Así cuida uno de los suyos

A la muerte de su padre, el duque de Sajonia Otón el Augusto (912), Enrique había sido elegido duque por los grandes. Y con su elección real en el Estado francooriental la soberanía pasó de los francos a los sajones. El comienzo de su gobierno marca al mismo tiempo —al menos de cara a una cuestión debatida ya en el siglo XII— el tránsito definitivo del imperio francooriental al «germánico», aunque por una parte sus raíces se prolongan sin duda más allá y, por otra, todavía en el siglo X nadie consideró el imperio otoniano como un imperio «germánico».

Enrique I procedía de la poderosa casa nobiliaria de los Liudolfingios-Otones —emparentada por mútiples lazos con los carolingios— que disponía de abundantes posesiones, especialmente en Sajonia oriental, entre Leine y Harz. Este ilustre linaje (designado unas veces por su representante más antiguo y otras por el más famoso) muestra una vez más hasta qué punto se entrelazan en la historia el afán de poder y la «piedad» y hasta qué punto pueden desarrollarse. Su antepasado, el primero que conocemos con seguridad, el conde sajón Liudolfo (fallecido en 866), con posesiones en las inmediaciones de Harz y en el territorio turingio de Eichsfeld, fue el abuelo de Enrique I y se aprovechó notablemente de la matanza sajona de Carlos I mediante adjudicaciones de tierras. Casó con la franca Oda, a la que Dios bendijo con una ancianidad de 107 años (falleció en 913); en su compañía peregrinó a Roma en 845-846 y obtuvo del santo padre Sergio II, que otorgaba sedes episcopales y otros bienes eclesiásticos a cambio de fuertes ofrendas, las reliquias de varios santos predecesores en el cargo. Incluso fundó con su esposa en Brunshausen una casa de canonesas (852), que en 881 fue trasladada a Gandersheim, siendo una de las primeras fundaciones monásticas de la nobleza sajona. Como tantas otras sirvió para asegurar el provenir a algunas de sus hijas, y al mismo tiempo la piadosa empresa familiar denunciaba una concepción cristiana de la vida.

El mayor de sus hijos, Bruno, tío de Enrique I, murió en 880 al frente de un ejército sajón contra los daneses; el otro fue Otón el Augusto, padre de Enrique I. Tras el matrimonio de su tía Liutgarda, hija de Liudolfo, con el rey Luis el Joven, obtuvieron diversos privilegios, entre los cuales la garantía de que la dignidad de abadesa estaría reservada a las hijas de la casa liudolfingia. Después de lo cual las hijas fueron sucediéndose una tras otra en el gobierno de la casa. Y hasta la introducción de la reforma protestante en 1589 se mantuvo el estatus de princesa imperial para las abadesas de Gandersheim. Más aún, hasta principios del siglo XIX Gandersheim fue una fundación femenina de la alta nobleza. Así cuida uno de los suyos…

Pero que esta fundación piadosa no fue una excepción lo demuestra la fundación femenina de Essen (852-1803), que asimismo se mantuvo casi un milenio hasta su secularización.

Fundada hacia 852 por Altfrido, obispo de Hildesheim, las monjas procedían de las familias más ilustres del imperio. En tiempos del emperador Enrique IV (fallecido en 1106), ¡la abadía femenina poseía más de cien palacios señoriales y más de tres mil haciendas rurales! Las haciendas eran administradas por campesinos dependientes, por siervos (semilibres). Eran habituales los numerosos servidores que atendían a las labores de carpintería, albañilería, al trabajo de los campos y al cuidado de los jardines. Las abadesas de la fundación, que fueron obteniendo propiedad tras propiedad y regalía tras regalía, acabaron elevándose a la dignidad de príncipe imperial. Tras la desaparición de la vita communis en el siglo X, la abadesa de la fundación femenina de Essen administró su propia hacienda doméstica con cuatro cargos palaciegos y con numerosa servidumbre que incluía un cocinero, un subcocinero, un panadero y un cervecero. Cada noche el jefe de cocina preguntaba a la abadesa lo que le gustaría comer al día siguiente impartiendo después al cocinero mayor y al mayordomo las órdenes consiguientes. Maitres y sumilleres servían durante la comida.

Los que se aprovecharon de la matanza de los sajones

Otón el Augusto, hijo menor del ilustre Liudolfo, gobernó ya como duque sobre toda Sajonia, aunque poseía también extensos terrenos en Turingia, en Eichsfeld, un territorio sito entre Harz y el bosque de Turingia, en el sur de Thüringgau y en Hessen, donde como abad laico del monasterio de Hersfeld disponía de los abundantes ingresos del diezmo incluso en la margen izquierda del Saale. Como dos de los hijos de Otón, Thankmar y Liudolfo, murieron antes que él, le sucedió Enrique I, que era el menor. Con lo cual, sin embargo, no sólo empezaba el régimen sajón en el reino francooriental, sino que al mismo tiempo se daba el paso del tal reino francooriental al germánico.

Sólo poco más de un siglo después del aplastamiento sangriento de los sajones, que duró 33 años, y de la predicación otorgada a los mismos «con lengua de hierro» por su degollador, el «apóstol de los sajones», el santo Carlos I, un sajón se convirtió de hecho en el primer rey germánico. A este respecto conviene recordar una y otra vez que precisamente la nobleza sajona pronto emparentó con la franca, que la mayor parte de la misma se pasó a los nuevos señores y que la colaboración se recompensó a menudo con tierras confiscadas. Así, también los Liudolfingios se habían presentado durante la matanza de los sajones por Carlos «cual partidarios del franco» (Struve), y en agradecimiento por la traición, que aceleró también el paso de Sajonia a la prestación feudal, se les recompensó con tierras en el territorio de Leine cuando todavía se libraban las guerras sajonas en el territorio confiscado. Allí y en otros lugares se extendieron gracias, entre otras cosas, a la violenta usurpación de propiedades de Maguncia, lo que a su vez provocó un conflicto con los Conradinos, sobre todo porque Otón el Augusto había desposado a Hadwige de los Babenberger[5]§.

Del tiempo de Enrique I se han conservado tan pocas fuentes (en conjunto 41 documentos, de los cuales 22 originales), que bien podría decirse que sobre ningún otro rey medieval «sabemos tan poco» (Eibl). Y los historiadores que hablan de él, como son el monje Widukind (fallecido después de 973), los obispos Liutprando de Cremona (fallecido en 970/972), Adalberto de Magdeburgo (fallecido en 981) y Thietmar de Merseburg (fallecido en 1018), no sólo pertenecen al estado clerical como de costumbre, sino que además son de origen sajón y casi todos estuvieron especialmente vinculados a la casa principesca sajona. Y en su conjunto informan desde una época posterior.

Entra en funciones un rey no ungido

Enrique I, nacido hacia 876, fue elegido rey por sajones y francos a mediados de mayo de 919, cuando ya tenía casi 45 años. Y lo fue en Fritzlar (Hessen septentrional), antigua cabeza de puente de la misión de Bonifacio. En suelo franco, y por tanto cerca de Sajonia, confiaron al nuevo soberano «con lágrimas, en presencia de Cristo y de toda la Iglesia como testigos insobornables, lo que a ellos les había sido confiado» (Thietmar de Merseburg). Recientemente se sospecha que los grandes francos incluso ya antes le habían elegido rey y le habían prestado homenaje. Faltaban los suabos y los bávaros, pero sobre todo los lotaringios. Los suabos estaban luchando precisamente contra Rodolfo II de Hochburgund (912937), que evidentemente quería expandirse hacia el noreste. Los bávaros, por su parte, habían derrotado al rey Conrado y hasta le habían condenado a muerte, en tanto que habían entregado la realeza a su duque Arnulfo «el Malo», probablemente en coalición con algunos francos del Main, sin que sepamos cuándo, si antes o después de la elección de Conrado, ni quién era el «contrincante».

Como quiera que fuese, hasta la exaltación de Enrique pasó casi medio año después de la muerte de Conrado; señal ciara de la existencia de problemas. En definitiva el nuevo soberano casi venía a presentar un doble déficit de legitimación, toda vez que no era carolingio y ni siquiera franco. Por ello resulta tanto más sorprendente que se convirtiera en «el rey no ungido» y además por decisión enteramente personal, según Widukind, que es el único que lo cuenta. ¿Fue tal vez al principio, aunque modernamente ha habido intentos de mayor matización, algo menos clerical que su predecesor, que se aprovechó de la Iglesia en la lucha contra los condes y pretendientes, lo que a su vez proporcionó a los obispos una mayor influencia? Como quiera que fuese, Enrique, que supuestamente no merecía tal honor, no se hizo ungir como le había ofrecido el metropolitano de Maguncia Heringer (913-927), naturalmente por motivos de prestigio, por cálculo político. En efecto, la bendición eclesiástica del rey se había hecho habitual en Franconia oriental desde los tiempos de Luis IV, especialmente devoto del clero.

Pero Enrique no quiso aparecer como enemigo de los duques, como continuador de la política fracasada de Conrado; en una palabra, no quiso aparecer como el hombre del episcopado. Y así, al principio se apoyó tan sólo, sin ser mínimamente anticlerical y ni siquiera antiepiscopal, en un único notario (Simón) que podría decirse heredado de su predecesor, y no en la cancillería eclesiástica tradicional, en cuya reestructuración titubeó. Y mientras que Conrado había colaborado estrechamente con el clero, Enrique, aspirando a ser algo más que primas inter pares, persiguió la colaboración general con los «maiores» civiles del reino, naturalmente en favor de su unidad y de su fuerza de choque.

