Clérigos en la proximidad del soberano

Otón II había nacido el mismo año de la gran derrota de los húngaros en Lech y de la gran matanza de los eslavos aquel mismo otoño. Era el cuarto hijo de Otón (y de su segunda mujer Adelaida). A los seis años fue coronado rey en Aquisgrán, y a los doce (967) coemperador en Roma. Su educación estuvo a cargo del capellán Folkold, obispo de Meissen desde 969, y del monje Ekkehard II de Saint-Gallen. Y sin duda que, además de su piadosa madre, también influyeron sobre el príncipe su tío, el arzobispo Bruno de Colonia, y su hermano Guillermo (¡todo por soborno!), hijo mayor extramatrimonial del emperador y arzobispo de Maguncia. Durante las ausencias de Otón I en 961 y 966, el sucesor al trono le fue encomendado muy especialmente al obispo Guillermo con la recomendación explícita de «para su protección y educación» (Adalberti continuatio Reginonis).

Por ello nada tiene de extraño que sus contemporáneos alaben la piedad de Otón ni que Thietmar abiertamente le califique de «inmenso en obras pías». Así, al obispo Giselher de Merseburg, uno de sus favoritos, le donó «primero la abadía de Póhlde, después la fortaleza de Zwenkau con todo lo necesario para el culto de san Juan Bautista; le entregó además todo el territorio de Merseburg, rodeado por la muralla, con judíos, mercaderes y moneda, además de un bosque entre el Saale y el Mulde, es decir, entre los cantones de Siusuli y Pleissnerland, así como Kohren, Nerchau, Pausitz, Taucha, Portitz y Gundorf; y todo se lo confirmó mediante documentos escritos de su puño y letra».

El obispo Giselher, «un mercenario que aspiraba siempre a más» (mercenarias, ad maiora semper tendens), no podía naturalmente soportarlo. Y para llegar a ser arzobispo «sobornó con dinero a todos los príncipes, y en particular a los jueces romanos, a los que siempre se les puede comprar todo…», según refiere una vez más Thietmar.

Notable influencia logró sobre el rex iunior su consejero durante años, el intrigante obispo Dietrich I de Metz; como hijo de la hermana de la reina Matilde y primo tanto de Otón I como del arzobispo Bruno, que le hicieron prelado, también era miembro de la casa imperial y tuvo fama de ser un codicioso insaciable. El obispo Thietmar informa que el príncipe de la iglesia de Metz había sido sobornado por el arzobispo Giselher por «mil libras de oro y plata… para que ocultase la verdad». El propio emperador llegó a decirle, y no sólo «en broma»: «¡Que Dios te harte de dinero en el más allá, porque aquí no podemos hacerlo entre todos!». Cierto que también multiplicó la abundancia de gracia para su ciudad episcopal mediante un imponente fondo de reliquias, que transportó desde Italia, donde los huesos sagrados figuran entre los más nobles tesoros del suelo.

Considerable influencia ejerció sobre Otón II el arzobispo Willigis de Maguncia (975-1011), quien actuó como su archicapellán y archicanciller para Alemania, donde todavía hoy se le venera como santo, y no sólo en Maguncia.

También tuvo un gran peso en el gobierno, sobre todo desde la exclusión casi completa de los Luitpoldingios, el obispo Hildibaldo de Worms, que desde el otoño de 977 dirigió la cancillería real alemana; un cargo que como primer canciller conservó hasta su muerte, incluso después de haber sido designado prelado. En pro de su poder episcopal y para asegurar y ampliar diversos títulos patrimoniales y jurídicos del obispado ordenó «la falsificación o alteración de 18 documentos reales de los siglos VII-X» (Seibert). Y, al igual que el arzobispo Willigis también este enérgico pastor de almas participó durante muchos años en el gobierno de regencia del hijo y sucesor de Otón I. (Y el obispo Burchard de Worms, «uno de los canonistas más importantes de la Edad Media» [Lexikonfür Theologie und Kirche], continuó después tal «actividad falsificadora» [Landau] con «una pluma sin escrúpulos» [Seckel].)

En la corte de Otón II jugaron un papel relevante, entre otros, el obispo Hugo de Würzburg (983-990), miembro de la capilla imperial; también ocasionalmente el abad Adso de Montieren-Der, que pertenecía a la alta nobleza (famoso más tarde por ser autor de un escrito sobre la venida del Anticristo); y asimismo el erudito Gerberto de Aurillac, abad, arzobispo y finalmente papa (Silvestre II)[3].

De ese modo el hijo, aunque con «fuerza» menor, continuó la política y especialmente la política eclesiástica del padre, sin olvidar los asuntos del este y del norte, y contó con el apoyo de casi todos los obispos. Pero en Italia sobrepasó incluso el marco trazado por Otón I y desde el comienzo se propuso conquistar también el sur del país para gobernarlo por entero[4].

Guerras por Baviera y Bohemia

Pese a que su entrada en el gobierno se hizo sin roces, pronto el nuevo soberano se topó con los problemas de su predecesor. Durante siete años Otón II hubo de ocuparse primordialmente en defenderse de los fuertes antagonistas del interior, del círculo de parientes cristianos una vez más, y sobre todo de Enrique II de Baviera (955976, 985-995).

