El secuestro

Era un campesino de verdad, pero parecía una figurita de belén, con la boina puesta incluso en la comisaría, las deformadas prendas de fustán y unos zapatones de suela claveteada como los que se llevaban hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Era un enjuto septuagenario ligeramente encorvado a causa de su trabajo con la azada, uno de los últimos ejemplares de una raza en vías de extinción. A Montalbano le gustaron sus ojos azul claro.

—¿Deseaba hablar conmigo?

—Sí, señor.

—Siéntese —dijo el comisario, indicándole una silla delante del escritorio.

—No, gracias. Termino enseguida.

Menos mal, había prometido que la entrevista sería breve: debía de ser hombre de pocas palabras, como los campesinos auténticos.

—Me llamo Consolato Damiano.

¿Cuál sería el apellido, Consolato o Damiano? Montalbano tuvo una duda fugaz, pero después pensó que, de conformidad con las normas de conducta en presencia de un representante de la autoridad, el campesino habría dicho, como era costumbre, primero el apellido y después el nombre.

—Encantado. Lo escucho, señor Consolato.

—¿Usía me quiere hablar de tú o de usted? —preguntó el campesino.

—De usted. No tengo por costumbre…

—Pues entonces sepa que mi apellido es Damiano.

Montalbano se sintió un poco molesto por no haber acertado.

—Dígame.

—Ayer por la mañana bajé del campo y vine al pueblo porque había mercado.

El mercado se instalaba todos los domingos por la mañana en la parte alta de Vigàta, cerca del cementerio que lindaba con el campo, otrora cubierto de olivos, almendros y viñedos, pero ahora casi enteramente yermo y agredido por manchas cada vez más extensas de cemento, tanto si el plan general de ordenación urbana lo permitía como si no.

Montalbano esperó pacientemente la continuación.

—El pollino me rompió el bùmmulo.

El burro le había roto el botijo que los campesinos de antaño llevaban consigo cuando iban a trabajar: este detalle confirmó la impresión de Montalbano de que Consolato Damiano era un campesino de los de antes. A pesar de que la historia del burro y del botijo no parecía que pudiera interesarle demasiado, el comisario no dijo ni pío, pues había decidido seguir el lentísimo curso de las palabras de Consolato.

—Y entonces me compré otro en el mercado.

Hasta aquí, aún no había nada que se saliera de lo corriente.

—Anoche lo llené de agua para probarlo. Quise asegurarme de que el barro estuviera bien cocido, porque, si el bùmmulo está crudo, no conserva el agua fresca.

Montalbano encendió un cigarrillo.

—Antes de irme a la cama, lo vacié. Y, junto con el agua, salió un trozo de papel que había dentro.

Montalbano se convirtió de repente en una estatua.

—Yo sé leer un poquito. Estudié hasta tercero de primaria.

—¿Era una nota? —apuntó finalmente el comisario.

—Sí y no.

Montalbano pensó que era mejor escuchar en silencio.

—Era un trozo de periódico. Estaba completamente empapado de agua. Lo puse al lado del fuego y se secó.

En aquel momento, Mimì Augello asomó la cabeza.

—Salvo, te recuerdo que nos espera el jefe superior.

—Mándame a Fazio.

El campesino esperó educadamente. Entró Fazio.

—Este señor se llama Consolato Damiano. Escucha tú lo que nos tiene que decir. Yo, por desgracia, tengo que irme corriendo. Hasta luego.

Cuando regresó a la comisaría, se había olvidado por completo del campesino y de su botijo. Fue a comer a la trattoria San Calogero y se zampó medio kilo de pulpitos que se deshacían en la boca, hervidos y aliñados con sal, pimienta negra, aceite, limón y perejil. Al entrar en su despacho, vio a Fazio y le vino a la mente Consolato Damiano.

—¿Qué quería aquel campesino? El del bùmmulo.

Fazio esbozó una sonrisita.

