Nueve

Tras haber abandonado la carretera nacional, tuvo que tomar un camino estrecho y empinado tan lleno de pedruscos y baches que el coche se quejaba del esfuerzo como si fuera un niño. En determinado momento, no pudo seguir, pues lo impedían los vehículos de los bomberos y otros automóviles que habían aparcado incluso en el terreno circundante.

—¿Usted quién es? ¿Adónde quiere ir? —preguntó un cabo con muy malos modos en cuanto lo vio descender del coche y hacer ademán de seguir a pie.

—Soy el comisario Montalbano. Me han dicho que…

—Bueno, bueno —dijo el cabo en tono expeditivo—. Vaya, sus hombres ya están en el lugar de los hechos.

Hacía calor. Se quitó la corbata y la chaqueta que se había tenido que poner para ir a ver al jefe superior. Sin embargo, a pesar del aligeramiento, a los pocos pasos ya sudaba como un cerdo. Pero ¿dónde estaba el incendio?

La respuesta la tuvo nada más doblar una curva. El paisaje cambió de golpe. No se veían ni árboles, ni hierba, ni matojos, ni una planta de la clase que fuera, sólo una extensión informe y uniforme de color marrón muy oscuro, todo requemado; el aire era tan espeso como en los días en que soplaba un fuerte siroco, pero olía a quemado, y aquí y allá se levantaba de vez en cuando un hilillo de humo. La vivienda rústica se encontraba todavía a unos cien metros, ennegrecida por el fuego, hacia la mitad de la ladera de una pequeña colina en cuya cumbre aún se veían llamas y siluetas de hombres que corrían.

Uno que bajaba por el camino le cerró el paso con la mano alzada.

—Hola, Montalbano.

Era un compañero suyo, comisario en Comisini.

—Hola, Miccichè. ¿Qué haces tú por aquí?

—La verdad es que la pregunta te la tendría que hacer yo a ti.

—¿Por qué?

—Porque este territorio pertenece a mi jurisdicción. Como los bomberos no sabían si el barrio de Fava pertenecía a Vigàta o a Comisini, para no equivocarse, han avisado a las dos comisarías. De los muertos me hubiera tenido que encargar yo.

—¿Te hubieras tenido?

—Pues sí. Con Augello hemos llamado al jefe superior. Yo había propuesto que nos repartiéramos los muertos, uno por barba. —Soltó una carcajada. Esperaba otra carcajada de respuesta por parte de Montalbano, pero este pareció no haberlo oído tan siquiera—. Pero el jefe superior ha ordenado que te encargues tú de los dos, pues ya os estabais ocupando del caso. Te saludo y que te vaya bien.

Se alejó silbando, visiblemente contento de haberse quitado de encima aquel incordio. Montalbano reanudó la marcha bajo un cielo cada vez más gris. Se puso a toser, y notó que le costaba un poco respirar. No supo explicarse por qué razón, pero empezó a sentirse inquieto y nervioso. Se había levantado un poco de viento y la ceniza permanecía en suspenso en el aire antes de posarse impalpable en el suelo. Más que nervioso, comprendió que estaba ilógicamente asustado. Apuró el paso, pero su entrecortada respiración le introducía en los pulmones un aire pesado y como contaminado. No consiguió seguir adelante solo; se detuvo y llamó:

—¡Augello! ¡Mimì!

De la casa ennegrecida y semirruinosa salió Augello y corrió a su encuentro agitando en la mano un trozo de tela de color blanco. Cuando llegó, se la ofreció: era una mascarilla antihumo.

—Nos las han dado los bomberos, mejor eso que nada.

Los cabellos de Mimì y también sus cejas se habían vuelto grises, y este parecía haber envejecido veinte años. Era el efecto de la ceniza.

Cuando, apoyado en el brazo de su subcomisario, estaba a punto de entrar en la casa, percibió, a pesar de la mascarilla, un fuerte olor a carne quemada. Retrocedió y Mimì lo miró con expresión inquisitiva.

—¿Son ellos? —preguntó.

—No —lo tranquilizó Augello—. Detrás de la casa había un perro atado con una cadena. No hay manera de saber a quién pertenecía. Se ha quemado vivo. Una muerte horrenda.

