Boccadasse, 2 de julio
Salvo, amor mío:
Por teléfono no he conseguido hablar porque estaba demasiado alterada. Una vez que viniste a verme a Boccadasse viste de pasada a mi amiga Francesca. En Vigàta te he hablado de ella muy a menudo. Me hubiera gustado mucho que os hubierais conocido mejor y, cada vez que tú venías de Vigàta, la invitaba a casa, pero ella se escabullía, se inventaba excusas y conseguía (excepto en aquella ocasión) no verte. Llegué a pensar que estaba celosa de ti. Pero me equivocaba estúpidamente. Al cabo de algún tiempo, comprendí que, si Francesca no quería venir a Boccadasse cuando tú estabas aquí, era por delicadeza, por discreción; temía molestarnos. Como quizá ya te he dicho, conocí a Francesca hace años en el despacho, trabajaba en el departamento jurídico, y enseguida nos hicimos amigas, a pesar de que ella era más joven que yo. Más adelante la amistad se convirtió en afecto. Era una criatura extremadamente leal y generosa y en sus ratos libres se dedicaba a tareas de voluntariado. Jamás me habló de ningún hombre que le hubiera interesado especialmente. No bebía, no fumaba, no tenía vicios. En resumen, una chica muy normal y tranquila, contenta con su trabajo y amante de la vida en familia. Era hija única y vivía con sus padres. Iba a pasar las vacaciones con ellos, como siempre. Tenían que embarcar en el transbordador a las ocho de la tarde.
Ayer por la mañana, Francesca se levantó como de costumbre a las siete y media, desayunó e hizo las maletas para el viaje. Salió de casa sobre las diez y media, le dijo a su madre que se quería comprar un bañador y alguna cosa más. Regresaría a la hora de comer. Llevaba consigo un bolso muy grande, una especie de saco. Los padres esperaron mucho rato antes de sentarse a la mesa. Después empezaron a preocuparse. Hicieron varias llamadas: a mí también me llamaron, pero Francesca y yo nos habíamos despedido la tarde del día treinta. También yo me quedé intranquila; Francesca no sólo era puntual y metódica, sino que jamás había hecho nada que pudiera inquietar a sus padres. Unas horas después llamé yo a casa de los Leonardi. La madre de Francesca me dijo llorando que aún no tenían noticias. Entonces cogí el coche y fui a verla. Nada más cruzar el portal, la portera me llamó, muy alterada. La acompañaba un hombre de unos cuarenta y tantos años y aspecto distinguido que se presentó como comisario de la Brigada de Homicidios. Te aseguro que estuve a punto de desmayarme. Enseguida me di cuenta, antes de que él dijera nada, de que algo irreparable le había sucedido a Francesca. Me dijo, apretándome el brazo en una especie de gesto afectuoso, que Francesca había muerto. Estaba diciendo que había sido un accidente cuando yo lo interrumpí:
—Si hubiera sido un accidente, usted no estaría aquí. ¿La han confundido con otra persona, ha sido mala suerte?
Me parecía y me sigue pareciendo imposible que alguien hubiera querido matarla deliberadamente. Él me miró con atención y extendió los brazos.
—¿Ha sufrido?
Creía que evitaría mis ojos, pero, en lugar de eso, continuó mirándome fijamente.
—Por desgracia, sí.
No tuve valor para hacerle más preguntas. Pero él me seguía mirando y después, casi tímidamente, me preguntó:
—¿Me quiere ayudar?
Ya en el ascensor, me hizo otra pregunta:
—¿A qué se dedica usted?
Se refería a mi trabajo, naturalmente. Yo le di una respuesta incongruente y, en lugar de decirle que soy una empleada, me salieron de la boca estas palabras:
—Soy la novia de un compañero suyo siciliano.