El duque, cuyo sobrenombre de «el Pendenciero» (rixosus) sólo se le dio en la Edad Moderna, era sobrino de Otón I, y por tanto primo de Otón II. Y así como su padre Enrique I de Baviera había sido el enemigo más peligroso de Otón I, su hermano, en sus primeros años de gobierno, así también el hijo, Enrique el Pendenciero, pronto se convirtió en el rival interno más peligroso de Otón II. El poder del ambicioso bávaro era a todas luces enorme. Se extendía desde la denominada Marca del Norte, el actual Oberpfalz (Alto Palatinado), pasando por el territorio central bávaro en torno a los ríos Isar, Inn y Danubio, y la Marca Oriental (Austria actual), hasta las marcas italianas de Aquileya e Istria.

Las razones del poderío de Enrique no están del todo claras, aunque contaron sin duda motivos de rivalidad, afán de poder, ampliación del gobierno, sueños de soberanía y sentimientos de amenaza. La sublevación (974-977) encontró apoyo sobre todo en los demás Luitpoldingios y prendió rápidamente en Suabia y Lotaringia, extendiéndose incluso a Bohemia y Polonia. En ella tomaron parte a favor del rebelde los obispos bávaros Abraham de Freising y dos santos en carne y hueso: san Wolfgang, obispo de Ratisbona, y san Alboín, obispo de Brixen. (Y del hijo del Pendenciero hizo san Wolfgang, educador de los hijos del duque, otro santo especialmente glorioso, con quien por desgracia sólo nos encontraremos en el próximo volumen: el santo emperador Enrique II.) Mas también los obispos de Tréveris, Metz y Magdeburgo simpatizaron con el bávaro. De hecho fueron precisamente los obispos «los que una y otra vez abrazaron el partido de los levantiscos en el período otoniano»; y desde luego «obispos en toda regla… de las familias nobiliarias más ilustres» (Althoff/Keller).

Como el complot fue descubierto, Enrique fue a parar a la cárcel de Ingelheim. A comienzos del año 976 huyó a Ratisbona, ciudad que tras diversos encuentros armados en territorio bávaro tomó Otón II en el verano del mismo año, mientras que los obispos que combatían en su bando excomulgaron al Pendenciero y a su séquito, pero pudo escapar a Bohemia.

Y es que también en el este había buenos príncipes católicos alzados contra el buen católico del emperador. Así, el polaco Mieszko I, que desde su bautismo había promovido fervorosamente la misión, realizando con ello «la anexión a la Europa cristiana» (Lübke). A su lado, hombro con hombro, su cuñado Boleslao II, premiado con el sobrenombre de «el Piadoso» (967 [¿973?]-999), en contraste con su padre Boleslao I «el Cruel». Fue un celoso promotor del clero, que supuestamente construyó y dotó veinte iglesias y varios monasterios, incluida la casa de beatas en la que fue abadesa su hermana Milada con el nombre de María. Cosme, decán del cabildo de Praga (fallecido en 1125), dice en su Chronica Boemorum, la primera crónica bohemia, que en Boleslao II, el rebelde contra el emperador cristiano, «ardía el verdadero y puro amor de Cristo». «Con ferviente celo abrazó cuanto se refería a la justicia, la fe católica y la religión cristiana.»[5]

Pero con ferviente celo atacó también Otón II en tres campañas al príncipe checo que ardía en el amor de Cristo, al compañero de alianza del rebelde Pendenciero. Devastó Bohemia en 975 y 976, mas pese a su poderoso ejército «nada logró contra ambos». Bien al contrario, una numerosa tropa auxiliar bávara que se puso en marcha en apoyo de Otón, pues los bávaros una vez más estaban divididos, fue aniquilada en un campamento de Pilsen. «Los bávaros se bañaban por la tarde sin haber montado la guardia. El enemigo armado ya estaba allí, dejó tendidos en sus tiendas y sobre los prados a los que corrían desnudos y con todo el botín regresó a casa contento y sin pérdidas» (Thietmar).

Mientras el emperador operaba en Bohemia, el Pendenciero aprovechó el tiempo en Baviera y estalló la «rebelión de los tres Enriques», a la que incluso se sumaron sajones poderosos, como el margrave Gunther de Merseburg y el conde Dedi de Wettin. Enrique de Baviera ocupó entonces la ciudad episcopal de Passau, importante para la vinculación con Bohemia. Lo hizo en comandita con Enrique el Joven, a quien en 976 Otón había nombrado duque de Carintia y que ahora le combatía ingrato, el hijo del duque Bertoldo del muy influyente clan de los Luitpoldingios. Y el tercero de los Enriques en cuestión, el obispo Enrique I de Augsburgo, asimismo de la mencionada familia luitpoldingia, aseguraba entretanto la ruta del Danubio, sobre todo mediante la ocupación de Neuburg, de gran importancia estratégica.

Sólo en agosto de 977 pudo Otón someter Bohemia en una tercera campaña y en septiembre también pudo conquistar Passau. Mandó destruirla y en la dieta de Magdeburgo, primavera de 978, ordenó el destierro de los tres Enriques. El Pendenciero marchó a Utrecht al amparo del obispo Folkmar, antes canciller de Otón II, y allí permaneció hasta la muerte del emperador. Entonces el obispo lo liberó y se unió a él. También el duque Enrique III el Joven, de Carintia, permaneció cinco años entre rejas, mientras que el tercer aliado, el obispo Enrique de Augsburgo, sólo estuvo prisionero cuatro meses en Werden. Pero al Pendenciero no sólo le había depuesto el emperador, sino que también le había recortado notablemente el ducado: separó del mismo Carintia así como los territorios al sur de los Alpes que desde 952 pertenecían a Baviera: las marcas de Friuli, Istria, Aquileya, Verona, Trento, que se habían anexionado a Carintia[6].

