A la muerte del emperador Arnulfo fue proclamado oficialmente rey, en Forchheim el 4 de febrero de 900, su único hijo legítimo, Luis, que sólo contaba seis años y que en la lista de reyes francoorientales germánicos figura como Luis IV (893-911). Es la primera coronación real segura en la historia francooriental germana. Ya en 897 Arnulfo había obligado a los grandes del imperio (excluidos los magnates de Lotaringia autónomos desde 895) a que aceptaran bajo juramento la sucesión de Luis, cuyo gobierno por lo demás sólo podía ser nominal. Y al mes siguiente también le prestó vasallaje la aristocracia lotaringia, aunque sólo con la esperanza de la mayor autonomía posible.
Esa autonomía la esperaban también otros, sobre todo cuando la creciente actividad de una nobleza cada vez más consciente de su propia fuerza, sus feroces querellas, luchas y rivalidades se prestaban a la pesca en río revuelto. Por lo demás en la lucha por la dirección de unas pocas familias nobiliarias que continuaban subiendo, otras famosas quedaron eliminadas, especialmente en Franconia y en Lotaringia[4].
Aunque ya el padre de Luis IV, el rey y emperador, había colaborado estrechamente con la Iglesia, aunque ambos habían afianzado su poder en la lucha con la alta nobleza, ahora fueron los prelados casi en exclusiva los que gobernaron en nombre del menor de edad Luis, pupilo de los sacerdotes. A lo largo del siglo IX se habían ido haciendo cada vez más poderosos y ahora, al no verse ya coartados por ninguna realeza fuerte, empuñaron ansiosos el timón del imperio.
Cierto que el pequeño rey, que muy pronto en la historiografía recibió el sobrenombre de «el Niño» (infans, puer, adolescens), sólo de una forma puramente externa constituyó el epicentro, agrupándose a su alrededor la vida estatal y celebrándose también en su nombre el ritual tradicional de las dietas imperiales: para el 901 en Ratisbona, para el 903 en Forchheim, para el 906 en Tribur. Y al igual que Luis en las autorizaciones, también trazaba de su propio puño el rasgo ejecutorio en el monograma real. Pero el muchacho, por añadidura siempre enfermizo, nunca consiguió un gobierno personal. Y hubo también algunos magnates «próximos al rey», como los Conradinos, parientes del joven rey por línea materna, o el margrave bávaro Liutpoldo, un pariente paterno más lejano, que determinaron la política imperial sobre todo como representantes del clero. Fue «un gobierno puramente episcopal» (Nitzsch). «De la actividad de los príncipes laicos en el gobierno imperial nada dicen los analistas» (Schur). Y también entre los «intervenientes», los «medianeros», es decir, aquellos altos cargos por cuyo consejo, recomendaciones e insinuaciones el rey Niño confería derechos, otorgaba propiedades e intercambiaba bienes realengos, se encontraban en primer término los funcionarios eclesiásticos.
Ya se comprende que también los miembros de la grandeza laica revolvieron en la corte, no siendo ciertamente de los que menos el conde Conrado de Lahngau el Viejo (padre de Conrado el Joven, que luego sería el rey Conrado I) y su hermano Gebhardo. Surgió de hecho un régimen aristocrático más poderoso, unos poderes particulares en frecuente competencia de los que salieron duques y ducados; pero justamente por encima se dio entonces una regencia de prelados. Los obispos acompañaron entonces todos los pasos del joven regente, y no ya como simples marionetas. Y a diferencia de muchos magnates civiles estuvieron también presentes en todos sus viajes. Por lo cual Luis el Niño hasta su temprana muerte nunca fue independiente por completo, sino que de hecho dependió de los hombres rectores de su reino, de los altos clérigos con sus intereses particulares nada insignificantes[5].
Apenas media docena de ellos tuvo una participación decisiva en el gobierno, y por encima de todos el arzobispo Hatto, elevado ya por Arnulfo, y el obispo Salomón III.