Entonces, él me dijo que se llamaba Giorgio Ligorio. Te ahorro el desconsuelo de la madre y del padre de Francesca. Y el mío. Esperé en casa de los Leonardi a que llegaran los tíos de Francesca y otros amigos a los que di el relevo. Ya estaba anocheciendo cuando regresé a casa para tumbarme un poco en la cama. A las ocho de la tarde el teléfono empezó a sonar: eran amigos, compañeros de trabajo, conocidos, todos incrédulos. Fue un verdadero sufrimiento tener que hablar constantemente de Francesca. Estaba a punto de desenchufar el teléfono cuando este volvió a sonar. Era el comisario al que había conocido por la tarde (me había pedido el número). Quería hablarme de Francesca; se había percatado, mientras estaba conmigo en casa de los pobres señores Leonardi, de la profunda amistad que nos unía. A pesar del estado en que me encontraba, que ya te puedes imaginar, accedí a recibirlo. La policía ha reconstruido los movimientos de mi desventurada amiga. Primero entró en una farmacia cercana a su casa para comprar un colirio y algunos medicamentos, y después cogió el autobús para dirigirse al centro (tenía coche, pero no le gustaba demasiado conducir). Una vez allí, entró en una tienda y compró un bañador. Quería también otro de un color distinto, pero no lo tenían. Entonces se dirigió a pie a otra tienda, donde por fin lo encontró. Todo esto lo han podido saber gracias a los tiques de compra que descubrieron en el bolso junto con los medicamentos y los bañadores. En el bolso había de todo: documentos, el monedero (con casi cuatrocientas cincuenta mil liras), la barra de labios… En resumen, el asesino no se apoderó de nada; por tanto, la policía descarta que pueda ser un ladrón o un drogadicto en busca de dinero para la dosis. Tampoco hubo intento de agresión sexual; su ropa interior, a pesar de estar manchada de sangre, se encontraba en perfecto estado. En cualquier caso, la autopsia aclarará los detalles. El comisario quería conocer las costumbres, las aficiones, las amistades de Francesca. De repente, me he dado cuenta de que aún no conocía ciertos detalles del homicidio, de los cuales él tampoco me había hablado. «¿Dónde ocurrió?». Me ha dicho que el cadáver se descubrió en el lavabo de una escuela nocturna privada, la Mann, en la que hasta hace unos diez días Francesca estaba siguiendo un curso de alemán. La escuela había acabado las clases el 25 del mes pasado y estaba cerrada por vacaciones. Ligorio me ha explicado que Francesca entró en la escuela (ocupa los tres pisos de un chalet rodeado de un pequeño jardín) porque encontró la verja o la puerta abiertas, pues unos obreros estaban llevando a cabo unas obras de reforma. No había nadie del personal administrativo, todos se encontraban ya de vacaciones. Francesca debió de llegar a la Mann poco después de las doce del mediodía: en aquel momento, los cuatro obreros estaban almorzando en la parte de atrás del chalet, donde hay un cenador. Por consiguiente, no pudieron ver a Francesca entrar y subir a los lavabos del tercer piso, donde están las oficinas, pero no las aulas. Al llegar a este punto, el comisario me ha preguntado si cabía la posibilidad de que Francesca se hubiera citado con alguien en el interior de la escuela, quizá con algún compañero o alguna compañera de clase. Le he contestado que no me parecía probable, entre otras cosas porque yo sabía por mi amiga que la escuela estaba cerrada. Pero se me ha ocurrido una idea y le he preguntado a qué distancia se encontraba la Mann de la última tienda que Francesca había visitado. Me ha contestado que a un centenar de metros. Entonces, con cierta vergüenza, le he revelado a Ligorio una curiosa fobia de Francesca: le resultaba imposible usar el lavabo de un lugar en el que no hubiera estado otras veces. En resumen, no podía utilizar los servicios de los bares, los restaurantes o los trenes. Lo cual, según me había comentado una vez, le causaba muchas molestias, pero ella era así y no podía evitarlo. Entonces he aventurado la hipótesis de que Francesca, al pasar por delante de la verja del instituto, la viese abierta. Entró, subió al tercer piso, donde está el lavabo menos utilizado (y, dado el cierre estival, absolutamente solitario), y allí se encontró con su asesino. A Ligorio le ha llamado la atención esta hipótesis. Poco después se ha ido. Y yo he empezado a escribirte esta carta que ahora interrumpo. Los periódicos ya deben de estar en los quioscos. Tengo mucho frío a pesar de que, a primera hora de la mañana, el día se anuncia sereno y creo que caluroso. Hasta pronto.
Querido Salvo, son las nueve de la mañana y reanudo la escritura de esta carta ahora que ya me encuentro un poco mejor. Me he sentido muy mal. Nada más comprar los periódicos, me he puesto a leerlos allí mismo, delante del quiosco. No he conseguido terminar el primer artículo. El quiosquero ha visto que me tambaleaba, ha salido corriendo y me ha ofrecido su silla. Los detalles son horribles. A Francesca le asestaron nada menos que cuarenta navajazos, se defendió como demuestran las especiales heridas de sus manos, debió de gritar, pero todo fue inútil. No me siento con ánimos para escribirte nada más. Te envío a través de una agencia la carta y los recortes. Mañana lo recibirás todo. Llámame.
