Conrado I (911-918), que residió principalmente en Frankfurt, Weilburg del Lahn y Forchheim, dirigió en la querella de Babenberg (906) a los Conradinos después de la muerte de su padre, Conrado el Viejo de Oberlahngau, y de su tío Gebhardo. A lo largo del decenio de guerra contra los Babenberger y tras su completo exterminio, el clan había afianzado enormemente su propia posición de poder entre los francos del Main. En 906 Conrado en persona derrotó por completo al cabeza del grupo, Adalberto, y ese mismo año vencía asimismo a la pareja lotaringia formada por los hermanos Gerhardo y Matfrido, con lo que obtuvo una posición de duque en Franconia oriental.
En principio lo que importaba al nuevo rey era la recuperación de Lotaringia, pues tras la muerte del último rey carolingio francooriental, Luis el Niño, ocurrió que el rey francooccidental Luis III el Simple (893/898-923), hijo de Luis el Tartamudo y nieto de Carlos el Calvo, se hizo en 911 con la soberanía de Lotaringia. Carlos el Simple (Charles le Simple, simplex, hebetus, stultus; el francés sot es una denominación posterior) ya había realizado un asalto contra Lotaringia en 898. Habiéndole llamado un aliado suyo, el poderoso conde Reginar, que había perdido el favor de Sventiboldo, Carlos avanzó rápidamente hasta Aquisgrán y Nimega. En el ínterin, sin embargo, Sventiboldo se alió con algunos magnates, sobre todo con el obispo Franco de Lüttich, y apoyado por el duque Otón de Sajonia, suegro de Sventiboldo, en 899 se firmó la paz en St. Goar del Rin.
Pero en 911 Carlos logró la anexión. La nobleza lotaringia esperaba con ello una mayor autonomía y los obispos soñaban con nuevas propiedades y derechos. De hecho el primer documento de Carlos III el Simple, fechado el 20 de diciembre, está otorgado en favor de los canónigos de la catedral de Kammerich, «tras la obtención de la herencia más rica». Ya en enero tuvo el obispo Dogo de Toul conocimiento documentado de su favor, al igual que el monasterio de los monjes de St. Maximin en Tréveris. El obispo de dicha ciudad, Ratbod, llegó a ser archicapellán de Carlos y era entonces tan firme partidario del imperio francooccidental como el arzobispo Hermann I de Colonia, en tiempos archicapellán del rey Sventiboldo (y marido de Gerberga, probablemente de la familia de los Conradinos), o el conde Reginar, quien además de sus condados poseía en esa época al menos seis abadías[3].
Cierto que en el invierno de 911-912 Conrado I expulsó a Carlos el Simple de Alsacia, donde durante algún tiempo fue reconocido exclusivamente al igual que en Frisonia. Pero tres campañas militares enviadas contra Lotaringia en 912-913 fracasaron. El rey apenas obtuvo éxito alguno, si prescindimos del hecho de que asedió dos veces Estrasburgo y la devastó e incendió. Y después del 913 renunció a cualquier recuperación. Pero Carlos el Simple, único rey carolingio tras el fallecimiento de Luis el Niño, inmediatamente después de la elección de Conrado ya no se designó con el título hasta entonces habitual y simple de «rex» sin ninguna otra delimitación, sino que recurriendo a ciencia y conciencia a la tradición francocarolingia se autotituló «rex Francorum», como los primeros carolingios. Residió de modo preferente en Metz, Diedenhofen, Herstal y Aquisgrán, pero fracasó con todos sus sueños ambiciosos y murió en prisión (929)[4].
Dado que Conrado debió su ascensión, y en particular la eliminación de los Babenberger, a la colaboración decisiva de los regentes y de la Iglesia imperiales, es decir, a los influyentes prelados francoorientales, hubo de mostrarse también a disposición de los mismos. Cierto que también debía la corona a los duques, pues sin su elección y consentimiento en modo alguno habría sido coronado. Pero de forma poco prudente se sirvió de la realeza para someter a los duques nacionales de cuyas filas procedía él mismo y que al principio mantuvieron por lo general buenas relaciones con la corte. En cambio tuvo al alto clero a su lado, sobre todo a sus «amigos episcopales» (Hlawitschka), el arzobispo Hatto de Maguncia, fallecido ya en 913, y su canciller, el obispo Salomón III de Constanza.
