Aquella mañana, mientras se dirigía en su automóvil al despacho, Montalbano observó a un numeroso grupo de personas que, con expresión divertida, comentaban una especie de anuncio fijado en la pared de una casa. Un poco más allá, cuatro o cinco se mondaban de risa delante de otra hoja de papel, cuyo aspecto le pareció similar al de la primera, pegada en un muro. El hecho le llamó la atención, pues, por regla general, no hay demasiado motivo para reírse delante de un anuncio público, y aquel parecía la típica y habitual notificación de suspensión del suministro de agua. Al ver que la escena se repetía poco después, no pudo resistir la curiosidad, se detuvo, bajó y fue a leerlo. Era un cuadrado de papel autoadhesivo de unos cuarenta centímetros de ancho. Los caracteres eran de los que se componen a mano, utilizando letras de goma que se humedecen en un tampón de tinta.
REFERÉNDUM POPULAR
¿ES LA SEÑORA BRIGUCCIO UNA P…?
(Cada ciudadano deberá responder al referéndum
escribiendo su libre opinión en esta misma hoja)
No conocía a la señora Briguccio, jamás la había oído nombrar. Por consiguiente, lo primero que hizo fue comentárselo a Mimì Augello, el más mujeriego de toda la comisaría.
—Mimì, ¿tú conoces a la señora Briguccio?
—¿Eleonora? Sí, ¿por qué?
Estaba claro que no había visto los anuncios.
—¿No sabes nada del referéndum popular?
—¿Qué referéndum? —preguntó Augello, perplejo.
—Alguien ha pegado unos carteles en el pueblo, en los que se convoca un referéndum para establecer si la señora Briguccio, Eleonora, como tú la llamas, es o no una «p». La «p» significa evidentemente puta.
—¿Estás de guasa?
—¿Y por qué debería estarlo? Si no me crees, ve a tomarte un café al bar Contino; en sus inmediaciones hay por lo menos tres anuncios.
—Voy a ver —dijo Augello.
—Espera, Mimì. Puesto que la conoces, ¿tú cómo responderías al referéndum?
—Cuando vuelva lo hablamos.
No hacía ni cinco minutos que Augello había salido cuando la puerta del despacho golpeó brutalmente la pared. Montalbano se llevó un susto de muerte y entró Catarella.
—Perdone, dottori, se me ha ido la mano.
El acostumbrado ritual. El comisario supo en aquel momento que cualquier día aparecería en un periódico un titular de este tipo: «El comisario Salvo Montalbano dispara contra uno de sus agentes».
—¡Ah, dottori, dottori! Ha telefoneado el señor alcalde Tortorigi. ¡Pide socorro! ¡Dice que en el Ayuntamiento se ha armado un follón!
Montalbano salió corriendo, seguido de Fazio. Cuando llegó, un cincuentón fuera de sí, infructuosamente sujetado por algunos voluntariosos, estaba propinando puntapiés y puñetazos contra una puerta de la que colgaba una placa: «DESPACHO DEL ALCALDE».
—¿Tú conoces a este? —le preguntó Montalbano a Fazio.
—Sí. Es el señor Briguccio.
Montalbano se adelantó.
—Ante todo, cálmese, señor Briguccio.
—¿Quién es usted?
—Soy el comisario Montalbano.
—¿Quién lo ha llamado? ¿El alcalde? ¿El grandísimo cabrón del alcalde?
—Sasà —dijo uno de los voluntariosos—, el señor comisario tiene razón. Ante todo, debes calmarte.
—¡Ya me gustaría verte a ti si escribieran en la plaza pública que tu mujer es una puta!
—Sasà —añadió el otro—, pero ¿quién te dice a ti que la «p» quiere decir «puta»?
—Ah, ¿sí? Pues ¿qué significa en tu opinión?
—Pues no sé. Paleta, por ejemplo.
—O paciente, por poner otro ejemplo —terció otro más.
Las dos explicaciones enfurecieron más si cabe, y con razón, al señor Briguccio, el cual, tras haberse zafado de los que lo sujetaban, descargó dos fuertes patadas contra la puerta.
—Sácalo de aquí —le ordenó Montalbano a Fazio.
Con la ayuda de los voluntariosos, Fazio arrastró al señor Briguccio a otra habitación. Una vez restablecido el orden, el comisario llamó discretamente a la puerta.
