—Dottori! Dottori! ¿Es usted personalmente en persona?
Pero ¿qué coño de hora era? Miró el despertador de la mesita de noche, completamente atontado por el sueño. Las cinco y media de la mañana. Se pegó un susto: si Catarella lo despertaba a aquella hora, sabiendo las consecuencias a las que se exponía, significaba que la cosa era muy seria.
—¿Qué hay, Catarè?
—Han encontrado el coche de la señora Pagnozzi y de su marido, el commendatore.
El commendatore Aurelio Pagnozzi, uno de los hombres más ricos de Vigàta, había desaparecido la víspera junto con su mujer.
—¿Sólo el coche? Y ellos, ¿dónde estaban?
—Dentro del coche, dottori.
—¿Y qué hacían?
—¿Qué quiere que hicieran, dottori? Se hacían los muertos, los cadáveres.
—¿Pero han muerto?
—Dottori, ¿cómo quiere que estuvieran vivos? ¡El coche ha caído por un precipicio de cien metros!
—Catarè, ¿me estás diciendo que han sufrido un accidente? ¿Que no ha sido algo provocado por terceros?
Catarella hizo una desconcertada pausa.
—No, dottori, ese Terceros no tiene nada que ver porque Fazio, que se ha trasladado al lugar de los hechos, no me ha hablado de él.
—Catarè ¿quién te ha dicho que me llamaras?
—Nadie, dottori. Yo mismo he tenido esta idea. A lo mejor al final resultaba que, si no le decía nada, usted se enfadaba.
—Catarè, a ver si te enteras de que nosotros no somos policías de Tráfico.
—Eso es justamente lo que yo le quería preguntar, dottori: si matan a uno en una carretera, ¿la cosa nos corresponde a nosotros o a los de Tráfico?
—Después te lo explico, Catarè.
El comisario Montalbano colgó el teléfono, cerró los ojos, estuvo cinco minutos tratando de recuperar el sueño que se le había escapado, soltó un taco y se levantó.
A las siete ya estaba en el despacho, de un humor tan negro como la tinta.
—¿Dónde está Catarella, que quiero decirle un par de palabritas?
—Ahora mismo acaba de irse a casa —contestó Galluzzo, que lo había relevado en la centralita.
Se presentó Fazio.
—¿Y bien? ¿Qué es esa historia de Pagnozzi y su mujer?
—Nada, señor comisario, han muerto los dos. Anoche vino aquí el hijo de los Pagnozzi, Giacomino, para comunicarnos que su padre y su madre no habían regresado a casa a las ocho, como habían quedado. Esperó una hora y después los llamó al móvil. No contestaron. Entonces él empezó a preocuparse y a correr de acá para allá. Nadie sabía nada. A las diez y media, minuto más, minuto menos, nos vino a contar lo sucedido. Yo le contesté que, tratándose de personas adultas, podíamos buscarlas sólo al cabo de veinticuatro horas, previa denuncia de alguien. Él me dijo una cosa y se fue muy enfadado.
—¿Qué te dijo?
—Que nos fuéramos todos a tomar por el culo.
—¿Acaso no fuiste tú el único que habló con él?
—Sí, señor. Pero él dijo exactamente eso: todos, incluido el comisario.
—Muy bien, sigue.
—Telefoneó hacia las cuatro de la noche y Catarella me llamó. Los había encontrado él. En el fondo de un barranco. La señora, que iba al volante, debió de perder el control o se durmió, cualquiera sabe. El coche no se ha incendiado, pero ellos la han palmado. Mientras yo estaba allí, se presentó el subcomisario Augello.
—¿Por qué? ¿Quién lo avisó?
—Lo llamó Giacomino Pagnozzi. Me ha parecido entender que el subcomisario Augello es amigo de la familia.
Que descansaran en paz. Aquella mañana tenía que presentar su informe al jefe superior de policía en Montelusa. Llegó con casi dos horas de adelanto y se pasó el rato bromeando con Jacomuzzi, el jefe de la Científica.
Al regresar, encontró a Mimì Augello con cara de funeral.
—¡Pobrecitos! ¡Era impresionante ver en qué estado quedaron! Parecía que a la señora Stefania la hubiera aplastado un camión, estaba casi irreconocible.