Tal integración la consiguió por vez primera en 919 con el conde suabo Burchard, que acaudilló el reciente ducado todavía sin apenas afianzar y se implicó además abiertamente en un serio conflicto con el vecino rey de Borgoña, Rodolfo II (que dejando atrás la residencia de Zurich por él conquistada inició el avance sobre el territorio del lago de Constanza, obteniendo grandes realengos, el palacio de Bodmann, la abadía de Reichenau y la ciudad episcopal de Constanza, que por entonces era el corazón de Suabia). Y en 921 llegó a un acuerdo con el príncipe bávaro Arnulfo, que sin duda aspiraba más bien a un reino meramente bávaro; todo ello tras una primera incursión bélica fracasada y una segunda que quedó indecisa.

Enrique fue atraído hasta las puertas de Ratisbona, aunque evitó una batalla decisiva. Y ello porque, a diferencia de su predecesor Conrado I, el llamado «genio de la vacilación decidida», no buscó por lo general un intercambio abierto de golpes. «Amenaza perfectamente armado, pero combate de mala gana» (Fried). Esto se aplica más bien a su política interna; no ciertamente a su política oriental. De ahí que con los duques de su reino prefiriese negociar y establecer compromisos. Así, dejó en manos de los dos príncipes germánicos del sur los recursos fiscales que correspondían a su territorio, les concedió el gobierno eclesiástico, la capacidad de disponer de las sedes episcopales y de los monasterios reales, y hasta parece que compartió con ellos algunas competencias de política exterior. Todo ello, por supuesto, única y exclusivamente porque carecía de poder para someterlos por entero. El hecho es que fue aceptado. Y cuando llegó a ser más poderoso y su posición se hizo más estable, acometió también el problema de la autoridad eclesiástica y estrechó sus lazos con el clero[6].

Novias lucrativas y un obispo más flexible

El gobierno del primer rey germánico muestra una vez más el eje de la política. «Pero el rey crecía y aumentaba en poder de año en año», celebra Widukind de Corvey. El poder… y cuanto más poderoso llega a ser un soberano, tanto más profunda es la inclinación que hace ante él la historiografía. Al menos esa suele ser la regla, que es de lo que aquí se trata.

Enrique I empezó por buscarse una mujer rica con vistas a reforzar su posición. Rondando los 25 años solicitó la mano de Hatheburg, la hija heredera del conde Erwin de Merseburg, que no tenía hijos varones. La Iglesia desde luego (en la persona de Hatto I) también estaba muy atenta a las posesiones de la muchacha, que también tenían una relevancia política, una puerta de salida hacia el este, con amplias posesiones en aquel territorio. Bajo la influencia manifiesta de la Iglesia, la viuda Hatheburg había tomado el velo. Cualquiera que hubiese sido el egoísmo con que el clero la había conducido al monasterio, con ese mismo egoísmo volvió a sacarla Enrique. «Por su belleza y por la disponibilidad de su rica herencia» la desposó y en ella engendró a su hijo Thankmar.

Pero «la pasión amorosa del rey por su esposa se apagó», denuncia Thietmar de Merseburg. Y entonces vino bien que el «honrado», «prudente» y «hábil jurista», como era el obispo Siegmund de Halberstadt (894-924), aquella «cima de ambición desbordada», combatiese la legitimidad del matrimonio. Aquel «varón que ardía en celo por Cristo», que además «superaba a todos sus contemporáneos por su polivalente conocimiento de la ciencia eclesiástica y civil», supuso un voto precedente de Hatheburg que excluía el matrimonio de Enrique. Y en consecuencia prohibió de inmediato «la ulterior comunidad de vida matrimonial bajo pena de excomunión de la autoridad apostólica». Por lo que el obediente príncipe católico no pudo ya en realidad hacer otra cosa que despedir a su costilla no canónica.

Una vez más las cosas discurrieron a pedir de boca, pues ya Enrique ardía en amor «por la joven Matilde a causa de su belleza y de su hacienda». Así que pronto volvió a encerrar a la primera esposa en el monasterio, y ya se entiende que reteniendo su rica dote con abundantes tierras en Sajonia oriental, una base del notable realengo otoniano en torno a Merseburg. Y como con ello Enrique había aumentado su poder en el este, ahora lo extendió hacia el oeste con un segundo matrimonio. El año 909 desposó a la hija del conde Thiederich, la joven Matilde, «por su belleza y su hacienda» (Thietmar) e ilustre además por descender (aunque no por línea masculina) del héroe sajón y contrincante de Carlos en la guerra sajona: Widukind. Matilde era su biznieta y, según su biógrafo, «digna de la mayor alabanza» a la vez que sumamente rica, justo por la herencia westfaliana de los Widukindos. Y por supuesto era además muy devota de la Iglesia; en una palabra, una mujer «de grandes prendas tanto en las cosas divinas como en las humanas» (in divinis quam in humanisprofuit, Thietmar).

De nuevo la sacó Enrique, ahora evidentemente con ayuda del padre de ella, el duque Otón, abad laico de Hersfeld, de un monasterio de monjas, esta vez el monasterio de Herford, donde una abadesa abuela del mismo nombre la educaba, aunque se supone que sin estar destinada al estado religioso. «Salió con las mejillas blancas como la nieve cubiertas de un rojo encendido, cual blancos lirios entreverados con rosas rojas» (Vita Mathildis). Ya un día después de su llegada a la santa casa Enrique debió de retozar con su botín. Y su regalo de tornaboda le aportó un notable aumento de influencia en Ostfalia y en Engnern[7].

Se entiende que este hombre, al que la leyenda a través de los tiempos le atribuyó una actitud nada palaciega y una modestia casi campesina con títulos como «Enrique el Pajarero» y «rey del ejército de los pájaros», tampoco como rey perdiera en el negocio. Incluso el obispo Thietmar, que celebra la «capacidad» de Enrique y sus «grandes logros», «las hazañas de nuestro rey dignas del recuerdo eterno», no deja de reconocer: «Si se enriqueció durante su reinado, como muchos afirman, que el Dios misericordioso le perdone»[8].

«Movimientos de confraternidad» y proximidad de los clerizontes

Que después de su elección Enrique rechazase la unción real le enajenó al parecer las simpatías del clero, sobre todo porque el afianzamiento del rey siempre generaba derechos a su hacedor. Así, Pedro, el príncipe de los apóstoles, susurró al oído de san Ulrico —Enrique le otorgó en 923 el obispado de Augsburgo—: «Anuncia al rey Enrique que aquella espada sin empuñadura representa a un rey que gobierna su reino sin la bendición episcopal (sine benedictione pontificali), mientras que la espada con pomo representa a un rey que mantiene el timón del reino con la bendición divina» (Vita Oitdalñci). A partir de ahí se le dio a Enrique el título de «ensis sine capulo» (espada sin puño).

Esta doctrina de los prelados no debió de postergarla Enrique por demasiado tiempo. Tanto menos cuanto que en el curso de los siglos IX y X los obispos obtuvieron y conservaron cada vez más derechos, y tales que originariamente correspondían al rey, hasta hacerse incluso con los condados. Presumiblemente todo ello fue mucho más importante para el monarca que el consejo de san Pedro y su presentación delante de todo el sínodo.

Sin embargo, Enrique no fue en modo alguno un hombre radicalmente anticlerical. Más bien a los pocos años, tras la inútil tentativa de recortar el poder papal en Alemania —Albert Hauck afirmó en una ocasión: «En la corte de ningún otro rey tuvieron los obispos tan poca influencia como en la de Enrique»—, se fue volviendo cada vez más a la Iglesia. De ahí que lo exalten los cronistas clericales. Enrique levantó templos en Sajonia, donde evidentemente «estaba en la mejor concordia» (Eibl) con los obispos locales. Asistía también con la familia a las oraciones en común de monasterios importantes, como Fulda, Saint-Gallen, Reichenau y Remiremont, el monasterio de los Vosgos en la parte meridional de Lotaringia. Pero en su tiempo —¡tiempos de tribulación!— inundó todo el país una oleada de confraternidad de la nobleza con los monasterios, que en definitiva no era otra cosa que un compromiso pactado de laicos y eclesiásticos con vistas a la mutua asistencia, incluso entre querellas. Curiosamente se llegó a unos «movimientos de confraternidad» regulados, especialmente en la misión y expansión de la Iglesia en las tierras cristianizadas.

De modo muy parecido discurrían las cosas con los florecientes pactos de amistad. Especialmente los pactos de amicitia de Enrique con los duques, con «amigos ganados», con los que en esencia buscaba asegurar su soberanía, escapaban a un cálculo puramente oportunista, eran evidentemente esfuerzos integradores, «política de alianza para asegurar la soberanía» (Beumann) y en el fondo una simple camaradería egoísta de los príncipes y de la alta nobleza. Tales amistades con los grandes del reino —que después Otón I rehusó— las pactó Enrique con los duques Eberhardo de Franconia, Arnulfo de Baviera, Giselberto de Lotaringia, también con su predecesor Conrado, con el rey Rodolfo de Hochburgund y varios reyes francooccidentales. Finalmente «consejo y ayuda» fue también una fórmula de la amistad «construida» frente al «natural» parentesco de la sangre, del que no se distaba mucho en el cristianismo, como a menudo se ha expuesto.

