Enrique I, «el padre de su país, el más grande y el mejor de sus reyes» (Widukind), dejó tres hijos de su segundo matrimonio con Matilde: Otón, Enrique y Bruno. Todavía en la primavera había designado oficialmente como sucesor, en la dieta imperial de Erfurt, al hijo mayor, Otón, nacido el 23 de noviembre de 912 y que contaba por tanto 24 años. El primogénito Thankmar, habido de un primer matrimonio —declarado nulo—, había fallecido para entonces, al igual que Enrique, hijo segundo del segundo matrimonio, el preferido de la reina Matilde y al que según parece habría querido ver sobre el trono. Y así —en una ceremonia que crearía tradición en la coronación real de los soberanos alemanes—, Otón I, del linaje sajón de los Liudulfingios, el futuro primer emperador alemán, fue ungido y coronado en Lotaringia (arrebatada por el padre de Otón a Rodolfo, rey de Borgoña), en el palacio carolingio de Aquisgrán, el 7 de agosto de 936. El día acabó con el ritual «banquete de coronación», una orgía imponente de comida y bebida («elemento esencial de todas las celebraciones a las que el rey asistía», Bullough).
Pero al principio habían discutido entre sí los tres arzobispos renanos de Tréveris, Colonia y Maguncia sobre la presidencia en la ceremonia de la coronación. Ruotberto de Tréveris, que pronto sería archicanciller/archicapellán antes de sucumbir a la peste en 956, insistía en la mayor antigüedad de su diócesis episcopal y en su fundación «casi por el bienaventurado apóstol Pedro» (tamquam a beato Petro apostólo). Mas también Wilfredo de Colonia quería presidir el acto de la coronación. Al final se convino en que presidiera Hildeberto de Maguncia, asistido por el metropolitano de Colonia. Después, el maguntino, «varón de admirable santidad» (Widukind), en el interior de la capilla y casi bajo el báculo que llevaba, entregó a Otón la espada como primera de las insignias imperiales con estas palabras: «Toma esta espada, con la que has de expulsar a todos los enemigos de Cristo, paganos y herejes, en virtud de la potestad divina a ti conferida y en virtud de todo el imperio de los francos, para afianzamiento de la paz de todos los cristianos». Una frase que, al decir de Pierre Riché, contenía «ya todo el programa de gobierno otomano». En cualquier caso el rey coronado hizo la guerra a los paganos de forma satisfactoria, pero la paz entre los cristianos no la logró jamás ni a un lado ni al otro de los Alpes[6].
Tras la consagración y unción en la basílica «Magni Caroli», Otón, que a propósito se presentó con indumentaria franca, se sentó en el trono de piedra de Caríomagno sito en el coro occidental de la catedral (que todavía puede admirarse en la tribuna de la capilla palatina). Y todo este ceremonial, cuidadosamente preparado sin duda alguna, mostraba al joven monarca como «rex Francorum», cual continuador de las tradiciones carolingias. La Iglesia lo convirtió en «rex gratia dei», rey por la gracia de Dios, «el elegido de Dios» (a Deo electum), elevándolo así claramente por encima de toda la nobleza.
Asimismo se echó de ver ya entonces claramente, con la manifiesta referencia a los comienzos del reinado de su padre y predecesor, una nueva posición de poder, una posición clave del clero y la evidente subordinación de los duques. Ya no eran iguales bajo un primero (primus inter pares), como con Enrique I, sino que eran «servidores» de un ungido, de un señor por la gracia de Dios. Ellos, a saber, Giselberto de Lotaringia, Eberhardo de Franconia, Hermann de Suabia y Arnulfo de Baviera, prestaron al nuevo soberano, en el banquete real y de una forma solemne, los servicios cortesanos de camarero, trinchante, copero y mariscal; oficios que ya se daban en la corte de los príncipes merovingios y de los que más tarde saldrían los cuatro cargos principales del imperio. Pero Aquisgrán pasó a ser el lugar de coronación de los soberanos alemanes de la Edad Media. A lo largo de seiscientos años, entre 936 y 1531, allí recibieron la corona 34 reyes y 11 reinas[7].
Otón I, que inmediatamente después de su ascensión al trono se hizo ungir por la Iglesia, recibiendo una consagración «superior», fue un príncipe muy creyente y católico a carta cabal. Más aún, tan persuadido estuvo del carácter sagrado de su señorío y soberanía, así como de su coordinación con el clero, «que el ejercicio del poder real fue para él un servicio sacerdotal» (Weitlauff). Su realeza, potenciada por así decirlo con el acto de la unción, anuncia ya desde el comienzo «un cambio de actitud respecto de la Iglesia» y «en cierto modo se convierte en el modelo de las monarquías de la Edad Media» (Struve). Si hemos de creer a Widukind, los súbditos de Otón vieron en él la norma de la justa actuación divina. El rey, que por cierto hablaba con ligero acento sajón, tenía un rostro rubicundo y llevaba luenga barba; estaba de continuo bajo la protección de Dios, fue el apoyo y esperanza de la cristiandad y fue el gran príncipe divino cuya soberanía se asemejaba a la de Dios sobre el universo.
Al igual que Carlos «el Grande», también Otón «el Grande» veía su cometido principal en la protección de la Iglesia y del papado, a pesar de los numerosos incidentes. Casi al pie de la letra renovó en un documento, que todavía se conserva, las habituales promesas de los carolingios a los papas, renovó por escrito las antiguas donaciones y garantizó la ocupación de la sede romana según los cánones eclesiásticos.
Pero además de la «defensio ecclesiae» aquel príncipe, que nunca se ponía la corona sin haber antes ayunado, vio su segunda misión fundamental «en la conversión de los paganos a Dios» (Brackmann). En él, precisamente, aparece «con mucha fuerza una conexión bastante larga entre guerra y misión orientales» (Bünding-Naujoks).
Y aunque de hecho la Iglesia no representaba un bloque de intereses totalmente unitario, mandaba orar por Otón y sus tropas como algo que caía por su propio peso, habiéndose convertido en norma ya desde el siglo VIII la oración por el ejército en las letanías y en las laudes del oficio divino[8].
En el combate tremolaba el estandarte imperial con la imagen del arcángel Miguel marchando al frente de los combatientes. Y naturalmente también la «Lanza sagrada» marchaba con ellos. En los apuros militares Otón se postraba de hinojos con gran fervor ante dicha «Lanza sagrada», como ocurrió en marzo de 939 al sur de Xanten. Después de la batalla del 2 de octubre frente a las murallas de Andernach, Otón se hincó de rodillas y lloró en una oración de acción de gracias. En algunas asambleas importantes de la Iglesia, como el sínodo general de Ingelheim en 948 y el posterior concilio nacional de Augsburgo, el emperador solicitó programáticamente la defensa del cristianismo y su difusión, a la vez que prometía de manera solemne combatir en todo tiempo con el corazón y las manos en favor de la Iglesia. Destruyó santuarios paganos y estableció bases misioneras cristianas, cuidó de los misioneros y creó diócesis con una organización fuerte. En 967, en la gran asamblea imperial y eclesiástica de Rávena, dio cuenta al papa y a los sinodales de su «actividad misionera» entre los eslavos.