Algo en el tono de voz del subcomisario hizo que al comisario le saltara una chispa en la cabeza. Estaba casi seguro, conocía desde hacía demasiados años a Mimì.
—¿Tú eras amigo del marido?
—Bueno, sí, de él también.
—¿Qué quiere decir «también»? ¿De quién eras más amigo?
—Más bien de la pobre Stefania.
—Tengo una curiosidad: ¿desde cuándo te lo montas con señoras de cierta edad? Pagnozzi hace muchos años que dejó atrás los sesenta.
—Bueno, verás… Stefania era la segunda mujer; Pagnozzi se casó con ella cuando enviudó.
—¿Y cómo conoció a la tal Stefania?
—Bueno…, antes era su secretaria.
—Ya. ¿Y qué edad tenía?
—Jamás se lo pregunté. Pero así, a primera vista, debía de tener unos treinta como mucho.
—Mimì, con la mano en el corazón, contesta con toda sinceridad: ¿te la habías tirado?
—Bueno, sí…, una chica tan guapa… Lo intenté, pero sin demasiadas esperanzas, pues era evidente que ella estaba enamorada de Pagnozzi.
—¿Estás de guasa? Aparte de los treinta años de diferencia, el difunto Pagnozzi, con lo feo que era, ¡hubiera matado de un susto incluso a un asesino en serie!
—No me refería precisamente a Pagnozzi padre sino a Pagnozzi hijo.
Montalbano se quedó estupefacto.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—La verdad. Media Vigàta sabía que Stefania y Giacomino, el hijo del primer matrimonio, también treintañero, eran amantes. ¿Por qué crees que Giacomino, al ver que no regresaban, se preocupó? No por su padre, que le importaba un carajo, sino por la madrastra. Esta noche, al ver el cadáver, se ha desmayado.
—Pero ¿el marido estaba al corriente de los hechos?
—Los cornudos son los últimos en enterarse.
—¿Giacomino vive en casa de su padre?
—No, vive por su cuenta.
Pasaron a hablar de otros temas.
A la mañana siguiente, Montalbano mandó llamar a Mimì Augello, que no había aparecido por su despacho en toda la tarde del día anterior.
—Entra y cierra la puerta. Mimì, tú sabes bien que yo no presto atención a ciertas cosas, pero, bueno, si decides no aparecer por la comisaría, lo menos que puedes hacer es avisarme.
—Salvo, ¡pero si, desde Fazio hasta Catarella, todos tienen el número de mi móvil! Una llamada y me planto aquí.
—Mimì, no has entendido una mierda. Tú tienes que estar disponible y no presentarte en el despacho sólo cuando te llaman, como un fontanero.
—De acuerdo, perdona. El caso es que me fui a dar una vuelta con el perito del seguro.
—¿De qué seguro, Mimì?
—Ah, sí…, no sé dónde tengo la cabeza… El de los Pagnozzi.
—Pero ¿tú por qué te mezclas en eso? ¿Hay algo que no encaja?
—Sí —contestó Augello sin dudar.
—Pues entonces, habla.
—Como tú sabes, el coche, un BMW, no se incendió a pesar de que, en el momento del accidente, el depósito estaba casi lleno. Pues bien, en la guantera estaba el recibo de una revisión general del vehículo, y la fecha correspondía al mismo día del accidente. Fuimos a ver al mecánico, Parrinello, el que tiene el taller cerca de la central eléctrica. Me dijo que el coche lo había dejado Giacomino.
—¿No tiene coche propio?
—Sí, pero, cuando tiene que salir de Vigàta, le pide prestado el suyo a su padre. Tenía que ir a Palermo y se lo llevó. A la vuelta, dice que oyó un ruido extraño en el motor. Sin embargo, Parrinello nos ha dicho que el coche estaba en buenas condiciones, que sólo tenía alguna cosilla, bobadas. Se lo entregó a Stefania sobre las seis. Ella estaba con su marido.
—¿Se sabe adónde tenían que ir?
—Sí. Nos lo ha dicho Giacomino. Se habían citado en una casa de campo que tenían a pocos kilómetros de Vigàta con un maestro de obras. Este lo ha confirmado, pero él se fue de allí al cabo de una hora escasa. Desde entonces hasta el momento del hallazgo, ya no se sabe nada más de ellos. Sin embargo, cabe suponer…
—¿Qué dicen los del seguro?
