Montalbano se había levantado a las seis de la mañana, pero eso le habría resultado totalmente indiferente de no ser porque el día había amanecido muy nublado. Caía una fina llovizna apenas perceptible, que los campesinos llamaban assuppaviddranu, «empapalabriegos». Antaño, cuando todavía se cultivaba la tierra, con un tiempo como aquel el campesino no interrumpía su labor y seguía trabajando con la azada; total, era una lluvia tan ligera que ni se notaba: en resumen, que cuando regresaba a casa por la tarde, su ropa chorreaba agua. Lo cual no sirvió más que para empeorar el mal humor del comisario, que a las nueve y media de aquella mañana tenía que estar en Palermo, dos horas de carretera, para participar en una reunión cuyo tema era un imposible, es decir, la búsqueda de los distintos sistemas y maneras para identificar, entre los miles de inmigrantes ilegales que desembarcaban en la isla, quiénes eran los pobres desgraciados que buscaban trabajo o que huían de los horrores de guerras más o menos civiles, y quiénes eran, en cambio, los delincuentes puros, infiltrados entre las muchedumbres de desesperados. Un genio del Ministerio afirmaba haber encontrado un medio casi infalible, y el señor ministro había decidido que todos los responsables de la ley y el orden de la isla fueran debidamente informados. Montalbano pensaba que a aquel genio ministerial habrían tenido que concederle el Nobel, pues había conseguido, como mínimo, inventar un sistema capaz de distinguir entre el bien y el mal.
Volvió a subir al coche para regresar a Vigàta a las cinco de la tarde. Estaba nervioso. La revelación del genio ministerial había sido acogida con mal disimuladas sonrisitas, porque resultaba prácticamente imposible llevarla a la práctica. Un día perdido. Como cabía esperar.
Lo que, en cambio, no cabía esperar era la ausencia de todos sus subordinados. No estaba ni siquiera Catarella. ¿Dónde demonios estarían? Oyó los pasos de alguien en el pasillo. Era Catarella, que regresaba respirando afanosamente.
—Disculpe, dottori. He ido a la farmacia a comprar gaspirina. Me está viniendo la cripe.
—Pero ¿se puede saber dónde están los demás?
—El subcomisario Augello tiene la cripe, Galluzzo tiene la cripe, Fazio y Gallo…
—… tienen la cripe.
—No, dottori. Ellos están bien.
—¿Dónde están?
—Han ido a un sitio donde han matado a uno.
Hay que ver: te ausentas medio día y ellos lo aprovechan para escaquearse.
—¿Y sabes dónde está ese sitio?
—Sí, dottori. En el barrio de Ulivuzza.
¿Y cómo llegaba uno hasta allí? Si se lo preguntaba a Catarella, igual lo enviaba al Círculo Polar Ártico. Entonces recordó que Fazio llevaba un teléfono móvil.
—¿Y para qué quiere usted venir, dottore? El juez suplente ha ordenado el levantamiento del cadáver, el doctor Pasquano lo ha examinado, la Policía Científica está al llegar.
—Pues yo iré a pesar de todo. Tú y Gallo esperadme. Explícame bien el camino.
Hubiera podido seguir perfectamente el consejo de Fazio y no moverse de su despacho. Pero sentía la necesidad de recuperarse en cierto modo de aquel día perdido y malgastado en cuatro horas largas de carretera y un diluvio de palabras sin sentido.
El barrio de Ulivuzza estaba justo en el confín con Montelusa; si el hombre hubiera muerto unos cien metros más allá, el comisario de Vigàta no habría tenido nada que ver con el asunto. La casa en la que habían encontrado al muerto estaba totalmente aislada. Construida con piedra y sin argamasa, constaba de tres habitaciones alineadas en la planta baja. Al lado de la puerta de entrada había una abertura que daba acceso a un establo ocupado por un asno solitario y melancólico. Cuando llegó, vio sólo un automóvil en la explanada, el de Gallo: por lo visto, ya había terminado todo el jaleo de médicos, camilleros, Científica y juez suplente. Mejor así. Bajó del coche y sus zapatos se hundieron en medio metro de barro. El assuppaviddranu ya había dejado de caer, pero las consecuencias perduraban. En efecto, el umbral de la casa estaba sepultado bajo tres dedos de lodo, que también inundaba la habitación en la que entró. Fazio y Gallo se estaban tomando un vaso de vino, de pie delante de la chimenea. Había también un horno cubierto con un trozo de hojalata cortado en forma de semicírculo. Al muerto ya se lo habían llevado. En la mesa situada en el centro de la estancia había un plato con los restos de dos patatas hervidas que, por efecto de la sangre que había colmado el plato y se había derramado sobre la madera de la mesa, se habían transformado en unas moradas remolachas.