Conrado I, que ciertamente no carecía de dotes militares pero sí de instinto político, pronto procedió contra los duques (duces), especialmente contra su creciente poder en Baviera y Suabia. Y en la lucha contra los poderes regionales actuó también contra las constantes invasiones de los húngaros, que casi año tras año atacaban el imperio, preferentemente Baviera y Suabia, aunque tampoco Franconia, Turingia, Sajorna, Alsacia y hasta Lotaringia se libraron de sus incursiones. Pero contra los húngaros el rey Conrado I fracasó en toda la línea, mientras que los grandes de aquí y allá, como Arnulfo «el Malo» de Baviera y sus tíos suabos, los hermanos Erchanger y Bertoldo, al igual que el conde Udalrico, se impusieron por su victoria del 913 en Inn, después de que el tal Arnulfo «el Malo» hubiera ya derrotado a los húngaros en 909 junto al Rott y en 910 cerca de Neuching. De ese modo se agudizó aún más el conflicto con los poderes particulares, los llamados «poderes medios», que iban adquiriendo prestigio y respeto.
El rey buscó y encontró apoyo en la Iglesia. El abad laico de Kaiserswerth, el conde de Wormsfeld, de Hessengau y Keldachgau, que también se había hecho ungir por un obispo —es la primera vez que se menciona expresamente esa unción real en el imperio oriental—, se apoyó en el sur, especialmente en el obispo Salomón III de Constanza, y en el norte en el arzobispo Hatto de Maguncia, que gobernó el imperio durante un cuarto de siglo. Y esos estadistas determinantes en tiempos de Luis el Niño también se contaron entre los consejeros preferidos de Conrado[5].
Menos suerte tuvo «Arnulfo, duque de los bávaros y de los territorios adyacentes por la gracia de Dios», para conectar con los círculos eclesiásticos. En su dominio ejerció la soberanía eclesiástica, ocupó obispados y abadías imperiales, tuvo parte en sus ingresos y también manejó las posesiones de los mismos, como ya en tiempos Carlos Martell, con bastante autonomía. Así, por ejemplo, entre los años 907 y 914 secularizó sus bienes, por lo cual el clero, que le había dado el sobrenombre de «el Justo», le puso el remoquete de «el Malo». Desde entonces así se conoció al «destructor de las iglesias», al «enemigo de la Iglesia», pese a que Arnulfo, con la inmensa confiscación de los bienes inmuebles eclesiásticos, no sólo reforzó su poder militar sino que también compró durante décadas la paz con los húngaros a la vez que satisfizo la avidez de sus vasallos[6].
Arnulfo de Baviera había adoptado muy pronto el título de duque y había reforzado su política autonómica tomando distancias incluso frente al rey. Para vincularse más a los rebeldes, en 913 Conrado desposó a Cunegunda, oriunda de Suabia, madre de Arnulfo, viuda de Liutpoldo de Baviera y hermana de los condes Erchanger y Bertoldo. Pero cuando en 914 Erchanger hizo prisionero al obispo Salomón, canciller de Conrado, y Arnulfo tomó partido por sus tíos suabos, el rey lo expulsó con ayuda de obispos y abades bávaros: el arzobispo Pilgrim de Salzburgo, archicapellán de Conrado desde 912, los obispos Tuto de Ratisbona, Dracholf de Freising, Udalfrido de Eichstátt y Meginberto de Seben. Para decirlo brevemente, en aquella guerra la Iglesia bávara estuvo «por entero del lado del rey» (Handbuch der Europaischen Geschichte).
El duque Arnulfo buscó y encontró refugio en el enemigo del país, en los húngaros. Y cuando regresó en 916, el rey lo expulsó de nuevo, aconsejado ahora y acompañado incluso por el obispo sajón Adalhardo de Verden, un «misionero eslavo». El rey Conrado —«un varón siempre manso y sabio y enamorado de la doctrina divina» (arzobispo Adalberto)— penetró en Baviera al frente de tropas numerosas y la incendió como si fuese un país enemigo. Derrotó a Arnulfo, conquistó Ratisbona, su capital, a la que en parte entregó a las llamas y cuyo obispo Tuto era evidentemente uno de los enemigos más encarnizados de Arnulfo. (Tuto fue también beatificado en su Iglesia.) Conrado impuso en Baviera a su hermano y compañero de armas Eberhardo como gobernador. Y mientras que los grandes de la nobleza civil desaparecían cada vez más del entorno del rey, el episcopado bávaro se constituía en el claro vencedor.
