—Pero ¿quién me manda meterme en este lío? —se preguntó Montalbano mientras bajaba del coche y miraba a su alrededor.
A las seis, la mañana prometía ofrecerle una consoladora serenidad. Ahora, después de media hora de camino en dirección a Fela y de un cuarto de hora circulando por un sendero impracticable, le quedaba como mínimo otro cuarto de hora, pero a pie, pues el sendero se había convertido de repente en un camino de cabras. Miró hacia arriba. En la cumbre del pequeño altozano que tenía que subir no se distinguía el viejo búnker, oculto entre las matas de plantas silvestres. Soltó una sarta de maldiciones, respiró hondo como si fuera a bucear a pulmón libre e inició la subida.
Una hora y media antes lo habían despertado los timbrazos del teléfono.
—¿Oiga, dottori? ¿Es usted en persona personalmente?
—Sí, Catarè.
—¿Qué hacía, estaba durmiendo?
—Hasta hace un minuto, sí, Catarè.
—¿Y ahora, en cambio, ya no duerme?
—No, ahora ya no duermo, Catarè.
—Ah, menos mal.
—¿Por qué menos mal, Catarè?
—Porque así no lo he despertado, dottori.
O pegarle un tiro en la cara a la primera ocasión o hacer como si nada.
—Catarè, si no es mucha molestia, ¿me quieres decir por qué me llamas?
—Porque el subcomisario Augello tiene resfriado con fiebre.
—Catarè, ¿y a mí qué coño me importa eso que me vienes a contar a las cuatro y media de la madrugada de que Augello está enfermo? Avisa a un médico y llama a Fazio.
—Es que Fazio tampoco está. Está haciendo labores de vigilancia con Gallo y Galluzzo.
—Vale, Catarè, ¿qué es lo que ocurre?
—Ha llamado un pastor. Dice que ha encontrado un muerto.
—¿Dónde?
—En el pueblo de Passo di Calle. Dentro de un viejo bánker. ¿Usía recuerda que estuvo allí hace unos tres años por…?
—Sí, ya sé dónde está, Catarè. Y eso se llama búnker.
—¿Por qué, yo qué he dicho?
—Bánker.
—Bueno, es lo mismo, dottori.
—¿Desde dónde ha llamado ese pastor?
—¿Y desde dónde quiere que llame? Desde el banbúnker, dottori.
—¡Pero si allí no hay teléfono! ¡Aquello es un lugar dejado de la mano de Dios!
—El pastor ha llamado con su múvil, dottori.
¿Cómo hubiera podido ser de otro modo? Unos añitos más y cualquiera que en Italia fuera sorprendido sin móvil sería detenido inmediatamente.
—Muy bien, Catarè, voy para allá. Y, en cuanto regrese alguien al despacho, me lo envías al búnker.
—¿Y cómo lo haré, dottori?
—¿Qué quieres decir?
—¿Cómo lo haré para saber si alguien regresa al despacho? Yo estoy aquí.
El comisario se quedó helado.
—¿Me estás diciendo que has ido tú al búnker?
—Sí, dottori. Como no había nadie…
—Espérame ahí y no toques nada, por lo que más quieras. Por cierto, ¿desde dónde me llamas?
—Ya se lo he dicho. He salido fuera porque dentro no coge la línea. Le tilifoneo con mi múvil.
—Pues, aprovechando que tienes un múvil, muviliza a Pasquano y al juez.
—Dottori, pido perdón, no se dice muvilizar. Aunque uno llame con un múvil, también se dice tilifonear.
En cuanto lo vio en la distancia, Catarella empezó a agitar los brazos como un náufrago en una isla desierta al ver pasar un barco.
—¡Estoy aquí, dottori! ¡Estoy aquí!
El búnker había sido construido justo en el borde de un precipicio de pared casi perpendicular. Abajo había una estrecha franja de arena amarillo oro, y el mar. Montalbano vio un automóvil estacionado en la playa.