Por lo demás, Enrique I estrechó cada vez más sus lazos con la Iglesia imperial; más aún, bien pronto no emprendió nada sin consultar a los obispos, que mantuvieron «de continuo una posición relevante» a su lado (Waitz). Ya en 921, cuando Carlos el Simple le dio la mano de san Dionisio (al que en la Edad Media se tuvo por una persona, mientras que hoy sabemos que fue el resultado de la fusión de tres personajes), por consejo de un prelado bávaro había emprendido una larga campaña contra Arnulfo, duque de Baviera, al que la Iglesia estigmatizaba como el malo, como tirano e hijo de la perdición; pero cuyas grandes secularizaciones volvió ya a anular en parte el duque Bertoldo, hermano de Arnulfo. Y ya en 922 nombró oficialmente Enrique archicapellán suyo al arzobispo Heriger de Maguncia, cuyo ofrecimiento para ungirlo había rechazado, y cada vez se rodeó más de prelados y abades, que asimismo prevalecieron abiertamente en los documentos reales. También confió la educación de su hijo Bruno de cuatro años (929) al obispo Balderico I de Utrecht y lo destinó a la carrera episcopal.

La «santa Lanza»

Finalmente, tras largos meses de ruegos, reclamaciones y amenazas, en 926 Enrique obtuvo del rey Rodolfo II de Hochburgund, contra entrega de oro, plata y otros regalos, una «parte no pequeña del territorio suabo», la ciudad de Basilea y la santa Lanza, que era garantía de victoria y estaba adornada con un supuesto clavo de la cruz de Cristo, siendo según parece un símbolo de las pretensiones al reino de Italia.

La preciosa pieza ocupaba «con mucho el lugar más destacado» (Althoff/Keller) entre las «insignias imperiales» (cuya posesión demostraba la legitimidad de la soberanía). Por lo demás aquella Lanza sagrada unas veces pasó por ser la lanza de Constantino, otras la lanza de Longino, que en la historia de la pasión traspasó el costado de Jesús crucificado y que más tarde, según se contaba, también había sido mártir (junto con su carcelero al que había convertido) al que se invocaba en las oraciones contra las hemorragias y heridas. Finalmente, desde el siglo XI la santa Lanza fue tenida también por la lanza de san Mauricio, un mártir prominente, venerado por los francos como «santo de la guerra» y constituido en «santo imperial», que —¡según la epopeya cristiana!— había muerto gloriosamente en Suiza durante la persecución de Diocleciano como comandante de la Legión Tebana con no menos de 6600 soldados. Una patraña enlaza con otra en esta historia de iglesias, santos y mártires, y a menudo una resulta mayor que la otra.

La rareza sagrada, por la que las tres lanzas santas se funden en una sola (como los tres santos hechos y derechos que forman un san Dionisio, más o menos como en la única naturaleza divina están las tres divinas personas…), aquel «inestimable don del cielo», junto al que naturalmente aparecieron otras lanzas sagradas (aunque menos eficaces) traídas a Europa por los cruzados (1098,1241), adornó desde entonces el tesoro de los reyes germánicos y en 1938 fue trasladado de Viena a Nuremberg, la «ciudad de las jornadas del partido del Reich». Hoy reposa de nuevo en la cámara del tesoro del Viena, aunque ya sin aportar como contrapartida «una parte no pequeña del territorio de Suabia» y ni siquiera la ciudad de Basilea. Por entonces la «joya», «portadora de una reliquia sumamente valiosa… garantizaba como símbolo de soberanía unas victorias soberanas al rey de fe solidísima» (Kampf), y sobre todo su triunfo, por lo que el año 933 figuró al frente del ejército en la batalla contra los húngaros, para la que Enrique eligió el 15 de marzo, día de san Longino[9]

Bien fuese porque el rey Enrique I se supiera guiado por la «gracia de Dios», como sugiere Widukind o bien actuase inducido por «razones geopolíticas, como la ley del Elba» (Lüdtke), lo cierto es que acabó lanzándose con verdadera furia contra los paganos y emprendió una serie de campañas devastadoras contra los eslavos del Elba. Quizá por ello el arzobispo Adalberto de Magdeburg lo exalta como «adalid de la paz».

De la paz infernal de los cristianos y de sus «valores básicos»

La paz adquirió (¡y no sólo entonces!), un rostro muy preciso para ciertos círculos, y especialmente para los eclesiásticos: «una pax, que no consistía en la simple ausencia de guerra y destrucción, sino que constituía la réplica terrena de la civitas celestis, en la cual prevalecía por doquier la iustitia, el “recto orden”, sin que fuera suplantada o destruida en ningún lugar» (Bullough). La «pax» así entendida muy bien puede imponerse por doquier a través de la lucha y del horror; más aún, hasta sería necesaria la guerra cuando se lesiona la «iustitia», el «recto orden», que es precisamente el orden cristiano.

Esto no es difícil de demostrarlo, incluso hoy.

La historia cristiana no conoce la paz a cualquier precio. La «paz», el «orden», los «valores cristianos fundamentales» han de salvaguardarse, hay que defenderlos, y en caso de necesidad hasta verter la sangre, hasta la ruina total de aquello contra lo que han de defenderse. Contra «criminales sin conciencia» el papa Pío XII permitía hasta la bomba atómica, hasta la guerra nuclear. Y esto, según lo interpretó entonces el jesuita Gundlach, profesor (y rector interino) de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, hasta el «hundimiento de un pueblo» —con la colaboración intensiva de la Iglesia ya se ha hundido más de un pueblo— y hasta el hundimiento del mundo entero, pues para el fin del mundo permitido por ellos «Dios asume también la responsabilidad». Felizmente, ya en torno al año 2000 no conocemos más guerras, vivimos en una época pacífica por completo, no hay más que medidas «que establecen la paz» y «la mantienen»…

Pero ya en su tiempo, cuando se hacía la guerra de forma sencilla y libre casi en una lucha permanente, realmente de lo que se trataba siempre era de la «paz». La pax se convirtió cada vez más, y de manera especial bajo Otón I, en un concepto típico de la política cristiana y en el objetivo natural de cualquier matanza (defensiva u ofensiva) de paganos[10].

Los historiadores de ayer…

En el noreste, sin embargo, Carlomagno ni siquiera acarició proyectos especialmente agresivos. El patriarca Hauck cree incluso que el emperador sólo pensó en fijar en aquellos territorios «las fronteras naturales». «El gran conquistador no tuvo planes de conquista sobre el Elba… Carlos no se dejó inducir a incorporar el territorio wendo al Estado franco… La prueba está sobre todo en que no ocurrió absolutamente nada para convertir a los wendos al cristianismo».

Aunque esto pueda parecer la conclusión un tanto audaz del autor de la Kirchengeschichte Deutschlands, que continúa siendo una obra importante, resulta todavía más notable su opinión de que también los carolingios posteriores, Luis el Piadoso, Luis el Germánico, los hijos de este y los sucesores de uno y otro habían persistido en la idea «defensiva» de Carlos respecto del este, y a lo largo del siglo IX los príncipes francoorientales no habían ido más allá de esa «política defensiva», sobre la continuada y cansina secuencia que nunca pasó de la defección y el sometimiento, de la denegación del tributo y del forzamiento a entregarlo.

Por el contrario, a los ojos de Albert Hauck el compromiso liudolfingio en el siglo X fue una verdadera «suerte». «Pues aunque al principio los duques sajones sólo luchan por la victoria y el botín, su superioridad en el campo de batalla condujo por su propio peso a que en lugar de la guerra de rapiña se impusiese la guerra de conquista. Es mérito del duque Otón el haber sido el primero en someter realmente territorio wendo al dominio germánico, haber sido el primero en habituar a las tribus wendas a la férula de los príncipes alemanes. Con vigor y éxito continuó Enrique I la obra por él iniciada: en lugar de la política defensiva entró entonces la política de ataque a lo largo de la prolongada frontera wenda.» «En este territorio el duque Otón y el rey Enrique pusieron la base del dominio alemán y con ello la base de la nacionalidad alemana.»

«Desde la victoria sobre los daneses en el año 934, la supremacía alemana sobre los eslavos quedó plenamente asegurada. La soberanía alemana sobre el territorio wendo se extendió a lo largo de toda la línea desde Erzgebirge hasta el Eider… En lugar de una dependencia muy laxa se impuso una marcada anexión más o menos definida. Se advierte la importancia de tales éxitos cuando se tiene presente que el territorio, que de ese modo quedó vinculado al imperio, era mayor que cualquiera de las tribus germánicas. Las conquistas wendas son la obra de transcendencia mundial de Enrique I. Mediante las mismas condujo al pueblo alemán hasta el territorio al cual tras casi un milenio iba a desplazarse el epicentro del poder alemán»[11].

Vaya, algo maravilloso. Volumen tras volumen seguiremos las huellas de ese «poder alemán», de la realidad alemana de la que debería gozar el este…

De víctimas no se habla aquí, naturalmente, ni de las propias ni menos aún de las ajenas. ¿Sangre? Diríase que ni una gota. Después de todo es un asunto limpio y absolutamente glorioso. Se vence, y se vence porque se es más fuerte. Se conquista, se domina a un pueblo, se le domina de nuevo, se le somete y se le vuelve a someter. Uno se afirma y rompe la fuerza de una tribu, se la fuerza a reconocer la propia superioridad y sobre todo a aceptar una y otra vez el deber de pagar tributo, se la habitúa al dominio ajeno y se extiende la soberanía alemana. ¡Ah, realmente una causa hermosa! Y no corre la sangre. Y no prevalece la injusticia. Y no hay huidas, ni destierros, ni hay esclavizamientos, ni tribulaciones y muertes. ¡Únicamente el «poder alemán», la «soberanía alemana», la «obra de trascendencia universal»! Y naturalmente a ella dedica algunas páginas el teólogo e historiador de la Iglesia Hasuck, que escribió su opus magnum en la era del emperador Guillermo…, mucho antes de que Heinrich Himmler y Alfred Rosenberg «descubrieran su amor al “germánico primitivo” (urgermanischeri) Enrique, que provocó una literatura de niveles parecidos…» (Brühl).

