Lo peor que le podía pasar a Salvo Montalbano (y le ocurría inexorablemente con cierta frecuencia), en su calidad de máxima autoridad de la comisaría de Vigàta, era tener que firmar documentos. Los odiados documentos eran informes, circulares, memorias, comunicaciones y certificados burocráticos que empezaban siendo simplemente solicitados y después cada vez más amenazadoramente exigidos por «las instancias competentes». Montalbano experimentaba entonces una curiosa parálisis de la mano derecha que le impedía no sólo redactar aquellos documentos (de eso se encargaba Mimì Augello), sino también firmarlos.
—¡Por lo menos, las iniciales! —le suplicaba Fazio.
Nada, la mano se negaba a funcionar.
Por consiguiente, los papeles se acumulaban sobre la mesa de Fazio, su altura aumentaba día tras día y, al final, resultaba que los montones eran tan altos que, a la menor corriente de aire, se inclinaban y caían al suelo. Las carpetas se abrían y, por un instante, producían un bonito efecto de nevada. Entonces Fazio, con santa paciencia, recogía las hojas una a una, las ordenaba, formaba una pila que sostenía con los brazos, abría la puerta del despacho de su jefe con el pie y depositaba la carga sobre su escritorio sin decir ni una sola palabra.
Entonces Montalbano gritaba que no quería que nadie lo molestara y, soltando maldiciones, iniciaba la dura tarea.
Aquella mañana, mientras se dirigía al despacho de Montalbano, Mimì Augello no se tropezó con nadie que lo avisara («señor subcomisario, no es el momento apropiado, el comisario está firmando»), así que entró con la esperanza de que Salvo lo consolara de la decepción que acababa de sufrir. Pero no vio a nadie. Ya se disponía a salir, cuando lo detuvo la enfurecida voz del comisario, totalmente oculto detrás de la montaña de papeles.
—¿Quién es?
—Soy Mimì. Pero no quisiera molestarte, ya volveré después.
—Mimì, tú siempre me molestas. Da igual ahora que más tarde. Coge una silla y siéntate.
Mimì se sentó.
—¿Y bien? —preguntó al cabo de diez minutos el comisario.
—Mira —dijo Augello—, es que a mí no me gusta hablar contigo sin verte. Dejémoslo correr.
E hizo ademán de levantarse. Montalbano debió de oír el ruido que produjo la silla al moverse y, de repente, su voz sonó más enfurecida que nunca.
—Te he dicho que te sientes.
No quería que Mimì se le escapara: le serviría de desahogo mientras iba firmando con la mano cada vez más dolorida.
—A ver, dime qué ocurre.
Ahora ya era demasiado tarde para echarse atrás. Mimì carraspeó.
—No hemos conseguido atrapar a Tarantino.
—¿Tampoco esta vez?
—Tampoco esta vez.
Fue como si la ventana se hubiera abierto de golpe y una fuerte ráfaga de viento hubiera hecho volar los papeles. Pero la ventana estaba cerrada y el que arrojaba los papeles al aire era el comisario, ahora finalmente visible a los atemorizados ojos de Mimì.
—¡Mierda! ¡Hostia puta!
Montalbano parecía haber enloquecido de rabia; se levantó, empezó a pasear arriba y abajo por el despacho, se puso un cigarrillo en la boca, Mimì le ofreció la caja de cerillas, él encendió el cigarrillo, arrojó la cerilla todavía encendida al suelo y algunos papeles prendieron fuego de inmediato, como si no hubieran estado esperando otra cosa. Eran hojas muy finas de papel verjurado. Mimì y Montalbano iniciaron una especie de danza de pieles rojas en un intento de apagar el fuego con los pies, y luego, al ver que no lo conseguían, Mimì cogió una botella de agua mineral que había en el escritorio de su jefe y la vació sobre las llamas. Tras haber apagado el conato de incendio, ambos estuvieron de acuerdo en que no podían quedarse allí, con el despacho en esas condiciones.
—Vamos a tomarnos un café —propuso el comisario, a quien se le había pasado momentáneamente la furia—. Pero, primero, comunícale a Fazio los daños.