«¿Por qué, acaso la de los Griffo lo ha sido menos?», se preguntó Montalbano en cuanto vio los dos cuerpos.

El suelo, que antes fue de tierra batida, se había convertido en una especie de pantano debido al agua que habían arrojado los bomberos, hasta el extremo de que poco faltaba para que los cuerpos flotaran.

Estaban boca abajo, los habían matado de un solo disparo en la nuca tras haberles ordenado que se arrodillaran en una especie de pequeño cuarto sin ventana, antaño tal vez una despensa, pero que después, con la ruina de la casa, se había transformado en un cagadero que despedía un pestazo inaguantable. Un lugar bastante protegido de la vista de cualquiera que se hubiera asomado casualmente a la única estancia de gran tamaño que había constituido toda la casa.

—¿Se puede llegar hasta aquí en coche?

—No. Te puedes acercar hasta un punto determinado y después tienes que recorrer unos treinta metros a pie.

El comisario se imaginó a los dos viejecitos caminando en medio de la oscuridad de la noche delante de alguien que los apuntaba con un arma de fuego. Debían de haber tropezado con las piedras, habrían caído y se habrían lastimado sin duda, pero se habrían tenido que levantar, quizá con la ayuda de algún puntapié del verdugo. Y con toda certeza no se habrían rebelado, no habrían gritado ni suplicado, habrían permanecido mudos y paralizados por la conciencia de la muerte inminente. Los treinta metros habrían sido una agonía interminable, un auténtico vía crucis.

¿Acaso aquella despiadada ejecución era la línea que no se podía traspasar, de la cual le había hablado Balduccio Sinagra? ¿El cruel asesinato a sangre fría de dos viejecitos temblorosos e indefensos? No, hombre, no, el límite no podía ser este, no era de este doble asesinato de lo que Balduccio se quería desligar. Ellos habían hecho cosas mucho peores: habían amordazado, atado de pies y manos y torturado a viejos y jóvenes, incluso habían estrangulado y después disuelto en ácido a un chiquillo de diez años, culpable tan sólo de haber nacido en el seno de una determinada familia. Por consiguiente, lo que él estaba viendo ahora no rebasaba la línea. El horror, momentáneamente invisible, estaba por tanto un poco más allá. Experimentó una ligera sensación de vértigo y se apoyó en el brazo de Mimì.

—¿Te ocurre algo, Salvo?

—Es que esta mascarilla me produce un poco de asfixia.

No, la opresión en el pecho, la falta de aire, el regusto de tristeza infinita; la asfixia, en resumen, no se la estaba produciendo la mascarilla. Se inclinó para examinar mejor los cadáveres. Y fue entonces cuando pudo observar una cosa que acabó de trastornarlo.

Bajo el lodo se distinguía el relieve del brazo derecho de la mujer y del izquierdo del hombre. Ambos brazos estaban extendidos y se rozaban. Se inclinó un poco más para verlo mejor, sin soltar el brazo de Mimì. Y vio las manos de los dos muertos: los dedos de la mano derecha de la mujer estaban enlazados con los de la mano izquierda del hombre. Habían muerto cogidos de la mano. En medio de la noche y del terror, teniendo delante la oscuridad absoluta de la muerte, se habían buscado, se habían encontrado, se habían dado mutuamente consuelo como sin duda habrían hecho tantas otras veces a lo largo de su vida. El dolor y la compasión lo asaltaron repentinamente con dos golpes en el pecho. Se tambaleó, y Mimì se apresuró a sostenerlo.

—Salgamos fuera, tú no me estás diciendo la verdad.

Dio media vuelta y salió. Miró a su alrededor. No recordaba quién, seguramente algún representante de la Iglesia, había afirmado que el infierno existía, pero que no se sabía dónde estaba. ¿Por qué no probaba a pasar por allí? A lo mejor, se le habría ocurrido la idea de una posible ubicación.

Mimì le dio alcance y lo miró fijamente.

—Salvo, ¿cómo estás?

—Bien, bien. ¿Dónde están Gallo y Galluzzo?

—Los he mandado a echar una mano a los bomberos. Total, ¿qué hacían aquí? Y tú también, ¿por qué no te vas? Me quedo yo.