De ese modo Otón I estrechó aún más la tradicional alianza de los carolingios con la Iglesia. Tanto él como sus sucesores desarrollaron las tendencias tradicionales. Él personalmente, así como Otón II y Otón III, los emperadores sajones, dominaron como ningún otro antes o después a la Iglesia occidental. Otón I hizo dictar disposiciones contra los clérigos que iban a la caza de animales y de mujeres y contra los laicos que robaban a los sacerdotes los ingresos de los diezmos. Convocó asimismo asambleas sinodales. En 941 marchó a Würzburg y Espira, en 942 a Ratisbona para participar de cerca en la elección del obispo respectivo. Y por supuesto que los Otones decidieron sobre las sedes episcopales, interviniendo curiosamente el Espíritu Santo en favor de los parientes reales. Y así, Otón hizo arzobispo de Maguncia a su hijo (ilegítimo) Guillermo en 954, arzobispo de Colonia a su hermano Bruno el año precedente y en 956 a su primo Enrique le nombró arzobispo de Tréveris. Los obispos Poppo I y Poppo II de Würzburg, Dietrich de Metz, Berengario de Verdún, Berengario de Cambray, Liudolfo de Osnabrück eran a su vez parientes del rey. Matilde, hija de Otón, fue la primera abadesa de Quedlinburg cuando tenía once años.
También a los papas los pusieron y depusieron los Otones a capricho. Otón I destituyó a Juan XII y a Benedicto V; lo mismo hizo Otón III con el usurpador Juan XVI. Sin tales intervenciones la situación eclesiástica de Roma habría sido aún más espantosa. Las majestades católicas tampoco tenían una idea demasiado amable de los «representantes de Cristo». Fue Otón III el primero en rechazar de manera tajante la «donación constantiniana» como una falsificación.
Otón I se atrajo sobre todo a los obispos y a los abades de los grandes monasterios imperiales para comprometerlos en «el servicio del imperio». Los clérigos más influyentes, que de ordinario pertenecían a la alta nobleza, salieron a menudo de la capilla del rey, donde originariamente (también) atendían a las tareas espirituales; pero ahora recibieron una formación directamente orientada a los intereses del soberano. Bajo Otón la mayor parte de los obispos en Sajonia, Franconia y Baviera salieron de su cancillería y capilla palatina. En los primeros años de la década de 950 se incrementó notablemente el número de los capellanes: pero desde finales de los años sesenta se duplicó y hasta triplicó la plantilla del departamento central del imperio. Del período de gobierno de Otón I conocemos a 45 clérigos palatinos, siendo los clérigos seculares algo más numerosos que los monjes, y como ya en tiempos de los carolingios, ejercieron como consejeros, diplomáticos, administradores y hasta mariscales de campo del soberano.
Se comprueba, en efecto, que «la mayoría de los obispos y abades imperiales, formados en la lealtad del imperio y en una concepción honda del cristianismo» (¡) (Hlawitschka) dentro de la capilla palatina, marchasen también a la guerra. Así, por ejemplo, en la campaña de Otón contra Francia en el otoño de 946 los metropolitanos de Maguncia, Tréveris y Reims, junto con otros prelados, se encontraban en el ejército imperial, que devastó con enormes saqueos todo el territorio hasta el Loira y Normandía. Los arzobispos de Tréveris actuaron también como gobernadores en el sur durante los años 946 y 948 y asimismo intervinieron en las campañas militares llevadas a cabo entre los años 953 y 965. Allí estuvo ininterrumpidamente durante cinco años el obispo de Metz, Dietrich —cuyo predecesor Adalberto había intervenido repetidas veces en las guerras y que probablemente también actuó ya en Italia—, siempre a las órdenes de Otón I. Y casi durante el mismo tiempo debió de granjearse el favor del emperador el arzobispo Adaldag de Hamburgo, que influyó poderosamente en la política imperial y eclesiástica otomana y que más tarde, con ayuda de Otón II, hizo la guerra danesa (974) y también difundió en Escandinavia la buena nueva del evangelio y su «honda concepción del cristianismo», que sin duda había adquirido en la capilla palatina, durante algún tiempo incluso como canciller de Otón. Los prelados Otker de Espira y Lantward de Minden, particularmente estimados del emperador, permanecieron, todo sumado, más de siete años en el sur. Durante el gobierno del emperador Otón I fueron en total no menos de 28 los obispos alemanes cuya presencia en Italia está probada, y probablemente no todos combatieron en el ejército por el Señor (cualquiera que sea el Señor que queramos figurarnos) y hasta podríamos asegurar que la mayoría.
Los prelados actuaban como representantes de la política real tanto dentro como fuera de las fronteras. Tuvieron influencia en la administración imperial, sobre los servidores laicos y los clérigos de la corte, en la judicatura y en las estructuras comerciales, impulsaron el desarrollo económico de sus territorios e impusieron la prestación personal. Y su actividad administrativa, económica y militar se mantuvo a lo largo de la Edad Media ejerciendo a la vez un papel determinante en la elección de casi todos los reyes y hasta se puede decir que los arzobispos de Maguncia actuaron a las veces como hacedores de reyes[9].
Naturalmente la disponibilidad del clero en favor del Estado bien merecía la pena. Pues así como con su ayuda el rey combatía la concentración de poder y los intentos de autonomía de la alta nobleza, especialmente de los duques, así también en su asociación cada vez más estrecha con el imperio obtuvo el clero gran cantidad de derechos administrativos y fiscales y conquistó sobre todo la protección del rey frente a los ataques de la aristocracia contra sus bienes. La anexión de extensos territorios mediante el sometimiento de los pueblos paganos vecinos permitió además una fuerte centralización del poder estatal.
Obispos y abades largamente ejercitados en la obtención de inmunidades (del latín munus, «servicio, cargo, favor, regalo») se vieron así agraciados con amplias donaciones territoriales y con nuevos privilegios de inmunidad. Y así lograron entonces una ampliación de derechos, que los protegían de la intervención de condes y duques. Se les otorgó la plena jurisdicción en las denominadas causae maiores; las ciudades episcopales y sus habitantes quedaron exentas de la autoridad de los condes, equiparándose la prisión eclesiástica a la prisión condal. Y con frecuencia a tales privilegios de inmunidad, proscripción y jurisdicción se sumaron los derechos de mercado, moneda y peaje; derechos todos que en origen estaban reservados al rey. Un ejemplo: cuando en 965 Otón concedió al arzobispo Adaldag de Bremen-Hamburgo el permiso de establecer en Bremen un mercado, le otorgó asimismo jurisdicción, peaje y moneda, con todos los ingresos derivados de los mismos, por lo cual el arzobispo se convirtió en el soberano de la ciudad de Bremen. Pero el traspaso de todas esas regalías reales o condales a los obispos «fue mucho más allá de lo que antes había sido habitual en Alemania» (Bullough). Por el contrario, bajo los Otones «ya no se concedieron más privilegios de inmunidad a los señores civiles…» (Schott/Romer)[10].
Pero así como la amplia incorporación de la Iglesia a los asuntos del Estado contribuyó a estabilizar la monarquía, también la dotación cada vez más generosa de los obispados y monasterios y su prestigio siempre creciente echaron a la vez las bases para la socavación del poder real con la reforma eclesiástica del siglo XI. El monarca, sin embargo, se puso entonces resueltamente del lado del episcopado, y desde luego en perjuicio de sus propios parientes y de los nobles más destacados.
La toma absoluta del poder por parte de Otón en el imperio francooriental germánico representó, por una parte, una ruptura con la práctica carolingia de la división de poder en la sucesión al trono en favor de la idea de unidad y de la indivisibilidad del imperio; y por otra parte, al adoptar la tradición carolingia procuró reforzar la posición del rey frente a los magnates.
De ese modo el comienzo de su gobierno provocó de inmediato ciertos movimientos de desestabilización, unos primeros tumultos y hasta algunas luchas sangrientas en el interior del país, en parte debidas a los parientes reales que se consideraban postergados y en parte alentadas por los príncipes que veían asimismo recortados sus derechos. A lo largo de casi veinte años el monarca, que evitaba los pactos de amistad con la aristocracia imperial, se vio implicado en enfrentamientos de herencia y empujado casi al borde de la ruina, pues sus adversarios encontraron un fuerte respaldo en la alta nobleza, todavía lo bastante poderosa como para levantarse de nuevo a la muerte de Otón I (973) y de Otón II (983). El primero de los Otones hubo de emplear casi la mitad del tiempo de su reinado en el esclarecimiento de las relaciones de poder dentro del Estado y hubo de combatir con cristianos y católicos francos, para no hablar por el momento de las guerras exteriores.
