Una mosca atrapada al vuelo

Desde el año anterior, Montalbano no había vuelto a ver al director de instituto Burgio y a su mujer, la señora Angelina. De vez en cuando los echaba de menos, echaba en falta el calor de su amistad, y no pasaba una semana sin que se jurara solemnemente que se pondría en contacto con ellos, aunque sólo fuera mediante una simple llamada telefónica. Pero después, entre una cosa y otra, acababa olvidándose de su propósito. Desde hacía más de quince años el director Burgio ya no era director, pero en el pueblo todos lo seguían llamando así por respeto. Tenía más de setenta años, conservaba la fortaleza del cuerpo y de la mente y, junto con su esposa, una mujer menuda y delicada que guisaba unos platos muy ligeros y refinados, le había sido muy útil en la solución de un asunto muy complicado, conocido como el caso de «el perro de terracota».

—¿Comisario Montalbano? Soy el director Burgio.

El comisario se sintió repentinamente incómodo y avergonzado. Le correspondía a él telefonear y no poner a un anciano caballero en la situación de tener que hacerlo él primero. Pero inmediatamente después se preocupó. Sin saludarlo siquiera, le preguntó:

—¿Cómo está la señora Angelina?

—Bien, muy bien, señor comisario, aparte de los achaques propios de la edad. Yo tampoco estoy mal. El otro día lo vi fugazmente en las inmediaciones de la Jefatura Superior…

—¿Por qué no me llamó?

—No quise molestarlo. Se lo comenté a mi mujer y Angelina me dijo que hacía mucho tiempo que no nos veíamos.

—Lo siento en el alma, señor director. Puede creerme, ha sido un año de esos que…

El director se echó a reír.

—¡No le pedía que justificara sus ausencias! La razón por la cual le llamo… ¿Qué hace esta noche?

—Nada especial. Por lo menos, así lo espero.

—¿Le apetece cenar con nosotros? Mi mujer está deseando verle. Pero no espere nada excepcional.

—Muchas gracias. Iré.

—Ah, por cierto, comisario, habrá otro invitado, un primo hermano mío, hijo de una hermana de mi padre, la más pequeña. Lleva en Vigàta dos días por asuntos de negocios y regresa pasado mañana a Roma, donde reside. Es ingeniero y se llama Rocco Pennisi.

El director pareció deletrear el nombre y el apellido de su primo. A Montalbano le sonaba, pero, de buenas a primeras, no supo relacionarlo con nada en concreto. Después le dio vueltas al asunto: ¿por qué razón el director estaba como a punto de leerle los datos del carné de identidad del otro invitado?

El ingeniero Rocco Pennisi era un distinguido sexagenario, muy amable y discreto. A Montalbano le llamó la atención que, a lo largo de toda la velada, diera la sensación de no tener el menor interés por nada de lo que se decía. Intervenía sólo si le preguntaban, pero, incluso cuando contestaba, parecía estar como ausente, como si tuviera la cabeza en otra parte. De vez en cuando, el comisario sorprendía una fugaz mirada entre el director y su primo. Aquel parecía invitarlo con la mirada a decir algo y este contestaba siempre que no con los ojos. Hasta la señora Angelina, que había preparado una cena ligera (así había definido una de ellas Montalbano y así las había seguido definiendo todas), se iba mostrando más incómoda a medida que la cena se iba acercando a su fin. Lo único que dijo el ingeniero por propia iniciativa fue que a la mañana siguiente regresaría a Roma, pues había conseguido resolver antes de lo previsto el asunto que lo había llevado a Vigàta.

—¿Cogerá el avión de las diez? —le preguntó Montalbano, por decir algo.

Se le estaba contagiando el nerviosismo de la señora Angelina. El ingeniero lo miró, perplejo.

—¿El avión? Cuando lo hubiera podido coger, no era costumbre… No, comisario. Regreso a Roma con el rápido.

Después hubo un intercambio de agradecimientos y saludos.

—Tengo coche. ¿Quiere que lo acompañe? —le preguntó Montalbano al ingeniero, pero el que le contestó fue el director.

—No, señor comisario, mi primo duerme aquí.

Montalbano regresó a Marinella, más desconcertado que otra cosa.

