La pobre Maria Castellino

—¿Hablo con Bonquidasa? ¿Eh? ¿Hablo con Bonquidasa? ¿Es usted en persona personalmente, dottori?

—Sí, Catarè, soy yo en persona.

La voz de Catarella sonaba muy lejana y apenas se le entendía.

—¿Desde dónde llamas?

—¿Desde dónde quiere que llame, dottori? Le llamo desde Vigàta.

—Ya, pero ¿por qué hablas así?

—Me he puesto un pañuelo en la boca, dottori.

—Y eso ¿por qué?

—Para que no me oigan los demás. Fazio me ha dado la orden terminante de hacerle esta llamada sólo a usted con usted.

—Entiendo, dime.

—Hay uno que ha matado a una puta.

—¿Lo habéis detenido?

—¿A quién?

—A ese que ha matado a la puta.

—No, dottori, no sabemos quién ha sido. Yo he dicho que ha sido uno porque, como la puta ha muerto estrangulada, alguien ha tenido que ser, digo yo…

—De acuerdo. Pero ¿qué quiere Fazio de mí?

—Fazio dice que de este asesinato el subcomisario Augello no entiende nada. A lo mejor, los carabineros llegan antes que nosotros. Pregunta si volverá usted pronto a Vigàta. Es más, Fazio ha dicho una cosa que yo no le puedo decir.

—Bueno, dímela de todos modos.

—Pues dice que, mientras nosotros estamos hundidos en la mierda, con todo el respeto, dottori, usted escurre el bulto en Bonquidasa.

—Muy bien, Catarè, dile a Fazio que volveré en cuanto pueda.

El comisario opuso a la invitación de Fazio una resistencia que apenas duró una hora. Después se vistió y salió. Al regresar a casa, llevaba en el bolsillo un billete de avión para el mediodía del día siguiente. La temida llegada de Livia se produjo a las seis en punto de la tarde. En cuanto lo vio, le echó los brazos al cuello.

—¡Dios mío, Salvo, no sabes cuánto me alegra regresar y encontrarte en casa!

¿Cuándo le diría que había decidido adelantar dos días el final de sus vacaciones en Boccadasse-Génova? ¿Antes o después de la cena? Optó por hacerlo después, entre otras cosas porque habían decidido ir a comer a un restaurante donde preparaban el pescado como el propio pescado exigía que lo prepararan. Y justo mientras esperaban la cuenta, Livia dijo algo que Montalbano comprendió que agravaría considerablemente la situación.

—¿Sabes, cariño?, mañana por la mañana tendremos que levantarnos temprano.

—¿Por qué?

—Porque iremos a pasar el día a Laigueglia, a casa de Dora, una amiga mía a la que no conoces, pero que seguramente te gustará.

—¿Y dónde está Laigueglia?

—Cerca de Savona. Su playa es prácticamente una prolongación de la de Alassio. Una pura delicia. Y, además, hay un sitio que se ha comprado el noruego…

—¿Qué noruego?

—Aquel que, con una especie de balsa, hizo…

—Thor Heyerdahl, la Kon-Tiki.

—Ese. Se llama Colla Micheri.

—¿Quién?

—El pueblecito que se ha comprado el noruego. ¿Qué te pasa?

—¿A mí?

—Sí, a ti. ¿Qué te pasa?

—Nada. ¿Qué quieres que me pase?

—Vamos, Salvo, que te conozco… No me estás escuchando.

Montalbano respiró hondo como si fuera a bucear a pulmón libre.

—Me voy mañana.

Por un instante, Livia, pillada a traición, siguió sonriendo.

—Ah, ¿sí? ¿Y adónde vas?

—Regreso a Vigàta.

—Pero si me habías dicho que te quedarías hasta el lunes —dijo ella mientras su sonrisa se apagaba lentamente como una cerilla.

—El caso es que…

—No me importa…

Se levantó, cogió el bolso y abandonó el restaurante. Montalbano pagó la cuenta tan deprisa como le fue posible y la siguió. Pero cuando llegó a la calle, el coche de Livia ya no estaba en el aparcamiento.

Regresó a casa en taxi y menos mal que tenía un duplicado de las llaves porque, tan cierto como la muerte, Livia jamás le hubiera abierto la puerta. Como no le abrió la puerta del dormitorio ni contestó a sus llamadas. Montalbano se quitó tristemente la ropa y se tumbó en el sofá del saloncito.

No consiguió pegar ojo y no paró de dar vueltas de un lado para otro. Hacia las cinco de la madrugada oyó que se abría la puerta del dormitorio y la voz de Livia:

—Ven a la cama, cabrón.

Se levantó a toda prisa. En parte porque le apetecía abrazar a su chica, y en parte porque estaba deseando tumbarse cómodamente.

