La señora Erminia Tòdaro, de ochenta y cinco años, esposa de un ferroviario jubilado, salió como todas las mañanas de casa para ir primero a misa y después a hacer la compra. La señora Erminia no era practicante por fe, sino más bien por falta de sueño, como les ocurre a casi todos los viejos: la misa matutina le servía para pasar un poco el rato en aquellos días que, año tras año, le iban resultando, cualquiera sabía por qué, cada vez más largos y vacíos. A aquella misma hora de la mañana, su marido, un exferroviario llamado Agustinu, se sentaba junto a la ventana, desde la cual se veía la calle, y no se movía de allí hasta que su mujer le decía que la comida ya estaba en la mesa. Así pues, la señora Erminia cruzó el portal, se arrebujó en el abrigo porque hacía un poco de frío y echó a andar. Llevaba colgado del brazo derecho un viejo bolso de color negro en el que guardaba el carné de identidad, la fotografía de su hija Catarina, de casada Genuardi, que vivía en Forlì, la fotografía de los tres hijos del matrimonio Genuardi, la fotografía de los hijos de los hijos del matrimonio Genuardi, una estampa con la imagen de santa Lucía, veintiséis mil liras en billetes y setecientas cincuenta en monedas. El exferroviario Agustinu declaró haber visto que al lado de su mujer circulaba un ciclomotor conducido por un hombre que llevaba casco. En determinado momento, el conductor del ciclomotor, como si se hubiera hartado de circular al paso de la señora Erminia, que ciertamente no se hubiera podido calificar de rápido, aceleró y adelantó a la mujer. Después hizo una cosa muy rara: giró en redondo y enfiló hacia la señora. Por la calle no pasaba ni un alma. A tres pasos de la señora Erminia, el motorista se detuvo, apoyó un pie en el suelo, sacó una pistola del bolsillo y apuntó a la mujer, que, como no era capaz de ver ni un perro a veinte centímetros de distancia, a pesar de los gruesos cristales de sus gafas, siguió caminando como si tal cosa en dirección al hombre que la estaba amenazando. Cuando la mujer se encontró casi cara a cara con él, vio el arma y se sorprendió muchísimo de que alguien tuviera algún motivo para pegarle un tiro.
—¿Qué haces, hijo mío, me quieres matar? —le preguntó, más sorprendida que asustada.
—Sí —contestó el hombre—, si no me das el bolso.
La señora Erminia se quitó el bolso del brazo y se lo entregó al hombre. En aquel momento, Agustinu ya había conseguido abrir la ventana. Se asomó aun a riesgo de desgraciarse y se puso a gritar:
—¡Socorro! ¡Socorro!
Entonces el motorista abrió fuego. Un solo disparo contra la señora, no contra el marido, que era quien estaba armando aquel escándalo. La mujer se desplomó, el hombre dio media vuelta con el ciclomotor, aceleró y desapareció. A los gritos del exferroviario se abrieron varias ventanas y tanto hombres como mujeres bajaron a la calle para prestar ayuda a la señora tendida en mitad de la calle. Enseguida comprobaron con alivio que la señora Erminia sólo se había desmayado del susto.
La señorita Esterina Mandracchia, de setenta y cinco años, maestra de primaria jubilada, jamás se había casado y vivía sola en un piso heredado de sus padres. La originalidad de las tres habitaciones, el cuarto de baño y la cocina de la señorita Esterina Mandracchia consistía en el hecho de que todas las paredes estaban enteramente tapizadas con centenares de estampas de santos. Además, había varias imágenes: una de la Virgen bajo una campana de cristal, un Niño Jesús, un san Antonio de Padua, un crucifijo, un san Gerlando, un san Calogero y otros de más difícil identificación. La señorita Mandracchia iba a la primera misa del día y después regresaba para las vísperas. Aquella mañana, dos días después del disparo contra la señora Erminia, la señorita salió de casa. Como le dijo posteriormente al comisario Montalbano, acababa de enfilar la calle de la iglesia cuando la adelantó un ciclomotor conducido por un hombre con casco. Tras recorrer unos pocos metros, el vehículo trazó una curva cerrada para volver atrás, se detuvo a pocos pasos de la señorita, y el hombre sacó una pistola. La exmaestra, a pesar de su edad, tenía muy buena vista. Levantó los brazos como había visto hacer en la televisión.