—¿Has avisado al juez suplente y a la Policía Científica?

—A todos. Más tarde o más temprano vendrán. Vete.

Montalbano no se movió. Permanecía de pie, mirando al suelo.

—Soy culpable —dijo.

—¿Qué? —preguntó Augello, estupefacto—. ¿Culpable?

—Sí. Esta historia de los dos viejecitos me la he tomado a la ligera desde el principio.

—Salvo —dijo Augello—, pero ¿no acabas de verlos? A estos pobrecillos los asesinaron la misma noche del domingo, a la vuelta de la excursión. ¿Qué podíamos hacer nosotros? ¡Ni siquiera conocíamos su existencia!

—Me refiero a después, después de que el hijo nos fuera a decir que habían desaparecido.

—¡Pero si hemos hecho todo lo que se podía hacer!

—Es cierto. Pero yo, por mi parte, lo he hecho sin convicción. Mimì, yo aquí no aguanto más. Me voy a Marinella. Nos vemos en la comisaría sobre las cinco.

—Muy bien —dijo Mimì.

Se quedó mirando al comisario, preocupado, hasta que lo vio desaparecer detrás de una curva.

En Marinella ni siquiera abrió el frigorífico para ver qué había dentro; no podía comer, se notaba un nudo en el estómago. Se dirigió al cuarto de baño y se miró al espejo: la ceniza, aparte de haberle teñido de gris el cabello y el bigote, le había acentuado las arrugas y le había conferido una palidez enfermiza. Se limitó a lavarse la cara; se desnudó, dejó caer al suelo el traje y la ropa interior, se puso el calzón de baño y corrió a la orilla del mar. Se arrodilló en la arena, excavó un hoyo con las manos y sólo se detuvo cuando vio que aparecía rápidamente agua en el fondo. Cogió un puñado de algas todavía verdes y lo arrojó al hoyo. Después se tendió boca abajo e introdujo la cabeza dentro. Respiró hondo una, dos, tres veces y, cada vez que inspiraba, el olor de la salobridad y de las algas le limpiaba los pulmones de la ceniza que había penetrado en su interior. Después, se levantó y entró en el agua. Se alejó de la orilla con pocas y poderosas brazadas. Se llenó la boca de agua de mar y se enjuagó un buen rato el paladar y la garganta. Después se pasó media hora haciendo el muerto sin pensar en nada.

Flotaba como una rama, como una hoja.

Al regresar a la comisaría, llamó al doctor Pasquano, el cual le contestó como de costumbre.

—¡Ya me esperaba este latazo de la llamada! ¡Es más, me estaba preguntando si le habría ocurrido algo, pues aún no había aparecido! ¿Qué quiere saber? En los dos muertos trabajaré mañana.

—Doctor, es suficiente con que, de momento, me conteste con un sí o con un no. A primera vista, ¿los mataron en la noche entre el domingo y el lunes?

—Sí.

—¿Un disparo en la nuca, tipo ejecución?

—Sí.

—¿Los torturaron antes de disparar?

—No.

—Gracias, doctor. ¿Ha visto cuánto aliento le he hecho ahorrar? Así lo conservará todo cuando esté a punto de morir.

—¡Cuánto me gustaría practicarle la autopsia! —replicó Pasquano.

Esta vez, Mimì Augello cumplió su palabra, pues se presentó a las cinco en punto. Pero tenía la cara ensombrecida, como si estuviera preocupado por algo.

—¿Has tenido tiempo de descansar, Mimì?

—¡Qué va! Hemos tenido que esperar a Tommaseo, que ha ido a parar con el coche a una zanja.

—¿Has comido?

—Beba me ha preparado un bocadillo.

—¿Quién es Beba?

—Me la presentaste tú. Beatrice.

¡Ya la llamaba Beba! O sea que la cosa marchaba por buen camino. Entonces ¿por qué razón tenía Mimì aquella cara de funeral? No tuvo tiempo de ahondar en el tema porque Augello le dirigió una pregunta que no esperaba.

—¿Sigues en contacto con aquella sueca… cómo se llama… Ingrid?

—Hace tiempo que no la veo. Pero me llamó por teléfono hace una semana. ¿Por qué?

—¿Nos podemos fiar de ella?