—¿Por qué has vuelto antes de lo previsto? —le preguntó recelosamente Mimì Augello en cuanto lo vio aparecer en el despacho.

—Pues mira, Livia no le pudo decir que no a una amiga que la había invitado a pasar el fin de semana con ella, a mí no me apetecía y entonces… ¿Qué hacía yo solo en Boccadasse? ¿Hay alguna novedad?

—¿No la sabes?

Mimì aún se mostraba receloso, pues el repentino regreso de su jefe no lo convencía.

—¿Quién me la hubiera tenido que contar?

Augello lo miró; el rostro del comisario parecía tan inocente como el de un recién nacido.

—Han matado a una mujer.

—¿Cuándo?

—El mismo día que te fuiste.

—¿Quién era?

—Una puta. De setenta años.

El asombro de Montalbano fue tan auténtico que disipó la desconfianza de Mimì.

—¿Una puta septuagenaria? ¿Estás de guasa?

—¡De ninguna manera! A los setenta años aún seguía trabajando. Una buena mujer.

—Explícate mejor.

—Se llamaba Maria Castellino, maridada, dos hijos mayores.

Montalbano se quedó estupefacto.

—¿Qué quiere decir maridada?

—Salvo, la palabra no ha cambiado de significado durante los tres días que has estado en Boccadasse. Significa casada. Y tú conoces al marido. Es Serafino, el que trabaja de camarero en el bar Pistone.

—Aclárame una cosa. ¿Serafino se casó con ella antes o después de que se pusiera a hacer de puta?

—Durante. La empezó a tratar como cliente, descubrieron que estaban enamorados y se casaron. Un matrimonio feliz. Tienen dos hijos varones. Uno…

—Espera. Y este Serafino, después de la boda, ¿permitió que su mujer siguiera haciendo lo que hacía?

—Serafino me ha dicho que eso ni siquiera lo comentaban. A los dos les parecía natural que la mujer siguiera trabajando.

—¿Ejercía en su domicilio en ausencia del marido?

—No, señor. Serafino dice que la suya es una casa honrada y respetable. Ella se había buscado un catojo en el callejón Gramegna, una callecita de cuatro casas, casi en el campo. El catojo, una pequeña habitación de planta baja con una ventanita al lado de la puerta, estaba impecablemente limpio. ¡Y no te digo el cuarto de baño! Como los chorros del oro. Cuando la puerta del catojo estaba abierta, quería decir que ella estaba libre; en cambio, cuando estaba cerrada, significaba que estaba atendiendo a un cliente. La señora Gaudenzio dice que…

—Un momento. ¿Quién es la señora Gaudenzio?

—Una mujer que vive en el piso de encima del catojo.

—¿Otra puta?

—¡No, hombre, no! Es una mujer de treinta y tantos, madre de dos niños, uno de siete y otro de cinco años. Le tenían mucho cariño a la difunta, la llamaban la tía Maria.

—No empieces a divagar, Mimì. ¿Qué te ha dicho la señora Gaudenzio?

—Que la Castellino, cuando hacía buen tiempo, sacaba una silla y se sentaba en la calle al lado de la puerta, pero nunca montó ningún escándalo. Era muy discreta y reservada.

—Pero ¿cómo lo hacía para conseguir clientes?

—Hay una explicación. La señora Gaudenzio dice que eran todos ancianos, antiguos clientes, evidentemente.

—¿Jamás ningún muchacho?

—Algunas veces. Pero ¿por qué razón tendría un chaval que desahogarse con una mujer mayor, con la de putas guapísimas que andan sueltas por ahí?

—Eemm… Mimì, razones sí las hay. Tú no las puedes comprender porque tienes un fusil que no falla jamás, pero muchos de esos chavales que parecen tan chulos, a la hora de la verdad suelen mostrarse tímidos e inseguros. Y entonces una mujer mayor, comprensiva… ¿Me explico?

—Te explicas muy bien. Y algunas veces pudo haber sido algún chaval que no buscaba comprensión, como tú dices, sino que era simplemente un degenerado.

—¿Qué ha dicho el doctor Pasquano?

—El doctor ha dicho que, en su opinión, el asesino aturdió a la mujer con un puñetazo en la cara y después se quitó el cinturón de los pantalones, se lo colocó alrededor del cuello y tiró de él. Pasquano dice que se distingue la señal de la hebilla sobre la piel. Después se volvió a colocar el cinturón en su sitio y abandonó la casa. Y adiós muy buenas.

—¿Falta algo?

—Nada. El bolso en el que la mujer guardaba el dinero estaba sobre la mesita de noche, al lado de la cama.

—¿Cuál era la tarifa?

—Cincuenta mil liras.

—¿Y cuánto dinero había en el bolso?

—Doscientas cincuenta mil liras.

—¿Cuánto llevaba a casa al día? ¿Te lo ha dicho Serafino?

