Enea Silvio Piccolomini ignoraba de su homónimo, quien al convertirse en Papa se hizo llamar Pío II, incluso su existencia. Se llamaba así porque, en los últimos años del siglo XIX, había un funcionario del Registro Civil que era un poco bromista: a los incluseros les ponía nombres como Jacopo Ortis, Aleardo Aleardi y otros por el estilo, en un gozoso afán de tocar los cojones. Una de sus víctimas fue un pobre chiquillo que nació en 1894, a quien le puso precisamente el nombre de aquel Papa que pasó a la historia por su cultura. Sin embargo, el Enea Silvio de Vigàta siguió siendo analfabeto hasta su muerte. Combatió en la Primera Guerra Mundial y también en la Segunda. Se casó en cuanto encontró trabajo como descargador de muelle y tuvo tres hijos varones a los que dio unos nombres razonables, Giuseppe, Gerlando y Luigi. Los dos primeros emigraron a América, pero no hicieron fortuna. En cambio, Luigi se quedó en Vigàta, donde se ganaba el pan como albañil. Tuvo dos hijos varones y una hija. Al primero de los varones le tocó recibir el nombre del abuelo, es decir, Enea Silvio. A los veinte años, Enea Silvio se fue a buscar trabajo a Turín. A los cuarenta y cinco años, sufrió el accidente: una llamarada lo dejó instantáneamente ciego y una plancha de acero al rojo vivo le amputó la pierna izquierda. Dos meses después del accidente hubiera tenido que casarse con una viuda de su edad, pero aun suponiendo que la mujer todavía lo quisiera lisiado como estaba, lo que le había ocurrido le hizo cambiar de opinión. Regresó al pueblo, donde ya no quedaba nadie de su familia: el otro hermano vivía en Pordenone, donde se había casado. Y su hermana Gnazia, con quien Enea Silvio estaba muy encariñado, se había trasladado a la isla de Sampedusa con su marido y sus hijos. Reservado, solitario y huraño, Enea Silvio alquiló una casita en las afueras de Vigàta. Vivía con el dinero de la pensión. Poco tiempo después de su regreso, la organización benéfica Amor y Fraternidad puso sus ojos en él, lo adoptó y le proporcionó una muleta, un bastón y un perro lazarillo que se llamaba Rirì. La ceremonia de la entrega de la muleta, el bastón y el perro revistió gran solemnidad y estuvieron presentes en ella periodistas y cadenas de televisión de toda la isla. Todos pudieron contemplar una vez más el rostro sonriente del ingeniero Di Stefano, fundador y presidente de la organización benéfica Amor y Fraternidad, al lado de su protegido. En el transcurso de los siguientes cinco años, Enea Silvio apenas se dejó ver por el pueblo, sólo lo estrictamente necesario para hacer la compra o por cualquier otra necesidad. Era hombre de pocas palabras y no hizo amistad con nadie. Una mañana de septiembre, el señor Attilio Cucchiara, que para ir a su despacho tenía que pasar muy cerca de la casita de Enea Silvio, oyó que Rirì se quejaba como si fuera una persona. Cuando volvió a pasar por allí para ir a comer a casa, el perro aún se estaba quejando. Entonces se acercó a la puerta de la vivienda y llamó. Los quejidos del perro se intensificaron. El señor Cucchiara volvió a llamar a la puerta y gritó el nombre de Enea Silvio, a quien los vigateses conocían como Nenè. No le abrieron la puerta ni obtuvo respuesta. Entonces regresó a su casa y telefoneó a la comisaría.
* * *
Fueron Mimì Augello y Galluzzo, quien derribó la puerta de un empujón. Enea Silvio Piccolomini estaba tumbado en la cama como si durmiera. Sólo que estaba muerto. Intoxicado por el gas. Se había olvidado de la manzanilla que se estaba preparando. El líquido hirvió, se derramó y apagó la llama, pero el gas siguió saliendo de la bombona. Mimì le hizo una caricia al perro Rirì, que no cejaba en sus quejidos. Fue precisamente aquel gesto el que puso en marcha la maquinaria policial que funcionaba en su cabeza. En la casita había un teléfono, pero no quiso utilizarlo. Echó mano de su móvil para llamar a Montalbano.
—Salvo, ¿puedes acercarte por aquí un momento?
Aunque la casita tuviera por fuera el enlucido agrietado, por dentro era un pequeño y cómodo apartamento de dos minúsculas habitaciones, una cocinita y un cuarto de baño casi invisible. Todo en perfecto orden. Frigorífico, transistor, teléfono: faltaba sólo el televisor, por motivos evidentes. Sobre la mesita de noche, tres cajas de medicamentos: un potente somnífero, un analgésico y un regulador de la presión sanguínea. Enea Silvio permanecía tumbado de lado con su única pierna ligeramente doblada, en calzoncillos y camiseta, con la mano izquierda bajo la mejilla, el brazo derecho a lo largo del cuerpo y los ojos cerrados. Ninguna huella de lucha, ninguna señal visible de arañazos o golpes. Desde el momento de su llegada, Montalbano y Augello no habían intercambiado ni una sola palabra, pues no era necesario: se entendían con los ojos, con breves intercambios de miradas. Al final, el comisario preguntó:
—¿Dónde está Galluzzo?
