Unos trozos de cuerda
absolutamente inservibles

—¿Señor comisario? Soy Fazio. ¿Podría acercarse aquí?

—¿Por qué?

No veía ninguna razón para abandonar su despacho, subir al coche, que, por otra parte, se hacía mucho de rogar antes de ponerse en marcha, atravesar toda Vigàta, coger la carretera de Montelusa, girar a la izquierda quinientos metros más allá, enfilar un sendero por el que no hubieran podido pasar ni siquiera las cabras, recorrer un kilómetro de baches y pedruscos y llegar finalmente a la casa del contable Ettore Ferro con la espalda hecha polvo.

—¿Por qué? —volvió a preguntar, irritado al ver que Fazio dudaba.

—Porque sí.

El comisario se alteró y levantó la voz.

—¿Qué coño significa «porque sí»? ¿Te quieres explicar? ¿Ha habido alguna complicación?

—No, señor, no es que haya complicaciones, pero sería mejor que viniera.

Subió al coche murmurando maldiciones. ¿Sería posible que sus hombres hubieran llegado al extremo de no saber quitarse un dedo del culo sin su ayuda?

El contable Ferro se había presentado en la comisaría a las tantas de la madrugada y había obligado a Catarella a llamar a Montalbano, que se estaba duchando en Marinella, para rogarle que acudiera al despacho «deprisa y en persona personalmente». El comisario conocía de vista al contable, un sexagenario que no mantenía tratos con nadie y vivía solo en una casa de tres pisos en un lugar apartado. Se le tenía por una persona seria, a pesar de sus curiosas manías.

Cuando el comisario entró en el despacho, el hombre estaba acomodado en una silla delante del escritorio.

—Tranquilo, tranquilo —dijo Montalbano al ver que el otro hacía ademán de levantarse—. Cuéntemelo todo.

—Esta noche han intentado robar en mi casa.

—¿Intentado?

—Sí, señor, intentado.

—A ver si lo entiendo. ¿No se han llevado nada?

—Nada de nada.

—¿Está seguro seguro de que han entrado ladrones?

—Y tan seguro. Porque han roto un cristal de la ventana del sótano, han introducido una mano, la han abierto por dentro, han entrado en casa, han abierto las puertas de todas las habitaciones que yo tengo cerradas con llave, han…

—Ya vale, ya vale —lo interrumpió el comisario.

Lo estaba asaltando una cólera asesina. ¡Aquel cabrón que tenía delante lo había obligado a correr a la comisaría a altas horas de la madrugada por un intento de robo!

—¿Dónde ha dormido usted esta noche? —preguntó Montalbano.

—¿Dónde iba a dormir? En mi casa —contestó el otro, mirándolo perplejo.

—¿Y no ha oído nada? ¿No lo ha despertado el ruido?

—¿Yo? Cuando me tomo el somnífero, no me despiertan ni a cañonazos.

—¡Fazio!

El grito del comisario sobresaltó al contable. Fazio se presentó de inmediato.

—Redacta el informe de lo que le ha ocurrido a este señor y ve también a echar un vistazo a su casa.

Transcurrió una hora larga antes de que se le empezara a pasar el mal humor. Y después recibió la llamada.

Fazio, que lo esperaba, corrió a abrirle la portezuela del coche. Montalbano lo fulminó con la mirada.

—¿Por qué me has hecho venir?

—El contable ha descubierto que los ladrones le han robado una cosa.

—¿Qué cosa?

Fazio se miró con mucho interés la punta de los zapatos.

—Quizá será mejor que se lo diga el propio contable.

Montalbano estaba a punto de replicar cuando apareció el susodicho en la puerta de la casa.

—Venga, señor comisario, le enseñaré por dónde se han colado los ladrones.

Entraron en un pequeño recibidor con tres puertas y una escalera que conducía al piso de arriba.

Ettore Ferro se detuvo delante de la más grande de las tres, sacó del deformado bolsillo un gigantesco llavero, abrió e hizo pasar al comisario y a Fazio; después pasó él, encendió la luz y cerró con llave. Una escalera de unos veinte peldaños bajaba a una bodega inmensa con un techo muy alto y dividida en dos. En el lado de la izquierda había más de diez barriles de tamaño tan grande que Montalbano jamás hubiera podido imaginar que existieran.

