El juego de las tres cartas

Llovía tanto que el comisario Montalbano se empapó de la cabeza a los pies al recorrer los tres pasos que lo separaban de su coche, aparcado delante de la puerta de su casa. Pero es que a él le fastidiaba llevar paraguas, no lo podía evitar. El motor estaba frío y no arrancó a la primera. Montalbano empezó a maldecir; desde que había abierto los ojos aquella mañana, estaba convencido de que el día iba a ser aciago. El automóvil se puso por fin en marcha, pero el limpiaparabrisas del asiento del conductor no funcionaba, por lo que las grandes gotas se fragmentaban en todas direcciones sobre el cristal y reducían todavía más la visión de la carretera. Por si fuera poco, a escasos metros de la comisaría tuvo que circular detrás de un vehículo fúnebre que, a primera vista, le pareció vacío. Miró mejor y vio que se trataba de un entierro con todas las de la ley: detrás del vehículo caminaba un sujeto que trataba de protegerse con un paraguas. El hombre estaba completamente empapado, y el comisario le deseó que no pillara la pulmonía que casi inevitablemente lo estaría aguardando a la vuelta de la esquina veinticuatro horas después. Cuando entró en su despacho ya se le había pasado la furia que le había producido el mal tiempo y se sentía dominado por la tristeza: un cortejo funerario integrado por una sola persona y, por si fuera poco, en medio de un diluvio, no era algo que alegrara el corazón precisamente. Fazio, que conocía a su jefe tan bien como a sí mismo, se preocupó. Sólo en otra ocasión muy grave lo había visto tan abatido y taciturno.

—¿Qué le ha pasado?

—¿Qué me tiene que haber pasado?

Se pusieron a hablar de una investigación que mantenía ocupado al subcomisario Mimì Augello. Pero Montalbano daba la impresión de tener la cabeza en otra parte y se limitaba a pronunciar monosílabos. De repente y sin ton ni son, dijo:

—Mientras venía hacia aquí, me he tropezado con un entierro.

Fazio lo miró, perplejo.

—Detrás del coche caminaba una sola persona —añadió Montalbano.

—Ah —dijo Fazio, que conocía la vida y milagros de Vigàta y de todos los vigateses—. Debía de ser el pobre Girolamo Cascio.

—¿Quién es Cascio, el muerto o el vivo?

—El muerto, señor comisario. El que lo seguía seguramente era Ciccio Mónaco, el exsecretario del Ayuntamiento. El pobre Cascio también había sido funcionario municipal.

Montalbano evocó la escena borrosamente entrevista a través del parabrisas y enfocó la imagen: sí, el hombre que seguía a pie el vehículo era efectivamente el señor Mónaco, a quien él había tratado en alguna ocasión.

—El único amigo que Cascio tenía en Vigàta era el secretario del Ayuntamiento —añadió Fazio—. Aparte de Mónaco, Cascio vivía más solo que la una.

—¿De qué ha muerto?

—Lo arrolló un coche conducido por alguien que se dio a la fuga. Era de noche y ya muy tarde, estaba oscuro y nadie vio nada. Lo encontró muerto en el suelo uno que iba a trabajar a primera hora de la mañana. El doctor Pasquano le practicó la autopsia y envió el informe al subcomisario Augello. Lo tiene sobre su escritorio, ¿lo voy a buscar?

—No. ¿Qué dice?

—Dice que, en el momento del atropello, Cascio llevaba dentro alcohol suficiente para emborrachar a un ejército. Estaba todo manchado de vómito. Seguramente caminaba como si navegara con el mar en contra y él mismo se debió de detener de golpe delante de un vehículo que no pudo esquivarlo a tiempo.

Por la tarde escampó, las nubes desaparecieron, el buen tiempo regresó y, con él, la tristeza de Montalbano también se disipó. Por la noche le entró un hambre canina y decidió irse a cenar a la trattoria San Calogero. Lo primero que vio al entrar en el local fue precisamente a Ciccio Mónaco, sentado solo a una mesa. Parecía un alma perdida. El camarero le acababa de servir un puré de verduras, un tipo de plato que al cocinero del local se le daba francamente mal. El exsecretario del Ayuntamiento lo vio y lo saludó mientras reprimía un estornudo con la servilleta. Montalbano contestó. Después, obedeciendo a un impulso inexplicable, dijo:

—Siento mucho lo de su amigo Cascio.

