Que estaba despierto lo comprendía porque su cabeza razonaba con lógica y no siguiendo el absurdo laberinto del sueño, porque oía el susurro regular de las olas y sentía la suave brisa del amanecer penetrando a través de la ventana abierta de par en par. Pero él se empeñaba en mantener los ojos cerrados: sabía que todo el mal humor que lo mortificaba por dentro se derramaría por fuera en cuanto abriera los ojos y le induciría a hacer o decir bobadas de las que poco después tendría que arrepentirse.
Oyó el silbido de alguien que caminaba por la playa. A aquella hora, forzosamente tenía que ser alguien que iba a trabajar a Vigàta. Conocía la melodía, pero no recordaba ni el título ni la letra. Por otra parte, ¿qué más le daba? Jamás había conseguido silbar, ni siquiera metiéndose un dedo en el culo. «Se puso un dedo en el culo / y soltó un silbido agudo / la señal convenida / de los guardias de la villa…». Era una idiotez que alguna vez le había canturreado al oído un amigo milanés de la Academia de policía y que se le había quedado grabada en la memoria. Precisamente por esta incapacidad suya, en la escuela primaria siempre había sido la víctima predilecta de sus compañeros de clase, que eran maestros consumados en el arte de silbar al estilo pastor, marinero o montañés, añadiéndoles originales variaciones. ¡Los compañeros! ¡Esta era la causa de su mala noche! El recuerdo de sus compañeros y la noticia que había leído en el periódico poco antes de irse a dormir, según la cual el señor Carlo Militello, que aún no había cumplido los cincuenta, había sido nombrado presidente del segundo banco más importante de la isla. El periódico felicitaba efusivamente al nuevo presidente, cuya fotografía publicaba: gafas de montura indudablemente de oro, traje de firma, camisa impecable, corbata superelegante. Un triunfador, un hombre de orden, defensor de los grandes Valores con mayúscula (tanto los de la Bolsa como los de la Familia, la Patria y la Libertad). ¡Montalbano recordaba muy bien a aquel compañerito suyo, no de la escuela primaria sino del 68!
«¡Ahorcaremos a los enemigos del pueblo con sus corbatas!».
«¡Los bancos sólo sirven para ser atracados!».
Carlo Militello, apodado «Carlos Martel», tanto por sus aires de jefe supremo como porque utilizaba contra sus adversarios unas palabras que parecían martillazos y unas hostias mucho peores que los martillazos. El más intransigente, el más inflexible, aquel en comparación con el cual Ho Chi Min, al que tanto se invocaba en las manifestaciones, hubiera parecido un reformista socialdemócrata. Había obligado a todos a dejar de fumar para no enriquecer al Monopolio del Estado; porros y canutos sí, a voluntad. Afirmaba que sólo en un momento de su vida el camarada Stalin había actuado debidamente: cuando había empezado a robar a los bancos para financiar el partido. «Estado» era una palabra que causaba malestar a todos, que los enfurecía como a toros delante de la muleta. De aquellos días, Montalbano recordaba sobre todo una poesía de Pasolini que defendía la acción de la policía contra los estudiantes en Valle Giulia, en Roma. Todos sus compañeros habían escupido sobre aquellos versos; sin embargo, él había intentado defenderlos: «Pero la poesía es bonita». Poco habría faltado para que Carlos Martel le partiera la cara con una de sus mortales hostias si otros no lo hubieran sujetado. ¿Por qué motivo aquella poesía no le había desagradado? ¿Acaso había visto marcado en ella su destino de policía? Sea como fuere, a lo largo de los años, había visto cómo sus compañeros, los míticos del 68 empezaban a «razonar». Y, razona que te razonarás, los furores abstractos se habían ido ablandando y posteriormente transformando en aquiescencias concretas. Y ahora, exceptuando a uno que soportaba con extraordinaria dignidad desde hacía más de diez años juicios y cárcel por un delito claramente no cometido ni ordenado, y a otro misteriosamente asesinado, todos los demás se habían colocado estupendamente bien, saltando de la izquierda a la derecha, de nuevo a la izquierda y otra vez a la derecha, y los había que dirigían periódicos y cadenas de televisión, o se habían convertido en peces gordos del Estado ya que eran diputados o senadores. Puesto que no habían conseguido cambiar la sociedad, habían cambiado ellos. O ni siquiera habían tenido necesidad de cambiar porque en el 68 se habían limitado a hacer teatro, poniéndose disfraces y máscaras de revolucionarios. El nombramiento de Carlos ex Martel no le había caído nada bien. Sobre todo porque le había inducido otra idea, sin duda la más molesta de todas ellas.