—¿Cómo es que hay un coche allí abajo?
—Yo lo sé, dottori.
—Pues dilo.
—Porque yo he venido con ese coche. Es mío de propiedad.
—¿Y cómo te las has arreglado para subir hasta aquí?
—He subido escalando la pared. Soy mucho mejor que un soldado de las tropas alpinas de alta montaña.
Catarella llevaba colgada del cuello una enorme linterna. Por una vez, había hecho lo correcto, pues el búnker debía de estar completamente a oscuras. Tras bajar por un escalón que antaño debió de ser de cemento y que ahora parecía un contenedor de basura, dentro encontraron aún más porquería. Bajo la luz de la linterna de Catarella, el comisario avanzó pisando una espesa capa de mierda, bolsas de plástico, cajas, botellas, preservativos y jeringuillas. Había incluso un cochecito de niño oxidado. El cuerpo yacía boca arriba, con la mitad inferior sepultada bajo los desperdicios. Era una mujer con el torso desnudo y unos vaqueros medio abiertos sobre el vientre. Los roedores y los perros le habían destrozado el rostro, que estaba irreconocible. Montalbano pidió la linterna y examinó el cuerpo con más detenimiento.
—Dottori, si me permite, yo salgo fuera —dijo Catarella, que no debía de poder resistir el espectáculo.
No se observaban señales de heridas por arma de fuego. Pero quizá la habían estrangulado o atacado con un arma blanca por la espalda. Lo único que se podía hacer era salir y esperar al doctor Pasquano, entre otras cosas porque allí dentro no se podía respirar, pues el pestazo se pegaba a la garganta.
—¿Me da un cigarrillo? —le preguntó Catarella con la cara muy pálida.
Ambos se pasaron un rato fumando en silencio con la mirada perdida en el mar.
—¿Y el pastor? —preguntó el comisario.
—Se fue porque tenía quehacer con las ovejas. Pero anoté el nombre, el apellido y la dirección.
—¿Te dijo por qué había entrado en el búnker?
—Se le estaba escapando una necesidad.
—Yo tengo cierta idea de quién podría ser esa pobrecilla —dijo Fazio, a su regreso de una fallida misión de vigilancia con vistas a la captura de un prófugo.
Montalbano había regresado a su despacho inmediatamente después de que el doctor Pasquano se llevara el cadáver para hacer la autopsia. El forense le había prometido decirle algo al día siguiente.
—¿Quién es, a tu juicio?
—Debe de ser Maria Lojacono, casada con un tal Salvatore Piscopo, vendedor ambulante.
El comisario dio muestras de estar empezando a ponerse nervioso. La meticulosidad descriptiva de Fazio siempre lo sacaba de quicio.
—Y tú ¿cómo lo sabes?
—Porque hace tres meses el marido denunció su desaparición. Tengo su fotografía, voy a traérsela.
Maria Lojacono era una hermosa muchacha de sincero y sonriente rostro y grandes ojos negros. Debía de tener unos veinte años.
—¿Cuándo ocurrió?
—Hoy se cumplen exactamente tres meses.
—¿El marido reveló algún detalle?
—Sí, señor. María Lojacono se casó recién cumplidos los dieciocho años. A los nueve meses nació una niña. Murió al cabo de dos meses. Algo terrible: asfixiada por una regurgitación. A partir de entonces, la chica empezó a sufrir trastornos mentales, se quería matar, decía que ella tenía la culpa de la muerte de su hija. El marido la llevó a Montelusa para que la sometieran a tratamiento, pero no hubo nada que hacer. Estaba cada vez peor. Tanto, que Piscopo, el marido, no quería dejarla sola cuando tenía que salir por ahí y la llevaba a casa de una hermana de ella para que la vigilara. Una noche, la hermana se acostó y, antes de quedarse dormida, oyó que Maria iba al cuarto de baño. Se durmió porque estaba muy cansada. Cuando se despertó, sobre las cuatro de la madrugada, tuvo una especie de presentimiento y se levantó. La cama de María estaba fría y vacía. La ventana del cuarto de baño estaba abierta. Maria se había escapado por lo menos cinco horas antes. El marido regresó a casa antes de una hora y se puso a buscarla por las inmediaciones. Después nos avisó a nosotros y a los carabineros. Desde entonces ya no se supo nada más de la pobrecilla.