—Soy Montalbano.
—Un momento.
La llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Al lado del alcalde Tortorici se encontraba un sexagenario bajito, grueso y calvo, que se inclinó a modo de saludo.
—El primer teniente de alcalde Guarnotta —lo presentó Tortorici.
—¿Qué quiere de usted el señor Briguccio?
El alcalde, también sexagenario y extremadamente enjuto, con un curioso bigotito de estilo tártaro, abrió los brazos con desconsuelo.
—Mire, señor comisario, es un asunto muy largo que viene de treinta años atrás. Briguccio, yo y el aquí presente señor Guarnotta hemos militado siempre juntos en ese viejo y glorioso partido que garantizó la libertad en nuestro país. Después ocurrió lo que ocurrió, pero todos nos volvimos a reunir cuando el partido se renovó. Sólo que, por culpa de los avatares del destino, el señor Guarnotta y yo hemos tenido siempre ciertas convicciones que Briguccio no comparte. Verá, señor comisario, cuando De Gasperi…
A Montalbano no le apetecía empantanarse en una discusión de carácter político.
—Disculpe, señor alcalde, repito la pregunta: ¿por qué razón Briguccio la tiene tomada con usted?
—Pues…, no sé qué quiere que le diga. Él intenta convertir el hecho de que le llamen cornudo en público, pues eso significa en el fondo la pregunta del referéndum, en una cuestión política. En otras palabras, él afirma que detrás del anuncio está nuestra complicidad, la mía y la del señor Guarnotta.
El señor Guarnotta se inclinó en una leve reverencia, mirando al comisario.
—Pero ¿qué pretende de usted, aparte del desahogo?
—Que mande retirar los anuncios.
—Y nosotros le hemos dado seguridades en este sentido —terció Guarnotta—. Señalándole que así lo hubiéramos hecho de todos modos sin necesidad de su, ¿como diría?, turbulenta petición, pues nadie ha pagado la correspondiente tasa de fijación de los mencionados anuncios.
—¿Entonces?
—Le hemos planteado a Briguccio el problema y se ha puesto hecho una fiera.
—¿Y cuál es el problema?
—En este momento, sólo tenemos ocho guardias municipales en servicio. Tremendamente ocupados en el desempeño de sus actividades normales. Le hemos garantizado que, dentro de una semana como máximo, los anuncios serán retirados. Y entonces él, sin ningún motivo, ha empezado a insultarnos.
Unos políticos muy finos, de la vieja y alta escuela, el alcalde Tortorici y el primer teniente de alcalde Guarnotta.
—En resumen, señor alcalde, ¿quiere usted presentar una denuncia por agresión?
Guarnotta y Tortorici se miraron y se hablaron sin palabras.
—¡De ninguna manera! —proclamó generosamente Tortorici.
—Ya he echado la cuenta —dijo Augello—. En total, se han fijado veinticinco carteles. Pocos y de elaboración casera, pero suficientes para que en el pueblo se arme la de Dios. En el pueblo no se habla de otra cosa. Se ha divulgado también el enfrentamiento de Briguccio con Tortorici y Guarnotta.
—¿Ya se han dado las primeras respuestas al referéndum?
—¡Cómo no! Unanimidad. Todo son síes. La pobre Eleonora, según la opinión popular, es indiscutiblemente una puta.
—¿Y lo es?
Mimì vaciló un momento antes de contestar.
—En primer lugar, entre Eleonora y Saverio Briguccio hay una considerable diferencia de edad. Eleonora tiene treinta y tantos años y es elegante, guapa e inteligente. En cambio, él es un cincuentón pelirrojo, muy hábil en los negocios. Todo los separa, las aficiones, la educación, el estilo de vida. Además, en el pueblo corren rumores de que la pólvora de Briguccio está mojada, pues no han tenido hijos.
—Mimì, me parece que estás enumerando las razones por las cuales la señora se ha visto obligada a ponerle los cuernos al marido.
—Bueno, en cierto sentido, es lo que tú dices.
—O sea que la señora no es una puta sino una mujer que, como tiene un marido medio impotente, se consuela como puede.
—Yo diría que esa es la situación.
—¿Y cuántas veces, hasta el momento presente, se ha consolado?
—No las he contado.
—No te las des de caballero conmigo, Mimì.
—Bueno, pues varias veces.
—¿Contigo también?