… y los historiadores de hoy

Pero como ahora la atmósfera política ha cambiado y la situación histórica ha experimentado algún desplazamiento, también la imagen histórica resulta algo diferente. La «obra de trascendencia universal» de Enrique, que naturalmente ya no figura como tal, se minimiza ahora gustosamente, se trata con la mayor sobriedad posible, casi se escamotea y desde luego cambia por completo el enfoque.

El medievalista Eduard Hlawitschka, por ejemplo, en un Studienbuch, cierto que apenas dedica once páginas a Enrique I, pero su ofensiva en el este no le merece ni media página (menos aún que la «adquisición de la santa Lanza»). Además sólo se trata de un «reforzamiento preventivo de la frontera», de una «previsión», de la «creación de una tropa de caballería», con la que más tarde «se vence y somete a tributo a las pequeñas tribus eslavas vecinas…». Y aun esto como de paso o simplemente para poder utilizar el nuevo y «experimentado» reclutamiento ecuestre contra los húngaros y advertir a los «vecinos eslavos» contra un apoyo de aquellos.

En un volumen colectivo el mismo erudito nos ofrece una colaboración de diez páginas sobre el rey Enrique I; pero sobre su «obra de trascendencia universal» viene a decir y escribir una sola frase donde simplemente se habla de «luchas fronterizas con los vecinos eslavos del Elba y del Saale —hevelios, daleminzios, wilzos, obodritas y redaños, a los que se suman también los bohemios— a fin de probar las nuevas tropas de caballería y al mismo tiempo advertir a los vecinos eslavos contra un apoyo por parte de los húngaros».

El territorio saqueado o conquistado de una manera sangrienta por Enrique, que Hauck califica con indiscutible admiración como mayor «que cualquiera de las tribus germánicas», a los ojos de Hlawitschka, que escribe cien años después, se convierte simplemente en una especie de lugar de entrenamiento para las tropas, cómodo y cercano, donde se preparaban de cara a la guerra muchísimo más importante contra los húngaros[12].

De las batallas propiamente dichas los historiadores recientes en general hablan tan poco como Hauck. De ordinario apenas hablan de sangre, pues sería simplemente inadecuado, menos ajeno al tema que a la «especialidad» en cualquier nivel (de profesores titulares). El Handbuch der Europaischen Geschichte (1992) menciona en el apartado de «Las luchas en general» una única publicación, y es del año 1938[13].

La historiografía, especialmente la «futura», no procede ni siquiera por aproximación de forma tan «objetiva» como continúa haciéndolo la mayoría de sus representantes. «Las valoraciones estuvieron siempre influidas por los problemas políticos del presente respectivo.» Este juicio de Gerd Althoff y de Hagen Keller en su estudio en dos volúmenes Heinrich I. und Otto der Grosse (1944), aunque reza únicamente con la historiografía de los dos primeros Otones, caracteriza más o menos la historiografía en general. Ambos historiadores quizá lo discutirían. De todo modos la «obra de trascendencia universal» de Enrique tampoco a ellos les arranca más de dos frases sobre Enrique a lo largo de su voluminoso libro. Y también aquí aparecen una vez más sus «campañas contra los eslavos, llevadas a cabo con gran crueldad» —remitiéndose a Widukind—, simplemente «como preparación para la defensa contra los húngaros y sobre todo como piedra de toque para la nueva caballería»[14].

Ese fue un motivo, «posiblemente», como se dice en el manual que acabamos de citar. Pero hubo otro motivo: Enrique necesitaba nuevo territorio real, nuevas posibilidades de expansión y nuevas tribus a las que poder desollar; «el tesoro real volvió a llenarse» (Fried). «Hizo tributarios a los pueblos siguientes —celebra Thietmar mencionando “muy pocos” en el “curso glorioso de la vida” de su héroe—: bohemios, daleminzios, obodritas, wilzos, hevelios y redarios.» Cierto que el prelado escribe a renglón seguido: «los cuales volvieron a sublevarse de inmediato…»; pero también de inmediato se les vuelve a atacar «en venganza por ello», como razona con buena lógica cristiana el obispo Thietmar. Mas también se puede suponer naturalmente, siguiendo sobre todo a muchos historiadores alemanes, una «seguridad de fronteras preventiva y tributaria» (Reindel); se puede hablar de la «protección de fronteras», del esfuerzo de Enrique por «poner un cinturón protector militarmente seguro delante del territorio interior» (Fleckenstein).

En resumen, Albert Hauck lleva razón. Enrique se mostró ofensivo en el este. Y así como en el oeste actuó a menudo y en general de una forma discreta, cauta y hasta flexible, así también en el este intervino sin miramientos de ninguna clase.

La «seguridad de frontera» de Enrique, o «… de allí no escapó ninguno»

Con este rey la guerra contra los paganos —especialmente con la caballería acorazada, que poco a poco se fue convirtiendo en un fenómeno permanente— adquirió allí, donde incluso en tiempos de paz florecía el comercio de esclavos, aquel carácter de terror contra algunos pueblos eslavooccidentales y bálticos, que ha conservado durante siglos. Con la lucha violenta contra bohemios, eslavos del Elba y daneses se asoció enseguida la misión religiosa. Mientras el pueblo alemán crecía de continuo, los eslavos del Elba (obodritas, wilzos, redarios, ucros, hevelios, sorbios, milzenos, daleminzios) fueron diezmados con dureza desacostumbrada, sus aldeas fueron destruidas a centenares y sus gentes expulsadas, deportadas y asesinadas. «El dominio extranjero es la mayor desgracia», lamenta el obispo Thietmar, aunque naturalmente piensa cual corresponde a un prelado cristiano sólo en la opresión del propio pueblo. («La Crónica de Thietmar, querido lector, solicita un poco de benevolencia…», se dice en el prólogo I.)

Ya en 906 Enrique I, por encargo de su padre, había atacado a la tribu eslava noroccidental de los daleminzios. De ese modo demostró él su «capacitación como guerrero» y regresó «victorioso tras graves devastaciones e incendios» (Thietmar); acción que por lo demás provocó el primer asalto húngaro contra Sajonia. Por supuesto que Enrique, como cualquier sajón, odiaba a los wendos sin que retrocediese ante cualquier injusticia contra los mismos. Así, a una tropa reclutada en Merseburg entre bandidos, ladrones y salteadores públicos, la «Legión de Merseburg» (que todavía entraba en campaña durante el reinado de Otón I «el Grande», hasta que fue aniquilada por Boleslao I de Bohemia), le permitió todo tipo de crímenes contra los wendos. E imperturbable continuó el reclutamiento de desalmados. En efecto, siempre que advertía «que un ladrón o un salteador era un hombre valiente y hábil para la guerra, le eximía del castigo correspondiente y lo trasladaba a los arrabales de Merseburg, le daba tierras y armas y le ordenaba que respetase a sus conciudadanos, pero que realizase correrías contra los bárbaros que osasen acercarse. Así, la muchedumbre formada por tales gentes constituyó un ejército perfecto para la invasión». Y Merseburg, situada en la misma frontera con el territorio eslavo, se convirtió naturalmente en una buena base de tropelías. Siete años de los diecisiete que reinó los empleó el rey en la lucha contra los pueblos eslavos; fueron las suyas unas guerras profundamente injustas, guerras sin otro objetivo que la opresión y la explotación…

Y aun así, fue uno «de aquellos grandes caudillos… como los que el destino otorga a nuestro pueblo una vez en el milenio» (Lüdtke)[15].

En 928 Enrique, que ya tenía 52 años —y para muchos historiadores ya un «genio» totalmente maduro— abrió la serie de luchas germanohevelianas, «muchas batallas» como subraya Widukind, que se prolongaron hasta comienzos de los años cuarenta. Para ello se aprovechó el rey de una paz firmada con los húngaros, y de repente irrumpió durante el invierno, cosa muy infrecuente en su tiempo, contra los hevelios, una tribu de los wilzos sita más allá del Elba, en el curso medio del Havel. (Del nombre germánico de este río, Habula, deriva el nombre originario de la tribu de los hevelios, Habelli; también se supone que tras la inmigración eslava del siglo VI la restante población germánica se mezcló con los eslavos y formó la tribu de los hevelios; fue una de las raíces del árbol posterior que fue la Marca de Brandemburgo.)

En el ataque de Enrique contra los hevelios le había acompañado su hijo Otón, que tenía 16 años… Una buena escuela para la vida. Por lo demás el vástago no sabía por entonces ni leer ni escribir, cosa que el padre coronado no supo a lo largo de su vida, ¡aunque su estatura aventajada confería el verdadero ornato a la dignidad soberana!, según comenta Widukind. El monarca era también capaz de beber mucho. Y era a su vez un gran cazador; durante la caza muchas veces «en una sola batida abatía cuarenta o más jabalíes» (Widukind), si es que no se trata de fanfarronadas de cazador[99]§. Las que sí son ciertas son las matanzas de hombres, que tanto el padre como el hijo practicaron como verdaderos virtuosos. Y sus sucesores siguieron el ejemplo de los antepasados. Lo hicieron los cristianos en su conjunto, y de manera muy especial la minoría nobiliaria.

