Ya en su tiempo se le dio el honroso sobrenombre de «Mirabilia mundi», Maravillas del mundo, que todavía en el siglo XX se interpreta como «joven con manto de estrellas» (G. Baumer). En la historiografía fluctúa la imagen de su carácter y de su actuación. Pero aquí interesa muy poco si Otón III fue un hombre débil seducido o un genio precozmente maduro, un soñador fantástico o una persona de orientación «pragmática», si era o no amigo de firmes «conceptos de gobierno», si se sentía «alemán» o «no alemán», si despreciaba la rudeza sajona y admiraba el espíritu bizantino, si propendía al ascetismo del ermitaño que huye del mundo o le atraía más bien la espiritualidad sensible de una fe «elevada» como siempre. Lo decisivo, por el contrario —y no sólo en nuestro marco—, es que el emperador Otón III, pese a todas las diferencias puntuales respecto de sus predecesores, pese a todas las desviaciones y peculiaridades, se sintió un guardián de la tradición, del «ordenamiento querido por Dios», un favorecedor de los obispos a los que colmó de privilegios y de asignaciones territoriales, un potenciador firme del poder del imperio y de la Iglesia, un promotor del Imperium christianum, de la Europa cristiana, un potentado que se sabía naturalmente «defensor Ecclesiae», defensor del reino de Dios sobre la tierra. Con todo lo cual fue el inesperado continuador de ciertas tradiciones tanto carolingias como otonianas, y su política en Italia y sobre todo en el este favoreció en definitiva más a la Iglesia cristiana que al imperio alemán.

Que la vieja idea de la «renovatio imperii Romanorum», la refundación del poder universal romano, no la refería el creyente cristiano Otón III a la Roma antigua sino que la adoptó con un marcado acento cristiano, incluso en el denominado horizonte de la historia de la salvación (el humo azul o negro), realmente no habría de someterse a una duda seria, tanto si quería ser soberano del mundo como si quería ser santo, o ambas cosas a la vez. Lo único decisivo seguía siendo el mantenimiento en el poder, su afianzamiento y a ser posible su expansión, aunque el «concepto» —si es que tenía alguno— pudiera haberse orientado de un modo o de otro.

El conflicto del trono por causa de Enrique el Pendenciero y de los obispos

La noticia de la muerte de Otón II en Roma el 7 de diciembre de 983 llegó a Aquisgrán poco después de la coronación de Otón III en Navidad (los mensajeros recorrieron entonces una media de 70 kilómetros al día) y «puso fin a la fiesta de la alegría» (Thietmar). En consecuencia el poder pasó a un niño de tres años, último de los cuatro hijos que Otón II y Theophanu habían tenido. Cuando en 994 el sucesor al trono alcanzó la mayoría de edad según el derecho medieval, tenía catorce años, y al morir en 1002 no había cumplido aún los veintidós.

Inmediatamente después de la muerte de su padre estalló la lucha por la regencia. En ella el duque Enrique II de Baviera, «el Pendenciero», sobrino de Otón «el Grande» y el pariente masculino más cercano, no sólo perseguía el poder para gobernar sino la misma corona. Y como los pactos sólo tenían vigencia ínter vivos extinguiéndose con la muerte del pactante, el obispo Volkmar de Utrecht ya a comienzos de 984 liberó de la prisión al duque y en su compañía corrió a Colonia. Allí el arzobispo Warin, a cuya «segura lealtad» el emperador difunto había confiado en tiempos al niño con las insignias de la coronación, se lo entregó sin resistencia alguna. Y entonces el Pendenciero, con una decisión que probablemente facilitó en principio su éxito, mediante promesas y sobornos atrajo a su bando al menos por algún tiempo a todos los arzobispos alemanes —con la excepción de Willigis de Maguncia, el único metropolitano que nunca le apoyó— y a casi todos los obispos bávaros, sajones y muchos otros.

En Sajonia precisamente aprovechó las grandes fiestas cristianas para hacer ostentación de su poder. Después de haber celebrado el Domingo de Ramos en Magdeburgo, cuyo prelado Giselher le favorecía, el 23 de marzo de 984 fue elegido «publice» rey en Quedlinburg durante la fiesta de Pascua. Según cuenta Thietmar, que a su vez se encontraba allí, «fue saludado públicamente como rey y distinguido con himnos eclesiásticos». En cambio fueron muy pocos los señores civiles que se unieron a Enrique, y desde luego ningún duque. Pero sí que fueron muchos, «los que por temor de Dios no quisieron convertirse en perjuros» y huyeron de Quedlinburg a la ciudad de Asselburg (en Hohenassel al sur de Burgdorf. Hannover) y allí se reunieron abiertamente contra Enrique (en una especie de coniuratio, de liga juramentada, prohibida ya en las Capitulares carolingias).

El jefe obodrita Mistui, que el año anterior durante la gran sublevación eslava al lado de su capellán católico Avico había pegado fuego a la sede episcopal de Hamburgo, entró en el conflicto del trono apoyando a Enrique. Asimismo los príncipes eslavos Mieszko y Boleslao II, que ya habían apoyado a Enrique en los años setenta, le aseguraron con juramento su ayuda. Más aún, Boleslao, que era católico, aprovechó a su manera la rebelión. En el camino de regreso conquistó a traición Meissen, «mató en una emboscada» al señor de horca y cuchillo Rikdag, puso cerco a la ciudad de Veste, en la que pronto fijó su residencia con una guarnición, y expulsó al obispo del lugar Fokold (969-992) probablemente por dos años.

De todos modos la sublevación fracasó al intervenir el metropolitano Willigis de Maguncia y Adalbero de Reims. Y después también el grueso de los prelados se unió de nuevo al victorioso Otón III, o mejor, al gobierno de tutoría. Incluso uno de los partidarios más obstinados de Enrique, Giselher de Magdeburgo, que debía su sede arzobispal al padre de Otón, volvió entonces a cambiar de bando. Hubo negociaciones, escaramuzas y atracos a mano armada y en aquella confusión se secuestró de la fortaleza de Ala (muy cerca de las minas de plata de Goslar) a Adelaida, la hija mayor de Otón II, verosímilmente raptada por el Pendenciero y que después fue abadesa de Quedlinburg (y más tarde también de Gernrode, Vreden y Gandersheim), robando al mismo tiempo «el mucho dinero que allí se guardaba» (Thietmar). Al final, sin embargo, Enrique hubo de someterse el 29 de junio de 984 en la dieta imperial de Rara (en la turingia Rohr), tuvo que entregar el niño Otón a Theophanu y Adelaida y con ello renunciar a la corona[5].

En manos de mujeres piadosas y del clero

Como Adelaida, la esposa de Otón I y rival de Theophanu, ya en 985 partió de la corte para Italia, la regencia en nombre del sucesor al trono y menor de edad la ejerció durante siete años, en forma hasta entonces inhabitual, su joven madre Theophanu, nacida hacia 955. Dos fueron los prelados que jugaron un papel determinante en el asunto: el arzobispo Willigis y el canciller y obispo de Worms, Hildibald, el falsificador en propio provecho de 18 documentos reales.

No consta con claridad la ascendencia de Theophanu. Probablemente era hija del emperador bizantino Romanos II. De lo que no cabe duda es de que fue una mujer con talento político, ambiciosa, culta y también pía. Conforme con ello, a la muerte de Otón II en 983, se dedicó a la educación de su hijo. Dos de sus hijas fueron monjas: Sofía, abadesa de Gandersheim, y Adelaida, abadesa de Quedlinburg, mientras que su sobrina Theophanu fue abadesa de Essen. (Más tarde Otón III, durante su presencia en Italia [desde 997], nombró a la abadesa Matilde de Quedlinburg, tía suya, su representante en Sajonia.)

La viuda de Otón no sólo se proclamó en ocasiones «Theophanu, emperatriz por la gracia de Dios», sino que incluso masculinizó su nombre en «Theophanius imperator augustus», «Teofanio, emperador augusto» (en el caso de que no se trate de un error de los copistas), y en todo caso al comienzo también gobernó el imperio con bastante rigor. Naturalmente que estuvo rodeada por el alto clero, en cuyas manos también estuvo el sucesor al trono. En 987 nombró preceptor de su hijo de siete años a su favorito Johannes Philagathós, un griego de Calabria, a quien el año 980 Otón II nombró canciller de Italia y en 988 la viuda imperial le hizo arzobispo de Piacenza. Era un prelado muy arrogante, que como antipapa tuvo un destino espantoso. Y en 989 Theophanu encomendó la educación de Otón al capellán sajón Bernward, que más tarde sería obispo de Hildesheim, un santo que manejaba la cruz con la misma seguridad que la espada y que alcanzó una influencia considerable en la corte.

Tras la inesperada muerte de la joven emperatriz en Nimega el 15 de junio de 991, y hasta la mayoría de edad de Otón en 994, gobernó su abuela Adelaida, para entonces más que sexagenaria. La madre de Otón II, ligada por parentesco a media Europa, hermana del rey Conrado de Borgoña y suegra del rey Lotario de Francia, «la madre de los reinos» como la llamó Gerberto de Aurillac, fue a su vez una mujer muy piadosa y terminó como santa (su fiesta el 16 de diciembre). Incluso el Lexikon für Theologie und Kirche reconoce (en la primera edición de 1930): «Bajo la influencia de Adalberto de Magdeburgo Adelaida actuó sobre Otón en favor de la posición de poder de la Iglesia». (La tercera edición de 1993 ya sólo habla de su «influencia política».) Apoyada por la abadesa Matilde de Quedlinburg, demostró de hecho mucha más habilidad en la protección del clero que en la dirección de los asuntos del imperio. Fundó numerosos monasterios y derrochó la hacienda real con devoción creciente en iglesias, a las que inmediatamente de hacerse de nuevo con el poder hizo donación tras donación.

