no pasaría con su Livia la Nochevieja. Ambos habían tenido una discusión tremenda, de esas tan peligrosas que empiezan con un «vamos a reflexionar con calma» y acaban inevitablemente de mala manera. Y, por consiguiente, el comisario se quedaría en Vigàta y Livia se iría a Viareggio con unos compañeros de la oficina. El jefe superior observó que algo no marchaba e intervino de inmediato para evitarle a Montalbano una embarazosa respuesta.

—Porque, en caso contrario, estaríamos encantados de tenerle en casa. Mi mujer hace tiempo que no lo ve y no para de preguntarme por usted.

El comisario estaba a punto de lanzar un agradecido «sí» cuando el jefe superior añadió:

—Vendrá también el señor Lattes; su esposa se ha tenido que ir corriendo a Merano porque su madre no anda muy bien de salud.

A Montalbano no le hacía gracia la presencia de Lattes, apodado el «leches y mieles» por su empalagosa manera de hablar. Probablemente durante la cena, y también después de ella, no se habría hablado de otra cosa que no fueran los «problemas de orden público en Italia», como se habrían podido titular los largos monólogos de Lattes, jefe del gabinete.

—La verdad es que ya había…

El jefe superior lo interrumpió, pues conocía muy bien la opinión que le merecía Lattes a Montalbano.

—Bueno, si no puede, nos podríamos ver en la comida de Año Nuevo.

—Allí estaré —prometió el comisario.

Después le tocó el turno a la señora Clementina Vasile-Cozzo.

—Si no tiene nada mejor que hacer, ¿por qué no viene a mi casa? Estarán también mi hijo, su mujer y el niño.

¿Y qué pintaba él en aquella hermosa reunión familiar? Contestó con apuro que no.

A continuación, le tocó el turno al director Burgio. Se iba con su mujer a Comitini, a casa de una sobrina.

—Son gente muy simpática, ¿sabe? ¿Por qué no se apunta?

Aunque su simpatía rebasara los límites de la mismísima simpatía, a él no le apetecía apuntarse. A lo mejor el director se había equivocado de verbo; si hubiera dicho «¿por qué no nos hace compañía?», habría habido alguna posibilidad.

La letanía, la novena o lo que fuera se reanudó tres días después en la comisaría.

—¿Quieres venir mañana a pasar la Nochevieja conmigo? —le preguntó Mimì Augello, que había intuido su trifulca con Livia.

—Pero ¿adónde vas tú? —le preguntó a su vez Montalbano, a la defensiva.

Mimì, que no estaba casado, lo habría llevado seguramente a la ruidosa casa de algún amigo o a algún anónimo y pretencioso restaurante lleno de voces, carcajadas y música a todo volumen.

A él le gustaba comer en silencio. Ese tipo de alborotos podían destrozarle el placer de cualquier plato aunque lo hubiera preparado el mejor cocinero del mundo.

—He reservado en el Central Park —contestó Mimì.

Era de esperar. ¡El Central Park! Un enorme restaurante de la zona de Fela de nombre ridículo y decoración no menos ridícula en el que habrían sido capaces de envenenarlo con una simple chuletita y un poco de verdura hervida.

Miró a su subcomisario sin hablar.

—Bueno, bueno, no he dicho nada —dijo Augello, y abandonó su despacho. Pero inmediatamente volvió a asomar la cabeza—: La verdad es que a ti te gusta comer solo.

Mimì tenía razón. Recordó que una vez había leído un relato, sin duda de un autor italiano, cuyo nombre no recordaba, en el que se hablaba de un país donde comer en público se consideraba un delito contra el sentido del pudor. En cambio, hacer «aquella cosa» en presencia de todo el mundo, no, era un acto de lo más normal y aceptado. En el fondo, él estaba de acuerdo. Saborear un plato preparado como Dios manda era uno de los placeres más refinados de los que un hombre podía gozar, un placer que no se podía compartir con nadie, ni siquiera con la persona más querida.

Al regresar a su casa de Marinella, encontró en la mesa de la cocina una nota de su asistenta Adelina.

«Perdone si me premite que mañana no baya que es nochevieja y aprovechando que mis dos ijos están en libertaz preparo los arancini que tanto les gustan. Si usía me ace el onor de pasar a comer la direccion ya la sabe».