—¿Piscopo describió cómo iba vestida su mujer?
—Sí, señor. He echado un vistazo a la denuncia cuando he ido a buscar la fotografía. Vestía unos pantalones vaqueros, una blusa de color rojo, un jersey negro, zapatos…
—Pues mira, Fazio, cuando hoy la hemos visto, no llevaba sujetador, y la blusa y el jersey habían desaparecido.
—Ay, Dios mío.
—Bueno, eso no quiere decir que se puedan sacar conclusiones. Hazme un favor. Coge una linterna potente y ve al búnker. Que te acompañe Galluzzo. Poneos unos guantes resistentes y procurad no lastimaros las manos. Buscad alguna prenda que pueda haberle pertenecido.
—Que usted sepa, ¿llevaba bragas?
—Sí. Se veían bajo los vaqueros medio abiertos.
Fazio se presentó al cabo de cuatro horas. Sostenía en la mano una bolsa de plástico transparente y en su interior se distinguía lo que tiempo atrás debía de haber sido un jersey de color negro.
—Perdone la tardanza. Pero, tras haberme pasado más de una hora rebuscando entre la mierda con Galluzzo, me sentía como un apestado. Antes de venir, he pasado por mi casa para lavarme y cambiarme de ropa. Sólo hemos encontrado un jersey. Corresponde al color que nos dijo el marido. La hermana le había dicho cómo iba vestida su mujer.
—Oye, Fazio. Cuando la hemos encontrado, la pobrecilla llevaba una alianza en el anular. Acércate a Montelusa y pídele al doctor Pasquano que te la dé. Después, con el jersey y el anillo, ve a casa de ese Piscopo y enséñaselos. Si los reconoce, me lo traes aquí.
* * *
Al comisario le dio la impresión de que Salvatore Piscopo, de unos cuarenta años, sufría un profundo y sincero dolor. Era muy esmirriado y lucía un fino bigotito.
—Es mi mujer, con toda seguridad —dijo con la voz entrecortada por la emoción.
—Mi más sentido pésame —dijo Montalbano.
—Nos queríamos mucho. La chiquilla que murió, pobre inocente, nos destrozó la vida.
Y no pudo reprimir unos terribles sollozos. Montalbano se levantó, rodeó el escritorio, se sentó al lado del hombre, le puso una mano sobre la rodilla y se la apretó.
—Ánimo. ¿Quiere un poco de agua?
Piscopo contestó que no con la cabeza. El comisario esperó a que se tranquilizara un poco.
—Escúcheme, señor Piscopo. Cuando se enteró de la desaparición de su esposa, ¿adónde fue a buscarla en primer lugar?
A pesar de su dolor y aturdimiento, el hombre miró al comisario fijamente a los ojos.
—¿Por qué me hace esa pregunta?
—Porque veo que su dolor es sincero, señor Piscopo, desde el día de la desaparición de su esposa hasta hoy, han transcurrido tres meses. Durante todo este tiempo, ¿ha confiado en que su esposa estuviera viva? En caso afirmativo, ¿dónde pensó que podía estar escondida? ¿En casa de algún familiar? ¿En la de alguna amiga? Por eso le he hecho la pregunta.
—No, señor comisario; al día siguiente de su desaparición tuve la certeza de que jamás la volvería a ver viva.
—¿Por qué?
