El obispo Pilgrim de Passau (971-991), un gran falsificador ante el Señor, se erige un monumento literario

De todos modos no deja de ser curioso que (también) la conversión de los magiares en Hungría se iniciase con unas enormes falsificaciones, aunque la «investigación» piadosa prefiere naturalmente hablar de la «cuestión de Lorch», que «desde hace siglos ha puesto en movimiento muchas plumas» (Heuwieser).

El famoso, tristemente famoso, pastor de almas, que fue educado en el monasterio de Niederaltaich y que ascendió con ayuda de Federico, arzobispo de Salzburgo y tío suyo, está considerado como «un varón importante» en la historia de la Iglesia y su «gobierno» de veinte años (971-991) «iba a sentar las bases para la posterior grandeza del obispado de Passau» (Tomek). El gran falsificador clerical fue también amigo íntimo de san Wolfgang, que a instancias de Pilgrim fue nombrado obispo de Ratisbona en 972 (más tarde patrón de madereros, carpinteros, pastores y barqueros, siendo también invocado como valedor en los dolores de ojos, pies y riñones); fue aquella «una amistad íntima que pronto unió a los dos varones hasta la muerte de Pilgrim, ocurrida en 991» (Janner).

Pero el obispo Pilgrim mantuvo sobre todo las mejores relaciones con los Otones, de los que obtuvo numerosos privilegios. El enérgico promotor de la misión en el sureste —donde uno de sus muchos misioneros hasta convirtió al cristianismo al gran príncipe Géza (Geycha, 972-997), padre de Esteban I, en la ciudad de Gran (la húngara Esztergom)— quería siempre más: no sólo el mando de la ciudad (dominio radical, aduana, inmunidad) y no sólo la extensión de su obispado por la «Marca Oriental», sino también el palio y el sometimiento del territorio húngaro y de Bohemia a la jurisdicción metropolitana de Passau. Para ello, en las «Falsificaciones de Lorch» presentó la diócesis de Passau como la legítima heredera del obispado romano de Lorch (Lauriacum) sobre el Enns (Alta Austria), que él posteriormente elevó a la categoría de arzobispado. En época romana debió de extenderse sobre toda Panonia, Moravia y Mesia, prolongando su existencia hasta 738.

Para demostrar la conexión de su diócesis, fundada en 739, con el arzobispado de Lorch, convertirse personalmente en arzobispo, incrementar su poder, aumentar sus ingresos e independizarse de la metrópoli bávara de Salzburgo, Pilgrim, como hábil escribano de la cancillería real entre 970 y 985, falsificó una serie de documentos: una bula de fundación bajo el nombre del papa Símmaco (498-514) además de documentos sobre el palio atribuidos a papas pertenecientes a los siglos IX y X, como Eugenio II, León VI, Agapito II y Benedicto VI.

También presentó el obispo otros diplomas imperiales y reales, falsos en la forma y en el contenido, pero hábilmente preparados: algunos supuestos documentos imperiales de Carlomagno, Luis el Piadoso y Arnulfo, que hizo redactar por un notario de la cancillería imperial. A todo ello se sumaron adulteraciones y manipulaciones de documentos auténticos de Otón I y Otón II. Así, por ejemplo, un documento del emperador Arnulfo de 9 de septiembre de 898, falsificado por orden de Pilgrim, y que entre otras cosas atribuía la jurisdicción de la ciudad exclusivamente al obispo, constituía el borrador para el diploma de Otón III otorgado el 3 de enero de 999, el cual reservaba al prelado de Passau los derechos de mercado, moneda, peaje, proscripción y autoridad pública en la ciudad.

En los documentos papales falsificados se concede a los obispos de Passau el título arzobispal y a su «arzobispado» territorio magiar y eslavo, el vicariato apostólico en Panonia, Mesia, el país de los hunos y Moravia. Toda la tentativa ambiciosa tenía que ir en perjuicio de Salzburgo, por lo cual Federico, arzobispo titular de la ciudad y tío de Pilgrim, de inmediato presentó una contrafalsificación y aseguró sus derechos mucho más firmes con la rápida simulación de un privilegio del papa Benedicto VI. No obstante los «méritos» del de Passau en la misión húngara —él mismo los destacaba en un escrito que acompañaba sus imposturas—, el papa Benedicto VII dictaminó en favor del prelado de Salzburgo y de su jurisdicción sobre toda Panonia.

Mas aunque los piadosos esfuerzos del obispo Pilgrim no tuvieron éxito alguno, su nombre continuó celebrándose en Passau (al igual que por largo tiempo ocurrió en la «investigación» teológica, como era de esperar); efectivamente, entró en el Cantar de los Nibelungos como tío de Kriemhilde y sus hermanos. Así, se le «erigió un monumento literario», según celebra el Lexikon für Theologie und Kirche. De hecho el gran falsificador mandó copiar la saga de los Nibelungos: «El obispo Pilgerin de Pazowe por su afición a los nuevos cantos lo hizo escribir…»[25].

Ya en 1854 Ernst Dümmler, en un escrito sobre Pilgrim y el arzobispado de Loch, había demostrado las falsificaciones de todos los documentos relativos al palio de Lorch en favor de Passau así como la falta de autenticidad de un documento del emperador Arnulfo en favor del obispo Wiching a través de Pilgrim. Naturalmente que encontró resistencia, sin que se le pudiera rebatir. Una generación después, cuando K. Uhlirz, apoyándose en la edición de los documentos imperiales carolingios y sajones, volvió a probar las falsificaciones sobre Passau, también levantó protestas. Con tal de exculpar al «famoso obispo» (Heuwieser) hasta hubo historiadores dispuestos a acusar a otros prelados menos «famosos», como Wiching o los obispos Diepold y Wolfker que vivieron en los finales del siglo XII. El año 1909 Waldemar Lehr, en su disertación berlinesa, probó una vez más con precisión extrema las falsificaciones cometidas en relación con Pilgrim. La réplica anunciada por W. Peitz nunca llegó. Incluso en la historia del obispado de Passau, aparecida en el «año jubilar de 1939» para celebrar sus 1200 años de existencia, el autor hubo de reconocer «que bajo el obispo Pilgrim, y mediante una serie de documentos reales y papales espúreos preparados al efecto, se llevó a cabo la tentativa de hacer pasar a los obispos de Passau por sucesores de los arzobispos de Lorch y de asignarles los derechos metropolitanos sobre Hungría»[26].

Un esclavista y guerrero se convierte en el primer santo católico canonizado de forma oficial y solemne

Según parece también el obispo Ulrico de Augsburgo (923-973) alcanzó méritos inmortales. Tras la victoria en el campo del Lech recibió del rey la jurisdicción condal y el derecho de moneda y de mercado. Y pocas décadas después fue declarado santo. Ciertamente que hoy no puede parecer tan santo a los ojos de cuantos siguen manteniendo las ideas tradicionales sobre la santidad.

Ulrico debió su cargo, como era la regla para los obispos desde hacía siglos, a su familia, al linaje de los últimos condes de los Dilingos. Ya su tío, el bienaventurado Adalbero, había sido (desde 887) obispo de Augsburgo, además de consejero del emperador Arnulfo, preceptor de su hijo Luis y, durante la minoría de este, «casi regente del imperio» (Lexikon für Theologie und Kirche). Bajo la tutela del bienaventurado tío, el santo sobrino ejerció como administrador de los bienes del obispado, pero al fallecer su tío (909) renunció al cargo porque Hiltin, el nuevo obispo, «no era lo bastante distinguido». Administró entonces durante catorce años las posesiones de su familia, hasta que en 924, y gracias a sus parientes, fue elegido obispo de Augsburgo. Y aunque en oposición frontal a las leyes canónicas, quiso a toda costa que su sucesor fuese su sobrino Adalbero. Sin estar ordenado ejerció ya como obispo; y así, por el mal ejemplo y por la infracción del derecho canónico, ambos hubieron de responder ante el sínodo de Ingelheim en septiembre de 972. Mas poco después ambos murieron.

En tanto que obispo santo y comandante de las tropas, que rodeó con una muralla la ciudad catedralicia, Ulrico tuvo esclavos, en sus «viajes de inspección» se hizo proteger por sus clientes llevando consigo todo un «tren de carretas» para el transporte de los tributos. También viajó siempre en compañía de «sus vasallos más hábiles», a fin de llevar a cabo ante cualquier tipo de problemas «las negociaciones con la seguridad necesaria» (Vita Oudalrici). Una y otra vez combatió el santo con la espada encima de un caballo. Tal sucedió, por ejemplo, a finales del otoño de 953 con el rey Otón contra Ratisbona. Y como a su regreso ya no pudiera permanecer por más tiempo en la propia ciudad episcopal, se atrincheró en la fortaleza de «Mantahinga» (Schwabmünchen), rechazando los ataques durante todo un invierno. El 6 de febrero de 954 se logró la derrota del conde palatino Arnulfo junto con «las bandas de aquellos desgraciados que habían saqueado la ciudad de Augsburgo». Su derrota fue tan grave que «la mayoría de ellos murió». Y cuando el obispo Ulrico regresó de nuevo a Augsburgo, esto es lo que ocurrió según su biógrafo Gerardo, prepósito catedralicio: «Ninguno de aquellos que en Augsburgo habían hecho botín ofendiendo a María, la santa madre de Dios, escapó sin castigo, a no ser que sin demora hubiese obtenido por sus propios recursos el perdón del venerable obispo».

De hecho abundaron los «milagros punitivos» de toda índole.

Un individuo, que había saqueado en Augsburgo, perdió la razón y exhaló su último suspiro. Otro sucumbió por la coz de un caballo. El hijo del duque de Baviera, el conde palatino Arnulfo, «que había tenido la insolencia de entrar a saco en los bienes de santa María» (aunque «el venerable obispo» había amenazado bajo pena de excomunión eclesiástica que nadie «tuviera la osadía de ni tan siquiera tocar los bienes de santa María que había en su obispado», Vita Oudalrici), cayó en la turbulenta batalla frente a las murallas de Ratisbona (954). Un cuarto sujeto, que simplemente había tomado en Augsburgo el trozo de un mantel barato, de inmediato «fue poseído por el diablo y ya no pudo librarse de él, ni en la iglesia ni fuera de ella, ni mediante la aspersión de agua bendita. El diablo nunca se apartaba de su lado. Finalmente emprendió el camino de Augsburgo, devolvió la prenda usurpada y rogó al obispo que en nombre de Cristo le mandase azotar y le otorgase el perdón de su culpa. Y así se vio libre del diablo y regresó curado a su casa». Realmente sabían tratar a las ovejas.

Cuando era necesario superar así los males causados y llevar a cabo la reconstrucción, es natural que Ulrico promocionase «de manera especial», como subraya el prepósito catedralicio Gerardo, a los «expoliados clérigos del cabildo» y que «los apoyase de todos modos». Tampoco dejó de apoyarse a sí mismo y ordenó que sus propios bienes, destrozados y en estado lastimoso, «fuesen restablecidos mediante un trabajo infatigable en los campos y en los edificios. El buen escuadrón de sus clientes acudió obediente al trabajo y aportó en el tiempo adecuado todo lo que era posible en la respectiva necesidad». Todo lo que era posible… ¡es algo que ya aparece en un folleto hagiográfico! Realmente sabían manejar a las ovejas, y en especial a las ovejas clientes.

Pero hay que destacar de manera particular la heroica defensa de Augsburgo, que en 955 llevó a cabo Ulrico hasta que llegó el ejército de Otón y el santo obispo lanzó sus propias tropas a la batalla. Cierto que predicaba y exhortaba: «No devolver mal por mal, sino bien, y sufrir con paciencia la persecución por causa de la justicia». Mas también entraba en sus principios el amar a todos los hombres, «a todos los hombres de buena voluntad, de quienes el coro de los ángeles canta: “Y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”; pero resistir a los malos en todo su obrar perverso, conforme a las palabras del santo profeta David: “El malvado es aniquilado en su presencia…”».

Según los biógrafos de Ulrico, el obispo sólo a sus fuerzas armadas (milites) les ordenó «combatir valientemente delante de la puerta», montando luego detrás de las mismas «sobre su caballo (super caballum), revestido de la estola y sin la protección del escudo, el arnés y el yelmo». Pero los investigadores sospechan que Ulrico no sólo figuró a menudo en la comitiva del rey (su presencia está probada quince veces), sino que personalmente también «formó parte» de su ejército durante meses (Weitlauff) habiendo luchado asimismo en la batalla de Lech. En ello no se diferenció de su propio hermano Dietbaldo ni de su sobrino Reginbaldo, caídos ambos en combate. Ni tampoco su actuación fue diferente de la del obispo Miguel de Ratisbona (m. 972), que en el fragor de la lucha perdió una oreja; protegido a ojos vistas, según su propio testimonio, por san Emmeram. Cosa tanto más digna de atención cuanto que también el obispo Miguel figuraba entre los príncipes eclesiástieos de Ratisbona, ¡que habían metido mano a los tesoros de Emmeram![27]

La hagiografía querría sin duda ver menos manchado de sangre al santo, que no dejó de jugar «un papel determinante en la batalla de Hungría» (Bosl).

La descripción de la vida «del más santo entre todos los hombres de su tiempo» (monje Ekkehard IV), fue redactada ya «con vistas a su canonización» entre 983 y 993 por el joven Gerardo, que figuraba en el círculo de sus más íntimos (Lexikonfür Theologie und Kirche), y esmaltada por lo mismo con numerosos relatos milagrosos, visiones, profecías y noticias claramente falsas. Poco después la vida fue presentada en Roma. Y el 31 de enero de 993, en un sínodo lateranense, el papa Juan XV —odiado tanto por el pueblo como por el clero a causa de un nepotismo «de la peor calaña» y de su «codicia enfermiza» (Kühner, autor católico)— canonizó de una manera formal y solemne a Ulrico como el primer católico, no obstante tratarse de un obispo esclavista y guerrero que cedió al nepotismo, pero que también había «viajado en peregrinación» tres veces a Roma al tiempo que había sido «una joya entre los sacerdotes» (Thietmar).

«Patrón contra ratas y ratones», «el peligro del este» y los 29 apartados de los «huesos sagrados»

Desde entonces su culto se extendió incontenible. El obispo Gerardo de Augsburgo (996-1000) y el abad Berno de Reichenau (1008-1048) redactaron la primera Vita de Ulrico, importante por su contenido pero mal escrita, eliminando curiosamente todo lo histórico y adobando el relato con citas bíblicas, un lenguaje ampuloso y datos milagreros; los biógrafos posteriores aún interpolaron muchas veces todo ese material. Desde muy pronto hasta peregrinos extranjeros visitaron la capilla funeraria de Ulrico, en la cual el emperador Enrique II mandó depositar también los restos de Otón II. Innumerables fueron las iglesias, capillas y lugares que llevaron el nombre de Ulrico. Ya en los siglos X y XI sus restos fueron motivo de disputa, luchando por su posesión los monasterios más prestigiosos y la misma catedral de Bamberg. En el siglo XII el emperador Federico Barbarroja trasladó por su propia mano el relicario de Ulrico (y pronto los restos aparecieron repartidos: sus despojos internos en Tarso, su «carne» en Antioquía y sus huesos en Tiro).

Naturalmente el pueblo experimentó milagros en la tumba de Ulrico. Cierto que la transformación de un trozo de carne en un pescado sólo está «testificada» literariamente en época tardía. Ulrico ayudó especialmente en las afecciones oculares; en las fiebres curaba un trago del cáliz con que celebraba misa, en las plagas de ratones un poco de tierra de su tumba y en las mordeduras de perros rabiosos la llave de Ulrico, una llave bendecida en su nombre. Se recibía en las casas el «pocilio de Ulrico» y se peregrinaba a los que le estaban dedicados como «santo de los pozos»; también fue patrón de los pescadores, «patrón de los viajeros», «patrón contra ratas y ratones» y especialmente contra los insectos, patrón «en los achaques corporales de todo tipo».

Así se mantuvo el pueblo en todo tiempo a la altura espiritual de la época.

La asociación primera y más antigua de san Ulrico se constituyó ya en el siglo XII. Y nada menos que el emperador Federico I perteneció a la misma. También a comienzos de la edad moderna se fundó una «hermandad de Ulrico que floreció rápidamente» y de la que fueron miembros obispos, duques y emperadores. Más aún, al santo se le proclamó entonces, «falsamente» por supuesto, adalid de la libertad protestante frente a la tiranía papal.

Todavía en el siglo XIX se rezaba en una letanía de Ulrico: «San Ulrico / ejemplo vivo de piedad y santidad / hombre según el corazón de Dios / singular enamorado de la oración / modelo de mortificación y penitencia / celoso pastor de tu rebaño…». Y todavía en el «año jubilar de 1955» volvió supuestamente a florecer la veneración a Ulrico, entre otras cosas con la construcción de nuevas iglesias y con la creciente preferencia de los nombres de pila Ulrico y Ulrica. «Manifestaciones de la orientación de la piedad fomentadas por las autoridades» (Hórger), pues «el peligro del este… fue la idea esencial del año de Ulrico en 1955»[28].

Como a comienzos del siglo XVIII se afirmase en Milán que el cuerpo de san Ulrico estaba allí y su cabeza en Roma, Joseph, obispo de Augsburgo y landgrave de Hessen-Damstadt, ordenó en 1762 que se exhumase al santo. Tras algunos trabajos de búsqueda se encontró el cadáver y algunos médicos, como los de cabecera del obispo y otros cirujanos y curanderos piadosos registraron en 1764, bajo 29 apartados, los «restos sagrados de san Ulrico»: así, la parte superior de la cabeza, que «con razón puede calificarse de incorrupta, prescindiendo de algunas partículas externas, roídas por los estragos del tiempo». «2) El maxilar inferior con cuatro incisivos y tres molares. 3) En una cajita de plata se encontró un diente con una falange; de ese miembro la historia transmite algo que merece leerse. 4) Se encontraron sueltos un incisivo y una muela. 5) El hueso hioides. 6) Una parte de la laringe», etcétera. En 1971 una nueva comisión médica se puso a trabajar en «los restos sagrados de san Ulrico»[29]

La victoria de Otón sobre los húngaros, los enemigos de la cristiandad, apareció por descontado a los ojos de los coetáneos como una victoria del reino de Dios, como un triunfo de Cristo. Había acabado para siempre con las incursiones húngaras contra el imperio alemán y en consecuencia fue más importante que el enfrentamiento en Riade en 933. «En el recuerdo de todas las tribus (alemanas) fue un acontecimiento que hizo latir fuertemente sus corazones» (Schramm), fue «la hora de nacimiento de la actual Austria» (Pater Grill). Y, sobre todo, ¡«también abrió el camino para la Ostpolitik alemana hasta 1945»! (Fischer). Se ve aquí cómo un acontecimiento sublime, que hizo latir fuertemente los corazones, continúa ulcerándose hasta la matanza masiva de Hitler. Y si primero fueron los húngaros los que invadieron Alemania, entonces se volvieron las tornas «y fue posible introducir la misión cristiana en Hungría, mientras que el nombre de Otón resonaba más allá de las fronteras de su imperio» (Schramm).

Porque naturalmente no bastaron las matanzas de rechazo. Hacia 970 el joven duque de Baviera Enrique II abrió la ofensiva. Y mientras arrancaba a los húngaros las marcas carolingias del borde oriental de los Alpes, Boleslao II, que le acompañaba en la campaña, saqueó Moravia y Eslovaquia hasta el Waag. Para la «acción pastoral» en tan extenso territorio ya no bastaba Ratisbona, por lo que en 973 la dieta imperial de Quedlinburg decidió la fundación del obispado de Praga, y probablemente también la de otro para Moravia[30].

Tras los éxitos espectaculares en el campo de Lech y en el Unstrut contra los eslavos, Otón, el victorioso aniquilador de los paganos, intensificó su misión. En el sureste erigió la «Marca Oriental» bávara, desde el año 976 el campo de acción y anexión de los modernos Babenberg durante trescientos años, tal vez descendientes de los Babenberg antiguos, hasta que fueron relevados por los Habsburgos. En el este sometió el rey en una larga guerra a los bohemios. En el noreste, y continuando los ataques asesinos de su padre, reforzó la cristianización de los eslavos del Elba y fundó dos marcas entre los ríos Elba y Oder[31].