Montalbano no soportaba que a una pregunta se contestara con otra pregunta. Él también lo hacía algunas veces, pero siempre con una finalidad concreta. Siguió el juego.

—¿Tú qué dices?

—¿Acaso tú no la conoces mejor que yo?

—¿Para qué la quieres?

—¿No me tomarás por loco si te lo digo?

—¿Crees que podría ocurrir?

—¿Aunque sea una cosa muy gorda?

El comisario se hartó del juego; Mimì ni siquiera se había dado cuenta de que estaba manteniendo un diálogo absurdo.

—Mira, Mimì, respondo de la discreción de Ingrid. En cuanto a eso de tomarte por loco, lo he hecho ya tantas veces, que una más una menos no importa.

—Esta noche no me ha dejado pegar ojo.

¡Iba a por todas la tal Beba!

—¿Quién?

—Una carta, una de las que escribió Nenè Sanfilippo a su amante. ¡Tú no sabes, Salvo, cómo las he estudiado! Casi las sé de memoria.

«¡Pero qué cabrón eres, Salvo! —se reprendió a sí mismo Montalbano—. No haces más que pensar mal de Mimì y, en cambio, el pobrecillo trabaja incluso de noche».

Tras haberse echado el debido rapapolvo, el comisario superó ágilmente aquel breve momento de autocrítica.

—Bueno, bueno. Pero ¿qué decía la carta?

Mimì esperó un momento antes de contestar.

—Bien, en un primer momento, él se enfada mucho porque ella se ha depilado.

—¿Y por qué se tenía que enfadar? Todas las mujeres se depilan las axilas.

—No se refería a las axilas.

—Ah —dijo Montalbano.

—Depilación total, ¿comprendes?

—Sí.

—Después, en las cartas siguientes, él le va cogiendo gusto a la novedad.

—Pero bueno, ¿qué importancia tiene todo eso?

—¡Es importante! Porque yo, perdiendo el sueño y también la vista, creo haber descubierto quién era la amante de Nenè Sanfilippo. Ciertas descripciones que él hace de su cuerpo, unos mínimos detalles, son mejores que una fotografía. Como tú ya sabes, a mí me gusta mirar a las mujeres.

—No sólo mirarlas.

—De acuerdo. Y he llegado al convencimiento de que puedo identificar a esa señora. Porque estoy seguro de haberla visto. Basta muy poco para identificarla con toda seguridad.

—¡Muy poco! Pero, Mimì, ¿cómo se te ocurre? Tú quieres que yo vaya a esa señora y le diga: «Soy el comisario Montalbano. Señora, por favor, bájese un momento las bragas». ¡Esa como mínimo me manda al manicomio!

—Por eso he pensado en Ingrid. Si la mujer es la que yo creo, la he visto algunas veces en Montelusa en compañía de la sueca. Deben de ser amigas.

Montalbano hizo una mueca.

—¿No te convence? —preguntó Mimì.

—Me convence. Pero toda esta cuestión plantea un gran problema.

—¿Por qué?

—Porque yo no veo a Ingrid capaz de traicionar a una amiga.

—¿Traicionar? ¿Quién ha hablado de traición? Se puede buscar alguna manera, colocarla en una situación en que se le escape alguna palabra…

—¿Como qué, por ejemplo?

—Pues, qué sé yo, tú invitas a Ingrid a cenar, después te la llevas a casa, le haces beber un poco de aquel vino tinto nuestro que las vuelve locas y…

—¿… me pongo a hablarle de vello? ¡A esa le da un ataque si empiezo a hablar de ciertas cosas con ella! ¡De mí no se lo espera!

A Mimì se le aflojó la boca de puro asombro.

—¿Que no se lo espera? Pero dime una cosa, ¿tú e Ingrid…? ¿Nunca?

—¿Qué estás insinuando? —replicó, irritado, Montalbano—. ¡Yo no soy como tú, Mimì!

Augello lo miró un instante y después juntó las manos en actitud de oración y elevó los ojos al cielo.

—¿Qué haces?

—Mañana envío una carta a Su Santidad —contestó, compungido, Mimì.

—¿Qué le quieres decir?

—Que te canonice en vida.

—No me gustan tus tonterías —dijo bruscamente el comisario.

