La traducción de Manzoni

¡Dottori, todas las bodas se han ido al carajo! —dijo a través del teléfono la alterada voz de Catarella.

Montalbano, medio atontado, miró el reloj; eran las siete de la mañana. Había pasado una noche llena de pesadillas espantosas (en una especie de guerra de las galaxias de estar por casa, lo habían ascendido, entre otras cosas, a jefe superior de la policía interplanetaria) por culpa de unas sardinas a beccafico que se había zampado indecentemente la noche anterior, y, como consecuencia de ello, no se podía decir que se encontrara en inmejorables condiciones. No había entendido ni torta de lo que le había dicho Catarella, el cual estaba ahora un poco preocupado por el silencio de su jefe:

Dottori, ¿qué hace, se ha ido?

—No, Catarè, todavía estoy aquí. Procura ser un poco más claro.

—¿Más claro que eso? Si quiere, le repito palabra por palabra lo que le he dicho: todas las bodas…

—Déjalo, Catarè. Llama al subcomisario Augello o a Fazio y cuéntaselo. Nos vemos después.

Colgó, pero ya se había desvelado sin remedio. Se levantó de la cama y miró a través de la ventana. Un día despejado como Dios manda. Se puso el bañador, bajó de la galería, recorrió lentamente la playa y se metió en el agua. Estaba tan helada que casi le dio un síncope.

Pero le despejó la cabeza.

Hacia el mediodía le vino de nuevo a la mente la misteriosa llamada de Catarella y sintió curiosidad. Llamó a Mimì Augello.

—Mimì, ¿tu sabes algo de unas bodas que se han ido al carajo?

—¿Por qué, tú no? No pasa ni un día sin que alguna pareja que conocemos se separe. ¿Te acuerdas de…?

—Mimì, no me refería a eso. ¿Sabes por qué me ha llamado Catarella esta mañana? No he entendido nada.

—Catarella no ha hablado conmigo. Te paso a Fazio.

—Fazio, ¿por casualidad Catarella se ha puesto en contacto contigo esta mañana?

—Sí, señor comisario. Una chorrada.

—No me cabía la menor duda. Dime de qué se trata.

—Esta mañana el señor Crisafulli, que es funcionario del Registro Civil, al regresar a casa de hacer la compra, ha visto que el tablón de anuncios que hay al lado de la entrada del Ayuntamiento ya no estaba.

—¿Y qué? Lo habrá colocado dentro algún otro funcionario.

—No, señor. Es el tablón de las notificaciones matrimoniales. Tienen que estar expuestas día y noche durante todo el período que marca la ley.

—A ver si lo entiendo.

—Señor comisario, cuando dos se quieren casar, van al Ayuntamiento y el funcionario del Registro Civil levanta una especie de acta, que se llama amonestación, y la expone en el tablón de anuncios. De esta manera, todo el mundo se entera del matrimonio y, si hay algún impedimento, lo puede decir a tiempo. Si las amonestaciones no permanecen expuestas durante todo el tiempo establecido, la boda no se puede celebrar en la fecha prevista. Hay que volver a redactar el acta, pero es necesaria una autorización del juez.

—Entiendo. Creo. Pero ¿por qué has dicho que es una chorrada?

—Porque es así, en el fondo. Como máximo, se producirá un retraso, habrá que volver a fijar la fecha y enviar de nuevo las invitaciones… Una molestia muy grande, pero un daño relativamente escaso. Ha sido una machada de algún chaval que se había fumado demasiados porros, señor comisario.

Para ir a la trattoria San Calogero tenía que pasar necesariamente por delante del Ayuntamiento, un edificio con una especie de pórtico de ocho columnas. Miró hacia la entrada y vio que al lado había un tablón de anuncios con algunas hojas fijadas en él. Se acercó para leer algunas y, en aquel momento, salió el señor Crisafulli, que se iba a su casa para la pausa del almuerzo. Se conocían.

—¿Todo bien? —le preguntó Montalbano, señalando el tablón de anuncios.