—Eso no te lo digo ni siquiera bajo tortura.
—Mimì, ¿sabes cómo se llama hoy en día esa actitud? Se llama silencio-anuencia.
—Me importa un carajo cómo se llame.
—Dime una cosa: ¿el marido lo sabe?
—¿Que Eleonora le pone los cuernos? ¡Vaya si lo sabe!
—¿Y no reacciona?
—Pobrecillo, a mí me da pena. Lo soporta o, por lo menos, lo ha soportado, porque sabe muy bien que no está en condiciones de satisfacer las, ¿cómo diría?, aspiraciones y los deseos de Eleonora, la cual diría que…
—Mimì, no sigas con el diría, di de una puñetera vez lo que hay. El marido es un cornudo complaciente.
—Sí, pero eso es lo que me preocupa. Mientras la cosa se desarrollaba en silencio, él podía comportarse como si nada y fingir que eran rumores y maledicencia. Pero ahora lo han obligado a salir del escondrijo. Y nunca se sabe cuál puede ser la reacción de un cornudo complaciente, como dices tú, cuando se ve obligado a perder la paciencia.
—¿Tú crees que puede haber sido una maniobra política de sus adversarios?
—Es posible. Pero también podría ser la venganza de un amante abandonado por la señora Briguccio. Mira, Eleonora no quiere historias sentimentales que duren demasiado. A su manera, es fiel a los sentimientos que le inspira su marido. Cabe la posibilidad de que alguien no haya comprendido las intenciones, ¿cómo diría?, limitadas de Eleonora y se haya entregado al sueño de un gran amor, de una relación duradera…
—Te has explicado muy bien, Mimì: la señora Eleonora pertenece a la categoría de un polvo, y listo.
—Salvo, cuando te lo propones, eres de una vulgaridad desconcertante. Pero tengo que reconocer que esa es la situación.
—De acuerdo —dijo Montalbano—. Ahora vamos a hablar de cosas serias. Este asunto de Briguccio me parece simplemente una farsa pueblerina.
Una farsa, ciertamente. Pero duró una semana. Una vez retirados los carteles, y cuando ya parecía que todo el mundo se había olvidado de ella, la farsa cambió de género y se convirtió en tragicomedia.
—¿Hablo en persona personalmente con el comisario Montalbano?
Aquella mañana no estaba el horno para bollos. Soplaba una tramontana que había puesto muy nervioso a Montalbano, el cual, por si fuera poco, la víspera había tenido una pelea telefónica con Livia.
—Catarè, no me toques los cojones. ¿Qué pasa?
—Pasa que el señor Briguccio ha disparado.
Santo cielo, ¿el cornudo complaciente se había despertado, como temía Augello?
—¿Contra quién ha disparado, Catarè?
—Contra uno que lo tengo escrito aquí, dottori. Ah, sí, se llama Carlo Manifò.
—¿Lo ha matado?
—No, señor. Por suerte, le tembló la mano y le dio en el hueso pizziddro.
¿El hueso pizziddro?
En aquel momento, Montalbano no recordaba la anatomía dialectal.
—¿Y dónde está el hueso pizziddro?
—El hueso pizziddro, dottori, está justamente donde está el hueso pizziddro.
Le estaba bien empleado. ¿Por qué le hacía semejantes preguntas a Catarella?
—¿Es grave?
—No, dottori. El subcomisario Augello ha mandado que lo lleven al hospital de Montelusa.
—Pero tú ¿cómo te has enterado?
—Porque el señor Briguccio, después del tiroteo, se ha venido a entregar. Por eso nos hemos enterado.
El primer teniente de alcalde Guarnotta ya estaba esperando a Montalbano en la comisaría. Entró en el despacho del comisario haciendo reverencias como si fuera un japonés.
—Me he sentido en el ineludible deber de venir a declarar tras haberme enterado de la noticia del desgraciado gesto del amigo Briguccio.
—¿Usted sabe cómo se han desarrollado los hechos?
—No, en absoluto. Sólo los rumores que circulan por el pueblo.
—Pues entonces, ¿sobre qué quiere declarar?
—Sobre mi absoluta inocencia en relación con los hechos.
Al ver que Montalbano lo miraba con expresión inquisitiva, se sintió en la obligación de puntualizar:
—Usted, señor comisario, estuvo presente en el lamentable incidente que se produjo en el Ayuntamiento y del cual fue enteramente responsable el amigo Briguccio. No quisiera que usted pudiera dar crédito a las desconsideradas insinuaciones del amigo Briguccio, que se encuentra visiblemente bajo los efectos de una fuerte tensión.