Hatto I de Maguncia (891-913), muy activo, inteligente y taimado, una especie de «papa para Alemania», como lo describió Wolfgang Menzel, intervino de continuo en la política, aunque sin olvidarse del provecho de su Iglesia y de sí mismo. Por lo general ambas cosas van estrechamente unidas formando un todo casi inseparable. Había nacido hacia 850 y era oriundo de la nobleza suabia; empezó apoyándose con su clan en Carlos el Gordo, y al ser este derrocado se volvió de inmediato a Arnulfo de Carintia, lo que muy pronto se hizo pagar: ya en 888 y 889 Hatto fue agraciado con las abadías ricamente dotadas de Reichenau y de Ellwangen, y dos años después obtuvo el arzobispado de Maguncia, una provincia eclesiástica que era la más amplia del imperio francooriental, que se extendía desde Sajonia a Suabia y desde el Elba hasta los Alpes. De ese modo los obispos de Maguncia (que por primera vez desde 870, y de manera permanente desde 965, dirigieron la archicancillería, la cancillería real) ocuparon el primer puesto en el Estado y fueron de hecho «hacedores de reyes».
Poco después de iniciar Luis su reinado, Hatto supo hacerse con el control del rico monasterio de Lorsch (Lauresham), aunque Arnulfo había garantizado la autonomía del famoso monasterio, que Carlos I había elevado a la categoría de monasterio real y que Luis el Germánico había enriquecido con valiosas posesiones imperiales. Llegó a ser un monasterio con propiedades desde el mar del Norte hasta el lago de Constanza ¡y desde el año 766 recibió unas cien donaciones al año! Finalmente Hatto obtuvo también del favor del soberano el monasterio de Weissenburg.
El arzobispo de Maguncia se movía gustoso en la proximidad del soberano. En 893 fue uno de los dos padrinos de bautizo del joven rey; en 894 formó en el séquito de Arnulfo en sus viajes a Italia y en 896 le acompañó para la coronación imperial; en 899 participó de manera determinante en el encuentro insidioso con Sventiboldo en Saint-Goar y en la elección de Luis al año siguiente. Tampoco se ha de olvidar su presidencia en el importante sínodo del 895, celebrado durante la gran dieta imperial en la residencia palatina de Tribur cerca de Maguncia. En una palabra, el arzobispo Hatto, que ya en tiempos de Arnulfo fue llamado «el corazón del rey», aparece ahora como el regente de hecho[6].
No fue ciertamente mucho menor la importancia del obispo Salomón III de Constanza (890-919) en los asuntos de gobierno durante el reinado de Luis el Niño, en cuyos últimos años fue el verdadero rector de la cancillería, llevando el título de canciller desde 909. Salomón fue amigo íntimo del influyente Hatto y carecía por completo de escrúpulos. Como el señor feudal más poderoso del país en Suabia eliminó brutalmente por dos veces a los pretendientes ducales.
Ambos obispos representaron a su clase de una manera digna y más que digna por cuanto dominaron el arte allí muy desarrollado de atender sobre todo a los propios intereses materiales, sin que contase para nada si las donaciones procedían de un botín de guerra, de adjudicaciones menos sangrientas o cualesquiera otros negocios lucrativos, como el intercambio beneficioso de bienes monásticos por bienes realengos. «En buena medida Saint-Gallen se convirtió entonces en la perla de la corona. También pudieron serlo los obispados de Maguncia y Constanza, pero de estos no se conserva ni un sólo documento antiguo. Involuntariamente se tiene la impresión de que los señores concertaban entre sí tales negocios, pues el Niño que se sentaba en el trono ni siquiera sabía de lo que se trataba. Y hasta resulta penoso ver con qué avidez se tendían aquellas manos también a la dote de la reina madre Uta, que por lo demás con el proceso por adulterio había quedado en una situación muy embarazosa; y así, por “recomendación” de cinco obispos y de Liutpoldo, se hizo que el pequeño rey otorgase a la iglesia de Seben el palacio de Brixen, que formaba parte de la dote de su madre y al que después se trasladó la residencia del obispo; y más tarde, de nuevo con el “asentimiento” de varios obispos, de algunos condes y, según se dice, por “recomendación” de la propia Uta, se otorgaron a la iglesia de Ratisbona el palacio de Velden y a la iglesia de Freising el palacio de Fóhring. En uno de tales documentos de donación se dice que era necesario posibilitar el servicio real mediante la solicitud por la Iglesia» (Mühlbacher)[7].