Con todo mi amor,
Livia
Vigàta, 5 de julio
Livia mía:
Anoche, por teléfono, comprendí por lo que me dijiste que las primeras filtraciones de la autopsia hacían que el tono de todo lo ocurrido resultara menos lúgubre que al principio, aunque no alterara en absoluto el horror. No fue violada y casi con toda seguridad el asesino no tenía intención de matarla. El hecho de que la vejiga estuviera completamente vacía (discúlpame la necesidad del detalle) respalda tu hipótesis: Francesca, al ver que la verja del instituto estaba abierta, subió al tercer piso del chalet, donde le constaba la existencia de un lavabo más aceptable para ella. Y allí tuvo un inesperado encuentro mortal. He seguido a través de la prensa y la televisión todas las noticias sobre el caso. No me lo pides directamente, pero he comprendido tu deseo: quisieras que yo me encargara del caso. Quizá sobrevaloras mi capacidad. El hecho de saber por qué y por quién ha sido asesinada Francesca significaría para ti encajar algo que te parece insensato y absurdo dentro de los tranquilizadores límites de la «comprensión». Sólo para ayudarte en este sentido, voy a hacer algunas consideraciones generales. Perdona la frialdad, perdona las palabras que utilizaré: una investigación no puede tener en cuenta en modo alguno las ofensas a la sensibilidad o a las buenas maneras. Anoche me dijiste que mi colega Ligorio, que quiso hablar contigo, te preguntó si me habías escrito o hablado del asesinato de Francesca, y, ante tu respuesta afirmativa, quiso saber qué era lo que yo pensaba. Tú dices que percibiste en su tono de voz una especie de petición de colaboración. O, por lo menos, que mi ayuda no le disgustaría. ¿Estás segura de no atribuirle a Ligorio un deseo que es exclusivamente tuyo? He hecho averiguaciones: mi compañero es joven, inteligente, competente y justamente apreciado. En cualquier caso, me tienes a tu disposición en lo poco que puedo hacer.
Hacia las doce y diez del mediodía, cuando los cuatro obreros que trabajan en el chalet están en el cenador de la parte trasera haciendo la pausa del almuerzo, que empieza a las doce, Francesca cruza la verja sin que nadie la vea, sube la escalera (me pareció entender que no hay ascensor), entra en el lavabo de señoras, que está vacío, y cierra la puerta del cubículo. La instalación consta de dos espacios: una sala grande con un lavabo y un aparato de aire caliente para secarse las manos (he visto las imágenes en la televisión), y un cubículo con un excusado cuya puertecita se cierra por dentro. Francesca permanece en el cubículo el mínimo indispensable (un par de minutos como máximo) y después hace dos cosas simultáneamente: tira de la cadena y abre la puerta. Si hubiera tirado de la cadena antes de abrir la puerta, es probable que aquellos pocos segundos le hubieran salvado la vida. Porque, y de esto estoy casi seguro, de la misma manera que Francesca ignora que alguien ha entrado en la sala exterior, el asesino (que aún no sabe que en eso se convertirá) ignora que allí dentro hay una persona. Si hubiera oído el rumor del agua que bajaba, tal vez habría huido o ni siquiera habría entrado en los servicios. En lugar de eso, se quedó momentáneamente paralizado al ver surgir a una persona de la nada. La sorpresa de tu pobre amiga no debió de ser menor.
Algunos periodistas han aventurado la teoría de un maniaco que, tras haberse tropezado casualmente con Francesca por la calle, la siguió y, ante la desesperada resistencia de la chica, la mató. Aparte del hecho de que no se ha observado ningún intento de violación (en las bragas y el sujetador no se observa la menor señal de tirones, sólo los cortes producidos por el cuchillo), esta hipótesis no se sostiene ante el carácter absolutamente casual de la elección de Francesca: ella sabía que aquellos días el instituto no estaba en plena actividad, pero quien no podía saberlo era el agresor, el cual, nada más entrar en el chalet, habría atacado inmediatamente a la víctima sin darle tiempo a subir hasta el tercer piso, esperar pacientemente a que hiciera sus necesidades y atacarla a continuación. ¡Venga ya! ¡Había aulas vacías en todos los pisos! Un violador sabe que dispone de muy poco tiempo; podría llegar alguien y obligarlo a soltar a su presa. No, la hipótesis del maniaco no encaja. En mi opinión, el asesino es un conocido de tu amiga, la cual lo sorprendió haciendo algo que no debía. Lo que ella le vio hacer (o a punto de hacer) habría constituido para él un daño irreparable si se hubiera divulgado. Mira, Francesca recibió más de cuarenta navajazos, tiene cortes en las manos causados por su intento de desviar la hoja, y muchas heridas se produjeron después de la muerte. Francesca debió de gritar desesperadamente, pero el asesino la siguió acuchillando sin piedad, casi con odio. Es la tipología del delito pasional, pero en nuestro caso el asesino se ensaña con la chica, la tortura, por otro impulso pasional: el odio hacia quien lo está obligando a convertirse en asesino.