Montalbano lo miró sin decir nada.
—Esto se llama intento de homicidio. ¿O no? —preguntó dulcemente Guarnotta.
Lo quería dejar bien jodido al «amigo». Briguccio.
—Gracias, tomo nota de su declaración —dijo Montalbano. Pero, asaltado por un arrebato de malicia, añadió—: Usted habla, naturalmente, a título personal.
—No le entiendo —dijo Guarnotta a la defensiva.
—Muy sencillo: puesto que las acusaciones del señor Briguccio implicaban sobre todo al alcalde, quisiera saber si usted habla también en su nombre.
El titubeo de Guarnotta duró un instante. Ya puestos, ¿por qué no causarle daño también al «amigo» alcalde?
—Comisario, yo sólo puedo hablar por mí. ¿Quién puede conocer a fondo incluso a la persona más querida? El alma humana es insondable.
Se levantó, hizo dos o tres reverencias seguidas y, cuando ya estaba a punto de retirarse, Montalbano lo obligó a detenerse.
—Perdone, señor Guarnotta, ¿usted sabe dónde ha resultado herido Manifò?
—En el maléolo.
El comisario sonrió ampliamente, desconcertando a Guarnotta. Pero Montalbano no se reía de la herida, estaba contento porque finalmente había conseguido averiguar que el hueso pizziddro correspondía al tobillo.
—Mimì, ¿qué te parece esta farsa que ha estado a punto de acabar en tragedia?
—¿Qué quieres que te diga, Salvo? Tengo dos hipótesis que, a lo mejor, son las mismas que las tuyas. La primera es que algún imbécil, para vengarse de Eleonora, redacta y coloca los carteles sin saber que la cosa puede acarrear graves consecuencias. La segunda es que se trata de una operación concienzudamente programada para sacar a Briguccio de sus casillas.
—¿Qué poder tiene Briguccio en el pueblo, Mimì?
—Pues lo tiene. Por principio, él se opone a todas las iniciativas del alcalde. Y siempre consigue ejercer cierta influencia. ¿Me he explicado?
—Te has explicado muy bien. El alcalde y los suyos tienen necesariamente que tratar con Briguccio en cualquier cosa que hagan. ¿Y qué me dices de la señora Eleonora?
—¿En qué sentido?
—En el sentido de tu hipótesis, la primera. La del amante abandonado. ¿Con quién estaba liada últimamente la señora Eleonora?
—¿Por qué la llamas «señora»?
—¿Acaso no lo es?
—Salvo, tú dices «señora» de una manera especial… Es como si dijeras «puta».
—¡Jamás me atrevería a tal cosa! Venga, dime qué tal van los amores de Eleonora.
—No estoy informado acerca de los últimos acontecimientos. Pero de una cosa estoy seguro, y pongo la mano en el fuego: Briguccio ha disparado contra la persona equivocada.
Montalbano, que hasta aquel momento se lo estaba tomando a guasa, movió repentinamente las orejas.
—Explícate mejor.
—Conozco muy bien a Carlo Manifò. Está casado y no tiene hijos. Y está enamorado de su mujer, aparte de que es una persona seria. Yo estas cosas siempre las intuyo: no creo que Manifò haya tenido una historia con Eleonora.
—¿Se conocían?
—No tenían más remedio que conocerse: las familias Manifò y Briguccio viven en el mismo rellano del mismo edificio.
—¿En qué trabaja Manifò?
—Enseña lengua y literatura italiana en el instituto. Es un estudioso conocido incluso en el extranjero. Más no te puedo decir.
—Briguccio ha sido interrogado por el juez suplente. ¿Qué le ha dicho?
—Dice que Manifò lo intentó con Eleonora. Que Eleonora no quiso saber nada del asunto y que entonces él se vengó difamándola.
—¿Y fue su mujer quien le contó la historia?
—No, Briguccio dice que no lo supo a través de Eleonora. Que lo descubrió por su cuenta. Y dice también que tiene pruebas de lo que afirma.
—No, señor comisario, lo siento muchísimo, pero no puede hablar con el paciente —dijo inflexible el profesor Di Stefano en el hospital de Montelusa.