Por lo demás, la guerra continuó en el este.

El Estado polaco, surgido hacia mediados del siglo X, se fue extendiendo y, evidentemente, afrontó sus «obligaciones» con idéntico escaso entusiasmo que los eslavos entre el Elba y el Oder. De ahí que Otón no sólo restableciese su dependencia en 979 mediante una campaña militar, sino que obligó también a los polacos a un renovado tributo.

Como buen católico, Mieszko I, a la muerte de su mujer, Dobrawa (977), de origen bohemio, sacó del monasterio a la monja Oda, que pertenecía a la alta nobleza sajona. El hecho desagradó en principio al obispo Hildiward de Haíberstadt, pero sin duda que favoreció la difusión ulterior de la buena nueva en Polonia. De todos modos Mieszko, el «rey del norte», disponía de 3000 jinetes armados. Y mientras que los bandos alemán y polaco se acercaban cada vez más, las relaciones de Polonia con Bohemia se fueron enfriando hasta que estallaron graves enfrentamientos entre los dos países católicos con los que Mieszko conquistó la mayor parte de Silesia y toda la Pequeña Polonia[7].

También en el oeste hubo conflictos militares.

Guerra por Lotaringia

En tiempos Otón I había establecido allí como duque a su hermano Bruno, arzobispo de Colonia, y este había colocado en las sedes episcopales de la región a sus discípulos, vinculando también así el inseguro territorio fronterizo al imperio alemán.

Las iglesias episcopales de Lotaringia, también ricas desde largo tiempo atrás, ahora llegaron a ser todavía más ricas e independientes por favor de los emperadores sajones, que se apoyaron en los prelados contra la pretensiones de los grandes señores civiles. Esto condujo a que «otorgasen a los obispos y abades derechos reservados hasta entonces a los condes o que les concediesen su autoridad impositiva sin autorización especial. Así, apenas hay datos precisos sobre la transferencia del derecho de acuñar moneda, y sin embargo en las últimas décadas del siglo X los obispos dispusieron de cecas, haciendo esculpir su cabeza y nombre en las monedas. Se dejaron en sus manos muchos arbitrios comerciales y hasta el nombramiento de un conde elegido por ellos… Finalmente los emperadores colmaron a los prelados de donaciones territoriales regalándoles palacios, bosques, cotos de caza y hasta condados enteros. En el curso de un siglo, desde 950 a 1050, los obispados se transformaron en principados autónomos, cuyos únicos soberanos eran los prelados. En muchos casos los territorios estatales se juntaron y en Lotaringia dieron origen a lo que en la historia se designa Trois-Evéchés (Tres obispados)» (Parisse).

A la muerte de Bruno en 965 su ducado quedó vacante hasta que en 977 Otón II se lo entregó al carolingio francooccidental Carlos, hermano menor del rey francés Lotario (954-986).

Carlos, penúltimo sucesor de Carlomagno por la línea masculina, era en consecuencia carolingio por parte del padre, mas por línea materna descendía de la dinastía de los Otones. En efecto, era hijo menor del rey Luis IV de Francia y de su esposa Gerberga, hermana de Otón I. En muchos aspectos se vio perjudicado por su hermano Lotario. Por su parte también había ofendido gravemente a su esposa Emma, hija del primer matrimonio de la emperatriz Adelaida: la acusó de adulterio con el ex canciller de Lotario, el obispo Adalbero de Laón (sobrino del arzobispo Adalbero de Reims). Y desde el nombramiento de Carlos como duque de la Baja Lotaringia (977991) Lotario receló ciertamente de la rivalidad de su desgraciado hermano, triste víctima de la permanente lucha por el poder entre la realeza francesa y la alemana; debió de encontrarla amenazadora, sobre todo porque Carlos, excluido del trono por él —en contra de la tradición carolingia—, al no haber sido compensado con ninguna posesión, aspiraba a la corona francesa.

Por ello, cuando en 977 Otón entregó a Carlos el ducado vacante de la Baja Lotaringia, provocó al rey Lotario, que estaba reñido con su hermano y que emprendió de inmediato una reconquista de Lotaringia. El sólo nombre de Lotario tenía ya un significado programático, pues ya su padre el rey Luis IV, que no por casualidad había desposado a Gerberga, viuda del duque lotaringio, en 939 había intentado recuperar militarmente el territorio, sobre todo porque el reino francooccidental nunca había renunciado a sus pretensiones sobre Lotaringia. Con la velocidad del rayo irrumpió Lotario en junio de 978 con una fuerza poderosa y, apoyado por el duque Hugo Capeto, avanzó hasta Aquisgrán, donde por muy poco le falló un golpe de mano contra su cuñado Otón II, que precisamente se encontraba por entonces en el palacio.