Establecimiento de la «colonización del este» alemana, o las «buenas obras» de los margraves Hermann Billung y Gerón

El sangriento negocio de la «colonización del este» alemana, que Otón I fundó propiamente, lo remataron para él sobre todo dos sajones que presidieron las dos nuevas marcas en el noreste: Hermann Billung (fallecido en 973), que personalmente estuvo cerca de Otón (la cancillería real evitó darle el título de duque y le nombró «marchio» o «comes»); su familia ocupó condados e iglesias desde Lüneburg hasta Turingia. Y Geró, asimismo amigo personal del rey y uno de sus «ayudantes más fieles» (Keller), «notablemente apto para tal cometido» (Fleckenstein), que gobernó la denominada Marca del Norte. Desde el renovado aplastamiento de los rebeldes redarios (936), la tribu principal de los liutizos, que Otón había encargado a los Billungos, en las décadas siguientes los dos señores feudales sometieron mediante una serie ininterrumpida de guerras y matanzas a los obodritas, sorbios y wilzos.

El monje Widukind vio en ello la lucha de un príncipe de Dios contra un pueblo de Satán. Según la jerga de los investigadores el rey apuntaló de ese modo «las relaciones con los eslavos del este» (Schramm). «En años de luchas sangrientas aquellos dos grandes guerreros llevaron felizmente (!), a cabo la tarea que se les había encomendado…» (Holtzmann). «Las zonas fortificadas se convirtieron aisladamente o en su conjunto en barriadas alemanas en cuyos suburbios se colocaban las guarniciones. Caballeros alemanes obtuvieron pequeñas aldeas eslavas en propiedad o en feudo, y con ellos llegaron los sacerdotes. En 948 pareció ya tan afianzada la situación, que se fundaron los primeros obispados» (Hauptmann).

Un admirador especial de Billung, cuyo linaje gobernó durante 170 años en la región delimitada por el mar Báltico, fue el arzobispo Adalberto de Magdeburgo (968-981). Él mismo introdujo en la catedral al gran asesino con repique de campanas y acompañamiento de antorchas, le hizo sentar a la mesa entre los obispos como si fuera el rey y hasta le preparó el lecho del emperador. Tales muestras de pleitesía se le antojaron excesivas a Otón, quien condenó al arzobispo a enviar a Italia tantos caballos «como habían sido las campanas que mandó tocar y las antorchas que mandó encender». Y es que, según afirma en otra ocasión el obispo Thietmar de Merseburg, «cual el señor, tales eran también sus príncipes. No acumulaban abundancia de alimentos y otros bienes, simplemente disfrutaban siempre de una dorada medianía (aurea mediocritas). En su tiempo florecieron todas las virtudes, que leemos, y con su muerte se marchitaron…, aunque sus almas inmortales continúan viviendo y por sus buenas obras gozan de la bienaventuranza eterna».

Las luchas, con las que se empezó por someter a tributo a los eslavos del Elba, fueron largas y enconadas y los dos bandos las llevaron a cabo con una crueldad extrema. Tampoco la cólera de los wendos conoció miramiento alguno. Tras su conquista de Waisleben en 929 asesinaron a todos sus habitantes, ancianos y niños, hombres y mujeres en una muchedumbre incontable; eso al menos es lo que cuenta Widukind. Y en la primavera de 955 parece que prometieron la libre retirada a la guarnición alemana de la fortaleza de Cocarescemier; pero después acuchillaron a todos los indefensos.

Ahora bien, los agresores eran los alemanes. Y entre ellos brilló con luz especial Gerón, el «estrangulador de las tribus eslavas» (Donnert), de quien sin embargo el monje Widukind certifica «el buen celo por el servicio de Dios» y también, naturalmente, «un imponente botín». Más aún, el Cantar de los Nibelungos lo exalta como el lancero más fuerte y más rápido. Vio en la represión de los eslavos «el cometido de su vida» (Bullough), interesándose a la vez por su cristianización.

Y es que este espadón, «el protector de nuestro país» (obispo Thietmar), que hizo avanzar la frontera alemana desde el Elba-Saale hasta el Oder, que durante 27 años realizó campañas de pillaje y represión contra los eslavos del Elba, se mostró incansable e invadió sistemáticamente su territorio. Y mientras que hasta los caballeros sajones, ya a comienzos de los años cuarenta, empezaron a quejarse de aquella fatigosa guerra permanente, Gerón, al comienzo del año 950, en pleno invierno, al no tener en perspectiva ningún enfrentamiento se alejó por una sola vez de la frontera, que entre matanzas se había ido desplazando poco a poco hasta el Oder, para emprender una peregrinación a los príncipes de los apóstoles Pedro y Pablo en Roma. De camino se afilió a la confraternidad orante del monasterio de Saint-Gallen y llevó como reliquia insigne el brazo de san Ciríaco —en cuyo honor fundó un monasterio en Frose—, para fomento del culto (y de la destrucción), hasta el lugar en el que con tanta fuerza como infamia difundía la manera de ser alemana y la única religión salvadora.

Allí, poco después de comenzar su gobierno sobre el territorio meridional de los wendos hizo degollar una noche alevosamente a unos treinta caudillos eslavos conjurados contra él, nobles y príncipes que confiando en el carácter inviolable de la hospitalidad habían celebrado una gran bacanal a su mesa, supuestamente adelantándose a su conjura asesina, «lo que ciertamente no pasa de ser una afirmación exculpatoria» (H. K. Schulze). «En aquellos territorios no tuvo Alemania un campeón más valiente que él… Y en la guerra no se había embrutecido», celebra el teólogo Albert Hauck, que aprovecha la oportunidad para destacar la convicción de Gerón de que el hombre es responsable de su vida ante el Señor del cielo, aunque añadiendo a la vez que «frente a los wendos todo lo consideraba lícito».

El monje Widukind relata la diabólica eliminación de los treinta eslavos sin reproche alguno. Incluso subraya después como la mejor cualidad (quod optimum erat) del criminal su «laudable celo por el servicio de Dios». En 960 Gerón incluso peregrinó por segunda vez a Roma y a su regreso fundó otro monasterio femenino que por él se llamó Gernrode (Calvera de Gerón), al sur de Quedlinburg. Como abadesa del mismo puso a la viuda de su único hijo Sigfrido, caído en 959, sobrina de Hermann Billung. Y «a su dichosa muerte» (mayo 965) Gerón dejó todos sus bienes al monasterio, en el que también él fue sepultado. «Se cobijó en Dios con todo su patrimonio», escribe el obispo Thietmar. Tal ha sido el último acto de no pocos grandes asesinos que la historia recuerda[32].

Otón inaugura la evangelización de los wendos y hace «allí tabla rasa»

En la guerra contra los wendos tampoco Otón I retrocedió ante ningún soborno, ninguna traición, ningún asesinato, como lo demuestra no sólo su comportamiento frente al traidor jefe wendo Tugumir; repetidas veces intervino personalmente para castigar a los eslavos casi hasta su exterminio. «Los príncipes eslavos indígenas fueron expulsados o eliminados, tuvieron que pagar tributos y entregar sus hijos a la esclavitud; los sometidos fueron reducidos a servidumbre» (Fried).

Ya es significativo que en aquel tiempo los términos wendo y pagano se empleasen como sinónimos, porque los wendos continuaban siendo paganos. Es evidente que Enrique I se había esforzado por la conquista y expolio de aquellos territorios más que por su evangelización. Más allá del Elba y del Saale apenas había iglesias. Únicamente había santuarios paganos, bosquecillos sagrados, había ídolos a la vez que un culto de los dioses sin imágenes y, por supuesto, estaban los sacerdotes o los ancianos que antes habían ofrecido sacrificios.

Bajo el gobierno del rey Enrique parece que tampoco la Iglesia se había preocupado en especial de la evangelización del este. Sólo cuando Otón abandonó la práctica de su padre e, imitando el ejemplo de Carlomagno, hizo que los sacerdotes siguiesen a la espada, se pudo esperar que mediante la religión se vinculasen cada vez más los «eslavos de botín» y su territorio. Evidentemente sólo Otón escogió al clero en el este y desde luego, como en otros lugares, un clero militar: «por así decirlo los primeros sacerdotes cristianos llegaron como predicadores de campaña al país de la derecha del Elba y del Saale; las capillas de castillo son las antepasadas de nuestras iglesias; las primeras comunidades cristianas, que aquí se reunieron, estaban formadas por soldados»[33].

Otón estaba ciertamente preparado para tan piadoso servicio de la espada. Según parece ya había participado en las carnicerías de eslavos que su padre había llevado a cabo en 928 y 929, y a su manera había evangelizado: todavía adolescente había dejado preñada a una ilustre eslava prisionera, que le dio a su hijo ilegítimo Guillermo, más tarde arzobispo de Maguncia. (Por lo demás este, según se asegura, continuaba lleno de ideales ascéticos. Y también de los otros. En cierta ocasión el hijo arzobispal de Otón le confesó al papa sin rodeos: ¡Por soborno, todo!)

Para entonces el rey no sólo había «afianzado» todo el territorio expoliado por su padre, sino que lo había «incorporado» sin más, naturalmente bajo luchas constantes. En total una extensión de cincuenta a sesenta mil kilómetros cuadrados. Pues, según fórmula del teólogo Hauck, Otón «hubo de cruzar sus armas con todas las poblaciones wendas» una vez eliminadas las dos tribus meridionales de los sorbios y daleminzios. Y de esa manera previsora la frontera del imperio alemán ya no la trazaron el Saale y el Elba sino el Oder.

Las primeras medidas que tomó Otón justo después de su coronación en Aquisgrán en 936 estaban dirigidas a los eslavos del Elba. Aquel mismo año marchó contra ellos, especialmente contra los redarios. Y en 939 se dio allí otro paso honroso. Porque este príncipe, que veía en la expansión por el este una de sus tareas principales y que también impulsaba sistemáticamente la evangelización de los sometidos, estaba decidido «a hacer allí tabla rasa» (Holtzmann) y con el firme propósito de «extender el dominio del pueblo de Dios sobre los infieles» (Lubenow).

Y dado que evidentemente no podían romper la resistencia de los eslavos del Elba en una lucha abierta, ni Otón ni sus compañeros los condes retrocedieron ante ningún tipo de perfidia. Por ejemplo, cuando en el invierno de 928-929 conquistaron Brandemburgo, para volver a perderla inmediatamente después, Gerón envió a la ciudad al príncipe hevelio Tugumir, al que tenía prisionero como rehén en Sajonia y al que Otón sobornó ahora con «multapecunia». Se trataba sin duda de un cristiano, que en 939 fue devuelto a los hevelios en Brandemburgo. Tagumir simuló ante ellos una fuga, fue acogido amistosamente y volvió a ser su jefe. Después asesinó en el palacio principesco de la ciudad al último príncipe de la tribu, su propio sobrino, entregó al rey Otón toda la parte meridional del territorio lutizio hasta el Oder y gobernó como vasallo suyo con una guarnición sajona[34].

Otón «el Grande» hace decapitar a 700 prisioneros de guerra eslavos y ordena el exterminio de los redarios

Después de que Brandemburgo cayera en manos alemanas mediante la traición y el asesinato y luego de que se construyese allí una iglesia y se hubiera afianzado el gobierno de Tugumir, el 1 de octubre de 948 fundó Otón el obispado de Brandemburgo y, simultáneamente, el obispado de Havelberg (cuyo supuesto documento fundacional de 946 es una falsificación posterior que adelanta la fecha) en la ciudadela de Nitzow.

Sometido primero al arzobispado de Maguncia y más tarde al arzobispado de Magdeburgo, el obispado de Brandemburgo, que abarcaba diez tribus eslavas, era mucho más grande que la mayoría de las diócesis alemanas. Se extendía desde el Elba al Oder y por el sur acabó incluyendo Lusacia. El obispo de Brandemburgo recibió ya en 948 la mitad de la fortaleza junto con la mitad de todas las aldeas pertenecientes a la misma, así como las ciudadelas de Pritzerbe y Ziesar. «Ciudadelas» (Burgwarde) eran las fortalezas menores, que desde mediado el siglo X se denominaron burgowarde, burgwardium o burgwardum y que se remontaban sin duda a modelos carolingios sobre el Saale. En el curso de la expansión otonianosálica por el este aseguraron militarmente el «ámbito de asentamiento» de Magdeburgo hasta el Havel poco más o menos, así como el territorio sorbio hasta el Elba, creando de ese modo un sistema estratégico al servicio del dominio y control del territorio conquistado. A una cabeza de distrito de tales ciudadelas pertenecían de diez a veinte aldeas, cuyos habitantes entonces y todavía en el siglo XI fueron casi exclusivamente eslavos, despojados por completo y forzados a la construcción de fortalezas, servicios de vigilancia y entrega de diezmos y tributos. Muchas de tales cabeceras de distrito tenían también una «ciudadelaiglesia» aunque no todas ni mucho menos, como pensaban los estudiosos antiguos.

En 955, el año de la gran batalla contra los húngaros, Hermann Billung marchó dos veces contra los levantiscos obodritas. Allí hasta los hijos de su hermano mayor Wichmann (el Viejo), los condes Wichmann el Joven y Ecberto (el Tuerto), parientes de la reina Matilde, habían amotinado a los príncipes obodritas Nakón y su hermano y corregente Stojgnef; personajes ambos por lo demás cristianos.

Aunque los eslavos por su parte estaban totalmente dispuestos a seguir pagando tributo y sólo querían no ser reducidos enteramente a la condición de siervos, Otón, «emprendedor como era» (Thietmar), también había invadido su país. Sólo dos meses después de su triunfo en el campo de Lech, y evidentemente fortalecido con tal victoria, les infligió una grave derrota el 16 de octubre de 955 junto al riachuelo Raxa, probablemente el Recknitz (en el Mecklenburg oriental), prolongándose la matanza de eslavos hasta bien entrada la noche. Y Otón —a quien el obispo Liutprando llama «santo» y «muy santo» y el teólogo Hauck califica de «una personalidad moralmente mucho más formada que su padre»— a la mañana siguiente, ante la cabeza izada del príncipe obodrita Stojgnef caído al frente de su ejército, hizo decapitar a 700 prisioneros de guerra. Al consejero de Stojgnef le sacaron los ojos y le cortaron la lengua y «después, cuando ya no podía valerse, lo dejaron en medio de los cadáveres» (Widukind). Y el ejecutor de Stojgnef recibió de Otón veinte fanegas de tierra como «recompensa».

Al igual que en la degollación de los treinta jefes eslavos por Gerón, tampoco aquí tiene Widukind una palabra de reproche. Y ya en los años 957. 958 y 960 desencadena Otón nuevas guerras contra los redarios y otras tribus eslavas del Elba. No se trataba de la victoria ni de la recaudación de tributos como en tiempos de Enrique I: se trataba de la aniquilación, de la incorporación de los territorios eslavos al imperio otomano. Se aplicó la guerra «total». Lo único que faltó fue la técnica, que se emplearía un milenio después[35].

En 965 murió Gerón. Dos años más tarde el duque Hermann combatía contra redarios y obodritas. Y después fue arrasado todo el reino obodrita de la naciente Marca de Billung y en lugar de los bosquecillos sagrados de los gentiles se alzaron los templos cristianos. Pues tras la muerte de Nakón, su hijo Mstivoj, con ayuda de Hermann Billung y después de la eliminación de la oposición pagana, permitió en Wagrien por los años 968-972 (sin que se sepa la fecha exacta) la fundación del obispado de Oldenburg (Aldinburg, en eslavo Starigard), que englobaba todas las tribus obodritas. Era una plaza fuerte desde largo tiempo atrás, la fortaleza principal de los wagrios eslavos, donde todavía en 967 consta la existencia de una estatua pagana, que probablemente destruyó el duque. El conjunto del territorio misional wendo de Hamburgo se extendía ahora desde la bahía de Kiel hasta la diócesis de Havelberg.

Por esa época, y muy pocos años antes de su muerte, el emperador Otón I, en un escrito de 1 de enero de 968, prohibe a los grandes sajones la paz con los derrotados redarios y exige la terminación de la lucha mediante el exterminio. «Deseamos además que si, como hemos oído, los redaños han sufrido una derrota tan grave, no obtengan paz alguna por vuestra parte, pues ya sabéis con cuánta frecuencia han quebrantado la lealtad y cuántas molestias han ocasionado. Por ello reconsideradlo con el duque Hermann y poned todas vuestras fuerzas a fin de que vuestra obra culmine con su destrucción (destructione). Si fuera necesario, Nos mismo marcharemos contra ellos…»[36]§

Favores sobre favores para la «capital del este alemán…»

Después de la coronación imperial de Otón se había fundado una serie de nuevos obispados, destacando sobre todo en 968 el arzobispado de Magdeburgo, al que el papa Juan VIII otorgó privilegios cual si se tratase de una especie de Roma del norte. El resultado de todos modos fue una poderosa ciudad industriosa y comercial. Como de ordinario, al sometimiento de los eslavos del Elba, los polacos y los bohemios siguió un comercio floreciente. Por lo que el emperador Otón no sólo hizo enviar oro y piedras preciosas a Magdeburgo sino también reliquias de santos. Y es que la santidad y el comercio van juntos. El comercio es santo y la santidad es asimismo comercio. La Iglesia obtuvo extensas posesiones territoriales, recaudó tributos elevados y por todos los rincones del país sometido levantó sus templos, y durante siglos fue el usufructuario principal a la vez que un apoyo importante del dominio alemán en los territorios conquistados a los eslavos del Elba.

Magdeburgo, de la que hay testimonios ya desde la época de Carlomagno que la presentan como fortaleza y emporio de comercio internacional; profundamente adentrada en territorio eslavo —lo que marca su eje de empuje—, estaba como protegida por la corriente y fue la ciudad preferida de Otón. Ya en 937, al poco del comienzo de su reinado, y un año después de que Matilde, su madre, fundase el monasterio femenino de San Servacio en Quedlinburg, había fundado el monasterio de Moritz, ocupado por «monjes de la reforma», y al mismo tiempo y muy cerca del mismo abrió un establecimiento comercial, en el cual se encontraban los mercaderes de las regiones al este del Elba.

En la fundación del monasterio estuvieron representados los dos arzobispos Federico de Maguncia y Adaldag de Hamburgo-Bremen, en tiempos canciller de Otón, así como ocho obispos (desde el de Augsburgo al de Utrecht). El rey convirtió al monasterio primero en avanzadilla y después en un centro de la misión eslava; lo dotó repetidas veces con donaciones generosas y le asignó numerosas aldeas, clientes, siervos, derechos de peaje, primero con todos los arbitrios devengados en Magdeburgo y más tarde con los derechos de proscripción, mercado y moneda, con los derechos de acuñación de otros lugares, con una serie de tributos como los de la plata y la miel, con diezmos, etcétera, con varias quintas reales y monasterios, como el de Hagenmünster en Maguncia y el femenino de Kesselheim en Maienfeld, e incluso con posesiones en Ostfalen (¡en 60 lugares de la Baja Sajonia!), en Turingia, en Hessen, en las comarcas de Harz, Nahe y Espira, en los Países Bajos… Se conservan no menos de 57 documentos de Otón I en favor del monasterio, 32 de ellos originales.

Incluso, aunque no de inmediato, se le dotó con suelo expoliado, con fortalezas, derechos de diezmo (Schartau, Grabow, Buckau) en los territorios de la derecha del Elba, es decir, en territorios eslavos; más aún, con todo el cantón eslavo de Neletici, al que pertenecían las importantes salinas de Halle. En el cantón de Moraciani, vecino a Magdeburgo, obtuvo 15 castillos y quintas. Allí y en otros cantones eslavos se sumó también el derecho de la tala de árboles, del engorde de los cerdos, y asimismo en Lusacia el diezmo de todos los impuestos e ingresos de la corona y de los condes. La fundación obtuvo la inmunidad, la protección del rey y pronto también la protección del papa.

Con razón pudo este declarar en 962 que Otón había fundado el monasterio «por causa de la nueva cristiandad». Como patrón de la casa nombró el fundador a su propio specialis patronus, el santo de la Iglesia Mauricio, debelador de los paganos; buena prueba de que «los guerreros debían preparar el camino a los misioneros» (Fleckenstein). Hacia 955 mandó iniciar la construcción de la catedral de Magdeburgo en sustitución de la primera iglesia, y la recubrió de mármol —llevado de Italia— oro y piedras preciosas. Y, «con la debida y profunda devoción» (Thietmar), con gran cantidad de reliquias auténticas y, sobre todo, falsas.