—Gracias —dijo Ciccio Mónaco y después añadió, acompañando su propuesta con algo que, en un exceso de generosidad, se hubiera podido calificar de sonrisa—: ¿Quiere sentarse conmigo? .

Montalbano vaciló, pues no le gustaba hablar mientras comía, pero lo venció la compasión. Como es natural, hablaron del accidente y el exsecretario del Ayuntamiento se pasó de repente una mano sobre los ojos, casi como si quisiera impedir que le brotaran las lágrimas.

—¿Sabe en qué pienso, señor comisario? En el tiempo que tardaría mi amigo en morir. Si el miserable que lo atropelló se hubiera detenido…

—No es seguro que no lo hiciera. A lo mejor se detuvo, bajó, vio que Cascio había muerto y se fue. ¿Su amigo era bebedor habitual?

El otro lo miró, estupefacto.

—¿Girolamo? No, llevaba tres años sin beber. No podía. A consecuencia de una operación. Bastaba un solo dedo de whisky para que se le soltaran las tripas, con perdón.

—¿Por qué ha dicho whisky?

—Porque era lo que bebía antes; el vino no le gustaba.

—¿Sabe usted lo que había estado haciendo Cascio la noche en que lo atropellaron?

—Pues claro que lo sé. Estuvo en mi casa después de cenar, nos pasamos un rato hablando y, a continuación, nos sentamos a ver El show de Maurizio Costanzo, que termina muy tarde. Debió de irse sobre la una de la madrugada. Desde mi casa a la suya habrá un cuarto de hora de camino a pie.

—¿Era normal?

—¡Por Dios, señor comisario, qué preguntas me hace usted! Pues claro que era normal. Tenía setenta años pero muy bien llevados.

Por regla general, tras haberse zampado un buen plato de pescado fresquísimo, Montalbano disfrutaba un rato largo de su sabor en la boca y ni siquiera tomaba café. Esta vez se lo bebió, pues no quería dejar escapar un pensamiento que se le había ocurrido tras su conversación con Ciccio Mónaco. En lugar de irse a su casa de Marinella, se detuvo delante de la comisaría. Estaba de guardia Catarella.

—¡No hay nadie, pero lo que se dice nadie, dottori!

—No te alarmes, Catarè. No quiero ver a nadie.

Entró en el despacho de Mimì Augello y encontró sobre el escritorio la carpeta que buscaba. Averiguó algo más, pero no demasiado. Que el accidente se había producido a las dos y dos minutos de la madrugada (el reloj de bolsillo del muerto se había parado a esa hora), que el hombre murió casi con toda certeza en el acto dada la violencia del golpe (el vehículo que lo embistió debía de circular a gran velocidad) y que la Científica se había llevado la ropa del muerto para examinarla.

Desde el mismo despacho llamó al domicilio de su subcomisario. No esperaba encontrarlo.

—Hola, Salvo, has tenido suerte, estaba a punto de salir.

—¿Ibas de putas?

—Venga ya, ¿qué es lo que quieres?

—¿Quién se ha encargado de las primeras investigaciones de la muerte de Girolamo Cascio, el que fue atropellado hace tres días?

—Yo. ¿Por qué?

—Sólo quiero saber una cosa: ¿viste alguna botella cerca del cadáver?

—¿Una botella?

—Mimì, ¿no sabes lo que es una botella? Es un recipiente de vidrio o de plástico para contener líquidos. Tiene un cuello largo, el que tú sueles utilizar para metértelo en…

—Cuando te pones en plan cabrón, lo haces muy bien, Salvo. Estaba pensando. No, no había ninguna botella.

—¿Seguro?

—Seguro.

—Un besito.

Ya era demasiado tarde para llamar a Jacomuzzi, de la Policía Científica. Se fue a Marinella.

Lo que le dijo Jacomuzzi a la mañana siguiente confirmó la idea que Montalbano se había hecho. Según Jacomuzzi, el golpe había sido extremadamente fuerte; Cascio, que casi con toda certeza cayó sobre el capó del vehículo que lo atropelló, había roto el parabrisas con el cráneo. Si Montalbano tenía interés en saberlo, el automóvil que había alcanzado de lleno a Cascio tenía que ser de color azul oscuro.