Las tensiones afloraron incluso en Sajonia y en Franconia, auténtico corazón del imperium otoniano.
Cuando en 936, tras el sometimiento de los eslavos del Elba, el rey hizo margrave al sajón Hermann Billung sobre determinadas franjas fronterizas en el bajo Elba y en 937 asignó al conde Gerón el margraviato del Elba medio y del Saale, Wichmann, hermano mayor de Hermann Billung y cuñado de la reina Matilde, abandonó el ejército. También Ekkehard, primo de Otón, que cayó poco después en lucha contra los eslavos, se vio postergado. Otro tanto le ocurrió a Thankmar, hermanastro de Otón (nacido del primer matrimonio de Enrique I con Hatheburg), que de antemano estaba limitado a la herencia de los bienes privados. Hubo asimismo problemas con el duque franco Eberhardo. Habiendo jugado poco antes un papel determinante en la exaltación de Otón al trono se vio ahora penado tras unos litigios sobre feudos en la región fronteriza francosajona —donde «la destrucción a sangre y fuego nunca cesó» (Widukind)— y sobre la sanción de un vasallo sajón de Otón, no sin que el emperador hubiera solicitado antes el parecer de dos arzobispos y de ocho obispos[11].
Mas fue con los bávaros con los que estalló un conflicto abierto.
Allí, en efecto, había fallecido el 14 de julio de 937 el temido duque Arnulfo «el Malo». El repetido vencedor de los húngaros se había comportado con insolencia frente a la realeza y había controlado por completo al clero de su territorio. Pero Otón deseaba una adaptación más fuerte y en adelante no estaba dispuesto a tolerar ni la política exterior autónoma de Baviera ni a su cumbre eclesiástica con el privilegio anejo de nombrar obispos; lo que pretendía era transformar el país en un «ducado ministerial». Y así, Eberhardo (937-938), hijo mayor de Arnulfo, se negó a prestar vasallaje a Otón, sobre todo por creerse plenamente legitimado a suceder en el ducado a su padre, que ya en 935 le había nombrado su sucesor.
Eberhardo y sus hermanos se opusieron tenazmente a una incardinación más fuerte. Rechazaron el «comitatus», un concepto político corriente ya entre los antiguos romanos y con un espectro de contenidos más amplio que el cortejo o escolta militar que significaba en tiempos de Otón. Y así se llegó, según el obispo Thietmar, «a desacuerdos muy notables entre nuestros compatriotas y los compañeros de armas». El rey intentó una solución por la vía militar y a comienzos de 938 marchó contra Baviera; pero sufrió un descalabro. Después fueron el conde Wichmann, hermano mayor de Hermann Billung, y Thankmar, hermanastro mayor de Otón, a una con el duque franco Eberhardo, quienes a comienzos del verano de 938 rompieron las hostilidades contra Otón. Retuvieron como rehén al hermano menor de este, Enrique, y mientras Eberhardo lo llevaba consigo en una prisión suavizada, Thankmar conquistó Eresburg.
El rey marchó entonces a Eresburg (en las proximidades de Obermarsberg junto al Diemel), donde los levantiscos se rindieron, abrieron las puertas y el populacho asaltante empujó a Thankmar, «el joven fatigado por la lucha, hasta la iglesia de San Pedro» (Thietmar). En tiempos los sajones habían venerado allí a Irminsul, hasta que Carlomagno la destruyó. Mas aunque Thankmar, en un acto de «simbolismo político», depositó sobre el altar su collar de oro y sus armas, sus perseguidores lo asesinaron por detrás —muerte supuestamente llorada ante todos por Otón— mediante un lanzazo. Escribe Widukind: «No temieron forzar las puertas e irrumpieron armados en el santuario. Pero Thankmar estaba en pie junto al altar, sobre el que había depositado las armas junto con la cadena de oro… Pero uno de los jinetes, de nombre Mancia, a través de una ventana cercana al altar atravesó por detrás con una lanza a Thankmar y lo mató junto al mismo altar». Y el mentado caballero robó después el oro. El derecho de asilo, que en la época del Imperio romano estaba en principio reservado a los templos y que también en la Franco-nia merovingia jugó un gran papel, para entonces apenas si se observaba en la práctica.
Tras una nueva expedición de Otón aquel mismo año contra Baviera depuso a su duque Eberhardo y lo desterró, con lo cual dicho duque desaparece de la historia. En su lugar aparece, con menor libertad y suntuosidad, un hermano del difunto duque Arnulfo llamado Bertoldo de Carintia, un príncipe por gracia de Otón. Desde entonces el rey decidió sobre la sucesión en Baviera y sobre la ocupación de la sede episcopal[12].
Pero también estaba descontento Enrique, hermano menor de Otón, nacido ya como su antagonista en tanto que hijo del rey. Apoyado por la madre de ambos y por los nobles sajones, no sólo aspiró a la corregencia sino al trono en exclusiva, a hacerse con todo el poder. Y todo ello según parece ya a la muerte de su padre. De ahí que también se hubiese excluido a Enrique de la entronización de Otón en Aquisgrán. Y así se sublevó en 939, poco después de quedar libre, junto con su cuñado, el duque Gilberto de Lotaringia (biznieto de Lotario I), quien en la coronación de Otón todavía actuaba como tesorero, y junto con el duque Eberhardo de Franconia, para quien tan ventajosa resultó la matanza de todos los miembros mayores de los Babenberger. Tras la muerte violenta de Thankmar, hermano del rey, Eberhardo se había entregado forzado por la necesidad; pero antes todavía tuvo tiempo de tramar un complot altamente peligroso con el hermano del rey, Enrique, para llevarlo al poder.
Cierto que en marzo de 939 las tropas reales pudieron inclinar de su lado un combate contra los contingentes superiores de Giselberto y de Enrique cerca de Birten, en el bajo Rin (al sur de Xanten). Pero ello sólo se logró con suerte y evidentemente gracias a un ataque diversivo en la retaguardia del enemigo, que se atribuyó desde luego a la oración del rey, el cual había permanecido en la orilla derecha del Rin junto con la «Lanza sagrada». «Oh Dios, autor y regidor de todas las cosas, mira a tu pueblo…» Como quiera que fuese, con tal ayuda de Dios «todos fueron muertos o hechos prisioneros o al menos se dieron a la fuga» (Widukind). Pero la sublevación continuó extendiéndose. Los levantiscos encontraron apoyo en el carolingio francooccidental Luis IV, mientras que Otón se aliaba con los enemigos internos del mismo: el poderoso duque Hugo de Francia, del linaje de los Robertinos, que en 937 había desposado a Hadwig, hermana de Otón; y el conde Heriberto II de Vermandois (quien en 925 había elevado a la dignidad de arzobispo de Reims a su hijo quinceañero Hugo, que ya llevaba dos décadas en el cargo).
Otón, deseoso de impedir la secesión de Lotaringia, mandó devastarla en el verano de 939 mediante una incursión hacia el oeste. Y cuando sus enemigos —entre los cuales había «también algunos hombres de la Iglesia, criminales y enemigos de Dios» (Continuator Reginonis), como el arzobispo Federico de Maguncia, al que Otón instituyó como mediador— quisieron cortarle la retirada hacia Sajonia, muchos de sus seguidores ya emprendieron la huida; pero justamente antes de la catástrofe lo salvó un ejército suabo al mando de los condes conradinos Udo y Conrado Kurzbold, ambos parientes cercanos no sólo del conde suabo sino también del duque Eberhardo. El 2 de octubre de 939 ellos cayeron repentinamente sobre los rebeldes y los derrotaron: Eberhardo de Franco-nia pereció en la batalla y Giselberto de Lotaringia en su huida fue arrastrado por las aguas del Rin «y nunca más se le encontró» (Widukind)[13].