—Pero ¿por qué?
—Porque aún no hemos conseguido intervenirlo. El señor Manifò, aparte de la herida, ha sufrido un shock muy fuerte. Le ha subido mucho la fiebre y delira.
—¿Podría verlo por lo menos?
—Podría. Pero ¿con qué propósito? ¿Para oír lo que dice en su delirio?
—Bueno, a veces en el delirio se dicen cosas que…
—Comisario, el profesor repite constantemente lo mismo.
—¿Podría saber lo que dice?
—Cómo no. Dice unos números.
—¿Unos números?
—Sí: treinta y nueve, dieciocho, diecinueve. Juéguelos a la lotería, si lo cree oportuno.
* * *
—A primera vista, parece un número de teléfono —dijo Augello.
—Sí, Mimì, pero, como no dice el prefijo, estamos jodidos. He mandado comprobar todos los números de nuestra provincia. Nada. Tengo que hablar con la señora Manifò.
—Pero ¿por qué tienes tanto empeño? Creo que la cosa está muy clara.
—¡Pues no! ¡Mimì, tú no puedes arrojar la piedra y después esconder la mano!
—¿Yo qué tengo que ver con eso?
—¡Pues claro que tienes que ver! ¡Tú eres el que me ha dicho que está seguro de que Manifò no era el amante de Eleonora! Y, si tú estás en lo cierto, ¿por qué razón Briguccio le ha pegado un tiro?
—Tengo razón. Pero el caso es que la señora Manifò no está en Vigàta. Es norteamericana y se ha ido a ver a sus padres a Denver. Regresará a Vigàta pasado mañana. Le han comunicado la noticia hace apenas unas horas. Pero ¿por qué quieres hablar con la señora Manifò?
—Quiero examinar la agenda del marido. A lo mejor encontramos el número que nos interesa y averiguamos a quién corresponde.
—Muy bien. Pero, puesto que la señora no está…
—… hagamos como si estuviera —terminó Montalbano.
—¡Virgen santísima, qué susto nos pegamos todos cuando oímos el disparo del revólver! —dijo la portera del edificio mientras abría la puerta del piso del profesor Manifò—. Las llaves me las dejan siempre a mí porque yo vengo a hacer la limpieza.
—¿Está la señora Briguccio? —preguntó Augello, señalando la vivienda del otro lado.
—No, señor. La señora se ha ido con su padre, que vive en Montelusa.
—Gracias, ya puede retirarse —dijo Montalbano.
El piso era grande, y la habitación más espaciosa era el estudio, prácticamente una enorme biblioteca con una mesa llena de papeles en el centro. Mientras Mimì revolvía el escritorio en busca de la agenda, Montalbano empezó a examinar los libros. En una sección había varias historias de la literatura italiana, enciclopedias y ensayos críticos perfectamente ordenados. En un estante había revistas de literatura que contenían artículos de Manifò: sobre todo, estudios acerca de Dante en relación con la cultura árabe. Otra pared estaba enteramente cubierta por estantes llenos de estudios bíblicos: el profesor Manifò tenía especial interés por aquel tema. Hasta el punto de que toda una sección estaba ocupada por sus publicaciones sobre esa materia. Había también un pequeño volumen que, por un instante, llamó la atención de Montalbano. Se titulaba Exégesis del Génesis. Estaba a punto de sacarlo para echarle un vistazo cuando la voz de Mimì lo distrajo:
—Aquí no hay una mierda.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que tengo delante tres agendas, antiguas y nuevas, y el número treinta y nueve, dieciocho, diecinueve no figura en ninguna de ellas.
Volvieron a cerrar la puerta y le entregaron la llave a la portera.
La Revelación (así, con la erre mayúscula) la tuvo Montalbano sobre la una de la noche en su casa de Marinella mientras, en calzoncillos y sin poder dormir, hacía un desganado zapping por los distintos canales de televisión. Sentía una inexplicable fascinación por ciertos programas que cualquier persona juiciosa hubiera evitado cuidadosamente: ventas de muebles, de complicados aparatos de gimnasia, de cuadros de cuatro cuartos. Aquella noche sus ojos se posaron en una pareja, James y Jane, pastores de una indefinible iglesia de corte norteamericano. En un renqueante italiano, la pareja contaba que la salvación del hombre consistía en tener siempre a mano, un ejemplar de la Biblia para poder consultarla en cualquier ocasión. A Montalbano le hizo gracia Jane, con el cabello cardado y vestida con prendas ajustadas como una Marilyn Monroe de cuarta categoría y también James, menudo, de magnética mirada y con un Rolex en la muñeca. Estaba a punto de cambiar de canal cuando James dijo: «Amigos, cojan la Biblia. Deuteronomio veinte diecinueve-veinte».