Cierto que en 917 Arnulfo pudo reconquistar su ducado y expulsar a Eberhardo, hermano de Conrado. Más aún, volvió a granjearse el apoyo de sus obispos, sobre todo cuando despojó a los ricos monasterios, cuyos bienes ambicionaban los obispos que participaron del botín; es decir, que los monasterios fueron rigorosamente secularizados —«con la cooperación de los prelados» (Prinz)—. Pero a su muerte, acaecida el 14 de julio de 937, el cielo tomó venganza y, como de ordinario, lo hizo con ayuda del infierno. El cadáver de Arnulfo fue sacado por el diablo de en medio de una bacanal celebrada en Ratisbona y arrojado a una tumba pantanosa, a un charco en Scheyern. En cualquier caso así lo cuenta el cronista del monasterio de Tegernsee, que ya a finales del siglo VIII poseía quince iglesias parroquiales y cuyas posesiones, que ya entonces se extendían hasta el Tirol y la baja Austria, había confiscado Arnulfo en favor, por supuesto, del obispado de Passau[7].
Pero entre los monjes el duque Arnulfo «el Malo» tuvo la peor reputación, lo que favoreció claramente al rey Conrado I. Este visitaba a menudo los monasterios de Saint-Gallen y Lorsch, Korvei y St. Emmeram, Fulda y Hersfeld, cuyas posesiones solía luego agrandar con donaciones.
Del monasterio salió también el prelado, que proporcionó al rey Conrado el apoyo principal en la parte meridional de su reino: Salomón III de Constanza, uno de los incontables prelados que debían su cargo, su «vocación», a su familia. El nepotismo, una especie de juego de la política feudal de clanes, es sobre todo «famoso, tristemente famoso», por los papas que lo practicaron a lo largo de los siglos, aunque «alcanzó su punto más alto» (Schwaiger) durante los siglos XV, XVI y XVII. Naturalmente que el fenómeno se encuentra también entre otros príncipes eclesiásticos, como cabildos catedralicios y grandes monasterios. «Una y otra vez leemos cómo obispos, abades y abadesas procuran que sus parientes les sucedan en el cargo. Y hasta diócesis enteras se han encontrado durante generaciones como propiedad de clanes nobiliarios» (Angenendt).
En Constanza, entre 838 y 919 gobernaron tres obispos de la misma familia perteneciente a la alta nobleza alamana: Salomón I murió en 871; cuatro años después tenía como sucesor a su sobrino Salomón II (875-889) y a este le sucedía a su vez su sobrino Salomón III (890-919). Una tesis doctoral católica califica a los tres como «los obispos más importantes del siglo IX». El mundo se los debe al nepotismo, que floreció en el cristianismo desde los comienzos, desde los días del Jesús bíblico; aquí existe de hecho una tradición apostólica que se prolonga hasta el siglo XX[8].
Salomón III, nacido hacia 860, creció en la escuela monástica de Saint-Gallen y al menos durante algún tiempo fue muy aficionado a las mujeres. Así, abusó de la hospitalidad de un hombre ilustre, a cuya hija doncella le hizo un hijo; más tarde convirtió en abadesa de Zurich a la seducida, con lo que ella a su vez «hizo mucho por los suyos y por su alma» (Casus s. Galli). Salomón fue nombrado notario en 884, y en 885 canciller de Carlos el Gordo. A la caída de este se pasó al bando del vencedor, ya en 888 era capellán de Arnulfo y dos años después abad de Saint-Gallen y obispo de Constanza. Fue canciller bajo Luis IV el Niño desde 909 y después, a partir de 911, bajo Conrado I, que le favoreció grandemente y que otorgó muchas donaciones «por consejo de nuestro más leal obispo Salomón», y todo ello a costa en buena medida de los condes alamanes, los hermanos Erchanger y Bertoldo.
Cuando el margrave Burchard de Retia, el princeps Alamannorum, pretendió abiertamente por vez primera la dignidad de duque, de inmediato tuvo resueltamente en su contra a Salomón, «confidente del rey» y «muy superior gracias a una abigarrada muchedumbre de guerreros» (Casus s. Galli). En otoño de 911, y por manejos del obispo Burchard I, fue alevosamente asesinado, con lo que fracasó la primera tentativa de fundar un ducado suabo. Mas no contento con esto, el obispo, aliándose con otros grandes eclesiásticos, y muy en especial con los abades de Saint-Gallen y de Reichenau, quiso aniquilar a toda la familia. Así desapareció la viuda de Burchard con todos sus bienes. Los hijos del asesinado, Burchard II, que más tarde sería duque de Suabia, y Udalrico fueron desterrados y sus posesiones entregadas a sus enemigos. Adalberto, hermano de Burchard I y conde de Thurgau, que era muy querido del pueblo, perdió asimismo la vida por instigación de Salomón y probablemente con el asentimiento de los demás prelados francoorientales.