De primeras Otón sólo obtuvo para Magdeburgo los restos de un cierto Inocencio, uno de los supuestos 6600 o 6666 mártires tebanos. Uno era ciertamente muy poco entre tantos héroes. Pero Otón también pudo conseguir del rey borgoñón reliquias del jefe de la Legión Tebana de san Mauricio, patrón principal de la diócesis de Magdeburgo, probablemente sólo algunas porciones pequeñas dado el carácter precioso de las mismas. (Pero también Enrique II donó a la iglesia magdeburgense otros huesos del mismo Mauricio. Más aún, en 1220 Alberto, ordinario del lugar, obtuvo del conde Otón de Andechs el cráneo del santo, después de que mucho tiempo antes ya san Ulrico de Augsburgo comprase al abad de Reichenau reliquias de Mauricio.) Otón a su vez obtuvo más restos de mártires para la ciudad y finalmente hizo llenar de restos de santos los capiteles de las columnas de la nueva iglesia. Ningún otro lugar fue visitado tan a menudo por Otón, quien se detuvo 22 veces en Magdeburgo, ciudad a la que con un cierto punto de exageración se la ha llamado «capital del este alemán en la Alta Edad Media» (Brackmann).

Algunos años después de la fundación del arzobispado de Magdeburgo se creó el obispado de Praga. También allí el camino lo abrió Otón, y desde luego que asimismo con la espada.

Inmediatamente después de la muerte de Wenceslao y del rey Enrique (935-936), cuando Boleslao I combatía en Bohemia contra un (innominado) subregulus, Otón le envió a este sin tardanza el refuerzo de tropas sajonas y turingias, que marcharon por separado y a las que también por separado derrotó Boleslao. Asimismo pudo Boleslao eliminar a su rival bohemio, cuya fortaleza redujo «a escombros» en el primer asalto y que consiguió afianzar el propio dominio mediante barrios fortificados y prestaciones de servicio.

Pero el rey alemán desencadenó entonces una guerra de catorce años contra Bohemia, que sólo terminó en 950 con su total sometimiento. Para entonces Otón había vencido a los eslavos septentrionales y con el beneplácito papal había asegurado en 948 su soberanía con la fundación de los tres obispados eslavos de Brandemburgo. Havelberg y Oldenburg (?). obligando por doquier a la población al pago de los aborrecidos diezmos. En 950 avanzó con un poderoso ejército hasta el corazón de Bohemia y —según la fórmula de investigadores serios— «restableció la vinculación de Bohemia con el imperio». También se la designa de forma análoga como «la incorporación de los territorios periféricos a la unión imperial». Lo principal es que sobre el papel todo esto ocurrió con el menor derramamiento posible de sangre… Cuanto más sucia es la historia tanto más limpio ha de ser el trabajo de la historiografía, pagada también por el Estado. De quién me como yo el pan… una cooperación de antigüedad venerable[37].

Con la guerra había vencido Otón I a los «bárbaros» de Bohemia, y con la guerra marchó también contra Polonia, que limitaba al noreste.

Polonia confía las ovejas al lobo

Así como el imperio ruso fue fundado por el vikingo Riurik (en escandinavo Hrorikr), un sueco, en Alt-Ladoga o (y) Novgorod, así también parece que el normando Dago. probablemente un danés, fundó Polonia hacia 960 con la capital Posen sobre el Warthe. El nombre de Polen, Poloni, Polonia, Polska (que en polaco significa campo, llanura, indicando la tierra llana de cultivo en los claros del bosque, el país de la llanura) sólo se generalizó desde aproximadamente finales del primer milenio. Y según la tradición polaca (de comienzos del siglo XII) el normando Dago se identifica con Mieszko I (hacia 960-992) y era el cuarto descendiente de un cierto Piast, el antepasado de los Piastos (en polaco Piastowie), un linaje que en Polonia gobernó hasta 1370, en Masovia hasta 1526 y en Silesia hasta 1675. Tal vez, como hoy se cree, Mieszko tuvo dos nombres, uno nativo y otro extranjero. Y se discute si los eslavos polacos y pomeranios (de pomorje = junto al mar), establecidos entre el Oder y el Weichsel y combatiéndose en continuas luchas fronterizas, permanecieron ya allí a lo largo de todo el milenio antes de las denominadas épocas de transición y a pesar de los movimientos de pueblos —siendo esta la tesis de la mayor parte de los investigadores polacos—, o si se trataba no precisamente de una población autóctona sino de inmigrantes, como piensan especialmente los eruditos alemanes.

Como quiera que sea, el tal Dago o Mieszko (a quien sus súbditos polacos llamaban Mescho mientras que las fuentes latinas le designan Misaca o Miseco) es históricamente el primer príncipe de los polacos. Y notable fue la grandeza del nuevo Estado eslavo occidental; de sus diferentes tribus polacas la que dio nombre a Polonia (en polaco Polanie, en latín Poloni, Poliani) aparece por vez primera en 1015 en los Anales de Hildesheim. Se extendía desde el Oder hasta la frontera rusa y por el norte hasta el mar. Incluía también tierras fronterizas (que se perdieron en el siglo XI), como Moravia. Lusacia, la posterior Ruteniaen en el Bug y el San superiores, y fue gobernado enérgicamente por Mieszko.

Los polacos se expandieron desde Gnesen, por el norte superaron el Warthe y por el sur el Oder; pero cayeron bajo la presión del margrave Gerón y acabaron dependiendo del vecino alemán. Ya en 963 el jefe de la Marca Sorbia, esta vez aliado con los redarios, avanzó sobre Lusacia con dos columnas del ejército y contra el nuevo reino. Mieszko I, al igual que sus súbditos todavía paganos, era un objetivo atrayente para la «misión», sobre todo cuando en la Marca Septentrional de Gerón existían ya desde 948 los obispados de Brandemburgo y Havelberg. Mieszko sufrió dos graves derrotas «con enorme violencia» (Widukind) entre el Oder y la margen derecha del Warthe, su hermano fue asesinado, el país saqueado y él mismo se vio forzado a pagar tributo y a reconocer la soberanía germana. Widukind habla de «suprema servidumbre» (ultimam servitutem). El curso de la historia polaca quedó así marcado durante décadas[38].

Muy probablemente Boleslao I de Bohemia avanzó a la vez que Gerón sobre el flanco sur de Polonia y se adueñó de Cracovia. Pero en 965 (o 966) Mieszko casó con una hija de Boleslao, la cristiana Dobrawa (Dubravka), y el año siguiente fue una fecha importante pues se hizo romanocatólico. Siguieron los misioneros checos, que pronto hicieron pie y en la primera fase de evangelización de Polonia probablemente también trabaron allí clérigos bávaros. Porque cuando Mieszko se hizo bautizar obligó también a su pueblo a hacerlo, y esta «revolución desde arriba» se repitió dos décadas después en la cristianización de Rusia. La fábula del portero del cielo ejerció también en el este su efecto mágico. Un año después de la muerte del matarife y peregrino romano Gerón (20 de mayo de 965) Polonia se hizo cristiana bajo el patrocinio de san Pedro. Mieszko I la puso bajo la «protección» del papa y difícilmente habrá un país al que los papas hayan traicionado tan de continuo y tan sin escrúpulos como la Polonia que desde hace un milenio les ha estado sumisa de forma inquebrantable.

Ya en 968 se fundó un obispado en Posen, siendo su primer obispo el alemán Jordan, al que sucedió otro alemán: Unger. Y Mieszko, que en contra de la prescripción eclesiástica tras la muerte de su primera mujer (977) desposó a la monja Oda del monasterio de Calbe, hija del margrave Thiedrich de la Marca del Norte, se convirtió entonces en paladín del cristianismo en el frente septentrional, pagano gozando en sus ofensivas contra los gentiles de la fervorosa asistencia de los cristianos de Bohemia[39].

Pero en los planes misionales de Otón I entraba también Rusia, aunque el empeño fue vano.

Santa Olga (fallecida en 969)

El reino de Kiev (907-1169), denominado progresivamente desde finales del siglo X como el reino de «Rus» (un nombre que apunta al territorio de Roden, hoy Roslag, en la Suecia central) fue la primera institución soberana entre el Bático y el mar Negro y una creación de los vikingos suecos (que se denominaban varegos) y, de manera más precisa, una obra de la dinastía vikinga de los Riuríkidas (que sólo desapareció en 1598) con sus seguidores normandos. El nuevo «Estado», el primero ruso, tuvo en consecuencia un origen sueco y debió su prosperidad sobre todo al comercio con Bizancio. Y más allá del comercio (no sólo con mercancías) se establecieron además lazos muy estrechos, como veremos enseguida.

Hacia 945 el príncipe Igor de Kiev fue derrotado por los drevlianos. La tribu eslava oriental, sujeta a tributo por el principado desde hacía medio siglo, había intentado ya repetidas veces sacudirse la pesada carga y con la muerte de Igor también había logrado una independencia transitoria. Mas cuando su viuda, la gran duquesa Olga (en escandinavo y en griego Helga), venerada como santa por la Iglesia ortodoxa (su fiesta es el 11 de julio), asumió hacia 945 la regencia en nombre de su hijo pequeño Sviatoslav, vengó con toda crueldad la muerte de su marido.

Según la «Crónica Nestor» (Povest vremennych, Relato de los años pasados) —un famoso monumento de la antigua cronística rusa, escrito a comienzos del siglo XII—, Olga mandó eliminar dos embajadas de los drevlianos, a cuyos «mejores hombres» la primera vez los hizo enterrar vivos y la segunda los hizo quemar y más tarde ordenó rematar a hachazos a 5000 personas beodas. Sin duda que esto es fabuloso y exagerado. Pero la princesa —que, como se cantaba en una canción antigua, precedía al país cristiano «como la aurora al sol, como el alba a la luz del día»— hacia el 950 había exterminado de hecho a una parte notable de la nobleza enemiga, había incendiado diversos burgos de los drevlianos, cuyo territorio acabó anexionándose, y en 955 o 957 se hizo bautizar en Kiev o en Constantinopla, en un acto de escasa o ninguna motivación religiosa, pero que debió de aumentar su prestigio político dentro y fuera de las fronteras.

Según Thietmar de Merseburg ya a comienzos del siglo XI Kiev tenía «más de 400 iglesias y ocho mercados» (mercatus). Fue la ciudad rusa más populosa de la Edad Media: en el siglo XIII con aproximadamente 40.000 habitantes antes del ciclón de los mongoles, que avanzaban con la conciencia de ser emisarios de Dios, y después con unos 2000.

Cuando en 957 santa Olga viajó a la ciudad imperial del Bósforo, no sólo llevaba un sacerdote en su séquito sino también muchos mercaderes, lo que no deja de sorprender. Y dos años más tarde aprovechó el cambio de emperador en Bizancio, tras la muerte de Constantino VII Porphyrogennetos, tan relevante en la historia de la cultura como de la Iglesia, para establecer un contacto directo con el oeste. El año 959 solicitó del rey Otón I sacerdotes ¡y sobre todo relaciones comerciales!

Pero el monje Libucio de Maguncia, consagrado rápidamente como obispo misionero, murió antes de emprender el viaje. Y el que entonces envió Otón a Kiev para «obispo de los rusos» —el cual había sido primero monje en Tréveris, después abad de Weissenburg y finalmente, en 968, el primer arzobispo de Magdeburgo— regresó fracasado en 962 y, no sin suerte después de todo, habiendo sido expulsado por cristianos hostiles o por una reacción pagana; en el trayecto cayeron varios viajeros. Olga a su vez había relevado a su hijo Sviatoslav, un temerario espadón pagano, y después llamó a Rusia —con una decisión de importancia para la historia universal— no a misioneros occidentales sino bizantinos. Bajo Vladimir de Kiev y con su bautismo en 888-889 se dio el giro definitivo hacia el círculo cultural bizantino, al que en definitiva volverá la aspiración de Moscú a convertirse en «la tercera Roma»[40].

San Vladimir, «el grande e igual a los apóstoles»

El nieto de santa Olga, Vladimir el Santo (980-1015) —como a santo se le venera en la Iglesia ortodoxa de Rus desde el siglo XIII—, empezó por disputar el trono y la soberanía a su hermano Jaropolk luchando con tropas varegas reclutadas en Suecia, según testimonio de sus coetáneos. Para ello exterminó a la familia escandinava que reinaba en Polozk, sobre el Duina, y a Rogneda, la hija superviviente, la obligó por la fuerza a casarse con él; lo que revela un sentido muy fino. Después logró con artimañas adueñarse de Kiev e hizo matar a su hermano Jaropolk. Y cuando sus secuaces del norte quisieron que se les pagase, parece ser, según una fuente antigua, que los encaminó hacia la rica Bizancio no sin antes haber avisado al emperador.

El santo encadenó guerra tras guerra y extorsionó a todos los pueblos sometidos con tributos insoportables. En 981-982 sometió a los wiatitas, en 984 a los radimitas y en el ínterin, en 983, atacó a los jadwigos (o sudauos), un pueblo báltico en el territorio de población prusiana. Ocupó un territorio, que en el siglo XIII la Orden Teutónica convirtió en «el gran desierto», en el que hasta los jadwigos desaparecieron de la historia.

Algunos años después de su ataque al oeste, donde Vladimir además de atacar a Polonia sometió ya a su dominio las fortalezas servénicas entre el alto San y el Bug superior, salvó en el sur al emperador Basileios II (Bulgaroktónos, «el matador de búlgaros», 976-1025) de una gran calamidad interna. En medio de la lucha que enfrentaba a las familias de los magnates y que duraba ya muchos años Vladimir envió una tropa de mercenarios, la druzina varegorusa, que inclinó la victoria del lado de Basileios.

Pero la acción del santo llegó más lejos: dicha victoria permitió indirectamente al emperador su triunfo más grande. En 1014, al término de la guerra singularmente brutal contra los búlgaros, que se prolongó quince años, la Majestad cristiana hizo sacar los ojos en Strymontal se supone que a 14.000 soldados —solo uno de cada cien conservó un ojo— ¡para después devolver a los ciegos al zar búlgaro Samuel!

Por lo demás Vladimir el Santo solicitó para su protección contra los enemigos del emperador en Bizancio la mano de la nobilísima («nacida entre la púrpura») princesa Ana, hermana del emperador. Y como la corte vacilase en cumplir la promesa en favor del «príncipe bárbaro», en abril de 988 emprendió una campaña contra el Quersoneso, la colonia bizantina más importante en la ribera septentrional del mar Negro (enteramente destruida poco después de 1500 y hoy puro desierto). Se apoderó de la ciudad gracias a la traición del sacerdote Anastasio, a quien recompensó haciéndole prelado de la Iglesia de Kiev y obtuvo también entonces la mano de la princesa bizantina «nacida en Porphyra (el palacio imperial)»; lo que ni siquiera Otón «el Grande» había conseguido para su hijo y coemperador.

Cierto que también la nacida entre la púrpura reclamó su precio.

Y Vladimir de Kiev —según el manual católico de historia de la Iglesia— «hubo a cambio de hacerse bautizar» y después obligó al pueblo de Kiev, que lamentaba la pérdida de sus dioses —una vez más la «típica “revolución desde arriba”» (Hosch)—, a bautizarse masivamente en el Dniéper, quizá en el verano de 988.

¡No se hace uno santo en vano, ni en la Iglesia romana ni en la Iglesia ortodoxa!

Así, el primer gran príncipe de Rusia, en cuya historia resplandece con el sobrenombre de «el Grande e igual a los apóstoles», es venerado también en la Iglesia griegaunida, ¡y ciertamente que con el beneplácito de la sede papal!

Finalmente Vladimir destacó de múltiples modos: por la traición y el asesinato, por el fratricidio, por numerosas y sangrientas expediciones de conquista y de esclavizamientos, por la construcción de iglesias, burgos y fortalezas según las últimas técnicas bélicas y también por la destrucción de todos los ídolos y templos paganos de su reino.

En efecto, inmediatamente después de su vuelta del Quersoneso había declarado la guerra al paganismo, que a los comienzos de su reinado todavía cultivaba celosamente incluso según parece con sacrificios humanos, como la muerte sacrificial de un joven varego cristiano. Así, la imagen del dios Perun, la más eminente de las divinidades rusas y polacas a la vez que el señor de todo el mundo, cuyo culto principal se celebraba en Kiev con el fuego perpetuo que ardía ante él, era la que pocos años antes el propio Vladimir había tributado nuevos honores y que ahora fue atada a la cola de un caballo, arrastrada y arrojada al Dniéper. Destruyó también los demás ídolos y poco a poco asoló los lugares sagrados de los antiguos fieles a lo largo y ancho de Rusia a la vez que los reemplazaba por iglesias.

¿Qué ocurrió allí para que el santo, el grande e igual a los apóstoles, fuese siempre una sátiro rijoso?

Realmente Vladimir, que residía en un palacio en el que se supone que vivían al menos setecientas personas, debió de haber sido antes de su conversión un libertino obsesionado por las mujeres. Tal es la presentación que hace la «Chronica Nestor», redactada varias veces y enormemente tendenciosa. En ella se dice que «fue insaciable en el placer, haciendo que le llevasen mujeres y doncellas para deshonrarlas, pues era un enamorado del sexo femenino como Salomón». Además de las cinco mujeres legítimas parece que en Wyschegorod, Bielgorod y Berestov tuvo varios harenes con un total de ochocientas concubinas de todos los pueblos vecinos… Un catador fino y masivo, que «siguió practicando la poligamia incluso después del bautismo» (Wetzer/Welte); un «libertino», de quien el obispo Thietmar de Merseburg afirma: «Para excitar aún más su innata disposición al pecado, el rey llevaba una faja estimulante ceñida a los riñones». Y después de haber llevado una larga vida de santidad, en 1015 fue enterrado al lado de su esposa Ana, la nacida entre la púrpura, en medio de la iglesia de la Madre de Dios de Kiev, construida por él mismo y que más tarde se llamó desjatinnaja cerkov’, la «iglesia décima»[41].

A la muerte de Vladimir, el 15 de julio de 1015, de nuevo estallaron las luchas por la sucesión, en las que pronto murieron sus hijos menores Boris y Gleb (que fueron canonizados en 1072). La tradición hagiográfica atribuye la acción sangrienta a su hermano mayor, el heredero al trono Sviatopolk: «Como autor del asesinato de ambos entra también en cuenta el triunfador de los enfrentamientos, Jaroslav I» (A. Poppe); es decir, «el Sabio», otro hijo de Vladimir el Santo, muy querido entre el clero por sus grandes actividades en política eclesiástica. Jaroslav, por lo demás, no logró imponerse hasta 1036, tras dos décadas de continuas disputas con sus parientes.

Y después de su desaparición (1054) sus hijos y nietos de nuevo se enzarzaron en luchas por el poder. Las guerras fratricidas nunca cesaron. Y esto pese al juramento que ligaba a los príncipes pactantes, reforzado aún más por la ceremonia eclesiástica del beso de la cruz. En los 170 años después de la muerte de Jaroslav el Sabio se contaron no menos de 83 guerras civiles y 62 guerras con otros pueblos, llevadas a cabo por el reino de Kiev.

La semilla cristiana floreció cada vez más vigorosa.

Mas, para decirlo con el obispo Thietmar, «quia nunc paululum declinavi, redeam… como me he desviado un poco, volveré ahora al asunto»[42].

Ya antes de su desgraciado intermezzo en Kiev, Otón había sometido los obispados jutlándicos de Schleswig, Ribe y Aarhus al arzobipo Adaldag de Hamburgo-Bremen, sucesor de Unni. Todo ello ocurría en Dinamarca, donde el rey Haroldo Dienteazul todavía era pagano, donde actuaba el margrave Hermann Billung y donde las luchas fronterizas eran frecuentes. Otón pretendía fortalecer así la influencia alemana en el norte y dar un impulso enérgico a la expansión del dominio eclesiástico.

Los esfuerzos «misioneros» por aquellas regiones celestiales volvieron ciertamente a potenciarse mucho más.

Política escandinava: ¿Guerra y negocio por amor de Dios?

En el marco de la política carolingia sobre Escandinavia dos habían sido en los comienzos los anunciadores de la salvación, que desplegaron una actividad destacada.

El año 823 apareció en escena el verdadero iniciador de la buena nueva entre los daneses: el arzobispo Ebón de Reims, nombrado por el papa Pascual I legado del norte. Se trataba de un afortunado oportunista, que repetidas veces había cambiado de frente político en la mejor tradición clerizonte y que además había falsificado en su favor un escrito papal.