—No se explican el accidente. El BMW debió de seguir adelante en línea recta en lugar de trazar la curva, recorrió unos doscientos metros y fue a parar al fondo del barranco. No hay marcas de frenazo. Como hasta anteayer ha estado lloviendo, se ven con claridad las huellas de las ruedas que van directamente hacia el barranco.
—A lo mejor a la señora le dio un mareo.
—¿Bromeas? Era una fanática de los gimnasios. Además, el año pasado hizo un cursillo de supervivencia en Nairobi.
—¿Qué dice el forense?
—Ha efectuado las autopsias. Él, para la edad que tenía, estaba bien. Ella, según Pasquano, era una máquina perfecta. No habían comido ni bebido. Habían hecho el amor.
—¿Cómo?
—Lo dice Pasquano. A lo mejor les entraron ganas cuando se fue el maestro de obras. Tenían una casa amueblada a su disposición. Apagaron el móvil. Quizá se quedaron dormidos. Cuando ya había oscurecido, emprendieron el camino de vuelta. Y ocurrió lo que ocurrió. Puede ser una explicación, la más verosímil.
—Ya —dijo en tono pensativo el comisario.
—Además, Pasquano me ha revelado un detalle que podría explicar la secuencia del accidente —prosiguió Augello—. La pobre Stefania tenía las uñas de las manos rotas. Seguramente intentó abrir la portezuela. Quizá experimentó un ligero mareo, se recuperó, vio lo que estaba pasando y trató de abrir la portezuela, pero ya era demasiado tarde.
—Buf —dijo Montalbano.
—¿Por qué dices «buf»?
—Porque una chica tan atlética como tú dices, con cursillo de supervivencia y demás, tiene unos reflejos muy rápidos. Si se recupera de un pequeño mareo y se da cuenta de que el coche está a punto de caer por un barranco, no intenta abrir la portezuela, sino que se limita a frenar. Y los frenos, por lo que me has dicho, estaban bien.
—Buf —dijo a su vez Mimì Augello.
A la hora de comer, en lugar de coger la carretera que conducía a Marinella («Mañana le dejare unas sardinas a becaficco», le había escrito la víspera su asistenta Adelina) y zamparse las sardinas, el comisario cogió la que subía a Montelusa y, en determinado momento, se desvió hacia el barrio de San Giovanni, donde había ocurrido el accidente. En la segunda curva, tal como había hecho el BMW de los Pagnozzi, siguió en línea recta y frenó al llegar al borde del barranco. Se veían muchas huellas de neumáticos, entre ellas las de un camión grúa especial que había sacado los restos del vehículo. Montalbano se pasó un buen rato fumando y pensando, de pie al borde del barranco. Después llegó a la conclusión de que se había ganado las sardinas a beccafico, subió al coche, dio la vuelta y se dirigió a Marinella. El plato estaba exquisito: después de comer, le entraron deseos de ronronear como un gato.
Pero, en lugar de eso, cogió el teléfono y llamó a su amiga Ingrid Sjostrom, de casada Cardamone, sueca, que en su país había trabajado como mecánico de coches.
—¿Tiga? ¿Tiga? ¿Guién es gue habla?
En casa de los Cardamone estaban especializados en sirvientas exóticas y aquella debía de ser una aborigen australiana.
—Soy Montalbano. ¿Está la señora Ingrid?
—Szí.
Oyó sus pasos acercándose al teléfono.
—¡Salvo! ¡Qué alegría! Hace un siglo que…
—¿Nos podemos ver esta noche?
—Pues claro. Tenía un compromiso, pero que se vaya al carajo. ¿A qué hora?
—A las nueve en el bar de costumbre de Marinella.
Ingrid en versión otoñal estaba espléndida, chaqueta, pantalones, elegantísima. Tomaron un aperitivo y Montalbano percibió con toda claridad, como si las hubieran expresado en voz alta, las maldiciones de repentina impotencia que los varones presentes en el local le lanzaban mentalmente.
—Oye, Ingrid, ¿dispones de tiempo?
—De todo el que tú quieras.