Ahora bien, en estas grandes sublevaciones contra el rey siempre hubo implicados altos clérigos. Tal ocurrió en el levantamiento de 938-939, en el que intervinieron el obispo Ruthard de Estrasburgo y los obispos Bernain de Verdún, Gauzlin de Toul, un santo (fiesta 7 septiembre), y Adalbero I de Metz, un celoso reformador y abad del monasterio de St. Trond. Metz se convirtió incluso en el lugar de encuentro de todos los enemigos del soberano alemán. Y mientras este combatía en el oeste la rebelión y en el este los húngaros paganos caían sobre Turingia y Sajonia, el obispo Adalbero, promotor del movimiento reformista lotaringio, en su lucha contra el rey destruía hasta la capilla de Luis el Piadoso en Diedenhofen (Thionville) para que no se trocase en bastión del enemigo.
Habría que destacar aquí al nuevo príncipe eclesiástico de Maguncia, quien, al decir de un cronista coetáneo, el Continuator Reginonis, sólo parecía merecer el reproche «de que doquiera alguien se daba a conocer como enemigo del rey, inmediatamente se le asociaba como segundo». En cambio, Federico, canónigo de Hildesheim, ya a finales de junio fue nombrado arzobispo por Otón y el mismo año León VII le nombraba vicario apostólico y legado papal para toda Alemania, a la vez que el santo padre le animaba a «expulsar a los judíos que rechazasen el bautismo». (El cronista y sacerdote Flodoardo de Reims, acreditado en la escolta de los prelados del lugar durante diversas campañas, en 936 y con motivo de una misión política en Roma comió con el pontífice enemigo de los judíos y recibió «una impresión extraordinariamente favorable de su… compasión»: Kelly.) Como León VII, también su vicario, el arzobispo Federico —que entretanto se había ganado sin ningún sentido crítico la fama de enemigo del mundo—, a quien en tiempos, después de una traición al rey, sus propios diocesanos le habían cerrado las puertas, fue un celoso promotor de la severa reforma de los monjes. Le desagradaba el manejo de los bienes eclesiásticos en su diócesis así como la posición privilegiada del monasterio de Fulda. El soberano, por su parte, en 939/940 y 941 puso en prisión monástica al prelado de Maguncia y legado papal para toda Alemania, el cual, como su predecesor desde la contienda de Babenberg, simpatizaba con los Conradinos.
Tras el aplastamiento de los sublevados Otón sometió a su imperio el ducado de Franconia, con lo que esta perdió su autonomía para siempre. Y en 940 entregó Lotaringia (como sucesor de Giselberto) a su hermano Enrique, al que había perdonado; pero no logró afianzarse y ya en el otoño del mismo año fue expulsado del país. Ambicioso siempre de la corona, a la que sin duda tenía cierto derecho, Enrique urdió un complot para eliminar a su hermano en Quedlinburg, y concretamente en la sagrada fiesta de Pascua (941). Sin embargo, el plan fracasó y Otón hizo decapitar a varios de los conjurados, en su mayoría nobles sajones. El metropolitano de Maguncia, asimismo sospechoso, que el año antes había salido de la cárcel monástica de Fulda, se «purificó» públicamente mediante un «juicio de Dios», la comunión. Y el siempre inquieto amigo del alma, que fue llevado prisionero a Ingelheim y en la Navidad del mismo año aún seguía a los pies del más poderoso, de nuevo recuperó el favor de Otón y luego de tres intentonas ya no volvió a reincidir[14].
Para no fracasar, como su padre, con las autoridades ducales, Otón impulsó desde 940 una cierta «política de familia», proveyó de ducados a parientes más o menos bienquistos, dotándoles desde luego con territorios periféricos a fin de mantenerlos alejados de Sajonia y Franconia. También casó a parientes con personas que le eran adictas.
Así, a Enrique, su hermano rebelde pero que en el reparto de la herencia evidentemente había sido postergado, le dio primero el ducado de Lotaringia, a todas luces una mala posesión. Más tarde, a la muerte del duque Bertoldo en 947 le otorgó el ducado de Baviera, aunque ignorando por completo el derecho hereditario introducido allí por los Luitpoldingios. Ahora bien, el nuevo señor Enrique I (948-955) había desposado desde hacía ya una década a Judith, parte de dicha familia e hija del antiguo duque Arnulfo. En cualquier caso desde hacía largo tiempo no todos estaban de acuerdo con aquella toma de posesión; entre los descontentos figuraba Herold, arzobispo de Salzburgo (939-958 y fallecido hacia 970). Como partidario de Liudolfo durante la sublevación de 954, abandonó al rey para pasarse abiertamente al bando de sus enemigos. Mas fue hecho prisionero, y como (presunto) colaborador de los húngaros y tras la batalla de Mühldorf del Inn, probablemente el 1 de mayo de 955, Enrique de Baviera le sacó los ojos y lo desterró, cosa que a su vez excitó muchos los ánimos por tratarse de un príncipe de la Iglesia. Ni siquiera en su lecho de muerte quiso el duque arrepentirse de aquella crueldad, pese a pedírselo el obispo Miguel de Ratisbona.
Como su hermano Otón, tampoco Enrique, «el ilustre duque de Baviera», se anduvo con remilgos, siendo «el terror de los bárbaros y de todos los pueblos vecinos, incluidos los griegos» (Vita Brunonis). Cuando, por ejemplo, en 951 conquistó Aquileya con vistas a extender su influencia en Italia, hizo castrar al patriarca del lugar, Engelfrido (hacia 944_963).
Cegó a un prelado y castró a otro, pero personalmente fue un buen católico. Al poco de morir el duque, su esposa, Judith de Baviera, vivió «en luto rigoroso» y «en continencia como viuda»; pero fue objeto «de graves habladurías» por causa de su consejero, el obispo Abraham de Freising (957-993). El obispo, no obstante, probó su inocencia mediante un juicio de Dios, la recepción de la comunión eucarística, demostrándose «puro de alma y cuerpo» (obispo Thietmar).
A fin de consolidar más su dominio el rey estableció también lazos dinásticos con los grandes del reino.
Con tal propósito desposó en 947 a su hija Liudgarda, de dieciséis años, con el asimismo jovencísimo Conrado el Rojo, de la Franconia renana, que había sido agraciado con amplias posesiones en Worms y en Espira, que desde hacía tres años era duque de Lotaringia (944-953) y que desde hacía más tiempo era uno de los parientes más allegados a Otón. Asimismo, al año siguiente casó a su hijo mayor, aunque todavía adolescente, Liudolfo, designado sucesor al trono en 946, con Ita, hija de Hermann I de Suabia (926-949), que no tenía hijos varones y era el jefe de los Conradinos francos. A su muerte, en 949, Liudolfo fue duque de Suabia (950-954). Era «un joven de singular fama y presencia», pero que «no marchó lo bastante aprisa como para llegar al poder» (Vita Brunonis)[15].
Así, el precavido monarca no pudo vincular más estrechamente con la corona mediante ducados o ventajosos contratos matrimoniales a los miembros del linaje real perjudicados por su soberanía exclusiva. Por el contrario, los promocionados aspiraban a un poder mayor, y de ese modo estalló una nueva sublevación —cosa que se repite en estas casas reinantes cristianas de generación en generación—: la de Liudoifo en 953. Se creyó amenazado por su tío Enrique, duque de Baviera, así como por Enrique, un hijo del segundo matrimonio de Otón con Adelaida, nacido a finales de 952 y fallecido ya en 954.