Adelina tenía dos hijos delincuentes que entraban y salían de la cárcel: era una pura casualidad, tan insólita como la aparición del cometa Halley, que ambos se encontraran simultáneamente en libertad. Y, por consiguiente, el acontecimiento merecía celebrarse por todo lo alto con unos arancini.

—¡Dios mío, los arancini de Adelina! Los había saboreado sólo una vez: un recuerdo que seguramente le había penetrado en el ADN, en su patrimonio genético.

Adelina tardaba dos días enteros en prepararlos. Se sabía de memoria la receta. La víspera se prepara un estofado de ternera y carne de cerdo a partes iguales que tiene que cocer a fuego muy lento durante horas y horas con cebolla, tomate, apio, perejil y albahaca. Al día siguiente, se prepara un arroz, el que llaman a la milanesa (¡pero sin azafrán, por favor!), se vierte todo sobre una mesa, se mezcla con los huevos y se deja enfriar. Entre tanto, se hierven los guisantes, se hace una besamel, se cortan en trocitos unas lonchas de salchichón y se mezcla todo con la carne estofada y triturada a mano con la tajadera (¡nada de batidoras, por el amor de Dios!). Al arroz se le añade el jugo de la carne. A continuación, se coge un poco, se coloca en la palma de la mano ahuecada, se le agrega una cucharada de la mezcla anterior y se cubre con un poco más de arroz para formar una albóndiga. Cada albóndiga se pasa por harina y después por clara de huevo y pan rallado. Luego, todos los arancini se echan en una sartén con aceite muy caliente y se fríen hasta que adquieren un color de oro viejo. Se escurren sobre papel. ¡Y, al final, loado sea el Señor, se comen!

Montalbano no tuvo ninguna duda acerca de con quién iba a cenar en Nochevieja. Sólo una pregunta lo preocupó antes de conciliar el sueño: ¿conseguirían los dos hijos de Adelina permanecer en libertad hasta el día siguiente?

La mañana del 31, en cuanto entró en el despacho, Fazio reanudó la letanía, la novena o lo que fuera:

Dottore, si esta noche no tiene nada mejor que hacer…

Montalbano lo cortó y, teniendo en cuenta que era un amigo, le reveló con quién pasaría la Nochevieja. Contrariamente a lo que él esperaba, el rostro de Fazio se ensombreció.

—¿Qué ocurre? —preguntó el comisario, alarmado.

—¿Su asistenta Adelina se apellida Cirrincio?

—Sí.

—¿Y sus hijos se llaman Giuseppe y Pasquale?

—En efecto.

—Espere un momento —dijo Fazio, y abandonó el despacho.

Montalbano empezó a ponerse nervioso.

Fazio regresó al poco rato.

—Pasquale Cirrincio está en apuros.

Al comisario se le heló la sangre en las venas, adiós arancini.

—¿Qué significa eso de que está en apuros?

—Significa que hay una orden de captura. La Brigada Móvil de Montelusa. Por robo en un supermercado.

—¿Robo o atraco?

—Robo.

—Fazio, intenta averiguar algo más. Pero no oficialmente. ¿Tienes amigos en la Móvil de Montelusa?

—Todos los que usted quiera.

A Montalbano se le pasaron las ganas de trabajar.

—Comisario, han quemado el coche del ingeniero Jacono —dijo Gallo, metiéndose en el despacho.

—Díselo al subcomisario Augello.

—Comisario, esta noche han entrado ladrones en casa del contable Pirrera y se lo han llevado todo —le anunció Galluzzo.

—Díselo al subcomisario Augello.

Ya está: de esa manera, Augello se podía despedir de su cena de Nochevieja en el Central Park. Y le tendría que estar agradecido, pues se libraría de un envenenamiento seguro.

—Comisario, la situación es la que le he dibujado. La noche del veintisiete al veintiocho desvalijaron un supermercado de Montelusa y lo cargaron todo en un camión. Los de la Móvil están seguros de que Pasquale Cirrincio formaba parte del grupo. Tienen pruebas.

—¿Cuáles?

—No me lo han dicho.