—¿Cómo consiguió que entraran? —preguntó espontáneamente.

—La verdad es que no entraron. Los hice construir aquí mismo —contestó el contable, y añadió—: Por otra parte, toda esta bodega la proyecté yo y va mucho más allá de las paredes de esta casa.

—¿Es usted enólogo?

—¿Quién, yo? Ni soñarlo.

El comisario prefirió no insistir y captó por el rabillo del ojo la expresión forzada del rostro de Fazio, que a duras penas podía reprimir una carcajada de esas que le arrancan a uno las lágrimas.

—Se han colado por ahí —prosiguió el contable—. ¿Ve el cristal roto? Después saltaron sobre aquellos barriles y bajaron por la escalerita de madera que está apoyada en ellos.

Montalbano no le prestaba atención, pues estaba contemplando la otra mitad de la bodega, la de la derecha, en la que imperaba una oscuridad total. Estaba claro que no había ventanas que dieran luz. Decidió preguntar.

—¿Qué hay al otro lado?

—El congelador, una cámara frigorífica y varias cajas.

—¿Se dedica usted al comercio?

—¿Quién, yo? No.

Fazio disimuló con un acceso de tos la carcajada que no había logrado reprimir. Montalbano se enfureció.

—Oiga, contable, dígame qué le han robado y terminemos de una vez.

—Tenemos que subir al piso de arriba.

Volvió a montar el número de abrir la puerta y cerrarla. Subieron por la escalera, se detuvieron en el rellano del primer piso, el contable abrió la puerta de la derecha con otra llave, pasaron y la volvió a cerrar, avanzó por un pasillo, se detuvo delante de la tercera puerta de la izquierda, sacó el manojo de llaves, abrió, entró, encendió la luz e invitó al comisario y a Fazio a seguirle. La habitación era prácticamente una estantería metálica perfectamente ordenada, con los estantes llenos de cajas de cartón de todos los tamaños, cerradas con cinta de embalaje. El contable señaló a la derecha una balda que contenía unas cajas como de zapatos.

—Han robado la caja de las chapas de cerveza del año pasado. Mire, comisario, hoy estamos a cuatro de enero. Pues bien, el día dos yo sellé la caja donde guardaba las chapas de las cervezas que me bebí en mil novecientos noventa y siete. Eran trescientas sesenta y cinco; me bebo una al día.

Montalbano lo miró. No bromeaba. Es más, parecía trastornado.

—Dígame, contable. ¿Qué hay dentro de esa caja tan grande de la izquierda?

—¿Ahí? Unos trozos de cuerda absolutamente inservibles.

—¿Y en las de al lado?

—Bolsas de plástico o de papel usadas. ¿Lo ve? Todo está agrupado por años. Lea: elásticos de goma mil novecientos setenta y ocho, setenta y nueve, ochenta… Camisetas usadas mil novecientos setenta y nueve, ochenta, ochenta y uno… Y así sucesivamente. Yo lo guardo todo, no tiro nada desde hace veinte años.

—¿El piso de arriba está igual?

—Sí, claro. Hay papeles, periódicos, revistas… y también ropa usada, zapatos… Cosas como tapones de corcho, botellas o latas de conservas las guardo en la habitación de al lado. Pero tendré que construir alguna habitación más en la planta baja… Yo fumo cuarenta cigarrillos al día, ¿sabe usted? Ya no sé dónde guardar las colillas.

Haciendo un esfuerzo, el comisario sujetó la razón que estaba a punto de huir de su cabeza. Tenía que irse inmediatamente, estaba sudando. Hizo ademán de marcharse, pero, al llegar a la puerta, se detuvo.

—Disculpe, contable —preguntó, deslumbrado por una repentina iluminación—. ¿Qué hay en los barriles de la bodega?

—Mis residuos orgánicos —contestó el contable Ettore Ferro.

Montalbano se fue sin despedirse siquiera.