—Entonces, vamos a hacer una cosa. Nos terminamos el aperitivo y nos vamos a cenar a una trattoria de la parte de Montereale, donde dicen que se come bastante bien. Después pasamos por mi casa, hay que esperar a que oscurezca…
Ingrid esbozó una pícara sonrisa.
—Salvo, no es necesario que sea de noche. Sólo hay que cerrar bien los postigos, ¿o es que no lo sabes?
Ingrid lo provocaba siempre y él siempre tenía que fingir no darse por enterado. Cuando era pequeño e iba a las «cosasdediós», es decir, a las clases de catecismo, el cura le explicó que para pecar no era necesario cometer el pecado, bastaba con pensar en él. Por consiguiente, en cuanto a las palabras y las obras, como se solía decir, con Ingrid, cero absoluto: hubiera podido presentarse ante el Señor tan puro como un angelito. En cuanto a los pensamientos, la situación cambiaba radicalmente: sería arrojado a los abismos del infierno. No era por Ingrid por lo que las cosas no terminaban como era lógico que terminaran entre un hombre y una mujer; era por él, que no conseguía traicionar a Livia. Y la sueca, con femenina malicia, no lo dejaba en paz.
En la trattoria no había casi nadie, por lo que Montalbano pudo explicarle a Ingrid lo que se proponía hacer sin necesidad de interpretar el papel de conspirador. En casa del comisario, Ingrid se cambió de ropa; los pantalones que le dio Montalbano le llegaban a media pantorrilla. Volvieron a subir al coche y se dirigieron al barrio de San Giovanni, donde Ingrid hizo lo que el comisario le había dicho que hiciera: lo consiguió a la primera. Regresaron a Marinella, Ingrid se desnudó, se duchó y no quiso que el comisario la acompañara al cercano bar en el que ambos se habían reunido, donde ella había dejado su coche. Abandonó la casa canturreando. ¡Virgen santa, qué mujer! No le hizo ni siquiera media pregunta sobre la razón por la cual él le había pedido que se sometiera a aquella peligrosa prueba; nada, ella era así: si un amigo de verdad le pedía un favor, ella lo hacía y sanseacabó. Si en lugar de la sueca aquella noche hubiera estado Livia, a Montalbano se le habría secado la garganta de tanto contestar y dar explicaciones.
Se durmió de golpe, casi sin tiempo para cerrar los ojos.
A pesar de que la mañana estaba un poco fea y de que las nubes ocultaban de vez en cuando el sol, a los hombres de la comisaría les pareció que Montalbano estaba de buen humor.
—Mandadme al subcomisario Augello y no me paséis ninguna llamada.
Mimì se presentó de inmediato.
—Siéntate, Mimì, y escúchame bien. Si por casualidad Pagnozzi hubiera muerto él solo por el motivo que fuera, ¿su herencia a quién le habría correspondido?
—A la mujer. Y un poco de calderilla al hijo. El commendatore y él no se llevaban bien.
—¿Es un patrimonio muy grande?
—Estamos hablando de miles de millones.
—¿Y a quién va a parar ahora que la esposa ha muerto?
—A Giacomino, el hijo. Si no existe un testamento en contra.
—¿Y existe?
—Hasta este momento, no ha aparecido ninguno.
—Y no creo que jamás aparezca.
—¿Por qué me haces estas preguntas?
—Porque se me ha ocurrido una idea, confirmada en cierto modo por los hechos. Yo te digo lo que pienso, de lo demás te encargas tú.
—Muy bien. Habla.
—La, llamémosla así, señora Stefania va con su marido a recoger el coche revisado por Parrinello. Después se dirigen a la casa de campo para hablar con el maestro de obras. Cuando este se va, la señora finge tener ganas de hacer el amor y se van al dormitorio. Pagnozzi debe de estar contento, pues no creo que las relaciones entre ambos fueran muy frecuentes, sobre todo porque, según me has dicho tú, ella estaba enamorada del hijastro. ¿Y sabes por qué lo hace, Mimì?
—Dímelo tú.