Hubo una pausa, tras la cual Fazio se armó de todo el valor que tenía.

—Señor comisario, quiero hablarle claro: usted no debe ir a cenar esta noche a casa de Adelina. Yo no diré nada, eso seguro. Pero ¿y si por casualidad, a los de la Brigada de Capturas se les ocurre la genial idea de ir a buscar a Pasquale a casa de su madre y descubren que está cenando con usted? Señor comisario, no me parece muy apropiado.

Sonó el teléfono.

—¿Usía es el comisario Montalbano?

—Sí.

—Soy Pasquale.

—¿Pasquale qué?

—Pasquale Cirrincio.

—¿Me llamas desde un teléfono móvil? —preguntó Montalbano.

—No, señor, no soy tan pijo.

—Es Pasquale —informó el comisario a Fazio, cubriendo con una mano el micrófono.

—¡Yo no quiero saber nada! —dijo Fazio; se levantó y abandonó el despacho.

—Dime, Pasquà.

—Tengo que hablar con usted, comisario.

—Yo también tengo que hablar contigo. ¿Dónde estás?

—En la vía rápida de Montelusa. Estoy llamando desde la cabina que hay delante del bar de Pepè Tarantello.

—Procura que no te vean. Estoy ahí dentro de tres cuartos de hora como máximo.

* * *

—Sube al coche —ordenó el comisario en cuanto vio a Pasquale en las inmediaciones de la cabina.

—¿Vamos lejos?

—Sí.

—Pues entonces, cojo mi coche y lo sigo.

—Tú el coche lo dejas aquí. ¿Quieres que vayamos en procesión?

Pasquale obedeció. Era un apuesto muchacho de poco más de treinta años, moreno y de ojos muy vivos.

Dutturi, yo le quiero explicar…

—Después —dijo Montalbano, poniéndose en marcha.

—¿Adónde me lleva?

—A mi casa de Marinella. Agáchate un poco y cúbrete la cara con la mano derecha como si te dolieran las muelas. Así desde fuera no te reconocerán. ¿Sabes que te buscan?

—Sí, señor, por eso le he llamado. Me lo dijo un amigo esta mañana mientras regresaba de Palermo.

Sentado en la galería con una cerveza que le había ofrecido el comisario, Pasquale pensó que ya había llegado el momento de explicarse.

—Yo con esa historia del supermercado Omnibus no tengo nada que ver. Se lo juro por mi madre.

Un juramento en falso por su madre, Adelina, a la que adoraba, jamás lo hubiera hecho: Montalbano se convenció inmediatamente de la inocencia de Pasquale.

—No bastan los juramentos, se necesitan pruebas. Y en la Móvil dicen que tienen ciertas cosas en su poder.

—Comisario, ni siquiera puedo imaginar qué es lo que tienen en su poder, porque yo no fui a robar al supermercado.

—Espera un momento —dijo el comisario.

Entró en su habitación y efectuó una llamada. Cuando regresó a la galería, se le había ensombrecido el rostro.

—¿Qué pasa? —preguntó Pasquale, muy tenso.

—Pasa que los de la Móvil tienen una prueba que te compromete.

—¿Cuál?

—Tu billetero. Lo encontraron cerca de la caja. Estaba también tu carné de identidad.

Pasquale palideció y se levantó de un salto, dándose un manotazo en la frente.

—¡Ahora ya sé dónde lo perdí!

Volvió a sentarse, pues le temblaban las rodillas.

—Y ahora, ¿cómo salgo de esta? —dijo en tono lastimero.

—Cuéntamelo todo.

—La tarde del veintisiete fui a ese supermercado. Estaban a punto de cerrar. Compré dos botellas de vino, una de whisky, unos frutos secos, galletas y cosas por el estilo. Lo llevé todo a casa de un amigo.

—¿Quién es ese amigo?

—Peppe Nasca.

Montalbano hizo una mueca.

—¿A que estaban también Cocò Bellìa y Tito Farruggia? —preguntó.

—Sí, señor —reconoció Pasquale.

La banda al completo, todos con antecedentes, todos compañeros de robos.

—¿Y por qué os reunisteis?

—Queríamos jugar al tresillo y a la brisca.