Incluso a la suegra del Burchard menor, Gisla, durante su peregrinación a Roma le quitaron todas sus posesiones y se las repartieron. Poco después el obispo Salomón III combatía con igual dureza al conde palatino suabo Erchanger y a su hermano Bertoldo, pretendientes asimismo de la dignidad ducal; la mujer del emperador Carlos III estaba emparentada con el linaje condal de los Erchanger, en la alta Renania.
El rey Conrado había intentado mediar al principio para impedir el conflicto, y tras una brillante victoria de Erchanger sobre los húngaros, que en 913 habían invadido Suabia, desposó a la hermana del conde Cunegunda, viuda del margrave bávaro Liutpoldo, caído en Pressburg en 907. Como Erchanger y sus aliados se habían hecho dueños de Suabia con aquella nueva derrota de los húngaros, el obispo Salomón no cesó de acosarlos.
Y así, año tras año, el país fue devastado. Mas por el momento continuaron vencedores los hermanos, a cuyo lado seguía combatiendo victoriosamente Burchard II, hijo del margrave asesinado en 911, cuya familia encontró el destierro permanente. En 914 Echanger hizo prisionero al obispo Salomón, pero en una contraofensiva fue encarcelado por el rey y expulsado del país. Sin embargo, a su regreso, y con ayuda de su hermano Bertoldo y del Burchard menor, derrotó a los seguidores del monarca en Wahlwies, no lejos de Stockach (915). Como Erchanger se hizo proclamar duque, el rey buscó ayuda en la Iglesia y hasta encontró el apoyo del papa Juan X.
El obispo Salomón acabó triunfando en un sínodo que Conrado y el episcopado franco, suabo y bávaro celebraron el 20 de septiembre de 916 en Hohenaltheim (cerca de Nordlingen del Ries). Fue la primera asamblea eclesiástica general congregada en Alemania durante el período postcarolingio, pero en la cual los prelados sajones brillaron por su ausencia, cosa que se criticó duramente.
Los sinodales se pusieron resueltamente del lado del rey, del «ungido del Señor», que sí participó. Ellos refrendaron con todo empeño su juramento de fidelidad y amenazaron con penas eclesiásticas a sus adversarios, con la mención explícita de Arnulfo y de Erchanger. La presidencia la ostentó el legado de Juan X, el obispo Pedro de Orte, uno de los confidentes más cercanos del papa, enviado expresamente «para que arrancase de raíz la cizaña diabólica, brotada en nuestras tierras», según se dijo. El sínodo también se reunió, como consta en las actas, para «poner fin y aplastar la impía rebelión de algunos perversos».
Según la carta acompañante del papa (que a su vez nombraba arzobispo de Reims a un muchacho de quince años) ¡el sínodo debía deliberar sobre los abusos eclesiásticos! Se abogaba así una vez más, junto a las autoexhortaciones, en favor del propio poder, apoyándose fuertemente en las falsificaciones seudoisidorianas. El sínodo exigía los diezmos, la protección del patrimonio eclesiástico y el privilegio de que los clérigos no pudieran ser condenados por jueces laicos: quien denuncia a un obispo o a un sacerdote, denuncia el orden divino del mundo («casi todas las decisiones sobre la seguridad de los obispos frente a las autoridades civiles son citas literales de la colección de decretales del falsificador», Hellmann). Mientras que los prelados —con el ejemplo tristemente famoso del papa León III el año 800, quien sólo siguió «el ejemplo de sus predecesores»— podían librarse de cualquier acusación mediante un juramento de limpieza, se procuró agravar aún más los castigos de la Iglesia contra otros en virtud precisamente de las Decretales seudoisidorianas que se manejaron de manera fraudulenta y cuyo espíritu respiran «plena y totalmente» (Hellmann) las resoluciones sinodales.
Así, fueron condenados al encierro de por vida en un monasterio los dos condes hermanos Erchanger y Bertoldo con su sobrino, que se habían puesto en manos del sínodo evidentemente con excesiva confianza y esperando una solución de la disputa entre parientes (mientras que el duque bávaro Arnulfo y su hermano Bertoldo, yernos de Conrado, rehusaron cautamente asistir al sínodo, pese a la invitación que les hicieron). Pero más duro aún fue el rey, a quien por lo demás los sinodales se equipararon. Sólo tres meses después de su asamblea, el 21 de enero de 917 —y fatalmente todo ello recuerda el final de Adalberto de los Babenberger—, Conrado I hizo decapitar al conde palatino Erchanger y a su hermano Bertoldo, sus cuñados, así como al sobrino de los mismos, Liutfrido, como «traidores de lesa majestad»; «pero detrás de él se encuentra Salomón, el culpable sin duda de semejante acción» (Lüdtke)[9].