—Porque necesitaba que se hiciera de noche. Se vuelven a vestir y emprenden el camino de regreso a Vigàta. La carretera está desierta. Antes de llegar a la segunda curva, pone fuera de combate al marido propinándole un golpe en la cabeza con algo que no lo mata, pero lo deja aturdido. Avanza muy despacio hacia el barranco, no hace falta que corra, somos nosotros los que nos imaginamos un automóvil circulando a gran velocidad; cuando el BMW ya está suspendido en el aire, ella intenta abrir la portezuela y arrojarse fuera.
—¡Pero, en tal caso, ella también habría muerto!
—No, Mimì, es aquí donde todos os equivocáis. Es cierto que hay un barranco, pero después de una especie de terraza de cinco o seis metros de longitud por dos de profundidad. La señora tenía previsto caer ahí mientras el coche, con su marido dentro, se precipitaba al vacío. Pero la portezuela no se abrió, a pesar de que ella se rompió las uñas en su intento de abrirla.
—Pero ¿qué me estás diciendo?
—Este detalle de la autopsia me ha inducido a sospechar. ¿Por qué no frenó? ¿Por qué sólo trató de arrojarse fuera?
—Pero ¿estás seguro de lo que dices?
—Anoche Ingrid hizo la prueba.
—¡Estás loco! ¡Has puesto en peligro la vida de esa mujer! ¡Sois un par de inconscientes, tú y ella!
—¡Qué va! Ayer por la tarde después de comer fui a comprar cuatro barras de hierro y veinte metros de cuerda, y, antes de hacer la prueba, Ingrid y yo cercamos el límite exterior de la terraza. ¿Quieres saber una cosa? Ingrid se quedó en el suelo mucho más acá de la valla, y la señora Stefania, con tanto gimnasio y tantos cursillos de supervivencia, seguramente lo habría hecho mucho mejor. Y, si después se hubiera presentado llena de cardenales y magulladuras, tanto mejor: las heridas habrían confirmado su relato. Es decir, que había sufrido un mareo, se había dado cuenta demasiado tarde de lo que estaba ocurriendo, había abierto la portezuela, y listo. Y, a continuación, se habría echado a llorar por la desgraciada muerte de su pobre maridito. Para, inmediatamente después, irse a disfrutar de la herencia con el hombre de su corazón, su amadísimo Giacomino.
Mimì Augello permaneció un rato en silencio mientras el cerebro le daba vueltas; después decidió hablar.
—O sea, que, a tu juicio, ha sido un homicidio premeditado, no un momentáneo mareo o un fallo mecánico.
—Exactamente.
—Pero, si el coche se encontraba en perfectas condiciones, ¿por qué no se abrió la portezuela?
Montalbano miró fijamente a su subcomisario sin decir nada. «Ahora lo comprenderá —pensó— porque él también tiene una buena mente policial».
Mimì Augello se puso a pensar en voz alta.
—El que manipuló la portezuela no pudo ser el mecánico Parrinello.
—Dime por qué.
—Porque, al llegar a la casa de campo, ellos bajaron, ¿no? Si la portezuela hubiera tenido algún fallo, Stefania, para evitar poner en peligro su vida, lo habría dejado para mejor ocasión. Y tampoco pudo ser el maestro de obras.
—Por consiguiente, tú mismo, Mimì, me estás diciendo que al plan se añadió otro plan. Alguien que estaba al corriente de la forma en la cual Stefania pensaba liquidar a su marido intervino para alterar el funcionamiento de la portezuela. Haz un pequeño esfuerzo, Mimì.
—¡Dios mío! —exclamó Augello.
—Justamente, Mimì. El querido Giacomino no se quedó en casa esperando el regreso de su padre y de su amante. El plan lo urdieron él y Stefania. Pero cuando, como en un guión, la mujer se va a la cama para follar con su marido, Giacomino, escondido en las inmediaciones de la casa, sale de su escondrijo y se encarga de que la portezuela, una vez cerrada, no se pueda volver a abrir. Has dicho que estamos hablando de miles de millones. ¿Por qué repartirlos con una mujer que en cualquier momento te puede someter a un chantaje? Stefania, cuando sube al coche para ir a matar a su marido, no sabe que, al cerrar la portezuela, cierra también su tumba. Y ahora, Mimì, arréglatelas tú solito.
Al cabo de tres días de duro interrogatorio, Giacomino Pagnozzi confesó el homicidio.