Tras numerosos combates se adueñaron, cuando todo estaba helado, del principal punto de apoyo de los hevelios, que era la estratégica fortaleza de Brennabor (Brandenburg), magníficamente situada. Más tarde aún cambiaría diez veces de manos (y según una hipótesis supuestamente bien fundada, ya habría sido el objetivo de Carlomagno en su campaña de 789 contra los wilzos). En 948 se fundó en los aledaños de la fortaleza la primera iglesia episcopal. Y el territorio del Havel medio en torno a Brandemburgo formó más tarde la Marca del Norte, que Otón I entregó al margrave Gerón.

Inmediatamente después de la conquista de Brandemburgo sometió el rey, tras devastar sus tierras, a los daleminzios que habitaban la parte meridional en torno a Meissen y Dresde y a quienes ya Carlomagno, como el propio Enrique en sus años mozos por encargo de su padre y de nuevo en 922, había combatido y cuya fortaleza principal, Gana (nombre tomado del Jahna. un afluente que desemboca en el Elba por la orilla izquierda cerca de Riesa), sólo pudo conquistar tras un asedio de veinte días no dejando en ella piedra sobre piedra. Todos los varones, y probablemente también las mujeres y los niños, fueron degollados; según Widukind todos los adolescentes (puberes), chicos y chicas, fueron reducidos a esclavitud. Para asegurarse su dominio, el rey germánico levantó allí, en lo alto de un cerro de 40 metros de altitud sobre el Elba, el castillo de Meissen (Misni), una fortaleza de notable importancia estratégica.

Y también de relevancia eclesiástica, pues con ella se relacionó el obispado posterior. Con todo ello acabó el papel político de los daleminzios.

Aquel mismo año, el 4 de septiembre de 929, un ejército sajón derrotó, gracias sobre todo a la superioridad de sus jinetes de pesada armadura, a los eslavos que se habían sublevado en Lenzen, una fortaleza de barrera junto al Priegnitz, en el curso inferior derecho del Elba. Las fuentes, exagerando las cifras, hablan de 120.000 y hasta de 200.000 bajas entre los wendos; los más fueron fugitivos y prisioneros, a los que se quitó la vida alanceándolos o lanzándolos a un lago hasta que se ahogaron. En cualquier caso «se les golpeó de tal modo, que sólo unos pocos escaparon» (obispo Thietmar). «De la gente de a pie de allí no escapó ninguno y de los jinetes sólo muy pocos, y así terminó la batalla con la derrota de todos los enemigos» (el monje Widukind). Según él en Lenzen combatieron los bárbaros, como se designa una y otra vez a los eslavos, pura y simplemente contra el «pueblo de Dios», cuyo rostro irradiaba «claridad y serenidad»; la buena conciencia que el clero testifica en todas las guerras en favor de su soldadesca. Al día siguiente cayó Lenzen, «una victoria gloriosa por favor y gracia de Dios». Todos los habitantes fueron reducidos a esclavitud, y las mujeres y los niños fueron conducidos desnudos. La guarnición de la fortaleza, que era el fortín principal de los eslavos linones, sito en el único paso de importancia estratégica del Elba entre Bardowieck y Magdeburgo, fue decapitada, pese a habérseles asegurado la libre retirada: «No hubo piedad alguna, sólo aniquilación o esclavitud» (Waitz).

Una «proeza de la historia bélica», según un historiador de la época nazi, llevada a cabo por «el más grande de los reyes de Europa» (regum maximus Europae), como nos hace saber ya el monje Widukind. También el obispo Thietmar celebró al carnicero como alguien «que supo tratar a los suyos con prudencia, pero que a los enemigos supo superarlos con astucia y valentía». Efectivamente fueron los años gloriosos de 928 y 929, en los que «el personaje poderoso y verdaderamente heroico», «la grandeza revolucionaria y dueña del destino de Enrique I», «el creador del imperio, el gran rey y hombre alemán», «inició su creativa política oriental» y obtuvo aquel suelo, «que el hombre alemán iba a configurar y que la sangre vital de incontables generaciones conformaría de acuerdo con su gente y su patria» (Lüdtke). También Richard Wagner exaltó a Enrique I en su Lohengrin: «¡Tu nombre glorioso y grande nunca desaparecerá de esta tierra!»[16].

«… porque el soldado hiede a podredumbre»; el obispo Thietmar «en la cima de la cultura de su tiempo»

Orgulloso proclama también el cronista la muerte en combate de «dos de mis antepasados de nombre Liuthar» en Lenzen: Liuthar de Stade y Liuthar de Walbeck; «cumplidos caballeros de alta alcurnia, ornato y consuelo de la patria…». Las mismas frases a lo largo de milenios: desde la Roma antigua (aquí presente por su «epopeya nacional», Eneida de Virgilio 10, 858 y ss.) hasta la correspondiente propaganda de la Guerra Mundial semper idem. En cualquier caso lo decisivo, lo que revela y configura la historia es la colosal historiografía de embrutecimiento y opresión, la historiografía de crímenes y catástrofes y sobre todo la glorificación y santificación de todas las orgías indecibles de batallas y matanzas, que sumen al pueblo en el desconcierto y que se repiten de continuo. Pocas veces se ha expresado de forma tan drástica y contundente como en la «Balada del soldado muerto» de Brecht:

Y como el soldado hiede a podredumbre,

se adelanta con presteza un santurrón

que agita sobre él el incensario

para que no pueda seguir oliendo mal.

Agitar el incensario es justamente lo que hace el obispo Thietmar de Merseburg cuando, inmediatamente después de recordar a sus antepasados, «ornato y consuelo de la patria», relata varios ejemplos y «pruebas», a fin de que «ningún fiel cristiano dude en adelante de la futura resurrección de los muertos…». Porque la permanente matanza cristiana viribus unitis del trono y del altar desde comienzos del siglo IV formó un entramado prieto y tradicional con la fe cristiana. Cuanta más sangre se derrama, tanto más necesario resulta el «buen» Dios y muy especialmente la prédica de la resurrección, la mentira de la supervivencia.

Y así Thietmar presenta de inmediato a una persona «que recientemente ha partido de este mundo» y que vuelta de nuevo a la realidad, conversa de la manera más normal con un sacerdote, lo que natural mente garantiza «la fiabilidad de la noticia». Algo «muy parecido vieron y oyeron en mi tiempo unos centinelas de Magdeburgo», continúa el obispo. Vieron y oyeron a su vez en una iglesia a dos muertos y bien muertos «cantar entonadamente». Y también los «ciudadanos más prestigiosos», cuyo testimonio se aduce, vivieron ese placer realmente admirable; de lo que una vez más hay «testigos dignos de crédito». Asimismo unos difuntos de Deventer ofrecieron el sacrificio de la misa y cantaron en una iglesia y a un sacerdote que los miraba lo arrojaron sin demora y a la noche siguiente lo quemaron sin más ni más delante del altar, reduciéndolo «a polvo y ceniza». Cosa de la que incluso da testimonio Brígida, una prima enferma de Thietmar (hija sin duda de su tío Liuthar, margrave de la marca septenrional de Sajonia), la cual asegura además:

«De no impedírmelo mi debilidad, querido hijo, te podría contar muchas más cosas de todo esto».

¡Y el obispo Thietmar nos las podría contar a nosotros!

Lo único que en consecuencia le interesa a él —que una vez acechó «claramente una conversación de muertos», como ahora podría confirmarlo un «camarada» suyo— es predicar «a todos los fieles» y en «forma clara», como subraya de nuevo, «la certeza de la resurrección y de la recompensa futura según los propios méritos». Así pues, lo que quiere es hacer creer a todos que en la guerra se puede estar orgulloso de ser «ornato y consuelo de la patria», que es posible «caer» en la lucha con el alma tranquila, por cuanto volveremos a resucitar, sí a resucitar, como sus dos antepasados en Lenzen… Y hace que al «incrédulo» todo esto le resulte indudable por las palabras de los profetas: «¡Señor, tus muertos vivirán!». O bien estas otras: «Y los muertos se levantarán en las tumbas, oirán la voz del Hijo de Dios y saltarán de alegría…». En efecto, ¿qué demente podría aún dudar?

Siendo todo tan sencillo, tan creíble y sobre todo tan verdadero, especialmente para un obispo cristiano, Thietmar en su obra histórica nos atiborra formalmente con hechos milagrosos, con visiones en sueños, revelaciones, apariciones diabólicas, visiones, signos y prodigios, curaciones y castigos milagrosos, eclipses solares no menos milagrosos etcétera, etcétera. Y, por lo que nos aseguran los investigadores, es su historia la obra de un varón, «salido de una de las mejores escuelas», «que estaba en la cima de la cultura de su tiempo», que tenía «amplísimos conocimientos» (Trillmich). Ergo Hepo, deán de Magdeburgo herido en batalla, «apenas si puede emitir un susurro», pero aún puede «cantar muy bellamente los salmos con sus hermanos». Ergo en algún lugar pudo renovarse por entero el vino derramado, de modo que no sólo las monjas pudieron beber del mismo «durante largo tiempo, sino que también lo bebieron muchos otros vecinos y huéspedes para alabanza del Señor». Y en otro lugar un cadáver sagrado no hedía, sino que simplemente emitía un olor tan fuerte como agradable «incluso a más de tres millas según el testimonio de varones muy dignos de crédito».