«¿No serás tú de la misma calaña que esos a los que tanto criticas? ¿No sirves acaso a aquel Estado contra el que con tanto ardor combatías a los dieciocho años? ¿No será que te reconcomes de envidia porque a ti te pagan cuatro cuartos y, en cambio, los demás ganan cientos de millones?».
La persiana dio un golpe a causa de una ráfaga de viento. No, no la cerraría aunque se lo ordenara el mismísimo Dios. Recordaba el tostón de Fazio:
—¡Dottore, perdone, pero usted se lo ha buscado! ¡No sólo vive en un chalecito aislado de planta baja sino que, encima, deja la ventana abierta por la noche! ¡De esta manera, si hay alguien que le quiere mal, y lo hay, puede entrar tranquilamente en su casa cuando le dé la gana!
Había otro tostón que se llamaba Livia:
—¡No, Salvo, la ventana abierta por la noche no!
—Pero tú, en Boccadasse, ¿no duermes con la ventana abierta?
—¿Y eso qué tiene que ver? Para empezar, vivo en un tercer piso y, además, en Boccadasse no hay los ladrones que hay aquí.
Así que, cuando una noche Livia lo llamó trastornada para decirle que, en su ausencia, los ladrones le habían desvalijado su casa de Boccadasse, él, tras dar silenciosamente las gracias a los ladrones genoveses, consiguió mostrarse disgustado, aunque no todo lo que hubiera debido.
Sonó el teléfono.
Su primera reacción fue cerrar todavía más fuerte los ojos, pero no dio resultado, pues es bien sabido que la vista no es el oído. Hubiera tenido que taparse las orejas, pero prefirió colocar la cabeza bajo la almohada. Nada: débil y lejano, el timbre insistía. Se levantó soltando palabrotas, entró en la otra habitación y cogió el teléfono.
—Aquí Montalbano. Debería decir diga, pero no lo digo. La verdad es que no me apetece oír nada.
Hubo un prolongado silencio en el otro extremo de la línea. Después se oyó el sonido del teléfono al ser colgado. Y ahora que había tenido aquella ocurrencia, ¿qué hacer? ¿Volver a acostarse y seguir pensando en el presidente del Interbanco que, cuando todavía era el camarada Martel, se había cagado públicamente sobre una cartera llena de billetes de diez mil liras? ¿O ponerse el traje de baño y darse un buen chapuzón en el agua helada? Optó por la segunda solución, por si el baño lo ayudaba a calmarse. Se adentró en el mar y se quedó medio paralizado. ¿Quería o no quería entender que quizá, a sus casi cincuenta años, ya no era lo más apropiado? Ya no estaba para esos trotes. Regresó tristemente a la casa y desde unos diez metros de distancia oyó el timbre del teléfono. Lo único que se podía hacer era aceptar las cosas tal como estaban. Y, para empezar, contestar aquella llamada.
Era Fazio.
—Tengo una curiosidad. ¿Eres tú el que me ha llamado hace un cuarto de hora?
—No, dottore. Ha sido Catarella. Me ha dicho que usted le ha contestado que no le apetecía oír nada. Entonces he esperado un poco y he vuelto a llamar yo. ¿Ahora ya le apetece, señor comisario?
—Fazio, ¿cómo te las arreglas para ser tan gracioso por la mañana temprano? ¿Estás en la comisaría?
—No, dottore. Han matado a uno. ¡Zas!
—¿Y qué quieres decir con eso de «zas»?
—Que le han pegado un tiro.
—No. Un pistoletazo hace «bang», un disparo de lupara hace «wang», una ráfaga de ametralladora hace «ratatatatá», un navajazo hace «swiss».
—Fue un «bang», dottore. Un solo disparo. En la cara.
—¿Dónde estás?
—En el escenario del crimen. ¿Se dice así? Via Cavour cuarenta y cuatro. ¿Sabe dónde está?
—Sí, lo sé. ¿Le han disparado en su casa?
—Estaba entrando en su casa. Acababa de introducir la llave en la cerradura del portal. Ha quedado tendido en la acera.