—La verdad es que me ha parecido una chorrada, por eso no se lo he comentado. Me ha dejado el trocito de papel. Es la parte superior de la página de un periódico del año pasado, se lee la fecha: tres de agosto de mil novecientos noventa y siete.

—¿Qué periódico es?

—Eso no lo sé, el nombre no figura.

—¿Eso es todo?

—No, señor. Hay también unas cuantas palabras escritas a mano. Dicen: «¡Socorro! ¡Me asesina!». En fin…

Montalbano se cabreó.

—¿Y eso te parece una chorrada? Deja que lo vea.

Fazio salió, regresó y le entregó a Montalbano una estrecha tira de papel. En letras de imprenta y con caracteres casi infantiles, decía en realidad: «¡Socurro! ¡Masasina!».

—Debe de ser una broma que alguien le ha querido gastar al campesino —apuntó Fazio con obstinación.

A un grafólogo la letra le dice muchas cosas, pero a Montalbano, que no era tal, aquella vacilante escritura llena de errores gramaticales también se las dijo, le dijo que era verdad, que era una auténtica petición de socorro. ¡Nada de una broma, como decía Fazio! Pero se trataba de una simple impresión suya y nada más. Por eso decidió ocuparse personalmente del asunto sin la participación de sus hombres: si su impresión resultaba equivocada, se ahorraría las burlonas sonrisitas de Augello y compañía.

Recordó que la zona en la que se celebraba el mercado estaba marcada y subdividida en unos espacios delimitados en el suelo por unas rayas de cal. Por si fuera poco, cada puesto tenía un número para evitar discusiones y peleas entre los propietarios de los tenderetes. Se dirigió al Ayuntamiento y tuvo suerte. El encargado del asunto, que se llamaba De Magistris, le explicó que los recuadros reservados a los vendedores de cacharros de barro eran sólo dos. En el primero, al que se había asignado el número ocho, exponía su mercancía Giuseppe Tarantino y estaba situado en la parte inferior del mercado. En cambio, en la superior, la más cercana al cementerio, se encontraba el recuadro treinta y seis, asignado a Antonio Fiorello, otro vendedor de bùmmuli y quartare, unas panzudas jarras con asas.

—Pero piense, señor comisario, que no es seguro que la distribución de los puestos sea como dicen los papeles —le dijo De Magistris.

—¿Por qué?

—Porque sucede muy a menudo que los dueños de los tenderetes se ponen de acuerdo entre sí y se intercambian los puestos.

—¿Entre los dos vendedores de cacharros?

—No sólo entre ellos. En el papel puede decir, qué sé yo, que en el número veinte hay uno que vende fruta y verdura, pero tú vas allí y te encuentras con que ahora hay un tenderete de zapatos. A nosotros no nos interesa, nos basta con que estén de acuerdo y no haya disputas.

Regresó al despacho, le pidió a Fazio que le explicara cómo ir a casa de Consolato Damiano, subió al coche y se fue. El término de Ficuzza, donde vivía el campesino, era un apartado lugar situado a medio camino entre Vigàta y Montereale. Para llegar hasta allí, tuvo que dejar el coche al cabo de media hora de trayecto y pegarse una caminata de otros treinta minutos. Ya había oscurecido cuando llegó a una pequeña alquería, se abrió paso entre las gallinas y, antes de llegar a la puerta abierta, gritó:

—¡Eh! ¿Hay alguien en casa?

—¿Quién es? —preguntó una voz desde dentro.

—El comisario Montalbano.

Salió Consolato Damiano con la boina puesta y no pareció sorprenderse en absoluto.

—Pase.

La familia Damiano estaba a punto de sentarse a la mesa. Había una anciana a quien Consolato presentó como Pina, su mujer; su hijo cuarentón Filippo con su mujer, Gerlanda, una treintañera que atendía a dos chiquillos, un niño y una niña. La habitación era espaciosa y la parte destinada a la cocina disponía incluso de un horno de leña.