Mimì volvió a ponerse repentinamente muy serio. A veces, con su jefe, en ciertas cuestiones tenía que ir con pies de plomo.

—De todos modos, con respecto a Ingrid, dame un poco de tiempo para pensarlo.

—De acuerdo, pero no te tomes demasiado, Salvo. Tú sabes que una cosa es un asesinato por motivos de cuernos y otra es…

—Comprendo muy bien la diferencia, Mimì. Y no eres tú quien me la tiene que enseñar. En comparación conmigo, tú todavía estás en mantillas.

Augello encajó el comentario sin contestar. Antes se había equivocado de tecla, hablando de Ingrid. Convenía hacerle pasar el mal humor.

—Hay otra cosa de la que te quería hablar, Salvo. Ayer, después de comer, Beba me invitó a su casa.

A Montalbano se le pasó el mal humor de golpe. Contuvo la respiración. ¿Acaso entre Mimì y Beatrice ya había ocurrido lo que podía ocurrir, en un abrir y cerrar de ojos? En caso de que Beatrice se hubiera ido inmediatamente a la cama con Mimì, lo más probable era que todo terminara en agua de borrajas. Y entonces Mimì regresaría inevitablemente a su Rebeca.

—No, Salvo, no hemos hecho lo que estás pensando —dijo Augello, como si tuviera el poder de leerle el pensamiento—. Beba es una buena chica. Muy seria.

¿Qué decía Shakespeare? Ah, sí: «Tus palabras son mi alimento». Por consiguiente, si Mimì hablaba de aquella manera, aún había esperanza.

—En determinado momento, ella fue a cambiarse de ropa. Yo me quedé solo y cogí una revista que había en la mesita. La abrí y cayó una fotografía que había entre las páginas. Mostraba el interior de un autocar con los pasajeros acomodados en sus asientos. En posición de guardia, y de espaldas, estaba Beba con una sartén en la mano.

—Cuando regresó, ¿le preguntaste en qué ocasión…?

—No. Me pareció, ¿cómo diría?, indiscreto. Volví a dejar la fotografía en su sitio, y ya está.

—¿Por qué me lo cuentas?

—Se me ha ocurrido una idea. Si, en el transcurso de estos viajes, se hacen fotografías de recuerdo, es posible que haya alguna por ahí correspondiente a la excursión a Tindari, esa en la que participaron los Griffo. Si existen esas fotografías, puede que se consiguiera averiguar algo, aunque, en realidad, no sé qué podría ser.

No se podía negar que Augello había tenido una salida ingeniosa. Y no cabía duda de que esperaba una palabra de alabanza. Que no recibió. Fría y desvergonzadamente, el comisario no le quiso dar esa satisfacción. Muy al contrario.

—Mimì, ¿has leído la novela?

—¿Qué novela?

—Si no me equivoco, junto con las cartas, te entregué una especie de novela que Sanfilippo…

—No, aún no la he leído.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? ¡Si me estoy quemando las pestañas con aquellas cartas! Antes de leer la novela, quiero saber si he acertado en la identificación de la amante de Sanfilippo.

Mimì se levantó.

—¿Adónde vas?

—Tengo un compromiso.

—Mimì, esto no es un hotel en el que…

—Le prometí a Beba que la llevaría a…

—Bueno, bueno. Por esta vez, puedes ir —dijo Montalbano, concediéndole magnánimamente permiso.

—¿Oiga? ¿La empresa Malaspina? Soy el comisario Montalbano. ¿Está el conductor Tortorici?

—Acaba de regresar ahora mismo. Está aquí, a mi lado. Se lo paso.

—Buenas tardes, señor comisario —dijo Tortorici.

—Perdone que lo moleste, pero necesito una información.

—A sus órdenes.

—¿Podría decirme si, durante las excursiones, se toman fotografías?

—Bueno, sí… pero…

Parecía perplejo y hablaba con un leve tartamudeo.

—¿Se hacen fotografías sí o no?

—Per… perdone, señor comisario. ¿Lo puedo llamar yo dentro de cinco minutos como máximo?

Llamó cuando aún no habían transcurrido ni cinco minutos.

—Comisario, le pido nuevamente perdón, pero no podía hablar delante del jefe.