Solo la abadía de Selz (Baja Alsacia), su fundación favorita, en la que pasó la mayor parte del tiempo durante los últimos años de su vida antes de que en 999 «entrase gozosa en la morada eterna», recibió en los tres años de su administración del imperio diez palacios, siete herrerías, tres bosques, los ingresos de varias iglesias y capillas así como la inmunidad, el derecho de elección, mercado, moneda y protección real y papal. Así Dios no pudo menos de hacer «en su tumba numerosos milagros» (Thietmar). Aproximadamente la mitad de todos los documentos de donación de Adelaida mencionan monasterios como receptores. Personalmente ella tampoco residió en Pavía, la antigua ciudad real de los longobardos, sino en el monasterio femenino de San Salvador y Julia, quizá porque los ingresos y extensas posesiones de este constituían una base más apropiada para la recuperación del poder. La señora del imperio estuvo bajo la influencia de la reforma cluniacense, de la que fue un importante apoyo al haber mantenido relaciones amistosas con los abades Mayolo y Odilo (este último fue su biógrafo).

Entre estas damas imperiales de Otón I no podemos olvidar a su hija Matilde, mencionada ya alguna vez, a quien su padre hizo nombrar abadesa de Quedlinburg cuando todavía era una niña de once años. También jugó un importante papel político, en especial bajo su hermano Otón II, al que acompañó en sus campañas italianas, y bajo Otón III, cuya representante fue en Sajonia.

Sobre todas estas dominae imperiales, y muy particularmente sobre Theophanu y santa Adelaida, ejercieron una influencia extraordinaria sus consejeros espirituales, sobre todo el arzobispo y canciller imperial Willigis de Maguncia, que durante años apenas se separó del lado del joven rey, así como el canciller y obispo Hildibald de Worms. Cuán poco se preocupó de la emperatriz Theophanu cuando no coincidía con sus planes el obispo Willigis, agraciado por el papa con privilegios extraordinarios por encima de todos los arzobispos de Germania y Galia, se echa de ver en la denominada controversia de Gander. Durante algún tiempo aquel fue un gobierno del clero más que un gobierno de mujeres. Sobre todo en la primera mitad del año 993 los obispos Willigis e Hildibald parecen «haber administrado ellos solos el imperio» (Bohmer). Pero también después «siguió creciendo la importancia de los dos regentes eclesiásticos…». Por el contrario, todo considerado, «el prestigio del rey fue mermando de continuo durante el período del gobierno de tutoría» (Glocker). También de otros prelados sabemos bastante; tal sucede con Hatto I de Maguncia o en el siglo XI con los metropolitanos Adalberto de Hamburgo-Bremen y su antagonista Anno II de Colonia: sabemos «todo lo despóticos y arrogantes que se presentaban los obispos, a los que se les había confiado algo así como la regencia del imperio» (Althoff), lo que aprovecharon de hecho para hacerse con la dirección de los asuntos imperiales. También el arzobispo Giselher de Magdeburgo mantuvo evidentemente estrechos contactos con la corte en los años 991-994.

Incluso en los potentados, que gobernaban con mayor o menor autonomía, también su entorno más próximo jugó un papel decisivo en muchos aspectos, debido entre otras cosas al hecho de que sin su mediación nadie tenía acceso al rey; sus allegados podían asegurar o impedir una conversación con él.

Cuando Otón alcanzó la mayoría de edad, la influencia tanto de Adelaida como de los dos príncipes eclesiásticos Willigis e Hildibald se redujo notablemente a juzgar por lo escaso de sus intervenciones. A cambio el joven monarca promovió a otros clerizontes. Así, enseguida nombró canciller en Italia a Heriberto, arzobispo de Colonia (999-1021), su amigo desde la infancia. Cuatro años después asumió también este la cancillería alemana —lo que no dejaba de ser una señal de la alta estima en que lo tenía Otón— desde la que administró todo el imperio. En 999 Otón nombró papa a su capellán y primo Bruno, que ocupó la «santa sede» con el nombre de Gregorio V.

De gran prestigio ante el joven soberano gozaba también el obispo León de Vercelli (998-1026), sucesor de su predecesor Pedro asesinado por el margrave Arduino de Ivrea. El italiano León era desde 996 miembro de la capilla palatina y, junto a Gerberto, tal vez el consejero político más importante de Otón III. Canciller imperial desde el año 1000, no desaprovechó la ocasión para su provecho y el refuerzo de su poder personal y así, por ejemplo, se apoderó de los bienes del conde Arduino y de sus secuaces.

En la corte tuvo además un peso específico Notker, obispo de Lüttich, a quien Otón agració con algunos condados y que emprendió varios viajes a Italia al servicio del soberano (989-990, 996, 998-1002). A menudo intervino asimismo en los asuntos de gobierno y en otras empresas Enrique I de Würzburg, miembro de la alta nobleza y receptor de donaciones reales, que debía su sede episcopal a su (repulsivo) hermano y canciller Heriberto, quien a su vez en 999 fue nombrado arzobispo de Colonia (otros parientes, tal vez sobrinos, fueron los obispos Heriberto y Gezemann de Eichstátt).

Entre dos santos y un futuro papa

Al igual que Enrique, también el ya mentado san Bernward, descendiente de la alta nobleza sajona, fue un típico representante del episcopado imperial otoniano; desde 987 miembro de la capilla palatina, desde 989 educador de Otón y desde 993 obispo de Hildesheim. (También en su familia se acumularon los altos cargos eclesiásticos: su tío Folkmar fue obispo de Utrecht; otro pariente, Erchanbald, ocupó la silla arzobispal de Maguncia; su hermana Judith fue abadesa del monasterio doméstico de Ringelheim, su tía Rotgarda lo fue de la fundación imperial de Hilwartshausen y otra parienta, Frideruna fue asimismo abadesa de Steterburg.)

No obstante las diversas tareas de educación y de gobierno, Bernward aún encontró tiempo para elevar la denominada educación eclesiástica, encontró tiempo durante siete años (1000-1007) para luchar contra el arzobispo Willigis por el monasterio de Gandersheim y vencer; encontró tiempo para levantar fortalezas (un anillo amurallado defendido por torres en torno a su sede episcopal) y burgos (como los de Mundburg y Warenholz). Y con todo ello no sólo manejó la pluma en favor de Otón sino también la espada: en 994-995 contra los eslavos del Elba, en 1000-1001 frente a Tívoli y en el aplastamiento de los tumultos romanos; más aún, todavía en 1006-1007 tomó parte en una expedición guerrera de Enrique II el Santo. Pero el mismo año de su muerte vistió a toda prisa el hábito monacal, la cogulla benedictina…

Y también fue canonizado el 21 de diciembre de 1192, pues en definitiva fue «siempre benéfico» para todos y «no hizo más que combatir por la santa Iglesia» (Wetzer/Welte).

Durante su estancia romana Otón quedó muy marcado por el sabio Gerberto de Aurillac, su amigo y educador, a quien el joven emperador no negó ningún deseo. Debido a sus eminentes conocimientos, especialmente en los campos de las ciencias naturales, las matemáticas y la música, debido a su saber realmente fenomenal, que debía tanto a la cultura árabe como al mundo eclesiástico, ya había llamado la atención de Otón I. En 982 Gerberto fue nombrado abad del monasterio de Bobbio en Italia septentrional (fue el premio por su victoria en la disputa que el año anterior había mantenido en Ravenna y en presencia de Otón II con el canónigo sajón Ohrtich). En 991 Gerberto fue nombrado arzobispo de Reims, puesto en el que no pudo mantenerse y en el que hasta temió por su vida. En 998 fue arzobispo de Ravenna y un año después, por recomendación del abad Odilo de Cluny, fue elegido papa (Silvestre II).

Ya antes de la coronación imperial de Otón, a Gerberto se le podía encontrar en el séquito imperial «y así como ya había sabido atraer sobre sí el interés del anciano Otón I y con sus recursos dialécticos había sabido ganarse el beneficioso favor de Otón II, también ahora consiguió ganarse por entero al joven emperador» (Bóhmer), que día y noche quería hablar con él.

En Roma también ejerció influencia notable sobre el soberano san Adalberto, un hijo del príncipe Slavnik de Libice, de la familia más importante de Bohemia después de los Premysiidos. En 983 Adalberto fue nombrado obispo de Praga, pero combatió inútilmente los usos paganos de los checos, haciéndose odioso por su rigor. En 988 marchó a Roma, donde Theophanu le colmó de regalos con la obligación de que orase por la salvación eterna del alma de su marido difunto. En 992 volvió a ocupar su silla de Praga, pero tras la ruptura con el duque Boleslao hacia 994-995 se refugió en Aquisgrán con Otón III, aunque desde allí una vez más hubo de partir para Roma, donde de nuevo estaba Otón. Y tras la retirada de este hacia el norte en 996, pronto se encontró a su lado en Maguncia, si es que no había cruzado los Alpes en su compañía. Allí, en la ciudad alemana, parece que hasta compartió su dormitorio con él «como un ayudante de cámara muy querido» (dulcissimus cubicularius).

El biógrafo más antiguo de Adalberto refiere cómo el obispo enseñaba de continuo al joven soberano entreteniéndole «día y noche con conversaciones sagradas» e incitándole «con dulces palabras al amor de la patria celestial». Sea poco o mucho lo que hay de realidad en tales vidas de santos, lo cierto es que mantuvieron un trato extraordinariamente familiar. Y pronto el soberano hizo que en honor de Adalberto, luego misionero y mártir, se levantasen iglesias en Aquisgrán y en Roma y que ya en 999 fuese canonizado[6].

«Nuestro eres tú…»

Otón III trabajó siempre en estrecha colaboración con la Roma papal y con los prelados. Con ellos cooperó tal vez en forma todavía más intensa que sus inmediatos predecesores. Fue miembro de varios cabildos catedralicios. Bajo su gobierno conocemos no menos de 35 capellanes de la corte y a través de ellos pudo la Iglesia contactar de forma continuada y en todo tiempo con la misma.

Repetidas veces ocupó el monarca junto con el papa la presidencia de los sínodos. Y a menudo intervino también con este a favor de la restitución de las posesiones eclesiásticas. Fortaleció el poder de los obispos mediante privilegios de inmunidad, les proporcionó buenos ingresos, con frecuencia cada vez mayor les otorgó pingües derechos de mercado, moneda y peaje, y en el interior de Alemania algunos obtuvieron de él condados enteros, lo que por vez primera y sólo en forma aislada había ocurrido con su padre. Así, al obispado de Lüttich le concedió el condado de Huy, al obispado de Würzburg el condado sito en los cantones francos de Waldsazin y Rangau, al obispado de Paderborn un condado que se extendía por cinco cantones. Naturalmente allí desaparecieron los funcionarios reales. «El obispo era el titular de toda autoridad civil, habiéndose convertido en príncipe en el sentido literal de la palabra»; más aún, «no tenía que someterse a ningún poder político fuera del rey» (A. Hauck). Ya bajo el emperador Otón III «la concepción oficial era que los príncipes eclesiásticos precedían en rango a los príncipes laicos, aun cuando estos pertenecieran a la familia imperial» (Bóhmer).