—Lo he enviado a buscar al señor Cucchiara, el que nos ha llamado.
En el interior de un aparador había cuatro cajas de comida para perro. Montalbano abrió una, echó su contenido en el cuenco que había en el comedor, junto a la mesa. Llamó a Rirì, pero este no se movió. Entonces cogió el cuenco, lo llevó al dormitorio y lo colocó delante del animal. Pero esta vez Rirì tampoco se dio por enterado. Permanecía inmóvil, con los ojos clavados en su amo: parecía un perro de terracota.
Attilio Cucchiara, en cuanto vio el cuerpo en la cama, palideció intensamente y cayó de rodillas. Galluzzo lo sostuvo, lo acomodó en una silla del comedor y le ofreció un vaso de agua.
—Los muertos me dan miedo —dijo, para justificarse.
—¿Eran ustedes amigos? —le preguntó Montalbano.
—¡Qué va! Ese hombre no le daba confianzas a nadie. Durante cinco años he pasado por lo menos cuatro veces al día por delante de esta casa y jamás nos hemos dicho otra cosa que no fuera buenos días o buenas tardes.
—¿Y el perro?
—¿Qué quiere decir?
—¿Ladraba cuando usted pasaba?
—Nunca. Nunca ladraba a las personas. Pero era una bestia salvaje con los demás perros. En cuanto pasaba uno, se le echaba encima e intentaba morderle el cuello. Se ponía como una fiera. Pero, si iba sujeto con la correa, guiaba fielmente al pobre Nenè. ¿De qué ha muerto?
—Quién sabe. A primera vista, parece que ha sufrido un infarto mientras dormía. ¿Sabe dónde dormía el perro?
—Sí. Aquí dentro, con su amo.
«Pues entonces, ¿cómo es posible que el perro no haya muerto también?», se preguntaron mutuamente con una rápida mirada Augello y Montalbano. La duda que había acometido a Augello mientras acariciaba la cabeza de Rirì había resultado fundada.
—La puerta estaba cerrada, pero no con llave. Ha bastado un empujón de Galluzzo para abrirla. Las habitaciones no estaban saturadas de gas, aunque se percibía el olor, eso sí, pero muy débil. Las ventanas estaban herméticamente cerradas. Estoy convencido de que lo han matado —dijo Mimì.
—Yo también lo creo —dijo Montalbano—. Cuando se iba a dormir, Piccolomini se tomaba un somnífero muy fuerte que lo hacía caer en una especie de catalepsia. Alguien espera a que se duerma, abre con una llave falsa, entra, coge al perro que, como ya sabemos, no ataca a las personas, lo saca de la casa, vuelve a entrar, abre la bombona y vuelve a salir. Cuando está seguro de que Piccolomini ha muerto, entra de nuevo en la casa, abre las ventanas para que salga parcialmente el gas y evitar que Rirì muera intoxicado, hace entrar al perro, cierra la puerta a su espalda, y listo.
—Estoy de acuerdo —dijo Augello—. Pero la pregunta es: ¿por qué ha querido salvarle la vida a Rirì?
—Si es por eso, las preguntas son muchas. ¿Por qué han matado a Piccolomini? Para robar, seguro que no. ¿Por qué querían que pareciera un accidente?
—O un suicidio. Si fuera un suicidio, todo tendría su explicación. Él mismo sacó al perro porque lo quería…
—… ¡y, una vez muerto, hizo entrar de nuevo a Rirì en la casa! ¡No digas disparates, Mimì!
Augello se estaba haciendo un lío.
—Perdón, perdón —dijo—. He dicho una burrada. Sea como fuere, se trata de un plan organizado por un profesional muy hábil, dotado de gran inteligencia y frialdad. Sólo que el autor material del homicidio ha cometido el error del perro.
—Y yo me pregunto por qué la eliminación de un pobre desgraciado como Piccolomini tenía que exigir tanta inteligencia y frialdad, como tú dices.
—A lo mejor Piccolomini no era el pobre desgraciado que aparentaba ser.
—Es posible. Pero mira, Mimì, en toda esta historia hay algo que no encaja. Hemos dicho que el asesino entra en la casa y abre la bombona del gas. ¿Es así?
—Sí.
—Bueno, ¿pues cómo sabe que en el interior de la bombona hay suficiente gas para matar a Piccolomini? Porque, si la bombona estuviera casi vacía, cuando Piccolomini se despertase, experimentaría como máximo un ligero dolor de cabeza. ¿Cómo es la bombona?