Llamó a Mimì Augello.

—Tendrías que darte una vuelta por los chapistas de Vigàta para averiguar si les han llevado un vehículo de color azul oscuro para que le arreglen los desperfectos.

—No sabía que el coche era de color azul oscuro. Pero ya me he dado personalmente una vuelta por las chapisterías. Nada. Mira, Salvo, no tiene por qué haber sido alguien de Vigàta, puede haber sido un automóvil de paso.

—Mimì, ¿me quieres explicar por qué te has tomado tan a pecho este asunto?

—Porque los que se dan a la fuga tras haber arrollado a una persona me dan asco. ¿Y tú?

—¿Yo? Porque no creo que haya sido un accidente sino un delito. Y muy bien planeado, por cierto. El asesino sigue a Cascio cuando este sale para ir a casa de su amigo Mònaco. No lo atropella enseguida porque aún hay mucha gente por la calle. Espera pacientemente a que Cascio salga por el portal; ya es más de la una y las calles están desiertas. Se sitúa al lado de Cascio, lo hace subir a la fuerza, sin duda bajo la amenaza de un arma. Lo obliga a beber una gran cantidad de alcohol. Cascio empieza a sentirse mal. El asesino lo suelta. Tambaleándose y vomitando hasta la primera papilla, el pobrecillo intenta llegar a su casa. No lo consigue, el vehículo lo embiste por la espalda como un cañonazo y lo levanta del suelo. Un accidente muy verosímil, sobre todo porque la víctima se encontraba en estado de embriaguez. Lo cual explica por qué Cascio, que se había despedido de su amigo a la una de la madrugada, a las dos aún no había terminado de efectuar un recorrido de un cuarto de hora. Lo habían interceptado y secuestrado.

—La reconstrucción me convence —dijo Mimì Augello—. Pero ¿por qué no pegarle inmediatamente un tiro mientras salía de la casa de Mònaco, en lugar de montar toda esta comedia? El hombre debía de ir armado para obligar a Cascio a subir al coche.

—Porque, si hubiera sido un homicidio evidente, quizá alguien, digo quizá, que conociera la vida de Cascio, habría podido identificar al asesino. Lo cual nos obliga a descartar otra hipótesis.

—¿Cuál?

—La de que dos o tres chavales, tal vez drogados, se lo hayan cargado para divertirse. Por otra parte, se trata de un deporte muy poco habitual entre nosotros.

—De acuerdo, ya te entiendo. Intentaré averiguar qué le había ocurrido a Cascio últimamente.

—Ojo, Mimì: tienes que buscar algo que se remonte a más de tres años.

—¿Por qué?

—Porque, desde hace tres años y a raíz de una operación, el pobrecillo ya no podía beber alcohol. Le sentaba mal enseguida.

—Entonces ¿por qué quien sea lo llenó como una bota?

—Porque el asesino ignoraba las secuelas de la operación. Dejó de ver a Cascio hace tres años, cuando este todavía se tragaba el whisky que era un gusto. ¿Lo entiendes?

—Pues sí, lo entiendo.

—¿Y sabes por qué razón el asesino no sabía nada? Porque llevaba por lo menos tres años fuera de Vigàta. No había tenido tiempo de ponerse al día. Intentó echarle la culpa del accidente al whisky. Y nosotros estábamos a punto de caer en la trampa. Pero, después de lo que nos ha dicho Mònaco, ha sido precisamente el whisky el que nos ha revelado que no se trataba de algo fortuito.

A Montalbano no le apetecía que el hecho de sentarse a la mesa de Mònaco en la trattoria se convirtiera en una costumbre. Por eso lo llamó para pedirle que acudiera a la comisaría. Había decidido jugar con las cartas sobre la mesa y, por consiguiente, le contó todo lo que suponía. El primer resultado fue que Ciccio Mònaco, también más que septuagenario, se sintió mal y necesitó una copita de coñac. Él no tenía los problemas de su amigo difunto. En cambio, el segundo resultado fue importante.

—Yo eso de la borrachera no lo sabía —empezó diciendo el exsecretario del Ayuntamiento—. Si hubiera pensado que no era un accidente sino un homicidio, ayer mismo le habría dicho lo que le voy a decir ahora. ¿Desde cuándo presta usted servicio en Vigàta?