Otón III, que fomentó «una política imperial con tendencia misionera» (Fleckenstein), como sin duda no pocos de sus predecesores, fue personalmente más devoto de la religión que otros reyes y emperadores cristianos y dedicó todos sus actos «al provecho de la Iglesia» (Schramm). ¡Otón III tenía quince años cuando fue emperador y veintiuno cuando murió! Y cómo debe de haber influido el alto clero en aquel ánimo receptivo, entusiasta y vital, sobre el que también influyeron el pietismo de su tiempo, la ascética, la mística y el fanatismo cluniacense. «¡Nuestro, nuestro es el imperio romano!» (Noster, noster est Romanum imperium), escribía exultante Gerberto (papa Silvestre) al joven emperador. «Nuestro eres tú, César, Emperador de los romanos y Augusto…» ¡Nuestro!

Otón agregó a su título fórmulas apostólicas de devoción: «Siervo de Jesucristo», «siervo de los apóstoles», «emperador romano por voluntad de Jesucristo, el difusor más piadoso y leal de la santa Iglesia». Repetidamente se imponía severos ejercicios penitenciales, a veces ayunaba cinco días a la semana y, según parece, muchas veces pasaba noches enteras en oración. En Gnesen se hizo flagelar sobre la tumba de san Adalberto. En el invierno y primavera de 999 hizo una larga peregrinación a pie desde Roma a Benevento para visitar el santuario del arcángel Miguel en el monte Gargano. Ese mismo verano marchó a Subiaco, en la región montañosa de Sabina, para entregarse al recuerdo devoto de san Benito. Con una persona de su confianza, como era el obispo Franco de Worms, se encerró quince días en una cueva (spelunca) junto a la iglesia de San Clemente en Roma para hacer penitencia. Lloró repetidas veces con piadosos ermitaños y se llevó consigo «reliquias» de Carlomagno, entre ellas un diente que arrancó del cadáver. «Nuestro eres tú…»[7]§

En septiembre de 994, con la ceremonia de armar caballero a Otón (se supone que en una fiesta cortesana en Sohlingen, aunque sin poder establecer la fecha precisa), terminó la tutoría de Adelaida, la viuda del emperador. Ella se retiró entonces a su monasterio alsaciano de Selz, y Otón asumió el gobierno efectivo. Todavía en el verano de 995, y con el apoyo de tropas polacas y bohemias, llevó a cabo una campaña devastadora contra los obodritas en Ostholstein y Mecklenburg. Con ello amplió sorprendentemente el obispado de Meissen a la vez que multiplicaba los ingresos del diezmo, en el supuesto de que el documento real no esté falsificado como a menudo se piensa y afirma.

Después, el joven soberano marchó con un ejército poderoso al sur. Entre cantos y salmos partió de Ratisbona en 995. Y en pleno invierno, cosa muy infrecuente, cruzó el desfiladero del Brénnero marchando al frente del ejército la santa Lanza, símbolo de sus aspiraciones a Italia y al imperio. En Pavía los grandes italianos le prestaron homenaje de pleitesía y juramento de lealtad. El 20 de mayo apareció Otón ante las puertas de Roma[8].

Escenas en torno a la santa sede

Entretanto la corte papal andaba muy movida, cosa corriente en aquella época.

En los tumultos que siguieron a la muerte de Otón II, en la primavera de 984, Bonifacio VII había regresado de Constantinopla a la Ciudad Santa bien provisto de armas y oro. Hizo deponer y maltratar al papa reinante, Juan XIV (983-984), que en tiempos había sido el canciller italiano de Otón II y el obispo Pedro de Pavía. Lo hizo encerrar durante cuatro meses en una mazmorra de Castell Sant’Angelo y después le dejó morir de hambre o lo envenenó según otras fuentes (la inscripción funeraria en San Pedro pasa decentemente por alto las circunstancias de su muerte). Gobernó como Bonifacio VII menos de un año antes de que lo liquidaran, le despojaran de las vestiduras pontificales, mutilasen su cadáver desnudo cortándole las piernas, lo arrojasen de palacio y lo arrastrasen por las calles.

A Bonifacio VII —a quien la voz popular llamó más tarde «Malefatius» y Gerberto de Aurillac «monstrum horrendum», aunque Roma no lo declaró antipapa hasta 1904— le siguió a finales de julio el romano Juan XV (985-996). El cargo, además de al Espíritu Santo, se lo debió evidentemente a la familia de los poderosos Crescencios, un linaje romano de origen desconocido (el nombre auxiliar científico «Crescencios» deriva de un nombre frecuente en la familia). Durante la segunda mitad del siglo X y algo más los Crescencios ejercieron una gran influencia sobre Roma y algunas regiones de su entorno controlando durante algunos períodos el pontificado de la ciudad y recibiendo también apoyo del mismo. Pero cada vez más incurrieron en una contraposición de intereses tanto respecto de los Otones como del papado, que se iba fortaleciendo.

La exaltación al trono de Juan XV, impuesta a todas luces por el patricio Juan Crescencio, se hizo sin previa consulta a la corte alemana. El papa, hijo del sacerdote romano León, no fue amigo de los sacerdotes; favoreció más bien a la nobleza y sobre todo a sus parientes, a los que enriqueció, mientras que personalmente fue odiado por su codicia, venalidad y nepotismo, y precisamente entre el propio clero. Al morir Juan Crescencio en 988, su hermano Crescencio II Nomentano se erigió en dueño y señor del Estado de la Iglesia, y bajo su presión debieron de hacerse «enormes sobornos» (Kelly) como paso previo para una audiencia con el santo padre. Todo es venal en Roma, declaraba un obispo en 991, en un sínodo de Reims, y las sentencias se dictan según el peso del oro. De todos modos, el pontífice sediento de dinero declaró santo a Ulrico de Augsburgo el 31 de enero de 993, en un sínodo lateranense. Fue la primera canonización formal por un papa, aunque canonizó a un obispo que había manejado la espada en las campañas militares de dos soberanos, Enrique I y Otón I, un pastor de almas que había combatido y había matado hasta casi sexagenario[9].

En marzo de 995 el papa escapó a Sutri huyendo de la presión de Crescencio y del odio del clero, y según la vieja tradición romana pidió ayuda del otro lado de los Alpes. Pero antes de que Otón los cruzase, Juan XV regresó de nuevo a Roma, incluso con todos los honores, aunque pronto sucumbió a un acceso de fiebre.

Al acercarse el rey ya hubo tumultos en Verona, donde fueron degollados algunos de sus soldados. En Pavía le llegó la noticia de la muerte de Juan XV. Y cual si se tratase de la ocupación de un obispado imperial, designó papa en Ravenna al joven Bruno, su capellán y primo. Era hijo del duque Otón de Carintia, hijo a su vez de Conrado el Rojo y de Liutgarda, hija de Otón I. A comienzos de mayo de 996 el biznieto del emperador ocupó la silla papal con el nombre de Gregorio V (996-999). Era el primer papa alemán. Y el 21 de mayo Otón III, que tenía dieciséis años, fue coronado emperador por el papa de veinticuatro. Bien puede decirse que la familia lo había copado todo.

En los días inmediatos el soberano visitó las iglesias principales de Roma, y de común acuerdo con Gregorio presidió en la basílica de San Pedro el sínodo de la coronación, que duró tres días y que se ocupó principalmente de una serie de querellas eclesiásticas: la de Reims, la del obispo Odelrico de Cremona que quería exprimir a los mercaderes más poderosos de la ciudad, la disputa del abad Engizo de Brugnato con el obispo Godfrido de Luni acerca del monasterio, donde el papa rompió los documentos presentados al sínodo por el obispo. A pesar de algunas tensiones ocasionales entre emperador y papa se ha destacado ante todo el buen entendimiento, la «actuación concertada» (Althoff) de ambos. Al final Gregorio agradeció al primo su papado, y así resulta perfectamente natural que mandase a los monjes del monasterio de Monte Amiata que rezasen por la estabilidad (stabilitas) del imperio.

Pero apenas Otón había vuelto la espalda a Italia, se alzó. Crescencio, convirtiéndose en señor despótico de la ciudad. Todavía en el otoño de 996 hubo de abandonar Gregorio la ciudad durante catorce meses, sin conseguir antes el regreso pese a dos tentativas que hizo con la fuerza de las armas. Residió la mayor parte del tiempo en Italia septentrional, mediante repetidas embajadas solicitó la ayuda del emperador y en un sínodo celebrado en Pavía (febrero de 997) lanzó la excomunión contra Crescencio. Entonces precisamente se nombró papa en Roma como Juan XVI a Juan Philagathós, arzobispo de Piacenza y padrino tanto de Gregorio como del emperador. No faltaron algunos sobornos, incluso Gregorio V, el reformador papa alemán, se embolsó dinero por sus resoluciones, cosa que Otón III aceptó como legítima[10].

La expulsión de Gregorio por los romanos y la exaltación como antipapa de Juan Philagathós, que había sido amigo de Theophanu, indujo a Otón a cruzar por segunda vez los Alpes, mientras que en Alemania ejercía el gobierno en su nombre su tía Matilde, abadesa de Quedlinburg.

A mediados de febrero de 998 el emperador se presentó ante las puertas de Roma. Y, como siempre, también entonces figuraban algunos prelados en su ejército. Tal el obispo Notger de Lüttich, un veterano combatiente que al menos cuatro veces había marchado a Italia en favor de los Otones, pero que también en 987 destruyó para siempre la difícil fortaleza de Chévremont cercana a Lüttich. Combatiente fue asimismo el obispo de Estrasburgo Wilderod y con él toda una serie de prelados de Italia septentrional con sus huestes guerreras. Entre los abades figuró incluso Odilo de Cluny, un auténtico santo (su fiesta el 2 de enero), quien no obstante su santidad también luchó muchos años con el obispo de Macon.