—De las pequeñas. Está en su sitio, debajo de los quemadores de la cocina.
—Vamos a hacer lo siguiente. Dile a Fazio que averigüe todo lo que pueda acerca de Piccolomini. Y advierte a Galluzzo de que no le suelte ni una sola palabra a su cuñado el periodista. ¿Querían hacernos creer que ha sido un accidente? Pues nosotros lo creemos.
—¿Y qué hacemos con el perro? —preguntó Mimì Augello.
—Ah, sí. Pásame el móvil. ¿Fazio? Hazme un favor. Llama a Montelusa, a la organización benéfica que le facilitó a Piccolomini la muleta, el perro y el bastón. Diles que Piccolomini ha muerto porque se dejó el gas abierto. Que el perro y lo demás nos lo llevamos a la comisaría. Pueden enviar a alguien a recogerlo todo.
Vieron tres automóviles que enfilaban la calle sin asfaltar. El forense, el magistrado y los de la Policía Científica ya habían llegado.
Cuando acababa de coger el camino que conducía a Vigàta, vio unas bombonas alineadas delante de una tiendecita sin rótulo. Se detuvo, bajó y entró. Sentado en una silla de anea, un muchacho leía La Gazzetta dello Sport.
—Disculpe. Soy el comisario Montalbano. ¿Usted conoce a Nenè Piccolomini?
—¿El ciego de una sola pierna? Sí. Es cliente nuestro. ¿Le ha ocurrido algo? —preguntó el chico, levantándose.
—Ha muerto.
—¡Pobrecito! ¿Y cómo ha sido?
—Intoxicado por el gas. Se lo dejó abierto, la llama se apagó y…
—¿A qué día estamos? —preguntó inesperadamente el mozo, como si se le hubiera ocurrido de golpe una idea. Después miró la fecha del periódico—. No es posible —dijo.
—¿Qué es lo que no es posible?
—Que dentro de aquella bombona hubiera tanto gas.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Él quería siempre la bombona pequeña, la de diez. Vivía solo y le duraba casi tres meses. Hace dos días, al pasar por aquí delante, me dijo: «Acuérdate de llevarme una bombona nueva el día trece, la vieja ya se está terminando». Era un hombre muy ordenado. Y hoy estamos a día once.
—¿O sea, que usted cree que no había suficiente gas para matarlo?
—Mire, en estas cosas no hay nada seguro. Puede que haya muerto por otra cosa y no le diera tiempo a apagar el gas.
Muy listo el chaval.
—¿Y el perro? —preguntó este, preocupado.
—El perro está bien.
—¿Lo ve? Si hubiera sido cosa del gas, también habría muerto.
Montalbano dio las gracias, volvió a subir al coche y se alejó.
Cuando regresó al despacho por la tarde, Galluzzo se le acercó, preocupado:
—El perro no quiere comer.
Lo siguió a la sala de los agentes. Gallo y Catarella rodeaban al animal, que, con expresión profundamente afligida, mantenía el rabo entre las patas. Había comprendido sin duda que su amo había muerto y se había hundido en la tristeza. Galluzzo, además de la muleta y el bastón, había cogido de la casa de Piccolomini los cuencos del agua y de la comida, que el perro contemplaba de vez en cuando con desagrado. Montalbano lo acarició.
—Dottori, si lo saco a dar un paseo, a lo mejor se le despierta el apetito —sugirió acongojado Catarella.
—Pero ¿qué hacen esos cabrones de la organización benéfica? —preguntó de pronto Montalbano.
—Han dicho que ya pasarían —contestó Galluzzo.
—Pues entonces, vamos a esperarlos. Total, el perro de momento no se muere de hambre.
Cuando ya llevaba media hora firmando documentos, cosa que siempre le atacaba los nervios, sonó el teléfono.
—Dottori, está aquí el ingeniero Di Stefano, que quiere hablar con usted en persona personalmente.
—Muy bien, que pase.
El ingeniero Angelo di Stefano era un jovial cincuentón ligeramente entrado en carnes.
—¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! —dijo.
—¿Usted lo conocía bien?
—¿Cómo no iba a conocerlo? Verá, nosotros nos dedicamos a aliviar no sólo las molestias corporales de nuestros protegidos, sino también las espirituales. Y por eso yo mismo me encargo de ir a visitarlos, dondequiera que estén, por lo menos una vez al mes.
Cuando terminó de hablar, puso una cara cuyo significado Montalbano no comprendió en aquel momento. Después se dio cuenta de que el hombre esperaba unas palabras de alabanza. Que a él no le salieron. Entonces levantó la mano derecha y la apoyó en el hombro del ingeniero.
—No, no —dijo Di Stefano—. La caridad tiene valor cuando se practica en silencio y sin que nadie lo sepa. Y yo no aspiro a ningún tipo de reconocimiento.