A la mañana siguiente, mientras se afeitaba, le vino a la mente la extraña atmósfera que había presidido la cena en casa de los Burgio. De una cosa estaba seguro: la reunión no había sido casual. El director deseaba que él y el ingeniero Pennisi se conocieran, probablemente porque este quería decirle algo. Pero, en el transcurso de la cena, el hombre había cambiado de idea por más que el director lo había invitado con sus miradas a ir al grano. ¿Y a quién había anunciado el ingeniero que se iba al día siguiente? No a su primo y a su mujer, que ya lo debían de saber, pues el hombre se hospedaba en su casa. Y tampoco a Montalbano. Lo cual significaba que el verdadero sentido de la frase era otro. Quizá este: «Querido primo, no insistas; al decir que me voy mañana, pretendo dar por cerrado el asunto: no hablaré con el comisario». Y después, Rocco Pennisi había dicho otra cosa que no encajaba, una cosa que le había salido de la boca sin pensar, hasta el punto de que se había callado de golpe. Había sido a propósito del avión. Había dicho más o menos que, cuando estaba en condiciones de tomarlo, aún no era costumbre viajar en ese medio. ¿Por qué el ingeniero, en determinado momento de su vida, aunque hubiera querido hacerlo, no habría podido? ¿Qué se lo había impedido? Y había otra cosa, mucho más difícil de definir. Una impresión. Aunque durante la cena el comisario hubiera dado la sensación de mirar a Rocco Pennisi sólo lo estrictamente necesario, en realidad no le había quitado los ojos de encima. Le había llamado la atención la economía de gestos del ingeniero. No extendía los brazos, no apoyaba los codos sobre la mesa. Buena educación, por supuesto. Pero ¿por qué al sentarse se había acercado más las copas y los cubiertos, como si estuviera acostumbrado a moverse en un espacio muy reducido? Así se comporta instintivamente el que está acostumbrado a comer con otros hombres, uno a la derecha, otro a la izquierda y el tercero delante.

Lo pensó y lo volvió a pensar mientras paseaba por la orilla del mar, pues era todavía demasiado temprano para ir al despacho. Y, de repente, se le ocurrió la explicación con toda claridad. Y comprendió por qué el director Burgio, al invitarlo, le había deletreado el nombre y el apellido de su primo. Era un gesto de delicadeza, quería advertirlo, no quería colocarlo en una situación incómoda, obligándolo a sentarse a la mesa con alguien como su primo. Sólo que él no había recordado en un primer momento quién era Rocco Pennisi. Un asesino, ni más ni menos.

* * *

Aún no había pasado ni media hora desde que se lo había pedido, cuando Catarella, glorioso y triunfante, depositó sobre su mesa una hoja impresa por ordenador.

—En tiempo real, ¿eh, Catarè?

—¿Real, dottori? ¡Imperial!

La ficha resumía áridamente la trágica historia de Rocco Pennisi, licenciado en Ingeniería, condenado en firme a treinta años por homicidio, de los cuales había cumplido veinticinco mientras que los cinco restantes le habían sido perdonados por buena conducta. La excarcelación se había producido hacía apenas dos meses.

El comisario leyó dos veces la ficha y llegó a una conclusión muy concreta: el juicio se había basado exclusivamente en indicios y quizá por eso los jueces no lo habían condenado a cadena perpetua. Lo pensó un poco y después llamó a los Burgio.

—¿Señor director? Soy Montalbano.

—Ya lo había conocido por la voz. Ya sé por qué me llama.

—¿Ya se ha ido su primo?

—Sí. Yo tengo la culpa. Insistí tanto en que hablara con usted… No sé por qué no se atrevió. Y ha querido regresar a Roma.

—¿Qué hace en Roma? ¿Ha encontrado trabajo o…?

—Sí, en el estudio de su hijo Nicola, que también es ingeniero.

—Señor director, ¿qué pretendía que me dijera anoche su primo?

—Que le contara cómo ocurrieron los hechos que lo han mantenido injustamente encerrado en la cárcel durante veinticinco años y le han destrozado la vida.

Montalbano no se atrevió a replicar de inmediato. Al pronunciar la última frase, al director se le había quebrado la voz.

—He leído la ficha, señor director. Es cierto que no existían pruebas seguras, pero… ¿Usted lo considera inocente?

—No lo considero, tengo en mi fuero interno la absoluta certeza de que era inocente. Y esperaba tanto de este encuentro con usted… ¿Sabe una cosa? Rocco no tenía ningún asunto que resolver en Vigàta. Le dije una mentira. Yo mismo lo convencí de que viniera ex profeso.

Montalbano se irritó y se conmovió ante la ingenua confianza que el director depositaba en él.

—Si usted me quiere hablar de ello, aunque sea en ausencia de su primo…

—¡Dios mío, te doy gracias! —exclamó el director—. ¡Estaba deseando oírle decir esas palabras! Venga a casa cuando quiera, señor comisario.

—Le agradezco todo lo que pueda hacer por mi primo —dijo el director Burgio, haciendo pasar al comisario a su estudio—. Angelina se impresionó mucho por lo de anoche. ¡No pudo pegar ojo y hace poco que se ha ido a dormir! Le ruega que la disculpe.