No tuvo ánimos para regresar directamente al despacho. Poco antes de la bajada que conducía a Vigàta, había un sendero que terminaba en un solitario claro, en medio del cual se levantaba un retorcido olivo silvestre que le inspiraba simpatía. Se sentó en una de sus ramas. Se notaba dentro un sordo malestar, una sensación de incomodidad que procedía de una pregunta muy concreta: ¿por qué razón el contable Ferro hacía lo que hacía? ¿Sólo porque el cerebro le funcionaba con corriente alterna? ¿O acaso había motivos más sutiles? ¿Quería estar seguro de su existencia por medio de la acumulación de la basura que él mismo generaba? ¿O quizá se trataba de una forma de avaricia absoluta? Se fumó tres cigarrillos seguidos y, a fuerza de pensar en ello, acabó por sentirse más perplejo que convencido. Sin embargo, de una cosa estaba seguro: aquel hombre le había dado una pena inmensa.

Cuando ya llevaba media hora en su despacho, entró en él Fazio.

—¿He hecho bien en hacerle ir a la casa del contable? ¡Imagínese, señor comisario, que me ha dicho, como si fuera lo más natural del mundo, que en aquellos barriles que usted ha visto en la bodega no sólo echa la mierda y los meados, sino también las uñas que se corta, los pelos de la barba y los cabellos!

—¿Sabes qué hay en el congelador, en la cámara frigorífica y en las cajas?

—Por supuesto que sí. Me los ha abierto. Mire, comisario, el contable calcula cuánta carne se comerá en un año, cuánto pescado, cuánta pasta, cuánto queso… En resumen, todo lo que él cree que necesita un hombre para vivir durante trescientos sesenta y cinco días… Todo de todo, se lo aseguro, incluso, qué se yo, los mondadientes. El dos de enero llegan las furgonetas de los proveedores y él ordena lo que hay que congelar, lo que hay que guardar en el frigorífico… Podría pasarse todo un año sin salir de casa.

—¿Tiene familia?

—Sólo un sobrino, hijo de una hermana que se fue a Venecia con su marido y murió allí. La casa se la dejará al sobrino con la obligación de no enajenar, ha utilizado este verbo, nada de lo que hay dentro. Todo tiene que permanecer como está. ¿Se imagina la cara que pondrá el sobrino cuando abra los barriles?

Montalbano añadió otra hipótesis a las que ya había planteado: ¿un ingenuo deseo de inmortalidad? ¡Por lo menos, los faraones se hacían construir las pirámides!

—¿Y quiere saber una cosa? —añadió Fazio—. ¡Me hablaba de las chapas de cerveza que le han robado como de piedras preciosas, perlas, brillantes!

Mientras regresaba a Marinella le vino de nuevo a la mente el asunto del contable y, de repente, se percató de que la rareza de la casa y de su propietario le había impedido enfocar el verdadero problema: ¿por qué unos ladrones se habían tomado la molestia de entrar de noche, abrir puertas con llaves falsas o ganzúas y correr el peligro de acabar en la cárcel para llevarse una caja de cartón llena de chapas de cerveza usadas? Aquel robo que, a primera vista, parecía una insensatez, debía de tener necesariamente un significado oculto. Lo primero que hizo nada más entrar en la casa fue buscar en la guía telefónica. El contable Ettore Ferro figuraba en ella.

—¿Oiga? Soy el comisario Montalbano. ¿Cómo está?

—¿Cómo quiere que esté, comisario? Estoy desesperado. Es como si me hubieran robado una parte de mi vida.

—Ánimo, contable. Necesito que me haga usted un favor.

—Si está en mi mano, me encuentro a su disposición.

—Necesito que compruebe si falta algo más en su casa.

—Ya lo he hecho, señor comisario. Me he pasado todo el día mirando. No falta nada más.

—Perdone que insista. ¿La caja de las chapas de mil novecientos noventa y seis está en su sitio?

—Sí, señor.

—Buenas noches, contable. Perdone la molestia.

Abrió el frigorífico: había sólo unas latas de cerveza. Salió, subió de nuevo al coche, se dirigió al bar de Marinella, compró cinco botellas de distintas marcas, regresó a casa, las abrió, se sentó junto a la mesa del comedor y colocó las cinco chapas en fila. Poco después se levantó y volvió a llamar al contable.

—Soy Montalbano. Siento mucho…

—No se preocupe, dígame.

—¿Usted qué cerveza bebe?

—Se llama Torrefelice.

—Jamás la he oído nombrar.