«Y todos los periodistas que convocas, ¿qué me dices de ellos?», hubiera querido preguntarle el comisario, pero se abstuvo de hacerlo.
—Habrá que avisar a la familia.
—Ya me he encargado de ello esta mañana nada más enterarme de la trágica noticia del accidente… Porque ha sido un accidente, ¿verdad?
—Sí. Se olvidó de apagar el gas.
—¡Y pensar que era un hombre tan ordenado y meticuloso! Cosa, por otra parte, que un ciego tiene que ser a la fuerza. Estaba diciendo que esta mañana me he encargado de avisar a su hermano de Pordenone y a su hermana de Sampedusa. Como es natural, nosotros nos haremos cargo del entierro, en cuanto sea posible. Le doy las gracias por todo, señor comisario.
No supo por qué razón se le ocurrió decir:
—Lo acompaño.
Delante de la comisaría se encontraba estacionado un impresionante automóvil azul de la entidad benéfica. Rirì estaba sentado en el asiento de atrás con la cabeza gacha. Un rechoncho cuarentón, también con la cabeza gacha, abrió la portezuela.
—Este es nuestro imprescindible factótum, chófer, celador y adiestrador —explicó el ingeniero.
Se saludaron efusivamente. El comisario regresó pensativo a su despacho. Había oído o visto algo que lo había dejado momentáneamente extrañado. Pero no conseguía darle una formulación concreta, una imagen definida. Reanudó de mala gana la tarea de las firmas.
Al día siguiente llamó el doctor Pasquano, el cual, en lugar de comunicarle los resultados de la autopsia, le hizo una pregunta.
—¿Cómo es posible que el perro no muriera?
—No lo sé —mintió Montalbano.
Le resultó muy fácil porque hablaba por teléfono. En persona le hubiera sido más difícil: no conseguía contar trolas a las personas a las que apreciaba.
—Bueno, el caso es que Piccolomini había tomado un somnífero. Murió por intoxicación. ¿Está seguro de que fue un accidente?
—En un noventa por ciento.
Ni siquiera por teléfono conseguía mentir al cien por cien.
—En fin —dijo Pasquano.
Y colgó.
Como si se hubieran puesto de acuerdo, a los cinco minutos llamó Jacomuzzi, el jefe de la Policía Científica.
—No hemos encontrado nada anormal. El pobre hombre debió de olvidarse de verdad de apagar el gas.
—¿Huellas?
—Todas de Piccolomini. Sólo había una distinta y la he sacado.
—¿Dónde estaba?
—En el interruptor, junto a la puerta. Muy evidente porque el interruptor estaba cubierto de polvo. ¿Y sabes una cosa? Ni siquiera había una bombilla en el portalámparas del comedor, el único de toda la casa.
Un gesto instintivo del asesino al entrar de noche en medio de la oscuridad. O bien al salir, tras haber cometido el asesinato. El segundo error; el primero fue el del perro.
Y como, por lo visto, el destino había querido que todas las cosas confluyeran en aquella mañana, Fazio llamó a la puerta, pidió permiso, entró, se sentó delante del escritorio y sacó del bolsillo una hoja de papel llena de una escritura muy apretada.
—Ya estoy preparado, comisario.
—Dime.
Fazio empezó a leer.
—Enea Silvio Piccolomini, hijo de Luigi y de la difunta Antonietta Catanzaro, nacido en Vigàta el veintisiete de abril de…
Con la mano abierta, el comisario descargó un fuerte golpe sobre la mesa.
—¡Vete al carajo con tu complejo de funcionario del Registro Civil! ¡Te he dicho una y mil veces que esas chorradas no me interesan!
—¡Bueno, bueno! —replicó tranquilamente Fazio, volviendo a guardar la hoja de papel en el bolsillo. Pero no añadió nada más.
—¿Y bien?
—Señor comisario, hágame usted las preguntas. Y yo, lo que sepa se lo digo.
—Vamos a tomarnos un café.
Tras haberse tomado el café y hecho las paces, el comisario se enteró de que en el pueblo Piccolomini no tenía amigos, sólo conocidos. Le ingresaban la pensión en la Banca dell’Isola. Había conseguido ahorrar seis millones trescientas mil liras. No fumaba, no bebía, no mantenía tratos con las putas históricas de Vigàta, no era ni homosexual ni pederasta. Simplemente, un pobre diablo.
«Nadie mata a un pobre diablo», pensó el comisario, recordando un título de Simenon.
—Desde hace cuatro años —añadió Fazio—, tanto en invierno como en verano, todos los viernes por la noche tomaba el barco correo que hace la línea de Sampedusa. Regresaba el lunes.
—¿Iba a ver a su hermana?