El monje cronista Richer de Reims describe como testigo presencial el ataque por sorpresa en su obra, importante para la historia de Francia en los finales del siglo X (conservada únicamente en el autógrafo del autor y que se reencontró en Bamberg sólo en el siglo XIX): «Las mesas reales fueron volcadas, los manjares los devoraron los criados del séquito y las insignias reales fueron hurtadas de las habitaciones privadas y transportadas lejos. El águila de hierro en posición de vuelo, que Carlomagno había colocado en el frontispicio del palacio, la giraron hacia el este, pues los germanos la habían virado hacia el oeste dando a entender en forma delicada que los galos alguna vez podrían ser vencidos por su vuelo».

Sólo con la huida escapó Otón II a la prisión. Pero en el otoño de 978 contraatacó con un ejército, en el que no sólo combatía el duque Carlos de la Baja Lotaringia, sino que en sus filas se encontraba de nuevo un verdadero santo: san Wolfgang. Se había formado en la escuela monástica de Reichenau y en la catedralicia de Würzburg y le había ordenado sacerdote el héroe de Augsburgo, el obispo Ulrico; desde enero de 973 fue obispo de Ratisbona por iniciativa sobre todo del gran falsificador de documentos, el obispo Pilgrim. En 1052 fue proclamado santo, siendo invocado como patrón de leñadores, carpinteros, barqueros y como auxiliador en las afecciones de ojos y pies y en los dolores de lumbago, y en realidad como un auxiliador «universal». Más tarde se insertaron en el rosario como medallas del santo las denominadas «hachuelas de Wolfgang», y «también se crearon las cofradías de la azada». En vida fomentó «la piedad y moralidad del pueblo», de obispo «continuó la vida severa del monje, dividiendo su tiempo entre la oración, los trabajos ministeriales y el estudio» (Lexikon für Theologie und Kirche), y en ocasiones también realizó pequeñas incursiones bélicas, como justamente entonces contra los malvados francooccidentales (franceses).

Por lo demás el canónigo de Magdeburgo y fervoroso obispo misionero, Bruno de Querfurt, bajo la presión de las reformas cluniacenses y de las animosidades personales condenó el ataque del rey a Francia y escribió: «Sería preferible combatir celosamente a los paganos en vez de reunir un ejército estatal contra los hermanos cristianos, los francocarolingios». Un pacifista y santo católico, como debe ser: «Defendió el principio de la misión pacífica por convencimiento, aunque sin renunciar por entero a la guerra misionera» (Lexikon für Theologie und Kirche).

En el otoño de 978 Otón II avanzó hasta París «arrasándolo y destruyéndolo todo» (Thietmar), aunque perdonando iglesias y monasterios. Más aún, les hizo donaciones y oró en ellos. También destruyó los antiguos palacios carolingios de Attigny, Soissons y Compiégne, una pérdida sensible que afectaba a la misma sustancia del poder del reino occidental. Y antes de que el invierno cercano, la falta de vituallas y la aparición de algunas enfermedades le forzaran a regresar en noviembre, reunió en Montmartre a todos los clerizontes de su ejército y les hizo entonar un poderoso Aleluya sobre la ciudad.

También san Wolfgang, el elocuente predicador de un evangelio vivo, gritó a su vez: «Ved lo que hace la fe y qué frutos produce». Y cuando en la famosa retirada saltó sobre las aguas encrespadas del Aisne y los suyos le siguieron delante de los franceses perseguidores, «ninguno perdió la vida». Lo que fue casi un milagro, según comentan Wetzer/Welte. En realidad el cuerpo de avituallamiento otoniano sufrió allí un descalabro, que la historiografía francesa celebró incluso como un triunfo, mientras que el cronista alemán escribía: «El emperador regresó a casa envuelto en la aureola de la victoria…» (Thietmar). Los dos bandos vencieron, y eso es algo que conocemos todavía.

Carlos, duque de la Baja Lotaringia, intentó sacar provecho de la situación y en 979 se proclamó rey en Laón. Pero fracasó como siempre chocando sobre todo contra las estructuras de poder, y especialmente contra el episcopado que le reprochaba entre otras cosas su vasallaje a un príncipe extranjero y su «fracaso matrimonial». Pero el rey Lotario, debido probablemente a dificultades internas, en un encuentro personal con el emperador Otón, celebrado el mayo de 980 en Margut-sur-Chiers (cerca de Ivois), renunció por entero a sus pretensiones sobre Lotaringia. Sin embargo, poco después de la muerte de Otón se aseguró una prenda: ocupó Verdún en 984 y, tras su expulsión, repitió la ocupación al año siguiente[8].

También proseguía la lucha por el trono. Repetidas veces combatió el duque Carlos por el poder. Y es posible que en ocasiones lo hiciera en forma un tanto extravagante, como cuando en la toma de Cambrai —aunque no deja de haber dudas al respecto—, inmediatamente después de expulsar a los condes, llamó a su querida esposa para dilapidar con ella en ruidosas orgías las riquezas del palacio prelaticio y dormir en la cama del obispo; pero conductas así no eran nada infrecuente.

El último acto de fuerza de Carlos, con el que por segunda vez ahuyentó al obispo Adalbero de Laón, terminó precisamente en aquella fortaleza, después de que el prelado con su hipocresía de viejo zorro, se reconciliase con Carlos, estrechase cada vez más su amistad con él y le asegurase su lealtad «con los más sacrosantos juramentos» (Glocker). Pero en marzo de 991, la noche siguiente al Domingo de Ramos, el obispo Adalbero entregó la fortaleza con Carlos dentro a su rival de turno: el rey francés Hugo Capeto. Este encerró a Carlos, con su familia, en la cárcel de Orleans, en la cual murió en fecha desconocida.