Sobre la mesa desprovista de mantel también había un queso entero, media barra de pan y medio vaso de vino tinto. La botella no estaba, pues era la misma de la cual se estaban sirviendo Fazio y Gallo en aquel momento. En el suelo, al lado de la silla de paja, había un tenedor.
Fazio había seguido la dirección de su mirada.
—Ha ocurrido mientras comía. Lo han ejecutado con un solo disparo en la nuca.
Montalbano se enfurecía cuando en la televisión utilizaban el verbo ejecutar en lugar de matar. Y también se enfadaba con sus hombres cuando cometían aquel error. Pero esta vez lo dejó correr; si a Fazio se le había escapado aquel verbo, significaba que aquel único y frío disparo en la nuca le había causado una profunda impresión.
—¿Qué hay allí? —preguntó el comisario, señalando con la cabeza la otra habitación.
—Nada. Una cama de matrimonio sin sábanas, sólo con el colchón, dos mesitas de noche, un armario y dos sillas como las que hay aquí.
—Yo lo conocía —dijo Gallo, secándose la boca con la mano.
—¿Al muerto?
—No, señor. Al padre. Se llamaba Antonio Firetto. El hijo se llamaba Giacomo, pero a este no lo conocía.
—¿Y dónde se ha metido el padre?
—Ese es el quid de la cuestión —contestó Fazio—. No se le encuentra por ninguna parte. Hemos buscado alrededor de la casa y en sus inmediaciones, pero no lo hemos encontrado. Yo opino que se lo han llevado los que le han matado al hijo.
—¿Qué sabéis del muerto?
—¡Dottore, el muerto es Giacomo Firetto!
—¿Y qué?
—Pues que estaba en búsqueda y captura desde hace cinco años, dottore. Era un peón de la mafia, hacía trabajos de carnicería barata, o al menos eso es lo que se decía. Usted es el único que no ha oído hablar de él.
—¿Pertenecía a los Cuffaro o a los Sinagra?
Los Cuffaro y los Sinagra eran las dos familias que desde hacía muchos años se disputaban el control de la provincia de Montelusa.
—Dottore, Giacomo Firetto tenía cuarenta y cinco años. Cuando estaba aquí, pertenecía a los Sinagra. Entonces era un chaval muy prometedor. Hasta el extremo de que los Riolo de Palermo lo pidieron prestado. El préstamo ha durado hasta su muerte.
—Y el padre, cuando él venía por aquí, le ofrecía alojamiento.
Fazio y Gallo cruzaron una rápida mirada.
—Comisario, su padre era todo un caballero —dijo Gallo con firmeza.
—¿Se puede saber por qué dices «era»?
—Porque pensamos que a estas horas ya lo han matado.
—A ver si lo entiendo: en vuestra opinión, ¿cómo se han producido los hechos?
—Si me permite, quisiera añadir otra cosa —dijo Gallo—. Antonio Firetto tenía casi setenta años, pero su espíritu era como el de un chaval. Componía poesías.
—¿Cómo?
—Sí, señor, poesías. No sabía ni leer ni escribir, pero componía poesías. Muy bonitas, yo le he oído recitar algunas.
—¿Y de qué hablaba en esas poesías?
—Pues de la Virgen, la luna, la hierba. Cosas de ese tipo. Y jamás quiso creer lo que se decía de su hijo. Decía que Giacomo no era capaz, que tenía buen corazón. Jamás lo quiso creer. Una vez, en el pueblo, se peleó como una fiera con uno que le dijo que su hijo era un mafioso.