El antipapa Juan XVI, que había ejercido el cargo durante diez meses, intentó en vano ocultarse en una torre fortificada. Una tropa del conde Birichtilo (Bertoldo) de Brisgovia, antepasado de los zeringios y fundador del monasterio de Sulzburg, lo descubrió, lo apresó y, con el consentimiento según parece de Gregorio V y de Otón III, su antiguo discípulo, lo ajustició de forma horrible; pero el conde de Brisgovia pronto (si es que no probablemente por ello, o al menos a pesar de todo lo cual) se vio colmado de honores y agasajos.

Y así, ya un año después pudo, como representante del emperador, investir a la hermana de este. Adelaida, como abadesa con un báculo abacial de oro, enviado desde Roma a Quedlinburg. Y al mismo tiempo el torturador condal obtuvo un privilegio de mercado, moneda y aduana a favor de Villigen, en la Selva Negra, para dar a su mercado local un peso parigual a los mercados de Constanza y de Zurich. Ergo: «Su acción no sólo no le hizo caer en desgracia sino que le granjeó en grado sumo el favor imperial… Ambos “homenajes” indican claramente que Birichtilo se había ganado de manera especial el agradecimiento del emperador…» (Althoff).

¿Y qué es lo que había hecho el noble conde de Brisgovia? Había martirizado lastimosamente al antipapa preso haciéndole sacar los ojos y cortar las manos, la nariz, los labios, la lengua y las orejas. Los Anales de Quedlinburg hacen hincapié desde luego en que los criminales no eran amigos del emperador, sino «amigos de Cristo». Como quiera que fuese, al prisionero maltratado por la soldadesca imperial lo presentaron ante el tribunal del papa, quien lo depuso formalmente y le despojó de sus vestiduras de acuerdo con el ritual practicado en la Iglesia de Cristo. Entonces Gregorio, un papa reformista y con buena formación, cuya inscripción sepulcral exalta su capacidad para predicar en latín, francés y alemán, hizo que a Juan XVI, cegado, casi sordo e incapaz de hablar, lo revistiesen de nuevo en la iglesia con los ornamentos papales para arrancárselos después pieza a pieza.

Entretanto había acudido un compatriota de la miserable víctima, san Nilo, un anciano de 88 años admirado en toda Italia. El emperador y el papa lo acogieron con todo respeto en el palacio de Letrán, le besaron las manos y le hicieron tomar asiento entre ambos. Pero él sólo expresó un deseo: que hicieran conducir a su monasterio al pobre Philagathós, que los había sacado de pila a entrambos y al que ellos le habían mutilado y arrancado los ojos; allí en el monasterio quería llorar con él los pecados cometidos. El emperador, al que según parece se le saltaron las lágrimas, estaba dispuesto a ceder; pero el papa quiso disfrutar plenamente de su venganza. Mandó que coronasen al ciego no con la tiara papal sino con una ubre, lo echasen de la iglesia y, montándolo en un asno cuya cola empuñaba a modo de rienda, lo paseasen por Roma —en un remedo macabro— y lo encerrasen en una cárcel monacal, donde parece que vegetó durante años. Si la información es correcta, Otón se habría excusado por intermedio de un alto eclesiástico ante Nilo, quien habría replicado que el emperador y el papa habían obrado contra él la injusticia cometida contra el desgraciado Philagathós y que Dios les perdonaría como ellos habían perdonado al infeliz. Y el mismo día abandonó Roma[11].

Pero el rebelde Crescencio había huido a Castell Sant’Angelo, que se consideraba inexpugnable. Fue asediado durante dos meses sin interrupción, atacado día y noche según se cuenta, y el 28 de abril fue tomado al asalto por el margrave Ekkehard de Meissen. (El emperador recompensó generosamente con tierras al ilustre guerrero que también había combatido valerosamente contra los eslavos en el este. Pero cuando en 1002 quiso suceder al soberano, que había muerto sin descendencia, fue asesinado en el palacio de Pohlde, probablemente por venganza personal, a manos de un grupo de la nobleza a cuya cabeza figuraban los condes Enrique y Udo de Katlenburg.)

Tammo, hermano del obispo Bernward de Hildesheim y amigo de Otón, había jurado por orden de este proteger la vida de Crescencio. Varias fuentes italianas hablan de tales garantías juramentadas, que otras fuentes coetáneas confirman en lo esencial. Pero Crescencio había sido engañado y, «sin que haya que disminuir o negar nada… fue ejecutado como reo de alta traición a requerimiento del papa, a quien le era malquisto» (Uhlirz). Según parece, por sugerencia del santo padre fue decapitado con otros doce cabecillas en lo más alto de la fortaleza, a la vista de todo el mundo; su cadáver fue arrojado desde las almenas, arrastrado por vacas a través de las calles encenagadas de Roma, y en compañía de los doce ejecutados, fue colgado cabeza abajo de una cruz en el monte Mario encima del Vaticano. El papa no se anduvo con remilgos y la idea del ahorcamiento sin duda que le pareció buena. A un conde de Sabina, llamado Benedicto, con quien el santo padre disputaba la posesión de unas tierras robadas, le forzó a ceder amenazándole con que haría ahorcar ante sus ojos al hijo que tenía prisionero.

El papa Gregorio V, a quien los romanos odiaban perdidamente, murió de muerte repentina —«tras haber desempeñado bastante bien el cargo» (obispo Thietmar)— en la primavera de 999, no motivada por el veneno como se rumoreó, sino por la malaria. La Vita Nili divulgó también el rumor de que al papa lo habían cegado sacándole los ojos; pero probablemente se trata de una reacción literaria a su crueldad con el antipapa un año antes[12].

Fuentes alemanas hablan de la «cloaca» romana, que el emperador habría limpiado. Califican a Crescencio de «perversus» y «membrum diaboli». Incluso Gerd Althoff, que precisamente a este respecto echa en cara muchas cosas al emperador y al papa, quiere después exculpar la brutalidad de ambos explicándola «no tanto por circunstancias personales como sed de venganza, desengaños e irritación», sino más bien por «las reglas de juego del siglo X», por las «reglas del tiempo». Cierto que se mostraba clemencia con los vencidos, pero sólo una vez, la primera; en caso de recaída no había compasión alguna.

Pues bien, digamos de paso que hay no pocos ejemplos en contrario y que tales «reglas» eran precisamente «reglas» cristianas. Cristianos las hicieron y cristianos las practicaron. El «tiempo» no fue culpable; lo fue el hombre de ese tiempo. Y, hablando con propiedad, ni siquiera él tuvo la culpa, sino que la tuvieron el uso, el derecho, la ley, la manera de pensar, la fe de la época. Pero ¡todo eso era cristiano desde hacía siglos! ¡Se podía, se debía ser cristiano a cualquier precio! Incluso, y precisamente, al precio de la vida. Así, lo que aquí interesa siempre son los crímenes que los cristianos cometieron en nombre del cristianismo, de la Iglesia, del Estado o por su propia iniciativa, en buena medida contra los preceptos básicos de su misma religión. Ese es en definitiva nuestro tema. En todo tiempo y lugar el comportamiento de los cristianos ha sido antihumano, con desprecio y negación de la humanidad.

También en el este, por ejemplo. Ya el niño Otón III «se había ganado allí sus esporas», al decir de Wolfgang Menzel, uno de los provocadores alemanes del siglo XIX[13].

El arzobispo Giselher soborna, falsifica y cobra

Las guerras del este, especialmente las campañas militares contra la anfictionía de los eslavos del Elba, de los liutizos, para imponer el reconocimiento de la soberanía alemana y del cristianismo, se mantuvieron de una manera continuada y cada vez con mayor frecuencia a partir de la sublevación de 983. Precisamente bajo la regencia de Theophanu se inició entonces una política agresiva, «sostenida en el fondo por Giselher de Magdeburgo y por Eckhard de Meissen» (Kretschmann).

El arzobispo Giselher, con el que ya nos hemos encontrado repetidas veces, descendía de la nobleza oriental sajona; «de natural noble y noble alcurnia», le califica el obispo Thietmar, quien por lo demás no deja en él hueso sano. Otón I lo admitió en la corte y le hizo obispo de Merseburg en 970. Pero este príncipe de la Iglesia inmensamente ambicioso, que se lavó en todas las aguas sucias, iba a pasar también en el futuro mucho más tiempo en la proximidad de reyes y emperadores que en su propia diócesis. Supo granjearse el favor de los más poderosos, supo obtener grandes y numerosas donaciones y, finalmente, supo convertirse en arzobispo de Magdeburgo (981-1004), meta a la que había dirigido todos sus anhelos y esfuerzos. Esto desde luego sólo en virtud de ciertas disposiciones canónicas y tras la supresión del obispado de Merseburg. Ese fue el motivo de que Thietmar de Merseburg le odiase tanto, además de que en su desenfrenado afán de honores, dignidades e influencia cada vez mayores Giselher no retrocedía ante nada.

Así, en la persecución de su meta parece que hasta hurtó el cuerpo de san Lorenzo, sobornó a todos los príncipes y a la curia romana con fuertes sumas de dinero y obtuvo del papa enormes privilegios, como el derecho extraordinario de consagrar cardenales presbíteros, cardenales diáconos y cardenales subdiáconos; derecho del que, por lo demás, sólo podía presumir una diócesis (la de Tréveris), y eso únicamente en virtud de una falsificación. El arzobispo Giselher de Magdeburgo (o un cómplice suyo) falsificó asimismo; al ver justamente amenazada su influencia con la fundación del arzobispado de Gnesen, falsificó un privilegio papal en favor del arzobispo anterior, Adalberto de Magdeburgo, en el cual se confería a su obispado el primado en «Germania» a la vez que se le reconocía el derecho a 12 cardenales presbíteros, 7 cardenales diáconos y 24 cardenales subdiáconos. Tales exageraciones pronto debieron de parecer tan increíbles que la falsificación no prosperó.