—Entre trescientas y trescientas cincuenta mil.

—O sea, que el que la mató debió de ser uno de los últimos clientes del día.

—Pasquano dice también que la muerte se produjo después de la digestión del almuerzo. Ah, ¿y sabes una cosa? Pasquano dice que no ha encontrado ningún indicio de relación sexual con el asesino.

—¿La víctima estaba vestida?

—Totalmente. Sólo se había quitado los zapatos para tumbarse. El hombre se tumbó a su lado, puede que también vestido, y, de pronto, le arreó un puñetazo.

—Está claro que el hombre fue a verla no para follar sino para hablar.

—Pero ¿de qué?

—Aquí está el quid de la cuestión —contestó Montalbano.

Tras haber descansado un par de horas en su casa de Marinella, el comisario cogió el coche para regresar a Vigàta. Le habían explicado muy bien dónde estaba el callejón Gramegna, pero, aun así, le costó un poco encontrarlo. Cuatro casas, había dicho Mimì, y eran efectivamente cuatro casas. Tres de ellas se utilizaban como viviendas y eran todas iguales, con un catojo en la planta baja y un minúsculo apartamento en el piso de arriba. El cuarto edificio era un almacén, cerrado con un candado oxidado. Estaba justo frente al catojo de Maria Castellino. En el suelo, delante de la puerta cerrada, había un ramo de flores. Dos chiquillos doblaron la esquina gritando y persiguiéndose. Al ver al forastero, se detuvieron en seco.

—¿La señora Gaudenzio es vuestra madre?

—Sí, señor —contestó el mayor de los dos.

—¿Está tu padre en casa?

—No, señor, mi padre trabaja hasta la noche.

—Y tu madre, ¿está?

—Sí, señor, ahora la llamo.

Cruzó corriendo el portal. El menor lo miraba fijamente.

—¿Me dices una cosa? —le preguntó el niño.

—Pues claro.

—¿Es verdad que la abuela se ha muerto?

Mimì se había equivocado, no la llamaban tía sino abuela. No le dio tiempo a buscar una respuesta, pues al pequeño balcón del piso de arriba se asomó una joven treintañera justo en el momento en que su hijo salía por el portal y se alejaba otra vez corriendo, seguido por su hermanito, que se había puesto a llorar cualquiera sabía por qué.

—¿Quién es usted?

—Soy el comisario Montalbano.

—Si quiere hablar conmigo, suba.

La casa estaba limpia y ordenada. Muebles baratos pero resplandecientemente abrillantados. Montalbano fue invitado a sentarse en un sillón del saloncito.

—¿Le apetece algo?

—No, gracias, señora. No la entretendré mucho.

—¿Qué quiere saber? Ya se lo he dicho todo al señor Augello.

Montalbano tuvo la impresión de que, al pronunciar aquel nombre, la joven y agraciadísima señora Gaudenzio se ponía ligeramente colorada. ¿Qué te apuestas a que el infalible Mimì ya había entrado en acción?

—He sabido que usted conocía muy bien a la pobre señora Maria.

Inmediatamente, dos lagrimones. La señora Gaudenzio era de las que no ocultaban sus sentimientos.

—Era como de la familia, señor comisario. Mis hijos la consideraban su abuela. El día de Reyes le gustaba que los niños dejaran los calcetines en el catojo. Y los encontraban siempre llenos de cosas que sólo su fantasía sabía inventar, unas cosas que les encantaban…

—¿La conocía desde hace tiempo?

—Desde hace ocho años. Vine a vivir aquí recién casada. Attilio, mi marido, trabaja en la central eléctrica. Mi segundo hijo, Pitrinu, el que tiene cinco años… Lo estaba esperando, faltaban pocos días para el parto, pero yo me caí por la escalera…, me puse a dar voces… La abuela Maria me oyó, vino corriendo… De no haber sido por ella, yo habría muerto, y Pitrinu, conmigo…

Se echó a llorar sin hacer el menor esfuerzo por reprimir las lágrimas.

—¡Era tan buena! Jamás armaba jaleo, jamás oímos una discusión con ninguno de sus clientes…

—¿Le hablaba a usted de sus clientes, señora?

—Nunca. Era tan muda como una tumba.

—O sea, que usted no está en condiciones de decirme nada.

—No, señor, pero tengo que contarle una cosa. Hoy mismo me la ha dicho mi hijo Casimiru, el mayor…

—¿Qué le ha dicho?

—Es algo que ocurrió hace diez días. La puerta del catojo estaba cerrada, Casimiru pasaba por delante al volver a casa y, de repente, oyó que la abuela Maria lo llamaba desde detrás de la ventanita medio cerrada. Le dijo que fuera corriendo al final del callejón y comprobara si había un hombre que se estaba alejando… Casimiru echó a correr y vio a un hombre que se iba. Regresó y se lo dijo a la abuela. Entonces ella abrió la puerta del catojo.