—Es muy posible. La hacen en una pequeña fábrica de un pueblo cercano a Messina. A mí me gusta. Llevo tomándola tres años. ¿Conoce la Corona Extra, la que parece vino blanco?

—No entiendo mucho de cervezas.

—Pues bueno, son muy parecidas. Pero, a mi juicio, la Torrefelice es mejor. Como yo me bebo una botella grande al día, el dos de enero pido que me envíen treinta y seis cajas de diez y cinco botellas sueltas.

—Otra pregunta, contable. ¿Usted se ha dado cuenta de que habían entrado ladrones sólo por el cristal roto y las puertas abiertas?

—¿Quién ha dicho que he encontrado las puertas abiertas?

—Usted. Esta mañana.

—Me habré expresado mal. Los ladrones habían cerrado de nuevo las puertas, pero con una sola vuelta de llave, mientras que yo siempre las cierro con dos. Eso me ha inducido a sospechar, y después he descubierto el cristal roto.

—Prometo que no lo volveré a molestar. Buenas noches.

—Si Dios quiere.

Había un detalle indiscutible: los ladrones se habían esforzado para que el robo no se descubriera; la rotura del cristal podía obedecer a cualquier cosa, una vibración, una pedrada. Pero habían cometido el error de cerrar nuevamente las puertas con una sola vuelta de llave.

Como no podía dejar las cervezas destapadas en el frigorífico, pues habrían perdido sabor, decidió bebérselas con la paciencia de un santo. Tardó dos horas, durante las cuales contempló las cinco chapas de hojalata ligeramente deformadas por la lengüeta del abridor. Después se levantó para tirar las botellas ya vacías al cubo de la basura y su mirada se posó en el texto de una de las etiquetas. Decía: «¡ABRE Y GANA! RETIRA LA LÁMINA DE PLÁSTICO Y LEE EN EL FONDO DE LA CHAPA». A continuación, la lista de los premios. Montalbano buscó la chapa correspondiente, quitó con un cuchillo la lámina y leyó el texto: «NO HAS GANADO, SIGUE PROBANDO». Sin embargo, en aquel instante él supo que había ganado, en contra de lo que estaba leyendo.

Ayudado por la cerveza que le hinchaba la tripa, no tuvo dificultad en conciliar el sueño. Pero, un momento antes de cerrar los ojos, volvió a ver las cajas cuidadosamente colocadas en las estanterías de la habitación del contable. Nichos. Las cajas eran ataúdes en cuyo interior Ettore Ferro depositaba amorosamente los residuos de una vida que diariamente se deshacía.

A la mañana siguiente, con la cabeza fría, decidió que la idea que se le había ocurrido sólo la daría a conocer a Augello y Fazio. No se debería comentar absolutamente con nadie; de lo contrario, el periodista enemigo de Televigàta lo utilizaría en su propio beneficio: «¿Saben ustedes de qué importante caso se está ocupando el famoso comisario Salvo Montalbano? ¡Del robo de trescientas sesenta y cinco chapas de cerveza!». Y venga carcajadas, pensó en plan de guasa. Y después, la inevitable llamada del jefe superior de policía, preocupado: «Oiga, Montalbano, ¿es cierta la noticia de que…».

Al llegar al despacho, llamó inmediatamente a Fazio.

—Ayer los dos fuimos unos gilipollas.

—¿Los dos, señor comisario?

—Los dos.

—En tal caso, me tranquilizo.

—¿Y sabes por qué fuimos unos gilipollas? Porque no nos tomamos en serio el robo en la casa del contable.

—Pero, comisario…

—Y tú has sido el que me ha mostrado el camino correcto.

—¿Yo?

—Tú. Al decirme que el contable hablaba de las chapas como si fueran objetos de gran valor. Entonces pensé: ¿y si hay alguien más que también les atribuye un gran valor, hasta el extremo de ordenar que las roben?

—¿Otro coleccionista de chapas? —preguntó Fazio, estupefacto.

—¡No digas gilipolleces! Dejémoslo correr. Lo quiero saber todo acerca de una fábrica de cerveza; se llama Torrefelice y está en un pueblo cercano a Messina. Mucho cuidado, Fazio: el asunto tiene que quedar entre tú y yo.

—Esté tranquilo. ¿De cuánto tiempo dispongo?

—Ya estás tardando.