—Porque no tenía familiares ni amigos ni conocidos. No tenía a donde ir, sólo tenía una hermana. Y, si usted me ve así, señor comisario, es porque una cosa es temerse lo peor y otra muy distinta saber que lo peor ya ha ocurrido.
—¿Cómo es posible que su esposa no tuviera amigos?
—En primer lugar, ella y su hermana Annarita, que le lleva cuatro años y se casó muy pronto, se habían quedado huérfanas. Yo vivía muy cerca de su casa y las conocía a las dos desde pequeñas. Yo le llevaba veinte años a Maria. Pero daba igual. Después de nuestra boda, la pobrecilla ya no tuvo ocasión de hacer amistades. Usted ya sabe lo que ocurrió.
—Pues entonces, ¿adónde fue a buscar a su esposa?
—Pues… recorrí los alrededores de la casa…, pregunté a los vecinos si la habían visto… Entre otras cosas, aquella noche hacía frío y llovía. Y, además, era tarde y no pasaba gente por la calle. Nadie supo decirme nada. Entonces fui primero a los carabineros y después aquí. La busqué en los hospitales de Vigàta, de Montelusa, de los pueblos más cercanos, en los conventos, en las casas de caridad, en las iglesias… Nada.
—¿Su esposa era religiosa?
—El domingo iba a misa. Pero no se confesaba ni comulgaba. No se fiaba ni de los curas. —Hizo un visible esfuerzo para preguntarle al comisario en un susurro—: ¿Se mató? ¿Murió de frío? Hace tres meses helaba.
Montalbano se encogió de hombros.
—No, no murió de frío ni de penalidades —dijo el doctor Pasquano—. La mataron. O se mató.
—¿Cómo? —preguntó Montalbano.
—Matarratas vulgar y corriente. He hablado con el médico que la sometió a tratamiento aquí, en Montelusa. Padecía unas crisis depresivas muy fuertes y varias veces había intentado quitarse la vida con los métodos más dispares.
—Por consiguiente, ¿la hipótesis más probable es la del suicidio?
—No necesariamente. Pero parece la más probable, como usted dice.
—¿Por qué sólo lo parece?
—Porque he encontrado… Tenga por seguro, Montalbano, que no me equivoco: la tenían atada por los tobillos y las muñecas con un trozo de cuerda.
El comisario reflexionó brevemente.
—A lo mejor, algún familiar, no sé, el marido o la hermana, la ataba cuando tenía que salir para evitar que se suicidara o hiciera daño a alguien. Las viejas camisas de fuerza de los manicomios eran para eso, ¿no?
—Yo no sé si la tenían atada con buen fin, eso corresponde a su investigación. Yo me limito a explicarle cuál es la situación.
—De acuerdo, doctor, le doy las gracias —dijo Montalbano, levantándose.
—No he terminado.
Montalbano se volvió a sentar. El carácter del forense no era demasiado agradable que digamos. Como le diera por no hablar, el comisario tendría que esperar a que terminara de redactar el informe.
—Hay algo que no me convence.
El comisario no abrió la boca.
—¿Cuándo dice usted que desapareció de la casa de su hermana?
—Hace más de tres meses.
—De una cosa estoy absolutamente seguro, comisario. No murió hace tres meses. El cuerpo se encontraba en pésimas condiciones, pero sólo porque toda clase de animales se habían aprovechado de él… Curiosamente, el proceso de descomposición fue muy lento. Pero la muerte no se remonta a hace tres meses.
—Pues ¿cuándo debió de morir?
—Hace un par de meses. O algo menos.
—¿Y qué debió de hacer durante aquel mes de vida? ¿Adónde fue? ¡Al parecer, nadie la vio!
—Esos son asuntos suyos, comisario —contestó cortésmente el doctor Pasquano.