—Seguramente era alguien a quien no quería ver. Lo debió de ver acercarse y cerró la puerta como hacía cuando atendía a un cliente.

—Lo mismo pensé yo. Pero ¿qué hacemos, le cuenta usted la historia o se la cuento yo?

—¿A quién?

—Al señor Augello.

—Pues mire, yo lo aviso y usted se la cuenta a él con todo detalle.

—Gracias —dijo la señora Gaudenzio, enrojeciendo como un tomate.

Montalbano se levantó para marcharse.

—He visto delante de la puerta del catojo un ramo de flores. ¿Sabe usted quién lo ha traído?

—El señor Vasalicò.

—¿El director del instituto?

—Sí, señor. Venía una vez a la semana. Tanto cuando estaba casado como cuando se quedó viudo. Eran amigos.

—¿Has ido a hablar con la señora Gaudenzio? —preguntó enfurecido Mimì.

—Sí. ¿Está prohibido?

—No. Pero aquí y ahora vamos a aclarar una cosa de una vez por todas. ¿Quién lleva esta investigación, tú o yo?

—Tú, Mimì. Lo cual significa que, si yo me entero de algo útil, no te lo digo. ¿Te parece bien así?

—No seas gilipollas.

—No lo seas tú tampoco. ¿Me contestas a una pregunta?

—Pues claro.

—¿Te interesa más descubrir al asesino o los muslos de la señora Gaudenzio?

Mimì lo miró, reprimiendo una sonrisa.

—Ambas cosas, a ser posible.

—Mimì, tienes un morro que te lo pisas. Por cierto, ¿cómo se llama?

—Teresita.

—Pues bueno, corre a ver a Teresita antes de que el marido regrese de su turno en la central. Te dirá que la señora Maria tenía un cliente con el que ya no quería follar. O no quería empezar a follar.

* * *

Dottori? ¿Me permite una palabra? —preguntó Catarella, entrando en el despacho de Montalbano con pinta de perfecto conspirador.

—De acuerdo.

Catarella cerró la puerta a su espalda. Y se quedó donde estaba.

Dottori, ¿puedo cerrar con llave?

—Bueno —contestó Montalbano, resignado.

Catarella cerró la puerta con llave, se acercó a la mesa del comisario, apoyó las manos en ella y se inclinó hacia delante. Había comido algo con mucho ajo.

Dottori, he resuelto el caso. He cerrado porque no quiero que los otros se mueran de envidia al saber que yo he aclarado el asunto.

—¿Qué asunto?

—El de la puta, dottori.

—¿Y cómo lo has hecho?

—Anoche vi una pilícula en la tilivisión. Era la historia de uno que en América mataba a putas viejas.

—¿Un serialkiller?

—No, dottori, no se llamaba así. Me parece que se llamaba Yoni Uest o algo así.

—¿Y qué motivo tenía ese Yoni para matar a las putas viejas?

—Pues porque le recordaban a su madre, que era una puta. Y entonces yo pensé que la cosa era sencillísima. Basta con que usted, dottori, se ponga a buscar y lo resuelva todo.

—¿Y a quién tengo que buscar, Catarè?

—A un cliente de la puta que sea un hijo de puta.

Por teléfono, el profesor Vasalicò no puso ningún reparo, es más, se mostró sumamente amable.

—¿Quiere que vaya a la comisaría?

—Por Dios, señor director. Voy yo a su casa dentro de media hora aproximadamente. ¿Le parece bien?

—Lo espero.

Pero antes decidió acercarse un momento al bar Pistone. Serafino no estaba. El señor Pistone, sentado detrás de la caja, le explicó cómo y por qué le había concedido una semana de permiso al pobrecillo por la desgracia que le había ocurrido. El comisario le pidió la dirección del camarero.

El profesor Vasalicò era un hombre delgado y elegante. Hizo sentar al comisario en un estudio que, en realidad, era una enorme biblioteca cuyas estanterías cubrían todas las paredes de la habitación.

—Usted viene por lo de la pobre Maria, ¿verdad?

—Sí. Pero sólo porque he sabido que usted llevó un ramo de…

—Muy cierto. Y no he hecho nada por ocultarme de la señora que vive en el piso de arriba y a la que, por otra parte, conozco muy bien.

—¿Hacía mucho tiempo que visitaba a la… señora Maria?

—Yo tenía dieciocho años y ella diez más. Fue la primera mujer con la que estuve. Después, cuando me casé, nos seguimos viendo. No por… sino por amistad. Le daba consejos. Mi esposa lo sabía.

—¿Qué consejos le daba a la señora?

—Pues verá, Serafino es un buen hombre, pero es muy ignorante. Yo he guiado a sus hijos en los estudios.