Así y todo, en contra de las disposiciones de un sínodo papal celebrado en septiembre de 981, Giselher supo sacar otras ventajas notables, como fueron los derechos episcopales sobre siete aldeas fortificadas, ocupadas en su mayoría por eslavos paganos, con lo que obtuvo la parte septentrional del disuelto obispado de Merseburg. Consiguió dos monasterios propios: el de Pohlde y la abadía de San Lorenzo de Merseburg, ambos con grandes posesiones territoriales. Otón II, que ya había otorgado en 974 al obispo Giselher de Merseburg el gigantesco bosque del cantón de Chutizi, uno de los mayores complejos boscosos de Alemania, le concedió ahora la fortaleza de Kohren (en Altenburg) así como el palacio real de Priessnitz (en Borna) entregado con anterioridad a Merseburg. El arzobispo se apropió además de otras propiedades inmuebles, que habían pertenecido a Mcrseburg y que en conjunto constituían «sin duda la parte más valiosa del antiguo ajuar de Merseburg» (Claude).

Para cohonestar su manera de proceder —ocasionalmente arropada por el emperador— y ocultar un derecho originario, parece que Giselher eliminó todo tipo de actas y documentos. Al menos eso es lo que afirma el obispo Thietmar: «Echó al fuego o hizo asignar a su iglesia mediante el cambio de destinatario los documentos reales o imperiales que contenían donaciones». A este respecto la medievalística advirtió que la mayor parte de los documentos merseburgenses se los llevó consigo a Magdeburgo el arzobispo Giselher sin que los devolviese cuando se restableció aquella diócesis. «La falsificación y destrucción de otros documentos son perfectamente posibles» (Claude).

Dado que Giselher no sólo era muy ambicioso de cargos y posesiones, sino que además la frontera imperial distaba apenas una jornada de su residencia, se comprende su actividad en las guerras del este por entonces casi continuas. Con persistente regularidad informan las fuentes que año tras año toda la tierra de los eslavos (totam terram) era devastada «a sangre y fuego» (incendiis et caedibus), de modo que el asesinato con incendio se abría sensatamente en «la fecha habitual» (Bóhmer) de la Asunción de María[14].

Catorce años de guerra permanente contra los eslavos del Elba

Es evidente que desde la perspectiva histórica actual al menos una parte de la medievalística alemana minimiza con gran decencia ese terror continuado en el este. Así, Eduard Hlawitschka en su Studienbuch (!), con motivo de la Ostpolitik de Teophanu, dice escuetamente que los sajones «atacaron repetidamente a los eslavos del Elba»; asimismo hablando de la regencia de Adelaida dice en media linca: «luchas contra los liutizos y obodritas en 991-995» y Otón III emprende personalmente «sólo dos breves campañas en el verano de 997» contra los rebeldes.

En realidad se trata de una guerra permanente de casi catorce años, en la cual el imperio, al introducir una nueva Ostpolitik, se alió también con los polacos de Mieszko. Eso proporcionaba la ventaja de poder atacar a los liutizos desde dos flancos, desde el oeste y el este, encerrándolos en una tenaza a la vez que permitía un ataque conjunto. (El nombre de «liutizos» aparece en el curso del siglo X en lugar de la vieja designación de «wilzos».) Es probable que la alianza la hubiese dispuesto el arzobispo Giselher, que en 984 todavía estaba con el duque polaco en el bando de Enrique el Pendenciero.

Ya en 985 un ejército sajón, con la participación de Mieszko, irrumpió en el territorio liutizo y lo devastó. También otras dos incursiones de los alemanes, en 986 y 987, iban dirigidas contra los liutizos y contra Boleslao de Bohemia, que se negó a entregar la Marca de Meissen (Misnia) ganada en 984 y perdida al año siguiente. Tales ataques también los apoyó Mieszko de Polonia; más aún, en la campaña del año 986 marchó también el rey de seis años, con el propósito evidente de «animar» a los guerreros cada vez más cansados y hasta reacios a la lucha. Y es probable, aunque carecemos de testimonio explícito, que en ambas expediciones militares tomase parte el arzobispo Giselher. Por doquier hubo devastaciones horribles y fueron arrasadas cuarenta y seis plazas fuertes; pero aunque los invasores forzaron la entrega de tributos no recuperaron ninguno de los territorios perdidos.

En 990 siguió de inmediato una segunda correría contra el territorio eslavo del Elba, que a los ojos de Thietmar de Merseburg estuvo dominada por el diablo. Al estallar el conflicto entre Polonia y Bohemia las tropas alemanas regresaron bajo el mando del arzobispo Giselher y del margrave Ekkehard de Meissen para liberar a los polacos. Pero Boleslao sorprendió a los alemanes, que todavía por la mañana habían oído misa, y mandó desarmar al obispo y al conde hasta tanto que refrendaron la paz con juramento solemne.

En 991, y sin duda durante la celebración de la sagrada Pascua en Quedlinburg, se decidió con Mieszko de Polonia otra guerra en comandita. Otón personalmente, con un gran reclutamiento de tropas sajonas, conquistó y perdió en el mismo año Brandemburgo, una ciudad combatida y reconquistada por ambos bandos y que era la capital de los hevelios, una liga wilza que desde 983 se había asociado a los liutizos. Y allí estaba una vez más el arzobispo Giselher. Méritos especiales contrajo entonces el obispo Milo de Minden con sus sajones occidentales, cuya presencia en un combate contra los liutizos está aquí probada por vez primera.

En 992 se irrumpe de nuevo y por dos veces (en junio y en agosto) en territorio liutizo, aportando su ayuda los piadosos polacos en todas aquellas luchas. Y al segundo enfrentamiento no sólo acudió Otón III con un ejército extraordinariamente grande sino que por vez primera también se presentó el cristiano Boleslao de Bohemia. Así, aquel nuevo asalto sangriento, en el que el clero combatió a la cabeza y en el que cayó el abanderado Diethard, un diácono de la iglesia de Verden, asumió sin más «el carácter de una guerra religiosa» (M. Uhlirz).

Pese a todo ello parece como si los alemanes no hubieran conseguido más que extorsionar con tributos, puesto que en las propias filas hasta se echó de ver el disgusto por las incursiones tan continuadas como estériles. No hay duda de que el gobierno regente intentó elevar el espíritu de lucha mediante donaciones a nobles y monasterios en los territorios fronterizos, sobre todo al tener también de su parte a los bohemios. (Así, por ejemplo, la diócesis de Quedlinburg obtuvo en 993 extensas posesiones en Havelandia, las localidades de Potsdam y Geltow así como una isla que no se precisa.)

Ya en 993 se anuncian de inmediato tres nuevas ofensivas de los sajones contra los eslavos, después de las cuales el rey premió con grandes donaciones a los obispos Hildibald de Worms y Giselher de Magdeburgo por méritos especiales. Al fin y al cabo, como sospechan los investigadores, el magdeburgués apenas había faltado en todas aquellas guerras y precisamente en los primeros años noventa había mantenido relaciones intensas con la corte de Otón III, siendo considerado el «valedor de la Ostpolitik alemana» (Claude).

En 995 Otón llevó a cabo una incursión de castigo, que asoló el país a lo largo y a lo ancho, por una gran sublevación de todos los liutizos y obodritas que había estallado el año anterior. Esta vez también entraron en liza los cristianos de Polonia y Bohemia, y entre ellos se encontraba Sobebor, el hijo mayor de Slavnik y hermano del santo obispo Adalberto de Praga. Y parece que se destacaron en sumo grado las mesnadas del obispado de Meissen, que experimentó entonces el favor especial del emperador Otón.

En 997 prosiguieron los combates, incendios y saqueos en el territorio de los hevelios, la mayor parte del tiempo bajo el mando supremo del emperador y durante algunas semanas en un sector particular a las órdenes de Giselher, que perdió algunos de sus hombres echando la culpa a su sucesor en el mando y que hubo de emprender de inmediato la huida, sin perder por ello las simpatías del joven Otón.

El emperador por su parte había confiado al arzobispo la fortaleza de Arneburg (a la izquierda del Elba, en Stendal) como garantía de seguridad. Pero los eslavos se lo atrajeron so pretexto de negociar delante de la fortaleza y le tendieron una emboscada. Y mientras su escolta mordía el polvo el prelado pudo escapar precipitadamente. Thietmar lo cuenta en estos términos: «Llegaron ya a las manos los combatientes de ambos bandos; el obispo, que estaba sentado en el carro, pudo emprender la huida en un caballo, pero de su gente sólo pudieron escapar a la muerte unos pocos. Los eslavos victoriosos —era el 2 de julio— pudieron saquear a mansalva los cadáveres de los caídos lamentando únicamente que el arzobispo se les hubiese escurrido».

Pero no fue bastante con todo ello. Sin esperar a su relevo, el margrave Liuthar, tío de Thietmar, Giselher abandonó la fortaleza pues su servicio de guardia había ya transcurrido; de camino se encontró con el conde, que se incorporaba y a cuyas órdenes quedaba ahora la fortaleza, y el arzobispo «se la encomendó apremiantemente y desapareció». En el ínterin, sin embargo, los eslavos habían penetrado en la fortaleza no vigilada y le habían pegado fuego; al acercarse Liuthar la encontró ya pasto de las llamas y «en vano intentó por medio de un mensajero convencer al arzobispo para que volviese». El prelado se negó a prestar cualquier ayuda y regresó a casa. El conde, por su parte, no pudo apagar el fuego que había prendido en el castillo, hubo de dar «por perdida la puerta abierta a los enemigos», dejarse incriminar después ante el emperador y purificarse mediante un juramento del reproche de culpabilidad.

Durante aquellas campañas militares, en el curso de las cuales Otón devastó el país de los eslavos «con incendios y grandes saqueos» (incendio et magna depredatione vastavit), también le acompañó el que había sido arzobispo de Reims, Gerberto de Aurillac, y futuro Silvestre II, el primer papa francés. Además en el este combatieron, entre otros, el arzobispo Willigis de Maguncia, pese a su edad, así como el obispo Enrique de Würzburg, ambos con sus tropas, y el obispo Ramward de Minden (996-1002), personaje especialmente significativo que precedía a todos, incluso a los abanderados, con un crucifijo en la mano y arengando a la tropa con voz poderosa contra el enemigo… «Un bello ejemplo de aquellos obispos guerreros del imperio, que sabían manejar la espada lo mismo que la cruz» (Holtzmann). Precisamente entonces cayó «un número muy grande» de los diablos eslavos, convirtiendo al resto de los desgraciados en botín de conquista[15].