—Me rindo —dijo temblando.
—Dame el bolso —le dijo el hombre.
La señorita Esterina se lo quitó y se lo entregó. El hombre cogió el bolso y disparó, pero erró el tiro. Esterina Mandracchia no gritó y no se desmayó: simplemente se dirigió a la comisaría y presentó una denuncia. En el bolso, declaró, aparte de más de un centenar de estampas de santos, llevaba exactamente dieciocho mil trescientas liras.
—Como menos que un gorrión —le explicó a Montalbano—. Un panecillo me basta para dos días. ¿Qué necesidad tengo yo de ir por ahí con dinero en el bolso?
Pippo Ragonese, comentarista político de Televigàta, tenía dos cosas: una cara de culo de gallina y una retorcida fantasía que lo inducía a imaginar conspiraciones. Enemigo declarado de Montalbano, Ragonese aprovechó la ocasión para atacarlo una vez más. En efecto, afirmó que, detrás de los imperdonables tirones que habían sufrido las dos viejecitas, se ocultaba un propósito político muy definido, obra de unos extremistas de izquierdas no identificados que, con aquellas acciones terroristas, se proponían instaurar un nuevo ateísmo por la vía de disuadir a los creyentes de que fueran a la iglesia. La explicación de que la policía de Vigàta aún no hubiera conseguido detener al seudotironero había que buscarla en la inconsciente rémora que representaban las ideas políticas del comisario, que no tendían ciertamente ni hacia el centro ni hacia la derecha. «Inconsciente rémora», subrayó nada menos que dos veces el comentarista para evitar malos entendidos y denuncias.
Pero Montalbano no se enfadó, es más, soltó una buena carcajada. En cambio, al día siguiente no se rio cuando el jefe superior Bonetti-Alderighi lo mandó llamar. Ante un estupefacto Montalbano, el jefe superior no se casó con la tesis del comentarista, pero en cierto modo se comprometió con ella, e invitó al comisario a seguir «también» aquella pista.
—Pero, piénselo bien, señor jefe superior: ¿cuántos seudotironeros serían necesarios para disuadir a todas las viejecitas de Montelusa y provincia de que no fueran a la primera misa del día?
—Usted mismo, Montalbano, acaba de utilizar la palabra «seudotironeros». Convendrá conmigo, espero, en que no se trata de un modus operandi típico de un tironero. ¡Este saca siempre la pistola y dispara! Le bastaría con alargar el brazo y apoderarse tranquilamente de los bolsos. ¿Qué motivo hay para intentar matar a esas pobres mujeres?
—Señor jefe superior —dijo Montalbano, a quien se le habían pasado las ganas de tomar el pelo a su interlocutor—, sacar un arma, una pistola, no equivale a querer matar al amenazado; muy a menudo la amenaza no tiene valor trágico sino cognitivo. Eso, por lo menos, sostiene Roland Barthes.
—Y ese ¿quién es?
—Un eminente criminólogo francés —mintió Montalbano.
—¡A mí me importa un carajo ese criminólogo, Montalbano! ¡Este no sólo extrae el arma sino que, además, dispara!
—Pero no alcanza a las víctimas. Puede que se trate de un valor cognitivo acentuado.
—Póngase manos a la obra —lo cortó Bonetti-Alderighi.
—En mi opinión, es el clásico fulano drogado —dijo Mimì Augello.
—¿Pero no te das cuenta, Mimì? ¡En total, ha conseguido apoderarse de cuarenta y cinco mil liras con cincuenta! ¡Vendiendo las balas de la pistola seguramente ganaría mucho más! Por cierto, ¿las habéis encontrado?
—Hemos buscado pero no hemos encontrado nada. Cualquiera sabe adónde fueron a dar los disparos.