* * *
—¿Quieres que te diga cómo está la situación? —preguntó Mimì Augello, todavía muy pálido a causa de la gripe que acababa de superar—. La hermana de Maria Lojacono se llama Concetta. Me ha parecido una buena mujer. También me ha parecido un buen hombre el marido, que trabaja en la empresa de pescado congelado. Tienen tres hijos; el mayor, de seis años. La señora Concetta excluye que su hermana consiguiera el veneno en su casa, pues jamás lo hubo; dice que, si los niños lo hubieran encontrado, con lo traviesos que son, igual se lo habrían comido ellos en lugar de los ratones. Me parece un argumento convincente. Cuando les he preguntado si alguna vez, por necesidad, se habían visto obligados a atar a Maria, me han mirado con indignación. Creo que jamás lo hicieron. Después les he preguntado si podía haber sido Piscopo, el marido. Concetta ha descartado esta posibilidad: si lo hubiera hecho Salvatore, ella se habría dado cuenta, lo mismo que de cualquier otra clase de violencia. Algunas veces, me ha explicado, su hermana caía en un estado de abulia total, parecía una muñeca de trapo, me ha dicho textualmente. Entonces ella, Concetta, se veía obligada a desnudarla y lavarla. Si alguien ató de pies y manos a Maria Lojacono, no es allí donde hay que buscar. Ah, me ha pedido una sortijita.
—¿Qué sortijita?
—El marido de Maria le ha dicho que, para la identificación, le han mostrado un jersey y la alianza matrimonial. ¿Es así?
—Sí, así lo hemos hecho.
—¿Y no había ningún otro anillo?
—No.
—La señora Concetta me ha dicho que Maria llevaba en el meñique una sortijita sin ningún valor, pero por la que ella sentía un gran cariño. Fue el primer regalo que le hicieron cuando era pequeña.
—Estoy seguro de que no había ningún otro anillo, pues Pasquano me lo hubiera entregado. A menos que esté en algún bolsillo de los vaqueros.
Para más seguridad, llamó al forense. En los bolsillos no habían encontrado absolutamente nada.
Había mandado hacer copias de la fotografía de Maria Lojacono. Llamó a Gallo y a Galluzzo: con ella en la mano, les envió a preguntar si alguien la había visto o creía haberla visto a lo largo de una línea en forma de zigzag que iba desde la casa de la hermana de la difunta hasta el búnker de Passo di Cane.
—Eso llevará cuatro días como mínimo —dijo Montalbano—. Avanzad en paralelo para no saltaros ninguna casa.
Acababan de salir cuando entró Catarella con cara de funeral.
—¿Qué te pasa?
—Ahora me he enterado del encargo que usted les ha hecho a mis compañeros Gallo y Galluzzo.
—¿No te parece bien?
—Usía es muy libre de hacer y deshacer sin dar cuentas a nadie.
—¿Pues entonces?
—Pido perdón, dottori, pero no me parece justo.
—Habla claro, Catarè.
—Yo le dije lo del cadáver de la pobre chica. Y por eso me parece justo que a mí también me haga el encargo que les ha hecho a mis compañeros.
—¡Pero es que aquí tú eres muy necesario, Catarè! ¡Si faltas tú, toda la comisaría se va al carajo!
—Dottori, yo sé cuál es mi importancia. Pero, aun así, no me parece justo.
—De acuerdo. Aquí tienes una fotografía. Pero tú irás a Passo di Cane y empezarás a investigar en los alrededores del búnker.
—¡Usía es grande y generoso, dottori!
Como Alá. Pero era una venganza refinada: con toda seguridad, Catarella se vería nuevamente obligado a escalar la pared vertical del acantilado.
Gallo y Galluzzo regresaron al anochecer con las manos vacías: ninguna de las personas a las que habían preguntado y mostrado la fotografía había visto a la chica. En cambio, Catarella no regresó. Y ya había oscurecido. El comisario empezó a preocuparse.
—¡A que se ha perdido…!
Estaba a punto de organizar un equipo de rescate, cuando Catarella dio finalmente señales de vida a través del teléfono.