Se comprende que todo esto y otras cosas chocantes no debemos enjuiciarlo desde la perspectiva actual, según nos enseñan historiadores y teólogos, sino únicamente desde la perspectiva de otra época que creía y pensaba de otro modo. Esto suena a prudente. Pero dejando de lado que todavía hoy hay millones de personas que creen y piensan así, ¿por qué se pensaron y creyeron tan obstinadamente a través de los tiempos todos esos disparates inmortales? Porque miles y cientos de miles de clerizontes obtusos e impostores los metieron con cuchara, porque durante siglos arruinaron los ideales clásicos de la antigüedad griega convirtiendo en «necedad la sabiduría de este mundo» (1 Cor 1,20), porque hundieron el occidente y el oriente en la sima tenebrosa y fatal de la ignorancia y la superstición, de la impostura de reliquias, milagros y peregrinaciones, y enterraron espiritualmente a los pueblos, porque desterraron de las escuelas la cultura general sometiendo y sacrificando toda la educación al cristianismo, porque su locura teológica la convirtieron en la enseñanza por antonomasia, de modo que incluso Tomás de Aquino pudo calificar de «pecado» el afán de conocimiento, si no tiene como objeto «el conocimiento de Dios».

Así se pudo extender e interiorizar sin dificultad alguna cualquier desvarío por monstruoso que fuese ¡hasta el límite de cuanto más absurdo más hermoso! Y no sólo la gran muchedumbre de illiterati et idiotae. «Basta un pueblo arrobado —ironiza Voltaire— que corre detrás de un par de charlatanes; con el contagio se multiplican los milagros, y ahora es todo el mundo el que está embelesado.»

Hasta bien adentrada la edad moderna las masas cristianas vegetan en un estado de analfabetismo completo. Lo que tampoco tiene nada de raro cuando la misma aristocracia y la mayoría de los príncipes no supieron escribir hasta la época de los Staufer.

Aquella nobleza cristiana sólo había aprendido algo que estaba por encima de todo: y no precisamente el amor al prójimo ni el amor al enemigo ni la buena nueva del evangelio, sino ¡matar, matar y matar![17]

En 931 Enrique marcha contra los obodritas. En 932 conquista y reduce a cenizas Liubusua, que contaba con 10.000 habitantes y era el centro de la tribu eslava de los lusici (que las investigaciones modernas sitúan en torno a Luckau), la fortaleza que ochenta años después, estando protegida por una guarnición alemana, fue conquistada por el príncipe polaco Boleslao Chrobry. (Ocurrió en el curso de la segunda de las tres guerras que el emperador Enrique el Santo, aliado con paganos, llevó a cabo contra Polonia, y a quien a su vez siempre se celebró como ideal del príncipe cristiano, como rex christianissimus et athleta Christi; elogios de los que Boleslao también se mostró digno como muchos otros ya que el 20 de agosto de 1012, en la toma de Liubusua, organizó un «lamentable baño de sangre» [obispo Thietmar] y de nuevo pegó fuego a la fortaleza.) Enrique I sometió a tributo la ciudad de Lausitz y la de Uckermark mediante una campaña del año 934. «Nada tiene de extraño que tales hazañas entusiasmasen también a la Iglesia», se escribe con admiración todavía en el siglo XX. «Arrastrada por la corriente de vida, que brota con Enrique, también la vida eclesiástica se pone en movimiento…» (Schoffel)[18].

Esto se aplica incluso a los sucesos ocurridos en el norte. En efecto, ese mismo año de 934, en una guerra sangrienta contra los temidos daneses, tenidos casi por invencibles en toda Europa occidental, Enrique venció a su virrey Gnuba, soberano de Haithabu, lo hizo tributario y lo convirtió en su vasallo. Con ello, sin embargo, el rey Enrique creaba también en el norte una nueva base para la expansión del reino de Dios sobre la tierra. Y así arrancó a los paganos «de su falsa creencia y les enseñó a llevar el yugo de Cristo» (Thietmar). Pues, fiel a la vieja estrategia de primero la espada y después la misión, inmediatamente después de aquella derrota Unno, arzobispo de Hamburgo-Bremen inició el trabajo de conversión en Dinamarca y Birka. Poco después sucumbía Gnuba en lucha contra Gorm, rey de Jutlandia septentrional, bajo cuyo hijo el rey Harald Diente Azul los daneses se hicieron cristianos[19]. Era sin duda en el oriente donde había que enfrentarse ahora con los diablos más salvajes, todavía muy lejos del «yugo de Cristo».

«… el trabajo educativo de años»

Los húngaros, «espantosos por su indumentaria y talla, son un pueblo muy salvaje y supera en crueldad a todos los animales depredadores», como escribe el abad Regino de Prüm. Eran gentes que emitían «gruñidos espantosos y bramaban de cien modos», según Ekkehard IV de Saint-Gallen, y en una palabra eran «los hijos del diablo» (filii Belial, Annales Palidenses). En 894 habían cruzado por vez primera el Danubio irrumpiendo en la Marca de Panonia y el año 900 cayeron por primera vez sobre Baviera. Desde entonces devastaron con frecuencia los territorios del sur de Alemania y la Iglesia perdió grandes zonas, a su vez previamente robadas. Los límites episcopales de Passau y Salzburgo ya habían retrocedido a comienzos del siglo X hasta el Enns y las estribaciones de los Alpes, pese a la resistencia sangrienta que opusieron hasta los pastores de almas: tras la derrota de Pressburg el 4 de julio de 907 los obispos de Salzburgo, Freising y Seben quedaron tendidos en el campo de batalla con todo el ejército bávaro.

En Sajonia, y por tanto en el norte, los intrusos irrumpieron por vez primera en 906, cuando el joven Enrique llevaba a cabo por encargo de su padre la incursión bélica contra los daleminzios, a los que impuso un pesado tributo. Llamados por estos en su ayuda, los húngaros asolaron terriblemente el país. Mataron a muchos sajones, a otros se los llevaron prisioneros, y en los años 919 y 924, durante el reinado de Enrique, regresaron; en 926 lo hicieron de nuevo cruzando también el Rin. Sus hordas a caballo inundaron toda Europa occidental: «… et vastaverunt omnia», y todo lo devastaron, para decirlo con una expresión típica de los anales de la época.

Cuando el rey, en la defensa de su palacio de Werla, se esperaba cualquier otra cosa, casualmente cayó en sus manos un caudillo húngaro. Enrique tomó pie para firmar un armisticio de nueve años (mediante la garantía del pago de un tributo anual) y aprovechó el plazo de gracia para crear un cinturón de defensa con la construcción de nuevas fortalezas y la reparación de las antiguas, sobre todo en la frontera eslava, donde la población residente hubo de trabajar día y noche en la construcción y en avituallarse para un caso de necesidad. Desde la época carolingia es evidente que se multiplicaron los castillos y durante el período otoniano en ellos descansó toda la vida política y, «con ciertas limitaciones, también la eclesiástica» (Schlesinger). Enrique construyó «castillos para salvación del país e iglesias en honor del Señor para la salvación de su alma», informa el obispo Thietmar, reduciendo claramente el cristianismo real a sus valores prácticos fundamentales (en el doble sentido de la expresión): la Iglesia y la guerra.

También se afianzaron en forma masiva los monasterios y fundaciones, como los de Hersfeld, Corvey y Saint-Gallen, al igual que numerosos palacios (los de Werla y Merseburg, por ejemplo), al tiempo que se modernizaba y acorazaba la caballería sajona, que se «entrenaba» para la guerra magiar con las continuas matanzas de eslavos al este del Elba y del Saale. La investigación habla también aquí de una «prueba de eficacia» (Beumann). Al cabo de seis años el rey se sintió lo bastante fuerte con «el trabajo educativo de años y el rearme de su pueblo» (Lüdtke) como para romper el armisticio, empeño en el que la Iglesia le ayudó celosamente. Al final también ella había tenido que pagar el tributo húngaro; ese tal vez fue el motivo de que en su despedida del sínodo imperial celebrado en Erfurt (932), y el primero del que hay testimonio durante el reinado de Enrique I, decidiera introducir de inmediato una capitación o impuesto personal en su propio beneficio.

En conexión con dicho sínodo imperial, reunido en junio bajo la presidencia del arzobispo Hildeberto de Maguncia y con asistencia del rey y de numerosos obispos alemanes, la paralela asamblea del pueblo y del ejército también decretó la guerra contra Hungría. Pues, como ya queda dicho, todos creían estar lo bastante armados como para emprender la lucha. El rey habló al «pueblo» en estos términos: «De qué peligros se ve ahora libre vuestro reino, que antes estaba en completo desorden, lo sabéis muy bien vosotros mismos, que con tanta frecuencia habíais tenido que soportar graves padecimientos por vuestras querellas internas y por las luchas exteriores. Pero ahora veis que se han logrado la paz y la unión por la gracia del Altísimo, por nuestro esfuerzo y por vuestro valor, habiendo sido vencidos y sometidos los bárbaros. Lo que ahora debemos hacer todavía es mantenernos unidos contra nuestros enemigos comunes que son los bávaros».