La pausa del café duró una media hora. Cuando volvieron a entrar en el despacho, todo estaba en orden y sólo persistía un ligero olor a quemado. Los papeles habían desaparecido.
—¡Fazio!
—A sus órdenes, señor comisario.
—¿Adónde han ido a parar los papeles?
—Los estoy ordenando en mi despacho. Y, además, como están empapados, los estoy secando. Consuélese, por hoy se terminaron las firmas.
Visiblemente tranquilizado, el comisario miró con una sonrisa a Mimì.
—O sea, amigo mío, que te han vuelto a joder, ¿verdad?
Esta vez fue el rostro de Augello el que se ensombreció.
—Ese hombre es un diablo.
Giovanni Tarantino, buscado desde hacía un par de años por estafa, uso de cheques sin fondos y falsificación de letras de cambio, era un cuarentón de aire distinguido y un talante tan abierto y cordial que se ganaba la confianza y la simpatía de la gente. Hasta el extremo de que la viuda Percolla, a quien él había estafado más de doscientos millones de liras, no expresó en su declaración contra Tarantino más que un desconsolado: «¡Era tan distinguido!».
La captura del delincuente, que se había dado a la fuga, se había convertido con el tiempo en una especie de cuestión de honor para Mimì Augello. Nada menos que ocho veces en dos años había irrumpido en casa de Tarantino con la certeza de que lo sorprendería, pero nunca había encontrado ni sombra del estafador.
—Pero ¿por qué se te ha metido en la cabeza la manía de que Tarantino va a ver a su mujer?
Mimì contestó con otra pregunta.
—Pero ¿tú has visto alguna vez a la señora Tarantino? Se llama Giulia.
—No la conozco. ¿Cómo es?
—Guapa —contestó sin dudar Mimì, que era un entendido en mujeres—. Y no solamente guapa. Pertenece a esa categoría de mujeres que en nuestra tierra llamaban antiguamente «mujeres de cama». Tiene una manera de mirarte, una manera de darte la mano y de cruzar las piernas que hace que la sangre te hierva en las venas. Te da a entender que, encima o debajo de una sábana, podría encenderse como los papeles hace un rato.
—¿Es por eso por lo que tú sueles ir de noche a practicar los registros?
—Te equivocas, Salvo. Y sabes que te digo la verdad. Estoy convencido de que esa mujer se lo pasa bomba viendo que no consigo atrapar a su marido.
—Bueno, es lógico, ¿no te parece?
—En parte, sí. Pero, por su forma de mirarme cuando ya estoy a punto de irme, he llegado a la conclusión de que ella también se lo pasa bomba porque yo como hombre, como Mimì Augello y no como policía, he sido derrotado.
—¿Estás convirtiendo todo este asunto en una cuestión personal?
—Por desgracia, sí.
—Ay, ay, ay.
—¿Qué quieres decir con ese «ay, ay, ay»?
—Quiero decir que es la mejor manera de hacer tonterías en nuestra profesión. ¿Cuántos años tiene esa Giulia?
—Debe de tener unos treinta y pocos.
—Aún no me has dicho por qué estás tan seguro de que él va de vez en cuando a verla.
—Creía que ya te lo había dado a entender. Esa no es una mujer que pueda permanecer mucho tiempo sin un hombre. Y ten en cuenta, Salvo, que no es nada coqueta. Sus vecinos dicen que sale muy poco y que no recibe ni a familiares ni a amigas. Le envían a casa todo lo que necesita. Ah, tengo que subrayar que cada domingo va a misa de diez.
—Mañana es domingo, ¿no? Vamos a hacer una cosa. Nos vemos en el café Castiglione sobre las diez menos cuarto y, cuando ella pase, me la señalas. Has despertado mi curiosidad.
Era más que guapa. Montalbano la estudió con atención mientras se dirigía a la iglesia, muy bien vestida pero con sobriedad y sin la menor estridencia, caminando erguida y contestando de vez en cuando con una inclinación de cabeza a algún que otro saludo. Sus gestos no resultaban en modo alguno afectados, todo en ella era espontáneo y natural. Debió de reconocer a Mimì Augello, tieso como un palo al lado de Montalbano. Desvió su trayectoria desde el centro de la calle hacia la acera donde se encontraban los dos hombres y, cuando ya estaba muy cerca de ellos, contestó al azorado saludo de Mimì con la habitual inclinación de cabeza. Pero esta vez una ligera sonrisa se dibujó en sus labios. Era sin duda una sonrisita de burla, de cachondeo. Después siguió adelante.