—¿Qué hacen?

—Uno es geólogo y trabaja en Arabia. El otro es ingeniero y vive en Caracas. Ambos están casados y tienen hijos.

—¿Cómo eran las relaciones entre ellos?

—¿Entre los hijos y la madre, quiere decir? Excelentes. Ella me mostraba de vez en cuando las fotografías de los nietecitos que le enviaban…

—¿Venían a ver a sus padres?

—Sí, cada año, pero…

—Dígame.

—Hasta que se casaron. A lo mejor, temían que sus esposas se enteraran, ¿comprende? Ella sufría por eso y se consolaba con las fotografías.

—¿Sólo le pedía consejo acerca de la educación de sus hijos?

El director del instituto pareció dudar un poco.

—No… A veces me pedía consejo acerca de posibles inversiones…

—¿De qué?

—Tenía bastante dinero.

—¿Cuánto?

—No sabría decirle con exactitud… Seiscientos…, setecientos millones de liras… Y, además, la casa donde vivía con su marido era suya… Aquí en Vigàta tenía tres o cuatro apartamentos que alquilaba.

—¿Y usted entiende de eso?

—¿De qué?

—De inversiones, especulación…

—De vez en cuando juego a la Bolsa.

—¿E hizo jugar también a la señora Maria?

—Jamás.

—Dígame, ¿la señora Maria le reveló en confianza algún problema?

—¿En qué sentido?

—Bueno, con el oficio que ejercía, estaba expuesta a malos encuentros, ¿no cree?

—Que yo sepa, nunca tuvo ninguna dificultad. Sólo en el último mes parecía nerviosa…, distraída… Le pregunté qué le pasaba y me contestó que un cliente le había hecho unas proposiciones inaceptables y que ella lo había rechazado, pese a lo cual el hombre seguía insistiendo de vez en cuando.

Montalbano pensó en lo que le había dicho la señora Gaudenzio sobre la vez que la señora Maria, parapetada en su casa, había enviado a su hijo Casimiru a comprobar si cierto sujeto ya se había alejado de la calle.

—¿Le reveló el nombre del cliente?

—¿Bromea usted? Era la discreción personificada. Y gracias que me contó el episodio.

Mientras se dirigía a ver a Serafino, vio unos letreros orlados con franjas de luto, todavía húmedos de cola. Anunciaban que la ceremonia fúnebre por la señora Maria Castellino se celebraría al día siguiente, domingo, a las diez de la mañana en la iglesia de Cristo Rey. La casa de Serafino era también un dechado de limpieza. El más que septuagenario camarero del bar Pistone, que a Montalbano siempre se le había antojado una especie de tortuga, ahora le recordó un fósil prehistórico. Aunque pareciera imposible, la muerte de su mujer lo había envejecido aún más. Le temblaban las manos.

—Y pensar, señor comisario, que Maria había decidido retirarse. En cuestión de un mes lo habría dejado.

—¿Estaba cansada del trabajo que hacía?

—¿Cansada? No, señor. Lo hacía por mí.

—¿Tú no querías que siguiera?

—Por mí hubiera podido seguir mientras tuviera clientes. No, lo hacía para que yo no trabajara.

—Perdona, Serafì, pero no lo entiendo.

—Mire, señor comisario, yo trabajaba en el bar porque Maria llevaba la vida que llevaba. Yo trabajaba y me ganaba el pan para que en el pueblo no se dijera que vivía como un chulo a costa de mi mujer. Por eso me respetan todos, empezando por mi difunta mujer, Maria, y siguiendo por mis hijos.

—Serafì, ¿tu mujer te habló alguna vez de algún cliente que…?

—Comisario, Maria no me hablaba jamás de su trabajo y yo no le preguntaba nada de nada. Sólo el director Vasalicò, que al principio era un cliente y después se convirtió en amigo, venía aquí alguna vez.

—¿Por qué?

—Él y mi mujer hablaban. Se iban al comedor y hablaban de asuntos de negocios que yo no entiendo. Y yo me quedaba aquí en la sala de estar, viendo la televisión.

—Serafì, yo no conocí a tu mujer. ¿Tienes una buena fotografía de ella?

—Sí, señor. Se la hizo hace un mes para mandársela a sus hijos.

La señora Maria Castellino era una bella mujer, de aspecto muy serio. No iba excesivamente maquillada, pero cuidaba su aspecto. Y no sólo por el oficio que ejercía, pensó el comisario. Ponía tanto empeño en su aspecto como en la limpieza de su casa y del catojo.

—¿Me la puedes prestar?

Al cruzar el portal consultó el reloj. Ya eran las nueve de la noche. Subió al coche y se dirigió a Montelusa, donde estaban la administración y los estudios de Retelibera. Esperó a que su amigo Zito terminara el telediario y le rogó que le hiciera un favor mientras le entregaba la fotografía de la difunta.