Fue como si una descarga eléctrica lo hubiera alcanzado de lleno. ¡Joder, pero qué capullo era! Buscó por toda la casa una Biblia, pero no la encontró. Miró el reloj; era la una de la noche, seguro que Augello aún no se había ido a dormir.
—Perdona, Mimì. ¿Tienes una Biblia?
—Salvo, ¿por qué no te sometes de una vez a tratamiento?
Colgó. Después se le ocurrió una idea y marcó un número.
—Hotel Belvedere.
—Soy el comisario Montalbano.
—¿En qué puedo servirle, comisario?
—Oiga, creo que en su hotel tienen por costumbre colocar la Biblia en las habitaciones.
—Sí, antes lo hacíamos.
—¿Por qué, ahora ya no?
—No.
—Pero en el hotel tienen biblias, ¿verdad?
—Todas las que usted quiera.
—Estoy ahí dentro de una media hora.
Sentado en la butaca con la Biblia en la mano, Montalbano lo pensó un poco. No era cosa de leérsela toda, habría tardado una semana. Decidió empezar por el principio, por el Génesis. Por otra parte, ¿acaso Manifò no había escrito un libro sobre el tema? Fue a echar un vistazo al capítulo 39: hablaba de los hijos de Jacob y, en particular, de José. En los versículos 18 y 19 se contaba la desgracia del pobre chico con la mujer de Putifar.
José, que era «de hermosa presencia y bello rostro», decía la Biblia, había entrado como criado en la casa de Putifar, el jefe de la guardia del faraón. Supo ganarse la confianza de su señor, que dejó a su cargo todos sus bienes. Pero la mujer de Putifar puso sus ojos en él y aprovechaba todas las ocasiones para incitarlo a hacer guarradas con ella. Por mas que lo invitó, según la Biblia, José jamás accedió «a yacer con ella o a estar con ella». Pero un día la señora perdió totalmente la cabeza y se le echó encima: el pobre José consiguió escapar, pero su manto se quedó en la mano de la mujer. Esta, para vengarse, denunció que José había intentado violarla, tanto era así que incluso se había dejado el manto en su habitación. Y, de esta manera, José acabó en la cárcel.
Conque números, ¿eh? En su delirio, el profesor Manifò se sentía en la misma situación que el bíblico José y trataba de explicar lo que había ocurrido: la víctima era él y no la señora Briguccio. Sin embargo, aun aceptando la sugerencia del profesor, había muchas cosas que no encajaban, Veamos: el profesor afirma que, estando solo en casa de Eleonora, esta lo asalta para que yazca con ella, utilizando la expresión de la Biblia. Pero el profesor huye y deja en las manos de Eleonora algo tan íntimo y personal que el señor Briguccio se convence de que el intento de violación (eso, por lo menos, le cuenta su mujer para vengarse del rechazo) se ha producido con toda seguridad. Sin embargo, incluso admitiendo esta hipótesis, lo ocurrido a continuación carecía de toda lógica: ¿quién había redactado y fijado los carteles? ¿El profesor Manifò, para vengarse a su vez? ¡Venga, hombre! No supo encontrar la respuesta y se fue a dormir.
* * *
A la mañana siguiente, nada más levantarse de la cama, le brotó en el cerebro un pensamiento tan fresco como el agua de un manantial. Corrió al teléfono.
—¿Mimì? Soy Montalbano. Tendrías que ir, mejor acompañado por alguien de los nuestros, al piso de Manifò. Pero antes tienes que preguntarle a la portera si la señora Briguccio le ha pedido recientemente la llave de los Manifò mientras el profesor no estaba en casa.
—De acuerdo, pero ¿qué tengo que hacer?
—Una especie de registro. Tienes que mover los libros de las hileras más bajas del estudio para ver si, por casualidad, hay algo detrás de ellos.
—Un amigo mío ocultaba el whisky que su mujer no quería que bebiera. ¿Y si encuentro algo?