¿Se puede decir que el asesinato de una persona ocurre en el momento oportuno? No, jamás: una muerte es siempre una muerte. Pero el caso concreto e innegable era que Montalbano, mientras se dirigía en su automóvil a Via Cavour 44, notó que se le estaba pasando el mal humor. Lanzarse de lleno a una investigación le serviría para quitarse de la cabeza los negros pensamientos que se le habían ocurrido al despertar.
* * *
Cuando llegó al lugar, tuvo que abrirse camino entre la gente. Como moscas sobre la mierda y a pesar de lo temprano de la hora, hombres y mujeres taponaban la calle, presas de una gran agitación. Había incluso una chica con un niño en brazos, el cual contemplaba la escena con los ojos abiertos como platos. El método pedagógico de la joven madre hizo que al comisario se le revolvieran los cojones.
—¡Fuera todos de aquí! —gritó.
Algunos se alejaron inmediatamente, otros fueron empujados por Galluzzo. Se seguía oyendo un gemido, una especie de gañido. Lo emitía una cincuentona vestida enteramente de luto a quien dos hombres sujetaban para que no se arrojara sobre el cadáver, que yacía boca arriba sobre la acera con los rasgos desfigurados por el disparo, que lo había alcanzado de lleno entre los ojos.
—Sacad de aquí a esta mujer.
—Pero es que es la madre, dottori.
—Que se vaya a llorar a su casa. Aquí sólo sirve para estorbar. ¿Quién la ha avisado? ¿Ha oído el disparo y ha bajado a la calle?
—No, dottore. La señora no ha podido oír el disparo, pues vive en Via Autonomia Siciliana doce. Se ve que alguien la ha avisado.
—¿Y ella ya estaba allí preparada con el vestido negro y todo?
—Es viuda, dottore.
—Está bien, con buenos modales, pero sacadla de aquí.
Cuando Montalbano hablaba de aquella manera quería decir que no se le podía llevar la contraria. Fazio se acercó a los dos hombres, habló con ellos en voz baja y ambos se llevaron a rastras a la mujer.
El comisario se acercó al doctor Pasquano, que estaba agachado junto a la cabeza del muerto.
—¿Bien?
—Es evidente que bien no está —contestó el forense en tono más desabrido que el de Montalbano—. ¿Necesita que le explique yo la faena? Han efectuado un solo disparo. Justo en medio de la frente. En la parte posterior, el orificio de salida se ha llevado por delante medio cráneo. ¿Ve aquellos pequeños grumos? Son una parte del cerebro. ¿Le parece suficiente?
—¿Cuándo ha ocurrido, a su juicio?
—Hace unas cuantas horas. Sobre las cuatro, quizá a las cinco.
Muy cerca de allí, Vanni Arquà examinaba con mirada de arqueólogo que acabara de tropezarse con un hallazgo del paleolítico, una piedra de aspecto absolutamente normal. A Montalbano no le caía nada bien el nuevo jefe de la Policía Científica, y la antipatía era claramente compartida.
—¿Lo han matado con eso? —preguntó el comisario, señalando la piedra con aire inocente.
Vanni Arquà lo miró con visible desprecio.
—¡No diga bobadas! Fue un disparo de arma de fuego.
—¿Han encontrado la bala?
—Sí. Alojada en la madera del portal, que todavía estaba cerrado.
—¿Y el casquillo?
—Mire, comisario, yo no tengo por qué contestar a sus preguntas. La investigación, por orden del jefe superior, será dirigida por el jefe de la Móvil. Usted deberá limitarse a prestar apoyo.
—¿Y qué estoy haciendo? ¿Acaso no presto apoyo, aguantándolo a usted con más paciencia que un santo?
Al juez suplente Tommaseo todavía no se le había visto el pelo en el escenario del crimen y, por consiguiente, aún no se podía llevar a cabo el levantamiento del cadáver.
—Fazio, ¿cómo es posible que el subcomisario Augello no esté aquí?
—Está en camino. Ha dormido en Fela en casa de unos amigos. Lo hemos localizado a través del móvil.
¿En Fela? Aún tardaría media hora en llegar a Vigàta. ¡Y cualquiera sabía en qué estado se presentaría! ¡Muerto de sueño y de cansancio! Unos amigos, ¡una mierda! Seguramente había pasado la noche con una mujer cuyo marido habría ido a rascarse los cuernos a otro sitio.