—Sí, señor comisario. He ido a Montelusa y el juez ha concedido de inmediato su autorización para que se exponga una copia. Por suerte, las amonestaciones sólo eran nueve; ya no es época de bodas, empieza a hacer demasiado calor.

—Tengo una curiosidad: ¿las nueve parejas se tenían que casar todas el mismo día?

—¡No, por Dios! Cada acta tiene su fecha y, por tanto, un vencimiento distinto.

—Una última pregunta y dejo que se vaya a comer. Si el juez no hubiera dado inmediatamente su autorización, ¿qué habría ocurrido?

—Pues que habríamos tenido que volver a convocar a los prometidos y volver a redactar las actas. Un retraso de una semana por lo menos.

* * *

Al día siguiente, el comisario volvió a seguir el mismo camino para ir a comer a la trattoria, pues su asistenta Adelina tenía la gripe y no le había podido dejar la comida preparada en el frigorífico. Al pasar, miró por debajo del pórtico del Ayuntamiento y vio que el tablón de anuncios permanecía en su sitio; nadie lo había tocado durante la noche. Llegó a la conclusión de que Fazio estaba en lo cierto: una machada de chavales ciegos de vino y porros.

Tuvo que cambiar de opinión dos horas después cuando Galluzzo se presentó en su despacho para hablar con él en privado.

—Se trata de un asunto de mi sobrino.

La mujer de Galluzzo estaba loca por aquel sobrino de dieciséis años, Giovanni, que lo único que quería era correr con su ciclomotor con sus amiguetes, fumar porros y después tirarse horas y horas contemplando la acera. En cambio, Galluzzo no lo podía aguantar.

—¿Ha hecho alguna trastada?

—No, señor comisario. Pero me ha dicho una cosa muy rara. Hoy el señorito se ha dignado venir a comer a casa de su tía, que siempre encuentra la manera de meterle cincuenta mil liras en el bolsillo. Le estaba contando a mi mujer la historia del tablón de anuncios y diciéndole que, en mi opinión, habían sido los colegas de Giovanni los autores de la broma, cuando él ha afirmado que las cosas no eran así. «¿Y cómo son?», le he preguntado yo. Entonces él me ha dicho que la otra noche él fue el último en abandonar la plaza del Ayuntamiento. Debían de ser las dos. Ya había llegado con el ciclomotor a su casa, cuando recordó que se había dejado los cigarrillos en el banco. Volvió atrás y vio a un hombre que acababa de desclavar el tablón de anuncios de la pared y lo estaba introduciendo en un coche.

—¿Uno?

—Sí, señor, uno. Un cincuentón más bien grueso. Volvió a subir al coche y se fue.

—¿Vio la matrícula?

—No la recuerda.

—¿Por qué no vino él mismo a contarme la historia?

—Dejémoslo correr —dijo Galluzzo. Lanzó un suspiro, hizo una pausa y añadió—: Cualquier día de estos vendrá a la comisaría. Esposado.

Si un cincuentón roba el tablón de anuncios, quiere decir que tiene sus motivos para hacerlo, que no se trata de un capricho pasajero.

—Mira, Galluzzo, me tienes que hacer un favor. Ve a pedirle al señor Crisafulli en mi nombre nueve impresos de amonestaciones en blanco y hazme una copia exacta de las actas expuestas.

Al cabo de dos horas de paciente trabajo, Montalbano consiguió hacer una especie de copia resumida de las amonestaciones que le había llevado Galluzzo.