Mas también ejerció su influencia en el gobierno del imperio francooriental el arzobispo Thietmar de Salzburgo, cuando al principio era todavía archicapellán y archicanciller. Lo mismo hizo el arzobispo Pilgrim I de Salzburgo (907-923), que el año 908 obtuvo de Luis IV el palacio real de Salzburghofen (en la actual Freilassing) con abundantes pertenencias, arbitrios y dignidades a cambio de la importante salina de Reichenhall, y al año siguiente (junto con el margrave Aribo) también la abadía de Traunsee (Altmünster), hasta que bajo Conrado I se convirtió en su archicapellán (912). Asimismo jugaron un papel importante el arzobispo Rutbod de Tréveris, archicanciller para Lotaringia, los obispos Waldo de Freising, Erchanbaldo de Eichstátt, Tuto de Ratisbona, Rodolfo de Würzburg y Thietelah de Worms.
Finalmente, singular relevancia obtuvo el obispo Adalbero de Augsburgo, preceptor del rey y su segundo padrino, pues junto con Hatto tuvo al niño «en la sagrada fuente del bautismo» (Annales Fuldenses) y le impuso el nombre de su abuelo. Los padrinos de bautizo a menudo influyeron profundamente en la política, si es que no estaban metidos de hoz y coz en ella y por eso llegaron a ser padrinos. Ya el obispo Witgar, predecesor de Adalbero, había estado implicado por entero en los asuntos del imperio y había actuado principalmente en los círculos palaciegos de Luis el Germánico y de Carlos el Gordo. Y el propio Adalbero ya había actuado como consejero y acompañante permanente de Arnulfo antes de que, según parece, hasta se convirtiese en el ministro supremo del joven rey, que le llamaba su preceptor más leal, su maestro querido y su padre espiritual. Y así el pueblo, que pronto también lo veneró como beato, creyó que en su tumba se habían producido verdaderos milagros. Únicamente de la actividad de Adalbero en su obispado no tenemos la menor noticia[8].
Dos acontecimientos fueron especialmente penosos para el imperio francooriental en tiempos de Luis el Niño: una prolongada catástrofe, que llegó de fuera, y un desastre relativamente corto de política interior: el ataque de los húngaros y la llamada disputa de Babenberg.
A la muerte de Arnulfo los húngaros rompieron las hostilidades.
«El día de su muerte fue para ellos más alegre que todas las festividades, más deseable que todos los tesoros», afirma no sin razón el obispo Liutprando. Su ataque fue inesperado. Con ímpetu increíble y con la secuela de enormes calamidades devastaron amplios territorios de Europa occidental y meridional, y muy especialmente el imperio francooriental, adonde ya en tiempos los había llamado Arnulfo como aliados.
También las guerras húngaras fueron principalmente, aunque no de forma exclusiva, guerras de defensa, y no sólo en 907. Desde la victoria del duque bávaro Bertoldo —hijo menor del margrave Liutpoldo, fallecido en Pressburg en 907— el 12 de agosto de 943 en Wels, que constituyó el mayor éxito alemán logrado hasta entonces contra los húngaros, los bávaros tomaron la iniciativa. En 948 obtuvieron otra ventaja. Ya al año siguiente se enfrentaron con los magiares en la propia Hungría. Y también en 950 el duque bávaro Enrique, hermano de Otón I, uno de los príncipes francoorientales más emprendedores y violentos, llevó de nuevo la ofensiva a territorio húngaro. Obtuvo dos victorias más allá del Theiss, se llevó como botín magníficos tesoros y muchos prisioneros y «regresó a la patria sano y salvo» (Widukind)[9].