—Desde hace cinco años.

—Esto ocurrió un año antes de su llegada. Girolamo trabajaba en el Ayuntamiento; era aparejador, ocupaba un puesto en el despacho del ingeniero jefe Riolo. Empezó a percatarse de la existencia de ciertas irregularidades en las adjudicaciones de obras, hizo copias de los documentos que probaban los chanchullos y fue a entregarlos al fiscal Tumminello, de la Fiscalía de Montelusa. No le pidió consejo a nadie, ni siquiera a mí, que era su amigo. Yo me lo tomé a mal, me pareció una falta de confianza y, durante algún tiempo, nuestras relaciones se enfriaron. Pero recuerdo que una vez…

—¿Qué hizo el fiscal Tumminello? —lo cortó groseramente el comisario.

—Mandó detener al ingeniero jefe, a un constructor apellidado Alagna y a un compañero de Girolamo, un tal Pino Intorre, que se había convertido en una especie de secretario del ingeniero Riolo. Eso es lo único que puedo decirle. Esas son las tres únicas personas en todo el universo que podían guardar rencor a Girolamo.

—¿Los tres son vigateses?

—No, señor comisario. El ingeniero es de Montelusa y Alagna es de Fela. Sólo Intorre es de Vigàta.

—¿Fueron condenados?

—Por supuesto que sí. Pero no sé a cuánto.

De la información que Mimi Augello había conseguido reunir se desprendía que el ingeniero jefe Riolo y el constructor Alagna aún estaban en la cárcel de San Vito de Montelusa, mientras que Pino había sido puesto en libertad exactamente cuatro días antes de la muerte de Cascio.

—Procurad que dé un paso en falso —les ordenó Montalbano a Augello y Fazio.

Y se desentendió de la investigación: la consideraba resuelta, incluso con demasiada facilidad. Su interés volvió a avivarse unas horas después.

—¡Virgen santísima, qué burrada estábamos a punto de cometer! —dijo Fazio, entrando en el despacho del comisario.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que Pino Intorre no tiene coche, su mujer lo vendió durante su permanencia en la cárcel. Y hay otra cosa: padece cataratas, está casi ciego. ¿Se lo imagina usted al volante de un automóvil a la una de la madrugada? ¡Hubiera sido capaz de estrellarse contra una farola y matarse antes de matar a Cascio!

—¿Tiene hijos?

—Ya entiendo lo que está pensando, señor comisario. No, señor, no tiene hijos varones, nadie lo ayudó. Tiene dos hijas casadas, una en Roma y otra en Viterbo.

De pronto, oyeron unas voces.

—Ve a ver qué ocurre.

Fazio salió y regresó de inmediato.

—Nada, comisario. En el muelle había uno que estaba haciendo el timo del juego dé las tres cartas, vio a Gallo y trató de huir. Gallo lo persiguió y lo atrapó, pero el tío le pegó una hostia en la nariz. Lo ha detenido.

Pero el comisario no lo escuchaba; se había puesto en pie con la mirada fija y la boca abierta.

—¿Qué le pasa, señor comisario?

El juego de las tres cartas.

—¿Se encuentra mal, comisario?

Montalbano se recuperó, volvió a sentarse y consultó el reloj.

—Fazio, me queda una hora antes de irme a comer. Quiero que tú, dentro de treinta minutos aproximadamente, me facilites una información.

El comisario llegó a la trattoria San Calogero más tarde que de costumbre. Parecía de mal humor. Pero aceptó la invitación de Ciccio Mónaco de sentarse a su mesa. El exsecretario del Ayuntamiento se estaba empezando a comer una merluza hervida. Se la había aliñado con una gota de aceite.

—No hay buenas noticias —le anunció Montalbano.

—¿En qué sentido?

—El ingeniero y Alagna aún están en la cárcel. Intorre fue puesto en libertad hace unos días.

—¿Y eso le parece una mala noticia? Pero ¿cómo, señor comisario? ¡Intorre sale de la cárcel lleno de rencor hacia mi pobre amigo y, en cuanto lo ve, lo mata!

—Intorre no tiene coche.