Gaetano Palminteri, de cincuenta años, iba a casarse en segundas nupcias, pues era viudo, con Teresa Gamberotto, de diecinueve años («eso son cuernos seguros»); Gerlando Cascio, de treinta años, se casaría con Ulrike Roth, alemana, de veintiocho años («él, un emigrante, en lugar de llevar dinero a casa, ha preferido llevar a una mujer forastera»); Alfonso Serraino, de treinta y dos años, con Filippa di Stefano, de cuarenta años, viuda («esta tiene miedo de acostarse sola en la cama»); Matteo Interdonato, de sesenta y siete años, con Marianna Costa, de sesenta y cinco años («¿a que será verdad que el corazón no envejece jamás?»); Stefano Capodicasa, de treinta años, con Virginia Umile, de veintiocho años («si no tienes una mujer virginal y humilde, ¿cómo puedes ser cabeza de familia?»); Cosimo Pillitteri, de cuarenta y cinco años, viudo, con Agatina Tuttolomondo, de cuarenta y cinco años («él se ha quedado viudo y se quiere volver a casar, quizá por los hijos»); Salvatore Lumia, de treinta años, con Djalma Driss, tunecina, de veintiocho años («a ver si tenéis un montón de hijos y se termina de una vez este rollo del racismo»); Alberto Cacopardo, de veintinueve años, con Giovanna la Rosa, de veinticinco años («nada que objetar»); Davide Cimarosa, de treinta años, con Donatella Golia, de treinta años («pero ¿cómo?, David, en lugar de matar a Goliat, ¿se casa con él?»).

La lista había terminado y el comisario se avergonzó de haber hecho comentarios sobre los matrimonios, pensando en chorradas. De toda la lista, dos eran los casos que llamaban la atención: el del cincuentón que se casaba con una chica treinta y un años más joven que él y el de la viuda Di Stefano que se casaba con un chaval ocho años menor.

—¡Salvo, tienes mentalidad de viejo! —exclamó Mimì Augello cuando Montalbano le reveló el resultado de su investigación—. ¿Quién te dice a ti que un matrimonio entre un hombre y una mujer con cierta diferencia de edad tenga necesariamente que acabar mal o esconder cualquiera sabe qué? Y, además, ¿por qué te has tomado tan en serio este asunto del tablón de anuncios?

—Porque un adulto no lo hace desaparecer sin un motivo concreto.

—De acuerdo, ¡pero si hasta el señor Crisafulli te ha explicado que no habría tenido prácticamente ninguna consecuencia!

—Examina la cuestión desde otro punto de vista, Mimì. A mi juicio, el que ha hecho desaparecer el tablón quería decir algo.

—¿A las nueve parejas?

—No, sólo a una de ellas. O quizá sólo a él o sólo a ella. Sin embargo, si hubiera roto el cristal y se hubiera llevado la única amonestación que le interesaba, nos habría sido más fácil averiguar el porqué, habría sido algo así como ponerle la firma. Por eso se ha tenido que llevar el tablón de anuncios entero.

—¿Y cuál es la interpretación de todo esto?

—Está en la traducción al siciliano de una frase de Los novios. ¿Lo has leído alguna vez?

—Lo estudié en la escuela y tuve suficiente —contestó Mimì, mirándolo desconcertado—. ¿Cuál es la frase?

—«Este matrimonio no se tiene que celebrar».

Pero ¿cuál de los nueve? Ahí estaba el quid de la cuestión. Aunque sólo fuera para conferir cierta lógica a la investigación, decidió seguir el orden cronológico de las fechas de vencimiento de los plazos, es decir, empezar por los que corrían un peligro más inmediato, si es que había tal. Convocó a Fazio, Gallo y Galluzzo.

—Disponéis de cuatro días de tiempo. Después me tendréis que facilitar información exhaustiva acerca de estas seis personas que se casan. —Les entregó las actas de las amonestaciones—. Que cada uno se encargue de una pareja. Decididlo vosotros.

—Pero ¿qué desea usted saber en concreto? —preguntó Fazio en nombre de todos.

—Quiénes son. Si tienen antecedentes de cualquier clase. Por qué se casan. Qué se dice en el pueblo de cada uno de ellos y de su boda. Quiero saberlo todo, incluso las habladurías, incluso si han tenido la escarlatina.

Mimì Augello soltó una carcajada. «Este —pensó— lo que quiere es saber por qué se casa un hombre. Quizá de esta manera se anime a casarse con Livia». Sin embargo, se guardó mucho de decírselo a Montalbano.

Cuatro días después, el primero que le fue a entregar el resultado de sus investigaciones fue Galluzzo.