Pero también en el norte trabajaba Otón II.

Guerra en el norte

Los francos habían extendido su imperio en todas direcciones, incluso en Escandinavia. La importante plaza comercial de Haithabu (Hedeby) jugó allí repetidas veces un papel destacado en la historia bélica de Schleswig septentrional. Estaba en territorio danés, aunque no lejos de la frontera con los sajones ¡que desde hacía tiempo tampoco pertenecían a los francos! En el año 804 el rey Gudfred (Gottrik) de Haithabu había negociado con Carlomagno, que se hallaba más allá del Elba, y en 808 y 810 habría de llevar a cabo, violando todos los usos tradicionales, dos guerras de defensa contra el agresivo danés. Por lo demás también este quiso protegerse y trabajó ya en la Danewerk, llamada «Muralla de Gottrik» (que las fuentes escritas mencionan en el año 808), la imponente fortificación del tipo muralla larga, que tocaba también Haithabu y que los daneses construyeron desde el siglo VIII hasta finales del XII para cerrar el paso hacia Jutlandia entre los mares del Norte y Báltico; un sistema de defensa pensado sobre todo contra francos y alemanes. Así, en el siglo IX se intentó primero la penetración con los misioneros por obra principalmente de san Ansgar, primer arzobispo de Hamburgo-Bremen, que trabajó preferentemente en las plazas comerciales de Dinamarca y de Suecia meridional y que erigió una iglesia en Haithabu, la cual convirtió «la plaza comercial en la meta preferida de los mercaderes cristianos» (Riis).

En el siglo X la victoria de Enrique I sobre Gnuba en Haithabu (934) de nuevo volvió a desplazar un poco la frontera hacia arriba. Después Otón I obligó por la fuerza a los daneses, en los que se mezclaba el odio a los alemanes con el odio a los cristianos, a abrazar la Buena Nueva. Y todavía en la Pascua de 973 Harald Gormsson Dienteazul, el primer rey cristiano de Dinamarca, pagó un «impuesto» al emperador alemán, aunque al año siguiente ya no tuvo ningún gusto en repetirlo. Estalló un levantamiento y en la primavera de 974 los daneses firmaron en Nordalbingien un pacto con el noruego Jarl Hakon, que era pagano. En el otoño los derrotó Otón, que avanzó más allá de la Danewerk hasta el límite septentrional de la marca en la zona de Haithabu y levantó en Schleswig la fortaleza feudal, que los daneses conquistaron y arrasaron en 983. Pero la primera consecuencia de aquella derrota danesa de 974 fue la ulterior expansión de la misión cristiana en el norte, y ya se entiende que con los consiguientes tributos. Por ese motivo tras la victoria de los daneses revivió el paganismo entre ellos. Los sacerdotes alemanes fueron expulsados del país y pronto desapareció todo lo que olía a cristiano y alemán[9].

La vigorosa revuelta eslava del año 983, en la que se levantaron los liutizos a una con los hevelios, redaños y obodritas, parece ser que se incubó en el templofortaleza de Rethra (Riedegost), en la que se daba culto especial al dios de la guerra Svarozic (o Radogost) y que constituía el santuario central (metropolis sclavorum) de todas las tribus eslavas del norte y del oeste. Estaban asentados entre los ríos Elba/Saale y Oder, donde gozaban de autonomía frente a los Otones hasta que Otón I y su margrave Gerón eliminaron a sus príncipes y los sometieron a servidumbre mediante una red de burgos fortificados y de iglesias. Pero en un ataque furibundo arrojaron a sus opresores alemanes y cristianos al este del curso medio del Elba, destruyeron la sede episcopal, dispersaron al clero y se aseguraron la independencia durante siglo y medio (en 1068 el obispo Murchard de Halberstadt asoló el país de los liutizos y robó el caballo sagrado que se veneraba en Rethra.)

Tampoco los misioneros fueron bienquistos al margrave Thiedrich y al duque Bernardo I de Sajonia (973-1011), que en 973 atacó a la retaguardia de su padre Hermann Billung; durante décadas habían combatido contra daneses y eslavos, habiendo sometido y despojado a las gentes del noreste. Incluso el obispo Thietmar, que flagela las «acciones vergonzosas» de los amotinados, de «los perros rabiosos», nos ofrece su descripción del gran levantamiento eslavo: «Unos pueblos que después de haber abrazado el cristianismo quedaron sujetos al tributo y servicio de nuestros reyes y emperadores, empuñaron las armas de común acuerdo, oprimidos por la altanería del duque Dietrich». Y en su mención del asalto obodrita contra la fortaleza de Calbe sobre el Milde, donde los eslavos también habían pegado fuego al monasterio de San Lorenzo, confiesa que «salieron en persecución de los nuestros, que huían como ciervos, pues debido a nuestros crímenes (facinora) teníamos miedo, mientras que ellos estaban de buen ánimo».