La sublevación, peligrosísima para el rey, pues representaba el alzamiento de numerosos descontentos, estaba dirigida por Liudoifo, primogénito de Otón en su matrimonio con Edgith y duque de Suabia (que mantenía estrechos contactos con los monasterios de Saint-Gallen, Reichenau, Pfafers y Einsiedeln), y por Conrado el Rojo, yerno de Otón y desde 944 señor de Lotaringia, «desde hacía poco tiempo todavía el duque más valeroso, pero ahora el salteador más criminal». Los dos insurrectos principescos combatieron «con todos los recursos de la violencia y no menos de la astucia, no descansaban ni de día ni de noche, sembraron la desconfianza entre sus enemigos, no dejaron nada por intentar y ante nada retrocedieron. Su gran objetivo era hacerse de alguna manera con el control de las ciudades más importantes y ricas del reino y a partir de ahí, así lo creían, podrían dominar sin dificultad todas las regiones del reino».
Otón calificó a los insurgentes, que pudieron estar aliados con los húngaros sujetos a tributo, de «enemigos del país», «traidores a la patria» y «desertores, que en su blasfema arrogancia creo que gustosísimos me habrían asesinado con sus propias manos o me habrían visto morir con la más amarga de las muertes» (Vita Brunonis).
Casi todos los Luitpoldingios se pasaron al bando de los golpistas, así como la mayor parte de la nobleza bávara en general; también el conde palatino Arnulfo, hijo del duque Arnulfo «el Malo», que ya en la sublevación de 937-938 figuró entre los rebeldes, pero a quien Otón nombró conde palatino y sólo en 953 Enrique, hermano de Otón y duque de Baviera, le nombró su representante (cuando aquel marchó a toda prisa a Maguncia con un cuerpo expedicionario en apoyo del rey).
De parte de los insurrectos, cuya revuelta pronto se extendió a toda Alemania meridional pasando incluso a Sajonia, estuvieron también el arzobispo Heroldo de Salzburgo y Federico, arzobispo de Maguncia, que después en la dieta de Langenzenn (junio de 954) declaró solemnemente que jamás había emprendido nada contra la lealtad debida al rey, aunque de hecho a muchos, incluido el propio monarca «les había despertado el placer por la locura de la guerra civil» (Vita Brunonis). Entregó a los levantiscos Maguncia como punto de apoyo, que Otón atacó inútilmente durante dos meses, en julio y agosto de 953.
Como ya ocurriera en la Pascua de 941, el soberano escapó también ahora a un planeado intento de asesinato por parte de sus parientes católicos. Cierto que la subsiguiente guerra civil constituyó un vaivén de incidentes, de asedios y asaltos de diversas fortalezas y ciudades, de combates en torno sobre todo a Maguncia y Ratisbona, aunque se perfiló de primeras desfavorable a Otón y causó, especialmente al pueblo, graves pérdidas en haciendas y vidas humanas; pero el rey «al frente del ejército prendió fuego al país» (Thietmar). También Ratisbona, la capital bávara, que sitió inútilmente durante meses, fue en parte presa de las llamas.
Casi todas las plazas fuertes de Baviera las retuvieron los rebeldes, topándose Otón con las puertas cerradas. A ello se sumó en la primavera de 954 la irrupción de los húngaros, «esa vieja peste de la patria» (Vita Brunonis), que en un ataque por sorpresa llegaron hasta el Rin, penetrando en Lotaringia. Los disturbios, disputas y guerras civiles les parecieron naturalmente las ocasiones más propicias para lograr botines sustanciosos. Cuanto más insensatamente se combatieran los cristianos entre sí tanto mejor. Así, los cuerpos de caballería extranjeros aprovecharon también entonces la matanza entre católicos para sus ataques más devastadores contra Alemania y especialmente contra la parte meridional. Sin duda que también esta vez, como tantas otras veces, los príncipes del imperio se aprovecharon del enemigo exterior como un magnífico aliado. Liudolfo tomó a sueldo, así al menos lo afirma Thietmar, «a arqueros bávaros como aliados contra su padre y rey». También a Conrado el Rojo se le acusó de colaboración con los húngaros.
Y precisamente por ello cambió el sentimiento popular en favor de Otón. Y aunque algunos exponentes de la Iglesia alemana, como los arzobispos Federico y Heroldo, estuvieran del lado de los levantiscos, en un momento decisivo el soberano tal vez se libró de la ruina simplemente por el hecho de que nadie más que un verdadero santo, Ulrico de Augsburgo —consagrado obispo en la festividad de los Santos Inocentes— cambió la carroza por un caballo y con sus guerreros galopó en ayuda de su rey acosado. También en el estadio final de la lucha jugó un papel determinante el reclutamiento de un ejército por parte de Ulrico (junto con el del obispo de Coira)[16].
Otón I se había procurado un apoyo eficaz y un contrapeso al poder de los príncipes gracias precisamente a la generosa dotación del episcopado con bienes y regalías, cosa que se manifestó sobre todo en el servitium regís, el «servicio del rey», de obispados y abadías. Ellos, naturalmente, descargaron ese peso en sus subordinados, pues un deber de prestación de la alta nobleza resulta inseguro. Pero el personal para «servicio del rey», que a menudo era un servicio de guerra, lo tomó Otón cada vez más de su capilla palatina, a la que prestó particular atención[17].
En época reciente ha surgido una disputa sobre el sistema imperial-eclesiástico de Otones y Salios, a saber: si ese concepto tipológico de orden creado por la vieja investigación (L. Santifaller) estaba justificado históricamente. Es decir, si Otón había creado un nuevo tipo con el «sistema imperial-eclesiástico» o si —hipótesis con bases más sólidas— sólo se prolongaron y reforzaron ciertas tradiciones carolingias desarrollando de forma más acentuada y consecuente ciertos elementos de continuidad; en la Iglesia imperial carolingia fueron los monasterios los que jugaron un papel decisivo, mientras que en la otoniana ese papel correspondió a los obispados. La denominada autoridad espiritual del obispo (que ciertamente carece por completo de fundamento y además descansa por entero en concepciones creyentes tomadas de otras religiones y cuya estrecha conexión con la teología histórico-crítica he demostrado de manera sistemática en Abermals krahte der Hahn) hacía largo tiempo que se mezclaba con cometidos político-militares, aunque el principado «mundano» y la orientación «nacional» de los prelados se hizo todavía más patente bajo los Otones. Aquí no aparece nada fundamentalmente nuevo, sino más bien un sistema de dominio que desde siglos se hacía cada vez más patente y con el que los obispos y los abades perseguían también muy claramente sus propios objetivos, que a la larga redundaron en grave perjuicio del Estado[18].
Un representante destacado y hasta podríamos decir que el prototipo de un príncipe eclesiástico otoniano fue Bruno, hermano carnal de Otón, el hijo menor del rey Enrique I y de la reina Matilde, que nació en mayo de 925 y que durante los años de 953-965 fue arzobispo de Colonia.
Destinado desde muy pronto al estado clerical, Bruno fue educado desde los cuatro años en la escuela catedralicia por Balderico de Utrecht (918-976), un prelado emparentado con la casa real. Con catorce años, y por deseo de su hermano, llegó Bruno a la corte, en la que pronto ejerció una influencia dominante. Ya en 940, contando quince años, ocupó el puesto de canciller, y en 951, antes incluso de haber sido nombrado obispo llegó —caso muy infrecuente— a archicapellán y archicanciller, consiguiendo así la supervisión de la cancillería palatina. En 953, con veintiocho años, fue nombrado arzobispo de Colonia, finalmente tuvo autoridad sobre varios obispados y abadías y en el punto culminante de la sublevación liudolfina también fue —de hecho— duque de Lotaringia: «archidux», como le llama su primer biógrafo, el monje Ruotger, con la fusión de archiepiscopus y dux, abarcando el doble puesto de Bruno como príncipe de la Iglesia y del reino. Pero también, precisamente en Lotaringia, el santo cubierto de fama «había eliminado con medios militares… todas las resistencias de la nobleza que se oponían a la realeza» (Patzold).