—¡Faltaría más! —dijo Montalbano, y añadió—: Pero, antes de que empiece a hablar, quisiera señalar, señor director, que si estoy aquí no es para hacer algo en favor del ingeniero, sino por usted. ¿Aprecia mucho a su primo?

—Nos llevamos quince años de diferencia. Su padre, Michele, que se había casado con Caterina, la más joven de mis tías, era natural de Montelusa. Era propietario de una empresa aceitera que había heredado. Michele y mi tía sólo tuvieron un hijo, Rocco. Cuando tenía cinco o seis años, empezó a encariñarse conmigo. Muchas veces un niño o una niña eligen un padre por su cuenta. Nuestra relación siguió adelante incluso cuando Rocco creció, fue a la universidad y se licenció. La desgracia ocurrió precisamente el día de su licenciatura. Michele y Caterina regresaban de Palermo tras haber asistido a la discusión de la tesis cuando él perdió el control del vehículo. Probablemente, un mareo. Murieron los dos. Y, a partir de aquel momento, yo me convertí en una especie de padre a todos los efectos. Y Angelina, en su madre. Rocco encomendó la empresa de su padre a una persona de confianza y se asoció con un amigo suyo de Montelusa, Giacomo Alletto. Eran jóvenes y tenían mucho empuje. Y empezaron a obtener adjudicaciones de obras cada vez más importantes. El primero en casarse fue Giacomo. Se casó con Renata Dimora, una espléndida muchacha de Montelusa, que había sido compañera suya y de Rocco en la universidad, pero que después había dejado los estudios. Al año siguiente mi primo también se casó con una chica de Favara, Anna Zambito. Tuvieron un hijo, que es el que vive en Roma…

—Sí, ya me lo ha dicho…

—Señor comisario, ya sé que lo estoy aburriendo con toda esta historia que parece una de esas complicadas genealogías de la Biblia. Pero es que, si no le cuento la situación, acabará por no entender nada. Una noche Rocco me llamó desde Montelusa, quería verme a solas. Nos citamos en un café de las afueras. Y allí me dijo que desde hacía tiempo era el amante de Renata, la mujer de su socio. En su época de estudiantes en la universidad, ambos estaban enamorados de Renata. Ella había sido novia de Rocco durante unos cuantos meses y después lo había dejado por Giacomo. Después de la boda de Rocco, reanudó sus relaciones con él. Fue ella la que así lo quiso, según me confesó mi primo, como si no soportara la idea de que él tuviera otra mujer, su esposa. Y Rocco no supo resistirse. Yo le supliqué que rompiera con ella, pero comprendí que no había nada que hacer. Día a día se mostraba cada vez más nervioso e intratable.

—¿Aún amaba a su mujer?

—¡De eso precisamente se trataba! Me dijo que, tras la reanudación de sus relaciones con Renata, la amaba todavía más. Y adoraba al niño. En resumen, tenía lo que se dice un corazón de asno y otro de león. Por otra parte, Renata se encontraba en el mismo caso.

—¿Renata y su marido tenían hijos?

—Afortunadamente, no.

—Mire, señor director, Montelusa es en el fondo una pequeña población. ¿Cómo es posible que Alletto no descubriera la relación que había entre su mujer y su socio?

—Aunque parezca inexplicable, así es. No sospechaba nada. Y eso era también un motivo de angustia para Rocco.

—¿Me lo puede explicar mejor?

—Rocco es una persona leal. Su condición de doble traidor, a su familia y a la amistad, le resultaba insoportable. «Si Giacomo llegara a enterarse, me alegraría en cierto modo, al final le podría dar una explicación», me decía. «Pues entonces, ¿por qué no se lo dices?», le pregunté yo. «Renata no quiere», me contestó. Hasta que un día Giacomo recibió un anónimo. Muy detallado y exacto. No sólo facilitaba la dirección del pequeño apartamento en el que su mujer se reunía con su amante, sino que indicaba también el día y la hora de la siguiente cita. En resumen, una auténtica invitación a que fuera a sorprenderlos in fraganti. Y les pegara un tiro.

—¿Rocco le ha confesado alguna vez que fue él quien escribió el anónimo? —preguntó tranquilamente Montalbano.

El director abrió la boca en una mezcla de estupor y admiración.

—No —contestó cuando se recuperó de su asombro—. Pero, ahora que lo dice, comprendo que tuvo que ser eso. Sí, seguramente fue mi primo el que advirtió a Giacomo de la traición de su mujer y su amigo.

El director hizo una pausa y miró al suelo. Se le había ocurrido una idea.

—A lo mejor quería de verdad que Giacomo los sorprendiera, quería de verdad y deseaba con toda su alma que Giacomo lo matara.