—Comprendo. Lo que me quieres decir es que era muy natural que ofreciera hospitalidad a su hijo, pues lo creía tan inocente como Jesucristo.
—Exactamente —contestó Gallo en tono casi desafiante.
—Volvamos a nuestro tema. Según vosotros, ¿cómo se han producido los hechos?
Gallo miró a Fazio como diciéndole que ahora le tocaba hablar a él.
—A primera hora de la tarde, Giacomo llega a esta casa. Debe de estar muerto de cansancio, pues se tumba en la cama con los zapatos llenos de barro. Su padre lo deja descansar y después le prepara de comer. Cuando Giacomo se sienta a la mesa, ya ha oscurecido. Su padre, que no tiene apetito o habitualmente cena más tarde, sale para atender al asno en el establo. Pero fuera hay por lo menos dos hombres que están esperando el momento propicio. Lo inmovilizan, entran rápidamente en la casa y abren fuego contra Giacomo. Después se llevan al viejo y el coche con el cual había llegado Giacomo.
—Y, a vuestro juicio, ¿por qué no lo han matado aquí mismo, como han hecho con el hijo?
—Quién sabe, quizá Giacomo le había revelado algo a su padre y ellos querían saber qué se habían dicho.
—Hubieran podido interrogarlo en el establo.
—A lo mejor pensaban que la cosa sería muy larga, Podía aparecer alguien, como de hecho ha ocurrido.
—Explícate mejor.
—El que ha descubierto el cadáver es un amigo de Antonio que vive a trescientos metros de aquí. Algunas noches, después de cenar, se tomaban un vaso de vino juntos y se pasaban un rato pegando la hebra. Se llama Romildo Alessi. Este Alessi, que tiene un ciclomotor, ha ido corriendo a una casa cercana, donde sabe que hay un teléfono. Cuando hemos llegado, el cuerpo aún estaba caliente.
—Vuestra reconstrucción no encaja —dijo bruscamente Montalbano.
Ambos se miraron, desconcertados.
—Si no lo averiguáis por vuestra cuenta, no os lo digo. ¿Cómo iba vestido el muerto?
—Pantalones, camisa y chaqueta. Todo ropa ligera, porque hace mucho calor, a pesar de la lluvia.
—Por consiguiente, iba armado.
—¿Y por qué tenía que ir armado?
—Porque, si uno lleva chaqueta en verano, significa que va armado bajo la chaqueta. Vamos a ver, ¿iba armado o no?
—No le hemos encontrado armas.
Montalbano hizo una mueca.
—¿Y por eso vosotros pensáis que un prófugo de la justicia sale a pasear sin ni siquiera un miserable revólver en el bolsillo?
—Puede que se hayan llevado el arma los que lo han matado.
—Es posible. ¿Habéis mirado por los alrededores?
—Sí, señor. Y los de la Científica también lo han hecho. No hemos encontrado ni siquiera un casquillo. O se lo han llevado los asesinos o el arma era un revólver.
Uno de los cajones de la mesa estaba entreabierto. Dentro había unos hilos de rafia, un paquete de velas, una caja de cerillas de cocina, un martillo, clavos y tornillos.
—¿Lo habéis abierto vosotros?
—No, dottore. Ya estaba así cuando hemos llegado. Y así lo hemos dejado.
En una balda, delante del horno, había un rollo de cinta adhesiva marrón claro de tres dedos de ancho. Alguien lo debía de haber sacado del cajón entreabierto y había olvidado dejarlo de nuevo en su sitio.
El comisario se situó delante del horno y retiró el trozo de hojalata, que estaba simplemente apoyado en el borde de la boca.
—¿Me dais una linterna?
—Ahí dentro ya hemos mirado, pero no hay nada —dijo Fazio, entregándosela.
Pero sí había algo: un trapo blanco que se había vuelto enteramente negro a causa de la escoria. Por si fuera poco, dos dedos de impalpable hollín se habían amontonado justo detrás de la boca, como si los hubieran hecho caer desde la parte anterior del techo del horno.
El comisario volvió a colocar el trozo de hojalata en su sitio.