—¿Usía gusta? —preguntó la señora Pina, haciendo ademán de añadir otra silla a la mesa—. Esta noche he hecho un poco de pasta con brécol.

Montalbano gustó. Después de la pasta, la señora Pina sacó del horno, donde lo mantenía caliente, medio cabrito con patatas.

—Nos tiene que perdonar, señor comisario. Es comida de ayer, porque mi hijo Filippu cumplía cuarenta y un años.

Estaba riquísimo y era tan delicioso y tierno como suele ser el cabrito, tanto vivo como muerto. Al final, puesto que nadie le preguntaba el motivo de su visita, Montalbano decidió hablar.

—Señor Damiano, ¿recuerda usted, por casualidad, en qué tenderete compró el bùmmulo?

—Pues claro que lo recuerdo. El que está más cerca del camposanto.

El recuadro estaba asignado a Tarantino. Pero ¿y si se hubiera intercambiado el puesto con Fiorello?

—¿Sabe usted cómo se llama el encargado del tenderete?

—Sí, señor. Se llama Pepè. Pero el apellido no lo sé.

Giuseppe. Sólo podía ser Giuseppe Tarantino. Una cosa facilísima que se podía haber resuelto con una breve llamada telefónica. Pero, si Damiano hubiera tenido teléfono, Montalbano se habría perdido la pasta con brécol y el cabrito al horno.

En el despacho encontró a Mimì Augello, que evidentemente lo estaba esperando.

—¿Qué hay, Mimì? Aligera, que dentro de cinco minutos me voy a casa. Es tarde y estoy cansado.

—Fazio me ha contado la historia del bùmmulo. Me imagino que te quieres encargar de ella personalmente, sin comentarlo con nadie.

—Has acertado. ¿A ti qué te parece el asunto?

—No sé. Podría ser tanto un caso serio como una solemne tontería. Podría tratarse, por ejemplo, de un secuestro.

—Yo opino lo mismo. Pero hay ciertos elementos que lo podrían descartar. Hace más de cinco años que no se produce un secuestro en nuestra zona.

—Más, mucho más.

—Y el año pasado no hubo ninguna noticia sobre secuestros.

—Eso no significa nada, Salvo. A lo mejor, los secuestradores y la familia del secuestrado han conseguido mantener en secreto la noticia y las negociaciones.

—No lo creo. Hoy en día los periodistas consiguen contarte los pelos del culo.

—Entonces ¿por qué dices que puede ser un secuestro?

—No un secuestro con ánimo de lucro. ¿Olvidas que hubo un miserable que secuestró a un niño para atemorizar al padre, que tenía intención de colaborar con la justicia? Después lo estranguló y lo desfiguró con ácido.

—Lo recuerdo, lo recuerdo.

—Podría ser algo de ese tipo.

—Podría, Salvo. Pero puede que tenga razón Fazio.

—Y por eso no os quiero tener pegados a los cojones. Si me equivoco, si es una bobada, me reiré yo solito.

A la mañana siguiente, a primera hora, se presentó de nuevo en el Ayuntamiento.

—He sabido que el vendedor de cacharros que me interesa se llama Giuseppe Tarantino. ¿Me puede usted facilitar su dirección?

—Pues claro. Un momento que lo consulto en las fichas —dijo De Magistris.

Al cabo de menos de cinco minutos, este regresó con una.

—Vive en Calascibetta, en la Via De Gasperi, treinta y dos. ¿Quiere su número de teléfono?

* * *

—Catarella, me tienes que hacer un favor especial e importante.

Dottori, cuando usía me pide a mí personalmente que le haga a usía personalmente en persona un favor, el favor me lo hace usía a mí al pedírmelo.

Los barrocos cumplidos de Catarella.

—Mira, tienes que llamar a este número. Te contestará Giuseppe o Pepè Tarantino. Tú, sin decirle que eres de la policía, le tienes que preguntar si esta tarde va a estar en casa.