—¿Qué hizo Giacomo entonces?

—Invitó a Rocco y a su mujer Anna a comer en un chalet que tenía aquí en Vigàta, a la orilla del mar, por la parte de Montereale. Estaban sólo ellos cuatro y Renata había preparado la comida. Después de comer, Giacomo sacó del bolsillo el anónimo y lo leyó en voz alta. Fue un momento tremendo, Rocco me lo contó. Sin decir ni una sola palabra, pero emitiendo una especie de lamento, Anna se levantó de la mesa y corrió hacia la playa. En ese instante, Rocco supo que ella sospechaba algo desde hacía mucho tiempo. Entonces Giacomo les preguntó a Renata y a Rocco qué debía hacer con aquella carta. Ni Renata ni Rocco abrieron la boca, fue peor que si lo hubieran confesado. Giacomo rompió la hoja y dijo: «Yo no he recibido esta carta; si recibiera otra, las cosas serían muy distintas». Pero todo se había estropeado. A los pocos días, Rocco abandonó a su familia y se marchó solo, y lo mismo hizo Renata, que regresó a casa de sus padres. Los negocios de Giacomo y Rocco empezaron a ir mal y ellos no se hablaban. Al final, decidieron disolver la sociedad y cada cual se fue por su lado. Al cabo de unos pocos meses, Renata, quizá porque amaba a su marido o quizá cediendo a las presiones de sus padres, regresó junto a Giacomo. Yo, personalmente, lancé un suspiro de alivio, confiando en que Rocco volviera a reunirse con su familia. Anna, a quien yo veía muy a menudo, no esperaba otra cosa. Pero un día Rocco me reveló que había reanudado sus relaciones con Renata. Sólo que ahora tomaban más precauciones. Puede creerme, señor comisario: fue como si me hubiera caído repentinamente una piedra desde el cielo. Una noche, lo supe durante el juicio, Renata y Giacomo se pelearon. A esas alturas era algo que ocurría muy a menudo. Resumiendo: Giacomo se fue a dormir al chalet de Montereale y Renata se fue a pasar la noche a casa de una amiga. A la mañana siguiente, Giacomo no acudió a su nuevo despacho, mientras que Renata regresó a casa, dispuesta a reconciliarse. Al recibir una llamada del despacho, donde esperaban a Giacomo, Renata contestó que su marido había dormido en el chalet. Llamaron, pero no obtuvieron respuesta. Entonces Renata fue hasta allí en compañía de un empleado. La puerta estaba abierta y era evidente que en el salón se había producido una pelea. Pero de Giacomo no había ni rastro. La policía y los carabineros lo buscaron por tierra y por mar, pero no lo encontraron. Algunos pensaron que se trataba de un caso de lupara bianca, asesinato con desaparición del cuerpo, pues en los últimos tiempos Giacomo había recibido amenazas e intimidaciones a propósito de una adjudicación de obras. Otros pensaron en un alejamiento voluntario a causa del empeoramiento de sus relaciones con su mujer. El jefe de la Brigada Móvil de Montelusa era, por el contrario, de otra teoría. Que el culpable de la desaparición de Giacomo era Rocco, loco de celos porque el marido había recuperado a su mujer.

—Por lógica, o lo que sea, Rocco hubiera tenido que matar a Renata. En cierto sentido, ella lo traicionaba ahora con su marido —comentó el comisario.

—Eso es lo que yo pensé —añadió el director—. En resumen, en tres meses de investigaciones, ni la policía ni los carabineros encontraron el menor rastro de Giacomo. Parecía que se había esfumado en el aire. Un día en el chalet hubo una fuga de agua. Renata, que iba allí de vez en cuando, llamó al fontanero. Y este hizo un descubrimiento espantoso. Sobre el tejado había un depósito de uralita, usted ya sabe, comisario, que aquí el agua la cortan cuando quieren…

—No me hable… —dijo Montalbano, que muchas veces, totalmente enjabonado, soltaba maldiciones bajo la ducha cuando se quedaba sin agua.

—Bueno, pues el fontanero levantó la tapa y vio un cuerpo. El de Giacomo. Alguien lo había estrangulado y después lo había ocultado allí.

—¿Era fácil llegar al depósito?

—¡Qué va! Había una pequeña puerta que daba al tejado y desde allí, caminando sobre las tejas, se llegaba al depósito. Lo cual significaba que Giacomo no se había ido voluntariamente, y que tampoco era un caso de lupara bianca. El jefe de la Móvil aventuró una conjetura. A saber, que Rocco había ido a ver a Giacomo y que la discusión entre ambos había degenerado en otra cosa. Por consiguiente, Rocco había estrangulado a Giacomo y había ocultado el cadáver en el depósito. Interrogó a Rocco y este no pudo facilitar ninguna coartada para aquella noche.

