La noche era negra como la tinta, y unas enfurecidas ráfagas de viento alternaban con aguaceros fugaces tan malintencionados que parecían querer traspasar los tejados. Montalbano acababa de regresar a casa muy cansado porque el trabajo de aquel día había sido duro y, sobre todo, mentalmente agotador. Abrió la puerta acristalada que daba acceso a la galería: el mar se había comido la playa y casi rozaba la casa. No, mejor no salir, lo único que podía hacer era ducharse e irse a la cama con un libro. Sí, pero ¿cuál? Era capaz de pasarse una hora eligiendo el libro más apropiado para compartir con él la cama y las últimas reflexiones del día. En primer lugar, estaba la elección del género, el más adecuado para el estado de ánimo de la velada. ¿Un ensayo histórico sobre los acontecimientos del siglo? Era preciso ir con pies de plomo: con tantos revisionistas como había últimamente, igual te tropezabas con uno que te contaba que Hitler había sido, en realidad, un sujeto pagado por los judíos para que los convirtiera en víctimas de las que todo el mundo se apiadase. Y entonces te ponías nervioso y no pegabas ojo en toda la noche. ¿Una novela negra? Sí, pero ¿de qué tipo? Quizá lo más indicado para la ocasión fuera una de aquellas novelas inglesas, preferentemente escritas por una mujer, llenas de enrevesados sentimientos, que, al cabo de tres páginas, te aburren mortalmente. Alargó la mano para coger una que todavía no había leído y, justo en aquel momento, sonó el teléfono. ¡Jesús! Había olvidado telefonear a Livia y seguro que era ella, que le llamaba preocupada. Levantó el auricular.
—¿Oiga? ¿Es la casa del comisario Montalbano?
—Sí. ¿Con quién hablo?
—Soy Orazio Genco.
¿Qué querría Orazio Genco, el casi septuagenario desvalijador de viviendas? A Montalbano le caía bien aquel ladrón que jamás en su vida había cometido una acción violenta, y el otro intuía su simpatía.
—¿Qué ocurre, Orà?
—Tengo que hablar con usted, dottore.
—¿Se trata de algo serio?
—No sé explicarlo, dottore. Es una cosa muy rara que no me deja tranquilo. Pero es mejor que usía lo sepa.
—¿Quieres venir a mi casa?
—Sí, señor.
—¿Cómo vendrás?
—En bicicleta.
—¿En bicicleta? Aparte de que vas a pillar una pulmonía, cuando llegues aquí ya habrá amanecido.
—Pues entonces ¿cómo lo hacemos?
—¿Desde dónde me llamas?
—Desde la cabina que hay delante del monumento a los caídos.
—No te muevas de ahí, por lo menos estarás resguardado. Cojo el coche y me planto en un cuarto de hora. Espérame.
Llegó un poco más tarde porque, antes de salir, se le había ocurrido una buena idea: llenar un termo con café muy caliente. Sentado dentro del vehículo al lado del comisario, Orazio Genco se bebió el contenido de un vaso de plástico lleno hasta el borde.
—Menudo frío he pasado.
Chasqueó la lengua, complacido.
—Y ahora lo que yo necesitaría es un buen cigarrillo.
Montalbano le ofreció la cajetilla y le encendió el pitillo.
—¿Necesitas algo más? Orà, no me habrás hecho venir corriendo hasta aquí porque te apetecían un café y un cigarrillo, ¿verdad?
—Comisario, esta noche he ido a robar.
—Pues ahora yo voy y te detengo.
—No me he explicado bien, comisario: esta noche tenía intención de ir a robar.
—¿Y has cambiado de idea?
—Sí, señor.
—¿Por qué?
—Ahora se lo digo. Hasta hace unos cuantos años yo trabajaba en los chaletitos que hay en primera línea de playa, cuando los propietarios se iban porque llegaba el mal tiempo. Ahora las cosas han cambiado.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que los chaletitos ya no están deshabitados. Ahora la gente se queda hasta en invierno; total, con el coche van a donde quieren. O sea que ahora a mí me da lo mismo robar en el pueblo que en los chaletitos.
—¿Adónde has ido esta noche?
—Aquí mismo, al pueblo. ¿Conoce usía el taller mecánico de Giugiù Loreto?