—¿Has visto? —dijo Mimì Augello, palideciendo de rabia.
—Lo he visto —contestó el comisario—. He visto lo suficiente como para decirte que lo dejes. A partir de este momento, tú ya no te ocupas de este caso.
—¿Por qué?
—Porque esa ya te tiene en el bolsillo, Mimì. Te hace subir la sangre a la cabeza y no consigues ver las cosas como son. Ahora iremos al despacho y me harás una relación de tus visitas a la casa Tarantino. Y me facilitarás la dirección.
El número 35 de la Via Giovanni Verga, una calle muy próxima al campo, correspondía a una casita de planta baja y primer piso recién reformada. Detrás de la vivienda había un callejón llamado Capuana, tan estrecho que los automóviles no podían entrar. La tarjeta pegada al lado del portero automático decía «G. Tarantino». Montalbano llamó al timbre. Transcurrieron tres minutos sin que nadie contestara. El comisario volvió a llamar y esta vez contestó una voz de mujer.
—¿Quién es?
—Soy el comisario Montalbano.
Tras una breve pausa, la mujer dijo:
—Señor comisario, hoy es domingo, son las diez de la noche y a esta hora no se molesta a la gente. ¿Tiene una orden?
—¿De qué?
—De registro.
—¡Pero es que yo no quiero registrar nada! Sólo quiero hablar un poco con usted.
—¿Usted es el que esta mañana estaba con el señor Augello?
Muy observadora la señora Giulia Tarantino.
—Sí, señora.
—Disculpe, comisario, pero me estaba duchando. ¿Puede esperar cinco minutos? No tardo nada.
—No hay prisa, señora.
Al cabo de menos de tres minutos, le abrió la puerta. El comisario entró y se encontró en un recibidor con dos puertas a la izquierda, una a la derecha y, en medio, una ancha escalera que conducía al piso de arriba.
—Pase.
La señora Giulia iba vestida de punta en blanco.
El comisario entró y la estudió de arriba abajo: se mostraba seria, comedida y en modo alguno preocupada.
—¿No llevará mucho tiempo todo esto? —preguntó.
—Eso dependerá de usted —contestó con dureza Montalbano.
—Será mejor que nos sentemos en el salón —dijo la señora.
Le volvió la espalda y empezó a subir por la escalera, seguida por el comisario. Emergieron a una amplia sala con muebles modernos de cierto gusto. La mujer le indicó a Montalbano un sofá y ella se acomodó en un sillón junto al cual había una mesita auxiliar con un impresionante teléfono estilo años veinte, que debía de haber sido fabricado en Hong Kong o algún sitio parecido. Giulia Tarantino levantó el auricular de la horquilla dorada y lo dejó en la mesita.
—Así no nos molestará nadie.
—Le agradezco la amabilidad —dijo Montalbano.
Permaneció un minuto en silencio bajo la inquisitiva mirada de los bellos ojos de la mujer y, al final, decidió lanzarse:
—Está todo muy tranquilo.
Giulia pareció sorprenderse momentáneamente ante aquel comentario.
—Es cierto, por esta calle no pasan coches.
El silencio de Montalbano duró otro minuto largo.
—¿Es suya la casa?
—Sí, la compró mi marido hace tres años.
—¿Tienen otras propiedades?
—No.
—¿Desde cuándo no ve a su marido?
—Desde hace más de dos años, cuando se fugó.
—¿No está preocupada por su salud?
—¿Y por qué tendría que estarlo?
—Bueno, estar tanto tiempo sin noticias…
—Comisario, yo le he dicho que no lo veo desde hace dos años, no que no tenga noticias de él. Me llama de vez en cuando. Y usted debería saberlo porque mi teléfono está pinchado. Me he dado cuenta, ¿sabe?
Esta vez la pausa duró dos minutos.