—Me lo llevas a la comisaría. Ah, oye una cosa, ¿has conseguido averiguar quién es el último amante o el último enamorado de Eleonora?
—Sí, algo.
—Hasta luego.
—Hemos encontrado esto —dijo Mimì con expresión sombría, sacando del bolsillo unas bragas de color rosa muy finas y elegantes, pero rotas. Montalbano las examinó: tenían bordadas las iniciales E. B., Eleonora Briguccio.
—¿Por qué las había escondido Manifò? —preguntó Augello.
—No, Mimì, te equivocas. No fue Manifò sino Eleonora Briguccio quien las escondió detrás de los libros para sacarlas de allí en el momento oportuno. Por cierto, ¿has preguntado a la portera?
—Sí. Dos días antes de que Briguccio disparara contra el profesor, Eleonora pidió la llave, dijo que se había olvidado una cosa en casa del vecino. Verás, Salvo, al parecer, mantenían un trato muy frecuente; la portera no vio nada malo en ello y le entregó la llave, que Eleonora le devolvió a los diez minutos.
—La última pregunta, ¿sabes con quién se relaciona Eleonora…?
—Mira, Salvo, es una cosa muy rara. Dicen que Eleonora está haciendo perder la cabeza a un chaval de menos de dieciocho años, el hijo del abogado Petruzzello, que…
—No me interesa. Te las tendrás que ver tú con el chaval. Ahora escúchame y reflexiona cuidadosamente antes de contestar. Es más, deberás contestar al final de mi relato. Veamos: a diferencia de lo que suele ocurrir, Eleonora Briguccio se enamora en serio de su vecino y amigo, el profesor Manifò. Y se lo hace entender de mil maneras. Pero el profesor no se da por enterado. Durante cierto tiempo las cosas continúan así, ella cada vez más obstinada, él siempre firme en el rechazo. Después, la mujer de Manifò se va a Denver. Seguro que de día o de noche, cuando su marido no está, Eleonora Briguccio llama a la puerta de su vecino, le obliga a abrirle y le repite sus proposiciones. En determinado momento, la negativa será tan grave para Eleonora que esta se la toma como una ofensa insoportable. Decide vengarse. Un plan genial. Convence al chaval que está enamorado de ella de que redacte el texto de los carteles del referéndum y los fije en las paredes. El chico obedece. El señor Briguccio, cornudo complaciente mientras no hubiera escándalo público, se ve obligado a reaccionar, porque, además, todo el pueblo se burla de él. Cuando consigue que el marido alcance el punto de ebullición, Eleonora pasa a la segunda fase. En la biblioteca del profesor oculta unas braguitas previamente rotas y después le confiesa a su marido que Manifò la ha arrastrado a la fuerza al interior de su casa y ha intentado violarla. Ella ha conseguido evitar la violación cuando ya estaba prácticamente desnuda. Y entonces Manifò se ha vengado mandando fijar los carteles. A Briguccio no le queda más remedio que ir a pegarle un tiro a Manifò, pero, puesto que es un hombre prudente, dispara contra el hueso pizziddro.
—No me convence la cuestión de las bragas.
—Eleonora habría encontrado la manera de que aparecieran durante el juicio. Allí donde se encontraban hubieran podido permanecer muchos años. ¿Quién limpia las bibliotecas sino de Pascuas a Ramos?
—¿Por qué querías conocer la historia del chaval?
—Porque ocurrió lo que yo había supuesto. Eleonora lo convenció de que hiciera lo que ella deseaba. Un adulto quizá se hubiera echado atrás. Por consiguiente, a partir de hoy mismo, tendrás que trabajarte a este chico hasta que confiese. Cuéntaselo todo a su padre, haz que te ayude. Yo ya no me quiero ocupar de esta historia.
—¿No tenías que hacerme una pregunta?
—Te la hago ahora mismo: después de todo lo que te he dicho, ¿crees que Eleonora Briguccio es una mujer capaz de llegar hasta este extremo? ¿Hasta el punto de planear una venganza tan refinada que ha enviado a un hombre al hospital, aunque también podía haberlo enviado al cementerio, y al marido a la cárcel? Una venganza para la cual es necesario que ella en primer lugar pague el precio de ser difamada por todo el pueblo. ¿Es posible que esta mujer pueda pensar de esa manera?
—Sí, es posible —reconoció a regañadientes Mimì Augello.