—Dottori, es usted personalmente…
—… en persona, Catarè. ¿Qué te ha pasado? Ya estaba preocupado.
—No me ha pasado nada, dottori. Le quería decir que dentro de media hora como máximo estoy en la comisaría, en resumen, que estoy a punto de llegar. ¿Me espera? Tengo que hablar con usted.
Montalbano lo vio aparecer al cabo de aproximadamente media hora, cansado e insólitamente perplejo, con una expresión que él jamás le había visto.
—Estoy muy extrañado, dottori.
—¿Por qué?
—A causa de los pensamientos que tengo, dottori.
Ah, bueno: aquella perplejidad era señal de que algún pensamiento se estaba abriendo valerosamente paso a través del desierto del cerebro de Catarella.
—¿Qué es lo que piensas, Catarè?
Catarella no contestó directamente a la pregunta de su jefe.
—Bueno pues, dottori, resulta que en Passo di Cane hay muchas casas y casuchas de campesinos, pero muy separadas unas de las otras, por eso se me ha hecho tan tarde. Ya había visitado catorce casas cuando me dije, ya puesto, ¿por qué no seguir?
—Muy bien. Tengo una curiosidad: ¿cómo has llegado a Passo di Cane? ¿Te has encaramado por la pared del acantilado?
—No, señor. Hice como hizo usted la otra vez.
Se había vuelto muy listo, Catarella.
—Bueno pues, dottori. Llamé a la puerta de la casucha número quince, muy pequeña y sin revoco. Había ovejas, cabras, gallinas, una jaula de conejos, un cerdo…
—Catarella, deja el zoo y sigue adelante.
—¡En resumen, dottori, me abrió nada menos que Scillicato!
—¿De veras?
—¡De veras de verdad, dottori!
—Catarella, ahora que ya me he sorprendido como tú querías, ¿me quieres explicar quién coño es Scillicato?
—¿Cómo, no se lo he dicho? ¡Pasquale Scillicato es el pastor que encontró el cuerpo, el que tilifoneó!
—¿Y tú no lo sabías? ¿No me dijiste que te había dado su dirección?
—Sí, dottori, me dio la dirección, pero yo no sabía a qué correspondía. En resumen, dottori, la casucha de Scillicato se encuentra a algo más de un kilómetro del banbúnker.
—Interesante.
—Yo pienso lo mismo que usía. Dottori, Scillicato es un salvaje.
—¿En qué sentido?
—Dottori, aunque en la casucha haya un televisor, aunque haya un frigorífico y aunque él tenga un múvil y esa cosa que ahora no recuerdo cómo se llama pero hace zzzzzzz…
—¿Una Vespa?
—No, dottori, la prima de la Vespa.
La prima. ¿Qué podía ser?
—¿La Ape? —se aventuró a preguntar Montalbano.
—Exactamente exacto. Aunque tenga una Ape, aunque…
—Catarè, dime lo malo, no lo bueno.
—Dottori, aunque vista como uno que pide limosna, aunque se ate los pantalones con un cordel, aunque se guarde el salchichón en un bolsillo y el pan en el otro y aunque…
Ya estaba soltando otra letanía.
—Catarè, vayamos al grano.
—El grano, dottori, son por lo menos tres granos. El primer grano es que, cuando le enseñé la fotografía, él me contestó que a aquella mujer sólo la había visto muerta, cuando la encontró en el banbúnker y nos tilifoneó.
—¿Y qué?
—¡Dottori, ah, dottori! En primer lugar, cuando él vio el cadáver, fuera estaba oscuro, ¡imagínese dentro del banbúnker! ¡Como mucho, habrá visto el cadáver y no cómo era la cara! ¡Y, además, la cara de la pobrecita estaba toda comida por los perros y los ratones! ¡Si la reconició, es porque ya la había visto antes!
—¡Sigue! —dijo Montalbano, prestándole mucha atención.
—El segundo grano es que se me escapó.