Otra cosa: el arma utilizada, dicen, tiene que haber sido un cuchillo de unos treinta centímetros de longitud y una anchura inferior a dos. Dadas las dimensiones, más bien cabe pensar en un estilete afilado por ambos lados que en un cuchillo propiamente dicho. Además, puesto que el delito no se cometió en una vivienda en cuya cocina se hubiera podido encontrar un objeto de este tipo, se deduce que el asesino llevaba el arma consigo. Pero si Francesca no ha sido asesinada por un maniaco (que habría podido llevar un arma semejante para silenciar a la víctima tras haber abusado de ella), ¿qué objeto puede haber en el interior de una escuela similar a un estilete? Yo sé lo que puede ser, pero quisiera que Ligorio llegara por su cuenta a la misma conclusión.
Otro punto: seguro que el asesino se manchó profusamente de sangre la ropa que llevaba. Las imágenes que he visto muestran sangre por todas partes, en las paredes y en el suelo. En semejantes condiciones y a aquella hora, el asesino no habría podido bajar a la calle sin llamar la atención. Tuvo necesariamente que cambiarse de ropa. Pero no en la sala exterior del lavabo. ¿En un despacho vacío? ¿Cómo es posible en tal caso que no se hayan encontrado huellas de suelas manchadas de sangre en el pasillo? ¿O tal vez sí se han encontrado, pero la policía no quiere revelar este dato tan importante?
Mi querida Livia, lo que he deducido hasta el momento acaba aquí. Si lo consideras oportuno, díselo todo a Ligorio.
Desearía con toda mi alma estar junto a ti. Pero tú todavía no te sientes con ánimos para dejar a los padres de Francesca y yo estoy encadenado a Vigàta por culpa de una investigación que me está causando muchos quebraderos de cabeza y cuya solución no vislumbro todavía.
¿Qué le vamos a hacer? Tengamos paciencia, como tantas otras veces.
Con todo mi amor,
Salvo
Sigo tu ejemplo y envío esta carta a través de una agencia.
Boccadasse, 8 de julio
Salvo querido:
Ayer volví a ver a Giorgio Ligorio. Le expliqué con toda claridad, o papale papale como tú dices, lo que tú me contabas. Me pareció que lo esperaba. Se mostró muy interesado y me pidió que le repitiera algunas de tus observaciones. Confirma lo que tú suponías: el arma está afilada por ambos lados y es un verdadero estilete. Él también cree que el asesino se vio obligado a cambiarse de ropa. Pero ¿cómo lo hizo? ¿Y dónde? Si el crimen fue enteramente casual, ¿cómo es posible que el asesino anduviera por ahí con una camisa, una chaqueta y unos pantalones de recambio? ¿Y de dónde sacó el arma del crimen? Seguramente la llevaba consigo. Si así fuera, dice Ligorio, estaríamos en presencia de un homicidio premeditado. Pero muchos detalles obligan a descartar esta tesis. Tuve la impresión de que Ligorio estaba perdido. En cuanto a tu pregunta acerca de posibles huellas de suelas manchadas de sangre, Ligorio me ha revelado que el asesino, una vez cometido el delito, limpió cuidadosamente el suelo del pasillo, utilizando una bayeta y un cubo que se encontraban totalmente a la vista al lado de la puerta de los servicios. Los había usado el vigilante a primera hora de la mañana, pues había mucho polvo por todas partes a causa de las obras. Sin embargo, a pesar de la limpieza, y justo donde el suelo forma ángulo con la pared, se encontró una huella muy borrosa de un pie descalzo. Uno de los obreros reconoció haber trabajado un día sin el zapato derecho, pues le había caído encima un trozo de hierro y se le había hinchado el pie. Sus compañeros confirmaron el dato. Pero los cuatro obreros aseguran no haber tenido necesidad de entrar en ningún momento en el servicio de señoras. Ellos usan el de caballeros, que se encuentra precisamente en la zona del pasillo en la que están trabajando.