—Sí. La hermana Gnazia está casada con un tal Silvestro Impallomeni, que trabaja de albañil. Gnazia era doce años más joven que Piccolomini, el cual estaba muy encariñado con sus sobrinos, Giacomo, de diez años, y Marietta, de ocho.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
Montalbano miró a Fazio, decepcionado. Este extendió los brazos.
—No puedo inventarme que era un gángster para darle gusto a usted.
—Resérvame un camarote en el barco correo de esta noche. Y dame la dirección de la hermana.
Fazio lo miró, perplejo.
—¿Lo dice en serio? Si quiere, puedo ir yo.
—No.
El barco zarpó del muelle a las doce de la noche. Iba cargado hasta los topes, sobre todo de chicos y chicas, de grandes grupos armados con sacos de dormir que iban a la isla para disfrutar de los últimos, y mejores, baños de mar. Montalbano permaneció un buen rato apoyado en la barandilla para aspirar el aire impregnado de sal. Después el viento de alta mar lo obligó a irse al camarote. Llevaba consigo «La cuerda loca», de Sciascia, que releía muy a menudo, quizá para comprenderse un poco mejor a sí mismo. De repente, durante la lectura, descubrió lo que le había preocupado la víspera. Había sido una pregunta del ingeniero Di Stefano, formulada en mitad de la conversación: «Porque ha sido un accidente, ¿verdad?». Unas palabras muy normales, pero el tono con el que el ingeniero las había pronunciado no encajaba. Se percibía en ellas un regusto de temor e inquietud que se había disipado al confirmarle él que efectivamente había sido un accidente. Una tontería, una bobada. «Eso se llama buscarle tres pies al perro», le había dicho muchos años atrás en tono de reproche un jefe superior milanés. «Usted, querido Montalbano, tiene el vicio de buscarle tres pies al gato». Eso era. Se había equivocado: el pie era de los gatos, no de los perros. Se durmió casi de golpe, con la luz encendida y el libro entre las manos. Lo despertaron las llamadas de los camareros a la puerta: «Llegaremos dentro de media hora». Consultó el reloj: las siete. Demasiado pronto para dirigirse a Via Cordova, 12, donde vivía la señora Gnazia. Tomó una rápida decisión y se puso el bañador que llevaba en el maletín. Subió a cubierta e inmediatamente lo recibió el abrazo de una mañana tan despejada, abierta y templada que hasta lo indujo a mirar con simpatía a un muchacho alemán, un gigante con mochila, que le pisó de mala manera el pie y ni siquiera le pidió perdón. Dos marineros estaban terminando de acoplar la escalerilla de desembarco. Oyó desde dentro los agudos gritos de una mujer y volvió a entrar: una cincuentona enjoyada estaba discutiendo con el sobrecargo porque, por lo visto, un camarero le había contestado con muy malos modos. Cuando la mujer terminó, Montalbano se acercó al sobrecargo.
—Quisiera pedirle una información.
—Si es sobre los horarios, diríjase a la oficina de tierra.
—No se trata de horarios. Quisiera saber si usted conoce a una persona que…
—Ahora no tengo tiempo. Espere a que todos los pasajeros hayan desembarcado. Mire, vamos a hacer una cosa: a las nueve nos vemos en el despacho de la compañía, justo enfrente del lugar donde hemos atracado.
Había conseguido fastidiarle el baño que tenía intención de darse. Paciencia. Bajó, vio un bar, se sentó junto a una mesita de la terraza y pidió un granizado de café y un bollo. Pasó el rato observando a la gente. Pidió otro granizado y otro bollo. Después, a la hora convenida, se dirigió a su cita con el sobrecargo.
—¿Qué desea? Le advierto que dispongo de muy poco tiempo.
—Soy el comisario Montalbano.
El otro se golpeó la frente con la mano.
—¡Ya me parecía a mí que conocía su cara! Perdóneme por lo de antes. Mire, es que hay algunos pasajeros que… Dígame.
—Quería saber algo acerca de un pasajero que cada semana tomaba el barco el viernes por la noche… Era ciego.
—¡El señor Piccolomini! —lo interrumpió el sobrecargo—. Claro que lo conocía. Ha muerto a causa de un accidente, ¿verdad?
El tono de la pregunta: este sí que era normal, no como el que había utilizado inconscientemente el ingeniero Di Stefano.
—Sí. El gas. ¿Habló alguna vez con él?
—¿Con Piccolomini? Era un milagro que contestara a un saludo. Pero mire, tuvimos una discusión hace años, creo que fue la primera vez que hacía el viaje. Después ya no hubo más problemas…
—¿Por qué la primera vez?
—Por el perro. No podía tenerlo consigo, como él quería.
—¿Tenía camarote?
—Nunca reservaba camarote, le hubiera salido demasiado caro. Reservaba una butaca en el puente. El perro lo llevaban a la perrera especial que hay a bordo.