Sin querer minimizar en modo alguno tan «inmensas actividades militares» en el este, recientemente se ha advertido sobre el error de ver aquí unos frentes demasiado fijos, unos Estados belicosos que llevan a cabo acciones sistemáticamente planificadas, una estrategia de reconquista o incluso unos golpes de mano preparados desde el poder central. «Las fuerzas motrices más bien parecen haber sido el impulso de venganza, el afán de botín o tributos, a los que se abandonaron los margraves y obispos sajones no pocas veces sin intervención del rey y sin mandato suyo» (Aithoff). Así pudo ocurrir en muchos casos, pero en otros no. Para nosotros —y para las víctimas— tales distinciones no resultan tan relevantes. Y ello porque si condes cristianos y obispos robaban y mataban por su propia cuenta o lo hacían siguiendo consignas del poder central, su actuación forma parte sin duda de la historia criminal del cristianismo[16].

Todavía en 997 combatió Otón III contra los liutizos. Mas cuando marchó hacia el sur, cuando antepuso la política italiana a la Ostpolitik —y desde luego bajo la influencia patente de Gerberto de Aurillac, futuro papa—, quiso tranquilidad en el este y firmó la paz con el enemigo. Se había combatido sin interrupción durante catorce años, al menos con una campaña casi cada año, cuando no con varias. Se reclutó incluso a los bohemios y una y otra vez a los polacos cristianos contra los paganos. Pero de repente se actuó en forma pacífica. Y sólo algunos años después hasta un santo, el emperador Enrique II, llevó a cabo tres largas guerras sangrientas hombro con hombro con los liutizos paganos contra los polacos cristianos, que habían sido tan provechosos a su predecesor, aunque él lo fuera más aún para ellos.

(Sin embargo, fue precisamente entonces, en tiempo de las reformas cluniacenses, cuando se había difundido la idea explícita de que la cristiandad constituía una unidad que no debía combatir contra sí misma. Así escribía en 994 en el monasterio de Fleury sobre el Loira, que había aceptado la reforma de Cluny, el erudito abad Abbo en la enconada disputa con su obispo diocesano Arnulfo de Orleans, principal asesor de Hugo Capeto: «La auténtica caballería no combate entre sí en el seno de su madre, la Iglesia, sino que dirige todas sus fuerzas para someter a los enemigos de la santa Iglesia de Dios». Los cristianos no debían atacar a los «creyentes ortodoxos» sino a los paganos, predicaba el reformador… Y en la visita al priorato gascón de La Réole, que le estaba sometido, fue asesinado por sus monjes amotinados.)

«… reunir las legiones», acción concertada en Gnesen en provecho de Roma

El hecho de que en Polonia se hubiese fundado el obispado de Posen lo más tarde en 968 y que el país se hubiera hecho cristiano en apenas una década reportó a su soberano ventajas indiscutibles. Mieszko I pudo conquistar poco después toda Pomerania.

Tras la muerte de su mujer, la premislida Dobrawa (977), Mieszko desposó a Oda de Haldensleben, hija de Dietrich, el poderoso margrave de la Marca Septentrional; y a la muerte de este (985) llegó a una inteligencia con el gobierno imperial como representante de los intereses de su esposa en las Marcas. Y si su matrimonio con Dobrawa había sellado en tiempos la alianza con Bohemia, esta se rompió a finales de los años ochenta por causa de Silesia. Mieszko entró después en disputa con su cuñado Boleslao II, a quien apoyaban los liutizos paganos, mientras que el polaco contó con la ayuda de tropas alemanas y pudo retener Silesia. Y esto a pesar de que en el ínterin hasta se había aliado con el antagonista de Otón II, Enrique el Pendenciero; todavía en 984 le prestó vasallaje como a su «rey y señor» sin verse por ello perjudicado. Cierto que ya al año siguiente se pasó al bando de Otón III y al lado de los sajones combatió a los eslavos paganos.

En su prosecución de una política que sabía adónde apuntaba, Mieszko se convirtió en el paladín agresivo del cristianismo en el frente septentrional pagano. Misión y conquistas militares se mezclaron también en Polonia.

Símbolo de tan estrecha vinculación podría ser la unión directa de la catedral de Posen, ya hacia el año 1000, con la fortaleza local, la más grande y la más fuerte de Polonia con su muralla de más de diez metros de alta y unos veinte de ancha.

En sus ataques contra los liutizos en el territorio de las marcas entre el Elba y el Oder los bohemios cristianos prestaron ayuda ideológica y militar al duque polaco; también habían enviado a Polonia los primeros misioneros. Por lo demás los bohemios no pudieron mantenerlo alejado por mucho tiempo de sus propios territorios de influencia en el sur y en el oeste. Mieszko irrumpió por sorpresa contra los mismos en los finales años ochenta, cuando Bohemia entró repetidas veces en conflicto con el imperio y la Iglesia. No sólo se adueñó de la desembocadura del Oder, sino que también arrebató Silesia a los checos cristianos. Y cuando estos, en 990, intentaron recuperar su territorio con ayuda de los liutizos paganos, frustró el empeño un ejército sajón al mando del arzobispo Giselher y del margrave Ekkehard de Meissen, aliados con el polaco. Este, por motivos de seguridad, y sin romper su relación con el imperio alemán, hizo donación de su país a San Pedro, aunque continuó apoyando las ofensivas alemanas contra los liutizos[17].

El famoso acto de donación, por el cual un cierto iudex de nombre Dagome y su esposa, la senatrix Ote (Oda), con dos hijos someten su territorio de Gnesen (Schinesghe) a la jurisdicción del papa Juan XV, se nos ha transmitido en el denominado Documento del iudex Dagome, que también contiene la descripción geográfica más antigua de las fronteras de Polonia. La regesta, consignada en seis manuscritos y acompañada de una inmensa literatura, es la primera donación conocida de un país a la denominada sede apostólica. Desde luego este acto jurídico no está testificado en ningún otro documento; pero quizá tiene su confirmación en el «óbolo de San Pedro» que Polonia siempre pagó.

Si con ello pretendía Mieszko I asegurar a sus hijos menores de edad la sucesión directa al trono, como se supone, hay que decir que fracasó por completo. En efecto, apenas había muerto cuando le sucedió su famoso hijo (de un primer matrimonio) Boleslao I Chrobry el Valiente (992-1025), que eliminó a sus competidores. Expulsó a su madrastra Oda y a los niños enviándolos a Alemania e hizo cegar a otros dos parientes. Así se aseguró la soberanía exclusiva y, con ello o a pesar de ello, su camino a la fama. Pero su hábil padre y predecesor había preparado con la «Regesta del iudex Dagome» la fundación de una Iglesia propia y consecuentemente la independencia de Polonia frente al imperio alemán.

Boleslao, que se consideraba tributarius Sancti Petri, fue un cristiano muy piadoso. Había favorecido la misión de Adalberto, cuyo cadáver compró a los paganos de Prusia y lo hizo inhumar en la Marienkirche de Gnesen. Por lo demás también acosó al imperio cristiano, conquistó Pomerania, Breslau y Cracovia, convirtiéndose en el primer rey de la Gran Polonia, que entonces se extendía desde el mar Báltico al norte hasta las crestas de los Sudetes y los Cárpatos al sur, y desde el territorio de los rusos hasta el Oder.

Polonia se convirtió rápidamente en una nación cada vez más poderosa, siendo un aliado muy codiciable para los combatientes católicos. «De común acuerdo con el papa pudo entonces el emperador acometer de nuevo la organización de la misión oriental, que Otón I había tenido que interrumpir» (Hauptmann)[18].

Ambos puede que deseasen fervientemente la muerte martirial de Adalberto de Praga. El tal Adalberto, hijo del príncipe Slavnik de Libice (fallecido en 981) —que dio nombre a los slavnikidas, tal vez emparentados con los premyslidas y ciertamente su abiertos rivales, a los que eliminaron a finales de septiembre de 995 (cuatro de sus hijos perecieron y el quinto desapareció apenas una década más tarde)—, no habría soportado por más tiempo la inmoralidad de sus diocesanos (o, como otros piensan, los roces con su superior Boleslao II, a quien los slavnikidas se le antojaban poderosos en demasía). El obispo viajó a Roma, pero el papa Juan XV le obligó a regresar; se enfrentó a nuevos conflictos, por lo que una vez más emprendió el camino de la capital católica, pero Gregorio V le impuso la vuelta. Permaneció entonces en Maguncia junto al emperador Otón III, con quien compartió dormitorio, y partió después hacia los paganos prussos (pruzzos).

Estos antiguos prusianos, cuya religión estrechamente ligada todavía a la naturaleza conocía numerosos montes, árboles, bosques y manantiales sagrados, se defendieron encarnizadamente contra su cristianización. Sólo después de más de doscientas batallas, que especialmente en el siglo XIII y por obra de la orden teutónica condujeron a la despoblación de territorios enteros, pudieron los prussos ser forzados a la aceptación de la Buena Nueva y sólo en el siglo XVII se fundieron definitivamente con los alemanes.

El obispo Adalberto quiso ya en su tiempo contener a los prussos «con el freno de la sagrada predicación», más pronto se convirtió en testigo de sangre, en mártir, cosa que probablemente siempre había anhelado (aunque repetidas veces había huido de sus propios diocesanos, y más aún, supuestamente, del duque bohemio Boleslao II, el aniquilador de los slavnikidas, aunque también levantó numerosas iglesias y monasterios, lo que le valió el sobrenombre de «el Piadoso»). El príncipe polaco Boleslao Chrobry compró «enseguida, por una cantidad de dinero, la cabeza y los miembros del glorioso mártir» (Thietmar) y sobre el cadáver se constituyó ya el año 1000 el arzobispado de Gnesen. El emperador, el papa y el propio Boleslao se pusieron de acuerdo para nombrarle rey. Pero probablemente protestaron los príncipes. Y así Otón pudo poner en el banquete, aunque sólo fuese de manera simbólica, su propia corona sobre la cabeza del «amigo y aliado», del «hermano y colaborador del imperio»[19].

Pero el obispo Thietmar, que estaba muy lejos de estimar al «taimado» polaco, dice de este que Otón III en Gnesen «había convertido a un tributario en señor» (tributarium faciens dominum) e implora la misericordia de Dios sobre el emperador por «haber exaltado tan alto» a Boleslao, que «se atrevió de continuo a someter poco a poco a obediencia a los que estaban arriba, a seducirlos y ganárselos con el fácil cebo del dinero perecedero para daño de siervos y libres».