—Esta me la quedo yo —dijo, guardándose la linterna en el bolsillo.
Después hizo una cosa que a Fazio y Gallo les pareció un poco rara. Cerró los ojos y echó a andar a paso normal desde la pared a la que estaban adosados la cocina y el horno hasta la mesa, y luego regresó al punto de partida. En resumen, se puso a caminar arriba y abajo con los ojos cerrados como si se hubiera vuelto loco.
Fazio y Gallo no se atrevieron a preguntarle nada. Luego, el comisario se detuvo.
—Esta noche me quedo aquí —dijo—. Vosotros apagaréis la luz, cerraréis la puerta y las ventanas y pondréis los sellos. Tiene que parecer que aquí dentro no queda nadie.
—¿Y por qué razón tendría que volver alguien? —preguntó Fazio.
—No lo sé, pero vosotros haced lo que os digo. Tú, Fazio, lleva mi coche a Vigàta. Ah, una cosa: antes de iros, después de poner los sellos, id al establo a atender al asno. El pobre animal tiene que estar muriéndose de hambre y sed.
—Como usted mande —dijo Fazio—. ¿Quiere que mañana por la mañana venga a recogerlo en su coche?
—No, gracias. Regresaré a Vigàta a pie.
—¡Pero el camino es muy largo!
Montalbano miró a Fazio a los ojos y este no se atrevió a insistir.
—Señor comisario, ¿me aclara una duda antes de que me vaya? ¿Por qué nuestra reconstrucción de los hechos no funciona?
—Porque Firetto estaba comiendo sentado, de cara a la puerta. Si alguien hubiera entrado, lo habría visto y habría reaccionado. Pero aquí en la habitación todo está en orden, no hay la menor señal de lucha.
—¿Y qué? A lo mejor el primer hombre entró apuntando con un arma a Giacomo y, sin dejar de apuntarlo, le ordenó que no se moviera mientras el segundo rodeaba la mesa y le pegaba un tiro en la nuca.
—¿Y tú crees que un tipo como Giacomo Firetto, por lo que vosotros me habéis dicho, es capaz de dejarse matar mientras permanece inmóvil, muerto de miedo? A la desesperada, algo habría intentado hacer. Hala, buenas noches.
Los oyó cerrar la puerta, los oyó afanarse en colocar los sellos (un trozo de papel con un timbre y unos garabatos encima, fijado a una jamba con dos trocitos de cinta adhesiva), los oyó pegar brincos y soltar maldiciones en el establo mientras atendían al asno (por lo visto, el animal no quería ningún trato con dos extraños), los oyó poner en marcha el vehículo y alejarse. Y se quedó quieto junto a la mesa, en medio de la más absoluta oscuridad. A los pocos segundos, percibió el rumor de la lluvia que estaba empezado a caer otra vez.
Se quitó la chaqueta, la corbata que se había tenido que poner para asistir a la reunión palermitana, y la camisa, y se quedó desnudo de cintura para arriba. Con la linterna en la mano, se acercó directamente al horno, cogió el trozo de hojalata que cubría la boca y lo apoyó en el suelo procurando no hacer ruido, introdujo el brazo en el horno y pulsó el botón de la linterna. Después introdujo también todo el tronco, poniéndose de puntillas. Giró el torso y se quedó apoyado de espaldas al suelo, con la mitad del cuerpo en el interior del horno, y el trasero, las piernas y los pies fuera. Le cayó un poco de hollín en los ojos, pero aun así pudo ver el revólver pegado al techo del horno, justo detrás de la boca, con dos tiras de cinta de embalaje que brillaron a la luz. Apagó la linterna, colocó el trozo de hojalata de nuevo en su sitio, se limpió lo mejor que pudo con el pañuelo, se volvió a poner la camisa y la chaqueta y se guardó la corbata en el bolsillo.