—¿Y eso?

—Había pasado toda la noche en casa. Yo puedo confirmarlo en parte. Lo llamé sobre las ocho para preguntarle si quería cenar con nosotros. Contestó que cenaría en casa porque después tenía un compromiso.

—¿Le dijo cuál?

—No, pero yo me lo imaginé.

—¿Qué imaginó?

—Que al cabo de un rato saldría para dirigirse al apartamento donde lo esperaba Renata. Pero, durante el juicio, él se limitó a decir que se había quedado en casa y no se había movido de allí. No tenía testigos; después de mi llamada, nadie más lo había telefoneado.

—Por consiguiente, aunque dijera la verdad, nadie la podía confirmar.

—Exactamente. La acusación se basó sobre todo en la ausencia de una coartada. Y móviles para Rocco había montones. Cuando lo detuvieron, casi todos sus amigos y conocidos estaban convencidos de su culpabilidad.

—Y Renata, ¿cómo reaccionó a la detención?

—Pues no sé qué decirle, de una manera contradictoria. A veces sostenía, siempre en privado, la inocencia de Rocco, y otras veces, en cambio, parecía dudar. La noche del crimen ella estaba en casa de una amiga que lo confirmó durante el juicio. La Fiscalía fue más allá de la hipótesis del jefe de la Brigada Móvil, que se inclinaba por un homicidio no premeditado, y acusó a Rocco de premeditación. Los jueces fueron muy duros.

—Eran tuertos, pobrecillos —dijo Montalbano.

El director lo miró, perplejo.

—¿Que los jueces eran tuertos? No entiendo, señor comisario.

—Señor director, en aquella época, los jueces sólo tenían un ojo, el que les permitía contemplar los delitos comunes, incluido el homicidio, con inflexibilidad. El otro ojo, el que hubiera tenido que ver la mafia, la corrupción de los políticos y otras cosas por el estilo, ese no, ese lo mantenían cerrado.

—Pero lo que más nos llamó la atención a todos durante el juicio, a mí incluido, fue la actitud de Rocco.

—¿Cuál fue?

—Completamente abúlica. Como si la cosa no fuera con él. A casi todo el mundo eso le pareció un reconocimiento indirecto de la culpa. Los abogados presentaron recurso. Entre el primer y el segundo juicio, que ratificó la condena, Renata se volvió a casar.

—¿Cómo? —saltó Montalbano.

—Pues sí, señor. Formalmente, no había nada en contra. En todo caso, era una cuestión de buen gusto, hubiera podido esperar por lo menos un año. Como ya le he dicho, Renata era muy guapa y había heredado una considerable fortuna de Giacomo. Muchos le echaron el ojo a la viuda. Pero ella prefirió casarse con Antonio Lojacono.

—¿Quién era?

—Antonio Lojacono era un aparejador, dos años más joven que ella, que había trabajado primero en la empresa de Giacomo y Rocco y después en la de Giacomo. En el transcurso del segundo juicio, la actitud indiferente de Rocco se acentuó. Fíjese, durante el alegato del fiscal, atrapó una mosca al vuelo.

—Alto ahí —dijo bruscamente Montalbano.

—¿Cómo? —preguntó el director, estupefacto.

—Repítame exactamente lo que ha dicho.

—¿Qué he dicho?

—Eso de la mosca.

—Atrapó una mosca al vuelo justo cuando todos lo miraban porque el fiscal, el del segundo juicio, estaba hablando en aquel momento de la premeditación. Y precisamente en aquel gesto, que todos pudieron ver, se basó el magistrado para demostrar lo cínico y despreciable que era Rocco. Si quiere que le diga la verdad, señor comisario, todo el mundo vio en aquel gesto una confesión. Nos quedamos helados.

—¡Hábleme de la mosca!

—¿Cómo?

—Señor director, no es una broma. ¿Volaba? ¿Estaba quieta?

—Pero ¿qué importancia tiene eso, por Dios?

—Usted no se preocupe y conteste.

—Creo que estaba quieta. O volaba, no sé. Porque él, Rocco, llevaba un rato paralizado, no se movía, contemplaba la barandilla que rodeaba el banco en el que estaba sentado… A lo mejor la mosca se encontraba allí y él la estaba observando…

—¿Quién estaba presente?

—¿Dónde?

El director estaba perplejo, no comprendía las preguntas de Montalbano. ¿Qué sentido tenían? Y además el comisario había cambiado de actitud, se asemejaba a un perro de caza con la mirada clavada en un matojo de sorgo.

—En la sala. ¿Quién estaba presente en la sala, aparte de usted?