En la corte, donde Bruno aparecía personalmente «con un vestido sencillo y con pieles de oveja a la manera de los campesinos en medio de sus servidores, que vestían púrpura» (Vita Brunonis), sin ni siquiera tomar un baño («Christi bonus odor»), se educaron bajo su dirección de la capilla, y especialmente de la cancillería, jóvenes clérigos para obispos y abades, para hombres a quienes la idea de la conversión de los paganos les fuese tan familiar como la idea agustiniana de «la guerra justa», bellum iustum, incluida la guerra ofensiva, perfecta para justificar el asesinato en masa de los «infieles».
De ese modo el arzobispo Bruno fue, por una parte, un precursor de la «reforma», que difundió los principios monacales de Gorze, la famosa abadía benedictina de Lotaringia (cuya fecha de fundación de 748 descansa en diplomas falsificados); por otra, sin embargo —dado que nunca se trataba de que algo «le complaciese a él personalmente, sino que agradase a Dios» (Vita Brunonis)—, también marchó al frente de su soldadesca, atacó violentamente a condes y otros grandes, despojó asimismo a cristianos y católicos y destruyó fortalezas; «un luchador incansable del Señor en casa y en la guerra», como subraya su biógrafo. Al menos seis veces combatió el santo al frente de un ejército; es lo que los estudiosos llaman una vita activa. Puso sitio (en 959 y 960) a Dijon y Troves; combatió con sus tropas en Borgoña, en Francia, e intervino con especial brutalidad contra Lotaringia, que repetidas veces se levantó contra él. Al conde Reginario III lo aplastó militarmente; fue proscrito por el rey, que le confiscó bienes y hacienda, y en Bohemia murió desterrado (973). (Sus hijos Reginario IV y Lamberto, que habían regresado al país tras la muerte de Otón, hubieron de huir al reino francooccidental al acercarse Otón II hacia 974.) Por el contrario, Bruno prestó ayuda al obispo Berengario de Cambray (956-962) para que pudiera regresar a la ciudad, cuyos súbditos se habían sublevado contra el prelado durante uno de sus viajes a la corte; después de lo cual Berengario inició un régimen de terror, aprovechando cualquier ocasión para atacar violentamente a sus diocesanos, a muchos de los cuales hizo matar, por todo lo cual no pudo permanecer por mucho tiempo en Cambray. (Su sucesor, el obispo Ansberto [966-971], sólo pudo afianzarse allí con ayuda exterior.)
Pese a que el santo arzobispo siempre fue, naturalmente, «Bruno, el hombre de Dios» atento a «las necesidades del pueblo» (Vita Brunonis), su mentalidad, íntimamente marcada por ideas monacales y escatológicas, tendía por entero al más allá. Así, en la lucha por el regio hermano, «la luz del orbe terráqueo», «el ungido del Señor», todos los enemigos, cualesquiera que fuesen sus creencias —¡y en el bando cristiano así ha ocurrido durante milenios!—, todos se convertían en verdaderos diablos: «impulsados por el espíritu del odio», todos estaban «inspirados por Satán», y difundían «el veneno de su maldad por todo el cuerpo del reino»: perjuros, ladrones, «la peste del género humano», «lobos rabiosos que devastan la Iglesia de Dios», etcétera. Por el contrario, «el amor» todo lo une en san Bruno: la nobleza más alta, cargos encumbrados, dignidades, sabiduría… junto con la humildad más profunda, la mansedumbre y los progresos diarios en la virtud. Aportaba en consecuencia, como según parece declaró el propio Otón, «un sacerdocio regio a nuestra autoridad real». De esa manera el santo resultaba «amable y terrible a la vez»; era, y todo quedaba en familia, exactamente como su hermano: «siempre amable dejando aparte el terror de la competencia penal». Efectivamente, «entre los mansos y los humildes nadie más manso y humilde que él, y nadie más severo contra los malvados y orgullosos». Y es que el arzobispo Bruno, «agradable olor de Cristo», «no sólo impulsó la política y se ocupó del peligroso oficio de la guerra», para decirlo según sus biógrafos. No, fue también, «día tras día», el refugio de los oprimidos y los pobres. Pero incluso en la guerra hizo cosas buenas y saludables: «asimismo, a través de sus campañas militares llevó a la catedral y a las demás iglesias los tesoros de la salvación, las reliquias de los santos, como apenas lo había hecho ninguno de sus predecesores» (Oediger); «¡perlas amables y dulces prendas!», «de casi todos los países y confines de la tierra» (Vita Brunonis)[19].
Pero lo mejor, lo más bello e importante de todos los tesoros de Bruno fueron el báculo y las cadenas de san Pedro. Cierto que tales reliquias (como sin duda muchas otras), adquiridas por el obispo con verdadero «amor» y verdadero «entusiasmo» —el báculo de san Pedro se lo llevó de Metz y los eslabones le fueron enviados probablemente desde Roma en 955 por el papa Agapito II—, eran desde luego una solemne mentira. A propósito precisamente del báculo de san Pedro —¡que todavía en el siglo XX se exhibe en «el tesoro de la catedral» de Colonia!— se desató una lucha por el poder entre los metropolitanos de Colonia y de Tréveris que duró treinta años. La dignidad de una sede episcopal y su posición preferencial —tan importante en la religión de la humildad— respecto de otro obispado dependían esencialmente de si su fundación podía remontarse a san Pedro o alguno de sus discípulos, tema sobre el que naturalmente nada puede decirse.
En consecuencia Metz y Tréveris ¡reclamaron el «discipulado de Pedro» (fijado por escrito sólo en el siglo IX)! Y frente a la prepotencia abrumadora que Bruno obtuvo para Colonia, se recurrió a la supuesta sucesión apostólica de la sede de Tréveris y se refrendó con la fábula del báculo de san Pedro, en la que todo es inventado. Y entre otras cosas la resurrección del prelado de Colonia, Materno, ¡cuya existencia en el siglo IV está demostrada históricamente, pero que ya fue enviado a la misión germana por el apóstol Pedro! Al tiempo de su muerte repentina se sacó de Roma el báculo de Pedro y con su milagrosa ayuda Materno, enterrado en Alsacia cuarenta días antes, recobró la vida y más tarde fue obispo de Tréveris.
Por segunda vez —quién hubiera podido imaginarlo— el obispo, que al parecer gustaba de estar entre los vivos, resucitó de entre los muertos en tiempos de Carlomagno y entonces vivió nueve años. Y, como también creen saber los cronistas cristianos, san Materno (valedor contra infecciones y fiebres; su fiesta se celebra el 14 de septiembre) hasta habría sido pariente de Jesús: el famoso joven de Naín. Con lo que Materno habría muerto tres veces y otras tantas habría resucitado, aunque su resurrección en la Biblia sólo Lucas la refiere, callándola los demás evangelistas, quienes sin embargo relatan tantísimos milagros menores de Jesús. Añadamos que en 1059 también el metropolitano de Reims fundamentó sus derechos al primado y a la coronación del rey apelando al báculo de san Pedro, ¡que en tiempos el papa Hormisdas habría entregado a Remigio, obispo de Reims!
Así pues, Bruno de Colonia, probablemente en 953, se apoderó del ominoso báculo, que se encontraba en la catedral de Metz, para anular las pretensiones de Tréveris al primado. Pero en los años sesenta del siglo X se falsificó, por obra sin duda del clero de la catedral de Tréveris, el denominado «diploma de Silvestre», según el cual el papa Silvestre I (314-335) habría confirmado a la iglesia de Tréveris aquellos derechos primaciales sobre los obispados galos y germánicos que ya el propio Pedro le había otorgado. Y en virtud de tal impostura el 22 de enero de 969 el papa Juan XIII reconoció a Teodorico (965-977), arzobispo de Tréveris, el ambicionado primado sobre Galia y Germania.