Tres años después el rey danés Haroldo Klak se hizo bautizar con su séquito en el palacio de Luis el Piadoso en Ingelheim para obtener la protección del emperador. En su viaje de regreso a Dinamarca se llevó consigo al monje y misionero Ansgar, que habiendo quedado huérfano muy pronto había sido acogido en el monasterio de Corbie. El monje iba bien provisto «de altar portátil y de reliquias» (Walterscheid). Pero apenas se detuvo allí, sino que enseguida se estableció en el condado de Rüstingen en Frisonia que se le había conferido. Después, en 831, cuando en la dieta imperial de Diedenhofen fundó Luis el obispado de Hamburgo como diócesis misionera para daneses, suecos y eslavos del este, nombró obispo de la misma al monje Ansgar. En 831-832 el papa Gregorio IV —como su predecesor Pascual I hiciera con Ebón— le confirió la «jurisdicción misional» secundando entonces Ebón la labor de Ansgar. Pero a los pocos años el arzobipo Ebón —distinguido precisamente por el papa como legado con «autoridad» sobre el otro legado, el santo Ansgar— a menudo durmió en la cárcel y repetidas veces en las del monasterio de Fulda, de Lisieux y de Fleury. Cierto que en ese tiempo Ansgar fue arzobispo; pero la fuerza de choque del imperio franco se fue debilitando cada vez más, especialmente durante los últimos años de Luis.

En 845 los vikingos daneses habían asaltado Hamburgo, habían pegado fuego a la catedral, al monasterio (que en 964 serviría como prisión del papa Benedicto V), la biblioteca y buena parte de la ciudad y habían robado los tesoros de las iglesias. Pero Ansgar, el «apóstol de los vikingos» (Walterscheid), que apenas pudo escapar con algunas venerables reliquias, se consoló con Job: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó», y con la «piadosa matrona Ikia», que acogió al fugitivo en su finca. Fue nombrado obispo de la diócesis de Bremen (vacante desde 845), la nueva base misionera, pero sufragánea de Colonia, por lo que durante años se sucedieron las graves disputas con el arzobispo Günther (desde 850).

De Bremen surgieron algunos puntos de apoyo eclesiásticos, aunque muy modestos. Así, en Haithabu (Hedeby), un centro importante de exportación/importación en el norte de Schleswig-Holstein, donde el santo Ansgar —de quien Luis el Piadoso se sirvió repetidas veces como embajador— levantó con permiso del rey Horik I una iglesia, «que convirtió la plaza comercial en la meta preferida de los mercaderes cristianos…» (Radtke); en Ribe (Ripen), la ciudad más antigua de Dinamarca y (ya desde comienzos del siglo VIII) dedicada asimismo por entero al comercio y presumiblemente también a la acuñación de moneda; y quizá en Birka, rico centro comercial sueco, relativamente grande, que el rey visitaba a menudo, con extensas conexiones (por lo general relacionadas con mercancías de lujo, que ocupan poco espacio y proporcionan mucha ganancia) sobre todo con Europa occidental, aunque también con Rusia, Bizancio y el califato de Bagdad.

Significativamente todos importantes centros comerciales, porque tanto la guerra como el capital han estado estrechamente vinculados a la historia de la salvación… hasta hoy. «Por lo que hace a la posición de Birka es sintomático que la misión cristiana —siguiendo las principales rutas comerciales— se estableciese precisamente en el único asentamiento semiurbano y relativamente poblado de Suecia y que allí obtuviera unos primeros éxitos, aunque transitorios» (H. Ehrhardt).

Y sintomático también que los daneses, cuyo reino existía desde aproximadamente el 800 y que comprendía Jutlandía, las islas y tres regiones del sur de Suecia, no quisieran saber nada del cristianismo. Todavía dos décadas después del bautismo del rey Haroldo Klak, anno domini 847, sólo había en la propia diócesis de Ansgar cuatro baptisterios. ¡Y el santo arzobispo Ansgar hubo de comprar alumnos daneses para sus escuelas misionales! ¿Y por qué no? Ya dos siglos y medio antes el santo papa Gregorio I Magno, doctor de la Iglesia, había comprado muchachos esclavos para los monasterios romanos. La Europa cristiana también envió durante largo tiempo y sin escrúpulos esclavos a los países orientales. Junto al poder actúa a la vez el negocio, que es una parte del poder. ¿Y no aprovecha a la fe, a los creyentes, y no se actúa también y precisamente por amor de Dios[43]?

Al final la misión escandinava desapareció por completo. Se prohibió simplemente el paso al cristianismo. En toda Dinamarca no hubo ya ninguna iglesia; y en Suecia, donde la población expulsó ya mucho antes al obispo, durante años no hubo ningún clérigo cristiano. (Aunque en aquella época nunca había habido en Suecia más de un sacerdote.) Se pensó incluso —y no sólo una vez— en suprimir el arzobispado de Hamburgo.

Pero en el siglo X empezó de nuevo la predicación del cristianismo en el norte, interviniendo también misioneros ingleses. Curiosamente, sin embargo, sólo después de que de nuevo abriese brecha la espada. Incluso el Manual católico de Historia de la Iglesia reconoce: «La campaña victoriosa de Enrique I contra el rey Gnupa de Jutlandia meridional había abierto en 934 la puerta a los predicadores alemanes». El sometido Gnupa, rey de los vikingos de Haithabu, que poco después cayó combatiendo contra el rey pagano Gorm de Jutlandia, hubo entonces de «llevar el yugo de Cristo» (Thietmar) y pagar tributo, que era lo más importante. Y ya al año siguiente Unni, nombrado arzobispo de Hamburgo por Conrado, antecesor de Enrique, poco antes de su muerte en contra de la elección del clero, marchó a Dinamarca con el beneplácito del rey; pero en toda su vida pudo hacer cristiano a Gorm, que combatía contra los alemanes. Tuvo sí pequeños éxitos en las islas danesas antes de continuar viaje a Suecia, donde en septiembre de 936 murió en Birka, inmediatamente antes de su regreso a Hamburgo.

La predicación cristiana tal vez la toleró entonces en Dinamarca Gorm el Viejo, enemigo de los cristianos, que da nombre a la primera dinastía danesa fechable: la denominada dinastía Jelling, a la que pertenecieron los reyes siguientes hasta 1375. Y bajo su hijo Haroldo Dienteazul (Blatand), Gormsson (936 hacia 987) empieza la evangelización oficial de los daneses aproximadamente después de 960, cuando Haroldo se hizo bautizar, «con toda probabilidad por presión política del lado alemán» (Skovgaard-Petersen). El acontecimiento lo recuerdan algunos de los testimonios arqueológicos más notables de la Alta Edad Media danesa en Jelling (en la costa oriental de Jutlandia, cerca de Veile), y entre otros la «gran» piedra rúnica erigida por Haroldo Dienteazul. Además de una inscripción conmemorativa de su padre Gorm y de su madre Thorwi, contiene la autodenominación de Haroldo, «que ganó para sí toda Dinamarca y Noruega y que hizo cristianos a los daneses»[44].

Mucho más éxito que Unni tuvo su sucesor en Hamburgo, el arzobispo Adaldag (937-988).

El descendiente de una ilustre familia sajona, que empezó trabajando en la capilla de Enrique I y después como canciller de Otón I, estaba familiarizado con la vida cortesana, pero también como arzobispo siguió ejerciendo una fuerte influencia en la política imperial y eclesiástica otomana. Especialmente fomentó como ningún otro los planes de Otón en el norte. En 947-948 su obispado superó las fronteras alemanas con Dinamarca mediante la creación de las tres diócesis que le estuvieron sometidas, sitas en las ciudades portuarias de Haithabu (Schleswig), Ribe y Aarhus, y a las que el rey favoreció generosamente.

Por primera vez los arzobispos de Hamburgo tenían así sufragáneos. En este caso fue el papa Formoso el que en tiempos decidió que Bremen debía volver a la federación diocesana de la archidiócesis de Colonia, a la que antes había pertenecido. Llegaron con ello las reclamaciones del arzobispo Wicfrido de Colonia, que enseguida reivindicó Bremen. Pero el arzobispo Adaldag no quiso aceptarlo mediante el envío de sacerdotes y mediante la construcción de iglesias por parte de los celosos heraldos de la buena nueva en el norte. Y como apenas tenía escrúpulos, nombró abadesa por ejemplo a la hija del conde Enrique de Stade (abuelo del obispo Thietmar), una muchacha que apenas había cumplido los doce años. Asimismo, habiendo sido en tiempos redactor y escribano de documentos reales, fabricó también una serie de diplomas falsos… Y fue bendecido por el Señor. No sólo se sometió a su jurisdicción en 968 el obispado de Oldenburg en Holstein oriental, con lo que se inició el régimen eclesiástico planeado desde largo tiempo atrás para el territorio obodrita, sino que pudo también afianzar su posición gracias sobre todo a la independencia definitiva respecto del rival de Colonia. En resumidas cuentas el falsificador elevó «notablemente el prestigio del arzobispado durante su largo y eficaz gobierno» (Lexikon für Theologie und Kirche).

Las tres nuevas sedes episcopales del norte es verdad que se encontraban todas en territorio danés; pero no estaban muy alejadas del imperio. Y naturalmente sus titulares Hored, Liafdag y Reginbrand, sufragáneos de Adaldag, debieron de extender su influencia sobre todo en las islas, en Fünen, Seeland y Schonen (que desde hacía largo tiempo pertenecía a Dinamarca y que sólo en 1658 pasó a Suecia). Los nuevos obispos misioneros estaban expresamente obligados a trabajar para la conversión de los daneses insulares. Se trataba en efecto de una expansión, de una toma de posesión. En consecuencia aquellos prelados debieron de «aparecer a los ojos de sus diocesanos como avanzadillas enemigas en el propio país. Y eso es lo que sin duda tenían que ser según el plan de Otón» (A. Hauck)[45].

Los daneses se enardecieron por el cristianismo tan escasamente como los eslavos en el este. Al parecer se había logrado bastante cuando los particulares no consideraron el ídolo cristiano inferior a sus propios dioses. Pero incluso tales «éxitos» sólo se alcanzaron a la sombra de las espadas alemanas. Y cuando Haroldo Dienteazul aprovechó las feroces luchas por el poder, que estallaron en Noruega a la muerte del rey Haroldo el de la Hermosa Cabellera (hacia 930, fue el primer soberano único sobre toda Noruega), para organizar una expedición militar con la que puso a Noruega meridional bajo control danés. Y entonces entraron también en acción los «mensajeros de la fe» cristiana. Exactamente igual que había ocurrido tras la victoria del emperador Enrique I sobre los daneses en Dinamarca.

La actividad de los señores feudales eclesiásticos y de sus misioneros, su instalación primero en el país y después en las almas de los prepotentes, de los violentos, tuvo enorme importancia para la realeza. Siempre que Otón golpeó, siempre que emprendió una campaña contra daneses, eslavos y húngaros y se afianzó militarmente, siempre echó raíces mediante la Iglesia, siempre creó «en los territorios arrebatados a los mismos obispados y monasterios como puntos de apoyo de su poder» (Kosminski).

Así, en 948 surgieron en territorio danés los obispados de Schleswig, Ribe y Aarhus; ese mismo año, y antes de la evangelización de aquellos territorios, se crearon los obispados eslavos de Brandemburgo y Havelberg, que obtuvo el arzobispo de Maguncia, así como el de Oldenburg, que quedó sujeto al arzobispo Adaldag de Hamburgo-Bremen. Con la fundación del arzobispado de Magdeburgo en 968 se crearon las diócesis de Merseburg, Zeitz y Misnia, y finalmente en 973, año de la muerte de Otón, el obispado de Praga.

Primero el puñetazo militar, después la misión y finalmente la «anexión» estatal. El manifiesto objetivo final de Otón «el Grande» respecto de todos los territorios conquistados era «incorporarlos al imperio alemán, primero en el plano eclesiástico y después en el político, como había sido ya la práctica carolingia» (Brackmann). Pero fue precisamente la estrecha colaboración con el clero, el compadreo de trono y altar en el negocio tan ordinario como sangriento del saqueo, lo que dio a los ataques y abusos otonianos el viso de lo numinoso, la consagración superior, la complacencia divina. O, según se escribe con labia experta, la «misión como elemento» de esa política, la propagación de la fe entre los paganos, el «deber más sublime del emperador», podía «sublimar aún más el prestigio de Otón y su posición de aspirante al cesarismo» (Hlawitschka)[46].

Sublimar… Y la aspiración de Otón a lo más alto en el ámbito civil necesitaba naturalmente de lo más alto en el ámbito clerical, de lo más augusto, de lo más sublime, del papado de Roma.

Se anuncia la «edad tenebrosa»

¡Como si en su conjunto y aisladamente no hubiera habido edades tenebrosas! Al menos también tenebrosas. Sobre todo tenebrosas. Pero especialmente la época desde finales del siglo IX hasta mediados del siglo XI ha venido en llamarse «saeculum obscurum».

Sin embargo, otras épocas —y nunca insistiremos lo bastante en ello—, en las que Roma fue incomparablemente más poderosa y por lo mismo incomparablemente más peligrosa, fueron de hecho mucho más tenebrosas para muchos pueblos. Tales fueron, por ejemplo, la época de las cruzadas y el propio siglo XX en el que el papado fue el corresponsable de dos guerras mundiales que fomentó intensamente al igual que las formas de actuación fascista en su conjunto. (También habría que recordar aquí su asistencia en la guerra del Vietnam, su caldeamiento del conflicto balcánico, y no sólo del más reciente. Precisamente ahora, cuando escribo esto, aparece un diario alemán con grandes titulares: «El Papa llama a la guerra».)

Pero Franzen, historiador católico de la Iglesia, sugiere que ¡sólo la nobleza fue la causante de aquella tenebrosa época medieval! «Únicamente a ella corresponde la responsabilidad de la triste situación, porque el papa estuvo indefenso en sus manos desde que no hubo emperador.»

La nobleza como el chivo expiatorio, y una vez más el papado se salva. Así aparece en una historia de la Iglesia de la Editorial Herder, que «tiene por entero en cuenta e incorpora los conocimientos más recientes de la investigación científica, los cuales han cambiado en parte de manera muy notable la conciencia histórica y teológica de nuestro tiempo…». ¿Los conocimientos más recientes? Esencialmente son siempre los mismos pobres y viejos subterfugios apologéticos. Se trataba además de un papado que, como Franzen lamenta, «se había hundido y reducido a un obispado territorial ordinario», a priori mucho más inofensivo que uno de importancia universal.

El pobre papado. Inocente como siempre. Simple víctima de la «nobleza salvaje y ambiciosa» (aunque se trataba de una nobleza cristiana por entero y por entero romanocatólica) «desde que ya no había emperador…». ¿Quiere, pues, decirse que los soberanos del «saeculum obscurum», los Otones y Salios, no eran emperadores? ¿No gobernaba un santo que se llamaba Enrique II? (El cual por cierto guerreó tres veces contra la ya buena católica Polonia ¡y combatiendo además en el bando de los liutizos paganos!) El papado «indefenso en sus manos…». ¿Y cuando ya no estuvo indefenso y se convirtió en una potencia mundana «universal» y fuerte, cada vez más fuerte? Entonces luchó contra los emperadores por el dominio del mundo, haciéndose cien veces más peligrosa y mortífera. Y desde luego «mortífera», no porque algunos de sus representantes se matasen entre sí, ¡mortífera porque hizo aniquilar a pueblos enteros! Como cuando se gritaba «¡Dios lo quiere!», en la Edad Media, en 1914, en 1941. Y desde entonces una y otra vez[47].

Pero ¿qué ocurría en Roma en tiempo de los Carolingios, los Otones y los Salios?

La turbulencia de aquellos años y la anarquía de las disputas partidistas internas permiten entender la falta de documentos. Es mucho lo que ignoramos de no pocos papas. De algunos todavía no nos consta hoy si fueron legítimos o no. A varios de ellos se les tiene hoy por antipapas, aunque pasan generalmente por legítimos. El monje romano Felipe renunció el mismo día de su elección, el 31 de julio de 768, y voluntariamente regresó al monasterio. El diácono Juan gobernó justo una hora en enero de 844. León VIII gobernó desde 963 hasta 965; pero de mayo a junio del 964 también gobernó Benedicto V, y ambos pasan por legítimos. Por otra parte, al papa Cristóforo, que el año 903 metió en la cárcel y torturó a su inmediato predecesor, León V, tras sólo treinta días de pontificado, hoy ya no se le tiene por papa legítimo aunque así se le consideró durante toda la Edad Media. Por lo demás también el papa Cristóforo pronto dio con sus huesos en la mazmorra, donde su sucesor el papa Sergio III lo estranguló al igual que a su predecesor León V[48]

No pocos papas pasaron por la cárcel de forma transitoria o duradera. Así Esteban VI, que fue estrangulado en ella en 897; Juan X, que en 929 fue asfixiado con un cojín en el calabozo de la fortaleza del Ángel; Benedicto VI, a quien su sucesor, el papa Bonifacio VII, hizo ahorcar allí en 974 por mano del sacerdote Esteban; Juan XIV, que en el mismo Castel Sant’Angelo murió de hambre o envenenado; y Esteban VIII, que horriblemente mutilado sucumbió en la cárcel a sus lesiones en 942. Y entre rejas estuvieron también los papas Benedicto III (m. 858), Juan XI (m. 936) y Benedicto X (m. después de 1073).

En un monasterio encerraron a Constantino II, a quien sacaron los ojos, a Benedicto X, a Cristóforo y a Juan XVI Philagathós, al que asimismo cegaron mutilándole brutalmente nariz, lengua, labios y manos y después lo llevaron por las calles de Roma en una procesión burlesca.

Benedicto V fue desterrado a Hamburgo, donde murió poco después, y Gregorio VI a Colonia, donde también él murió pronto.

¡Y con cuánta frecuencia no se excomulgaron unos a otros! El papa Juan XII excomulgó en 964 a León VIII, que había escapado; el año 974 lo hizo Benedicto VII con el fugitivo Bonifacio VIL El episcopado del imperio anatematizó a Juan XVI y el sínodo de Sulri hizo lo mismo en 1059 con Benedicto X. Los papas Alejandro II y Honorio II se excomulgaron recíprocamente y León IX excomulgó a Benedicto IX (era sobrino de dos papas anteriores y fue el único papa que de facto ejerció sucesivamente tres veces el sagrado ministerio). Y Benedicto IX excomulgó a su vez a Silvestre III, al que expulsó ignominiosamente de Roma, como antes había sido expulsado él mismo. De todo lo cual cabría suponer en el Espíritu Santo una personalidad bastante confusa[49].

El papa Sergio III, asesino de dos papas

Benedicto IV había fallecido en el verano de 903. Según conjeturas, que por lo demás no se apoyan en ninguna de las fuentes coetáneas, lo hizo eliminar Berengario I, rey de Italia. Sus dos sucesores apenas le sobrevivieron unos meses. El papa León V, que sólo reinó en agosto de 903, fue encerrado en la cárcel por su sucesor, el cardenal Cristóforo. Pero el propio Cristóforo (903-904) sólo pudo ocupar la santa sede hasta el año siguiente. Entonces lo suplantó Sergio III (904-911), un aristócrata romano que antes había sido antipapa contra Juan IX y que poco después de haber tomado posesión del cargo en Letrán fue depuesto, condenado y desterrado por Juan. Con el apoyo del partido de los antiformosianos y del duque Alberico I de Spoleto, Sergio avanzó sobre Roma con una banda armada, se hizo nombrar papa, mandó poner entre rejas a Cristóforo en un calabozo monacal así como a la propia víctima de este, León V. Con todo lo cual en sólo ocho años habían desaparecido ocho papas de la escena sagrada.

Después de haber expulsado o eliminado a los cardenales que le eran hostiles, Sergio consiguió por fin, tras siete años de destierro, el objetivo tan largamente perseguido y de inmediato hizo estrangular en la cárcel a sus dos predecesores, León V y Cristóforo, supuestamente por compasión. Mas pese a sus sentimientos de pesar hacia sus colegas fallecidos Sergio no careció de energía y durante siete años ocupó la silla bien caliente.