—¿Ocurrieron alguna vez hechos extraños o insólitos durante las travesías estando Piccolomini a bordo?
—¿Qué quiere usted que ocurriera? Oiga, comisario, si Piccolomini ha muerto a causa de un accidente, ¿por qué me hace estas preguntas?
Montalbano se libró de contar una mentira, pues en aquel momento pasó un marinero y el sobrecargo lo llamó:
—¡Matteo! —Mientras el marinero se acercaba, añadió—: Se llama Matteo Salamone. Él es el que solía atender a Piccolomini.
Matteo Salamone era un cuarentón muy delgado de ojos muy vivos. El sobrecargo le explicó lo que deseaba Montalbano y se retiró porque, según dijo, tenía muchas cosas que hacer.
—¿Qué quiere que le diga, señor comisario? Yo lo ayudaba cuando subía y cuando bajaba porque la escalerilla puede ser peligrosa para un ciego al que, encima, le falta una pierna. Lo acompañaba a la butaca y llevaba el perro a la perrera. Al llegar hacía lo mismo, pero al revés. Me daba unas cuantas liras, pero yo lo hacía porque me inspiraba pena el pobrecillo.
—¿Ocurrió alguna vez algo en particular, algo que…
—Nada, jamás. Ah, sí, el año pasado, pero es una tontería…
—Dígamela de todas maneras.
—Bueno, era una travesía Vigàta-Sampedusa. Yo lo vi al pie de la escalerilla, bajé, él me reconoció por la voz, tomé al perro por la correa y él empezó a subir. A medio camino, no sé cómo pero el bastón se le cayó al agua entre el costado del buque y el muro del muelle. Se puso a gritar como un loco. «¡El bastón! ¡El bastón!». Estaba desesperado, cualquiera habría dicho que se le había caído un niño. Yo miré hacia abajo y vi que el bastón flotaba. Conseguí subirlo a bordo como pude, con un arpón que pedí, pero él estaba fuera de sí. Los demás pasajeros no entendían nada y estaban preocupados. Cuando lo tuvo entre las manos, por poco lo besa como si fuera un hijo perdido y encontrado. ¡Cincuenta mil liras me dio!
—¿Por qué le dolería tanto perderlo? Era un bastón de madera normal, ¿no?
—No era de madera, señor comisario. Tanto el bastón como la muleta eran de metal.
—Si hubiera sido de metal, se habría hundido.
—No, si fuese hueco. Y aquel estaba hueco por dentro con toda seguridad. ¿Por qué tanto interés por ese pobre hombre?
—Por la póliza del seguro.
Pero el otro no le creyó, el brillo de sus ojos lo dio a entender con toda claridad.
—¡Un ángel era! ¡Un ángel! —La señora Gnazia, vestida completamente de negro, se lamentaba, inclinando el torso hacia delante y hacia atrás.
Montalbano, que se había presentado como Panzeca, de la compañía Assicurazioni, comprendió que el dolor era sincero.
—¿Dónde están los niños? —preguntó, casi para distraerla.
—¿Los chiquillos? Los sábados no tienen clase y se pasan fuera todo el día. Se van a pescar con mi marido, que tiene una barca de remos.
—Oiga, señora, cuando su difunto hermano venía a verla, ¿qué hacía, cómo pasaba el día?
—Venía aquí nada más desembarcar. Si estaban mis hijos, cosa extraña, se quedaba con ellos. Quería mucho a los niños. Comía aquí con todos nosotros.
—¿Se llevaba bien con su marido?
—No se tenían mucha simpatía. Y, además, ya le he dicho que mi marido el sábado se va a pescar y el domingo duerme. Trabaja mucho de lunes a viernes. Está cansado. Y no anda muy bien de salud.
—En resumen, que su difunto hermano, cuando venía a verla, no salía nunca de casa.
—Yo no he dicho eso, señor Panzeca. El sábado por la tarde o el domingo por la mañana pasaba Tato Recca con su furgoneta y se lo llevaba a dar un paseo.
—¿Era su único amigo? ¿Tenía otros?
—No, señor. Era el único. Me dijo que se habían conocido en Vigàta.
—¿Puede facilitarme la dirección de Recca?
—El pobrecillo murió.
—¿Murió? ¿Cuándo? ¿Cómo?
—Hace una semana. Cayó con la furgoneta a un barranco que está en la isla de los Conejos. ¿Sabe usted dónde es?
En la zona sur de Sampedusa, lo sabía. Un soberbio y solitario lugar, un sitio ideal para que lo maten a uno y todo parezca otro accidente.
Comprendió que Gnazia Impallomeni le había dicho todo lo que sabía.
Se levantó para marcharse y la mujer hizo lo mismo, pero le apoyó una mano en el brazo.
—Usía es de la Assicurazioni, ¿verdad, señor Panzeca?
—Sí.
—¿De dinero sabe algo?