La mano de Montalbano voló por el aire y aterrizó sobre el rostro de Pasquale.

—Empieza a contar. Esta es la primera.

—Perdón —dijo Pasquale.

—Volvamos a empezar. ¿Por qué os habíais reunido?

Inesperadamente, Pasquale se echó a reír.

—¿Te hace gracia? Pues a mí, no.

—No, señor comisario, esta sí que es buena. ¿Sabe por qué estábamos en casa de Peppe Nasca? Habíamos organizado un robo para la noche del veintiocho.

—¿Dónde?

—En un supermercado —contestó Pasquale, riéndose entre lágrimas.

Entonces Montalbano comprendió el porqué de aquella carcajada.

—¿El mismo? ¿El Omnibus?

Pasquale asintió con la cabeza, porque la risa lo ahogaba.

El comisario le volvió a llenar el vaso de cerveza.

—¿Y se os han adelantado?

Otro sí con la cabeza.

—Mira, Pasqui, que la situación para ti sigue siendo muy grave. ¿Quién te va a creer? Si les cuentas con quién estabas aquella noche, te encierran sin remisión. ¡Imagínate! ¡Cuatro delincuentes como vosotros, sirviéndoos mutuamente de coartada! ¡Esta sí que es como para troncharse de risa!

Volvió a entrar en la casa y efectuó otra llamada. Regresó a la galería meneando la cabeza.

—¿Sabes a quién buscan, además de a ti, por el robo en el supermercado? A Peppe Nasca, a Cocò Bellìa y a Tito Farruggia. La banda al completo.

—¡Virgencita santa! —exclamó Pasquale.

—¿Y sabes lo bueno? Lo bueno es que tus compañeros irán a parar a la cárcel porque tú, como un gilipollas, fuiste a perder el billetero nada menos que en ese supermercado. Es como si hubieras puesto la firma, exactamente lo mismo que confesarse culpable.

—Esos, cuando los detengan y sepan por qué, a la primera ocasión me rompen el culo.

—Y con razón —dijo Montalbano—. Tú ya puedes empezar a preparar el culo. Fazio me ha dicho también que Peppe Nasca ya está en la comisaría, lo ha detenido Galluzzo.

Pasquale se sostuvo la cabeza con las manos. Mientras lo miraba, a Montalbano se le ocurrió una idea que tal vez podría salvar la cena de los arancini. Pasquale lo oyó trajinar por la casa, abriendo y cerrando cajones.

—Ven aquí.

El comisario lo esperaba en el comedor con unas esposas en la mano. Pasquale lo miró estupefacto.

—Ya no recordaba dónde las había metido.

—¿Qué va a hacer?

—Detenerte, Pasquà.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? Tú eres un ladrón y yo un comisario. A ti te buscaban y yo te he encontrado. No me vengas con historias.

—Señor comisario, usía sabe muy bien que conmigo no hacen falta las esposas.

—Esta vez, sí.

Resignado, Pasquale se acercó y Montalbano le colocó una esposa alrededor de la muñeca izquierda. Después, tirando de él, lo arrastró al cuarto de baño y cerró la otra esposa alrededor de la cañería del excusado.

—Vuelvo enseguida —dijo—. Si te dan ganas, podrás hacerlo con toda comodidad.

Pasquale ni siquiera pudo abrir la boca.

—¿Habéis avisado a los de la Móvil de que hemos detenido a Peppe Nasca? —preguntó Montalbano, entrando en la comisaría.

—Usted me dijo que no lo hiciera y yo no lo he hecho —contestó Fazio.

—Llevadlo a mi despacho.

Peppe Nasca era un hombre de unos cuarenta años con una nariz muy grande.

Montalbano le dijo que se sentara y le ofreció un cigarrillo.

—Estás jodido, Peppe. Tú, Cocò Bellìa, Tito Farruggia y Pasquale Cirrincio.

—No hemos sido nosotros.

—Lo sé.

Las palabras del comisario desconcertaron a Peppe.

—Pero estáis igualmente jodidos. ¿Y sabes por qué los de la Móvil no han tenido más remedio que emitir una orden de captura para vuestra banda? Porque Pasquale Cirrincio perdió el billetero en el supermercado.