Después se sentó en una silla que estaba casi delante de los dos hornillos. Y entonces, pero no sólo para pasar el rato, el comisario empezó a pensar en algo que había leído unos días atrás. Sostiene Pessoa, por boca de uno de sus personajes, el investigador Quaresma, que si alguien, al pasar por una calle, ve a un hombre tirado en la acera, instintivamente se pregunta: ¿por qué razón este hombre se ha caído aquí? Pero, sostiene Pessoa, eso ya es un razonamiento erróneo y, por consiguiente, una posibilidad de error efectivo. El que pasa por la calle no ha visto caer al hombre en aquel lugar, lo ha visto ya en el suelo. No es un hecho que el hombre se haya caído allí. Lo que sí es un hecho es que el hombre se encuentra en el suelo. Puede que se haya caído en otro sitio y lo hayan trasladado a la acera. Pueden ser muchas otras cosas, sostiene Pessoa.
Y, por tanto, ¿cómo explicarles a Fazio y a Gallo que lo único cierto en aquel asunto, aparte del muerto, era que Antonio Firetto no se encontraba en el lugar del crimen en el momento en que ellos habían llegado? Que se lo hubieran llevado los asesinos de su hijo no era un hecho, sino un razonamiento erróneo.
Después le vino a la mente otro ejemplo que reforzaba el primero. Sostiene Pessoa, siempre por medio de Quaresma, que, si un señor, mientras fuera está lloviendo y él se encuentra en el salón, ve entrar en la habitación a un hombre chorreando agua, inevitablemente tiende a pensar que el visitante lleva la ropa mojada porque ha estado bajo la lluvia. Pero este pensamiento no se puede considerar un hecho, pues el señor no ha visto con sus propios ojos al visitante en la calle bajo la lluvia. Podría ser, por el contrario, que le hubieran echado encima un barreño lleno de agua en el interior de la casa.
Entonces ¿cómo explicarles a Fazio y Gallo que un mafioso «ejecutado» con un certero disparo en la nuca no es necesariamente víctima de la propia mafia a causa de un error, de un principio de arrepentimiento?
Sostiene también Pessoa…
Ya no supo qué otra cosa estaba sosteniendo Pessoa en aquel momento. El cansancio del día le cayó encima de golpe como una capucha que añadiera más oscuridad a la que ya reinaba en la habitación. Inclinó la cabeza sobre el pecho y se quedó dormido, pero, antes de hundirse en el sueño, consiguió darse una orden a sí mismo: procura dormir como los gatos. Con el sueño ligero de los gatos, que parecen profundamente dormidos pero que, al mínimo peligro, pegan un brinco y se colocan en posición de defensa. No supo cuánto tiempo permaneció dormido con la ayuda del constante acompañamiento de la lluvia. Se despertó de golpe, exactamente igual que un gato, a causa de un leve ruido en la puerta de entrada. Podía ser cualquier animalillo. Después oyó girar una llave en la cerradura y abrirse cuidadosamente la puerta. Se puso rígido. La puerta se volvió a cerrar. No la había visto abrirse ni volver a cerrarse, no había observado la menor alteración en la muralla de densa oscuridad, tanto fuera como dentro de la casa. El hombre había entrado, pero se había quedado inmóvil junto a la puerta. El comisario tampoco se atrevía a moverse por temor a que hasta su respiración lo pudiera traicionar. ¿Por qué no se adelantaba? A lo mejor el hombre olfateaba una presencia extraña en el interior de la casa, como un animal que regresa a su madriguera. Al final, el hombre dio dos pasos en dirección a la mesa y se detuvo. El comisario se tranquilizó; si hubiera sido necesario, habría podido levantarse de un salto de la silla y agarrarlo. Pero no hizo falta.
—Cu si? —preguntó una voz de anciano, baja y firme.
«¿Quién eres?». Lo había olfateado de verdad, una sombra extraña entre la masa de sombras que llenaban la habitación, en cuyo interior ya sabía distinguir, por una vieja costumbre, lo que estaba en su sitio y lo que no. Montalbano se encontraba en desventaja: por mucho que se hubiera grabado en la mente la situación de todas las cosas, comprendió que el otro habría podido cerrar los ojos y moverse con entera libertad mientras que él, de manera absurda, sentía la necesidad, precisamente en medio de aquella espesa oscuridad, de mantener los ojos abiertos.
Comprendió también que hubiera sido un error irreparable pronunciar en aquel momento la palabra equivocada.