Después volvió a subir al coche y se fue a Marinella sin pasar por la comisaría. La asistenta Adelina, que le limpiaba la casa y le preparaba la comida, tenía la manía de no contestar al teléfono («el teléfono da mala suerte»). Por eso Montalbano no había podido avisarla del adelanto de su regreso. Tuvo que arreglarse con lo que encontró en el frigorífico: aceitunas, higos secos, queso, anchoas. Descongeló un panecillo y se llevó la comida a la galería. La noche de septiembre era suavemente cálida y le infundía serenidad y confianza.

A las doce encendió el televisor. Zito cumplió su palabra. En determinado momento del telediario mostró la fotografía de Maria Castellino y señaló que el comisario Montalbano y el subcomisario Augello estaban reuniendo información acerca del homicidio y se dirigían y apelaban a la «sensibilidad de los viejos amigos de la señora», estas fueron sus palabras textuales. Garantizaban la máxima discreción y no era necesario acudir personalmente a la comisaría, bastaría con llamar por teléfono o escribir. Que lo dijeran todo, incluso los detalles que no consideraran importantes.

La idea dio resultado, pues la «sensibilidad de los viejos amigos» se disparó. A las ocho de la mañana del día siguiente, cuando llegó a la comisaría, le preguntó a Catarella:

—¿Ha habido llamadas?

—Sí, dottori. ¡Han llamado seis personas por el asunto de la puta asesinada! He escrito los nombres en este trocito de papel.

Cada nombre iba acompañado de un número de teléfono, señal de que no tenían que ocultar a nadie su intermitente relación con la mujer. Después de hacer las llamadas, resultó que los clientes interpelados eran todos sexagenarios y ninguno de ellos sabía nada.

La puerta se abrió de golpe y Montalbano se sobresaltó.

Era Catarella.

—¿Ha terminado de telefonear, dottori?

—Sí, pero ¿por qué tanta prisa?

—Porque desde las siete de la mañana hay uno que quiere hablar en persona personalmente del mismo asunto.

—¿Dónde está?

—En la sala de espera.

—¿Desde las siete de la mañana? ¿Y por qué no me lo has dicho al llegar?

—Porque, cuando usía ha llegado, me ha preguntado si había llamadas. Y yo se lo he dicho. No le he dicho lo del señor porque él no había llamado.

Como de costumbre, la lógica de Catarella era aplastante. El hombre que compareció ante el comisario era un cuarentón muy bien trajeado.

—Me llamo Marco Rampolla y ejerzo como pediatra en Montelusa. Vengo por lo de esa pobre prostituta asesinada.

—Tome asiento y dígame. ¿Usted la conocía?

—Sí. Fui a verla una vez. —Hizo una ligerísima pausa—. Para hablar con ella. Y establecer una línea común de actuación.

—¿Una línea común? ¿Acerca de qué?

—Acerca de mi padre. Está completamente loco, aunque no lo parezca.

—Mire, mejor será que me cuente la historia a su manera.

—Hace siete años murió mi madre. Un accidente de tráfico. Al volante iba mi padre, que quería muchísimo a mi madre. Le entró la manía de que había sido culpa suya…

—¿Y lo había sido?

—Por desgracia, sí. Desde entonces jamás volvió a ser el mismo. Depresiones, manías religiosas, obsesiones… He intentado someterlo a tratamiento. Pero nada, su estado se agrava día a día. Yo soy soltero, aunque lo seré por muy poco tiempo, y, por consiguiente, no ha sido problemático tenerlo en casa conmigo. Por otra parte, no era peligroso para nadie. Pero, hace aproximadamente un mes, regresó a casa muy alterado. Me contó que había venido aquí, a Vigàta, y que había visto a mi madre. Pero pasó de golpe de la alegría a la desesperación y me dijo que mi madre trabajaba como prostituta. Y eso él no lo podía consentir. Me asusté. En Montelusa hay un investigador privado y me puse en contacto con él. Tres días después, este me dijo que en Vigàta había una prostituta muy mayor. Entonces empecé a preocuparme en serio, entre otras cosas porque entonces mi padre se comportaba en determinados momentos con insólita violencia. Vine a Vigàta y hablé con aquella pobre mujer. Ella me dijo que le había contado la historia con todo detalle a un amigo suyo que era director de instituto y que, en caso de que le ocurriera algo, este acudiría a la policía. Le pedí a la señora que procurara no volver a verse con mi padre. Ella prometió no volver a recibirlo y cumplió su promesa. Pero, a causa de este rechazo, mi padre se mostraba cada vez más violento,

—¿Qué pretendía concretamente su padre?

—Que la mujer abandonara el oficio y volviera a vivir con él.