—¿Por qué?

—Verá usted, señor comisario, la paga es muy baja.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Pues sí que tiene que ver… yo la redondeo, señor comisario.

—Explíquese mejor, Tortorici.

—Casi todos los pasajeros llevan su cámara fotográfica. En el momento de salir, yo les digo que en el autocar está prohibido hacer fotografías. Que podrán hacer las que quieran cuando lleguen a destino. El permiso de hacer fotografías durante el viaje está reservado exclusivamente a mí. Todos tragan y nadie protesta.

—Perdone, pero, si usted está ocupado conduciendo, ¿quién se encarga de hacer las fotografías?

—Le pido al vendedor o a alguno de los pasajeros que las tomen. Después las hago revelar y las vendo a los que quieren conservar un recuerdo.

—¿Y por qué no quería que el contable lo oyera?

—Porque no le he pedido permiso para hacer fotografías.

—Bastaría con pedírselo y todo arreglado.

—Ya, y entonces ese con una mano me daría el permiso y con la otra me exigiría un tanto por ciento. Gano una miseria, señor comisario.

—¿Usted guarda los negativos?

—Claro.

—¿Me puede facilitar los de la última excursión a Tindari?

—¡Esas ya las tengo todas reveladas! Tras la desaparición de los Griffo, no tuve valor para venderlas. Pero ahora que ya se sabe que los han matado, estoy seguro de que las venderé todas, incluso al doble de su precio habitual.

—Mire, vamos a hacer una cosa. Yo le compro las fotografías reveladas y le dejo los negativos. Y usted los podrá vender como quiera.

—¿Cuándo las quiere?

—Cuanto antes.

—Ahora tengo que ir forzosamente a hacer un recado a Montelusa. ¿Le parece bien que se las lleve a la comisaría esta noche sobre las nueve?

¿Había cometido una incorrección? Una más no importaría. Tras la muerte de su suegro, Ingrid y su marido habían cambiado de casa. Buscó el número y lo marcó. Era la hora de cenar, y la sueca, cuando podía, prefería comer en familia.

—Tú habla «ki» yo escucha —contestó una voz femenina al teléfono.

Ingrid había cambiado de casa, pero no había cambiado de costumbre con respecto a las sirvientas: se las buscaba de la Tierra del Fuego, del Kilimanjaro o del Círculo Polar Ártico.

—Soy Montalbano.

—¿«Kómo» tú decir?

Debía de ser una aborigen australiana. Un coloquio entre ella y Catarella hubiera sido memorable.

—Montalbano. ¿Está la señora Ingrid?

—Ella «ki» está «komiendo».

—¿Le quieres avisar?

Transcurrieron varios minutos. De no haber oído unas voces de fondo, el comisario habría pensado que se había cortado la comunicación.

—¿Con quién hablo? —preguntó finalmente Ingrid, en tono circunspecto.

—Soy Montalbano.

—¡Eres tú, Salvo! La chica me ha dicho que había un hortelano al teléfono. ¡Cuánto me alegra oírte!

—Ingrid, lo siento muchísimo, pero necesito tu ayuda.

—¡Tú te acuerdas de mí sólo cuando te puedo ser útil!

—¡Vamos, Ingrid! Se trata de una cosa muy seria.

—De acuerdo, ¿qué quieres?

—¿Mañana por la noche podríamos cenar juntos?

—Claro que sí. Lo dejo todo. ¿Dónde nos vemos?

—En el bar de Marinella, como siempre. A las ocho, si para ti no es demasiado temprano.

Colgó el teléfono, contento y turbado a la vez. Mimì lo había colocado en una situación muy desagradable: ¿qué expresión debería adoptar y qué palabras podría utilizar para hacer preguntas a Ingrid acerca de una amiga suya que se depilaba? Ya se estaba viendo colorado como un tomate y bañado en sudor, balbuciendo preguntas incomprensibles a una sueca cada vez más muerta de risa… De repente, se quedo petrificado. Puede que hubiera una salida. Si Nenè Sanfilippo había introducido en el ordenador su epistolario erótico, ¿no cabía la posibilidad de que…?

Cogió las llaves del apartamento de Via Cavour y salió corriendo.