Dos horas después, Fazio se presentó con su informe, se sentó y empezó a hablar con voz de cura.

—Entre Pace y Contemplazione, se encuentra Paradiso…

Montalbano levantó una mano para interrumpirlo:

—Mira, Fa, que no estoy para murgas.

—Era una broma, comisario, pero, al mismo tiempo, decía la verdad. Pace y Contemplazione son dos pueblecitos que se llaman exactamente así, prácticamente dos barrios de Messina, y, entre ellos, hay un hotel que se llama Paradiso. Detrás del hotel, a unos quinientos metros de distancia, se encuentra la fábrica que le interesa.

—¿Has averiguado algo más?

—Sí, señor. Torrefelice inició su producción en mil novecientos noventa y tres. Su volumen de negocios es pequeño, pero su cerveza gusta. Me han dicho que se está ampliando.

—¿Sabes quiénes son los propietarios?

—A tanto no he llegado.

Cogió el teléfono y llamó al sargento primero de la Policía Judicial de Montelusa, que otras veces le había echado una mano en sus investigaciones. Habló un buen rato con él.

—¡Jesús! —exclamó Lagana cuando el comisario terminó.

—Sargento, ya sé que…

—Comisario, tiene que comprender que eso no pertenece a mi jurisdicción y tendré que recurrir a algún compañero de ese sector. Tardaremos un poco.

—¿Cuánto, aproximadamente?

—Si encuentro a quien yo digo, una semana como máximo.

Montalbano lanzó un suspiro de alivio; ya estaba preparado para una espera más larga.

—Le enviaré un fax con todos los datos —añadió el sargento.

—Gracias. Ah, otra cosa. En el fax no especifique el nombre de la fábrica de cerveza. El asunto tiene que mantenerse en secreto.

* * *

—¡Ah, dottori, dottori mío! —gritó Catarella irrumpiendo en el despacho de Montalbano mientras la puerta golpeaba la pared con tal fuerza que todos los presentes se pegaron un susto—. Se está recibiendo un facso para usted en persona personalmente. ¡María santísima, dottori! ¡Mide tres metros hasta el momento y sigue saliendo del facso! ¡Tan escurridizo como una serpiente! ¡Me está ocupando todo el despacho!

Habían transcurrido sólo cuatro días desde la llamada; por lo visto Lagana había encontrado a la persona adecuada.

Con la ayuda de Gallo y Galluzzo, Catarella libró una auténtica batalla para enrollar el fax.

La fábrica era propiedad de Gaspare y Michele Pizzuso, sin antecedentes penales. Jamás habían tenido problemas con la ley, ni como ciudadanos ni como pequeños empresarios. Eran proveedores de bodegas al por mayor y al por menor, bares, restaurantes y particulares, Utilizaban cinco furgonetas de su propiedad.

Seguía una larga lista de clientes. Ya estaba oscureciendo cuando leyó un nombre que le hizo pegar literalmente un brinco en la silla: Vincenzo Cacciatore, Via Paternò, 18, Vigàta. Vincenzo Cacciatore debía de consumir más cerveza que un irlandés: pedía treinta cajas de diez cada tres meses. Y él, Montalbano, aunque no fuera como bebedor de cerveza, conocía muy bien a aquel Cacciatore.

Llamó a Gallo, que estaba al volante del vehículo de servicio.

—¿Tú sabes en qué zona está la Via Paternò, aquí en Vigàta?

Gallo se lo explicó. Era la calle que discurría paralela a aquella especie de sendero en el que se levantaba la casa del contable Ettore Ferro.

Pero, primero, el comisario quiso hablar con su subcomisario Mimì Augello y llevar a cabo una especie de contraprueba.

—¿Contable Ferro? Soy Montalbano. Me veo obligado a molestarlo una vez más. Usted conserva las cajas de cerveza, ¿verdad?

—¡Pues claro! —fue la respuesta.

Al contable le había ofendido un poco la pregunta. ¿Cómo podían pensar que él era capaz de tirar algo a la basura?

—Aunque me veo obligado a doblarlas. Por el espacio, ¿comprende? —puntualizó.

—Usted me dijo que, desde hace tres años, pide que le envíen la cerveza Torrefelice, ¿no es cierto? Por consiguiente, en su casa tendría que haber noventa cajas grandes.