—¿Y cómo puede descartar que no haya sido su padre el que…?

—Verá, la víspera del asesinato de la pobre mujer, yo conseguí llevar a mi padre a una clínica de Palermo. Desde entonces no ha salido de allí. —Se introdujo una mano en el bolsillo y sacó una hojita de papel—. Aquí tengo la dirección y los teléfonos de la clínica. Puede comprobarlo.

—Dígame una cosa, ¿por qué se ha sentido obligado a contarme esta historia?

—Porque, habiendo de por medio un homicidio, no quisiera que saliera a relucir el nombre de mi padre. Por otra parte, si la mujer había informado de los hechos al director del instituto, lo más probable es que este ya se los hubiera comunicado a usted. Y usted hubiera seguido involuntariamente una pista falsa.

Cuando el médico se retiró, Montalbano no se tomó la molestia de llamar a la clínica de Palermo. Estaba seguro de que Marco Rampolla le había dicho la verdad.

Calculó que la ceremonia ya estaría a punto de terminar cuando se encaminó hacia la iglesia de Cristo Rey. Acertó. Apoyadas a ambos lados del pórtico había aproximadamente unas diez coronas de flores. El féretro abandonó la iglesia seguido de una nada de gente. El comisario se adelanto y estrechó la mano de Serafino, cuyo cuello presentaba en aquel momento unas arrugas milenarias.

—A mis hijos no les ha dado tiempo de venir. Me han prometido que estarán aquí el dos de noviembre, el día de Difuntos.

Estaba a punto de irse cuando lo alcanzó el director Vasalicò.

—Tengo que hablar con usted, señor comisario.

—¿No va a seguir el cortejo hasta el cementerio?

—Considero más útil hablar ahora mismo con usted.

Mientras ambos se encaminaban hacia la comisaría, el director empezó a hablar.

—He estado pensando mucho en nuestra conversación de ayer y me he dado cuenta de que mis palabras no fueron muy exactas en una cuestión que, bien mirada, me ha parecido extremadamente importante.

—Yo también quería preguntarle una cosa —dijo Montalbano.

—Dígame.

—Acerca de un cliente, ahora no me acuerdo muy bien, que, al parecer, le hizo a la señora unas proposiciones inaceptables, creo que esas fueron exactamente sus palabras. ¿Eran unas proposiciones inaceptables en el plano sexual?

—¡Hay que ver qué casualidad! —exclamó el director del instituto—. ¡De eso precisamente quería yo hablarle! No, señor comisario, era un hombre a quien se le había metido en la cabeza que Maria era su mujer y quería que volviera a vivir con él. Un loco de atar. Ese tipo pegó a Maria hasta hacerla sangrar. Un par de veces. Por consiguiente, es posible que…

—Espere. ¿Me está usted diciendo que ese loco, en respuesta a las negativas de la señora, perdió enteramente la cabeza y la mató?

—Es una hipótesis verosímil, ¿no cree?

—Muy verosímil. Pero ¿por qué no me lo dijo ayer?

—No sé, por escrúpulo. Antes de acusar a alguien que podría ser inocente…

—Comprendo su escrúpulo. Y se lo agradezco. ¿Conoce el nombre de ese hombre?

—Maria no me lo dijo. Pero a ustedes no les resultaría difícil…

Habían llegado a la comisaría.

—Le agradezco sinceramente su colaboración —dijo Montalbano.

—¿Oiga? ¿El doctor Rampolla? Soy el comisario Montalbano. ¿Tiene un momento?

—Sí, pregúnteme lo que quiera.

—¿Su padre le confesó alguna vez que había pegado a la señora Maria?

—No. Y no creo que lo hiciese.

—¿Por qué? Usted mismo me dijo que últimamente se mostraba muy violento.

—Mire, en las condiciones en que se encontraba y por la manera en que me hablaba, de haberlo hecho, me lo hubiera dicho. Pero hay otra cosa: cuando fui a hablar con aquella pobre mujer, ella no me dijo que mi padre le hubiera pegado. Me dijo que se mostraba insistente y amenazador. Pero no me habló de ninguna paliza. De haberla recibido, me lo habría dicho, ¿no cree? Y después de nuestra conversación, la mujer ya no volvió a recibir a mi padre, de eso estoy más que seguro.

Las palabras del médico coincidían con el relato del hijo de la señora Gaudenzio: con tal de no ver a aquel cliente en particular, la señora Maria prefería encerrarse en su casa.

* * *

Fue a la trattoria San Calogero a darse un atracón de lenguados fritos que le pintaron de color de rosa el futuro más inmediato. Después se dirigió a casa de Serafino.

El viejo le enseñó la mesa ya puesta.

—Las vecinas me han preparado la comida, pero no tengo apetito.