Desde el lado polaco las cosas se veían naturalmente de otro modo. En la crónica más antigua del país aparece el Estado de los Piastas, ahora llamado Polonia, dentro del imperium como un reino de la misma condición que Alemania. El mismo duque Boleslao, aquel «athleta Christi», aquel «rex christianissimus», como le ensalzan sus coetáneos, fue colmado de títulos honoríficos romanos. Se le llamó «populi romani amicus et socius», amigo y aliado del pueblo romano, «frater et cooperator imperii», hermano y colaborador del imperio. También dice la crónica más antigua de Polonia que Otón confirió al príncipe polaco honores eclesiásticos, «lo que en el reino de los polacos pertenecía al imperium».

Ahora bien, el Gallus Anonymus, el benedictino del sur de Francia, escribió su «Crónica et gesta ducum sive principum Polonorum» sólo a comienzos del siglo XII. Había trabajado además en la capilla de Boleslao III Krzywousty (Bocatorcida, 1085-1138); más aún, su obra histórica no sólo se les leyó en la corte polaca a los dignatarios, sino que también fue censurada.

Por ello se mantiene hasta el día de hoy una dura controversia acerca de los límites reales en que se movía la autonomía del soberano polaco, sobre si Otón le nombró patricius o rey y sobre si Polonia fue un país sometido o independiente. Y se comprende que la controversia se dé sobre todo entre investigadores alemanes y polacos o europeos orientales, pues entre tantas otras cosas en ella se deja sentir poderosamente el fantasma del statu quo político.

Una cosa es cierta: Boleslao recibió una reproducción de la santa Lanza (que hoy se encuentra en el tesoro de la catedral de Cracovia), la cual obligaba al receptor a la «defensio ecclesiae» (y entregó en correspondencia el brazo de san Adalberto). También pasaron a Boleslao los derechos del emperador sobre la Iglesia polaca. Con lo cual su prestigio creció enormemente, lo mismo que su ambición. Y en definitiva el provecho de todas aquellas dignidades e insignias no recayó en el imperio romano sino en la Iglesia romana… hasta hoy[20].

Pero la misión nacional en el este estuvo de primeras muy lastrada con el odium del Dios «alemán». Así volvió a demostrarlo de forma drástica en 983 la sublevación liutiza. Por ello Otón declaró independiente a la Iglesia polaca. Como «apóstol al servicio del Señor» (Holtzmann), como «siervo de Jesucristo» —un título paulino que destaca el «rol apostólico-eclesiástico del emperador» y que es expresión de su «muy estrecha colaboración» con el papa (Jedlicki)—, peregrinó el año 1000 a Polonia, fue recibido por Boleslao Chrobry en la frontera «de modo muy amistoso» y, bañado en lágrimas, se postró sobre la tumba del santo mártir en la capital Gnesen.

El cometido de Otón en el este, que también expresa el título que acabamos de citar, «servus Jesu Christi», y que casa tanto con la concepción del emperador como con la del papa, lo había formulado poco antes Gerberto, el futuro papa, en estos términos: «Reunir las legiones, penetrar en el territorio enemigo, detener el ataque de los enemigos, enfrentarse personalmente a los mayores peligros por la patria, por la religión y por el bien… del Estado».

Todos los actos de Gnesen respondían a la cooperación de emperador y papa. Sin duda de acuerdo con este fundó Otón en el año 1000 el arzobispado polaco de Gnesen en la fortaleza del lugar, en presencia del legado papal y de Boleslao I Chrobry y con la oposición del obispo de Posen, el alemán Unger. Otón dio al nuevo obispado un santo eslavo, su amigo Vojtech-Adalberto; le dio un arzobispo eslavo, a Radin-Gaudencio, hermanastro de Adalberto, que había acompañado al santo en su viaje misionero entre los prussos. Y le sometió los obispados sufragáneos de Breslau, Kolberg, Cracovia y probablemente otros.

Con esta concesión decisiva al príncipe polaco el emperador perseguía unos objetivos religiosos y políticos. Polonia, al igual que Hungría, podría así robustecerse en el plano eclesiástico, vincularse más estrechamente al cristianismo y constituir un bastión contra el paganismo en el norte. Al mismo tiempo con ello quería Otón naturalmente afianzar la fuerza de choque del imperio, expandirlo aún más e incorporarle también los países del este europeo.

Por todo ello Polonia era más interesante para los cristianos que Bohemia. Al duque Boleslao, a quien casi abrumaron con honores y muestras de favor, se le asignaron Selencia, Pomerania y Prusia como territorios misionales; con lo que también el papa se prometía una mejora en la situación patrimonial de la Iglesia. En los monasterios de Italia central y en Polonia se formaron misioneros especiales para la misión eslava; con tal fin los extranjeros se acomodaron a la población autóctona hasta en la vestimenta y en el corte de pelo[21].

También respecto de Hungría trabajaron unidos Otón III y el papa. Allí se había hecho bautizar Waik, hijo del duque Gaisas de Hungría en 996, adoptando el nombre de Esteban. El emperador fue su padrino de bautismo y, junto con el papa, autorizó en abril de 1001 la creación del arzobispado de Gran. Asquerio, un discípulo de Adalberto, lo ocupó y como legado papal coronó a Esteban con una corona enviada por Otón. Igual que en Polonia, también en Hungría el emperador y la Iglesia avanzaban de la mano hacia el este. Mas también en el extremo norte y en el sur, en Dalmacia, se anunciaban otros éxitos misioneros y triunfos de Otón III. «Se vio como un nuevo apóstol, por lo que en su círculo ideológico ocuparon el primer plano los elementos eclesiásticos» (Schramm)[22].

Más allá del período que estudiamos, ya unas décadas dentro del siglo XI, persiste una disputa entre clerizontes, que se inicia y culmina todavía bajo Otón III y que por lo mismo podemos tratar aquí a modo de apéndice.

La disputa de Gandersheim

Gandersheim, la fundación familiar más antigua de los Liudolfingios, fue creada a mediados del siglo IX por el conde Liudolfo, el antepasado de la casa imperial sajona. El piadoso Varón había destinado primero a tal efecto su hacienda familiar de Brunshausen; pero después eligió un pequeño cortijo rodeado de pantanos en el que se alojaban sus porquerizos. Ahora bien, Brunshausen pertenecía al obispado de Hildesheim, pero el cortijo de los porquerizos, que había terminado por convertirse en el monasterio femenino de Gandersheim, probablemente pertenecía al territorio del arzobispo de Maguncia. En consecuencia el obispo diocesano Altfried de Hildesheim había consagrado a la primera abadesa, destinada originariamente a Brunshausen, mientras que, ahora que trabajaba en Gandersheim, era consagrada simultáneamente por los obispos de Hildesheim y de Maguncia.

La disputa por la fundación ricamente dotada podría decirse que prendió por causa de Sofía, la hija mayor del emperador Otón II y de Teophanu. Ya en 979, cuando aproximadamente con cuatro años Sofía fue confiada al monasterio de Gandersheim y había de convertirse en una «sierva de Dios», se negó en redondo «a recibir el sagrado velo del señor Osdag (su obispo de Hildesheim) y se dirigió a Willigis, pues consideraba contrario a su dignidad ser consagrada por un obispo que no portaba palio» (Vita Bernwardi). Quería un metropolitano, el poderoso arzobispo de Maguncia (como más tarde, al ser elegida abadesa, rogó y obtuvo de nuevo para su consagración abacial a un portador de palio), y es algo que se comprende tratándose de una humilde cristiana. El arzobispo, bajo cuya influencia estimulante probablemente se encontraba la donada, mostró tanta más comprensión cuanto que el arzobispado de Maguncia, desde la fundación del arzobispado de Magdeburgo, ya había perdido los obispados de Brandemburgo y de Havelberg, por lo que quiso evitar más recortes y «evidentemente también podía formular según derecho viejas reclamaciones territoriales sobre la región de Gandersheim» (Goetting).

Y así, Willigis exigió por primera vez en el anno domini de 987 la jurisdicción sobre el monasterio. Cuando el 18 de octubre Sofía, la hija del emperador que ya había cumplido los doce años, fue consagrada allí monja (Willigis había combatido poco antes en la campaña de Otón III contra Bohemia), hubo un largo y acalorado intercambio de palabras sobre la propiedad de Gandersheim entre el arzobispo y su sufragáneo, el obispo Osdag de Hildesheim. Y todo ello en la misma iglesia, ante el altar, y en presencia del rey que tenía siete años, de la emperatriz Teophanu y de numerosos obispos y príncipes. Cada uno de los dos hermanos in Christo incluía la fundación en su diócesis: Willigis en el arzobispado de Maguncia, y Osdag en su obispado sufragáneo de Hildesheim. Y el «señor Osdag» que en un memorándum contemporáneo figura como «simplicis animi vir» (varón de ánimo simple) no se dejó intimidar por el arzobispo, sino que “por inspiración divina hizo colocar su silla junto al altar, para defender de ese modo el lugar y su derecho soberano” (Vita Bemwardi). Sólo a regañadientes terminó entonces la disputa, mediante un arreglo: Willigis celebró una misa solemne en el altar mayor y después, conjuntamente con Osdag, procedió a la consagración de Sofía, mientras que a las demás “siervas de Dios” las consagraba únicamente el obispo de Hildesheim[23].

Supuestamente las cosas discurrieron después «en buena paz y armonía» y hubo concordia tanto bajo el obispo Osdag como bajo su sucesor Gerdag (990-992). Pero bajo el santo obispo Bernward de Hildesheim (993-1022) la disputa se reavivó con mucha más fuerza, interviniendo en ella el emperador y el papa y «el veneno de la falsedad puso fin al amor naciente» (Vita Bemwardi).