También gustó este papa de la exactitud burocrática, exigiendo que todo se hiciese con orden. Y así dató su pontificado según un primer período ministerial aunque corto, que apenas si consistió en algo más que su entrada en Letrán en diciembre de 897. De allí volvieron a expulsarlo las hordas del sucesor Juan IX. Como amigo del profanador de cadáveres Esteban VI, volvió a condenar entonces al difunto Formoso, declaró inválidas y nulas todas sus ordenaciones y consagraciones —y Formoso había consagrado a muchos obispos que a su vez habían ordenado a muchos sacerdotes—, privó a sus secuaces de sus cargos y amenazó a sus opositores con enviarlos al destierro en naves ya preparadas al efecto y con la muerte. Sólo unos pocos se opusieron a su gobierno violento, sobre todo cuando la nobleza se puso de su lado. En cambio también otorgó las mejores prebendas a sus partidarios, los caudillos de la aristocracia romana.

A las monjas del monasterio Corsarum, a las que donó muchas posesiones territoriales, el asesino de dos papas les mandó cantar a diario cien Kyrieleison por su alma. ¡Y qué provechosa es esta religión! El asesino especializado se erigió un monumento con la reconstrucción de la basílica de Letrán, que en 897 por inescrutable designio divino fue reducida a escombros por un terremoto. Y aproximadamente cuatro siglos después el Dios soberano permitió que fuera pasto de las llamas el monumento reconstruido, en el que por mucho tiempo se enterró a casi todos los papas, y no en San Pedro.

Modestamente el papa Sergio se inmortalizó en monedas. Cierto que también otros santos padres acuñaron tales monedas, pero Sergio fue el primer papa desde Adriano I (772-795) que lo hizo con su propia efigie. Había eliminado a dos papas, pero su lápida sepulcral de San Pedro alababa y exaltaba su guerra implacable contra los «lobos», que durante siete años lo tuvieron alejado de su legítimo trono[50].

También es digna de atención la intervención de Sergio en la denominada controversia de la tetragamia.

Dicha controversia, que provocó amplia irritación, se refería a los cuatro matrimonios del emperador León VI el Sabio (886-912). El discípulo del famoso patriarca Focio (al que, debido a su antipatía personal, poco después de ocupar el trono sustituyó por el propio hermano menor, Esteban) había pasado en la cárcel los años anteriores (883-886) por causa de una conspiración contra su padre, Basileios I. (De tales situaciones conocemos también bastantes en la historia de las casas gobernantes cristianas de Occidente.)

Sin embargo, este no fue el único problema del bizantino que gobernaba desde 886 y que era suegro del emperador Luis el Ciego, a quien Berengario había hecho sacar los ojos en Verona. Tales cosas apenas molestaban a León. Los que sí le atormentaban eran sus matrimonios. Con tres esposas no había logrado ningún descendiente. El derecho matrimonial bizantino prohibía ya una tercera esposa; pero el patriarca Antonios Kauleas (893-901) dispensó una vez más al gobernante. Sin embargo, la emperatriz Eudokia Baiana moría de parto con su hijo recién nacido en 901. Más tarde el monarca engendró un vástago, Constantino VII, en su concubina Zoé Karbonopsina y a comienzos de 906 declaró a la madre del niño su cuarta esposa en contra de la ley que él mismo había decretado y que prohibía el tercer matrimonio.

León el Sabio se hizo famoso por haber dado cima a la labor de codificación jurídica iniciada por su padre, una magna obra en sesenta volúmenes que suplantó la llevada a cabo por Justiniano, y por ser autor de un manual jurídico práctico además de haber escrito canciones litúrgicas, sermones y estudios estratégicos. Todo lo cual encajaba maravillosamente a la vez que buscaba su afianzamiento, si no jurídico sí al menos eclesiástico. Cierto que su nuevo patriarca, antiguo «compañero de estudios» y secretario privado, Nikolaos I Mystikós (901-907, 912-925), había protestado abiertamente, había lanzado la excomunión contra el emperador y había denegado el reconocimiento de Constantino como heredero legítimo. Pero el papa Sergio, que personalmente era muy libertino con las mujeres —como lo demuestra, por ejemplo, el que con 45 años le hiciera a Marozia, de 15, un hijo, el cual con el tiempo sería papa y ocuparía la silla de San Pedro con el nombre de Juan XI—, otorgó la dispensa matrimonial al soberano que ya había sido excluido de la asistencia al culto divino, mientras que el patriarca Nikolaos hubo de sufrir un destierro de años en su monasterio de Galakrenai[51].

Aparición del «gobierno romano de rameras»; el papa Juan X en el lecho y en el campo de batalla

Durante más de un siglo, y por obra del santo padre Sergio III, el doble asesino, fue determinante el linaje de un cierto Teofilacto, probablemente emparentado con él y que se hizo con el poder en Roma. Dentro de dicho clan figuraron algunas damas ambiciosas y de vida airada y licenciosa. La etiqueta de «gobierno romano de rameras» o «pornocracia» se le puso a este período de los representantes de Cristo a partir del teólogo protestante Valentín Ernst Loescher (editor de la revista teológica Unschuldige Nachrichten von alten und neuen theologischen Sachen: 17011720). Pero la prostitución, que en sí no es un rasgo tan malo, continuó floreciendo a través de todos los tiempos, tanto entre el clero católico en general como en Roma, donde está lo más santo.

Teofilacto (fallecido a comienzos de la década de 920), miembro de la alta nobleza romana, cónsul, senador, magister militum, no sólo estuvo al frente de la administración municipal romana, sino que se encaramó a la dirección de las finanzas papales, convirtiéndose en el jefe supremo de la administración de la Iglesia.

Su mujer, la ambiciosa, enérgica y bella Teodora la Vieja —«la ramera desvergonzada», como le llama el obispo Liutprando de Cremona en su vergonzosa «Antapodosis», a menudo mordaz, irónica y abigarrada, pero que no deja de ser la obra histórica más importante de su época— se dio el título de «senatrix» y fue madre de dos hijas: Teodora la Joven y Marozia, «todavía más fervorosas en el servicio de Venus», y se acostó con el futuro papa Juan X. (Franz Xaver Seppelt, historiador católico de los papas, no querría creerlo, aunque bien pudiera ser «que el nuevo papa no tuviese precisamente una manera cristiana de pensar y que su vida no respondiese a las exigencias de la ley moral y de su alto ministerio».)

Marozia (diminutivo de María: Mariuccia, Maruja), la hija no menos seductora de Teodora, y esposa en un primer matrimonio del duque Alberico I, que a la muerte del emperador Lamberto se había apoderado de Spoleto, tuvo sin embargo relaciones con el papa Sergio III, quizá tío suyo, si hemos de creer al obispo Liutprando y al libro oficioso de los papas (incluso Seppelt lo tiene esta vez por «muy probable»). De tales tratos entre ambos nació el papa Juan XI (931-935). El teólogo inglés de Rosa asegura que «el papa Sergio la había seducido la primera vez en el palacio de Letrán». Pero situaciones muy parecidas, que en Roma «persistieron durante casi siglo y medio» (Halphen), también se dieron en otras sedes episcopales[52].

Después que el papa Lando (913-914), hijo del rico príncipe longo-bardo Taino y una marioneta de Teodora la Vieja (fallecida después de 916), había convertido —supuestamente de forma violenta y sin mediar de hecho consagración alguna— a su protegido Juan de obispo de Bolonia en arzobispo de Ravenna durante nueve años (905-914), parece que Juan —«sin duda una fuerte personalidad» (Handbuch der Kirchengeschichte)— pasó más tiempo en el lecho de Teodora que en la iglesia de Ravenna. Quizá no fueron más que rumores, y rumores sobre todo de clerizontes. Pero el obispo Liutprando describe con trazos bastante sorprendentes el ascenso del futuro papa Juan: como los deberes eclesiásticos lo llamaban repetidamente a Roma y como Teodora, la «muy desvergonzada ramera viviera inflamada por el ardor de Venus (Veneris calore succensa)», se había enamorado de la bella estampa del sacerdote, «no sólo quiso fornicar con él, sino que después le obligó a repetirlo de continuo…». Naturalmente los tiempos de espera, por mucho que pudieran acelerarse, resultaban largos y enojosos, especialmente para la hambrienta Teodora. Y así, es realmente asombrosa la rapidez con que ahora se suceden los príncipes de la Iglesia y van dejando su asiento libre a Juan, que cada vez sube más y sobre todo se acerca cada vez más a Roma.

Primero muere «durante aquel trato desvergonzado» el obispo de Bolonia, y Juan pasa a ser obispo de aquella ciudad. Al poco tiempo muere el arzobispo de Ravenna, y Juan se convierte en arzobispo de Ravenna. Y sólo había pasado un corto tiempo, cuando también el papa «fue llamado por Dios». Y ahora está claro que lo ocurrido tenía que ocurrir y todo estaba previsto en el plan salvífico de Dios: Teodora, «cuyo ánimo corrompido no podía soportar que su amante estuviera alejado de ella las doscientas millas que separan Roma de Ravenna, y sólo raras veces pudiera acostarse con él, le obligó a dejar la sede arzobispal ravennatense y —cosa inaudita— tomar posesión en Roma de la suprema dignidad como pontifex».

Cierto que Teodora ya no era una jovencita y murió poco después. De todos modos el tan fatigado arzobispo de Ravenna se afianzó entonces en la silla de San Pedro con el nombre de Juan X (914-928) pese a la resistencia clerical. Y ello se lo debió (incluso según Seppelt, que aquí se olvida por entero del Espíritu Santo) «exclusivamente a la familia de Teofilacto». Pero Juan X se mantuvo tantos más años cuanto menos fue el tiempo y la atención que dedicó a sus deberes pastorales, pese a que también a él curiosamente lo hacen figurar los cronistas entre los reformadores del monacato por haber respaldado la severa regla de Cluny. Y ya en la cama se mostró sin duda como el hombre que había ganado prestigio en el campo de batalla.

Las continuas «rencillas» entre los cristianos, la eliminación recíproca (y la de otros) que venían practicando desde hacía decenios, estimularon aún más la actividad de los árabes y entre otras cosas los llevó a establecer una cabeza de puente para sus operaciones en la desembocadura del Garigliano.

Pero apenas Juan fue papa, estableció un pacto militar y creó una gran alianza defensiva con los gobernantes del centro y sur de Italia, formada por tropas de Spoleto, Benevento, Nápoles, Gaeta y sobre todo de los griegos. El emperador de estos, «como hombre piadoso y temeroso de Dios», envió de inmediato soldados por mar. Y el papa, sin duda mucho más piadoso que el bizantino, hizo jurar a los romanos que no firmarían con los sarracenos «paz alguna, antes de que no los hayamos expulsado de toda Italia».

De hecho consiguió coronar su impulso guerrero «con una serie de hermosos triunfos» (Eickhoff). Por iniciativa papal se empezó por «limpiar» de árabes el valle del Tíber y el territorio salernitano. En mayo de 915 se cercó a los sarracenos que controlaban el Garigliano y en agosto —con la ayuda decisiva de los bizantinos— se dio la batalla de Garigliano en la cual parece que muchos combatientes cristianos vieron a los apóstoles Pedro y Pablo. Lo cual a su vez pudo haber contribuido a que fueran muy pocos los enemigos que escaparon de manos de los creyentes ortodoxos, quienes los exterminaron después en los montes. El obispo Liutprando llega a decir: «En la batalla diurna de griegos y latinos no quedó por la misericordia de Dios ni uno solo de los púnicos que no fuera muerto a espada o hecho prisionero de inmediato». Pero el representante de Cristo, que participó personalmente en la lucha, alardeaba ante el arzobispo Hermann de Colonia de haber expuesto su vida y de haber marchado dos veces al combate al frente de los soldados.

Como político realista Juan X pospuso los derechos del emperador Luis III de Provenza, que estaba ciego, y ya en diciembre de 915 coronó emperador en San Pedro al influyente rey Berengario (888-924), que gobernaba Italia septentrional y con quien había establecido relaciones cuando todavía era el atareadísimo arzobispo de Ravenna. Después de y de Lamberto fue el tercer y último emperador de origen italiano. Berengario emitió el juramento tradicional de proteger los intereses y posesiones de la sede romana e hizo donaciones al clero, la nobleza y el pueblo. Pero su imperio no tuvo realmente importancia alguna[53].

Situación anárquica en Italia

En el denominado reino independiente de Italia la autoridad real se fue desmoronando cada vez más. Todo empezó, de un modo típico en la época medieval, con una extraordinaria discontinuidad, con una compleja maraña de instancias clericales, militares y terratenientes y con un entramado de estructuras de poder locales asociadas y contrapuestas y «siempre sostenidas por empresas guerreras de monasterios, iglesias y señores civiles» (Tobacco). Mas por encima de toda la fragmentación feudal se elevaron los grandes señoríos territoriales, especialmente de las influyentes familias de origen franco, que desde la caída del imperio carolingio se combatieron sin cuartel por alcanzar la hegemonía en el regnum italicum.

Bajo la jefatura de los condes Adalberto de Ivrea y Olderico, así como con la participación decisiva del arzobispo Lamberto de Milán (921-932), en 920-921 estalló una nueva sublevación contra Berengario. En efecto, al decir del obispo Liutprando fue directamente Lamberto «la causa de aquel levantamiento». Cierto que el rey Berengario acababa de ponerlo al frente de la iglesia de Milán, aunque en contra de la legislación canónica, y como era entonces habitual, le había «exigido una suma nada despreciable de dinero», que Lamberto le pagó: «impulsado por el gran deseo de la sede arzobispal pagó todo cuanto el rey le reclamó…». Pronto, sin embargo, se arrepintió, no porque hubiese actuado contra la ley de la Iglesia, nada de eso, sino «porque no podía olvidar el mucho dinero» desembolsado. Y así empezó «a cavilar su traición al rey».

Para hacer frente a los levantiscos Berengario solicitó la ayuda de los húngaros, que devastaron Toscana y pronto aplastaron a los rebeldes. Pero en el invierno de 921-922 estos eligieron al rey Rodollfo II de la Alta Borgoña, armándole antes probablemente con la santa Lanza. Berengario hubo de retirarse al este y compartir Italia septentrional con Rodolfo, que residió en Pavía, donde rápidamente se personaron los prelados. Sobre todo cuando el nuevo rey derrotó repetidas veces a Berengario y de forma decisiva el 17 de julio de 923, cerca de Fiorenzuola (en las proximidades de Piacenza), donde al parecer cayeron 1500 hombres. Aun así el vencedor se retiró durante aproximadamente un año al otro lado de los Alpes. Pero el 7 de abril de 924 y en Verona, que era la única ciudad que le quedaba de todo su imperio, Bercngario fue asesinado a traición, probablemente durante el servicio litúrgico de la mañana, por su vasallo y compadre Flamberto, a cuyo hijo en tiempos «había sacado de la sagrada pila bautismal»[54].

Dos días después también Flamberto y sus compinches en el regicidio encontraron su final a manos de un joven amigo y familiar de Berengario llamado Milo. Este joven, de quien el obispo Liutprando escribe lacónicamente que «los hizo colgar», «realmente estaba adornado de no pocas e insignes virtudes…».

En Italia septentrional estalló entonces la anarquía más completa.

Y allí acudieron los sarracenos y los húngaros; estos últimos quizá llamados todavía por Berengario para tomar venganza de su derrota en Fiorenzuola. Asediaron Pavía, exigieron un rescate y el 12 de marzo de 924 —una nueva cima en esta crónica de la crueldad— incendiaron la ciudad regia junto con el palacio y 44 iglesias, naturalmente «por nuestros pecados» (Liutprando). Pues lo que fracasa se debe a la mano de Dios que castiga y lo que prospera se debe a la salvífica mano divina. No hay nada más primitivo, pero así se viene repitiendo durante siglos… Juan, obispo del lugar, y el prelado de Vercelli, que se había refugiado junto a él, fueron pasto de las llamas; a ellos se sumaron probablemente todos los habitantes ricos, por encima de doscientos, que pudieron comprar su libertad (¡evidentemente los que estaban libres de pecado!). Y en los años 926-928 se sucedieron otras incursiones de los húngaros por Toscana, llegando hasta las puertas de Roma y hasta Apulia.

Cierto que el rey Rodolfo había regresado a Pavía en el verano de 924, mas no pudo detenerlos. El propio arzobispo Lamberto, que en tiempos había sido el epicentro de la rebelión triunfante contra Berengario por la que llegó Rodolfo al país, se convirtió ahora en el iniciador de un grupo de conjurados, que llamó en contra del rey a su vecino el conde Hugo de Arles y Vienne, parece ser que precisamente cuando Rodolfo partía de nuevo hacia Borgoña. También el papa Juan X se contaba evidentemente entre los enemigos, pues no le había llegado la ayuda del emperador Berengario que se había prometido en la lucha romana por el poder.

Y tras el asesinato de Berengario, de inmediato Juan, que rivalizaba con el partido de Marozia, buscó un nuevo aliado y lo invitó a Italia junto con Hugo de Provenza, un grande lombardo.

Pero el duque Burchard de Suabia corrió en ayuda de su yerno el rey. El pariente y protector de san Ulrico, obispo de Augsburgo, cruzó con un ejército los Alpes y fue al encuentro del arzobispo Lamberto de Milán. Pero este, según refiere Liutprando, «hombre astuto» como era, en modo alguno hizo de menos a Burchard sino que lo acogió con los máximos honores, aunque «con un designio malvado». «Entre otras cosas y como señal de su particular amistad hasta le concedió permiso para cazar un ciervo en su coto, cosa que sólo otorgaba a sus amigos más queridos e ilustres. Entretanto convocó a todos los hombres de Pavía y algunos príncipes italianos para ruina de Burchard y retuvo a este junto a sí el tiempo que creyó necesario para que pudieran reunirse todos los que habían de matarlo.» Y ya a la mañana siguiente, 29 de abril de 926, ante las puertas de Novara el duque Burchard «trocó la vida por la muerte» traspasado por las lanzas de los italianos que cayeron sobre él. Lo mismo ocurrió con su séquito, que había buscado refugio en la iglesia «del santo confesor Gaudencio», cayendo todos y cada uno «incluso delante del mismo altar».

Con ello el rey Rodolfo quedó dueño del campo sin lucha alguna[55].

El rey Hugo hace valer su autoridad y enriquece a los suyos

No fueron los rivales propiamente dichos los que habían triunfado en Italia, sino un tercero que con anterioridad apenas había participado en la lucha. Hugo de Arles y Vienne, que entretanto se había embarcado rumbo a Pisa apresurándose hacia el territorio en que gobernaba su hermanastro Guido, tras la expulsión de Rodolfo fue recibido allí y saludado solemnemente por los legados del papa Juan X y a comienzos de julio de 926 fue coronado rey de Italia (926-947) por el arzobispo Lamberto de Milán. Poco después también el papa se reunió con él en Mantua, donde parece ser que ambos firmaron un pacto formal. De una parte se trató probablemente de la coronación imperial de Hugo tomada ya entonces en consideración y que luego quedaría en nada; de otra, se habló sobre ampliaciones territoriales en favor de la santa sede en Sabina, el ducado de Spoleto y la marca de Camerino, donde probablemente Pedro, hermano del papa, campaba por sus respetos como margrave[56].

El rey Hugo empezó por arrinconar a muchos de los grandes que le resultaban sospechosos o malquistos. Los hizo apresar, torturar, cegar y decapitar, a algunos con la complicidad del ordinario del lugar, León de Pavía —«el obispo lo hacía gustoso»—, entre los que se contaban los dos «jueces todopoderosos» de Pavía. Al juez Gezo le sacaron los dos ojos, le cortaron la lengua y le arrebataron sus posesiones. El juez Walperto fue decapitado, sus bienes y propiedades confiscados y apresada su mujer Cristina, «a la que aplicaron diversas torturas para forzarla a declarar dónde se encontraban los tesoros escondidos». Y continúa Liutprando de forma significativa: «A consecuencia de lo cual se extendió el temor al rey no sólo en Pavía sino en toda Italia y en vez de despreciarlo, como a los otros reyes, se le rindió todo tipo de honores».

Un proceder enérgico honra a los grandes usureros a través de los tiempos, sobre todo cuando a eso se suma una gran injusticia, como el aprovisionamiento arbitrario de cargos, por ejemplo.

El rey Hugo se cuidó solícito de su parentela borgoñona y en especial de los numerosos vástagos de sus tres mancebas: Pezola, Roza y Estefanía. El libertino coronado, .«al que fascinaron los encantos de numerosas concubinas», «se inflamó especialmente en el amor escandaloso» de Estefanía, mientras que a su esposa Berta no sólo le negaba el débito matrimonial sino que «la llenaba de todo género de improperios» (Liutprando).