—¡Qué extraño! —dijo de repente el comisario.
—¿Qué es lo que es extraño? —preguntó la mujer, poniéndose inmediatamente a la defensiva.
—La disposición de la casa.
—¿Y qué tiene de raro?
—Por ejemplo, que el salón esté aquí arriba.
—¿Dónde tendría que estar, según usted?
—En la planta baja. Donde seguramente se encuentra su dormitorio. ¿No es así?
—Sí, señor, es así. Pero dígame una cosa: ¿está prohibido?
—Yo no he dicho que esté prohibido, he hecho simplemente un comentario.
Otra pausa.
—Bueno —dijo Montalbano, levantándose—, ya me voy.
La señora Giulia también se levantó, evidentemente desconcertada por el comportamiento del policía. Antes de encaminarse hacia la escalera, Montalbano la vio colocar de nuevo el auricular en la horquilla. Al llegar abajo, cuando la mujer se disponía a abrirle la puerta principal, el comisario dijo muy despacio:
—Tengo que ir al lavabo.
La señora Giulia lo miró, esta vez con una sonrisa en los labios.
—Comisario, ¿se le escapa de verdad o quiere jugar a frío frío, caliente caliente? Bueno, qué más da. Acompáñeme.
Abrió la puerta de la derecha y lo hizo pasar a un dormitorio muy amplio, amueblado también con cierto gusto. En una de las dos mesitas de noche había un libro y un teléfono normal: debía de ser el lado en el que dormía ella. La mujer le indicó una puerta en la pared de la izquierda, al lado de un gran espejo.
—El cuarto de baño está ahí, perdone que no esté muy ordenado.
Montalbano entró y cerró a su espalda. El cuarto de baño aún conservaba el calor del vapor, era cierto que la señora se había duchado. En la repisa de cristal situada encima del lavabo, le extrañó ver, junto a unos frascos de perfume y unos tarros de cosméticos, una maquinilla de afeitar y un aerosol de crema de afeitar. Orinó, pulsó el botón de la cisterna, se lavó las manos y abrió la puerta.
—Señora, ¿puede venir un momento?
La señora Giulia entró en el baño y, sin decir nada, Montalbano le señaló la maquinilla y la crema de afeitar.
—¿Y qué? —dijo Giulia.
—¿Le parece que son cosas de mujeres?
Giulia Tarantino emitió una breve carcajada gutural. Parecía una paloma.
—Comisario, se ve que usted no ha convivido nunca con una mujer. Eso sirve para depilarse.
Se le había hecho tarde y por eso regresó directamente a Marinella. Al llegar a casa, se sentó en la galería que daba a la playa, leyó primero el periódico y, a continuación, unas cuantas páginas de un libro que le gustaba mucho «Los cuentos de San Petersburgo», de Gogol. Antes de irse a dormir, llamó a Livia. Cuando ya estaban a punto de despedirse, le vino a la mente una pregunta:
—Tú, para depilarte, ¿utilizas maquinilla y crema de afeitar?
—¡Menuda pregunta, Salvo! ¡Me has visto depilándome montones de veces!
—No, sólo quería saber…
—¡Pues no te lo pienso decir!
—¿Por qué?
—¡Porque no es posible que hayas vivido varios años con una mujer y no sepas cómo se depila!
Livia colgó, enfurecida. El comisario llamó a Augello.
—Mimì, ¿cómo se depila una mujer?
—¿Se te ha ocurrido alguna fantasía erótica?
—Venga, hombre, no fastidies.
—Pues, no sé, usan cremas, parches, cintas adhesivas…
—¿Maquinilla y crema de afeitar?
—Maquinilla, sí, crema de afeitar, es posible. Pero yo jamás lo he visto. Por regla general, no suelo relacionarme con mujeres barbudas.
Pensándolo bien, Livia tampoco usaba maquinilla. De todas formas: ¿tan importante era eso?
A la mañana siguiente, nada más entrar en su despacho, llamó a Fazio.
—¿Recuerdas la casa de Giovanni Tarantino?
—Claro, he estado allí con el subcomisario Augello.