—¿El de la carretera de Villaseta? Sí.
—Justo encima del taller hay dos apartamentos.
—¡Pero si son viviendas de gente muy pobre! ¿Qué vas a robar allí? ¿Un televisor en blanco y negro descacharrado?
—Disculpe, comisario. ¿Sabe quién vive en uno de los apartamentos? Tanino Bracceri. Seguro que usía lo conoce.
¡Vaya si conocía a Tanino Bracceri! Un tipo cincuentón, cien kilos de mierda y de manteca rancia, en comparación con el cual un cerdo cebado para la matanza parecería un figurín, un modelo de alta costura. Un miserable usurero que, según se decía, algunas veces se hacía pagar en especie, chiquillos o chiquillas, el sexo no importaba, desventurados hijos de sus víctimas. Montalbano jamás había conseguido echarle el guante, cosa que habría hecho con gran satisfacción, pero nunca se había producido ninguna denuncia formal. La idea de Orazio Genco de ir a robar a la casa de Tanino Bracceri recibió la aprobación incondicional del guardián de la ley y el orden señor comisario Salvo Montalbano.
—¿Y por qué no lo has hecho? Por una cosa así, soy capaz de no detenerte.
—Yo sabía que Tanino se acuesta cada noche a las diez en punto. En el otro apartamento y en el mismo rellano vive una pareja de ancianos a los que jamás se ve por la calle. Llevan una vida muy retirada. Dos jubilados, marido y mujer. Se apellidan Di Giovanni. Por eso yo estaba tranquilo, porque entre otras cosas sé que Tanino se atiborra de somníferos para poder dormir. Llegué al taller mecánico, esperé un poco, con este tiempo de perros no pasaba ni un alma, y entonces abrí el portal de al lado y entré. La escalera estaba a oscuras. Encendí la linterna y subí rápidamente. Al llegar al rellano, saqué las herramientas. Pero entonces vi que la puerta de los Di Giovanni sólo estaba entornada. Pensé que los dos viejos habrían olvidado cerrarla. Temí que estos, con la puerta abierta, pudieran oír algún ruido. Me acerqué para cerrarla con cuidado. Entonces vi que en ella habían clavado un trozo de papel como esos que dicen «Vuelvo enseguida» o cosas de este tipo.
—Pero ese ¿qué decía?
—Ahora no me acuerdo. Sólo me ha quedado en la memoria una palabra: general.
—El que vive allí, Di Giovanni, ¿es un general?
—No lo sé, puede que sí.
—Sigue.
—Fui a cerrarla muy despacio, pero la tentación de una puerta medio abierta era demasiado fuerte. El recibidor estaba a oscuras, lo mismo que el comedor y la sala de estar. En cambio, en el dormitorio había luz. Me acerqué a la habitación y casi me da un ataque. Sobre la cama de matrimonio, vestida de punta en blanco, había una muerta, una anciana.
—¿Cómo sabes que estaba muerta?
—Comisario, la mujer tenía las manos cruzadas sobre el pecho, le habían entrelazado un rosario en los dedos y después le habían anudado un pañuelo alrededor de la cabeza para que no se le abriera la boca. Pero lo mejor viene ahora. A los pies de la cama había un hombre sentado en una silla, de espaldas a mí. Lloraba el pobrecillo, debía de ser el marido.
—Orà, has tenido mala suerte, ¿qué se le va a hacer? El hombre estaba velando el cadáver de su mujer.
—Sí. Pero, en un momento dado, cogió una cosa que tenía sobre las rodillas y se apuntó con ella a la cabeza. Era una pistola, comisario.
—Dios mío. ¿Y qué has hecho?
—Afortunadamente, mientras yo estaba allí sin saber qué hacer, parecía que el hombre se arrepentía y dejó caer el brazo con el arma; puede que, en el último momento, le faltara el valor. Entonces retrocedí sin hacer ruido, regresé al recibidor, salí de la casa y di un portazo tan fuerte como un cañonazo. Para que se le pasara la idea de matarse durante un buen rato. Y llamé a usía.
Montalbano tardó un poco en hablar, estaba pensando. A esas horas lo más probable era que el viudo ya se hubiera matado. O a lo mejor aún estaba allí, debatiéndose entre el deseo de vivir y el de abandonar este mundo. Tomó una decisión y se puso en marcha.