El canónigo Adam de Bremen (fallecido antes de 1085), que a pesar de sus muchos errores está bien informado, utiliza ricas fuentes y aduce también testigos presenciales (eclesiásticos), nos permite conocer mucho mejor los «crímenes» de los cristianos. Así, después de describir una gran matanza de paganos y tras la entrega de 15.000 libras de plata por parte de los sometidos, el mentado canónigo observa: «Los nuestros regresaron triunfadores; pero de cristianismo no se habló una sola palabra. Los vencedores sólo pensaban en el botín».

Inmediatamente después refiere la conversación con un rey danés «sumamente veraz», evidentemente Sven Estrithson, a cuyas conversaciones con el arzobispo Adalberto de Hamburgo asistía Adam, presidente del cabildo catedralicio. En ella escuchó «que los pueblos eslavos podrían ciertamente haberse convertido mucho antes al cristianismo, de no haberles cerrado el paso la avaricia de los sajones; pues, según decía, “el pensamiento de estos se aplica más al recuento de los impuestos que a la conversión de los paganos”. Y los miserables no piensan en los castigos de los que se hacen merecedores por su avaricia, pues primero impidieron con su avidez el cristianismo en Eslavania, después con su crueldad forzaron a los sometidos a la rebelión y ahora no prestan atención a la salvación de las almas de quienes podrían llegar a la fe, porque de ellos no quieren más que dinero».

Adam de Bremen ve en la sublevación un juicio de Dios, un castigo «de nuestra injusticia» y piensa: «Pues en verdad, así como mientras pecamos nos vemos superados por los enemigos, así también tan pronto como nos convirtamos, venceremos a nuestros enemigos; y si de estos sólo exigiésemos la fe, ciertamente que tendríamos la paz y al mismo tiempo también habríamos puesto las bases para la salvación de aquellos pueblos».

Ya en 980 el obispo Dodilo de Brandemburgo fue estrangulado por sus diocesanos. Ahora, el 29 de junio de 983, los liutizos destruyen el obispado de Havelberg, aniquilan a su guarnición y reducen a escombros sus iglesias. Se destroza lodo lo que recuerda al cristianismo. Tres días después asaltan Brandemburgo, donde ya antes el obispo Folkmar I se privó del martirio por su huida, huyendo también después en el último minuto el margrave Thiedrich con su tropa. El clero bajo que se quedó fue hecho prisionero y algunos murieron; la catedral fue saqueada y devastada; el cadáver de Dodilo —que había sido estrangulado por los suyos, a quienes se había hecho particularmente odioso por la recaudación de los diezmos—, que ya llevaba tres años en la tumba, lo sacaron del sarcófago, le despojaron de sus vestiduras y aquellos «perros rabiosos lo saquearon y arrojaron sin respeto alguno. Todos los tesoros de la iglesia fueron robados y la sangre de muchos fue derramada ignominiosamente. En el puesto de Cristo y de su pescador, el muy venerable Pedro, se celebraron en adelante diversos cultos de superstición diabólica; y no sólo los paganos, ¡también los cristianos alabaron aquel triste cambio!»[10].

En el norte el príncipe obodrita Mistui, un cristiano, al que en todas las campañas acompañaba su capellán Avico, cruzó a su vez el Elba, avanzó sobre Hamburgo robando y destrozándolo todo y mandó pegar fuego a la catedral y la ciudad toda. Y hay que decir que tales «actuaciones bélicas» por parte de «príncipes bautizados» no debieron de constituir «nada extraordinario» en su tiempo (Friedmann).

Y sin embargo algo tan espantoso no se dio naturalmente sin la asistencia suprema en sentido literal. Nuestro obispo cuenta ese fantástico miraculum, que «toda la cristiandad debería meditar llena de devoción: una mano de oro descendió de las regiones superiores, con los dedos extendidos hurgó en medio de los tizones y volvió a retirarse llena de los mismos a la vista de todos. Atónitos lo vieron los guerreros mientras Mistui quedaba aterrado y fuera de sí». Para el obispo Thietmar no había duda alguna de que se trataba de un acto celestial de salvación ¡en favor de las reliquias! «Dios acogía de ese modo en el cielo las reliquias de los santos, mientras que los enemigos llenos de terror emprendían la fuga», aunque entonces fueron los cristianos, alemanes, los únicos en huir del eslavo cristiano Mistui, a quien todo, realidad y milagro, le sentó fatal al estómago y al ánimo, porque «más tarde Mistui se quedó loco y hubo de ser atado con cadenas; cuando se le rociaba con agua bendita, gritaba: “¡San Lorenzo me quema!”, y murió miserablemente, sin haber recobrado la libertad».