—Está en el número treinta y cinco de Via Giovanni Verga y no tiene ninguna puerta posterior, ¿verdad? La parte de atrás de la casa da a un callejón llamado Capuana que es tremendamente estrecho. ¿Tú sabes cómo se llama la siguiente calle, paralela a Via Verga y al callejón?
—Sí, señor. Es otro callejón muy estrecho. Se llama De Roberto.
Lo sorprendente habría sido que no lo hubiese sabido.
—Oye, en cuanto tengas un rato libre, te vas a De Roberto y te lo recorres de arriba abajo. Y me haces una lista detallada de todas las puertas.
—No entiendo —dijo Fazio.
—Me dices quién vive en el número uno, en el número dos, etcétera. Pero procura no llamar demasiado la atención, no vayas arriba y abajo por el callejón. Eso a ti se te da muy bien.
—¿Y otras cosas no?
Cuando Fazio se retiró, Montalbano llamó a Augello.
—¿Sabes, Mimì? Anoche fui a ver a tu amiga Giulia Tarantino.
—¿También ha conseguido tomarte el pelo a ti?
—No —contestó con firmeza Montalbano—. A mí, no.
—¿Has averiguado cómo consigue el marido entrar en la casa? No hay más entrada que la puerta principal. Los de la Brigada de Capturas se han pasado allí noches y más noches. Jamás lo han visto. Y, sin embargo, yo me apuesto los huevos a que él va a verla de vez en cuando.
—Yo también lo creo. Pero ahora me tienes que decir todo lo que sabes del marido. No las estafas o los cheques sin fondos, todo eso me importa un carajo. Quiero conocer sus manías, sus tics, sus costumbres, qué es lo que hacía cuando estaba en el pueblo.
—Lo primero es que es muy celoso. Yo estoy convencido de que, cuando voy a registrar la casa, él lo pasa muy mal pensando que su mujer aprovecha la ocasión para ponerle los cuernos. Después, como es un hombre violento a pesar de las apariencias y es hincha del Inter, el domingo por la noche o cuando jugaba su equipo, siempre acababa armando alboroto. Lo tercero es que…
Mimì se pasó un buen rato describiendo la vida y milagros de Giovanni Tarantino, a quien ya conocía casi mejor que a sí mismo.
Después, Montalbano quiso que le explicara con todo detalle cómo se había practicado el registro de la casa de Tarantino.
—Tal como se suele hacer siempre —dijo Mimì—. Los de la Brigada de Capturas y yo, puesto que estábamos buscando a un hombre, miramos en todos los lugares donde se puede esconder un hombre: falsos techos, trastero bajo la escalera, cosas así. Hasta descartamos que exista alguna trampilla en el suelo. Por otro lado, las paredes no suenan a hueco.
—¿Habéis mirado en el espejo?
—¡El espejo está atornillado a la pared!
—No digo si habéis mirado detrás del espejo, sino en el espejo. Se hace de la siguiente manera: se abre la puerta de la casa y se contempla reflejada en el espejo.
—¿Te has vuelto loco?
—O se hace lo que Alicia: imaginar que el cristal es una especie de gasa.
—En serio, Salvo, ¿te encuentras bien? ¿Quién es esa Alicia?
—¿Tú has leído alguna vez a Carroll?
—¿Quién es?
—Dejémoslo, Mimì. Oye, mañana por la mañana te inventas una excusa y vas a ver a la señora Tarantino. Encárgate de que te reciba en el salón y dime si hace o no un determinado gesto.
—¿Cuál?
Montalbano se lo dijo.
El miércoles, tras haber recibido el informe de Fazio, el comisario le dio de plazo hasta el día siguiente para que le facilitara otros detalles sobre los edificios del callejón De Roberto. El jueves por la noche, antes de ir a ver a la señora Tarantino, Montalbano entró en la farmacia Bevilacqua, que estaba de guardia. Había una epidemia de gripe y el establecimiento estaba lleno de gente, hombres y mujeres.
Una de las dos dependientas vio a Montalbano y le preguntó en voz alta:
—¿Qué desea, señor comisario?
—Después, después —contestó él.