—Soy comisario. Soy Montalbano.
El hombre no se movió y no dijo nada.
—¿Sois Antonio Firetto?
El tratamiento de «vos» había brotado espontáneamente de sus labios en aquel tono especial de consideración, si no de respeto.
—Sí.
—¿Cuánto tiempo hacía que no veíais a Giacomo?
—Cinco años. ¿Usía me cree?
—Os creo.
Por consiguiente, durante todo el período de clandestinidad, su hijo no había aparecido por allí. Quizá no se atrevía.
—¿Y por qué vino ayer?
—El porqué no lo sé. Estaba cansado, muy cansado. No vino en coche, vino a pie. Entró, me abrazó, se tumbó en la cama sin quitarse los zapatos. Después se despertó y me dijo que tenía apetito. Entonces me di cuenta de que iba armado, había dejado un revólver sobre la mesita de noche. Yo le pregunté por qué iba armado y él me contestó que podía tener malos encuentros. Y se echó a reír. Y a mí se me heló la sangre en las venas.
—¿Por qué se os heló la sangre?
—Por su manera de reírse, señor comisario. Ya no nos dijimos nada más, él se quedó tumbado en la cama y yo me vine aquí para prepararle de comer. Sólo para él, yo no podía, notaba una mano de hierro que me apretaba la boca del estómago.
Interrumpió sus palabras y lanzó un suspiro. Montalbano respetó su silencio.
—La risa me retumbaba en la cabeza —añadió el anciano—. Era una risa que hablaba, que me contaba toda la verdad sobre mi hijo, la verdad que yo jamás había querido creer. Cuando las patatas estuvieron listas, lo llamé. Él se levantó, entró aquí, dejó el revólver encima de la mesa y se puso a comer. Y entonces yo le pregunté: «¿A cuántos cristianos has matado?». Y él, tan fresco como si estuviéramos hablando de hormigas: «A ocho». Y después dijo una cosa que no tenía que haberme dicho: «Hasta a un chaval de nueve años». Y siguió comiendo. ¡Virgencita santa, siguió comiendo! Entonces yo cogí el revólver y le pegué un tiro en la cabeza. Un solo disparo, como se hace con los condenados a muerte.
«Ejecutado», había dicho Fazio. Y había dicho bien. Esta vez la pausa fue muy larga. Después habló el comisario.
—¿Por qué habéis vuelto?
—Porque me quiero matar.
—¿Con el revólver que habéis escondido en el horno?
—Sí, señor. Era el de mi hijo. Falta una bala.
—Habéis tenido todo el tiempo necesario para mataros. ¿Por qué no lo habéis hecho enseguida?
—Me temblaba demasiado la mano.
—Os podíais ahorcar en un árbol.
—Yo no soy Judas, señor comisario.
Muy cierto, no era Judas. Y no podía arrojarse a un pozo como un desesperado. Era un poeta que no había querido ver la verdad hasta el final.
—Y ahora ¿qué hará? ¿Me detendrá?
Una vez más, la voz baja y firme, sin temblor.
—Debería hacerlo.
El viejo se movió con gran rapidez, pillando por sorpresa al comisario. En la oscuridad, Montalbano oyó caer al suelo el trozo de hojalata que cerraba la boca del horno. Ahora el viejo sostenía con toda seguridad el revólver en la mano y lo estaba apuntando con él. Pero el comisario no tenía miedo, sabía que sólo había que interpretar un papel. Se levantó muy despacio, pero, en cuanto estuvo de pie, experimentó una especie de sensación de vértigo, un cansancio hecho de losas de cemento que lo estaban sepultando.
—Estoy apuntando a usía —dijo el viejo—. Y le ordeno que salga inmediatamente de esta casa. Quiero morir aquí, con un disparo del revólver de mi hijo. Sentado en el mismo sitio donde yo le pegué un tiro a él. Si usía es un hombre, lo comprenderá.
Montalbano se encaminó lentamente hacia la puerta, la abrió y salió. Había dejado de llover. Y estaba seguro de que no encontraría a nadie que se ofreciera a llevarlo a Vigàta.