—¿Se te escapó Scillicato?
—No, señor, se me escapó a mí. Tenía que hacer una necesidad y le pregunté dónde estaba el retrete. Me contestó que en la casa no había retrete. Si se me escapaba, podía hacerlo en el campo, como hacía él.
—Bueno, Catarè, no veo nada de…
—Perdone, dottori. Pero, cuando uno está acostumbrado a hacer sus necesidades al aire libre, ¿qué necesidad tiene de entrar en el banbúnker cuando tiene necesidad de hacer sus necesidades?
Montalbano lo miró con unos ojos abiertos como platos. El argumento de Catarella hilaba de maravilla.
—El tercer grano, dottori, es que este Scillicato entra en el banbúnker a las tres y media de la madrugada, cuando por allí no pasa ni siquiera el famoso perro del Passo di Cane. ¿Quién lo podía ver a aquella hora?
Y se echó a reír, orgulloso de su broma. Montalbano se levantó de golpe, abrazó a Catarella y le dio un sonoro beso en la mejilla.
—Mimì, creo que las cosas ocurrieron de la siguiente manera. Maria Lojacono se escapa de la casa de su hermana y, para su desgracia, se tropieza con Scillicato, que pasa por allí con su Ape. El pastor se detiene; a lo mejor, Maria ya le ha pedido que la lleve. Scillicato no tarda mucho en darse cuenta de que la chica anda mal de la olla. Entonces decide aprovecharlo y se la lleva a casa. Es evidente que Maria está en un período de abulia de los que sufría tras estar varios días sin hacer nada y que en aquella ocasión la indujo a escaparse. A Scillicato le resulta muy cómoda la situación y esta se prolonga a lo largo de un mes. Cuando tiene que salir, ata a la chica con una cuerda. La considera una propiedad, como sus gallinas y sus ovejas. Un día, María se despierta, se libra de sus atadura; y se escapa. Pero antes, tentada por la idea del suicidio como otras veces, se apodera del matarratas que Scillicato guarda sin duda en su casa. Cuando el pastor regresa y no la encuentra, no se preocupa demasiado. A lo mejor piensa que la chica regresará con su familia. En vez de eso, Maria se esconde en el búnker y se envenena. Mucho tiempo después, Scillicato se entera de que todavía están buscando a la chica. Y él también se pone a buscarla, temiendo que pueda revelar los malos tratos de que ha sido objeto durante un mes. Al final, descubre el cadáver y nos llama.
—Eso no lo entiendo —dijo Mimì—. ¿Qué necesidad tenía de intervenir? Si no nos hubiera comunicado el hallazgo, ¿quién sabe cuánto tiempo habría permanecido el cadáver en el búnker?
—En fin —dijo Montalbano—, vete a saber. A lo mejor, pensando que había muerto a causa de las penalidades, se tranquilizó en la certeza de que ella ya no podría decir nada. Y quiso representar el papel del ciudadano cumplidor de la ley. Y desviarnos de la pista.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Pide una orden de registro y vete a casa de Scillicato.
—¿Qué tenemos que buscar?
—No lo sé. No hemos encontrado ni el sujetador ni la blusa roja de Maria. Aunque a estas horas ya los habrá quemado. Tú verás. Me interesa, sobre todo, que presionéis a Scillicato.
—De acuerdo.
—Ah, otra cosa. Llévate a Catarella. Y, si tenéis que detener a Scillicato, deja que Catarella le ponga las esposas. Se merece esa satisfacción.
Se pasaron varias horas registrando la casucha sin encontrar nada. Ya habían perdido las esperanzas cuando, en un rincón de un pequeño cuarto sin ventanas que echaba un pestazo insoportable, Catarella distinguió entre la suciedad algo que brillaba tenuemente. Se agachó para recogerlo: era una sortijita de cuatro perras. El primer regalo que le habían hecho a una niña muchos años atrás.