El farmacéutico Bevilacqua, al oír la voz del comisario, levantó los ojos, lo miró y le pareció que estaba un poco azorado. Tras atender a un cliente, se acercó a un estante, cogió una cajita, salió de detrás del mostrador y la depositó en su mano con aire de conspirador.
—¿Qué me ha dado? —le preguntó Montalbano, perplejo.
—Preservativos —le contestó el otro en voz baja—. Es lo que quería, ¿no?
—No —contestó Montalbano, devolviéndole la cajita—. Quiero la píldora.
El farmacéutico miró a su alrededor y habló en un susurro.
—¿Viagra?
—No —contestó Montalbano, empezando a ponerse nervioso—. La que usan las mujeres. La más habitual.
Ya en la calle, abrió el envoltorio que le había entregado el farmacéutico, arrojó las píldoras anticonceptivas a un contenedor de basura y sólo se quedó con el prospecto.
Excepto porque la señora no acababa de ducharse, todo se desarrolló exactamente igual que el domingo anterior. El comisario se acomodó en el sofá, la señora se sentó en la silla y descolgó el teléfono.
—¿Qué ocurre esta vez? —preguntó la mujer en tono ligeramente resignado.
—En primer lugar, le quería decir que he apartado del caso de su marido al subcomisario Augello, que vino a verla la otra mañana por última vez y a quien usted conoce muy bien.
Había acentuado el «muy» y la mujer se sorprendió.
—No entiendo…
—Verá, cuando las relaciones entre el investigador y la investigada se vuelven, como en el caso de ustedes, excesivamente íntimas, es mejor… En resumen, de hoy en adelante seré yo quien me encargue personalmente de su marido.
—A mí…
—¿…le da lo mismo uno que otro? Pues no, mi querida amiga, se equivoca usted de medio a medio. Yo soy mucho, pero que mucho mejor.
Consiguió conferir a la última parte de la frase un tono de obscena insinuación. No supo si felicitarse por ello o si escupirse a la cara.
Giulia Tarantino palideció ligeramente.
—Señor comisario, yo…
—Déjame hablar a mí, Giulia. El domingo pasado, cuando entramos primero en el dormitorio y después en el cuarto de baño…
La palidez de la señora se intensificó; levantó la mano como para interrumpir al comisario, pero él siguió adelante.
—… encontré en el suelo este prospecto. Dice Securigen, píldoras anticonceptivas. Si no ves a tu marido desde hace dos años, ¿para qué las quieres? Puedo aventurar algunas suposiciones. Mi subco…
—¡Por el amor de Dios! —gritó Giulia Tarantino.
E hizo el gesto que esperaba el comisario: cogió el auricular y lo colocó en la horquilla.
—¿Sabe? —preguntó Montalbano, pasando de nuevo al «usted»—. Ya la primera vez descubrí que este teléfono es falso. El verdadero es el que usted tiene en la mesita de noche. Este sólo sirve para que su marido oiga todo lo que se dice en esta habitación. Tengo un oído muy fino. Cuando usted descuelga el teléfono, se tendría que oír la señal. En cambio, su teléfono está mudo.
La mujer no dijo nada, parecía a punto de desmayarse de un momento a otro, pero resistía desesperadamente y permanecía en tensión como si temiera que ocurriera algo inesperado.
—También he descubierto —añadió el comisario— que su marido es el dueño de un pequeño garaje en el callejón De Roberto, que está a menos de diez metros de aquí en línea recta. Ha excavado una galería subterránea que casi con toda seguridad desemboca detrás del espejo, donde los que practican los registros no miran jamás: siempre piensan que, detrás de un espejo, no hay nada.
Comprendiendo que había perdido, Giulia Tarantino recobró el aire distante y miró fijamente al comisario:
—Tengo una curiosidad: ¿usted nunca se avergüenza de lo que hace y de cómo lo hace?
—Sí, de vez en cuando —reconoció Montalbano.
En aquel momento, desde la planta baja, se oyó un estruendo de cristales rotos y una enfurecida voz que decía:
—¿Dónde estás, puerca asquerosa?
A continuación, se oyó a Giovanni Tarantino subiendo precipitadamente la escalera,
—Ya llega el imbécil —dijo su mujer en tono resignado.