Pero después de que los eslavos a pie y a caballo y sin sufrir pérdidas, lo hubieran asolado todo «con ayuda de sus dioses y capitaneados por trompeteros», los cristianos recobraron el valor. El arzobispo de Mag-deburgo, Giseler, el gran especialista en el soborno, particularmente aborrecido por los liutizos, y el obispo Hildeward de Halberstadt unieron sus espadones con las tropas del noble margrave Thiedrich de Merseburg y de otros condes. «Todos ellos —según refiere Thietmar de Merseburg— oyeron misa el sábado por la mañana, fortalecieron cuerpo y alma con el sacramento celestial y con la confianza puesta en Dios arremetieron contra los enemigos que les salieron al encuentro y los derrotaron; sólo algunos de ellos escaparon a una colina. Los vencedores alabaron a Dios, que es tan admirable en todas sus obras, y de nuevo se cumplió la palabra veraz de nuestro maestro Pablo: “No hay prudencia, audacia ni consejo contra el Señor”.»[11]

Sin embargo, aunque esta matanza sobre el Tánger (al sur de Stendal), acaecida en agosto de 983, empujó también a los eslavos más allá del Elba, los vencedores ya no les persiguieron. Ya al día siguiente regresaron «todos contentos y felices» entre las aclamaciones y el alborozo general, como ocurre siempre con los carniceros triunfadores. La conquista de Otón «el Grande» (su «protección de la frontera y su obra misional», Hlawitschka) al este del Elba se había perdido y el Elba quedaba como la frontera oriental del imperio. Y Otón II ya no desarrolló allí por desgracia sus «actividades propias» (Hlawitschka). Tampoco otras campañas cristianas —después de 983 casi cada año se hizo la guerra a los liutizos— lograron nada. Durante aproximadamente ciento cincuenta años los eslavos del Elba pudieron vivir y desarrollarse de forma independiente; sólo hacia mediados del siglo XII regresaron a sus sedes los obispos de Brandemburgo y de Havelberg.

Únicamente los territorios sorbios del sur, que no tomaron parte en la sublevación, continuaron como hasta entonces bajo dominio alemán. Aquellos sorbios no expulsaron a los misioneros, aunque se burlaban de ellos. Sus caudillos, que en ocasiones hasta se llamaban reyes, tampoco se hicieron bautizar con sus tribus, como a menudo hicieron los jefes de los eslavos noroccidentales. «En la resistencia contra el germanismo y el cristianismo aquellos príncipes eslavos de los territorios del Elba medio evidentemente desaparecieron; ninguna fuente habla de sus sucesores» (Schlesinger)[12].

Capo di Colonne, la primera gran derrota de la dinastía otoniana

En Italia, donde Otón quería continuar con entusiasmo el compromiso de su progenitor, lo que sin duda le importaba a priori era la política ofensiva, la expansión. Sin embargo, cuando en el otoño de 980 marchó al sur, lo hizo sobre todo, según su propia confesión, con vistas a las posesiones de la Iglesia, para devolver a los templos los bienes robados o dilapidados por los obispos. Ya de camino hizo donaciones a casas monásticas y a obispados, como Saint-Gallen y el obispado de Coira. Después se sumaron a la lista las asignaciones a las sedes episcopales y a los monasterios del norte de Italia y por último los que quedaban al sur de Roma[13].

Tampoco en la Ciudad Santa marchaban demasiado bien las cosas.

A Juan XIII, que en 967 había coronado coemperador a Otón II, que tenía doce años, le había sucedido Benedicto VI (973-974). Lo había elegido el partido cesarista, y Otón I lo había confirmado en el cargo. Procuró favorecer al máximo con recursos eclesiásticos a su familia; pero en junio de 974, cuando el cambio de emperador en Alemania lo puso en dificultades, fue depuesto y encerrado en la cárcel de Castell Sant’Angelo. Allí el nuevo papa Bonifacio VII (974, 984-985), retratado por sus coetáneos como un «monstrum», mandó que el sacerdote Esteban y su hermano lo estrangulasen. Al acercarse desde Spoleto el missus imperial, conde Sikko, el papa Bonifacio se puso a salvo de los romanos amotinados refugiándose en dicha fortaleza. Pero cuando Sikko ordenó asaltarla, el santo padre pudo escapar y a través de Italia meridional consiguió huir a Constantinopla, no sin cargar en el equipaje el tesoro de la Iglesia. Y no sin regresar todavía dos veces.

Entretanto en octubre, y con la aprobación del representante alemán, fue elegido papa Benedicto VII (974-983), un noble romano emparentado con el príncipe Alberico II y dócil en gran medida al emperador Otón, tanto en su política eclesiástica al este de Alemania como en su empresa antibizantina en el sur de Italia. A cambio también le apoyó el soberano, sobre todo cuando Bonifacio VII —en una de sus primeras medidas— expulsó de la Iglesia a Benedicto, cuando en el verano de 980 volvió a establecerse en Roma antes de que al año siguiente escapase de nuevo a Constantinopla, para regresar una vez más en 984, bien provisto de armas y de oro de la Roma oriental[14].

El joven emperador permaneció en Roma, con algunas interrupciones, desde la primavera hasta el otoño y allí se decidió a combatir tanto a los sarracenos como a los bizantinos en Italia meridional y conquistar todo el país.

Así que hubo de ocuparse del refuerzo de su ejército. Y logró disponer de un contingente poderoso, probablemente el más grande del imperio alemán hasta entonces. Llama la atención el que constase principalmente de unidades de los obispos y abades germanos. Tras la carta de llamamiento a las armas de 981 las abadías de Prüm, Hersfeld, Ellwangen y Saint-Gallen, entre otras, proporcionaron cada una 40 jinetes armados, las abadías de Lorsch y Weissenburg 50 respectivamente, 60 las de Fulda y Reichenau, 60 asimismo los obispos de Verdún, Lüttich y Würzburg, los de Tréveris, Salzburgo y Ratisbona aportaron cada uno 70, en tanto que los de Maguncia, Colonia, Estrasburgo y Augsburgo contribuían cada uno con 100 caballeros armados. En conjunto los arzobispos, obispos y abades, los discípulos del Señor Jesús, el predicador del amor a los enemigos, aportaron 1482 caballeros armados para aquella batalla general, ¡mientras que los llamados señores civiles sólo contribuyeron con 508! Pero evidentemente ese registro sin fecha sólo representaba una exigencia del emperador[15].