—¿Se refiere a los amigos? ¿A los curiosos? Bueno, exactamente no…

—Piénselo y dígame: ¿estaba presente Renata?

—No hace falta que lo piense: no estaba.

Montalbano pareció decepcionarse.

—Pero…

Esta vez el comisario inclinó la cabeza hacia delante en dirección al director; el perro había olfateado la presa.

—Pero estaba el marido —añadió el director Burgio—, el segundo marido, el aparejador Lojacono.

Montalbano se relajó respirando hondo como si acabara de salir a la superficie del agua tras haberse zambullido.

—Siga —dijo.

—No hay mucho que añadir. Los abogados hicieron todo lo que se tenía que hacer, pero por propia iniciativa. Rocco los seguía pasivamente. Fue condenado. En la primera conversación que tuve con él en la cárcel, me dijo dos cosas: que él no había matado a Giacomo y que cuidara de Nicola, su hijo. Y yo así lo hice, procurando mantener vivo el amor del niño, que iba creciendo y pasando de muchacho a joven y a hombre adulto, por su padre injustamente encarcelado. Y eso por lo menos lo conseguí.

Se estaba emocionando, pero las palabras del comisario lo dejaron estupefacto:

—Volvamos a la mosca.

El director Burgio no logró articular ni siquiera una sílaba.

—¿Qué hizo con la mosca tras haberla atrapado?

—N… nada —balbució el otro.

—¿Cómo que nada?

—Bueno…, abrió muy despacio el puño y la dejó volar.

El director le había explicado dónde estaba el chalet en el que había sido asesinado Giacomo Alletto. Tras su boda con el aparejador, Renata ya no quiso volver allí y lo vendió a un comerciante de Vigàta a quien Montalbano conocía. D’Arrigo, el comerciante, al recibir la llamada del comisario, le contestó que podía ir a verlo cuando y como quisiera. Y Montalbano le dijo que en media hora estaría allí.

—No —dijo D’Arrigo—, dejé el chalet como estaba. Sólo lo hice pintar por dentro y por fuera. Y arreglé el cuarto de baño, la cocina y, naturalmente, el depósito de agua.

Y se rio como si le hiciera gracia el comentario.

—¿Puedo ver cómo se sube al tejado?

—Por supuesto.

Al llegar a la puertecita del altillo, D’Arrigo se detuvo.

—Tenga cuidado, es muy peligroso. Si usted quiere ir hasta el depósito, vaya, pero yo no voy. Y, además, ha llovido y las tejas están muy resbaladizas.

Montalbano cruzó la puertecita fuertemente agarrado a la jamba. No se atrevió a dar un paso. El depósito se encontraba a unos diez metros de distancia, y a cada metro, alguien que no tuviera mucha práctica corría el peligro de estrellarse en el suelo.

Volvieron a bajar al salón. Y aquí D’Arrigo decidió finalmente preguntar al comisario el motivo de su visita. Pero dio un gran rodeo.

—Me he enterado de que estos días ha estado en Vigàta el ingeniero Pennisi.

—Sí —dijo Montalbano.

—¡Pobrecillo! ¡Veinticinco años de cárcel son muchos!

—Pues sí —dijo Montalbano.

Entonces, D’Arrigo añadió algo que sobresaltó al comisario.

—Según Agustinu, no pudo ser él.

—¿Quién es Agustinu?

—Agustinu Trupia, el maestro de obras, el que hizo las reformas del chalet cuando yo lo compré.

—¿Y por qué estaba Agustinu convencido de que no había sido el ingeniero?

—Porque Agustinu, hace treinta años, trabajaba de albañil en la empresa de Alletto y Pennisi. En la obra se burlaban del ingeniero. A su espalda, naturalmente.

—¿Por qué?

—Porque no podía subirse a los andamios, le daba vueltas la cabeza, sufría de vértigo. Agustinu me dijo que ni siquiera podía subir a una escalera de mano. Y por eso no comprendía cómo se las había arreglado el ingeniero, tras haber matado a su socio, para cargárselo sobre los hombros, subir al altillo, recorrer diez metros caminando sobre las tejas, levantar la tapa del depósito, arrojar el cadáver dentro, volver a colocar la tapa y regresar.

—Disculpe, D’Arrigo, ¿Agustinu vive todavía?

—¡Pues claro! Lo vi anteayer en el mercado de pescado. Ya no trabaja porque tiene más de setenta años. Pero está muy bien.

—¿Tiene usted su dirección?