El asunto no reportó ninguna ventaja al rey. Todavía en 917 se sublevó en Suabia el Hunfridinger Burchard II, hijo del margrave de Retia asesinado por el obispo Salomón, rival de los ajusticiados, y ocupó el puesto de estos. Se adueñó de sus propiedades y pronto obtuvo el reconocimiento de los grandes de Suabia como duque (dux). Aquel mismo año regresó Arnulfo a Baviera, se rebeló contra el rey y expulsó a su hermano Eberhardo de su «capital». Finalmente, en 917 los húngaros volvieron a invadir y asolar especialmente Suabia, junto con las regiones de Alsacia y Lotaringia, sin que pudiera advertirse ninguna defensa organizada por el monarca. Pero en el otoño de 918 marchó una vez más contra Ratisbona, aunque de nuevo sin éxito[10].
Poco es lo que sabemos de los últimos tiempos del reinado de Conrado. El 23 de diciembre de 918 desapareció sin dejar hijos en un lugar que desconocemos; más tarde encontró su último descanso en Fulda. Ni pudo frenar a los duques levantiscos ni supo afianzar su propio poder y hasta parece que murió a consecuencia de una herida que sufrió precisamente en la fracasada campaña de Baviera. Mas como sucesor suyo prefirió, según se dice, a su antiguo enemigo: el duque sajón Enrique. Con el fin de restablecer la paz, prevenir cualquier discordia y salvaguardar la unidad del reino, ya en su lecho de muerte hizo jurar a su hermano Eberhardo, expulsado de Baviera, que entregaría las insignias reales al duque sajón Enrique, un hombre con verdadero poder real, con genuino carisma de rey, y que establecería amistad con él. Todo ello si hemos de atender al relato del monje de Corveyer.
Porque debería quedar abierta la cuestión de si tan noble gesto, que puso en movimiento a tantas plumas, antiguas y modernas, y que sacudió a incontables lectores, como es la designación del sajón por el franco, tan repetidamente admirada y elogiada, fue realmente un hecho histórico, aunque el relato de Widukind contiene sin duda elementos tópicos y muchos adornos que resultan sospechosos. El monje cronista, que pertenecía a la alta nobleza, estaba orgulloso de su linaje, estaba imbuido de una conciencia nacional sajona y estaba resuelto asimismo a destacar la legitimidad de la dinastía liudolfingia, por lo que tal vez hizo nacer más tarde una leyenda política, ya fuese para dar a la causa una mayor sacralización ya fuese para disimular una usurpación[11].
En último análisis también los merovingios habían robado sus coronas. Y las habían robado los carolingios. Y muchos otros lo hicieron antes y después. Habitualmente, la historia, la historia política, no está marcada más que por una toma brutal, por la violencia. Tal es la base del Estado, que de buena o de mala gana todos aceptan como instancia integradora; al final se integran bien sean los intereses, las posesiones o el potencial y el prestigio de los dominadores, y de forma patente o velada se dan siempre. La violencia es algo profundamente bárbaro y aniquilador, aunque cuanto más hipócrita es la sociedad tanto más gusta de presentarse con el ropaje del derecho y del orden, como «Estado de derecho». Y es que todo Estado descansa sobre el poder, todo poder sobre la violencia, y la violencia, como dice Albert Einstein, siempre atrae a los moralmente mediocres. Todavía hoy sigue vigente la primitiva ecuación: poder igual a derecho. Todavía hoy, y precisamente en el terreno interestatal, el poder da la medida de quién está del lado del derecho. «A un golpe de Estado o a una revolución que triunfa le sigue a la corta o a la larga el reconocimiento del nuevo régimen por otras naciones. Quien gana una guerra decide sobre el nuevo trazado de líneas fronterizas y sobre el contenido de nuevas constituciones; es quien establece las nuevas reglas» (Esther Goody)[12].
Aun cuando la elección de Enrique I hubiera discurrido de un modo totalmente «legal», el supuesto para la usurpación, la acumulación de poder, de violencia por su parte, por parte de sus padres y de sus antepasados, sólo podía imponerse con la prolongada rivalidad, la explotación, la opresión y el derramamiento de sangre.
Y exactamente así debieron de ocurrir las cosas.