Lo vio perplejo, sosteniendo entre el índice y el pulgar el papelito en el que figuraba el teléfono, con el brazo ligeramente separado del cuerpo, como si el papelito fuera un bicho repugnante.

—¿Hay algo que no has entendido?

—Muy claro no está.

—Dime.

—¿Qué tengo que hacer si se pone al teléfono Pepè en lugar de Giuseppe?

—Es la misma persona, Catarè.

—¿Y si no contesta ni Giuseppe ni Pepè sino otra persona?

—Le dices que te pase a Giuseppe o Pepè.

—¿Y si Giuseppe Pepè no está?

—Das las gracias y cuelgas.

Hizo ademán de salir, pero una duda asaltó de pronto al comisario.

—Catarè, dime lo que dirás por teléfono.

—Enseguida, dottori. «¿Diga?», me pregunta él. «Oye —le contesto yo—, si tú te llamas Giuseppe o Pepè, es lo mismo». «¿Con quién hablo?», me preguntará él. «A ti no te importa un carajo quién es el que te está hablando en persona. Yo no soy de la policía. ¿Entendido? Bueno pues: por orden del señor comisario Montalbano, tú esta tarde no te tienes que mover de casa». ¿Lo he dicho bien?

Montalbano ahogó en la garganta un grito de rabia capaz de romper los cristales mientras el esfuerzo por contenerse lo dejaba enteramente empapado de sudor.

—¿No lo he dicho bien, dottori?

La voz de Catarella temblaba y sus ojos parecían los de un cordero que contempla la hoja que lo va a degollar. Le dio lástima.

—No, Catarè, lo has dicho muy bien. Pero he pensado que será mejor que lo llame yo mismo. Dame el trocito de papel donde está anotado el número.

Una voz femenina contestó al segundo tono. Parecía joven.

—¿La señora Tarantino?

—Sí. ¿Con quién hablo?

—Soy De Magistris, el funcionario del Ayuntamiento de Vigàta que se encarga de los…

—Mi marido no está.

—¿Está en Calascibetta?

—Sí.

—¿Irá a casa a comer?

—Sí, pero, si entre tanto me quiere decir a mí…

—Gracias. Lo volveré a llamar esta tarde.

Entre una cosa y otra, ya eran más de las once cuando pudo sentarse al volante para dirigirse a Calascibetta. La Via Alcide de Gasperi estaba un poco apartada. El número 32 correspondía a un espacioso patio completamente ocupado por centenares de bùmmuli, cocò, bummulìddri, quartare, jarras sin asas y cuencos. Había también un camioncito de juguete medio roto. La casa de Tarantino, de toba sin enlucido, estaba formada por tres habitaciones dispuestas en fila en la planta baja, al fondo del patio. La puerta estaba cerrada y Montalbano llamó con el puño, pues no había timbre. Le abrió un joven de algo más de treinta años.

—Buenos días. ¿Es usted Giuseppe Tarantino?

—Sí. Y usted ¿quién es?

—Soy De Magistris. He llamado esta mañana.

—Ya me lo ha dicho mi mujer. ¿Qué desea?

Por el camino no se había inventado ninguna excusa. Tarantino aprovechó aquel momento de titubeo.

—El impuesto ya lo he pagado y el permiso aún no ha caducado.

—Eso ya lo sabemos, nos consta.

—¿Pues entonces?

No se mostraba ni decididamente hostil ni decididamente receloso. Una cosa intermedia. A lo mejor no le gustaba la presencia de un desconocido durante la comida. El aroma del ragú era muy fuerte.

—Dile al señor que pase —dijo una voz femenina desde el interior, la misma que había contestado al teléfono.

El hombre pareció no haberla oído.

—¿Pues entonces? —repitió.

—Quería preguntarle dónde tiene usted la fábrica.

—¿Qué fábrica?