Por desgracia, sin embargo, el tan importante «báculo de Pedro» se encuentra ahora en Colonia. Egberto, arzobispo de Tréveris (977993), una de las cabezas más cultas formadas en la capilla palatina real y que en 976 fue canciller de Otón II, llegó a un acuerdo con Warin, arzobispo de Colonia (975-985) —quizá aplastado por el peso de las «pruebas históricas» de Tréveris— para repartirse el báculo. Según la concepción cristiana, en efecto, cualquier reliquia parcial vale tanto como una reliquia íntegra puesto que conserva toda su virtualidad salvífica. El arzobispo Egberto, preocupado tanto de la seguridad material de su diócesis como de la pretensión primacial de Tréveris sobre Galia y Germania hizo preparar una empuñadura sumamente preciosa para adaptarla a su fragmento, con lo que acabó superando notablemente el «original» de Colonia al tiempo que el báculo petrino de Tréveris se convertía en una de las obras maestras «del arte otomano de la orfebrería» (Achter).
Y no sólo eso. Una extensa inscripción de la joya refiere la historia del báculo, según la cual este habría sido enviado en tiempos por san Pedro «para la resurrección de Materno por él mismo» y censura además suavemente la apropiación del antiguo tesoro eclesiástico de Tréveris por el arzobispo Bruno de Colonia que habría «exigido» el báculo. «Las fuentes escritas presentan con toda crudeza la lucha, que desde mediado el siglo llevó a cabo Tréveris por el primado y el báculo. Cuanto más amenazaba Tréveris con destacarse de la serie de obispados alemanes, tanto más se intensifica el esfuerzo por sobrepujar a los rivales con la demostración de la propia antigüedad y del encargo apostólico» (Achter)[20].
Tras el sometimiento de los levantiscos liudolfinos Otón I consiguió un notable aumento de poder con la victoria sobre los húngaros en Lechfeld (una derrota probablemente habría abierto la vía a nuevos conflictos de política interna).
En Augsburgo —cuyos obispos desde el siglo IV al VIII (desde Zósimo/Dionisio hasta Marciano) son «legendarios» o inventados, pues de acuerdo con las fuentes sólo es seguro el obispo Wicterp, fallecido antes de 772— ya en 910 había sido derrotado por los húngaros el cuerpo de ejercito suabofranco al mando de Luis el Niño. En 913 y 926 los invasores habían devastado de nuevo los alrededores de la ciudad. Y como en 954, también al año siguiente irrumpieron en Baviera aprovechándose de la guerra civil que en Alemania había desencadenado la sublevación de los liudolfinos. Saquearon los territorios entre el Danubio y el Iller, saquearon los lugares no fortificados e iniciaron el cerco a la ciudad episcopal de Augsburgo.
Pero ahora los rebeldes del propio campamento ya no ponen trabas al rey. Más bien movilizó rápidamente un reclutamiento de casi todas las tribus alemanas, especialmente de Franconia, Baviera, Suabia y hasta Bohemia. Únicamente faltaron el ejército lotaringio y la mayor parte del sajón, que estaba listo contra los eslavos. En compensación combatió en el bando cristiano un verdadero santo: el obispo Ulrico de Augsburgo. En realidad también combatió allí el asesino, el fratricida de un santo, el checo Boleslao obligado por Otón en 950 a la prestación de vasallaje mediante una campaña militar.
Cuando el rey alemán se acercó y «vio el gigantesco ejército de los húngaros, le pareció que no podría ser vencido por hombres, si Dios no se compadecía y los mataba» (Vita Ouldarici)[21].
Y Dios y Otón cooperaron; aunque Otón no era amigo de promesas y amenazas, a sus héroes les prometió especial «recompensa y favor por su presencia»; les prometió «una recompensa eterna, si tenían que caer, y las alegrías de este mundo, si salían victoriosos» (Thietmar). Así nada podría torcerse, al menos para los combatientes individuales.
Mientras que supuestamente los húngaros «amenazaban con el látigo» a los suyos antes de la batalla (Vita Oudalrici), el rey católico empleó todos los recursos espirituales e hizo todo lo que debe hacerse en las matanzas masivas cristianas para sobornar al cielo y preparar metafísicamente a las potenciales víctimas de la batalla. La víspera ya había ordenado un ayuno en el campamento y ahora entre lágrimas prometió erigir un obispado en la fortaleza de Merseburg y transformar en iglesia el gran palacio que acababa de iniciar, todo a cambio de una victoria aquel día. «Se alzó del suelo, mandó celebrar la misa y recibió la comunión que le dio su valiente confesor Ulrico; después tomó sin tardanza el escudo y la Lanza sagrada e irrumpió al frente de sus guerreros contra las filas de los enemigos que ofrecían resistencia…» (Thietmar).
También se equivoca el cronista, pues el «confesor Ulrico», cercado en Augsburgo, no pudo ciertamente dar la comunión al regio general en jefe; pero se ve aquí cómo «sin tardanza» la santa misa, la sagrada comunión y la santa Lanza se convierten en una «tarea sangrienta», como el obispo describe inmediatamente después. Muy bien. (Y exactamente así todavía en las grandes orgías cristianas de aniquilación del siglo XX, dejando aparte que ni la «Lanza sagrada», ahora en el museo, ni ningún rey o prelado mariscal están ya allí —¡por desgracia!—, de los que nunca un elevado número de pérdidas serían suficientes.)[22]
El monje Widukind nos ha transmitido además una arenga de Otón, breve pero muy notable, inmediatamente antes de la matanza general: «Que en este aprieto debamos estar de buen ánimo es algo que veis vosotros mismos, mis hombres, que no debéis ver al enemigo en la lejanía (!), sino delante de nosotros. Hasta ahora yo he combatido gloriosamente con vuestros brazos robustos y vuestras armas siempre victoriosas y fuera (!), de mi suelo y de mi reino he vencido en todas partes. ¿Tendría que volver ahora la espalda en mi propio país y reino?… Deberíamos avergonzarnos nosotros, los señores de casi toda Europa, si nos sometiésemos ahora a los enemigos».
Hasta ese momento, confiesa la Majestad alemana, sus hombres evidentemente siempre han combatido al enemigo (¡Otón olvida las numerosas guerras civiles!), «en la lejanía, fuera de mi suelo y de mi reino…». Esto significa simple y llanamente lo que por otra parte nos consta, a saber: que los francos, los alemanes, actuaban exactamente igual que los condenados húngaros, invadiendo territorios y pueblos extranjeros, castigándolos con incendios y asesinatos, llevándose rehenes y prisioneros y anexionándose regiones enteras. Y sólo de esa manera sangrienta y depredadora, tan parecida a la de los húngaros, llegaron los francos, los alemanes, a ser «los señores de casi toda Europa», como alardea la Majestad. La diferencia principal es simplemente de naturaleza cancilleresca e historiográfica y que consiste, ni más ni menos, en una colosal hipocresía; en una represión, para decirlo de un modo más fino o, si se quiere, en una locura «patriótica» (¡hasta hoy «condicionada por la historia contemporánea»!). Consiste simplemente en que la historiografía cristiana siempre demoniza sin excepción a sus antagonistas (paganos) —aquí los húngaros se toman sólo como pars pro toto—, los convierte sin más en escoria mientras que a los cristianos, que no difieren (en el doble sentido de la palabra) en seguir al propio diablo, los presenta como brillantes vencedores, cual nobles caballeros y héroes. Y disimulándolo todo eufemísticamente… ¡No! ¡Más bien glorificándolo simplemente de una manera nauseabunda con expresiones tan excelsas como misión, cristianización y difusión de la cultura!