El asunto empezó de nuevo cuando la monja Sofía, que rondaba los veinte años, con gran disgusto de la que era su abadesa y prima Gerberga II (949-1001; que también había entrado de niña en el monasterio de Gandersheim; era sobrina de Otón «el Grande» y fue maestra de la canonesa y famosa poetisa Hrotsvit, Roswitha, muerta hacia 975) se escapó del monasterio de Gandersheim para vivir durante varios años sin interrupción en la corte de su real hermano, llevando una vida nada canónica «y haciendo circular toda clase de rumores sobre su persona» (Vita Bemwardi). Por lo demás en la corte permaneció justamente el tiempo que Willigis ejerció allí de archicanciller. Al mismo tiempo que él abandonaba el cargo también la princesa regresaba a Gandersheim. Para el de Maguncia fue un fracaso que en 993 Bernward, capellán de la corte y educador altamente estimado de Otón, fuera nombrado obispo de Hildesheim. Y al igual que la severa abadesa Gerberga, también el nuevo obispo de Hildesheim, el conde sajón Bernward, experimentó un fuerte escándalo con la evasión de Sofía —aunque su propia amiga, la abadesa Matilde de Quedlinburg, en tiempos también había pasado un año entero en Italia bastante alejada de los muros de su monasterio—, lo que naturalmente no implica la menor reticencia pues Bernward superó «personalmente en pureza de costumbres a los varones más encanecidos» (Walterscheid).

Por el contrario el arzobispo Willigis, conocedor de la corte como pocos, no podía ver nada desacostumbrado en tales escapadas de monjas que pertenecían a la casa imperial. Y la princesa Sofía, la necesitada de protección (patrocinando), instigó al arzobispo «con discursos amargos» y declaró que «el obispo Bernward no tenía que decirle nada y que el monasterio de Gandersheim pertenecía a la diócesis del arzobispo». Indispuso a este «gravemente contra el señor Bernward» y naturalmente lo alentó a renovar sus pretensiones sobre Gandersheim. Más aún, «Sofía estaba de continuo a su lado, habitaba junto a él y día y noche impulsaba su causa»; una bella frase, aunque en el original latino dice más y presenta una mayor trabazón: «Sophia assidue illi cohaerens et cohabitans, haec interdiu noctuque ambiebat». Lo que ciertamente no significa en ningún caso que la princesa, hermana mayor de Otón III, ocupase más que «el oído benévolo del arzobispo», para decirlo con palabras de Hans Goetting.

Todo ello irritaba al predicador moralista Bernward. Cierto que se lo debía todo a Willigis: este le había ordenado subdiácono, diácono y sacerdote; probablemente también por su mediación se había convertido en preceptor del emperador y más tarde fue elevado a la sede episcopal de Hildesheim. Por lo demás el carácter y los intereses de ambos no diferían mucho. Sólo que ambos pretendían Gandersheim. Pero las monjas, que por la grave enfermedad de Gerberga estaban ahora bajo la autoridad de Sofía, de vuelta otra vez al monasterio, negaron su obediencia al santo de Hildesheim. Únicamente con la protección de numerosos servidores, el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Cruz, del año 1000 pudo romper el cerco de una muchedumbre, que de haber podido lo habría expulsado de allí («cum iniuria» naturalmente), y lograr el acceso a la iglesia del monasterio y celebrar la santa misa. Pero al llegar el ofertorio las piadosas monjitas arrojaron a los pies sus ofrendas entre salvajes maldiciones, «con increíbles manifestaciones de cólera», con «salvajes insultos contra el obispo», en quien casi un milenio después se encarna para la diócesis de Hildesheim «el recuerdo de su época dorada» (Wetzer/Welte). Pues bien, sólo gracias a su escolta armada pudo Bemward escapar de allí sano y salvo[24].

De modo totalmente distinto fue recibido en Gandersheim seis días después el arzobispo Willigis de Maguncia, que llegó asimismo con un gran séquito. Allí expuso sus reclamaciones por la posesión del monasterio mientras que el obispo Bernward de Hildesheim apelaba directamente al papa y al emperador, su antiguo pupilo. Supo entonces claramente «que el veneno inoculado ya sólo podía expulsarlo el antídoto papal e imperial».

Pues entretanto había estallado un tumulto violento durante un sínodo reunido en Gandersheim a finales del otoño del año 1000. El obispo Ekkehard de Schleswig, expulsado por los daneses, actuaba como portavoz de Bernward, que cautelarmente se mantuvo lejos, hubo de abandonar el sínodo porque el príncipe eclesiástico de Maguncia —también hoy venerado como santo no sólo allí— «se enfureció sobre toda ponderación» y amenazó al obispo «con expulsarlo ignominiosamente». El metropolitano, estaba claro, era víctima «de personas malvadas… y únicamente Sofía estuvo de continuo a su lado…». Al final parece que los sinodales refrendaron sus pretensiones sobre la posesión de Gandersheim y él dio por zanjada la disputa.

En otro sínodo, convocado por el papa en la ciudad de Pohlde (Harz) el 22 de junio de 1001, junto al legado del papa y del emperador, el cardenal sajón Federico, compareció también el santo obispo Bernward con una vistosa comitiva armada, pues «como obispo introdujo un cambio exactamente según la exigencia del Apóstol», quien también en tiempos de Jesús manejó la espada.

(Santidad supone «siempre una vida sana y llena de sangre, siempre una fuerza suprema y concentrada»: en especial «los santos alemanes son héroes y heroínas alemanas y por ende personalidades conductoras del pueblo alemán», escribía Johannes Walterscheid en 1934, naturalmente, y naturalmente con el Imprimatur del vicario general del cardenal Faulhaber, el gran campeón de la resistencia. Porque en 1934 pareció a los gobernantes «especialmente adecuado introducir al pueblo alemán a semejante consideración de la vida de los santos alemanes», pues en 1934 los santos alemanes habían de ser «los auxiliadores indispensables en la construcción interna de nuestra patria…, quizá incluso caudillos militares, como nuestros grandes obispos de la Edad Media…»)

Estaríamos así de nuevo con nuestro héroe, con san Bernward, y el legado papal, quienes en su tiempo fueron escarnecidos y amenazados «de manera increíble» por obispos hostiles. Estalló «una disputa y tumulto casi indescriptible, pues al representante del papa ni siquiera se le proporcionó un asiento adecuado. Estalló un griterío espantoso, el derecho y la ley fueron menospreciados y desapareció todo ordenamiento canónico». Al final hasta irrumpieron laicos en la iglesia de los varones de Dios. Y naturalmente parece que «los de Maguncia reclamaban armas y lanzaron amenazas inauditas contra el representante del papa y contra el obispo Bernward». «Muerte a los traidores del imperio —clamaban las gentes del arzobispo, de san Willigis—, abajo Bernward, abajo el cardenal Federico.»

Pero al día siguiente, bien de madrugada, el arzobispo Willigis secretamente había puesto pies en polvorosa con su cuadrilla; el legado papal lo suspendió solemnemente de toda actividad sacerdotal, cosa que al de Maguncia no preocupó para nada. Más bien sus vasallos pronto atacaron de noche la abadía de Hildwardshausen, un obsequio del emperador a san Bernward y que este personalmente «había consagrado con la mayor reverencia, había dotado con esmero para el servicio divino y lo había distinguido en gran medida con muchos beneficios y donaciones». Y naturalmente allí campaba su tía como abadesa. Pero entonces «irrumpieron las gentes del arzobispo con la oscuridad de la noche, atacaron por todas partes y lo destruyeron todo por completo».

Cristianos, no, ¡santos que se pelean entre sí!

Quiso entonces el santo obispo Bernward «imponer el derecho» en el monasterio de Gandersheim. Pero las monjas, al acercarse el obispo Bernward, pusieron el monasterio en estado de defensa. Castillo, torres y pasadizos pululaban de gentes armadas de la diócesis y de la archidiócesis de Maguncia hasta el punto de que el santo obispo de nuevo hubo de retirarse precipitadamente al barrio catedralicio de Hildesheim, que él mismo había amurallado y fortificado con torres[25].

En otro sínodo, celebrado en Frankfurt en el verano de 1001, y al que una vez más no asistió el obispo Bernward —pretextó una enfermedad—, los prelados alemanes más ilustres se pusieron del lado del de Maguncia. Y cuando el 27 de diciembre de 1001 el papa abrió un concilio en Todi para humillar a Willigis ante los obispos alemanes, sólo tres de estos se hallaban presentes. Dos de ellos, Sigfrido de Augsburgo y Hugo de Zeits, figuraban desde hacía largo tiempo en el séquito del emperador, el cual moría poco después en Palermo, el 23 de enero de 1002.

Bernward de Hildesheim sólo «pasó a mejor vida» el 20 de noviembre de 1022 y «pronto fue glorificado en círculos amplísimos por milagros esplendorosos» (Wetzer/Welte). En toda la cristiandad católica fue venerado como santo y auxiliador, pues a mediados del siglo XII la canonización de su adversario, fervorosamente promovida en Maguncia, quedó paralizada por los disturbios que desembocaron en el asesinato del arzobispo Amoldo. Sólo en el siglo XVII consiguió Willigis convertirse en un santo local de Maguncia, hoy casi olvidado, y aun eso simplemente «porque un sagaz prepósito vio en la veneración de sus restos un buen reclamo para incrementar los ingresos de la catedral de San Esteban» (Bohmer)[26].

No terminó con ello la disputa de Gandersheim. Sofía, que entretanto se había convertido en abadesa de Gandersheim (1001-1039) —en su silla abacial hasta 1125 sólo se sentaron casi exclusivamente princesas imperiales— y adicionalmente en abadesa de Vreden y Essen, continuó conspirando. Y el arzobispo Willigis siguió reclamando una y otra vez para Maguncia el monasterio de Gandersheim. Incluso después que en enero de 1007 el emperador Enrique II el Santo resolviera el pleito en favor de Hildesheim, la disputa revivió una vez más hacia 1021, poco antes de la muerte de Bernward, ya bajo el arzobispo Aribo II de Maguncia, pariente del emperador Enrique. Y aunque la posición política de Aribo era ya fuerte bajo el citado emperador Enrique y de primeras se fortaleció aún más bajo su sucesor Conrado II —a cuya elección había, colaborado decisivamente y al que había coronado rey en Maguncia el año 1024—, el afortunado luchó por el monasterio hasta 1030 de forma tan encarnizada como estéril con Godehard de Hildesheim, favorito del emperador Enrique y a quien él mismo había consagrado obispo. Por lo demás, otro santo (su fiesta el 5 de mayo)[27].