—Señor comisario, ¿qué quiere que le diga? A mí me parece una cosa muy normal. Todo el mundo dice que este Cosimo Pillitteri es una bellísima persona. Vende pescado en el mercado, hace dos años se quedó viudo porque la mujer se le murió de un tumor. Tiene dos hijos varones, uno de diez años y otro de ocho, y él no los puede cuidar… Por eso se casa con Agatina Tuttolomondo, una mujer de su casa que era amiga de su esposa. No veo nada extraño.

Eso el comisario ya lo había pensado mientras elaboraba la lista de las parejas. Y se felicitó por su intuición. En cambio, el informe de Fazio desmintió sus ácidas conjeturas.

—Esta Filippa di Stefano, la viuda de cuarenta años, es cierto que se casa con Alfonso Serraino, que tiene ocho años menos que ella. Pero, señor comisario, la cuestión no es como uno se la imagina.

—¿Tú qué habías imaginado?

—Una viuda rica que se compra un hombre más joven.

—Pues ¿qué es?

—Señor comisario, Alfonso Serraino, a causa de un accidente de circulación que sufrió hace unos diez años, se quedó paralítico y está clavado a una silla de ruedas. Lo cuidaba su madre, pero ocurrió que su madre…

—Ya basta —dijo Montalbano, pidiéndole mentalmente perdón a la viuda Di Stefano.

Gallo desmintió otra de sus conjeturas.

—Gerlando Cascio trabaja desde hace ocho años en Düsseldorf, como camarero de un restaurante en el que conoció a Ulrike Roth, con la que ahora se casa. Después, una vez casados, regresarán a Alemania en compañía de Calogero y Umberto, hermanos de Gerlando. Trabajarán todos en la cadena de restaurantes de la que es propietaria Ulrike Roth.

Se fue a dormir casi decidido a dejar correr el asunto de las amonestaciones matrimoniales. Algunas veces, cuando se emperraba en algo, su cabeza se volvía más dura que la de un calabrés. Todo aquello tenía que ser lo que le había dicho Fazio: una bobada. Y, si no había sido un chaval sino un hombre adulto, paciencia. A lo mejor lo había hecho por una apuesta estúpida. Durmió bien y, cuando sonó el teléfono a las siete de la mañana, ya estaba listo para salir de casa.

—¡Oiga! ¡Oiga! Dottori? ¡Han disparado contra las bodas!

La señora Assunta Pezzino, cuyo dormitorio estaba justo delante del Ayuntamiento, declaró:

—¡Loca me estoy volviendo, loca! ¡Estos chicos se pasan hasta las dos de la madrugada gastando bromas y riéndose! ¡Y no me dejan dormir! ¡Después van y vienen con unas motos que meten un ruido infernal! Anoche, gracias a Dios, pasadas las dos se hizo el silencio y, al final, conseguí dormir. No había pasado ni media hora cuando me despertó el ruido de un frenazo. E, inmediatamente después, un disparo. Después oí que el coche se iba con un chirrido de neumáticos. ¿Le parece a usted que hay derecho? ¿Que una no pueda pegar ojo en toda la santa noche? ¿No se puede hacer nada para enviar a la cárcel a esos chicos?

La bala había roto el cristal del tablón de anuncios, lo había traspasado y se había alojado profundamente en la pared.

—Hemos tenido suerte —dijo el señor Crisafulli—. El disparo no ha tocado ni una sola de las actas. Sólo ha rozado el borde superior de una de ellas, en un lugar que no tiene importancia.

—¿Usted cree que es una broma?

—No —contestó el señor Crisafulli.

Una cosa era segura: con su disparo, el desconocido había dejado más claro el sentido de la traducción de Manzoni.