—Haz un esfuerzo, Serafì, y come. Si no ahora, quizá más tarde, cuando hayas descansado un poco. Te dejo enseguida. Dime una cosa. Tú ayer me dijiste que tu mujer y el director Vasalicò se sentaban aquí en el comedor y hablaban de negocios. ¿Es así?

—Sí, señor.

—¿Dónde están los documentos de esos negocios?

—Los he guardado todos en una maleta.

—¿Los has guardado? Y eso, ¿por qué?

—Porque esta noche sobre las nueve pasará el señor director y se los llevará. Dice que tiene que examinarlos atentamente para ver si a Maria le corresponde dinero de ciertas operaciones o no.

—Mira, Serafì, dame esa maleta. Antes de las nueve te la devuelvo.

—Como usía quiera.

La maleta pesaba una tonelada. Montalbano soltó una sarta de maldiciones y sudó la gota gorda. Pero, a medio camino, se encontró con Fazio, que fue su salvación.

Maria Castellino tenía ordenados los documentos con el mismo esmero con que tenía arreglada la casa. Contratos de alquiler, escrituras notariales de compra de apartamentos o tiendas, extractos de cuentas bancarias, cargos y abonos. El comisario tardó dos horas en examinar los documentos. Después cogió tres hojas que había apartado, se las guardó en el bolsillo y se dirigió al despacho de Mimì Augello.

—Mimì, tengo que hablar contigo.

* * *

Si el director del instituto se llevó una sorpresa al verlos, no lo dejó traslucir. Los hizo sentar en el salón.

—Le presento al subcomisario Augello —dijo Montalbano—. Señor director, he venido a decirle que la persona que usted me ha indicado amablemente esta mañana no puede ser el asesino.

—¿No? ¿Por qué?

—Porque la víspera del homicidio lo ingresaron en una clínica de Palermo. Es evidente que usted no conocía ese detalle.

—No —dijo el director, palideciendo.

Con toda calma, Montalbano encendió un cigarrillo y le hizo señas a Mimì de que siguiera él.

Antes de empezar a hablar, Augello sacó del bolsillo tres hojas de papel y las estudió como si quisiera aprendérselas de memoria.

—Señor director, la señora Maria era muy ordenada. Entre sus papeles, que usted conoce en parte, pues Serafino nos ha dicho que los consultaban juntos, hemos encontrado tres anotaciones escritas a mano por la difunta. Acerca de la autenticidad de la caligrafía no existe la menor duda. La primera nota dice: «Préstamo de cien millones al profesor Vasalicò».

El director esbozó una sonrisita de suficiencia.

—Si es por eso, tiene que haber una segunda anotación en la que se habla de un préstamo de doscientos millones más. Y tendría que corresponder a dos años atrás.

—Exacto. ¿Y conoce también el contenido de la tercera hojita?

—No. Pero no tiene importancia porque no pedí otros préstamos a Maria. Y los trescientos millones se los devolví.

—Es posible, señor director. Pero ¿adónde fueron a parar esos trescientos millones de liras? No hemos encontrado ni rastro de recibos de pagos de ese tipo. Y en su casa no los tenía.

—¿Y por qué me preguntan a mí dónde los guardó?

—¿Está usted seguro de que se los devolvió?

—Hasta el último céntimo.

—¿Cuándo?

—Deje que lo piense. Digamos que hace aproximadamente un mes.

—Pues mire, la tercera hoja, de la que todavía no hemos hablado, es el borrador de una carta que la señora Maria le envió hace exactamente diez días. Pedía la devolución de los trescientos millones.

—A ver si lo entiendo —dijo el director, levantándose—. ¿Me están ustedes acusando de haber matado a María por un asunto de dinero?

—La verdad, no tenemos pruebas —terció Montalbano.

—Pues entonces ¡salgan inmediatamente de esta casa!

—Sólo un momentito —dijo Mimì, más fresco que una lechuga.

Ahora venía el momento más delicado de la actuación, pero Mimì interpretó como Dios la mentira que ambos habían decidido contarle al director.

—¿Sabe usted que a la señora la estrangularon con un cinturón?

—Sí.

El director, todavía de pie, lo escuchaba con los brazos cruzados.

—Pues bien, la hebilla, según el forense, produjo una profunda herida en el cuello de la víctima. Y no sólo eso, sino que, además, el cuero dejó unos restos microscópicos en la piel. Ahora yo le pido oficialmente que me entregue todos los cinturones que tenga, empezando por el que lleva en este momento.

El director se hundió repentinamente en el sillón. Le habían fallado las rodillas.

—Quería que le devolviera el dinero —farfulló—. Yo no lo tenía, lo perdí en la Bolsa. Amenazó con denunciarme y entonces yo…

Montalbano se levantó, cruzó la puerta y empezó a bajar la escalera. Lo que el director le iba a explicar a Mimì ya no le interesaba.