Hugo dispuso de posiciones de poder tanto políticomilitares como eclesiásticas mediante las donaciones a su querida parentela. Su hijo Huberto fue conde palatino y margrave de Spoleto, aunque también obtuvo la marca de Tuscia. Su hijo Tedbaldo fue archidiácono de Milán con la vista puesta en la sucesión del arzobispado. Su hijo Gotfrido recibió la rica abadía de Nonatula. Hilduino, emparentado con Hugo y que había sido expulsado de su sede de Lüttich, consiguió el obispado de Verona y poco después también el de Milán. Un sobrino del rey, el arzobispo Manasés, perdió su diócesis de Arles y con el apoyo de su tío marchó a Italia «para, llevado de su ambición, abusar allí de muchas iglesias hasta arruinarlas por completo». «Contra todo derecho humano y divino» obtuvo los obispados de Mantua, Trento y Verona «para devorarlos» (Liutprando). Más tarde vendió Verona a un tal conde Milo, a quien también el papa favorecía. Juan X fue siempre complaciente, venteaba cualquier ventaja y tenía lo que se llama una «mentalidad práctica» o, quizá mejor, «pragmática». Por consideración al rey Rodolfo de Borgoña el papa varias veces mencionado convirtió en cabeza de la iglesia de Reims al pequeño Hugo, hijo del conde Heriberto II de Vermandois, que todavía no había cumplido los cinco años, mientras que otorgaba al padre de la criatura la administración de las posesiones civiles del arzobispado[57].

Pero la ayuda esperada por el papa no llegó. Bien al contrario, las cosas fueron a peor. Marozia, cuyo padre Teofilacto y cuyo marido Alberico I de Spoleto habían fallecido, contrajo en 926 un segundo matrimonio con el margrave Guido de Toscana (Tuscia). Y con la unión de Spoleto y Toscana aumentó aún más su poder, hasta convertirse en la verdadera soberana de Roma.

Papas por gracia de Marozia y la noche de bodas del rey Hugo

La corte papal se rebeló. Evidentemente Juan X no estaba dispuesto a tolerar el nuevo régimen y unirse al partido al que debía su silla. Pero su hermano Pedro, una especie de «margrave» a quien el papa fue concediendo cada vez más poder hasta jugar un papel decisivo en Roma, fue expulsado. Desde Orte, que había convertido en una fortaleza, atacó después a la ciudad. Quizá reclamó también la ayuda de los húngaros, que incendiaron Tuscia por los cuatro costados; aunque la noticia es insegura y la época es tenebrosa. Pero a finales de 927 los romanos amotinados asesinaron a Pedro en el palacio de Letrán ante los ojos del papa. Al verano siguiente el propio Juan X fue asaltado por una banda de Guido, probablemente durante la misa pontifical en la basílica lateranense; lo secuestraron y más tarde lo condujeron al Castell Sant’Angelo, donde permaneció encarcelado hasta mediados de 929, cuando murió probablemente ahogado con un almohadón. Por obra de Teodora había obtenido el papado y por obra de Marozia, hija de aquella y ahora soberana absoluta de Roma, volvía a perderlo a la vez que la vida.

Y el sueño imperial de Hugo rápidamente se esfumó.

Los papas siguientes, León VI y Esteban VII, ambos romanos y ambos santos padres por gracia de Marozia, probablemente fueron asimismo asesinados. Los había nombrado aquella mujer, que se hacía llamar senatrix y patricia. León VI (928-929) fue papa cuando todavía su predecesor estaba en la cárcel e incluso murió antes que Juan X, a comienzos de 929. A León le siguió Esteban VII (929931). Y posiblemente ambos no fueron más que ocupantes interinos de una silla reservada al que llegó después. En efecto, Marozia convirtió en el papa Juan XI (931-935) a su propio hijo, engendrado por el papa Sergio III y que acababa de cumplir los veinte años. Y como entonces, año 929, poco después de Juan X, murió también su segundo marido, el margrave Guido de Toscana, Marozia, ya un tanto ajada por el trato con numerosos amantes y con sus dos maridos, en el verano de 932 contrajo un tercer matrimonio con Guido, hermanastro de Hugo de Provenza, que ciertamente estaba ya casado pero que también era rey de Italia (926-948) y estaba en la cima de su poder. Por fin parecía que su sueño imperial estaba a punto de cumplirse.

Con toda probabilidad fue el papa Juan XI quien bendijo el matrimonio de la encopetada pareja, aunque ello iba contra el derecho canónico de la época, pues el rey era cuñado de la novia. Por lo demás se trataba de un hombre sin escrúpulos ni frenos, frecuentador de concubinas y mancebas, un personaje violento, buen cristiano y católico, que había hecho carrera a la sombra de un monarca cegado, el emperador Luis el Ciego, pasando de conde a dux y marchio de Provenza para terminar siendo el gobernante efectivo del reino de la Baja Borgoña. Pero «la debilidad de Hugo por las mujeres» lo eclipsó todo; por lo que nada tiene de extraño que vendiese los obispados y abadías de Italia. Y, sin embargo, era también «un adorador de Dios» y amigo de los «enamorados de la santa fe» (Liutprando). Se trataba de un hombre astuto, que a menudo tuvo tratos con santos como Odón de Cluny y que sobre todo fomentó el «movimiento de renovación» eclesiástico. Todo su período de gobierno, siempre estimulado por las ambiciosas tradiciones carolingias del reino central, la concepción imperial, ciertamente que lo llenaron las campañas militares y el aplastamiento continuado de sublevaciones; mas la corona imperial no la consiguió.

Seguramente que también Marozia se veía ya como emperatriz; nada, en efecto, parecía más natural que una coronación por parte de su hijo papal. Pero inmediatamente después de su matrimonio, la misma noche de bodas, en junio de 932, estalló en Castell Sant’Angelo una sublevación repentina. Su hijo Alberico II (habido de su matrimonio con Alberico I, con quien tuvo al menos cuatro hijos) se rebeló con apoyo de los romanos y se hizo con el gobierno de la ciudad. El rey Hugo, cuyo objetivo vital continuaba siendo el imperio, se descolgó por la noche con una cuerda desde el castillo y huyó a través de la muralla contigua. Pero Marozia y el papa Juan XI, respectivamente madre y hermanastro de Alberico II, desaparecieron en la cárcel y fueron sucesivamente asesinados[58].

Alberico II (932-954), hijo de Marozia y perteneciente al linaje de los margraves de Spoleto, gobernó entonces sin oposición casi un cuarto de siglo como «príncipe y senator de todos los romanos», con una severa administración en Roma y en el Estado de la Iglesia y —casi— sin ambiciones expansivas. De sentimientos religiosos y hombre pío, hizo donaciones a los monasterios, pero mantuvo a los papas sometidos por entero a su poder. León VII (936-939), Esteban VIII (939-942), Marino II (942-946) y Agapito II (946-955) debieron su exaltación al príncipe Alberico, después de al Espíritu Santo, y se mostraron complacientes con él. Nada ocurría sin orden del príncipe, que también fue un destacado promotor de la reforma monástica de Cluny, en buena medida por motivos políticos y egoístas, como eran los de «expulsar a los barones que vivían en las propiedades monásticas y a sus propios vasallos asentados en tierras monacales, que a la postre sólo podían resultarle peligrosos» (Sackur). Únicamente Esteban VIII quiso sacar los pies del tiesto y en el otoño de 942, parece que tras haber participado en una sublevación contra Alberico, fue encarcelado y mutilado hasta tal punto que murió[59].

Las repetidas intentonas del rey Hugo por reconquistar Roma fueron inútiles. Ya en 932-933 y de nuevo en 936 se presentó con un cuerpo de ejército ante las murallas de la ciudad de sus sueños, renovando los asaltos baldíos en los años 939, 941 y 942. Liutprando escribe: «Año tras años asedió a Alberico, destruyó cuanto pudo arrasándolo todo a sangre y fuego y le arrebató todas las ciudades menos Roma».

Entretanto Hugo rechazó a otros dos rivales, ambos probablemente en 933 durante su lucha por Roma: a uno pacíficamente mediante la cesión de sus derechos de soberanía (no de sus posesiones) en la Baja Borgoña, Rodolfo II de la Alta Borgoña; y mediante un contraataque militar al duque Arnulfo de Baviera, a quien el conde Milo y el obispo Rather de Verona habían llamado y «acogido con muestras de alegría» (Liutprando).

Berengario II, rey de Italia

En Italia el rey Hugo siempre hubo de recelar y combatir sobre todo a las familias a las que él mismo había favorecido más especialmente, de modo que acabaron resultando demasiado peligrosas para quien con justicia puede ser calificado de crónicamente desconfiado y ocasionalmente cruel.

En ese grupo entraba también el margrave Berengario II, nieto del emperador Berengario I y partidario de Hugo, con cuya sobrina Willa se casó. Pero tras la liquidación sangrienta de la dinastía tuscia, Hugo sospechó cada vez más de la influencia de la casa Ivrea: Berengario II y su hermanastro Anskar II de Ivrea, margrave de Spoleto-Camerino, cuyos bienes alodiales limitaban por el norte y el sur su propio reino, que se extendía desde los Alpes hasta el principado de Roma y Benevento. Por tal motivo activó Hugo su caída, en la que Anskar sucumbió.

Fracasó, sin embargo, el propósito de Hugo, que quiso eliminar a Berengario II cegándolo. De ese modo había ya suprimido con éxito al margrave Lamberto de Toscana, su propio hermanastro, mediante la simple operación de sacarle los ojos —un instrumento de gobierno tan preferido como eficaz y ciertamente agradable a Dios, que utilizaron tantísimos gobernantes cristianos—. Pero el nuevo plan lo descubrió el hijo de Hugo, el joven rey Lotario (así llamado en memoria de su bisabuelo, el rey Lotario II), corregente desde 931 y un rey «débil», como gustan de calificarle algunos historiadores. Berengario, que una década después «arrebató corona y vida» a Lotario, huyó probablemente en el otoño de 941 y se refugió junto al duque Hermann de Suabia, quien lo remandó a Otón I. Pero a comienzos de 945 regresó y con el consentimiento de Otón conquistó algunos territorios de Italia septentrional, donde se ganó a los grandes italianos mediante promesas de feudos que aún no poseía.

Fue sobre todo el clero el que de nuevo se pasó rápidamente a su bando.

Al sacerdote Adelardo que mandaba Feste Formicaria (Siegmundskron), sobre el valle del Etsch, por donde Berengario había de pasar pues los demás desfiladeros estaban en manos sarracenas, le prometió bajo juramento el obispado de Como. A Manases, obispo de Adelardo, un pariente del rey Hugo y a quien este había agraciado con los obispados de Trento, Verona y Mantua, le aseguró la sucesión en el arzobispado de Milán, por lo que Manasés reclamó de todos los italianos el apoyo para Berengario, según refiere Liutprando. También el obispo Guido de Módena cambió de campamento, pues Berengario le ofreció la rica abadía de Nonantula; y Guido «arrastró consigo a una gran multitud». También el arzobispo Arderico de Milán traicionó al rey e invitó al enemigo de este a su palacio, donde empezó la gran redistribución de bienes[60].

Digamos de paso que no con todos los clerizontes se mostró Berengario complaciente. Al sacerdote Domingo lo hizo castrar, y no porque tuviera tratos con las hijas de Berengario, a las que educaba, sino porque a pesar de su aspecto desagradable en extremo, su corta estatura y su porte desaliñado y sucio mantenía tratos con la madre de las niñas, con Willa, esposa de Berengario y sobrina del rey Hugo. Con tan brutal medida se echó de ver lo que tanto había atraído a la noble princesa en aquel «pequeño clerizonte», supuestamente tan rústico, desaliñado, sucio, ignorante y desde luego cachondo: sus castradores testificaron «que con razón le quería la señora, pues a criterio unánime de todos estaba dotado como Príapo»[61].

Pero el rey Hugo desistió. Tras una guerra de años, tras la repetida devastación a sangre y fuego de los alrededores de Roma, en 946 abandonó la lucha como ya lo había hecho otras veces. Traicionado por doquier y sobre todo por aquellos a los que había favorecido, se decidió por su retirada tras veinte años de gobierno. Cierto que después se le ofreció formalmente la corona real. Mas como el verdadero soberano era Berengario II de Ivrea, en la primavera de 947 Hugo, proclamando sus miras pacifistas, se retiró «con todo su dinero» a Provenza… y allí preparó la guerra contra Berengario. Se armó para la batalla decisiva, pero ya el 10 de abril de 948 moría en Arles.

Su hijo Lotario, ahora oficialmente rey exclusivo de Italia, fortaleció un tanto su posición mediante el matrimonio con la güelfa Adelaida, hija del difunto rey Rodolfo II de Borgoña, que tenía 16 años y que desde los 6 le estaba prometida. Quizá intervino también el emperador bizantino; pero lo cierto es que desapareció de repente el 22 de noviembre de 950 en Turín, supuestamente envenenado por Berengario.

Ya el 15 de diciembre del mismo año Berengario II (950-961) y su hijo Adalberto fueron coronados reyes de Italia en San Michele de Pavía, cosa que Otón I consideró una usurpación. Y ya en Pavía parece que los dos nuevos gobernantes arrebataron a la joven viuda de Lotario, Adelaida, el tesoro real, sus joyas y todas sus posesiones personales. Habiendo logrado huir, Adelaida fue hecha prisionera el 20 de abril de 951 en Como y durante cuatro meses estuvo encarcelada probablemente en Garda. Mas con ayuda de Adelardo de Reggio consiguió su libertad. Era el mismo clérigo, que en tiempos había abierto a Berengario el camino de Italia y que a cambio se había convertido en obispo; pero ahora, con una estimación más atinada, había llegado el momento de cambiar una vez más de frente.

Adelaida, reconocida como reina legítima, solicitó ayuda al emperador Otón I, y este intervino. Por primera vez partió hacia Italia y el 23 de septiembre de 951 apareció en Pavía, que la víspera habían abandonado Berengario y su hijo. Sin elección o, mejor dicho, sin coronación, adquirió Otón el título de un rey de los longobardos mientras que su hermano Bruno y el arzobispo Manasés de Milán actuaban como sus archicapellanes. Aquel mismo otoño casó con la borgoñona Adelaida, unos dieciocho años más joven, solicitó de inmediato en Roma la corona imperial, pero recibió una negativa de Alberico y en febrero del año siguiente regresó de nuevo a Alemania[62].

Berengario II pronto capituló libremente. En agosto de 952 prestó juramento de vasallaje a Otón en Augsburgo y como tal vasallo obtuvo en feudo el reino de Italia. Las marcas de Verona y Aquileya se agregaron por motivos «geoestratégicos» al ducado de Baviera. Y como el rey alemán en los años siguientes estuvo vinculado al norte, Berengario gobernó en Italia con relativa tranquilidad. Intentó restablecer por la fuerza la independencia de su reino y aprovechó cualquier ocasión para vengarse de cuantos lo habían abandonado, y especialmente de los obispos. También debieron de ser sobre todo los acusadores de Berengario ante Otón, quien más tarde, aconsejado por el arzobispo Bruno de Colonia, envió a Italia a su hijo Liudolfo, duque de Suabia.

El año 956 ocupó este sin violencia Pavía y derrotó en el campo de batalla (tal vez en Reggio) al rey Adalberto, hijo de Berengario. Pero cuando el 6 de septiembre de 957 Liudolfo sucumbió repentinamente en Piomba (al sur de Lago Maggiore) a una enfermedad febril o al veneno, Berengario arremetió de nuevo contra los obispos, que esta vez le habían traicionado en favor de Liudolfo. Walpert, a quien Berengario personalmente había hecho arzobispo de Milán tras expulsar al desleal arzobispo Manasés, huyó ahora «medio muerto», según se dice, a través de los Alpes para escapar a la furia de Berengario y Adalberto en tanto que Manasés volvía a ocupar su silla. También cruzaron los Alpes los obispos Waldo de Como y Pedro de Novara. Y mientras Adalberto en 959 irrumpía de nuevo desde Spoleto, que su hermano Guido había conquistado, en la región de Sabina, los lamentos del papa se sumaron a los lamentos de los emigrantes.

Juan XII convierte el amor en epicentro de su pontificado

Pero Juan XII no sólo se vio amenazado por los ataques de Berengario y de Adalberto desde el norte contra el Estado de la Iglesia. También en 959 fue derrotado en el sur «en una guerra promovida de propósito» (Zimmermann) contra Capua, Benevento y Salerno. Así el «joven licencioso», el «muchacho inmaduro», el «sinvergüenza con ornamentos de papa», como gustan de criticarle minimizando a todas luces desde el bando católico, se volvió el año 960 hacia el rey Otón solicitando su ayuda. En la línea de la vieja tradición envió de nuevo secretamente a dos emisarios a través de los Alpes, al cardenal diácono Juan y al protoescrinario (presidente de la cancillería, notario) Azzo, por lo que todavía habían de expiar, probablemente por haber hablado demasiado en el norte acerca de la ciudad santa y del santo padre. El cabeza de la Iglesia romana rogaba al rey alemán que liberase al papa y la Iglesia que le había sido confiada, por amor de Dios y de los príncipes de los apóstoles, de las garras de Berengario y Adalberto, y le ofrecía la corona imperial, alejándose así por completo de la política de su padre[63].

La ayuda era tanto más apremiante cuanto que también entre los romanos crecía la resistencia. Porque el príncipe Alberico, el bizarro vástago de Marozia —hasta Otón había respetado su poder—, descansaba para siempre en Roma desde el 31 de agosto de 954. Pero siguiendo sus deseos, cuya ejecución hubieron de jurar solemnemente al moribundo los grandes de la ciudad, su hijo Octaviano fue su sucesor y ya al año siguiente, con apenas dieciocho años, también fue papa. Resulta no obstante muy problemático saber si Juan XII, como él se designó, había alcanzado ya la edad canónica y si había adquirido una formación eclesiástica. Por el contrario la ordenanza de Alberico tras la muerte del papa Agapito II, asimismo un testarudo, para que su hijo Octavia-no se convirtiera en el pontífice supremo sí que iba frontalmente contra la norma canónica. En efecto, el decreto de 1 de marzo de 499, emitido por el papa Símaco I, prohibía designar sucesor en vida del papa reinante.

Juan XII (955-963), retoño extramatrimonial de Alberico, fue un gran cazador, jinete y jugador de dados, que gustaba de invocar a los dioses —los dioses paganos, se entiende— y que según el testimonio de sus coetáneos tenía un pacto con el diablo. En Todi ordenó obispo a un niño de diez años. Llevó a cabo algo anticanónico al realizar una ordenación sacerdotal en una caballeriza, «y ni siquiera en el tiempo legal». Hizo castrar a un clérigo. Celebraba la misa sin comulgar y ordenaba prelados por dinero. Cohabitó con la viuda de su vasallo Rainer, la puso al frente de muchas ciudades y le regaló cruces y cálices de oro de San Pedro. Se acostó con la concubina de su padre, Stephana, y con la hermana de esta. También durmió con sus propias hermanas y mantuvo relaciones con la viuda Ana y con su sobrina. Violó a piadosas peregrinas, casadas, viudas y doncellas, que acudían a Roma para orar sobre las tumbas de los apóstoles. Por lo que nada tiene de extraño que las malas lenguas lo acusasen de haber hecho del palacio papal un burdel, «un lugar de recreo de mujeres deshonestas» (Liutprando)[64].

De todo modos John Kelly, el historiador oxoniense de la Iglesia, cree que esa vida un tanto licenciosa apenas si afectó al prestigio del papa en el ámbito de la Iglesia universal, porque Juan XII, que hasta tal punto había convertido el amor en epicentro de su pontificado, mantuvo las riendas no sólo en el lecho. Más bien atendió al afianzamiento de la autoridad papal y al buen funcionamiento de la administración. Sostuvo materialmente algunos monasterios y en mayo de 958 hasta peregrinó a la abadía de Subiaco (a 80 kilómetros al este de Roma). Y, como su padre, no parece que dejase de interesarse por la reforma del monacato ni por el «movimiento de renovación eclesiástica». ¡Y todavía en su último año de gobierno un concilio romano se pronunciaba contra la simonía clerical! También

lo encontramos con armadura, yelmo y empuñando la espada. Su interés principal se centró de hecho en el Estado de la Iglesia y en su expansión. Por ello, poco después de su peregrinación a Subiaco también emprendió, a una con los toscanos y espoletinos, una pequeña guerra contra Capua y Benevento, que fracasó lastimosamente. El rey Berengario II atacó con éxito por la retaguardia al duque de Spoleto, el aliado papal, conquistó el ducado en 959 y saqueó y diezmó el Estado de la Iglesia[65].