—Esa donde se trabaja el barro, ¿no? El horno, los…

—Lo han informado mal. Yo no fabrico los bùmmuli y las quartare. Los compro al por mayor. Me hacen un buen precio. Los vendo en los mercados y me gano algo.

En aquel momento se oyó el estridente llanto de un bebé.

—Se ha despertado el pequeño —le dijo Tarantino a Montalbano como si quisiera apremiarlo.

—Me voy enseguida. Deme la dirección de la fábrica.

—Marcuzzo e Hijos. El pueblo se llama Catello, término de Vaccarella. A unos cuarenta kilómetros de aquí. Buenos días.

Y le cerró la puerta en las narices. Jamás sabría cómo preparaba el ragú la mujer de Tarantino.

* * *

Se pasó dos horas recorriendo los alrededores de Catello sin que nadie supiera indicarle el camino del término de Vaccarella. Y nadie había oído hablar jamás de la empresa Marcuzzo que fabricaba bùmmuli y quartare. ¿Cómo era posible que no la conocieran? ¿Acaso no querían ayudarlo porque habían olfateado a un policía? Tomó una dolorosa decisión y se presentó en el cuartel de los carabineros. Le contó toda la historia a un sargento apellidado Pennisi. Al final de la perorata de Montalbano, Pennisi le preguntó:

—¿Qué quiere de los Marcuzzo?

—No se lo puedo decir con exactitud, sargento. Seguramente usted sabrá más de ellos que yo.

—De los Marcuzzo sólo puedo hablar bien. La fábrica la fundó a principios de siglo el padre del propietario actual, que se llama Aurelio. Este Aurelio tiene dos hijos varones casados y por lo menos unos diez nietos. Viven todos juntos en un caserón, al lado de la fábrica. ¿Se imagina usted tener a una persona secuestrada en un lugar en el que hay diez niños? Son gente unánimemente respetada por su honradez y seriedad.

—Muy bien, sargento, hagamos como que no he dicho nada. Le voy a hacer otra pregunta. Una persona que se encontrara en peligro por haber sido secuestrada o por haber sido amenazada, ¿podría haber introducido el trozo de papel en un bùmmulo sin que los Marcuzzo lo supieran?

—Ahora le voy a hacer yo una pregunta a usted, señor comisario: ¿por qué razón una persona secuestrada o amenazada de muerte tendría que encontrarse en las inmediaciones de la fábrica de los Marcuzzo? Un delincuente común se hubiera guardado mucho de acercarse si supiera cómo las gastan los Marcuzzo.

—¿Tienen obreros? ¿Empleados?

—Ninguno. Lo hacen todo ellos. Hasta las mujeres trabajan. —Al sargento se le ocurrió de pronto una idea—. ¿De qué fecha es el periódico? —preguntó.

—Es del tres de agosto del año pasado.

—En esa fecha la fábrica estaba cerrada.

—Y usted ¿cómo lo sabe?

—Llevo cinco años aquí. Y, desde hace cinco años, la fábrica cierra invariablemente el uno de agosto y vuelve a abrir el veinticinco. Lo sé porque Aurelio me llama y me comunica su partida. Se van todos a Calabria, a casa de la mujer del hijo mayor.

—Disculpe, ¿por qué le comunican la partida?

—Porque, si alguno de mis hombres pasa casualmente por allí, echa un vistazo. Para más seguridad.

—Cuando están ausentes, ¿dónde guardan los cacharros?

—En un almacén muy espacioso que hay detrás de la casa. Con una puerta protegida por una reja. Jamás ha habido un robo.

El comisario permaneció un instante en silencio. Después habló.

—¿Me hace usted un favor, sargento? ¿Quiere llamar a alguien de los Marcuzzo y preguntarle en qué día del año pasado entregaron un pedido al propietario de un tenderete, antes del cierre estival? Se llama Giuseppe Tarantino y dice que es cliente suyo.