—¿Por qué disparará ese cabrón contra las viejas después de que le hayan entregado el bolso? ¿Y por qué falla?
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que lo hace a propósito, Mimì. Y nada más. Mira, la primera vez podemos suponer que reaccionó instintivamente cuando el marido de la señora Tòdaro empezó a pegar voces desde la ventana. Pero tampoco se entiende por qué, en lugar de disparar contra el hombre que gritaba, disparó contra la señora, que estaba a cuarenta centímetros de él. Un disparo desde cuarenta centímetros no se falla. La segunda vez, con la señorita Mandracchia, disparó mientras con la otra mano sujetaba el bolso. Entre ambos debía de haber un metro como mucho. Y esta segunda vez tampoco acierta. Así que ¿sabes qué pienso, Mimì? Yo creo que no erró los dos tiros.
—Ah, ¿no? ¿Y cómo es posible que las dos mujeres ni siquiera resultaran heridas?
—Porque usó balas de fogueo, Mimì. Haz una cosa, manda que analicen el vestido que llevaba aquella mañana la señora Erminia.
Acertó. Al día siguiente, los de la Científica de Montelusa comunicaron que, incluso con un simple examen superficial, se observaba en el vestido de la señora Tòdaro, a la altura del pecho, una gran mancha de residuos de pólvora.
—Entonces es que está loco —dijo Mimì Augello.
El comisario no contestó.
—¿No estás de acuerdo?
—No. Y, si es un loco… hay mucha lógica en su locura.
Augello, que no había leído Hamlet o que, si lo había leído, lo había olvidado, no captó la cita.
—¿Y qué lógica hay?
—Mimì, a nosotros nos corresponde descubrirla, ¿no te parece?
Inesperadamente, cuando en el pueblo ya casi no se comentaban las dos agresiones, el tironero (¿de qué otra manera se lo hubiera podido calificar?) volvió a las andadas. A las siete de la mañana de un domingo, con el acostumbrado ritual, consiguió que la señora Gesualda Bonmarito le entregara el bolso. Después disparó. La alcanzó de refilón en el hombro derecho. A fin de cuentas, una heridita de nada. Pero echaba por tierra la teoría del comisario acerca del revólver cargado únicamente con pólvora. A lo mejor, los restos de pólvora encontrados en el vestido de la señora Tòdaro se debían a un repentino giro de la muñeca del autor del disparo que, en el último momento, se había arrepentido de lo que estaba haciendo. Esta vez la bala se encontró y los de la Científica le comunicaron a Montalbano que se trataba muy probablemente de un arma antediluviana. En el bolso de la señora Gesualda, que tenía más miedo que daño, había once mil liras. Pero ¿cómo era posible que un tironero (o lo que fuera) andara por ahí robando por el método del tirón a unas viejecitas que iban a misa a primera hora de la mañana? En primer lugar, un tironero serio y profesional no va armado, y, en segundo, espera a la jubilada que sale de la oficina de Correos con su pensión o a la señora elegante que va a la peluquería. No, algo no encajaba en todo aquel asunto. Después de la herida sufrida por la señora Gesualda, Montalbano empezó a preocuparse. Como aquel imbécil siguiera disparando balas de verdad, más tarde o más temprano acabaría matando a alguna pobre desgraciada.
En efecto. Una mañana a las siete, la señora Antonia Joppolo, de cincuenta y tantos años, esposa del abogado Giuseppe, fue despertada de su sueño por el timbre del teléfono. Cogió el auricular y reconoció inmediatamente la voz de su marido.
—Ninetta, cariño —dijo el abogado.
—¿Qué ocurre? —preguntó la señora, inmediatamente alarmada.
—He tenido un pequeño accidente automovilístico a la entrada de Palermo. Estoy ingresado en una clínica. Te he querido avisar yo personalmente antes de que te enteraras por boca de otros. No te asustes, no es nada.
Pero la señora se asustó.
—Cojo el coche y voy ahora mismo.