* * *

—Matteo Interdonato se enamoró de Marianna Costa cuando aún no había cumplido los diecinueve años. Y, a los diecisiete, Marianna, de familia acomodada, también se enamoró locamente de Matteo, que era alto y moreno y tenía ojos de demonio. Pero era hijo de un matrimonio muy pobre, su madre se ganaba el pan fregando escaleras y su padre era barrendero. «¡Jamás!», dijeron los padres de Marianna. Y, para que la oposición fuera más palpable, el hermano de Marianna, un joven de veinte años tan corpulento que parecía un armario y que se llamaba Antonio, una noche se hizo el encontradizo con Matteo y le rompió literalmente los huesos. Después cogieron a la hija y la enviaron a un internado de Palermo. El domingo, las jóvenes salían en fila india a dar un paseo. Una vez al mes, Matteo, tras haber reunido el dinero para el viaje, tomaba el tren, se iba a Palermo, se ponía al acecho y, cuando Marianna pasaba con sus compañeras, ambos se miraban. No se sabe cómo, la historia llegó a oídos de Antonio. Así que un domingo, mientras Marianna y Matteo se miraban, apareció Antonio, trató de volver a romperle los huesos a Matteo y lo consiguió sólo en parte, pues esta vez Matteo reaccionó y le sacó un ojo. Se echó tierra sobre el asunto y Marianna fue enviada a casa de una tía en Roma. Durante años y años rechazó a los mejores partidos y Matteo tampoco se quiso casar. Hace unos diez años, el padre y la madre de Marianna murieron, pero ella no quiso regresar a Vigàta, pues odiaba con toda su alma a su hermano Antonio. Volvió tan sólo el año pasado para casarse con su Matteo.

Al llegar a este punto, el comisario interrumpió el relato de Fazio.

—Sin pérdida de tiempo, tráeme aquí ahora mismo a Antonio Costa, el hermano de Marianna. Averigua dónde vive.

—Yo sé dónde vive. En el cementerio, desde hace dieciocho meses. Por eso se pueden casar ahora estos dos.

* * *

—¿Qué quiere que le diga, comisario? ¡Es una pareja que da risa!

—¿Los has visto? ¿Cómo lo has hecho?

—Muy fácil, dottore —contestó Galluzzo—. Él vende flores, y ella, fruta y verdura. Tienen los puestos el uno al lado del otro en el mercado viejo. Se conocen desde pequeños. Nadie les quiere mal. Al contrario.

—¿Por qué dices que es una pareja que da risa?

—Ella es una giganta con unos brazos que parecen jamones, y con mucho genio. En cambio, él es menudo, educado, repulido y amable. ¡Y pensar que ella se llama Virginia Umile y él Capodicasa! ¡Esa lo obligará a ir más tieso que un palo!

—Muy bien. Y Gallo, ¿dónde esta? No lo veo desde ayer.

—¡Mecachis! ¡Lo había olvidado! Desde ayer tiene la gripe, se ve que hay epidemia.

Impaciente, Montalbano lo llamó a su casa.

—Comisario —dijo Gallo con voz de ultratumba—. Bido berdón, bero no he bodido. Bero he averiguado gue Salvatore Lumia es ud garnicero y diene la dienda en la guesta Biraddello. Vive en la Via Libertà, dieciocho, gon su hermano Fradcesco, dambién garnicero, bero gon la dienda en la zona del buerto. La dunecina vive desde hace seis meses en su gasa gon ellos.

—¿Dónde vivía antes?

—En Balermo, eso me han dicho.

Fue directamente a la carnicería de Via Pirandello y la encontró cerrada. Volvió a atravesar Vigàta y, en una callejuela que desembocaba en el muelle del puerto, encontró la otra carnicería, la del hermano. Esperó a que saliera la única clienta que había, y entró.

—Buenos días. Soy el comisario Montalbano.

—Lo conozco. ¿Qué desea?

No se podía decir sin faltar a la verdad que Francesco Lumia fuera simpático ni a primera ni a segunda vista. Alto, pecoso, pelirrojo, modales bruscos.

—Quería hablar con su hermano, pero he encontrado la carnicería cerrada.

—Es que, de vez en cuando, le dan unos dolores de cabeza muy fuertes. Hoy es uno de esos días. Está en casa. Pero no hace falta que vaya a verlo, me lo puede decir a mí.

—Bueno, pero es que, en realidad, el que se casa es su hermano.

Había experimentado el impulso de jugar con las cartas sobre la mesa.

El otro lo miró de soslayo, jugueteando con un enorme cuchillo de sesenta centímetros que puso ligeramente nervioso al comisario.

—¿Tiene usted algo en contra de la boda de mi hermano Salvatore?

—¿Yo? Enhorabuena y muchos hijos varones.