Poco antes de llegar el ejército de socorro alemán, los húngaros levantaron el cerco de Augsburgo, y el 10 de agosto de 955, en las hondonadas del Lech, ante las murallas de la ciudad, la mortandad fue enorme. En ella participaron los escuadrones de caballería extranjeros con una maniobra inesperada. Cruzaron el Lech, rodearon al ejército enemigo y tras una lluvia de flechas atacaron por la retaguardia primero a las tropas checas, que estaban bien entrenadas y que fueron especialmente aniquiladas —estuvieron «mejor provistas de armamento que de fortuna» (Widukind)—, y después a las tropas suabas, que fueron puestas en fuga.
Las cosas pintaban mal para los alemanes hasta que el ataque de los jinetes francos, adiestrados a las órdenes de Conrado el Rojo, cambió el curso de la batalla. Conrado, que en el calor de la lucha se había aflojado las cintas de su armadura, cayó víctima de una flecha que le atravesó la garganta. Y el ejército principal, que rodeaba al rey, «los escogidos de entre todos los millares de combatientes» (Widukind), consiguió la victoria. O como dice rebosante de inmensa confianza en Dios el autor de la Vita Oudalrici: «En la recíproca matanza cayeron los guerreros de ambos bandos y murieron aquellos que Dios había destinado a morir. Pero Dios, para quien nada es imposible, otorgó la gloriosa victoria al rey Otón. El ejército de los húngaros se dio a la fuga y ya no tuvo fuerzas para combatir. Y aunque había caído un número increíblemente grande de ellos, todavía sobrevivió una muchedumbre tan grande que quienes los vieron acercarse desde los bastiones de la ciudad de Augsburgo creyeron que no llegaban como vencidos hasta que se dieron cuenta de que escapaban dejando de lado la ciudad y a toda prisa intentaban alcanzar la otra orilla del Lech»[23].
La batalla por la llanura del Lech, presumiblemente la mayor del siglo X, empezó y acabó con la ayuda del cielo en la festividad de san Lorenzo, «el gran auxiliador contra los húngaros» (Weinrich). También con un voto de Otón en honor del «Vencedor del fuego», del santo del día (nuevos y grandes «planes de misión» en el este): la creación del obispado de Merseburg. Siguieron después los oficios litúrgicos de acción de gracias: «honor y dignos cantos de alabanza al Dios altísimo en todas las iglesias» (Widukind). Se había combatido a la sombra del estandarte real, del estandarte de san Miguel, y con el apoyo de las tropas de san Ulrico —«las reliquias de san Ulrico fueron muy cuestionadas durante largo tiempo» (Zoepfl)—. Tampoco se ha de olvidar la acción estimulante de la santa Lanza, que Otón llevó en la batalla. De ese modo se supone que 20.000 alemanes prevalecieron sobre 120.000 húngaros, a los que ciertamente también se había batido con el gran triunfo del padre de Otón en el Unstrut (933), en Wels junto al Traun (943), en Floss a orillas del Entenbühl (948) y en Italia cerca del Tessino (950), aunque eso sí, estando siempre a la defensiva.
Pero a menudo se ha celebrado la matanza del Lech como una acción especial del «arte de la estrategia» (Erben), sobre todo porque «precisamente no dejó de ser sangrienta», como escribe de forma al parecer inocente el monje Widukind, quizá descendiente del homónimo conde sajón. El mismo día y al siguiente, con la borrachera de sangre y de victoria, el rey persiguió a los húngaros supervivientes y así Gerardo, prepósito de la catedral de Augsburgo, «abatió a cuantos pudo alcanzar». A los fugitivos se les arrojó al Lech, se les quemó junto con los caseríos en los que se habían ocultado y en ocasiones ardieron aldeas enteras de la región. En una palabra, los fugitivos murieron ahogados, quemados, degollados y apaleados. «No pudieron ya encontrar camino alguno ni espesura infranqueable donde a cada paso no los alcanzase la cólera del Señor, que evidentemente permanecía sobre ellos» (Vita Oudalrici).
Y Otón, el vencedor, el héroe, a quien las tropas proclamaron «imperator» (según noticia discutida de Widukind), no dejaba de pensar en todo. No sólo hizo «consignar cuidadosamente quién había sobrevivido de su ejército», no sólo consoló a san Ulrico por la muerte en combate de su hermano Dietbaldo «y de otros parientes, que asimismo habían hallado allí la muerte», y no sólo envió el cadáver de su yerno, el duque Conrado, «cuidadosamente preparado para su inhumación en Worms», sino que inmediatamente «después de la faena sangrienta» mandó mensajeros para «exhortar a los corazones de los fieles a la alegre alabanza de Cristo; tan gran don del amor divino llenó de júbilo indecible a toda la cristiandad y especialmente a la que estaba confiada al rey y con sentimiento unánime ensalzó al Dios de las alturas con cantos de alabanza y agradecimiento».
Mas tampoco se olvidó Otón de enviar a toda prisa recaderos para que en Baviera se ocupasen todos los pasos y los vados de los ríos y liquidar así al mayor número posible de enemigos en desbandada, cuyos últimos restos («Sólo siete magiares llegaron a Hungría», según Wetzer/Welte) alcanzaron su patria a través de Bohemia. O como el fabricante de tabacos y poeta dominguero de Augsburgo, Philipp Schmid, ya en el siglo XIX, hace decir a san Ulrico en una obra de teatro sobre la batalla y matanza de Lech: «Para limpiar de las brutales bandas de paganos el hogar de un honrado pueblo cristiano».
A propósito de lo cual cabe decir que los húngaros ya no eran en absoluto «paganos salvajes», y menos aún sus gobernantes. Su último caudillo, Bulcsu, contrincante de Otón en el Lech, se había bautizado varios años antes en Constantinopla. Da lo mismo: así como la victoria de Carlos Martell sobre los árabes en Poitiers (732) había «revitalizado el culto de Hilario» (Ewig IV 304), así también un bello fruto de la victoria sobre los húngaros fue ahora «el florecimiento de la veneración al santo del día, san Lorenzo» (Büttner), pues una determinada investigación conduce siempre la historia al punto decisivo. (Y tampoco nos olvidamos de que gracias a las guerras llegaron a las iglesias «los tesoros de salvación, las reliquias de los santos».)
Además a los jefes húngaros atrapados, «y a muchos otros de sus compatriotas se les sometió a tormento» en Ratisbona (Vita Oudalrici) y se les ahorcó. A los prisioneros se les estranguló arrojándolos después en tumbas comunes, tras haberles aligerado del oro y la plata, con los que más tarde se fabricaron cálices, cruces y relicarios. En total pudieron ser asesinados entonces cien mil hombres, lo que les permitió a los húngaros el «acceso a la cultura de la Europa occidental» (Hollzmann).
Otón I, que fue recibido en su tierra sajona «con el mayor entusiasmo» (Thietmar), se apellidó desde entonces «el Grande». Y si bien él, según se dice, «entregó por entero a Dios y a su combatiente Mauricio todas las posesiones de tierras y demás propiedades» que obtuvo a lo largo de su vida (Thietmar), el gran estómago de la Iglesia por supuesto que nunca se vio saciado, para decirlo con Goethe. Y así como después de las primeras victorias bávaras sobre los húngaros ya hizo valer de inmediato sus exigencias por medio del obispo Adalberto de Passau, así también ahora ambicionó rápidamente las posesiones que le habían sido robadas en tiempos y que de nuevo había perdido con las invasiones húngaras. Los obispados de Passau, Ratisbona, Freising y Salzburgo, junto con los monasterios bávaros más importantes, recuperaron los bienes abandonados en la Marca Oriental; más aún, Pilgrim, obispo de Passau, penetró con una acción misionera en Hungría, donde —mediante graves falsificaciones de documentos— pretendió convertirse en arzobispo[24].