Este diálogo se lo refirió el abogado Giuseppe Joppolo al comisario cuando este lo fue a ver a la clínica Sanatrix.
Era lógico, por tanto, suponer que la señora se vistió precipitadamente y salió corriendo de su casa para dirigirse al aparcamiento, situado a unos cien metros de distancia. Tras dar unos cuantos pasos, un ciclomotor la adelantó. Annibale Panebianco, que estaba saliendo en aquel momento del edificio en el que vivía, tuvo tiempo de ver cómo la señora le entregaba el bolso al hombre del ciclomotor, oír un disparo y asistir paralizado por el miedo a la caída al suelo de la pobrecilla y a la fuga de la moto. Cuando estuvo en condiciones de moverse y correr hacia la señora Joppolo, a la que conocía muy bien, ya no había nada que hacer, el disparo la había alcanzado de lleno en el pecho.
En su cama del hospital, el abogado Giuseppe estaba totalmente desesperado.
—¡La culpa es mía! ¡Y pensar que le dije que no viniera, que se quedara en casa, que no era nada grave! ¡Mi pobre Ninetta, cuánto me quería!
—¿Hacía mucho que se encontraba usted en Palermo, señor abogado?
—¡Qué va! La había dejado en Vigàta durmiendo y me había ido en mi coche a Palermo. Dos horas y media después sufrí el accidente, la llamé, ella insistió en venir a Palermo, ¡y ocurrió lo que ocurrió!
No pudo seguir, le faltaba el resuello de tanto sollozar. El comisario tuvo que esperar cinco minutos para que el hombre pudiera contestar a su última pregunta.
—Disculpe, abogado. ¿Su esposa solía llevar elevadas sumas de dinero en el bolso?
—¿Elevadas sumas? ¿Qué entiende usted por elevadas sumas? En casa tenemos una caja fuerte, donde siempre hay unos diez millones en efectivo. Pero ella sacaba lo estrictamente necesario. Por otra parte, hoy en día, con los cajeros automáticos, las tarjetas de crédito y el talonario, ¿qué necesidad hay de llevar mucho dinero encima? Bueno, esta vez, como tenía que venir a Palermo y debió de pensar que tendría que hacer frente a gastos imprevistos, es posible que sacara unos cuantos millones. Y debió de sacar también alguna joya. La pobre Ninetta acostumbraba a guardarse unas cuantas en el bolso cuando tenía que salir de Vigàta, aunque fuera por poco tiempo.
—Señor abogado, ¿cómo se produjo el accidente?
—Pues no sé, me debí de dormir. Fui a parar directamente contra un poste. No llevaba puesto el cinturón de seguridad; tengo dos costillas rotas, pero nada más.
Le volvió a temblar la barbilla.
—¡Y por una bobada como esta Ninetta ha perdido la vida!
«Es cierto que la víctima no se dirigía a la iglesia para rezar puesto que su meta era el aparcamiento —dijo el comentarista político de Televigàta insistiendo en su idea—. Pero ¿quién puede descartar que, antes de dirigirse a Palermo para reconfortar a su marido, la señora no se detuviera aunque sólo fuera unos minutos en la iglesia para elevar una oración por el abogado, que en aquellos momentos yacía en su lecho de dolor?». Por consiguiente, todo encajaba: aquel delito se tenía que atribuir a la secta de aquellos que, por medio del terror, querían vaciar las iglesias. Algo que ni en tiempos de Stalin ocurría. Estábamos por tanto en presencia de una espantosa escalation de violencia atea.
Hasta un furibundo Bonetti-Alderighi utilizó la palabra escalation.
—¡Es una escalation, Montalbano! ¡Primero, dispara sólo pólvora; después, hiere de refilón, y finalmente, mata! Nada de valor cognitivo como dice su criminólogo francés, ¿cómo se llama? ¡Ah, sí, Marthes! ¿Sabe usted quién era la víctima?