—¿Adónde vamos? —preguntó Orazio Genco.
—Al taller de Giugiù Loreto. ¿Dónde has dejado la bicicleta?
—No se preocupe, está atada con una cadena a un poste.
Montalbano se detuvo delante del taller.
—¿Has cerrado tú el portal?
—Sí, señor, cuando he ido a telefonear a usía.
—¿Te parece que se ve luz a través de las ventanas?
—Creo que no.
—Presta mucha atención, Orà: baja, abre el portal, entra y ve a ver qué ocurre en la casa. Veas lo que veas, procura que no te oiga nadie.
—¿Y usía?
—Daré el agua.
De tanto como se rio, Orazio tuvo un acceso de tos. Cuando se calmó, descendió del vehículo, cruzó la calle, abrió en un abrir y cerrar de ojos el portal y lo cerró a su espalda. Ya no llovía, pero, en cambio, el viento soplaba con más fuerza que antes. El comisario encendió un cigarrillo. Al cabo de menos de diez minutos, volvió a aparecer Orazio Genco, cerró el portal, cruzó la calle corriendo, abrió la portezuela y subió al coche. Temblaba, pero no de frío.
—Vámonos de aquí.
Montalbano obedeció.
—¿Qué te pasa?
—Me he llevado un susto de muerte.
—¡Habla de una vez!
—La puerta estaba cerrada, la he abierto y…
—¿El trozo de papel seguía en su sitio?
—Sí, señor. He entrado. Todo estaba igual que antes y el dormitorio seguía con la luz encendida. Me he acercado… Señor comisario, ¡la muerta no estaba muerta!
—Pero ¿qué dices?
—Lo que oye. El muerto era él, el general. Tendido en la cama como antes estaba su mujer, con el rosario y el pañuelo.
—¿Has visto sangre?
—No, señor. Me ha parecido que la cara del muerto estaba limpia.
—Y la mujer, la exdifunta, ¿qué hacía?
—Estaba sentada en una silla a los pies de la cama y lloraba mientras se apuntaba a la cabeza con una pistola.
—Orà, no estarás de guasa, ¿verdad?
—¿Qué motivo tendría, comisario?
—Vamos, te llevo a tu casa. Deja la bicicleta, que hace frío.
¿Son libres dos ancianos, marido y mujer, de hacer por la noche en su casa lo que les dé la gana? ¿Disfrazarse de indios, caminar a gatas, colgarse del techo boca abajo? Por supuesto que sí. ¿Pues entonces? Si Orazio Genco no hubiera tenido tantos escrúpulos, él no se habría enterado de toda aquella historia y habría dormido como un bendito las tres horas de sueño que le quedaban en lugar de dar vueltas y más vueltas en la cama como estaba haciendo ahora entre maldiciones, preso de un nerviosismo creciente. No había manera: ante una situación que no encajaba, se comportaba como Orazio Genco delante de una puerta entornada, tenía que entrar y descubrir el porqué y el cómo. ¿Qué significado tendría aquella especie de ceremonia?
—¡Fazio! ¡Ven inmediatamente! —dijo Montalbano mientras entraba en su despacho.
La mañana estaba peor que la noche anterior, nublada y fría.
—Fazio no está, dottore —dijo Gallo, presentándose en lugar de su compañero.
—¿Dónde está?
—Anoche hubo un tiroteo y mataron a uno de los Sinagra. Estaba cantado. Ya sabe: una vez le toca a uno de una familia y otra a uno de la otra.
—¿Augello está con Fazio?
—Sí, señor. Aquí estamos Galluzzo, Catarella y yo.
—Oye, Gallo, ¿tú sabes dónde está el taller de Giugiù Loreto?
—Sí, señor.
—Encima del taller hay dos apartamentos. En uno de ellos vive Tanino Bracceri y en el otro un matrimonio de ancianos. Quiero saberlo todo acerca de ellos. Ve enseguida.