—¡Hostia puta! —estalló Peppe Nasca.

Y después soltó toda una sarta de maldiciones, tacos e imprecaciones. El comisario dejó que se desahogara.

—Hay algo todavía peor —dijo luego Montalbano.

—¿Qué puede ser peor?

—Que, en cuanto entréis en la cárcel, vuestros compañeros de encierro os recibirán con silbidos y patadas. Habéis perdido la dignidad. Sois unos personajes ridículos, unos pobres desgraciados. Vais a la cárcel a pesar de ser inocentes. Sois los típicos cornudos y apaleados.

Peppe Nasca era un hombre inteligente. Lo demostró con una pregunta.

—¿Quiere usía explicarme por qué está convencido de que no hemos sido nosotros cuatro?

El comisario no contestó, abrió el cajón de la izquierda de su escritorio, sacó una casete y se la enseñó a Peppe.

—¿Ves esta casete? Hay una grabación ambiental.

—¿Se refiere a mí?

—Sí. Se hizo en tu casa, en la noche del veintisiete al veintiocho; se oyen vuestras cuatro voces. Había ordenado que os sometieran a vigilancia. Aquí planeáis el robo del supermercado. Pero para la noche siguiente. Sin embargo, se os adelantaron otros más listos.

Volvió a guardar la casete en el cajón.

—Por eso estoy tan seguro de que vosotros no tenéis nada que ver.

—Pues entonces, si usted les deja oír la grabación a los de la Móvil, se sabrá enseguida que nosotros no tenemos nada que ver.

¡La cara que habrían puesto los de la Móvil si hubieran oído la grabación de la casete! Contenía una versión especial de la Sinfonía n.º 1 de Beethoven que Livia le había grabado en Génova.

—Peppe, trata de razonar. La casete puede servir para exculparos, pero también puede ser prueba de vuestra culpabilidad.

—Explíquese mejor.

—En la cinta no consta la fecha en que se grabó. Esa sólo la puedo decir yo. Y, si me diera el capricho de afirmar que la grabación corresponde al día veintiséis, la víspera del robo, vosotros lo pagaríais con la cárcel y los más listos disfrutarían del dinero en libertad.

—¿Y por qué quiere usía hacer una cosa así?

—Yo no he dicho que quiera, es una posibilidad. Por otra parte, si yo les dejo oír esta casete a algunos amigos vuestros, no a los de la Móvil, os despreciarán para siempre. Ningún perista aceptará vuestra mercancía. Ya no encontraréis a nadie que os eche una mano, ningún cómplice. Vuestra carrera de ladrones se habrá acabado. ¿Me sigues?

—Sí, señor.

—Así que tú no puedes hacer más que lo que yo te pido.

—¿Qué quiere?

—Quiero ofrecerte la posibilidad de una salida.

—Dígame qué es.

Montalbano se lo dijo.

Fueron necesarias dos horas para convencer a Peppe Nasca de que no había otra solución. Después Montalbano confió de nuevo a Peppe a la custodia de Fazio.

—No avises todavía a los de la Móvil.

Salió del despacho. Eran las dos y por la calle había muy poca gente. Entró en una cabina telefónica, marcó un número de Montelusa y se apretó la nariz con el índice y el pulgar.

—¿Oiga? ¿Es la Brigada Móvil? Se están ustedes equivocando. El robo en el supermercado lo cometieron los de Caltanissetta, los que tienen por jefe a Filippo Tringili. No, no me pregunte quién soy porque, de lo contrario, cuelgo. Le voy a decir también dónde está escondido el botín que aún se encuentra en el camión. Está en la nave industrial de la empresa Benincasa, junto a la carretera provincial Montelusa-Trapani, a la altura del barrio de Melluso. Vayan enseguida porque me parece que esta noche tienen intención de llevarse el botín en otro camión.

Colgó. Para evitar malos encuentros con la policía de Montelusa, pensó que lo mejor sería retener a Pasquale en su casa, pero sin las esposas, hasta que anocheciera. Entonces irían juntos a casa de Adelina. Y él disfrutaría de los arancini no sólo por su celestial exquisitez, sino también porque se sentiría totalmente en paz con su conciencia de policía.