—La verdad es que todavía no he tenido tiempo de…
—Yo le ahorraré el tiempo. La señora Joppolo, aparte de ser una de las mujeres más ricas de la provincia, era prima del subsecretario Biondolillo, que ya me ha telefoneado. Y tenía amistades importantes, ¿qué digo importantes?, importantísimas en los círculos políticos y financieros de la isla. ¿Se da usted cuenta? Mire, Montalbano, vamos a hacer una cosa, y no se lo tome a mal: el encargado de la investigación será el Jefe de la Brigada Móvil, en colaboración, como es natural, con el juez suplente. Y usted le prestará su apoyo. ¿Le parece bien?
Esta vez, al comisario le parecía magnífico. La idea de tener que contestar a las inevitables preguntas del subsecretario Biondolillo y de todos los círculos políticos y financieros de la isla ya le estaba empezando a provocar sudores; no por miedo, desde luego, sino por el insoportable desagrado que le producía el mundo al que había pertenecido la señora Joppolo.
Las investigaciones de la Móvil, que Montalbano se guardó mucho de apoyar (entre otras cosas, porque nadie le pidió que las apoyara), se resolvieron con las detenciones de dos drogatas propietarios de ciclomotores. Unas detenciones que el juez de primera instancia se negó a confirmar. Ambos fueron puestos nuevamente en libertad y allí terminó la investigación, pese a lo cual el jefe superior Bonetti-Alderighi seguía insistiendo en explicarles al subsecretario Biondolillo y a los círculos políticos y financieros que el homicida no tardaría en ser identificado y detenido.
Como es natural, el comisario Montalbano llevó a cabo por su cuenta una investigación paralela y extraoficial. Y llegó a la conclusión de que muy pronto se produciría una nueva agresión. Se guardó mucho de decírselo al jefe superior, pero se lo comentó a Mimì Augello.
—¡Pero cómo! —saltó Augello—. ¿Dices que ese tío se va a cargar a otra mujer y te quedas aquí sentado, tan tranquilo? ¡Si estás tan seguro, hay que hacer algo!
—Calma, Mimì. Yo he dicho que atacará y disparará contra otra mujer, no que la matará. Hay una diferencia.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque disparará sólo con pólvora, como hizo las dos primeras veces. Porque es una tontería eso de que el asesino no disparó balas de fogueo y de que, en el último momento, se arrepintió y desvió el arma… Bobadas. Ha sido una escalation, como dice el jefe superior. Planeada con mucha inteligencia. Disparará sólo con pólvora, pongo la mano en el fuego.
—Salvo, a ver si lo entiendo. Como no será fácil atrapar al autor de los disparos, ¿tú crees que va a haber, por este orden, dos mujeres víctimas de disparos con pólvora, una que resultará herida de refilón y una última que será asesinada?
—No, Mimì. Si estoy en lo cierto, sólo habrá otra viejecita que será víctima de un disparo con pólvora y que se llevará un susto de muerte. Esperemos que su corazón aguante. Pero todo terminará ahí, ya no habrá más agresiones.
Dos meses después de los solemnes funerales por la señora Joppolo, el teléfono de Marinella sonó sobre las siete de la mañana, cuando Montalbano aún estaba durmiendo porque se había acostado a las cuatro. Soltando maldiciones, el comisario aulló:
—¿Quién es?
—Tenías razón —dijo la voz de Augello.
—¿De qué me estás hablando?
—Ha disparado contra otra viejecita.
—¿La ha matado?
—No. Probablemente ha sido un disparo de fogueo.
—Voy enseguida.
Bajo la ducha, el comisario se puso a cantar con toda la fuerza de sus pulmones O toreador ritorna vincitor.
Una viejecita, le había dicho Mimì por teléfono. La señora Rosa Lo Curto permanecía sentada muy tiesa delante de Montalbano. Gorda, fogosa y extravertida, aparentaba diez años menos de los sesenta que había declarado.
—¿Se dirigía usted a la iglesia, señora?
—¿Yo? Yo no pongo los pies en una iglesia desde que tenía ocho años.
—¿Está casada?
—Soy viuda desde hace cinco años. Me casé en Suiza por lo civil. No soporto a los curas.