Se acercó Galluzzo.
—Acaba de telefonear el juez suplente Tommaseo. Dice que si lo vamos a recoger con un coche. Se la ha pegado contra un poste a tres kilómetros de Montelusa. ¿Qué hacemos?
—Ve a recogerlo.
Nicolò Tommaseo raras veces conseguía llegar a un sitio con su automóvil. Conducía como un perro drogado. Al comisario no le apetecía esperarlo. Antes de irse, echó un vistazo al muerto, un chaval de poco más de veinte años, vaqueros, cazadora, coleta y pendiente. Los zapatos le debían de haber costado un dineral.
—Fazio, yo me voy a la comisaría. Espera tú al suplente y al jefe de la Móvil. Nos vemos luego.
Sin embargo, decidió irse al puerto. Dejó el coche en el muelle, y echó a andar pasito a pasito por el ramal de levante hacia el faro. El sol ya había salido, pletórico de fuerza, aparentemente satisfecho de haber conseguido una vez más su propósito. En la línea del horizonte se distinguían tres puntitos negros: unos pesqueros que regresaban a puerto con retraso. Abrió la boca y aspiró una gran bocanada de aire. Le gustaba el sciàuro, el olor del puerto de Vigàta. «Pero ¿qué dices? Todos los puertos huelen igual de mal», había replicado un día Livia. No era verdad, cada puerto de mar olía de una manera distinta. El olor del de Vigàta era una proporción perfecta de jarcias mojadas, redes puestas a secar al sol, yodo, pescado podrido, algas vivas y muertas y alquitrán. Y muy de fondo, un olor residual de gasóleo. Incomparable. Antes de llegar a la roca plana que había al pie del faro, se agachó y cogió un puñado de grava.
Llegó a la roca y se sentó. Contempló el agua y le pareció ver borrosamente en ella el rostro de Carlos Martel. Le arrojó con rabia el puñado de grava. La imagen se fragmentó, se estremeció y desapareció. Montalbano encendió un cigarrillo.
—¡Dottori, dottori, ah, dottori! —lo asaltó Catarella en cuanto lo vio aparecer en la entrada de la comisaría—. ¡Ha llamado tres veces el dottori Latte, ese al que lo llaman como una palabrota que termina con ese! ¡Quiere hablar personalmente en persona con usted! ¡Dice que es un asunto de urgencia urgentísima!
Ya se imaginaba lo que diría Lattes, el responsable del gabinete del jefe superior, apodado el «leches y mieles» por sus empalagosos y clericales modales.
El jefe superior, Luca Bonetti-Alderighi, del marquesado de Villabella, se había mostrado muy duro y explícito. Montalbano jamás lo miraba a los ojos sino ligeramente por encima de ellos, pues siempre lo hechizaba la cabellera de su jefe, muy espesa y con un grueso mechón retorcido en la parte superior, semejante a ciertas cagarrutas de persona que a veces se encuentran abandonadas por el campo. Aquella vez, al ver que no lo miraba, el jefe superior se había llamado a engaño, pensando que finalmente había conseguido atemorizar al comisario.
—Montalbano, se lo digo de una vez por todas con ocasión de la llegada del nuevo jefe de la Brigada Móvil, el señor Ernesto Gribaudo. Usted deberá ejercer funciones de apoyo. Su comisaría sólo se encargará de los asuntos sin importancia, y dejará que de los importantes se encargue la Móvil en la persona del señor Gribaudo o del subjefe de la brigada.
Ernesto Gribaudo. Legendario. Una vez, tras haber examinado el tórax de un hombre asesinado con una ráfaga de kalashnikov, había sentenciado que el tipo había muerto a causa de doce puñaladas asestadas en rápida sucesión.
—Perdone, señor jefe superior, ¿me podría dar algún ejemplo concreto?
Luca Bonetti-Alderighi se había llenado de orgullo y satisfacción. Montalbano permanecía de pie delante de él al otro lado del escritorio, ligeramente inclinado hacia delante y con una humilde sonrisa en los labios. Por si fuera poco, el tono de su voz había sido casi implorante. ¡Lo tenía en un puño!
—Explíquese mejor, Montalbano. No he entendido qué ejemplos quiere usted.
—Quisiera saber qué asuntos tengo que considerar sin importancia y qué otros importantes.