Ello provocó la segunda campaña italiana del rey alemán, quien ya en la primera de 951 había contado con la corona imperial aunque respetando las relaciones de poder existentes en Roma. Pero ahora la situación era sin duda más favorable, pues en lugar de Alberico ahora gobernaba su hijo Juan XII. Difícilmente pudo este sentirse feliz por completo con la aparición de Otón, a quien su padre aún había mantenido a distancia. Pero bajo la presión de ciertos círculos reformistas pudo afrontar su indignación por la vida escandalosa que llevaba.

Juan XII corona emperador a Otón I y este otorga el Privilegium ottonianum

Comoquiera que fuese, Otón aceptó gustoso la oferta del papa. De las modalidades tuvo que ocuparse en Roma el abad Hatto de Fulda (sobrino de su predecesor Hadamar, pues el nepotismo florece en todas partes), que en 968 sería arzobispo de Maguncia. En mayo de 961 el rey se ocupó personalmente de que su hijo Otón II, que por entonces sólo tenía seis años, fuese elegido rey en Worms y fuese coronado en Aquisgrán, confiándolo después a la tutela de su hermano Bruno, arzobispo de Colonia, y de su hijo Guillermo, arzobispo de Maguncia. En agosto partía Otón de Augsburgo.

En vano intentó detenerlo el rey Adalberto en el desfiladero de Verona; con un ejército poderoso expulsó después a Berengario de Pavía, «pues tuvo por conmilitones a los santos apóstoles Pedro y Pablo, como se daba por seguro» (Liutprando). El 31 de enero de 962 se hallaba Otón a las puertas de Roma. Pero se contaba que antes de entrar en la ciudad había dicho a su escudero Ansfrido de Lovaina: «Cuando yo esté orando en las tumbas de los apóstoles mantén tu espada de continuo sobre mi cabeza, pues ya a mis antepasados la lealtad romana a menudo les resultó sospechosa. Cuando hayamos regresado a Monte Mario podrás tú también rezar cuanto quieras»[66].

El 2 de febrero de 962 Otón I fue ungido y coronado emperador con gran pompa en San Pedro de Roma por el papa Juan XII, al que por lo menos doblaba en edad. La corona tal vez fue la misma que hoy se encuentra en la fortaleza palatina de Viena. El papa ungió y coronó así mismo a la esposa de Otón, Adelaida, «la compañera del imperio» que le acompañaba. Y desde entonces imperio y reino alemán permanecieron unidos —hasta la desaparición del «Sacro Imperio Romano» en el 1806— y los papas fueron protagonistas en la colación de la dignidad imperial. Cada rey alemán que en adelante quisiera ser emperador, tendría que marchar a Italia al encuentro del papa. Un asunto realmente explosivo y una tragedia sin fin…

Inmediatamente después de la coronación se le presentó al soberano un documento con vistas a refrendar todos los bienes raíces y «derechos» papales. Y el 13 de febrero de 962 otorgaba el emperador el Privilegium ottonianum, el tristemente célebre documento cuyo original no se conserva y que no deja de ser objeto de discusión. En la primera parte renueva la donación de Pipino y garantiza las posesiones del Estado de la Iglesia; pero en la segunda parte obliga a cada papa entre su elección y consagración a emitir un juramento de lealtad en presencia del emisario real o del hijo del emperador, con lo que el emperador obtenía influencia sobre la elección papal. En el fondo todo ello enlazaba con la tradición carolingia.

Pero lo que Otón firmó en su tiempo y lo que durante muchos siglos contó como la base jurídica del Estado de la Iglesia era un diploma con elementos viejos y nuevos, auténticos y apócrifos, que supuestamente presentaba una propiedad antiquísima pero que de hecho se trataba de ampliaciones de reciente invención. Allí aparecen ciudades y territorios que nunca pertenecieron a la Iglesia, como Gaeta y Nápoles por ejemplo. También se reclamaba Venecia, Istria, los ducados de Spoleto y Benevento, y por supuesto todo lo que Pipino y Carlomagno habían prometido pero que no mantuvieron. En una palabra, no sólo se garantizó como antigua posesión legítima cuanto pertenecía a la Iglesia sobre la base de falsificaciones precedentes sino también cuanto se pensaba conquistar después. El resultado final era un Estado de la Iglesia que comprendía dos terceras partes de Italia[67].

Por ello nada tiene de extraño que en Roma se exaltase al emperador Otón como el tercer Constantino y que se empezase a designarle «el Grande». Por lo demás, el gran Otón mantuvo su promesa con el escaso entusiasmo con que en tiempos lo había hecho el gran Carlos. Aspiraba a toda una serie de territorios, que el papado reclamaba para sí. En la Pentápolis, por ejemplo, que en Roma se asignaba al Patrimonium Peta, impuso a los habitantes un juramento que los convertía en súbditos suyos. Parece que también Otón conoció el fraude papal, para cuya mejor aceptación preparó entonces el cardenal Juan (digitorum mutilas, mutilado de los dedos) una copia magnífica «con letras de oro» del Constitutum Constantini, falsificado desde hacía más de doscientos años, para poder demostrar así oficialmente la «Donación constantiniana» en la coronación imperial de Otón.

Poco después de dicha coronación permitió también Juan XII la erección de un arzobispado en Magdeburgo, un viejo deseo de Otóna la vez que daba el visto bueno a la fundación del obispado de Merseburg. Después de todo el soberano alemán había impulsado una «grandiosa Ostpolitik frente a las tribus eslavas», para decirlo con Seppelt, historiador católico del papado.

El privilegio papal otorgado el 12 de febrero de 962 habla de la prehistoria de estos sucesos, así como de la derrota húngara y de otras luchas contra el paganismo «en defensa de la santa Iglesia de Dios» (ad defensionem sanctae Dei ecclesiae). Y es que la defensa nunca significa aquí únicamente o en primer término rechazo, sino ante todo y sobre todo acometida, ataque, «difusión de la fe cristiana»; significa en la larga frontera oriental del imperio aprovechar la seductora posibilidad de «ganar nuevos pueblos para el cristianismo. La victoria sobre los paganos, húngaros y eslavos, era un supuesto material para la misión…» (Büttner)[68].

El papa conspira con todos los enemigos del imperio

Todavía a mediados de febrero de 962 regresaba Otón a Italia septentrional, donde hasta finales del año 963 combatió a Berengario, que con sus seguidores se había refugiado en diversos castillos. Al poco tiempo pudo ya expulsar al aliado de Berengario, el margrave Huberto de Tuscia, hijo del rey Hugo, y a finales del año siguiente también al hijo de Berengario, Adalberto. Huberto huyó hacia Panonia buscando el apoyo de los húngaros, y Adalberto buscó el de los sarracenos marchando primero a Fraxinetum en Provenza y después a Córcega.

Pero allí le llegaron también a Otón malas noticias de Roma, pues al igual que el pío emperador, tampoco el impío papa mantuvo su promesa cuando, al no obtener las ventajas esperadas, empezó más bien a recelar del poder de Otón, de modo que las dos cabezas del cristianismo se acusaron recíprocamente de perjurio.

El papa, en efecto, que había jurado solemnemente lealtad al emperador, ahora que este guerreaba contra Berengario se pasó al antiguo enemigo. Apenas Otón había vuelto las espaldas a Roma, ya el papa conspiró con media Europa y con potencias más alejadas. A todas partes envió a sus agentes. En su propósito de alta traición contactó con Bizancio. Pero justamente cuando el cardenal Juan iba de camino a Constantinopla con el obispo de Velletri, el correo secreto fue interceptado por el príncipe (longobardo) Pandulfo I de Capua y Benevento (llamado «Cabeza de hierro»: 961-981) y conducido ante Otón. (El príncipe era un leal partidario del emperador, y su hermano Juan fue el* primer arzobispo de Capua, para que también aquí, a ser posible, todo quedase en la familia.) El papa se distanció de inmediato, acusó de desleales (infideles) a sus emisarios, se irritó ficticiamente contra el emperador que los había acogido y en 964 se vengó cruelmente de su cardenal.

Su Santidad conspiró también con los viejos enemigos de los cristianos, los húngaros paganos. Parece que algunos legados, disfrazados de misioneros, tenían que inducirlos a nuevos ataques contra Alemania. Pero también las cartas papales a los húngaros cayeron en manos de Otón; era un material de enorme gravedad, que el papa presentó como falso filtrándolo de propósito al emperador.

Más aún, Juan XII se valió incluso de ciertos círculos itálicos hostiles al emperador, aunque algunos se entendían con los sarracenos. Así hizo ahora causa común con su antiguo enemigo el rey Adalberto, hijo mayor de Berengario, contra quien en tiempos había solicitado la ayuda de Otón y en cuyo bando nunca quería figurar según su reciente juramento. Y en el otoño de 962 Adalberto escapó a Fraxinetum huyendo de Otón; allí estaba el conocido nido de piratas, en la costa mediterránea de Provenza —excepcionalmente la única piratería de base «privada» y no estatal (H. R. Singer)—, y con los sarracenos del enclave volvió a pactar una alianza. Diez años después aquella cabeza de puente sarracena fue eliminada por un ejército borgoñés-provenzal apoyado con el bloqueo de una flota bizantina, siendo reducidos a esclavitud los árabes supervivientes. Adalberto pasó entonces vía Córcega a tierra firme y en junio de 963 llegó a Roma, donde fue recibido con todos los honores. Pero a finales de aquel mismo año capituló Berengario II en la fortaleza apenina de San León (al oeste de San Marino) y fue desterrado a Bamberg con su esposa Willa; allí murió el 6 de agosto de 966. Desde entonces el regnum Italiae vino a convertirse en la Italia imperial y permaneció unido al imperio alemán[69].

Un «monstrum» es derribado del trono papal y muere de un «ataque de apoplejía»

En la primavera de 963 Otón, que se hallaba en Pavía, también tuvo noticias de la vida licenciosa del santo padre, que había convertido el palacio papal en un burdel, había dilapidado ciudades enteras en los caprichos de sus prostitutas mientras la lluvia se filtraba por los tejados levantados de las iglesias y caía sobre los altares, sin que hubiera ya mujer decente que se arriesgase a la peregrinación romana por miedo a caer en manos de Su Santidad. El 1 de noviembre de 963 apareció Otón ante las murallas de Roma, y mientras que tras un breve asedio el día 3 se le abrían las puertas de la ciudad, Adalberto y el papa, que armado por completo acababa de oponer una resistencia desesperada en el líber con sus propias tropas, las de Adalberto y las sarracenas, huían a uña de caballo con el tesoro eclesiástico para hacerse fuertes, según parece, en la fortaleza de Tívoli. Pero los romanos juraron lealtad a Otón y se comprometieron a no elegir y ordenar jamás a un papa «sin el consentimiento y aprobación del excelso señor emperador Otón y de su hijo el rey Otón». Tal «juramento romano», que refrendaba el paso de la elección papal del «Ottonianum», un juramento que ni los mismos carolingios se habían atrevido a exigir, iba a tener singular importancia en la historia de los papas de la Baja Edad Media.

Tres días después, el 6 de noviembre de 963, se reunió en San Pedro bajo la presidencia del emperador un concilio de cuatro semanas. Al mismo asistieron diecisiete cardenales y más de cincuenta obispos, aunque por desgracia —como el monarca lamentó— no «el señor papa Juan», del que la «soberana y santa congregación» descubrió que «ya ni siquiera pertenecía a los que llegan con piel de oveja pero por dentro son lobos rapaces, sino que su furor era tan patente y tan abiertamente cumplía la obra del diablo, que renunciaba a cualquier divagación».

En una primera invitación de apremiante estilo cortesano al «summus pontifex et universalis papa», a la que este contestó en tono extremadamente cortante con la amenaza de excomunión a los reunidos en concilio, todavía se le daba el tratamiento de «Vuestra Grandeza» (magnitudo vestra). En una segunda invitación se continuaba deseando «salud en el Señor» al «summo pontifici et universali papae domino Johanni», pero ya se le comparaba con Judas, «el traidor y hasta vendedor (proditor immo venditor) de nuestro Señor Jesucristo». En la sesión siguiente se le denostaba como «una úlcera cual jamás se había dado» y que convenía quemar con el apropiado hierro candente y abiertamente se le calificaba de «monstrum». Pero el papa se entregaba mientras tanto a algo más importante: «ya había marchado al campo con aljaba y arco» (Liutprando)[70].

Con todo esmero había trazado el sínodo el largo registro de pecados del representante de Cristo con sacrilegios de toda índole y un montón de acusaciones gravísimas: omisión de la comunión y del rezo de las horas canónicas, irregularidades en la colación de órdenes sagradas, como la ordenación de un diácono en un establo, tráfico de cargos eclesiásticos, dilapidación de los bienes de la Iglesia, desprecio de la señal de la cruz, escarnio de los sacramentos, vuelta al paganismo, pacto con el diablo, pasión por la caza y el juego, diversos delitos de impureza, adulterio, incesto, comercio sexual con la concubina de su padre, con su hermana, etcétera, golpes de mano contra peregrinas en San Pedro, perjurio, saqueo de iglesias, incendios, mutilaciones, castración y asesinato de un cardenal, cegamiento de su padrino, muertes de eclesiásticos, etcétera.

Es posible que haya alguna exageración en este catálogo de vicios y crímenes e incluso que haya falsedades. ¡Pero entonces habrían mentido 17 cardenales y más de 50 obispos! Y en cualquier caso los padres conciliares presididos por el cardenal Benedicto se apoyaban unas veces en su condición de testigos presenciales y otras en un conocimiento seguro. Más aún, juraron de común acuerdo y por su salvación eterna —en la que desde luego difícilmente podían tener una fe recta—, es decir, mal-diciéndose a sí mismos en caso de mentira, que Juan XII no sólo había cometido los crímenes mentados sino también otros más perniciosos. También el biógrafo del papa en el Líber Pontificalis lo retrata con trazos totalmente negativos.

En la tercera sesión, celebrada el 4 de diciembre de 963, los obispos insistieron, como naturalmente esperaba Otón, si es que no se lo ordenó: «Rogamos por ello a la magnificencia de Vuestra Dignidad imperial que expulséis de la Santa Iglesia Romana a ese monstruo, cuyos vicios no se compensan con ninguna virtud…». Y así, en contra de la resolución de que el papa no podía ser juzgado por nadie —cosa que se había observado en los procesos de León III y de Pascual I—, Juan XII, que no había sido escuchado ni defendido y a quien se había invitado sólo dos veces, y no tres como exigían los cánones, que no hacía tanto tiempo había ungido y coronado a Otón, por deseo de este aquel día fue depuesto por unanimidad y, asimismo en contra del ordenamiento eclesiástico, se eligió en la basílica de San Pedro, supuestamente una voce, a un nuevo papa, evidentemente el candidato del emperador: el 6 de diciembre de 963 fue elevado a la silla papal León VIII (963965). Como el hasta entonces jefe de la cancillería era seglar, se le confirieron en un proceso acelerado y en un solo día —violando gravemente una vez más los cánones eclesiásticos —todas las órdenes sagradas, desde las llamadas órdenes menores (ostiario o portero, lector, exorcista, acólito y subdiácono) hasta las mayores (diácono y presbítero o sacerdote), y el 6 de diciembre fue consagrado papa por el cardenal Sico de Ostia asistido por los obispos de Porto y de Albano[71].

Aquel golpe de mano irritó profundamente al pueblo de Roma.

Al fin y al cabo Juan/Octaviano no dejaba de ser hijo del «gran Alberico», ni dejaba de ser príncipe y cabeza eclesiástica de los romanos. Así, el 3 de enero de 964 estalló una conspiración urdida por él mismo contra el emperador y en la que el pontífice, huido a Córcega, habría prometido como recompensa «el dinero de San Pedro y de todas las iglesias» (beati Petri omniumque ecclesiarum pecuniam). Fue la primera sublevación de los romanos contra un emperador alemán, una sangrienta lucha callejera, que Otón, avisado aquel mismo día, aplastó sin dificultad, pues sus «guerreros avezados a la lucha, impávidos de corazón y en el empleo de las armas», cayeron sobre los levantiscos «y los pusieron en fuga sin ninguna resistencia, como los halcones a una bandada de pájaros. Ni escondrijos ni cestos ni artesas ni cloacas pudieron proteger a los fugitivos. Por lo que fueron degollados y, como suele ocurrirles a los hombres valientes, con numerosas heridas en la espalda. ¿Quién de los romanos habría sobrevivido entonces a este baño de sangre, si el santo emperador, impulsado por la misericordia que no se les debía, no hubiera detenido y desconvocado a sus guerreros sedientos de sangre?».

Oh, el misericordioso, grande y santo emperador, a quien también los romanos juraron después una vez más lealtad sobre la (supuesta) tumba de san Pedro y le entregaron cien rehenes, a los que él de inmediato dejó ir libres a instancias de su papa. Pero apenas él se hubo partido de Roma, León VIII, «un cordero entre lobos rapaces», fue expulsado en febrero de 964 de la ciudad santa, y Juan XII, por quien sus numerosas queridas apostaron fuerte y con éxito, «pues muchas de ellas eran de noble linaje», regresó aquel mismo mes. Las puertas se le abrieron sin resistencia alguna.

El papa tomó entonces cumplida venganza cristiana de sus dos legados enviados antaño a Otón: al jefe de la cancillería, Azzo, mandó que se le cortase la mano derecha, y al cardenal Juan la nariz, la lengua y dos dedos. El representante alemán en Roma, obispo Otger de Espira, fue azotado y encarcelado por orden del papa. En un sínodo, celebrado en San Pedro a finales de febrero y abierto solemnemente con la introducción procesional de los cuatro evangelios, reconocieron de nuevo a Juan XII casi los mismos cardenales que lo habían depuesto tres meses antes. Y casi los mismos cardenales, que habían exaltado al fugitivo León VIII, lo excomulgaron ahora. Los obispos de Porto y Albano, que habían participado especialmente en la ordenación del papa León, incurrieron en la suspensión canónica mientras que el cardenal Sico de Ostia era expulsado del clero.

Mas Juan XII no pudo disfrutar de su victoria. Al tener noticia de que el emperador regresaba escapó a Campaña. Y allí murió «en un lance de honor» (Kampf), el 14 de mayo de 964, pocos días después de un adulterio, «cuando se divertía con la mujer de cierto varón» (Liutprando), probablemente por la amabilidad del marido burlado o, como también se dice eufemísticamente, por «un ataque de apoplejía». Y ello sin ni tan siquiera «haber recibido el santo viático» (Seppelt)[72].

«Con su reposición la Providencia había protegido su derecho, y con su muerte repentina castigó su indigna conducta.» Así explica la historiografía católica el sabio proceder de la «Providencia». Pero ¿no habría sido más sabio ahorrar a Juan XII su caída, a la Iglesia su conducta escandalosa y a nosotros el papado sin más?[73]

Tumultos y horrores en Roma y en la historiografía

Olvidando rápidamente los juramentos prestados, los romanos eligieron entonces a un cardenal que no sólo había participado en la deposición de Juan XII sino también en la elección de su propio predecesor León: Benedicto V (fallecido en 966). Fue entronizado y se le prometió no abandonarle nunca y defenderle en todas las situaciones. Pero el emperador quiso su papa. Repuso a León VIII, saqueó y asoló el territorio romano y en junio de 964 puso cerco a la ciudad, en la cual, pese a los calores, las hambrunas y las epidemias, el papa Benedicto, «un varón digno y piadoso a carta cabal» (Seppelt), empujó a los romanos a la defensa. En ella participó personalmente subiendo a las murallas, alentando a los suyos y lanzando sus anatemas contra el ejército sitiador. Pero forzados por el poderío del enemigo, el hambre y la necesidad, los sitiados abrieron las puertas el 23 de junio, entregaron a Benedicto y sobre la tumba de san Pedro de nuevo prometieron lealtad al emperador y a León VIII. Por su parte Benedicto V, «el invasor» (invasor, en expresión de Liutprando), fue condenado públicamente como usurpador en un concilio celebrado el mismo mes de junio de 964. El papa

León le arrancó las insignias de su dignidad, «le quitó el palio papal, que se había apropiado, le arrebató de la mano el báculo episcopal y lo rompió en pedazos delante de sus ojos». El papa depuesto fue degradado a la categoría de diácono, fue desterrado a perpetuidad y emprendió el camino del destierro rumbo a Hamburgo, donde murió el 4 de julio del año siguiente[74].