—¿Por qué razón ha salido de casa tan temprano?
—Me ha llamado una amiga. Se llama Michela Bajo. Ha pasado una mala noche. Está enferma. Y yo entonces le he dicho que iba a verla. He cogido una botella de vino del bueno, del que a ella le gusta. Como no he encontrado una bolsa de plástico, llevaba la botella en la mano, total, la casa de Michela está a cinco minutos.
—¿Qué ha ocurrido exactamente?
—Lo de siempre. Me ha adelantado un ciclomotor. Ha girado en redondo y ha vuelto atrás. Se ha parado a dos pasos, ha sacado un revólver y me ha apuntado. «Dame el bolso», me ha dicho.
—¿Y usted qué ha hecho?
—Le he dicho: «No hay problema». He alargado la mano en la que sostenía el bolso. Y él, mientras lo cogía, me ha pegado un tiro. Pero yo no he notado nada, he comprendido que no me había dado. Entonces, con todas mis fuerzas, le he roto la botella en la mano que sujetaba el bolso y que tenía apoyada en el manillar, a punto para dar gas y largarse. Los de la comisaría han recogido los pedazos de la botella. Están manchados de sangre. Le debo de haber roto la mano al muy cabrón. El bolso se lo ha llevado. Pero no importa, dentro sólo llevaba unas cuantas decenas de miles de liras.
Montalbano se puso en pie y le estrechó la mano.
—Señora, mi más sincera admiración.
El comentarista político de Televigàta, puesto que, en el transcurso de una entrevista, la señora Lo Curto había declarado que la mañana de la agresión ni siquiera se le había pasado por la cabeza la idea de ir a la iglesia, evitó su argumento preferido, el de la conjura encaminada a conseguir la desertización de las iglesias.
El que no lo evitó fue Bonetti-Alderighi.
—¡No y no! ¿Ya empezamos otra vez? ¡Piense que la opinión pública se sublevará ante nuestra pasividad! Pero ¿por qué digo la nuestra? ¡La suya, Montalbano!
El comisario no pudo reprimir una sonrisita que intensificó las iras del jefe superior.
—Pero ¿por qué sonríe, maldita sea?
—Si me da un par de días, le traigo aquí a los dos.
—¿A qué dos?
—Al instigador y al ejecutor material de las agresiones y del homicidio.
—¿Bromea usted?
—De ninguna manera. Esta última agresión ya la había previsto. Era, ¿cómo le diría?, la prueba del nueve.
Bonetti-Alderighi se quedó pasmado y notó que le ardía la garganta. Llamó al ujier.
—Tráeme un vaso de agua. ¿Usted quiere uno también?
—Yo no —contestó Montalbano.
—¡Comisario! ¡Qué agradable sorpresa! ¿Cómo usted en Palermo?
—Estoy aquí para una investigación. Me quedaré unas cuantas horas y después regresaré a Vigàta. Me he enterado de que tanto en Vigàta como en Montelusa ha vendido todas las propiedades de su pobre esposa.
—Puede usted creerme, señor comisario, ya no soportaba vivir entre tan dolorosos recuerdos. He comprado este chalet en Palermo y aquí viviré a partir de ahora. Lo que no me hacía evocar dolorosos recuerdos lo he mandado traer aquí y lo demás lo he, ¿cómo diría?, enajenado.
—¿Ha enajenado también al gato? —le preguntó Montalbano.
El abogado Giuseppe Joppolo se quedó momentáneamente desconcertado.
—¿Qué gato?
—Dudù. El gato con el que tan encariñada estaba su esposa. También tenía un jilguero. ¿Los ha traído aquí con usted?
—Pues no. Me habría gustado, pero con todo el jaleo de la mudanza, por desgracia…, el gato se escapó y el jilguero, también. Por desgracia.
—Pues su esposa les tenía un gran cariño tanto al gato como al jilguero.
—Lo sé, lo sé. La pobrecita tenía esa manera infantil de…
—Perdone, señor abogado —lo interrumpió Montalbano—. Pero me he enterado de que entre usted y su esposa había diez años de diferencia. Quiero decir que usted tenía diez años menos que su mujer.