Pennisi tuvo que esperar diez minutos al teléfono tras haber solicitado la información. Estaba claro que habían tenido que rebuscar entre los datos de los registros. Al final, el sargento dio las gracias y colgó.

—La última entrega a Tarantino se hizo justo la tarde del treinta y uno de julio. Cuando volvieron a abrir, le hicieron otras entregas, una el…

—Gracias, sargento. Ya es suficiente.

Lo cual significaba que la nota se había introducido en el bùmmulo cuando este ya se encontraba en poder de Tarantino. Y había permanecido en un depósito sin la menor vigilancia, al alcance de cualquiera. Se desanimó.

Durante el camino de vuelta, en el coche, piensa que te piensa, llegó a la conclusión de que jamás conseguiría resolver nada. Y aquella constatación lo puso de mal humor.

Se desahogó con Gallo, que no había hecho una cosa que él le había mandado. Sonó el teléfono. Catarella lo llamaba desde la centralita.

Dottori? Está el señor Dimastrissi que quiere hablar con usted en persona personalmente.

—¿Dónde está?

—No lo sé, dottori. Ahora se lo pregunto.

—No, Catarè. Sólo quiero saber si está en la comisaría o al teléfono.

—Al teléfono, dottori.

—Pásamelo. ¿Diga?

—¿Comisario Montalbano? Soy De Magistris, el funcionario de…

—Dígame.

—Pues verá, perdone la pregunta, lo siento muchísimo, pero… ¿Ha ido usted por casualidad a casa de Tarantino, el propietario del tenderete, y se ha presentado con mi nombre?

—Pues sí. Pero es que…

—Por Dios, señor comisario. No quiero saber nada más. Gracias.

—No, escuche. ¿Cómo se ha enterado?

—Me ha llamado al Ayuntamiento una joven diciendo que era la esposa de ese tal Tarantino. Quería averiguar la verdadera razón por la cual yo había ido a su casa a la hora de comer. Yo me he quedado desconcertado, ella habrá pensado que se ha equivocado y ha colgado. Quería que usted lo supiera.

* * *

¿Por qué la había preocupado la visita? ¿O acaso había sido el marido quien le había ordenado telefonear para averiguar algo más? Sea como fuere, la llamada hacía que se plantearan nuevas dudas. La partida empezaba de nuevo. El trocito de papel con el número de Tarantino estaba sobre el escritorio. No quiso perder tiempo. Contestó ella.

—¿La señora Tarantino? Soy De Magistris.

—No, usted no es De Magistris. Su voz es distinta.

—De acuerdo, señora. Soy el comisario Montalbano. Páseme a su marido.

—No está. Después de comer se ha ido al mercado de Capofelice. Regresa dentro de dos días.

—Señora, necesito hablar con usted. Voy para allá.

—¡No! ¡Por lo que más quiera! ¡Que no lo vean en el pueblo de día!

—¿A qué hora quiere que vaya a verla?

—Esta noche. Pasadas las doce. Cuando ya no hay nadie por la calle. Y, por favor, deje el coche lejos de mi casa. Y, cuando venga, que no lo vean los del pueblo. Por favor.

—Esté tranquila, señora. Seré invisible.

Antes de colgar el aparato, la oyó sollozar.

La puerta estaba entornada y la casa se encontraba a oscuras. Entró furtivamente, como un amante, y cerró la puerta a su espalda.

—¿Puedo entrar?

—Sí.

Buscó a tientas el interruptor. La luz iluminó un salón muy sencillo: un pequeño sofá, una mesita auxiliar, dos butacas, dos sillas, una estantería. Ella estaba sentada en el sofá, se cubría el rostro con las manos y mantenía los codos apoyados en las rodillas. Temblaba.

—No tenga miedo —le dijo el comisario, inmóvil junto a la puerta—. Si quiere, me voy por donde he venido.

—No.