—Pues bueno, dottore. Él se llama Andrea di Giovanni, de ochenta y cuatro años, jubilado y natural de Vigàta. Ella se llama Emanuela Zaccaria, natural de Roma, de ochenta y dos años, jubilada. No tienen hijos. Llevan una vida muy retirada, pero no lo deben de pasar muy mal, pues todo el edificio era propiedad de Di Giovanni, a quien se lo dejó en herencia su padre. Vendió un apartamento a Tanino Bracceri, pero conserva el suyo y el taller que tiene alquilado a Giugiù Loreto. Antes vivían en Roma, pero hace unos quince años se trasladaron a vivir aquí.
—¿Él era general?
—¿Quién?
—¿Cómo quién? ¿Este Di Giovanni era general?
—¡Qué va! Eran actores, tanto el marido como la mujer. Giugiù me ha dicho que tienen el salón lleno de fotografías de teatro y de cine. Le han contado a Giugiù que han trabajado con los actores más importantes, pero siempre como… espere que miro lo que he escrito, como actores de reparto.
Estaba claro que seguían en activo. O quizá repasaban antiguas escenas interpretadas quién sabe cuándo. A lo mejor representaban la escena de mayor éxito de toda su carrera, aquella en la que habían sido más aplaudidos… Pero no. No era posible: el intercambio de papeles no tenía sentido. Tenía que haber una explicación y Montalbano quería conocerla. Cuando se le metía una cosa en la cabeza, no había manera. Tendría que buscar un pretexto para hablar con los señores Di Giovanni.
La puerta golpeó violentamente contra la pared, el comisario se sobresaltó y reprimió a duras penas un irresistible impulso homicida.
—Catarè te he dicho mil veces…
—Pido perdón, dottori, pero se me ha ido la mano.
—¿Qué ocurre?
—Dottori, está aquí Orazio Genico, el ladrón, que dice que quiere hablar con usted en persona personalmente. A lo mejor se quiere entreigar.
—Entregar, Catarè. Hazlo pasar.
—¿Sabe que esta noche no he podido dormir? —dijo Orazio Genco nada más entrar.
—Si es por eso, yo tampoco. ¿Qué quieres?
—Comisario, hace media hora estaba tomando café con un amigo al que detuvieron los carabineros y que se ha pasado tres años en la cárcel. Y me decía: «¡Me encerraron en chirona sin pruebas, como si fuera un ensayo! ¡Como si fuera un ensayo!». Entonces, esta palabra, «ensayo», me hizo recordar lo que había escrito en la hoja clavada en la puerta de los dos viejos. Decía, ahora lo recuerdo muy bien: «Ensayo general». Por eso pensé que, a lo mejor, él era general.
Le dio las gracias a Orazio Genco y este se retiró. Poco después apareció Fazio.
—¿Me buscaba esta mañana, dottore?
—Sí. Te has ido con Mimì por lo del homicidio aquel. Pero yo sólo quisiera saber una cosa: ¿por qué ni tú ni el subcomisario Augello os habéis dignado avisarme de que había un muerto?
—Pero ¿qué dice, señor comisario? ¿Sabe cuántas veces hemos llamado a su casa de Marinella? Pero usted no contestaba. ¿Es que había desenchufado el teléfono?
No, no tenía el teléfono desenchufado. Estaba fuera de casa, dándole el agua a un ladrón.
—Háblame de ese asesinato, Fazio.
El asesinato lo tuvo ocupado hasta las cinco de la tarde. Después le vino de pronto a la mente el asunto de los Di Giovanni. Y se preocupó. Los viejos habían dejado una nota en la puerta para anunciar que estaban haciendo un ensayo general. Lo cual, si se hubiera tratado de una obra de teatro, significaría que, al día siguiente, se habría producido el estreno del espectáculo.
¿Qué era para los Di Giovanni el espectáculo? ¿Quizá la escenificación real de lo que habían ensayado la víspera, es decir, una muerte y un suicidio auténticos? Se inquietó y cogió la guía telefónica.
—¿Oiga? ¿Casa Di Giovanni? Soy el comisario Montalbano.
—Sí, soy Andrea di Giovanni, dígame.
—Quisiera hablar con usted.
—Pero ¿qué clase de comisario es usted?
—Comisario de policía.
—Ah. ¿Y qué quiere de mí la policía?
—Nada importante, se lo aseguro. Se trata de una curiosidad de carácter exclusivamente personal.
—¿Y cuál es esa curiosidad?
Aquí se le ocurrió una idea.