—¿En qué sentido, si no le importa?
—Quiero decir el dinero que Nenè guardaba en el banco.
—Bueno, yo no sé exactamente lo que hay en el banco de Vigàta…
—Perdone, no me refería al banco de Vigàta sino al de aquí de Sampedusa.
Montalbano volvió a sentarse y la señora Gnazia lo imitó.
—¿Tenía una cuenta en el banco?
—Una cuenta, no. Una libreta. La primera vez que fue al banco, yo lo acompañé porque él no conocía la calle. Después ya iba solo, Nenè caminaba como si no estuviera ciego.
—¿La libreta la tiene usted?
—Sí, señor. Ahora se la enseño. La tengo escondida porque Nenè me dijo que mi marido no tenía que saber nada.
Y, de esta manera, el comisario averiguó que Enea Silvio Piccolomini, jubilado, tenía una libreta a la vista con un saldo de ciento doce millones de liras.
—¿Qué tengo que hacer, señor Panzeca?
—Siga guardándola. Y no le diga nada a su marido.
Corrió al puerto, justo a tiempo para subir a bordo del barco correo de vuelta.
A la mañana siguiente, después de una noche de profundo sueño, se presentó en la comisaría a primera hora de la madrugada. Llamó en primer lugar a Galluzzo.
—¿Fuiste tú el que recogió en casa de Piccolomini el bastón, la muleta y el perro?
—Sí. Y por la tarde se lo entregué todo al chófer del ingeniero Di Stefano, ¿recuerda?
—¿Pesaban mucho?
Galluzzo pareció dudar.
—La verdad es que no tuve ocasión de llevar en brazos al perro.
—Galluzzo, ¿ahora te pones a hacer de Catarella? Me refiero al bastón y a la muleta. ¿Pesaban mucho?
—Ya lo creo que pesaban. Es más, al cogerla, la muleta se me cayó al suelo y el ruido fue como el de una barra de hierro.
—Lo cual significa, en tu opinión, que no podía ser hueca.
—¿Hueca? En absoluto. ¿Por qué hubiera tenido que ser hueca?
—Muy bien. Mándame a Fazio.
Entró Fazio y comprendió enseguida que su jefe estaba funcionando a pleno rendimiento.
—Fazio, como muy tarde a las once de esta mañana quiero saberlo todo acerca de la organización benéfica Amor y Fraternidad. También quiero saberlo todo acerca del ingeniero Di Stefano y su chófer. No te retrases ni un minuto. Mándame a Augello.
—Aún no ha llegado.
—Era de esperar. En cuanto llegue, dile que lo quiero ver en mi despacho.
Augello se presentó sobre las diez, muerto de sueño y bostezando de tal forma que parecía que estuvieran a punto de rompérsele las mandíbulas.
—¿Qué ha ocurrido, Mimì? ¿La puta con quien has pasado la noche te ha exigido demasiado? ¿Quieres prepararte un zabaglione de doce huevos?
—Déjame en paz, Salvo. ¡He tenido un dolor de muelas como para volverse loco! ¿Qué fuiste a hacer a Sampedusa?
—Ya lo he comprendido todo, Mimì. ¿Sabes cuánto dinero tenía en el banco de Sampedusa aquel pobre jubilado muerto de hambre, ciego y sin una pierna que se llamaba Enea Silvio Piccolomini? Ciento doce millones de liras.
—¡Coño! ¿Y cómo los había ganado?
—Transportando droga. Actuaba de correo para el ingeniero Di Stefano.
—¡Anda ya! ¿Y dónde metía la droga?
—En la muleta y el bastón de metal, que estaban huecos. He hecho un cálculo aproximado: cada viaje le proporcionaba al ingeniero por lo menos dos kilos de cocaína.
—¿Y quién se la facilitaba en Sampedusa?
—Un tal Recca, también difunto, que se reunía cada semana con Piccolomini. Han simulado un accidente. Debió de ocurrir algo que indujo al ingeniero a liquidarlos a los dos.
—A ver si lo entiendo, Salvo. O sea, que Recca llevaba la coca, le pedía a Piccolomini que le diera el bastón y la muleta, los rellenaba…
—No, Mimì. Yo creo simplemente que Recca le entregaba a Piccolomini un bastón y una muleta ya rellenos, como dices tú. Se producía un intercambio. Y el asesino de Piccolomini, cuando se fue tras haber cometido el homicidio y dejado en su sitio la bombona vieja…
—¿Qué es esa historia de la bombona vieja?
—Después te la cuento, Mimì. Decía que después cambió el bastón y la muleta.
—Ya no entiendo nada.
—Dejó en la casa de Piccolomini un bastón y una muleta exactamente iguales que los que utilizaba el ciego, pero de metal macizo. Para que nosotros, al encontrarlos, no pudiéramos sospechar nada.