El abogado Giuseppe Joppolo se levantó de un salto de la silla y puso cara de indignación.
—Y eso ¿qué tiene que ver?
—En efecto, no tiene nada que ver. Cuando hay amor…
El abogado lo miró con lánguidos ojos entornados y no dijo nada. Montalbano añadió:
—Cuando se casó con ella, usted era prácticamente un pelagatos, ¿verdad?
—Fuera de esta casa.
—Enseguida me voy. Ahora, en cambio, con la herencia, es muy rico. Habrá heredado aproximadamente unos diez mil millones de liras. La muerte de las personas a las que amamos no siempre es una desgracia.
—¿Qué pretende insinuar? —preguntó el abogado, más pálido que un muerto.
—Simplemente eso: usted ordenó matar a su mujer. Y sé incluso quién lo hizo. Usted forjó un plan genial, me quito el sombrero. Las tres primeras agresiones fueron un falso objetivo pues el verdadero era la cuarta; el ataque mortal a su mujer. No se trataba de robar bolsos sino de disimular con robos fingidos el verdadero objetivo, el homicidio de su esposa.
—Perdone, pero después del homicidio de la pobre Ninetta me parece que en Vigàta intentaron cometer otro.
—Señor abogado, ya me he quitado el sombrero. Eso fue un toque de artista para apartar definitivamente de usted eventuales sospechas. Pero usted no pensó en el cariño que sentía su esposa por el gato Dudù y por el jilguero. Fue un error.
—¿Me quiere usted explicar qué estúpida historia es esa?
—No es tan estúpida, señor abogado. Verá, yo he llevado a cabo mis propias investigaciones. Muy precisas. Usted, cuando fui a verlo a la clínica después del accidente y el asesinato de su esposa, me dijo que había insistido mucho por teléfono en que la señora permaneciera en Vigàta. ¿Es eso cierto?
—¡Pues claro que sí!
—Mire, inmediatamente después del accidente, fue usted ingresado en la clínica, en una habitación de dos camas. El otro paciente estaba separado por una mampara. Usted, aturdido por el fingido accidente que, a pesar de todo, lo había dejado magullado, llamó a su mujer. A continuación, lo trasladaron a una habitación individual. Pero el otro paciente oyó la llamada. Está dispuesto a declarar. Usted le suplicó a su mujer que fuera a verlo a la clínica y le dijo que estaba muy mal. En cambio, a mí me dijo, y lo acaba de repetir ahora, que insistió en que su mujer no se moviera de Vigàta.
—¿Qué quiere usted que recuerde después de un accidente que…?
—Déjeme terminar. Hay más. Su esposa, preocupada por lo que usted le acababa de decir por teléfono, decidió trasladarse inmediatamente a Palermo. Pero tenía el problema del gato y el jilguero, pues no sabía cuánto tiempo permanecería ausente de casa. Despertó a la vecina con quien mantenía amistad y le contó que usted le había dicho que se encontraba al borde de la muerte. Por lo cual debía irse enseguida. Confió a su amiga y vecina el gato y el jilguero y bajó a la calle, donde la esperaba el asesino, listo para ejecutar el ingenioso plan que usted urdió.
El apuesto abogado Giuseppe Joppolo perdió el aplomo.
—No tienes ni una miserable prueba, cabronazo de mierda.
—A lo mejor usted no sabe que a su cómplice le machacó la mano el botellazo que le propinó su última víctima. Y tampoco sabe que fue a que lo curaran nada menos que al hospital de Montelusa. Lo hemos detenido. Mis hombres lo están sometiendo a un duro interrogatorio. Cuestión de horas. Confesará.
—¡Santo Dios! —exclamó el abogado, hundiéndose en la silla más próxima.
No había nada de cierto en la historia del cómplice detenido, era todo una trola, un auténtico farol o «salto al foso», como se decía en la jerga de la policía. Pero el abogado no había podido saltar el foso, había caído en él con todo el equipo.