Montalbano también se había felicitado por su actuación: la imitación del inmortal personaje de Fantozzi del actor cómico Paolo Villaggio le estaba saliendo de maravilla.
—¡Qué pregunta, Montalbano! Pequeños hurtos, peleas, trapicheo de poca monta, reyertas, control de extracomunitarios, esos son los asuntos sin importancia. El homicidio no, eso es un asunto importante.
—¿Me permite tomar apuntes? —preguntó Montalbano, sacándose del bolsillo un trozo de papel y un bolígrafo.
El jefe superior lo miró, perplejo. Y, por un instante, el comisario se asustó: a lo mejor se le había ido la mano en la tomadura de pelo y el otro se había dado cuenta. Pero no. El jefe superior hizo una mueca de desprecio.
—Faltaría más.
Y ahora Lattes remacharía las órdenes tajantes del jefe superior. Un homicidio no entraba en sus atribuciones, era asunto de la Brigada Móvil. Marcó el número del jefe del gabinete.
—¡Montalbano queridísimo! ¿Cómo está? ¿Cómo está? ¿Qué tal la familia?
¿Qué familia? Era huérfano, y ni siquiera estaba casado.
—Todos muy bien, gracias, señor Lattes. ¿Y la suya?
—Todos bien, gracias a la Virgen. Oiga, Montalbano, en cuanto al homicidio que ha habido esta noche en Vigàta, el señor jefe superior…
—Ya lo sé, señor Lattes. No tengo que ocuparme del asunto.
—¡No, por Dios! ¿Qué dice? Yo lo he llamado precisamente porque el señor jefe superior desea, por el contrario, que se encargue usted de él.
Montalbano estuvo a punto de desmayarse. ¿Qué significaba todo aquello?
Ni siquiera conocía la identidad del muerto. ¿A que ahora resultaría que el chaval asesinado era hijo de algún personaje importante? ¿Acaso le estaban endilgando un engorro monumental? ¿No una patata caliente sino un tizón ardiendo?
—Disculpe, dottore Lattes. Yo me he personado en el lugar de los hechos, pero no he iniciado la investigación. Como usted comprenderá, no quería inmiscuirme en algo que no me compete.
—¡Lo comprendo muy bien, Montalbano! ¡Gracias a la Virgen, en nuestra Jefatura nos tratamos con personas de exquisita sensibilidad!
—¿Por qué no se encarga del asunto el señor Gribaudo?
—¿No lo sabe?
—No sé absolutamente nada.
—Verá, el señor Gribaudo tuvo que irse la semana pasada a Beirut para asistir a una importante reunión sobre…
—Lo sé. ¿Se ha tenido que quedar en Beirut?
—No, no, ya ha regresado, pero, nada más llegar, sufrió una grave disentería. Temíamos que se tratara de una variedad de cólera, ya sabe, por aquella zona no es insólito, pero después, gracias a la Virgen, resultó que no.
Montalbano también dio las gracias a la Virgen por permitir que Gribaudo no pudiera alejarse más de medio metro del retrete.
—¿Y el subjefe Foti?
—Fue a Nueva York para asistir a la reunión convocada por Rudolph Giuliani, ya sabe, el alcalde de la «tolerancia cero». La reunión trataba de la mejor manera de mantener el orden en una metrópoli…
—Pero ¿eso no terminó hace un par de días?
—Sí, claro, claro. Pero, verá usted, antes de regresar a Italia, el señor Foti quiso darse un garbeo por Nueva York. Le pegaron un tiro en la pierna para robarle la cartera. Está ingresado en el hospital. Gracias a la Virgen, nada grave.
Fazio apareció pasadas las diez.
—¿Cómo venís tan tarde?
—¡Por el amor de Dios, dottore, no me diga nada! ¡Primero hemos tenido que esperar al suplente del juez suplente! Después…
—Espera. Explícate mejor.
Fazio elevó los ojos al cielo, pues tener que hablar del asunto le volvía a poner los nervios de punta.
—De acuerdo. Cuando Galluzzo fue a recoger al juez suplente Tommaseo, que había chocado contra un árbol…
—Pero ¿no era un poste?