—Exacto.

—Tendría que hacerme el favor de mirar si las treinta cajas del año pasado se diferencian de alguna manera de las anteriores.

—¿De qué manera, perdóneme? Son todas del mismo formato.

—Pues entonces, mire si en la parte superior hay alguna señal especial.

—Lo llamaré dentro de una hora.

Pero llamó al cabo de casi dos horas, cuando a Montalbano le había entrado un hambre canina.

—Perdone que haya tardado tanto. ¿Cómo lo ha adivinado, comisario? Las del año pasado están marcadas con un rotulador azul. Una especie de asterisco.

—Otra pregunta, contable. ¿Quién tiene conocimiento de que usted conserva habitualmente los…?

Le faltó la palabra. ¿Residuos? ¿Basura? El contable lo salvó de la embarazosa situación.

—Los proveedores, naturalmente. Después hay un electricista que…

—Muchas gracias, contable.

* * *

—Mira, Mimì, en mi opinión, ocurre lo siguiente. Los buenazos e irreprochables hermanos Pizzuso, sin antecedentes penales, son traficantes de droga. No sé de qué clase de droga, pero de una que se puede ocultar fácilmente entre el fondo de la chapa y la lámina de plástico. Su cliente aquí en Vigàta, aunque debe de haber otros del mismo tipo, es Vincenzo Cacciatore, al que tú mismo detuviste años atrás por trapicheo. El año pasado, los hermanos Pizzuso envían un pedido a Cacciatore, pero el transportista se equivoca y le entrega las cajas marcadas a nuestro contable. Seguramente los Pizzuso se dan cuenta del error unos días después. Pero tienen las manos atadas: hacer desaparecer las cajas todavía llenas es como poner la firma en el robo. Deciden esperar, sabiendo que el contable lo conserva todo. Así pues, a principios de este año, entran en su casa y recuperan las trescientas sesenta y cinco chapas. Pero cometen un segundo error: no cierran las puertas con dos vueltas de llave. Y Ferro descubre el robo.

—Habrían tenido que robar alguna otra cosa para despistar —comentó Augello tras haber reflexionado sobre la cuestión.

—Por suerte, Mimì, no todos los delincuentes son inteligentes.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó el subcomisario.

—Esperamos hasta el treinta de marzo, cuando llegue el nuevo pedido de Cacciatore. Detenemos la furgoneta, destapamos una botella y vemos lo que han puesto entre la chapa y la lámina.

—¿Y qué hacemos con los hermanos Pizzuso?

—Avisamos a los compañeros de Messina en cuanto detengamos la furgoneta.

Augello lo miró con expresión inquisitiva.

—Después, Mimì, después. ¿Jamás has oído hablar de topos?

* * *

El 30 de marzo, a las diez de la mañana, la furgoneta se detuvo delante de la casa de Vincenzo Cacciatore, que estaba esposado en su dormitorio bajo la vigilancia de Gallo. Mimì Augello con sus hombres inmovilizó al transportista, abrió la puerta posterior de la furgoneta, identificó una caja marcada con rotulador azul, cogió una botella, la destapó apoyándola en el borde de la puerta posterior y separó la lámina de plástico. Entre esta y el fondo de la chapa no había absolutamente nada.

—¿Cómo que nada? —preguntó inmediatamente Montalbano mientras el sudor le empapaba la camisa.

—Te lo juro —dijo Mimì—. Entre la chapa y la lámina no hay nada. Mira, Salvo, la furgoneta llegó a las diez y…

—¿A las diez? ¡Pero si son más de las doce del mediodía! ¿Desde dónde me llamas?

—Desde Montelusa. Desde la Jefatura Superior.

—Has ido a chivarte, ¿verdad, grandísimo cabrón?

—¿Me quieres dejar terminar? Como debajo de la lámina no había nada, se me ocurrió una idea y he venido corriendo aquí, a la Científica de Jacomuzzi, para que comprobaran una cosa. ¿Sabes?, en las botellas destinadas a Cacciatore la lámina no es de plástico. Jacomuzzi ha ordenado que uno de sus hombres haga los análisis. La droga es la propia lámina. Se trata de un procedimiento que…

Montalbano colgó. Ya no necesitaba oír nada más.