Para que se te haga más clara la situación: el pasillo del tercer piso, al que dan los despachos, la biblioteca y los dos lavabos, tiene exactamente la forma de una ele mayúscula. Al servicio de señoras se accede a través de la puerta del lado más largo, y, al de caballeros, a través de la puerta del lado más corto. Ahí están trabajando los obreros, derribando dos tabiques para obtener un espacioso salón. Ten en cuenta que la escalera de acceso al piso está situada hacia la mitad del lado más largo de la ele. Por consiguiente, aunque los obreros hubieran estado trabajando, es posible que no hubieran visto llegar a Francesca, pero, en tal caso, habrían oído sus gritos, entre otras cosas porque no utilizan herramientas muy ruidosas.
Ligorio me explicó también con todo detalle cómo se descubrió el crimen. Por pura casualidad. Si esta casualidad no se hubiera producido, la pobre Francesca habría permanecido en aquel horrendo lugar quién sabe cuánto tiempo, puede que hasta la reapertura de los despachos a finales de agosto (los cursos empiezan, sin embargo, en octubre). El asesino, antes de abandonar el escenario del delito, se lavó obsesivamente las manos y dejó todo el suelo lleno de agua; en efecto, cerca del lavabo la sangre y el agua se mezclaron. Pero olvidó cerrar el grifo. El vigilante, que estaba de servicio para abrir la escuela a las siete de la mañana y volverla a cerrar a las seis de la tarde tras la salida de los obreros, llegó con antelación a las tres y media de la tarde. Quería entregarle las llaves al jefe de los obreros y decirle que no podría encargarse del cierre de la tarde ni de la apertura a la mañana siguiente porque su mujer estaba ingresada en el hospital. Al llegar al rellano del tercer piso, el vigilante oyó con toda claridad que el agua del lavabo de señoras estaba corriendo. Puesto que por la mañana había llenado el cubo para fregar, pensó que se había dejado el grifo abierto. Entró, vio el cuerpo de Francesca y se puso a gritar sin poder dar ni un paso. Entonces acudieron los obreros. Uno de ellos derribó de un empujón la puerta de la dirección, que estaba cerrada con llave, y llamó a la policía.
Eso es todo lo que me ha dicho tu compañero, que me parece una persona muy sensata y extremadamente inteligente. Tiene la misma edad que yo.
Tú sigue pensando en este crimen que me ha dejado destrozada.
La madre de Francesca se encuentra muy mal y necesita constantes cuidados: por la noche me releva una enfermera. El padre está como atontado: sigue haciendo lo mismo que de costumbre como si nada hubiera ocurrido, pero se mueve de una manera muy rara, muy despacio.
Lamento que nuestras vacaciones, programadas desde hacía tanto tiempo, hayan terminado de esta manera. Por otra parte, tú tampoco te podías mover. Paciencia.
Te llamo esta noche.
Te mando un beso con mucho cariño,
Livia
¿Seguro que no puedes venir? ¿Ni siquiera un día? Te echo de menos.
Vigàta, 10 de julio
Mi querida Livia:
Creo que ahora tengo una visión más exacta de lo ocurrido.
El caso es que me he desviado demasiado a causa de un falso problema: ¿cómo se las arregló el asesino para ir por ahí con la ropa empapada de sangre sin que a nadie le llamara la atención? Con este calor que hace, todos procuramos vestir prendas claras y ligeras; además, resulta impensable que el asesino llevara un impermeable con el que cubrir en parte la ropa manchada.
Lo que me ha guiado hacia el camino correcto ha sido la huella semiborrada del pie descalzo, la que se dirigía hacia el lavabo. Si Ligorio interrogó a este respecto a los obreros, quiere decir que se trataba de un pie inequívocamente masculino.
Además, hay que tener en cuenta el factor tiempo. El asesino tarda unos cuantos minutos en matar a Francesca, se lava (no sólo las manos, como te explicaré a continuación) y después friega cuidadosamente el pasillo. Por otra parte, no le preocupan demasiado los desesperados gritos de la víctima. ¿Por qué experimentó la necesidad de limpiar sólo el pasillo y no la sala exterior del lavabo? A mi juicio, no tanto para borrar las huellas de su paso cuanto para impedir que los investigadores siguieran el recorrido de dichas huellas. Si mi hipótesis es cierta, las huellas no pueden conducir más que desde el baño a uno de los despachos que dan al pasillo.