—Pues entonces ¿qué coño le importa?

—A mí, nada. Pero a otra persona puede que sí.

—¿Se refiere a esas bobadas del tablón de anuncios?

—Exactamente.

—¿Y quién le ha dicho a usted que es un aviso para mi hermano?

Eso era: el señor Francesco Lumia había comprendido con toda exactitud el significado de la traducción de Manzoni.

—No, no sólo para su hermano. De hecho, estoy haciendo averiguaciones acerca de las nueve bodas que se anuncian en el tablón.

—Señor comisario, en primer lugar, yo sigo pensando que todo eso es una chorrada, y, en segundo, nadie se puede tomar a mal la boda de Salvatore.

Aquí Montalbano anotó el primer punto en favor de la investigación: Francesco Lumia no sabía fingir; su actitud, bajo unas palabras aparentemente seguras, revelaba cierta inquietud.

—Le doy las gracias, pero prefiero ir a hablar con su hermano.

—Haga usted lo que quiera.

Antes de que abriera la boca y nada más pulsar el botón, una voz le preguntó a través del portero automático:

—¿El comisario Montalbano?

Francesco había avisado a su hermano.

—Sí.

—Suba. Cuarto piso.

Una vivienda muy aireada y con unos muebles de tan mal gusto que, para elegirlos, uno tenía que haber estudiado. Lo invitaron a sentarse en un salón cuya impecable limpieza subrayaba la fealdad de la decoración.

Salvatore Lumia era físicamente todo lo contrario de su hermano. Moreno y delgaducho, pero de modales idénticos.

—Me duele la cabeza y me cuesta hablar.

—Enseguida me voy. ¿Sabe usted por qué he venido a verlo?

—¡Djalma! —exclamó el hombre en lugar de contestar.

Apareció una especie de ángel moreno. Alta, flexible, ojos increíblemente grandes. Sorprendido, Montalbano se levantó de un salto.

—Esta es Djalma, mi novia. Este es el comisario Montalbano. Ha venido para averiguar algo sobre nuestra boda.

—Tengo los papeles en regla —dijo Djalma.

¿Y si las sirenas tuvieran la misma voz?

Montalbano se recuperó de su asombro.

—No, señorita, no se trata de documentos. El caso es que…

—Gracias, Djalma —dijo el novio.

La muchacha dedicó una sonrisa al comisario y se retiró.

—No quería que se preocupara con la historia de un cabrón que se divierte amenazando a la gente que se va a casar. Conocí a Djalma en casa de unos amigos de Palermo. Me enamoré de ella. Ella era libre. Se vino a vivir con nosotros a Vigàta. Nos casaremos por lo civil en el Ayuntamiento porque ella es musulmana. Yo no tengo enemigos personales y ella tampoco. Lo cual quiere decir que la historia del tablón de anuncios no tiene que ver con mi boda. Perdone, señor comisario, pero no puedo hablar. Me estalla la cabeza.

Comió en San Calogero con toda la calma del mundo y, sobre todo, le dio vueltas en la cabeza a la idea que se le había ocurrido. Desde el despacho llamó a su amigo Valente, el subjefe superior de Palermo, y le explicó lo que deseaba de él. Se pasó la hora siguiente simulando ocuparse de cuestiones que, en realidad, le importaban un carajo. Después recibió la llamada de Valente, con todas las respuestas a sus preguntas. En cuanto colgó, el teléfono volvió a sonar.

—¿Comisario Montalbano?

La voz era inconfundible y, por teléfono, tan sensual que le hacía hervir a uno la sangre en las venas.

—Soy Djalma. Nos hemos visto esta mañana.

—Dígame, señorita.

—Quisiera hablar con usted. Salvatore se ha tenido que ir a Fela, no ha podido negarse, a pesar de lo mucho que le duele la cabeza. Yo no puedo salir de casa. Salvatore no quiere.

Ya sabía la respuesta a la pregunta que le iba a hacer. Pero se la formuló de todos modos para poner a prueba la sinceridad de lo que ella le iba a decir a continuación.

—¿Es celoso?