—¡Eso no significa nada! ¡Se lo habrá pedido prestado a alguien de su calaña!

—¿Sabe usted que Intorre está prácticamente ciego?

A Ciccio Mónaco se le cayó el tenedor de la mano. Se puso muy pálido.

—No…, no lo sabía.

—Sin embargo —añadió Montalbano—, puede que eso tampoco signifique nada. A lo mejor, contó con la ayuda de un cómplice.

—¡Eso es! ¡Justo lo que yo estaba pensando!

El camarero le sirvió al comisario entremeses de pescado. Este se puso a comer como si el tema ya estuviera cerrado.

—Y ahora, ¿qué piensa hacer?

El comisario contestó a la pregunta con otra.

—¿Sabía usted que su amigo Girolamo Cascio había comprado en los últimos seis meses dos apartamentos y tres tiendas en Montelusa?

Esta vez, Ciccio Mónaco se puso tan pálido como un muerto.

—No… no…

—No lo sabía, claro —dijo el comisario terminando la frase por él.

Y siguió comiendo como si tal cosa.

Cuando terminó los entremeses, miró al exsecretario del Ayuntamiento, el cual daba la impresión de haberse quedado petrificado en su asiento.

—Yo me pregunto ahora cómo se las arregla un pobre empleado con un sueldo de miseria para comprarse dos apartamentos y tres tiendas. Piensa que te piensa, he llegado a una conclusión: chantaje.

En ese momento a Montalbano le sirvieron una lubina que parecía que aún estuviera nadando en el mar.

—¿Me hace usted un favor, señor Mónaco? ¿Puede esperar a que me termine la lubina sin hablar?

El otro obedeció. Durante el tiempo que empleó el comisario en convertir el pescado en raspa, Mónaco se bebió cuatro vasos de agua. Al final, el comisario se reclinó satisfecho contra el respaldo de su silla y lanzó un suspiro de placer.

—Volvamos a nuestra conversación. ¿Quién era la persona a la que Girolamo Cascio estaba chantajeando? He planteado una hipótesis verosímil: alguien a quien él no había incluido en la denuncia de las adjudicaciones de obras fraudulentas. El chantajeado no tiene más remedio que pagar. Pero espera la ocasión propicia. La puesta en libertad de Intorre es el momento que el chantajeado esperaba. Hará recaer la culpa sobre el exrecluso con una ocurrencia genial: simulará un error de Intorre, el cual hubiera tenido que ignorar que Cascio ya no podía beber alcohol. El chantajeado nos ha tomado de la mano y nos ha llevado hacia donde él quería. ¡Un falso error auténticamente genial! Pero, puesto que la vida es como es, decide marcar una de las tres cartas con las que el asesino quería hacer su juego, engañando a todo el mundo. ¿Qué hace la vida? Le gasta una broma. Como el asesino pretendía hacer pasar un falso error por auténtico, lo coloca en la situación de cometer un verdadero error que es un reflejo del otro. El asesino ignora, esta vez de verdad, que Intorre está prácticamente ciego.

Ciccio Mónaco hizo ademán de levantarse.

—Necesito ir al lavabo…

Pero no lo consiguió y volvió a hundirse en la silla.

—¿Usted tiene coche, señor Mónaco?

—Sí… pero… no lo utilizo desde…

—¿Es de color azul oscuro?

—Sí.

—¿Dónde lo tiene?

El otro iba a decir algo, pero no le salió ningún sonido de la boca.

—¿En su garaje?

Un sí imperceptible con la mirada.

—¿Le parece que vayamos hacia allá?

Ciccio Mónaco habló inesperadamente.

—Tiene razón, yo también estaba metido en el asunto de las adjudicaciones de obras. Pero él me dejó fuera para poderme chupar la sangre. Durante el juicio, los demás no mencionaron mi nombre. Que conste que aquella noche yo no tenía intención de matarlo. Fue cuando me dijo que Pino Intorre había salido de la cárcel y que, si no le daba más dinero, lo azuzaría contra mí; sólo entonces decidí matarlo y hacer recaer la culpa sobre Intorre.

Quería levantarse para seguir a Montalbano, pero no lograba despegarse de la silla, las piernas no lo sostenían. El comisario lo ayudó, ofreciéndole su brazo. Salieron de la trattoria como dos viejos amigos.