A la muerte de León en 965 los tumultos continuaron en Roma como de costumbre. En rápida secuencia se sucedieron los papas leales al emperador y los antiimperialistas, que mutuamente se combatieron, excomulgaron, mutilaron y asesinaron. En un sínodo de prelados franceses celebrado en Reims en 991, el obispo Arnulfo de Orleans, en uno de los ataques medievales más duros contra el papado, lo vio con toda claridad enteramente corrompido por crímenes e ignominia, vio el presente de la Roma papal «envuelto por una noche tan espantosa, que su desprestigio persistiría en el futuro». Se sabía entonces que ya desde hacía siglos «el Anticristo operaba en Roma», mientras que todavía a mediados del siglo XX el jesuíta Hertling quería hacernos creer que «no se deben aplicar las pautas actuales a aquellos escándalos inauditos».

Pero eso es algo que siempre se puede decir. Y es algo que siempre se dice. Con ello se quita importancia a todo. Y por eso hasta hoy no ha sido más que una estupidez repetida por doquier; no, peor aún pues, ¿quién es hoy tan imbécil?: no es más que pura hipocresía. Por ese camino dentro de cincuenta o de quinientos años también se podrá justificar el establecimiento y fomento del fascismo por parte de los papas. O la repetida permisión de la guerra ABQ (con el empleo de armas atómicas, biológicas y químicas) por el papa Pío XII…

¿No aplicar ninguna de las pautas modernas? ¿Entenderlo todo de acuerdo con la situación y la altura de los tiempos? ¿Comprender el espíritu de la época? Pero ¿quién o qué es eso? ¿No ha sido y sigue siendo siempre «el espíritu propio de los señores», el espíritu cristiano que existe desde siglos? «Nosotros somos los tiempos; como somos nosotros, así son los tiempos.» Quien eso escribió ¡no fue otro que Agustín! Y Johannes Haller, el gran historiador de los papas, insiste: «Ya entonces las cosas no eran diferentes: la que entonces se llamaba Iglesia santa, apostólica y romana, se presenta al espectador como un edificio de dominio muy mundano, en el que bajo el manto de san Pedro luchaban la ambición y la codicia por el trono y los cargos y donde se emplean las mismas armas que en todas partes y la lucha por el poder adquiere formas más rudas y repulsivas que en cualquier otro sitio». Y Haller cita —a pesar de ser aquella «una época casi iliterata»— a coetáneos, que ya percibían las cosas como nosotros. Tal, por ejemplo, aquel poeta desconocido en su apóstrofe a Roma:

Pueblo humilde, congregado de los confines de la tierra,

«siervos de los siervos», sí, se llaman ahora tus

señores… a los pies de sucios bastardos te postras en el

polvo… la codicia y la ambición dominan por entero tus

sentidos… Cruel mutilaste en vida los cuerpos de los

santos, ahora el hueso de los muertos vale para

cualquier venta y aunque la tierra ávida borró los restos

de la vida, tú sigues vendiendo falsas reliquias.

Ciertamente que todavía hoy hay cabezas cristianas muy aficionadas a todo esto y que, como siempre, además de gustar de la pátina de lo mórbido llevan a cabo la obra artística de explicar las cabezas de la hidria. Así, el historiador católico Daniel-Rops ante el arsenal de horrores papales piensa que «esas peculiaridades, como se han de reconocer, son también románticas y fascinantes como una novela de Alexander Dumas». Por lo demás «los asuntos escandalosos, los actos de violencia, que en cada época (!), ensuciaron el trono papal, no deben achacarse al ministerio sagrado instituido por Cristo, sino a la opresión que ha tenido que padecer»[75].

¡Y que tales bocazas prosperen! Son frases casi más lamentables que cuanto encubren…

El papa Juan XIII (965-972), hijo sin duda de Teodora la Joven, hermana de Marozia, también era hijo de un obispo según el Líber Pontificalis. Durante el cisma entre sus predecesores, León VIII y Juan XII, había mantenido una actitud ambigua y oportunista: había acusado a Juan XII, había asentido a la exaltación de León y después había firmado su deposición. Juan XIII, ambicioso de poder y germanófilo, colaboró estrechamente con el emperador y de común acuerdo con él convocó sínodos en Roma y en Ravenna. Se enemistó con la nobleza local y con el pueblo. Favoreció descaradamente a sus parientes y ya a los pocos meses, mediado diciembre, los romanos capitaneados por el prefecto de la ciudad, Pedro, y por el conde de Campaña, Rotfredo, lo depusieron, escarnecieron y maltrataron, primero encarcelado en Castell Sant’Angelo y después en Campaña bajo el control de Rotfredo. Mas con ayuda de unos parientes pudo huir a comienzos de 966 y, tras numerosas escaramuzas con sus enemigos, en noviembre de 966 pudo regresar triunfalmente a Roma al frente de un ejército de soldados imperiales y propios.

Poco después Otón —el gran César coronado por Dios, el tercer Constantino, como lo exaltaba el papa en una bula— mandó deportar a tierras germánicas a los nobles que habían tomado parte en la sublevación, mientras que a los caudillos del pueblo, a los doce comandantes de milicias de las doce regiones de Roma y a un decimotercero del Trastévere los hacía ahorcar. Para Pedro, el prefecto de la ciudad apresado en la huida, Su Santidad dio muestras de gran fantasía creativa ideando un tratamiento especialmente bizarro, que hasta creó una cierta escuela en el círculo papal. Primero, por orden del pontífice, al tocayo del Príncipe de los Apóstoles se le tonsuró la barba y lo colgaron de la cabellera; para ello el santo padre se sirvió como picota de la estatua ecuestre de Marco Aurelio, que (equivocadamente) se tenía por un monumento del santo emperador Constantino I (el llamado Caballus Constantini), por lo que se alzaba delante de Letrán. Después, entre una lluvia de golpes, lo pasearon desnudo por la ciudad con una ubre de vaca sobre la cabeza y campanillas en las caderas, cabalgando de espaldas sobre un asno, de modo que el rostro de Pedro miraba a la cola del jumento (como su rienda). Fue encarcelado y finalmente exiliado a Alemania. El carcelero del papa en Campaña, el conde Rotfredo, ya había sido matado a palos, pero por orden imperial fue desenterrado y arrojado fuera de los muros de la ciudad[76].

El clero, el principal apoyo y el beneficiario también en Italia

Desde 961 hasta su muerte en 973 Otón I permaneció muy poco tiempo en Alemania. Diez de los doce últimos años de su vida los pasó en Italia, en cuya parte meridional llevó a cabo tres guerras contra los árabes musulmanes y contra la cristiana Bizancio. Al norte de los Alpes y en el oeste, donde había conseguido la hegemonía contra Francia y hasta una «corregencia» de hecho al haberse sometido Borgoña, estuvo representado por el arzobispo y archiduque Bruno. La educación y tutoría de su hijo Otón II quedó en manos del arzobispo Guillermo de Maguncia. El soberano atendió personalmente a la salvaguarda de su soberanía especialmente en Roma, donde en 962 fue coronado emperador por el santo padre, ¡y qué santo padre! Se refundaba con ello el «imperium christianum» y la futura historia de Alemania quedaba vinculada al futuro del papado, al igual que este al sistema imperialeclesiástico alemán.

En el sur de la península Otón y sus sucesores, en un recurso consciente a la denominada tradición carolingia reclamaron también el ducado de Benevento, que es como decir el sur continental de Italia, exceptuadas la Apulia meridional bizantina —desde los tiempos del emperador Justiniano—, la baja Calabria y las pequeñas repúblicas marítimas del Tirreno.

Los constantes campañas italianas de los emperadores alemanes, especialmente desde Otón I, idealizadas tan a menudo incluso hoy y vistas de una manera romántica —con el resultado de una política que fracasó en el siglo XIII—, fueron objeto de larga y acalorada discusión entre los investigadores. Entre los principales contrincantes hay que mencionar a Heinrich von Sybel (fallecido en 1895), discípulo de Ranke y adversario de Bismarck, que rechazaba la política imperial alemana de la Edad Media, y a Julius Ficker (fallecido en 1902), que la defendía. Tampoco esta controversia tenía nada que ver con la objetividad, que por lo demás es imposible en la historiografía. Desde su punto de vista pequeño alemán Sybel rechazaba dicha política, que Ficker sostenía desde su posición católica y granalemana. Así, unas concepciones casi exclusivamente de política cotidiana, como eran respectivamente las de la pequeña y la gran Alemania, definieron el debate histórico. Mas como todo esto por el momento no juega papel alguno, también de momento «toda la controversia resulta baldía por completo» (Hlawitschka) para la investigación histórica. Por lo demás Johannes Fried recuerda «la sorprendente visión» de Otón de Freising apenas doscientos años después, para quien «la incursión militar a Italia habría sido un sacrificio que el rey había hecho en apoyo de la Iglesia vacilante; y apenas esta se había afianzado se volvió contra su auxiliador de antaño, el rey y emperador alemán» dando así pie a la lucha de las investiduras.

Una cosa es cierta: al igual que la Ostpolitik de Otón, también por supuesto su política italiana, pese a las numerosas diferencias de detalle, estuvo al servicio de la ampliación del propio poder y de la explotación sistemática del país.

Estrechamente implicado estuvo también el clero en el sur otoniano —lo que recientemente y con poca fuerza de convicción se ha intentado minimizar y hasta reinterpretar— «ya que se promocionaron especialmente las iglesias y se construyeron en apoyo de la autoridad imperial» (Handbuch der Europaischen Geschichte). «El principal apoyo (de Otón) en Italia fueron entonces los obispos, que reforzaron su posición con ayuda alemana. Se les hicieron grandes donaciones…» (Stern/Bartmuss)[77].

Sin duda que ni Otón ni sus sucesores deseaban un episcopado demasiado poderoso. Pero unos príncipes eclesiásticos fuertes también más allá de los Alpes no podían menos de complacerles lo mismo que en Alemania, no obstante las diferencias. En el fondo continuaron la política de los carolingios, muy beneficiosa para el clero, aunque por procedimientos muy diferentes. Para no mencionar el hecho de que también sus enemigos a menudo favorecieron en Italia al clero alto.

Como quiera que fuese, Otón dotó a determinados obispados con tierras reales, con derechos e ingresos públicos. Así, por ejemplo, incrementó notablemente el poder del obispo Aupaldo de Novara, cuyo predecesor Pedro II había luchado abiertamente contra Berengario. Así, el obispo Bruningo de Asti, archicanciller de Lotario y de Berengario, fue también archicanciller de Otón, recibiendo además la potestad civil sobre su ciudad episcopal y sus alrededores. Y su sucesor Rozo, además de otros privilegios jurídicos y económicos, como el derecho de cobrar peajes, establecer mercados y puertos y hasta construir fortificaciones, obtuvo evidentemente asignaciones territoriales mayores aún.

El obispo Huberto de Parma (960-980), canciller y archicanciller respectivamente de Berengario II y de Adalberto todavía en el verano de 961, ya en febrero de 962 estuvo presente en la coronación imperial de Otón y al mes siguiente obtuvo el favor supremo. Otón no sólo confirmó a la iglesia episcopal de Parma una serie de donaciones anteriores, la inmunidad, la protección regia y el derecho inquisitorial, sino que confirió también a Huberto los derechos de un conde palatino sobre la ciudad y su entorno, convirtiéndolo así en «soberano absoluto». Más aún, Otón favoreció también al prelado en los condados donde el obispado tenía posesiones, «y además con posesiones eclesiásticas estratégicamente favorables…» (Pauler). Y se comprende que el obispo Huberto acompañase también al emperador en la guerra y que en su tercera campaña italiana asumiese incluso el cargo de archicanciller, pues el hasta entonces archicanciller, el obispo Guido de Módena, acababa precisamente de desertar[78].

El obispo Guido de Módena (943-968), que de tanto en tanto cambiaba de frente —en 945 empezó por apoyar la elevación de Berengario al trono, poco después respaldaba a Lotario, hijo de Hugo, posteriormente a Otón I antes de pasarse de nuevo al bando del rey Adalberto— obtuvo asimismo provecho de todos los bandos: de Lotario («dilectus fidelis noster») recibió tierras en el condado de Comacchio y de Berengario II tres castillos. A lo largo de un decenio (de 952 a 961) estuvo en buenas relaciones con su señor Berengario y se comprende que fuera su archicanciller. Pero después se pasó al bando de Otón y continuó ejerciendo con él el mismo cargo y obtuvo a cambio las posesiones de Guido y Conrado, hijos de Berengario en varios condados, aunque posiblemente sin sacar gran provecho de las mismas. Roland Pauler, que ha seguido paso a paso el rosario de traiciones del príncipe de la Iglesia notoriamente felón, después no puede menos de alabar, como discípulo de Hlawitschka, al consejero supremo de Otón (summus consiliarius): «Al principio aspiraba a ampliar su propio poder, para lo que no le pareció demasiado malo ni siquiera el recurso de la traición con vistas a lograr sus objetivos; pero después bajo los respectivos señores cumplió con sus obligaciones como obispo imperial, como archicanciller, missus y ayudante en el campo de batalla como un vasallo civil»[79].

Honor a quien honor se debe.

Dicho de otro modo: los crímenes tienen que cometerse en el debido marco personal. Es decir, siempre en complicidad con el más poderoso.

La política de Otón en el sur de Italia estuvo también naturalmente al servicio de la ampliación de poder y del expolio (en tono algo más académico: al servicio del Estado feudal alemán).

El emperador consigue «uno de los objetivos más importantes de su vida en sus últimos años de gobierno»

Los bastiones de Otón en Italia fueron los tres principados longo-bardos —que separaban el Estado de la Iglesia del sur bizantino— de Capua (con Spoleto y Camerino), Benevento y Salerno, que a la muerte de Otón y sólo por breve tiempo reunió en unión personal el príncipe Pandulfo I Cabeza de hierro. Ya a comienzos de 967 Pandulfo había prestado vasallaje al emperador, al igual que lo hiciera Landulfo de Benevento, viéndose ambos recompensados: aquel con los margraviatos de Spoleto y Camerino, este con una confirmación generosa de sus posesiones. Cierto que también Bizancio consideraba desde antiguo aquellos territorios longobardos como su esfera de interés y reclamaba su soberanía. Pero en la Navidad de 967 Otón hizo coronar emperador en Roma a su hijo homónimo (a ejemplo de Luis el Piadoso, de Lotario I y de Luis II), siendo este el único doble imperio de la historia alemana, con vistas a un arreglo amistoso del conflicto mediante el matrimonio con una princesa bizantina. Pero el intento fracasó con la entrega de Benevento y Capua exigida por el emperador Niképhoros Fokas[80].

Así no se buscó ninguna novia sino que estalló la guerra. Se inició en el sur con motivo de la tercera campaña de Otón en Italia (966). Al año siguiente el basileus bizantino cruzaba los Balcanes al mando de un ejército para penetrar en Italia meridional, sin que alcanzase el objetivo. En respuesta Otón desató las hostilidades. A través de Capua y Benevento cayó sobre Apulia y en el otoño de 968 devastó durante un mes la Calabria griega. «Otón era un hombre belicoso —asegura el historiador de la Iglesia y teólogo Albert Haucky— estaba sediento de conquistas; nunca pudo resistir a la tentación de acometer una incursión audaz, que prometiera una gran recompensa.» Belicosos lo fueron casi todos aquellos gobernantes católicos ¡desde hacía ya más de medio milenio! Pero ningún castillo se tomó entonces, ni se dio ninguna batalla campal, ni Bari fue conquistada. Los esfuerzos diplomáticos de Liutprando en Constantinopla también fracasaron por completo; a ello se debió que escribiera su panfleto cuajado de incidentes «Embajada al emperador Niképhoros Phokas en Constantinopla» (al que llama «tizón apagado», «vieja», «sátiro», «jabalina», «estúpido», «cerdo» y otras lindezas, asegurando que tenía los «ojillos de un topo» y «una jeta de gorrino», en una palabra, «alguien con quien uno no querría encontrarse a media noche»). El basileus amplió entonces sus exigencias: toda Italia meridional y central, incluida Roma, al tiempo que negaba a Otón el reconocimiento de la dignidad imperial.

El soberano de occidente pronto abandonó el territorio de la lucha, pero envió un nuevo contingente de tropas a Suabia y Sajonia. Después de haber oído misa en Benevento, cayó, con la bendición del arzobispo Landulfo sobre Apulia y tras la victoria de Asculum cortó la nariz a los bizantinos derrotados, que al fin y al cabo eran cristianos y «con la nariz cercenada los devolvió a la nueva Roma» (Widukind) siendo aquel «un éxito ciertamente memorable de las armas alemanas» (C. M. Hartmann).

En la primavera de 970 Otón avanzó de nuevo hacia el sur, devastó los alrededores de Nápoles, pegó fuego a Apulia por los cuatro costados y se llevó el ganado. El gobierno cristiano de Bizancio envió mercenarios sarracenos contra el emperador sajón, también cristiano. Y aunque Liutprando alardeaba en un tono muy pastoral de que «los numerosos cobardes (de Niképhoros), sin más coraje que el que les daba su número, fueron aniquilados por nuestros combatientes, pocos pero veteranos en la lucha y sedientos de guerra», lo cierto es que ni Otón I ni Otón II lograron anexionar de manera estable el territorio de Apulia a la parte septentrional del imperio[81].

Una de las numerosas revoluciones palaciegas de Bizancio puso fin a la lucha en el campo de las armas y de la diplomacia.

La noche del 10 al 11 de diciembre de 969 caía el emperador Niképhoros víctima de una conjuración de su esposa con su primo y rival, el general Juan Tzimiskes. La acción sangrienta redundó también en beneficio de la Iglesia. El patriarca Polyeuktos (956-970) pronto logró que el cambio de soberano le reportase ventajas. Denegó la coronación al asesino hasta tanto que este se declaró dispuesto a revocar las disposiciones de Niképhoros contra la ampliación de las posesiones monásticas y contra el acceso a la dignidad episcopal sin la previa aprobación del emperador.

En occidente aquella revolución palaciega trajo la paz, que dejó Apulia del lado de Bizancio y Capua y Benevento con el emperador alemán. No se obtuvo la deseada novia, Ana Prophyrogénita; pero sí, además de muchas reliquias, la princesa Theophanu, sobrina del nuevo emperador Juan Tzimiskes, no nacida en Porphyra, en el palacio imperial, pero sí bella y prudente. El 14 de abril de 972 la desposaba Otón, casi de su misma edad, 16 años, en la basílica romana de San Pedro y Juan XIII la coronaba emperatriz[82].

Con ello pudo Otón «el Grande» satisfacer su incesante ambición de que el asesino imperial y emperador de la Roma oriental (tal vez porque no se sentía demasiado seguro en el trono) le reconociese la dignidad de emperador de la Roma occidental… Una dignidad que sin duda alguna reportó a la humanidad muchísimos más crímenes que beneficios. Pero el reconocimiento como segundo imperator con el mismo rango fue para Otón «uno de los objetivos vitales más importantes en sus últimos años de gobierno» (Glocker)[83].

Cuando el emperador moría en su palacio de Memleben el 7 de mayo de 973 —no sin «el fortalecimiento del santo viático» (Thietmar)—, el imperio alemán comprendía aproximadamente 600.000 kilómetros cuadrados, a los que se sumaban los 150.000 o 160.000 al sur de los Alpes. Y el pueblo, al decir de Widukind, aclamó a Otón por «haber vencido a los arrogantes enemigos, que eran los ávaros (húngaros), sarracenos, daneses y eslavos, con la fuerza de las armas, haber sometido Italia, haber destruido los templos de los ídolos de los vecinos paganos y haber erigido templos a Dios e instituciones eclesiásticas, pregonando muchas otras bondades suyas»(!). El emperador de romanos y rey de pueblos dejaba «a la posteridad muchos y gloriosos monumentos tanto en el campo eclesiástico como en el civil», como dice el monje al cerrar el libro tercero y último de su historia de los sajones. Y una inscripción (en oro laminado) sobre la losa de su sarcófago le califica de «supremo honor de la patria» y «orgullo de la Iglesia»[84].