En Italia meridional Otón II combatió de forma explícita las pretensiones eclesiásticas. El antipapa Bonifacio VII se había refugiado en territorio de la Roma oriental, el papa de Roma apoyaba al emperador elevando por ejemplo a la categoría de arzobispado la sede de Salerno y prometiéndole amplias zonas de terreno en territorio bizantino. Lo mismo ocurrió con la elevación de la diócesis de Trani a sede arzobispal. Más aún, todavía en Dalmacia parece ser que el papa maquinó contra Bizancio, y el arzobispado de Dubrovnik, que pertenecía a la Iglesia griega, lo habría puesto bajo la obediencia romana.

Según parece Otón sólo en Roma se decidió por la guerra, recabando después como refuerzo los 2100 caballeros armados de los grandes eclesiásticos y civiles. Mientras avanzaba hasta Calabria las guarniciones bizantinas se mantuvieron neutrales, aunque no abrieron las puertas al emperador. Pero Abul Kasim, emir de Sicilia, que ya había llevado a cabo algunas conquistas en Calabria y Apulia, llamó a la guerra santa y a mediados de julio de 982, con una poderosa fuerza de choque, se enfrentó al alemán en el continente, en el lugar llamado Capo di Colonne, al sur de Cotrone. «De una y otra parte el pensamiento de los combatientes estaba orientado hacia el más allá» (Uhlirz).

La caballería pesada del emperador rompió con violencia contra las filas sarracenas, dispersándolas en un primer asalto, y el propio emir sucumbió por herida de espada, por lo que después fue venerado como santo mártir. Pero mientras los cristianos, tras el gran éxito inicial y en la creencia de que ya habían alcanzado la victoria, se disponían a descansar en el escenario de la lucha y a celebrar su triunfo, los musulmanes, reforzados con las tropas de reserva, irrumpieron desde los montes, empujaron a los alemanes hasta el mar y los degollaron, eliminando incluso a una parte de sus comandantes, varios duques y una docena de condes, y a otros los hicieron prisioneros. Entre estos se encontraba el obispo Pedro de Vercelli que permaneció una año en la cárcel árabe. Profanaron los relicarios y en el campo de batalla dejaron tendidos a 4000 cristianos. Otros, que lograron huir, perecieron víctimas de la sed y del agotamiento. «Casi cada necrologio alemán registra alguna pérdida en la infausta batalla» (C. M. Hartmann).

Fue la primera gran derrota de la dinastía otoniana. Casi todo el ejército alemán sucumbió. «Dios conoce sus nombres» (Thietmar). También el obispo Enrique de Augsburgo, que poco antes había realizado una peregrinación penitencial a Roma, presumiblemente en el séquito del emperador, cayó en medio de sus caballeros armados. En el último momento Otón se salvó de aquel infierno nadando hacia un barco bizantino que pasaba por allí, del que después, mediante un artificio y nadando de nuevo logró escapar. Curiosamente el obispo Otón de Freising le dio el famoso epíteto de «Pallida mors sarracenorum» (pálida muerte de los sarracenos), que quedó como su sobrenombre hasta bien entrada la edad moderna.

El emperador Otón, que desde 982 utilizó en ocasiones el título de Imperator Romanorum Augustas, pensó de inmediato en una incursión de castigo. Todavía en el camino de regreso, y sin duda pensando en ello, otorgó grandes concesiones al arzobispo de Salerno, dotando también de privilegios a varios monasterios de Italia meridional. Evidentemente una guerra así requería una preparación a fondo y los príncipes alemanes no contaban demasiado en los planes imperiales después del fracaso. Además estaban acosados por daneses y eslavos.

Sin embargo, un año más tarde, a comienzos del verano de 983, en una dieta imperial celebrada en Verona, en la que magnates alemanes e italianos eligieron como sucesor de Otón a su hijo de tres años, se discutieron ya nuevos reclutamientos de tropas y se decidió un segundo asalto.

En pleno verano de 983 el emperador avanzó hasta Bari, aunque sin conseguir éxitos dignos de mención. En septiembre se encontraba de nuevo en Roma, al parecer enfermo de malaria. Y allí murió de repente en brazos de su mujer después de haberse confesado y de haber recibido los sacramentos de los moribundos. Era el 7 de diciembre de 983 y el emperador sólo tenía 28 años. La causa de su muerte nunca se aclaró por completo, aunque evidentemente sucumbió a la fiebre, que debió de ser la malaria. Una fuente habla de constantes hemorragias intestinales por una sobredosis de medicamentos, tal vez un tratamiento enérgico contra la enfermedad.

Otón II fue el único emperador alemán que fue enterrado en el pórtico de San Pedro. Pero después de siete siglos su tumba fue destrozada en la reconstrucción de la basílica. Cierto que lo depositaron en otro sarcófago, pero la urna antigua se entregó «con la profanación de la tumba a los cocineros del Quirinal para uso común de un depósito de agua» (Gregorovius)[16].