Montalbano se adelantó dos pasos y tomó asiento en una butaca. Entonces la joven se incorporó y lo miró a los ojos.

—Me llamo Sara.

Puede que no tuviera ni veinte años. Era menuda, delicada, y miraba con expresión atemorizada: una chiquilla que espera un castigo.

—¿Qué quiere de mi marido?

¿Pares o nones? ¿Cara o cruz? ¿Qué estrategia elegir? ¿Dar un rodeo o ir directamente al grano? Como es natural, no hizo ni lo uno ni lo otro, y no lo hizo por astucia sino porque sí, porque le vinieron aquellas palabras a los labios.

—Sara, ¿por qué tiene tanto miedo? ¿Qué la asusta? ¿Por qué ha querido que tomara tantas precauciones para venir a verla? En el pueblo no me conoce nadie, no saben quién soy ni qué hago.

—Pero es un hombre. Pepè, mi marido, es muy celoso. Puede volverse loco de celos. Y, si se entera de que aquí dentro ha entrado un hombre, igual masasina.

Dijo eso exactamente: «Masasina». Entonces Montalbano pensó: «Pues entonces, eres tú también la que escribió “¡Socurro!”». Lanzó un suspiro, estiró las piernas, se reclinó contra el respaldo y se puso cómodo en el sillón. Ya estaba todo aclarado. Nada de secuestros ni de hombres amenazados de muerte. Mejor así.

—¿Por qué escribió aquella nota y la introdujo en el bùmmulo?

—Me había dado una paliza y después me había atado a la cama con la cuerda del pozo. Dos días y dos noches me tuvo así.

—¿Qué había hecho?

—Nada. Pasó uno que vendía cosas, llamó, yo abrí y le estaba diciendo que no quería comprar nada, cuando Pepè regresó y me vio hablar con él. Se puso como loco.

—¿Y qué hizo después, cuando la desató?

—Me siguió pegando. No podía ni caminar. Como él se tenía que ir a un mercado, me dijo que cargara los bùmmuli en la furgoneta. Entonces cogí una hoja de periódico, la rompí en trocitos, escribí cinco notas y las metí en cinco bùmmuli distintos. Antes de irse, me volvió a atar con la cuerda. Pero esta vez yo conseguí desatarme. Tardé dos días, me faltaban las fuerzas. Después me levanté, fui a la cocina, cogí un cuchillo afilado y me corté las venas.

—¿Por qué no se escapó?

—Porque lo quiero.

Así, simplemente.

—Cuando él volvió, vio que me estaba muriendo desangrada y me llevó al hospital. Yo le dije que lo había hecho porque hacía una semana, y era verdad, había muerto mi madre. Al cabo de tres días me mandaron a casa. Pepè había cambiado. Aquella misma noche quedé preñada de mi hijo.

Se había ruborizado y miraba al suelo.

—Y, desde entonces, ¿no la ha vuelto a maltratar?

—No, señor. De vez en cuando se pone celoso y rompe todo lo que tiene a mano, pero a mí ya no me toca. Pero yo entonces empecé a tener miedo de otra cosa. No podía dormir por la noche.

—¿Miedo de qué?

—De que alguien encontrara las notas, ahora que ya todo ha pasado. Si Pepè llegaba a enterarse de que yo había pedido socurro para librarme de él, igual…

—¿La volvía a pegar?

—No, señor comisario. Me dejaba.

Montalbano encajó la respuesta.

—Conseguí recuperar cuatro, aún estaban dentro de los bùmmuli. El quinto, no. Y, cuando vino usted y comprendí, después de hablar por teléfono con el señor del Ayuntamiento, que usted se había puesto un nombre falso, pensé que la policía había encontrado la nota y que podía llamar a Pepè, pensando vete tú a saber qué…

—Me voy, Sara —dijo Montalbano, levantándose.

Se oyó desde la otra habitación el llanto del pequeño, que se había despertado.

—¿Lo puedo ver? —preguntó Montalbano.