Por consiguiente, el homicida es un empleado de la escuela que conoce muy bien la duración de la pausa de los obreros. Sabe que dispone de una hora para actuar sin que nadie lo moleste.
Pero ¿por qué mató?
Me atrevo a hacer una conjetura. Hay un empleado que aprovecha la pausa del almuerzo para recibir a escondidas a alguien con quien mantiene una relación. A alguien que, evidentemente, no es una mujer: la huella del pasillo es la de un hombre. Aquel maldito día el empleado de la escuela recibe a su amigo. Seguramente ya lo ha hecho otras veces y, hasta ese momento, todo ha ido bien. Hace mucho calor, se encierran en el despacho y se quitan la ropa. En determinado momento, ocurre algo entre ellos (¿una pelea?, ¿un juego erótico?), que hace que el amigo abra la puerta del despacho y eche a correr desnudo por el pasillo hacia el lavabo de señoras. El empleado, también completamente desnudo, lo persigue blandiendo un abrecartas (el estilete). Cuando ambos se encuentran en la sala exterior del lavabo, aparece inesperadamente Francesca. Tu amiga conoce sin duda al empleado y se queda paralizada por el asombro. Es sólo un momento: temiendo haber sido descubierto (se ve que mantenía rigurosamente oculta su homosexualidad y respetaba la idea burguesa del «decoro»), el empleado pierde literalmente la cabeza y ataca instintivamente a Francesca. Entre tanto, el amigo sale corriendo, regresa al despacho y huye. El empleado sigue atacando a la víctima y Francesca grita, pero el hombre sabe que nadie la puede oír. Cuando ha descargado su odio, se lava cuidadosamente todo el cuerpo (por eso cae tanta agua del lavabo), recorre nuevamente el pasillo, entra en el despacho y se viste.
Es aquí donde nos habíamos equivocado: en la suposición de que el asesino se había cambiado de ropa.
Una vez vestido, borra las huellas del pasillo, sale tranquilamente del edificio, y listo.
¿Es posible que Giorgio Ligorio no haya llegado a las mismas conclusiones que yo? ¿O acaso sólo desea mi confirmación?
Perdóname, amor mío, si he sido demasiado explícito y burocrático en esta carta. Pero la maldita investigación me roba todo el tiempo.
Cuánto desearía estar en tu casa de Boccadasse y estrecharte fuertemente entre mis brazos. ¿Cómo están los padres de Francesca?
Es la una de la madrugada, te escribo sentado en la galería, brilla la luna y el mar es una balsa de aceite. Estoy casi por darme un chapuzón.
Te mando un beso con cariño,
Salvo
Boccadasse, 13 de julio
Salvo querido:
Como sin duda habrás sabido por la televisión y la prensa, has acertado. Mientras tanto, Giorgio había llegado a las mismas conclusiones que tú. El asesino es Giovanni de Paulis, director administrativo de la escuela. De conducta intachable, pedante, tremendamente severo. Ahora recuerdo que Francesca me había dicho que lo llamaban Giovanni el Austero. Su compañero en aquel trágico día es un chico conocido en los ambientes gays. Se ha dado a la fuga, pero Giorgio me dice que su captura es sólo cuestión de horas.
Estoy muy triste, Salvo, amor mío, muy triste porque mi amiga ha muerto a manos de un imbécil por culpa de una estúpida historia. Entre otras cosas, Francesca era famosa por su extremada discreción; jamás habría comentado las inclinaciones sexuales del director administrativo. La madre de Francesca está un poco mejor.
Pero ahora soy yo la que se resiente de la tensión de estos días tan terribles.
Por suerte, Giorgio ha estado muy pendiente de mí y ha procurado por todos los medios que las horas me resultaran menos duras.
¿De veras no puedes venir?
Te mando un beso con cariño,
Livia
«¿Giorgio? Pero ¿cómo, lo llama Giorgio? Hasta hace un par de días era el comisario Ligorio, ¿y ahora lo trata de tú? Pero ¿qué coño es eso? ¿Y qué quiere decir con eso de que la consuela?».
INTENTADO INFRUCTUOSAMENTE LOCALIZARTE POR TELÉFONO TE COMUNICO HE RESUELTO BRILLANTEMENTE CASO QUE ME OCUPABA MAÑANA ESTARÉ AEROPUERTO GÉNOVA 14 HORAS BESOS
SALVO