—Me he enterado por pura casualidad de que ustedes dos han sido actores.
—Es cierto.
—Pues verá, soy un entusiasta del teatro y del cine. Quisiera saber…
—Será usted bienvenido, señor comisario. En este país, no hay ni una sola persona, ni una sola digo, que entienda de teatro.
—Dentro de una hora como máximo estoy ahí, ¿le parece bien?
—Cuando usted quiera.
Ella parecía un pajarillo implume caído del nido, y él, una especie de perro San Bernardo pelado y medio ciego. La casa estaba limpia como los chorros del oro y en perfecto orden. Lo hicieron sentar en un silloncito y ellos se acomodaron muy juntos en un sofá, probablemente en la posición que solían adoptar cuando veían la televisión que tenían delante. Montalbano clavó los ojos en una de las cien fotografías que cubrían las paredes y dijo:
—¿Pero ese no es Ruggero Ruggeri en El placer de la honradez de Pirandello?
A partir de aquel momento, se produjo un alud de nombres y títulos. Sem Benelli y La cena de las burlas, y, también de Pirandello, Seis personajes en busca de autor; Ugo Betti y Corrupción en el Palacio de Justicia, mezclados con Ruggeri, Ricci, Maltagliati, Cervi, Melnati, Viarisio, Besozzi… La retahíla duró una hora larga, al cabo de la cual Montalbano estaba como atontado y los viejos actores se mostraban felices y rejuvenecidos. Hubo una pausa en cuyo transcurso el comisario aceptó de buen grado un vaso de whisky, seguramente comprado a toda prisa por el señor Di Giovanni para la ocasión. Cuando reanudaron la conversación, esta se centró en el cine, que a los viejos no les interesaba demasiado. Y en la televisión, que les interesaba todavía menos:
—Pero ¿no ve usted, señor comisario, lo que emiten? Cancioncillas y juegos. Cuando ofrecen algo de teatro, de Pascuas a Ramos, nos entran ganas de llorar.
Ahora, una vez agotado el tema del espectáculo, Montalbano tendría forzosamente que formular la pregunta por la cual se había presentado en aquella casa.
—Anoche estuve aquí —dijo, sonriendo.
—¿Aquí, dónde?
—En el rellano de ustedes. El señor Bracceri me había llamado por un asunto que, al final, resultó que no tenía importancia. Ustedes habían olvidado cerrar la puerta y yo me tomé la libertad de cerrarla.
—Ah, fue usted.
—Sí, y les pido disculpas por haber hecho quizá demasiado ruido. Pero había algo que despertó mi curiosidad. En su puerta había clavada, con una chincheta, si no me equivoco, una hoja de papel que decía: «Ensayo general». —Sonrió con aire distraído—. ¿Qué estaban ustedes ensayando?
Ambos se pusieron repentinamente serios y se acercaron todavía más el uno al otro; con un gesto de lo más natural, repetido millares de veces, se cogieron de la mano y se miraron. Después, Andrea di Giovanni dijo:
—Estábamos ensayando nuestra muerte.
Al ver que Montalbano se quedaba petrificado, añadió:
—Pero, por desgracia, no se trata de un guión.
Esta vez, fue ella quien habló.
—Cuando nos casamos, yo tenía diecinueve años y él veintidós. Siempre hemos estado juntos, jamás aceptamos contratos con compañías distintas y, por este motivo, algunas veces llegamos a pasar hambre. Después, cuando fuimos demasiado viejos para poder trabajar, nos retiramos aquí.
Siguió él.
—Teníamos molestias desde hacía algún tiempo. Son cosas de la edad, nos decíamos. Fuimos al médico y nos dijo que los dos estamos muy mal del corazón. La separación será repentina e inevitable. Entonces nos pusimos a ensayar. El que se vaya primero, no estará solo en el más allá.
—La suerte sería morir juntos en el mismo momento —dijo ella—. Pero es difícil que se nos conceda.
* * *
Se equivocaba. Ocho meses después, Montalbano leyó dos líneas en el periódico. Ella había muerto plácidamente mientras dormía y él, al darse cuenta de lo ocurrido cuando despertó, corrió al teléfono para pedir ayuda. Pero, a medio camino entre la cama y el teléfono, le falló el corazón.