—No, dottore, a él le pareció un poste, pero era un árbol. Resumiendo, Tommaseo se había hecho una herida en la frente y le salía sangre. Entonces Galluzzo lo acompañó al servicio de urgencias de Montelusa. Desde allí, Tommaseo telefoneó para que lo relevaran, pues le dolía la cabeza, pero era muy pronto y en el Palacio de Justicia no había nadie. Tommaseo llamó al teléfono particular de un compañero suyo, el juez Nicotra. Y por eso hemos tenido que esperar a que el juez Nicotra se despertara, se vistiera, se tomara el café, se pusiera al volante del coche y llegara. Pero, entre tanto, el señor Gribaudo no aparecía. Y el subjefe, tampoco. Cuando por fin ha llegado la ambulancia y han retirado el cadáver, me he quedado diez minutos esperando a los de la Móvil. Y después, al ver que no venía nadie, me he largado. Si el señor Gribaudo quiere algo de mí, que venga a buscarme aquí.
—¿Qué has averiguado acerca del asesinato?
—¿Y a usted qué coño le importa, dottore, con el debido respeto? De eso se tienen que encargar los de la Móvil.
—Gribaudo no vendrá, Fazio. Está encerrado en un retrete cagando a lo bestia. A Foti le han pegado un tiro en Nueva York. Me ha llamado Lattes: de este asunto nos tenemos que encargar nosotros.
Fazio se sentó con un brillo de alegría en los ojos. Inmediatamente se sacó del bolsillo una hoja de papel cubierta por una apretada escritura. Y empezó a leer.
—Emanuele Sanfilippo, llamado también Nenè, hijo del difunto Gerlando y de Natalina Patò…
—Ya basta —dijo Montalbano.
Le molestaba lo que él llamaba «el complejo de registro civil» que padecía Fazio. Pero le molestaba todavía más el tono de voz con que este enumeraba fechas de nacimiento, parentescos y matrimonios. Fazio lo comprendió de inmediato.
—Perdone, señor comisario.
Pero no volvió a guardarse la hoja en el bolsillo.
—La conservo como recuerdo —explicó para justificarse.
—¿Cuántos años tenía ese Sanfilippo?
—Veintiuno y tres meses.
—¿Era drogadicto? ¿Se dedicaba al trapicheo?
—No consta.
—Trabajaba.
—No.
—¿Vivía en Via Cavour?
—Sí, señor. En un apartamento del tercer piso: sala de estar, dos habitaciones, cuarto de baño y cocina. Vivía solo.
—¿De compra o de alquiler?
—De alquiler. Ochocientas mil liras al mes.
—¿El dinero se lo daba su madre?
—¿Esa? Es una pobre desgraciada, dottore. Vive con una pensión de quinientas mil liras mensuales. En mi opinión, ha ocurrido lo siguiente: hacia las cuatro de la madrugada, Nenè Sanfilippo aparca el coche justo delante del portal, cruza la calle y…
—¿Qué coche es?
—Un Punto. Tenía otro en el garaje. Un Duetto. ¿Me explico?
—¿Era un ocioso?
—Sí, señor. ¡Y hay que ver lo que tenía en casa! Todo de último modelo: televisor con antena parabólica en la azotea, ordenador, vídeo, cámara de vídeo, fax, frigorífico… Y tenga en cuenta que no he mirado con detenimiento. Hay videocasetes, y discos compactos y disquetes para el ordenador… Habrá que examinarlo.
—¿Hay noticias de Mimì?
Fazio, que se había embalado, se desorientó.
—¿Quién? Ah, sí, el subcomisario Augello; apareció poco antes de la llegada del suplente del juez suplente. Echó un vistazo y se fue.
—¿Sabes adónde?
—Cualquiera sabe. Volviendo a lo de antes, Nenè Sanfilippo introduce la llave en la cerradura y, en aquel momento, alguien lo llama.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque le han disparado a la cara, dottore. Al oír que lo llaman, Sanfilippo se vuelve y se acerca a la persona que lo ha llamado. Cree que será cuestión de pocos minutos porque deja la llave en la cerradura, no se la vuelve a guardar en el bolsillo.
—¿No ha habido pelea?
—Parece ser que no.
—¿Has examinado las llaves?
—Había cinco, señor comisario. Dos de Via Cavour: portal y puerta del apartamento. Dos de la casa de la madre: portal y puerta del apartamento. La quinta es una de esas llaves ultramodernas que los que las venden aseguran que no se pueden duplicar. No sabemos de qué puerta era.
—Un chaval interesante ese Sanfilippo. ¿Hay testigos?
Fazio soltó una carcajada.
—¿Está usted de guasa, dottore?