—Virgen santa, ¡estás haciendo que me vuelvan a doler las muelas! ¿Y el perro? ¿Por qué quiso salvar al perro?
—Porque un perro como ese tiene un valor incalculable. ¡Imagínate que atacaba a los otros perros!
—Y eso ¿qué significa?
—Significa que Rirì, cuando veía en el muelle de Sampedusa o en el de Vigàta un perro antidroga que se acercaba a su amo, lo atacaba. Piccolomini participaba también en la escena, caía al suelo, se ponía a gritar. En resumen, lo más probable era que los agentes se compadecieran de él y lo dejaran en paz. El perro les podía seguir siendo útil.
—Pero ¿como te las arreglarás para demostrarlo?
—Espero un informe de Fazio; después acudiré al juez suplente y le pediré una orden de registro. Seguro que encuentro algo, pongo la mano en el fuego.
A las once en punto, Fazio se presentó con su informe. La organización benéfica Amor y Fraternidad no recibía subvenciones del Estado, todo funcionaba con el dinero del ingeniero, el cual era uno de los personajes más activos en dos campos que a un profano le hubieran podido parecer contradictorios: el sector de la construcción tanto privada como pública y la beneficencia.
—¿De dónde ha sacado el dinero?
—Se lo dejó en herencia su padre, que también era un político importante, antes de morir de un infarto hace unos quince años. El hijo ha quintuplicado el capital. Dicen las malas lenguas, es decir, que son simplemente rumores, que buena parte del dinero que pasa por sus manos no es suyo.
—¿Blanqueo?
—Son simples rumores, señor comisario. Ante la ley, el ingeniero está tan limpio como el culito de un bebé recién bañado.
Montalbano lo miró con admiración.
—¡Qué comparación tan bonita! ¿Acaso te ha dado ahora por escribir poesías, así, por las buenas? Sigue.
—La organización benéfica tiene su sede en un chalet rodeado de jardín, en Montelusa, en Via Nazionale, catorce.
—¿Una especie de clínica?
—¡Qué va! La organización benéfica presta asistencia a domicilio, ¿me explico? Los asistidos son en este momento doce personas, repartidas por todos los pueblos de la provincia. Se trata de gente que necesita sillas de ruedas, muletas, bastones…
—¿O sea, no son enfermos propiamente dichos que están postrados en la cama?
—Esos no entran en la organización. Los asistidos por la organización benéfica son personas que pueden moverse sin ayuda. Ah, tienen que cumplir un requisito: vivir solas y sin familiares que las acojan en su casa. Exactamente como Nenè Piccolomini.
—¿Hay mujeres?
—Ninguna. Ni como asistidas ni como enfermeras. Un día a la semana los visita el chófer del ingeniero, «el redimido», como lo llama Di Stefano, pero su nombre es Carmelo Aloisio, hijo del difunto Alfonso y de Rosalia Lopresti, nacido en…
Fazio captó al vuelo la mirada del comisario y se detuvo a tiempo.
—Perdón —dijo, y añadió—: Este Carmelo Aloisio tiene cuarenta y cuatro años y, desde hace diez, trabaja con el Ingeniero…
—¿Por qué Di Stefano lo llama «el redimido»?
—Estaba a punto de llegar a ello. A los veinte años mató a un hombre, un estanquero, para robarle. Fue condenado y diez años más tarde fue puesto en libertad por buena conducta, pero no tenía ni oficio ni beneficio. El ingeniero lo cogió a su servicio. Desde entonces Aloisio ya no ha tenido nada que ver con la justicia. El ingeniero visita a los asistidos una vez al mes.
—Seguramente para hacer las cuentas. Di Stefano ha montado una estupenda red de tráfico de droga, pero se ha visto obligado a liquidar a dos correos por mediación de su factótum Aloisio. ¿Es él quien se encarga de adiestrar a los perros?
—Sí, señor. Al parecer, tiene una habilidad especial.
Montalbano permaneció un momento en actitud pensativa.
—A lo mejor le perdonó la vida a Rirì porque se había encariñado con él —dijo casi para sus adentros—. Otra cosa, Fazio. En ese chalet de Via Nazionale, ¿vive también el ingeniero?
—No, señor. El ingeniero duerme en otro chalet. En la sede de la organización sólo vive Aloisio.
Mimì Augello con Fazio, Gallo, Galluzzo y otros dos hombres de la comisaría llamaron a la puerta de Via Nazionale, 14, tras saltar la verja. En la caseta situada al lado del chalet había tres perros, pero no ladraron. En respuesta a la llamada de Augello, una voz masculina preguntó desde el interior:
—¿Quién es?
—La policía —contestó el subcomisario.
Y aquí Aloisio cometió otro error. Reaccionó disparando. Fue capturado al cabo de dos horas. En el interior de la vivienda encontraron veinte kilos de cocaína de la máxima pureza.