La conversación entre el comisario y el maestro de obras Agustinu Trupia tuvo lugar a la mañana siguiente en el domicilio de la hija de Agustinu, Serafina, que, con la colaboración de su marido Martino, había producido ocho hijos. El mayor tenía veinte años, y la más pequeña, cinco. El maestro de obras jubilado se dedicaba a ser abuelo a tiempo completo y disponía de una pequeña habitación en la que recibió a Montalbano. Pero, aun así, el diálogo resultó un poco difícil a causa del ruido procedente de las restantes estancias de la casa. Tras haber oído las palabras de Montalbano, Trupia insistió en señalar que D’Arrigo no le había repetido exactamente lo que él había dicho.

—¿El ingeniero no sufría de vértigo?

—Por supuesto que sí. Pero no es verdad que nos cachondeáramos de él.

—¿No se burlaban de él?

—No, señor. La primera vez que ocurrió, estábamos presentes cuatro personas, además del ingeniero Pennisi. Estábamos yo, Tanu Ficarra, Gisue Licata y el ingeniero Alletto. El ingeniero Pennisi llegó tarde, cuando nosotros ya estábamos encaramados a los andamios. Entonces el ingeniero Alletto le dijo que subiera también. Sin embargo, en cuanto subió, Pennisi empezó a tambalearse hacia uno y otro lado como si estuviera borracho. Después se agarró a un palo y ya no se movió. Se le habían puesto los pelos de punta y tenía los ojos muy abiertos. Entonces lo sujetamos, estaba más tieso que un bacalao, y lo acompañamos abajo. Nos echamos a reír cuando vimos que el ingeniero se había meado encima. Pero el ingeniero Alletto nos dijo que, como nos riéramos otra vez, nos despediría. Y a partir de entonces, no tuvimos ocasión de reírnos porque el ingeniero Pennisi ya no se atrevió a volver a subir a los andamios.

—Dígame una cosa, Trupia: ¿por qué no contó eso durante el juicio?

—Porque nadie me lo preguntó. Y, además, yo no quería tratos con la ley. El que se enreda con la ley, tanto si tiene razón como si no, acaba siempre pagando los platos rotos.

—¿Y por qué me lo cuenta ahora? Yo soy un representante de la ley. Y usted lo sabe muy bien.

—Distinguido señor, usía no se da cuenta de que tengo ya más de setenta años. Y por eso puedo mandar al carajo tanto a usía como a la ley que usía representa.

Distinguido ingeniero Pennisi:

Soy el comisario Montalbano. Tuvimos ocasión de cenar juntos hace unos días en casa de su primo, el director Burgio. Al día siguiente, su primo me reveló que nuestro encuentro lo había organizado él. El director está sincera y absolutamente convencido de su inocencia a pesar de la condena: quizá esperaba de mí una especie de confirmación oficial de su convencimiento, con pruebas seguras. Pero usted, en el transcurso de la cena, se negó a pedirme esa confirmación: en algún momento, debió usted de pensar que cualquier intervención por mi parte sería ya inútil. Inútil quizá no ante la ley, sino ante la irreparable destrucción de su existencia. Yo jamás le podré devolver la juventud que le robaron, los afectos perdidos, las alegrías y tristezas no vividas o vividas a través del filtro de los barrotes. Usted debió de pensar en la inutilidad, a estas alturas, de la inocencia.