Un enemigo persiste siempre, a través de milenios. ¿Adónde se podría ir sin él? Realmente todo parecía empobrecerse en la ruina y la quiebra. Con la única excepción, ya se entiende, de la Madre Iglesia. Sus riquezas se mantenían a todas luces tan intactas como las de los húngaros salteadores. «Hasta ahora, para llenar vuestro tesoro, os he despojado a vosotros, a vuestros hijos e hijas, pues no teníamos ningún dinero y no nos quedaba más que la vida desnuda. Tomad consejo por lo mismo y decidid lo que hemos de hacer en este trance. ¿He de tomar el tesoro consagrado al servicio de Dios y entregarlo como rescate por nosotros a los enemigos de Dios? ¿O no debo más bien con el dinero realzar la dignidad del servicio divino, para que más bien nos rescate Dios, que realmente es nuestro creador y redentor?»[20]

Preguntas retóricas. Evidentemente pretendían hacerse con el tesoro eclesiástico, si todos querían «ser redimidos por el Dios vivo y verdadero, porque es fiel y justo en todos sus caminos y es santo en todas sus obras». Y así, hambrientos de redención, forzaron «los derechos al cielo» y juraron apoyo al rey.

«Prueba de eficacia»

Ahora bien, a lo largo de todo el milenio medieval ¡nadie extorsionó los tributos de un modo más regular que francos y germanos! Aunque también se pagaron naturalmente con la mayor desgana. Y así, en 932 enviaron a casa con las manos vacías a los emisarios del este que reclamaban la soldada anual, y al año siguiente ya estaban allí los húngaros. En Turingia se dividieron sus huestes. Las tropas sajonas y turingias empezaron por hacerse con el cuerpo de ejército que atacaba Sajonia por el oeste: «Caen los caudillos de los húngaros, su ejército es derrotado y perseguido por todo el territorio, una parte es aniquilada por el hambre y el frío, otros mueren a golpes o son hechos prisioneros, según sus méritos, sufriendo en todo caso una muerte infame», recuerda jubiloso Widukind[21].

Una visión realmente cristiana del asunto. Se habló también de un juicio de Dios. Un segundo juicio se dio en seguida, el 15 de marzo de 933, por obra del ejército imperial mediante una convocatoria de todas las tribus bajo la presidencia de Enrique en Riade (probablemente Karlbsrieth en la confluencia del Elme y del Unstrut). El obispo Liutprando de Cremona exalta al respecto «el uso laudable y digno de imitación» de los sajones estableciendo «que ningún varón, que haya cumplido los trece años y sea capaz de empuñar las armas, pueda escapar al reclutamiento». Se entraba pues con niños en campaña y se amenazaba con la pena de muerte a quienes se negaban a prestar el servicio militar.

«Aun estando debilitado por la enfermedad, el rey sube como puede a un caballo, reúne a los guerreros en torno suyo y con sus palabras enciende su ardor para la lucha…», continúa el obispo. Y. «animado por inspiración divina», el rey agrega: «El ejemplo de los reyes del pasado y los escritos de los santos padres (!), nos enseñan lo que tenemos que hacer». Y entonces los hijos de Dios, bajo el estandarte del arcángel Miguel —que en la Biblia figura como el abanderado de los ángeles en la batalla final—, entran al asalto oponiendo un enérgico y vigoroso «¡Kyrie eleison!», del agrado divino al infernal «¡Hui, hui!», de los «hijos del diablo», mientras el rey en persona «tan pronto aparece en primera fila como en el centro y en la retaguardia» (Widukind). Y acabaron derrotando por completo, en una hazaña famosa, a los enemigos del imperio que, como paganos, eran a la vez enemigos de la Iglesia. Y todo «por gracia de la misericordia divina» (Liutprando). Según Flodoardo, canónigo de la catedral de Reims que sin duda exagera aunque no el que más, los muertos fueron 36.000, sin contar los supuestamente incontables que se ahogaron en el río.

Como quiera que sea, durante la vida de Enrique ya no vuelven a aparecer los húngaros. Toda una magnífica «prueba de eficacia», un testimonio de «la vitalidad histórica» del imperio alemán (Flekkenstein). La primera victoria sobre los húngaros de un rey germánico, que después fue exaltado por sus paladines como «padre de la patria, señor del mundo y emperador», quedó también «inmortalizada» plásticamente en el palacio de Merseburg, aunque «de todos modos se dieron gracias a la gloria de Dios cual convenía»; lo que significa que se entregó a la Iglesia y probablemente también a los pobres el tributo previamente cobrado al enemigo[22].

Desde mediados del siglo X prospera el rechazo de los húngaros; tras la victoria de 944 en Welser Haide se pasa a la ofensiva bajo el duque Bertoldo, que los derrota en 948, y en 949 invade Hungría, acompañado entre otros por el obispo Miguel de Ratisbona (quien aun estando herido todavía remató a un húngaro gravemente tocado), hasta que se logró el triunfo frente a los muros de Augsburgo[23].

Casi contemporáneamente a sus ataques contra los eslavos del Elba emprendió Enrique I una campaña contra los bohemios, cuyas tribus sólo desde el siglo IX merecen la atención de los analistas francos.

San Wenceslao, santa Ludmila y dos cristianos piadosos asesinos de parientes

Inmediatamente después de sus victorias sobre sajones y ávaros Carlomagno había guerreado contra Bohemia, curiosamente justo después de la visita que en 804 le hizo el papa León. Ya en 805 y 806 la hizo atacar cada vez con tres ejércitos, y desde entonces también fue cristianizada por obra sobre todo de misioneros de Ratisbona. Así, en 845 se pudo bautizar también allí a 14 grandes (duces) con su séquito (cum hominibus)[24].

Tras el hundimiento de la Gran Moravia fue Bohemia la potencia más importante entre los pueblos eslavos occidentales. Los checos asentados en torno a Praga, una de las «capitales» más antiguas de Europa, habían unido todo el país probablemente ya a finales del siglo IX. Por entonces se habían «convertido» el duque Borivoi I y, en un lugar desconocido, su esposa Ludmila, hija de un príncipe sorbio. Siguiendo la tradición, el duque habría sido bautizado en el palacio de Swatopluk de Moravia por el arzobispo Metodio, aunque no consta la fecha del bautismo.

Como quiera que sea, con ellos se inicia una nueva serie de príncipes cristianos, la dinastía checa de los Premysl (Primizl), que gobernó Bohemia hasta 1306. También los hijos de dicha pareja principesca, Spytihnev (889-915) y Vratislav I (915-921) —Breslau le debe su nombre—, fueron cristianos. Y lo fueron asimismo los hijos del último, los duques Preyslidos Wenceslao (Václav) I (921-935) y su hermano Boleslao I (929-967 o 973), según varias fuentes el más pequeño y según otras el mayor. Tras la muerte temprana de su padre, el duque Vratislav, ambos muchachos, todavía menores de edad, quedaron bajo la tutoría de su madre Drahomir, hija de un príncipe hevelio, que asimismo era cristiana y que mantuvo la autoridad gubernativa. A los dos muchachos incluso los educó una santa: su abuela santa Ludmila (860-921).

Posteriores leyendas cristianas hicieron de Drahomir y de Boleslao unos paganos, aquella por asesinar o haber mandado asesinar a su suegra santa Ludmila, y este a su hermano san Wenceslao. Y todavía en la segunda mitad del siglo XIX la historiografía católica se dejaba llevar por las leyendas y la obra eclesiástica estándar de Wetzer/Welte presentaba a Drahomir como «pagana», que desde el asesinato de Ludmila conectó «con su tendencia pagana al gusto de su corazón».

Pero en el siglo XX, incluso en una obra católica como el Lexikon für Theologie und Kirche, ya no se trata de una mujer pagana sino de una «bautizada». Y asimismo Boleslao es «cristiano por completo» y «seguramente desde su juventud» (Naegle). Según el Handbuch der Kirchengeschichte, Boleslao I, al igual que su hijo Boleslao II (fallecido en 999), «se fortalecieron por entero en el cristianismo y hasta contribuyeron a su afianzamiento».

El mismo día del asesinato de su hermano mostró el asesino —según una antigua tradición eslava— su confesionalidad mandando al sacerdote Pablo que orase sobre el cadáver de Wenceslao. Y también Drahomir, que el 15 de septiembre de 921 hizo matar por medio de sus secuaces Tunna y Gommon a santa Ludmila, recompensó generosamente a los criminales y levantó una iglesia en honor de san Miguel sobre la tumba de Ludmila (al final el dúo asesino fue objeto de persecución, muriendo Gommon, mientras que Tunna consiguió escapar). Y siglos más tarde ¿acaso no fue un obispo de Würzburg quien quemó a numerosas brujas y después ordenó que se celebrasen misas por sus almas? No se excluye ningún desvarío en una religión capaz de presentar la locura como razón y la razón como locura y cual obra del diablo[25].

Boleslao permitió también trasladar los restos de su víctima desde su residencia en Stara Boleslav (Altbunalau) a la iglesia de St. Veit en Praga. El traslado se hizo con su consentimiento y quizá hasta por orden suya. Y mandó que Miguel, obispo de Ratisbona, consagrase dicha iglesia con especial participación del pueblo, la nobleza y el clero. El asesino de Wenceslao cuidó además de que su segundo hijo Strachkvas, que después se llamó «Christian», se educase como benedictino en el monasterio de St. Emmeram de Ratisbona, con el que mantenía estrechas relaciones. Milada, hija de Boleslao, fue la primera abadesa del monasterio de St. Georg en Praga, mientras que su otra hija Dubrawka (Dobrawa) casaba en 965 con el duque polaco Mieszko I, de la casa de los Piastos. Según las fuentes polacas con la condición de que él abrazase el cristianismo, cosa que ocurrió al año siguiente, con lo que también Polonia se hizo cristiana[26].