Un ligero titubeo y después:

—No se trata sólo de celos, señor comisario.

—Entonces, ¿voy yo a su casa?

—Sí, cuanto antes. Lo espero.

—Le he dicho que mis papeles estaban en regla. En realidad, no son falsos pero tampoco auténticos.

—Explíquese.

—Un amigo de Salvatore me proporcionó un contrato de trabajo para poder obtener el permiso de residencia. Decía que trabajaba como canguro, pero no era verdad. Yo hacía otro trabajo. Llegué clandestinamente a Sicilia hace tres años. Después la policía me sorprendió en una casa de citas, me fichó y me expulsó. Volví otra vez…

—Mire, todo eso yo lo sé o lo intuyo, señorita. He llamado a la Brigada Antivicio y al Departamento de Extranjeros de Palermo.

Djalma rompió a llorar en silencio.

—¿Qué va a hacer? Ahora que ya le he dicho…

—Señorita, esa parte de su vida no me interesa, se lo aseguro… Sólo quiero saber qué me ocultan ustedes.

Las lágrimas resbalaron profusamente por las mejillas de la hermosa mujer.

—Salvatore se enamoró de mí. Y yo de él. Nos fugamos y vine a esconderme aquí. Pero él me debe de haber descubierto.

—¿Quién es él?

—Mi protector.

—¿Cree que fue él quien disparó contra el tablón de anuncios? ¿Cree que la advertencia va dirigida a ustedes dos?

—Estoy segura de que sí. Entre otras cosas, porque no pasa un día sin que nos llame para amenazarnos. Pero Salvatore y Francesco no tienen miedo. Yo, sin embargo, temo por ellos y por mí. Es muy violento, lo conozco muy bien.

—¿Qué quiere de usted?

—Que deje a Salvatore y vuelva a vivir con él.

—¿Era usted su amante?

—Sí. Pero no se trata de amor, comisario. Es por el papel que ha hecho delante de sus amigos, de los que son como él. Quiere demostrarles a todos su fuerza y su poder.

—¿Usted ha estudiado?

Djalma no esperaba la pregunta y lo miró.

—Sí, en mi país… Y, si me caso, quisiera continuar.

—La felicito por lo bien que habla el italiano —dijo Montalbano, levantándose.

—Gracias —contestó Djalma, confusa.

—¿Por qué su novio no me ha dicho lo que ocurría?

—Me dijo que jamás recurriría a la ley por un asunto personal. Allá en Túnez también es así.

—Ya —dijo con amargura Montalbano—. Un último favor: nombre, apellido y dirección de su exprotector. Y enhora buena por su boda.

Durante ocho noches seguidas, Gallo, Galluzzo, Fazio e Imbro montaron guardia por turnos en las inmediaciones del tablón de anuncios, escondidos dentro de un automóvil que parecía inocente y casualmente aparcado muy cerca del Ayuntamiento. La víspera de la boda de Salvatore con Djalma, se acercó en silencio un vehículo, se detuvo, y de él bajó un hombre con una botella en una mano y un trapo en la otra. Miró a su alrededor y se metió en el pórtico. Después abrió la botella y vertió su contenido sobre el tablón de anuncios y, especialmente, sobre el marco de madera. Entonces Fazio, que estaba de guardia, comprendió lo que el hombre estaba a punto de hacer. Bajó corriendo del coche y lo apuntó con su pistola.

—¡Alto! ¡Policía!

Soltando maldiciones, el hombre levantó los brazos, con la botella en una mano y el trapo en la otra. El olor de la gasolina era tan penetrante que Fazio se mareó.

* * *

—Se llama como usted nos había dicho, señor comisario: Nicola Lopresti. Ha sido condenado por explotación, violaciones y cosas por el estilo. Llevaba en el bolsillo un revólver cargado.

—¿Tiene permiso de armas?

—No. Y la matrícula estaba borrada. Además, llevaba esto en el bolsillo.

Depositó sobre la mesa de Montalbano un frasquito sin etiqueta.

—¿Qué es?

—Vitriolo. La quería desfigurar durante la boda. Ahora se lo traigo.

—No lo quiero ver —dijo Montalbano.