Por eso le escribo de mala gana estas líneas. He averiguado su dirección en Roma a través del director, a quien conté una mentira, diciéndole que, aprovechando que muy pronto tendría que viajar a Roma, tendría mucho gusto en volver a verle. Usted me podría preguntar por qué le escribo, si lo hago de mala gana. Soy un policía, ingeniero. Su primo ha puesto en marcha el mecanismo que por desgracia tengo en la cabeza, y este mecanismo ya no puede detenerse si no obtiene algún resultado. Y, por consiguiente, he llevado a cabo algunas investigaciones y he consultado las actas del proceso. ¿Cuándo tuve la primera revelación de la trampa que se urdió aprovechándose de usted? Aventuro una hipótesis que usted podrá, si lo desea, confirmar o negar. Usted declaró que la noche del homicidio se había quedado en casa. Pero era falso. Usted salió para dirigirse al apartamento que había alquilado para sus encuentros con Renata. La víspera, Renata le había dicho que pasaría la noche con usted. Y, por tanto, usted se dirigió al apartamento, pero, inexplicablemente, Renata no apareció. A partir de aquel momento, no tuvieron ustedes ocasión de volver a verse en privado: la desaparición del ingeniero Alletto, con los registros y las pesquisas, alteró necesariamente los ritmos cotidianos de Renata. Por lo demás, los ojos de todo el mundo estaban clavados en ustedes, de modo que tenían que actuar con la máxima prudencia. Esas creo que debieron de ser las excusas de Renata para evitar reunirse con usted. Después tuvo lugar el descubrimiento del cadáver en el depósito de agua, y usted, oficialmente acusado, fue detenido. Sólo Renata hubiera podido revelar a los investigadores el acuerdo que había entre ustedes, según el cual ella le esperaría en el pequeño apartamento para pasar la noche con usted. Eso no habría sido una coartada perfecta, pero habría aliviado un poco su situación. Como es natural, un investigador caprichoso habría podido acusar a Renata de complicidad. Era un riesgo que usted quizá imaginaba que Renata habría asumido por amor. Pero Renata jamás se refirió a aquella cita, ni durante los interrogatorios ni cuando declaró en el juicio. La amiga confirmó que Renata había pasado la velada y la noche en su casa y que en ningún momento le había comentado la existencia de una cita con usted. Y decía la verdad, pues Renata le había ocultado lo que ella le había escrito o le había dicho a usted por teléfono a propósito de aquella cita nocturna, a la cual no pensaba acudir precisamente porque, según sus planes, usted tenía que encontrarse sin coartada. Puede que su abogado le comentara la ambigua actitud de Renata cuando le hablaba de usted: a veces decía que estaba segura de su inocencia y otras veces se mostraba dubitativa y vacilante. Usted empezó a intuir algo, pero seguramente tardó mucho en comprenderlo: hasta aquel momento no había albergado la menor duda acerca de la entrega, el amor y la pasión de Renata. Entonces decidió jugar una última carta, la prueba del nueve sobre la intención de Renata de hacerlo parecer culpable: omitió deliberadamente decir que usted no estaba en condiciones de llevar a cabo aquellas acrobacias en el tejado con un cadáver sobre los hombros, a las que se había referido en su hipótesis el fiscal. Tenía testigos que hubieran podido jurar ante el tribunal que usted sufría de vértigo. Pero no le reveló los nombres al abogado. Ante su condena, Renata calló. La prueba del nueve funcionó. Puede que usted pretendiera confesar la existencia de esa enfermedad, o lo que fuera, que le impedía encaramarse a los andamios, sólo tras la presentación del recurso. Ciertamente, en presencia de esta novedad, la fiscalía habría podido replicar que usted había contado con la ayuda de un cómplice, que le había echado una mano algún obrero de su empresa. Su inocencia no hubiera quedado inequívocamente demostrada, pero el castillo de naipes de la acusación se habría resentido de ello. Sin embargo, entre el primer y el segundo juicio, usted se enteró de que Renata se había vuelto a casar con el aparejador Lojacono. Este, a diferencia de usted, podía caminar perfectamente por un tejado, incluso con un cadáver sobre los hombros. En resumen, usted comprendió entonces que Renata y el aparejador eran amantes desde siempre, que usted no había sido más que la rueda principal del engranaje que ellos habían diseñado. ¿Por qué no reaccionó? ¿Herido de muerte por la traición de la mujer a la que amaba? ¿Temeroso de ser considerado un imbécil por la trágica burla de que había sido objeto? ¿Deseoso de expiar los pecados cometidos contra su amigo Alletto, contra su propia esposa y su único hijo? No quiero respuestas, ingeniero, no me interesan, son asuntos suyos. Por uno de estos motivos, o por todos, usted decidió abandonarse pasivamente al curso de los acontecimientos. Pero quiso decirles a Renata y a su flamante marido que había descubierto el engaño. Y aquel día, mientras el fiscal lo acusaba de premeditación, usted, delante de todo el mundo, atrapó una mosca. Dio la impresión de ser un terrible gesto de despectiva indiferencia. Pero, verá usted, ingeniero, yo tengo mucha experiencia. No existe ningún frío asesino que, mientras se le dirigen unas acusaciones tan graves, tenga el valor de hacer un gesto como el suyo. Un gesto, repito, de desprecio e indiferencia. Sólo que aquel gesto era un mensaje dirigido expresamente al aparejador Lojacono, presente aquel día en la sala. Su interpretación era la siguiente: «Vosotros dos, tú y Renata, me habéis atrapado como una mosca». Eso es todo. Y Lojacono lo entendió muy bien. Y temió su represalia. Tanto es así que se fue a Bolivia en cuanto su mujer entró en posesión de la cuantiosa herencia.

Esto, mi querido ingeniero, es todo lo que creo haber comprendido de su trágico caso. No se lo he comentado a nadie y menos aún al director Burgio.

No le pido que confirme mis conjeturas, que, sin embargo, no me parecen demasiado descabelladas. Le pido sólo una cosa: dígame qué debo hacer.

«NADA». Era la única palabra que contenía el telegrama que el comisario recibió a los tres días, firmado por el ingeniero Rocco Pennisi. Nada.

Y Montalbano obedeció.