Por supuesto que los grupos residuales paganos jugaron un papel importante en la lucha por el poder en Bohemia, así como en los enfrentamientos internos, y más concretamente entre sajones y bávaros. Sin duda que Enrique I procuró ganar influencia en Bohemia donde, como se sospechó, se atrajo a Wenceslao como antagonista de Boleslao, que estuvo sostenido por Arnulfo, duque de Baviera. Cuando en el verano de 921 los dos alemanes llegaron sorprendentemente a un acuerdo, Drahomir vio en ello —y no sin razón— una amenaza para Bohemia, sobre todo cuando santa Ludmila estaba del lado de Arnulfo, dirigida evidentemente por el archipresbítero ratisbonense Pablo, que actuaba en Praga. De ahí que en 921 Drahomir mandase estrangular a su suegra en la fortaleza de Tetin a la vez que expulsaba del país a los sacerdotes bávaros. Al año siguiente Arnulfo marchó sobre Bohemia y sometió a Drahomir.

Sólo hacia finales de la década, y tras derrotar a los eslavos del norte, los hevelios y daleminzios, encontró tiempo Enrique para ocuparse de Bohemia. En lucha precisamente contra los eslavos del Elba avanzó desde Meissen (Misnia) hasta el territorio de los daleminzios, en la frontera bohemia, y a través de los Montes Metálicos avanzó hasta Praga, mientras que curiosamente el duque bávaro se aproximaba al mismo tiempo desde el oeste. Fue una guerra mancomunada contra Bohemia; guerra que seguramente perseguía la imposición de tributos, el pago de intereses obligatorios desde Carlos I y seguramente también algo más que el sometimiento de Boleslao, quizá el sofocamiento de un complot de cristianos checos con grupos supervivientes de paganos en favor de Wenceslao, que el mismo año caía víctima de su hermano[27].

Sobre Václav I, el san Wenceslao de la posterior historiografía católica, circula un aluvión de leyendas, que en la mayoría de los casos no pueden considerarse como fuentes históricas. Conviene también olvidar muchas cosas divulgadas tardíamente por teólogos e historiadores. Baste como ejemplo lo que dice una historia católica de la Iglesia, publicada en el siglo XX con Imprimatur y el estilo correspondiente: «Este príncipe solía cocer las hostias y elaborar el vino que se empleaban en el sacrificio de la misa, proclamando así su alto respeto hacia ese misterio sacrosanto» (Aerssen). Y el Kirchenlexikon en once volúmenes, de los venerables maestros católicos Wetzer/Welte, sabe incluso que el santo duque, al tiempo de la cosecha (sin más precisiones de lugar y tiempo), molía en un trigal durante la noche el grano necesario para la elaboración de las hostias «y se lo llevaba a casa a las costillas». Pero también reconoce que, aunque «extremadamente templado» en la bebida, a veces «bebía más de la cuenta…», por no hablar de otras cosas.

Que Wenceslao promoviese el cristianismo con todas sus fuerzas podemos creerlo ciertamente, cuando a todas luces intentaba dominar a sus checos con ayuda cristiana; es decir, con ayuda de sus vecinos occidentales. Educado por sacerdotes alemanes, se esforzó por establecer la Iglesia bohemia según el modelo de la alemana y en estrecha colaboración con la bávara, habiéndose consagrado personalmente a Emmeram, santo de la diócesis de Ratisbona cuya fiesta solía celebrar. Con Wenceslao Bohemia dependió por entero en lo eclesiástico del obispado de Ratisbona, pues estaba incorporada a la diócesis del obispo Tuto. A él se dirigió también Wenceslao cuando en la fortaleza de Praga —donde ya sus predecesores Spytihnev y Vratislav habían erigido una iglesia a santa María y a san Jorge— decidió levantar un nuevo templo cristiano más fastuoso.

Pero el santo nacional de los checos no sólo quería una estrecha vinculación con la Iglesia bávara sino también el «permanente apoyo político y el sometimiento al imperio alemán», porque «sólo eso hacía posible la realización de su programa de gobierno» (Naegle). Justo por eso hubo un amplio descontento en Bohemia, donde una oposición poderosa y al parecer creciente de la nobleza, dirigida sin duda por Boleslao, que aspiraba al trono de su hermano Wenceslao, nada deseaba menos que una orientación bávarogermana, un sometimiento al gran vecino siempre peligroso y temido, y a su Iglesia, que muchas veces suscitaba un odio profundo.

Ya en 922 Arnulfo de Baviera había marchado con un cuerpo de ejército contra Bohemia para proteger, del partido nacionalista checo que ahora lo quería liquidar, a Wenceslao, que por entonces rondaba los 15 años y que a los ojos de sus enemigos hasta aparecía como «un soberano loco». Pues «por sus sentimientos cristianos y germánicos cayó víctima de su hermano y de sus asesinos», en palabras (de tono retórico) del Martyrologium Germaniens[28]§

Wenceslao, supuestamente advertido de la trama alevosa de su hermano Boleslao en su residencia de Stara Boleslav, no hizo caso de tales maquinaciones y «puso toda su confianza en Dios». Pero Dios le abandonó el 28 de septiembre de 929. El fratricida marchó con presteza a Praga, se apoderó del trono e hizo matar o expulsar del país a muchos seguidores de Wenceslao, que no habían logrado ponerse a salvo, y en especial a los sacerdotes cristianos que le eran particularmente adictos. Boleslao, personalmente cristiano, no quería eliminar el cristianismo de Bohemia; pero sí quería a todas luces acabar con la supremacía alemana sostenida por Wenceslao. «Durante largo tiempo persistió en su rebeldía lleno de orgullo, pero al final el rey le reprimió enérgicamente…», según escribe el obispo Thietmar[29].

Poco después de su asesinato Wenceslao fue ya venerado como mártir, aunque la canonización oficial sólo fue promovida en los siglos XVII - XVIII. La fama de su santidad y de los milagros obrados «por su intervención» fue siempre en aumento y su culto se extendió más allá de la frontera; en los territorios alemanes aparecieron por doquier reliquias de Wenceslao. Los miembros principales, sin embargo, han permanecido en Praga hasta el siglo XX; desde muy pronto allí acudieron grandes peregrinaciones, si es que al menos en esto merecen crédito las viejas leyendas. Como quiera que sea, Wenceslao es uno de los nombres más frecuentes entre los checos.

El santo colaborador y mártir se convierte en el adalid antialemán. Enrique I, «fundador y salvador del imperio alemán»

Para los cronistas medievales, el «mártir» Wenceslao fue un gran héroe militar. Un coral de san Wenceslao, conocido desde el siglo XIII, no sólo se cantaba en la coronación de los reyes bohemios; era también «un canto de batalla de las huestes husitas» (Lexikon für Theologie und Kirche) y desde la rebelión husita sirvió para la propaganda antialemana. En una canción puramente religiosa en honor del santo, en vez del verso «consuelo de los afligidos, expulsa todo mal» se cantaba «¡expulsa a los alemanes, a los extranjeros!». Más aún: en un cantoral de finales del siglo XV lucen esplendorosas sobre el estandarte de san Wenceslao estas palabras: «¡Contra los alemanes, contra los traidores de Dios!». Unas veces con los alemanes, otras contra ellos, según la necesidad… es el (supremo) arte vital de esta religión[30].

Volvamos a Enrique I.

En una cacería por los alrededores del palacio imperial de Bodfeld (cerca de Quedlinburg) el rey sufrió un ataque de apoplejía. Gravemente enfermo, todavía tomó parte en la última dieta imperial convocada por él en Erfurt el año 936. En el palacio de Memleben, a orillas del Unstrut, le dio un segundo ataque, a consecuencia del cual murió la mañana del 2 de julio de 936, cuando contaba alrededor de sesenta años: «El señor poderosísimo y el más grande de los reyes de Europa, a ninguno inferior en todo género de virtud tanto del alma como del cuerpo; y dejó un hijo, más grande aún que él, y a ese hijo le dejó un reino grande y extenso, que él no había heredado de sus padres, sino que lo había conseguido por su propia fuerza y que sólo Dios le otorgó»[31].

Enrique I fue inhumado en Quedlinburg, en la iglesia de San Pedro, al pie del altar y supuestamente «entre el lamento y las lágrimas de muchos pueblos» (Widukind). Mucho más tarde aún le cantaron Hans Sachs, Klopstock («El enemigo está ahí. Empieza la batalla. ¡Salud, victoria!») y Richard Wagner. Y naturalmente, le cantan los historiadores en masa sobre bases científicas. Exactamente después de mil años, «el 20 de abril de 1936», Franz Lüdtke confesaba: «Mientras mi libro ya está imprimiéndose y escribo este prólogo como remate, me topo con un artículo de la revista Neues Volk, Blatter des Rassenpolitischen Amtes der NSDAP de 1 de abril (!), de 1936: “Enrique I, fundador y salvador del Reich alemán”; en él se perfila con rasgos destacados la figura señera del rey como una personalidad rectora alemana y a él se le otorga “el lugar de honor que le corresponde según nuestra concepción actual de las necesidades vitales del pueblo alemán y de acuerdo con los conocimientos raciales de nuestros días”»[32].