Los húngaros o magiares, como se llamaban a sí mismos, eran un pueblo de jinetes nómadas que vivían en tiendas o en cabañas de cañas con un origen en parte ugrofinés y en parte turco. Las fuentes latinas identifican a menudo a estos jinetes rápidos y hábiles manejadores del arco con los hunos y los avaros. Duramente oprimidos por los pecenegos, un pueblo turco de jinetes nómadas especialmente belicoso y aliado de los búlgaros, en 895 fueron expulsados de sus asentamientos entre el Volga y el Danubio, junto al mar Negro, e irrumpieron desde la llanura del Theiss saqueando y asolando una y otra vez Panonia, Bohemia y el reino moravo, que ya Arnulfo había combatido en 892 luchando hombro con hombro con ellos y que hasta 906 ellos aniquilaron por completo hasta hacerlo desaparecer literalmente. Desde 899 también invadieron Italia septentrional y hasta incendiaron el sur de Francia; pero desde comienzos del siglo X también atacaron en correrías anuales Baviera, Sajonia, Alamania, Alsacia y Lotaringia. Prolongaron sus incursiones durante más de medio siglo constituyendo de hecho una plaga peor que la de los normandos, que para entonces se habían concentrado especialmente en Ostengland.
El anno domini de 900 aparecieron por vez primera los húngaros en suelo que fue bávaro y actualmente es austríaco.
Por el Enns penetraron en el territorio de Thrangau «asesinando y arrasando a sangre y fuego todo lo que encontraron a lo ancho y a lo largo de cincuenta millas». Por lo demás a finales del otoño un ejército bávaro al mando del conde Liutpoldo de Carintia y del obispo Richar de Passau liquidó en Linz a una pequeña retaguardia húngara, luchando gloriosamente y venciendo con mayor gloria aún, según cuenta el analista. Y es que supuestamente «por gracia de Dios» entre los caídos y ahogados en el Danubio aparecieron 1200 paganos, pero «apenas un sólo cristiano» (Annales Fuldenses).
En 901, tras un ataque a Carantania, los húngaros fueron derrotados en el camino de regreso al Fischa, al este de Viena; y en 902 lo fueron en Moravia junto con los moravos, cuyo reino ya habían saqueado dos años antes los bávaros, como lo habían hecho ya en 890 y en 899. También en 903 se luchó contra los magiares, aunque esta vez con resultado desconocido. Y en 904 los bávaros invitaron a que lo visitase una embajada húngara presidida por su comandante en jefe, Chussal. Primero les ofrecieron un banquete y después los aniquilaron por completo en una espantosa matanza. Y desde luego con la asistencia de Dios.
Pero parece como si el Señor los hubiese abandonado. Los húngaros regresaron casi todos los años y el 5 de julio de 907, en una guerra ofensiva de los francoorientales —decidida el 17 de junio del mismo año por obispos bávaros, abades y nobles con el rey Luis el Niño—, infligieron una derrota total al cuerpo de ejército bávaro. Una «fuerte derrota», dicen lacónicamente los Annales Alamannici. En el campo de batalla quedaron tendidos no sólo varios condes y muchos nobles más, sino también tres abades y tres obispos: el arzobispo Thietmar de Salzburgo con los obispos Udo de Freising y Zacarías de Seben-Brixen. «La sangre de la nobleza y del episcopado bávaros… y el trabajo positivo (!), quedó interrumpido» (Bosl). ¡Hablar de «trabajo positivo» en un país al que gustosamente se miraba como una antigua posesión, pero que por vez primera Carlos «el Grande» había arrebatado a los avaros en muchos años de guerras, cuya nobleza en su conjunto había sucumbido y, más aún, cuyo pueblo había desaparecido por entero!
El arzobispo Thietmar de Salzburgo, cuyas «reliquias» se pretende que fueron encontradas en 1602 —oh dichosa fortuna— fue contado en dicha ciudad entre los santos o bienaventurados. Al obispo Zacarías de Seben y al obispo Udo de Freising se les reconoció la «palma martyrii» al «haber sacrificado su vida por la fe de Cristo» (Meichelbeck). En la batalla de Turingia, librada el 3 de agosto de 908 contra los húngaros, cayó también el obispo Rodolfo de Würzburg, el iniciador a todas luces de la querella sangrienta de Babenberg. Por el contrario la tradición ignora «casi por completo» la actividad intraeclesial de este prelado. También su sucesor el obispo Thioto, otra criatura de los Conradinos según parece, estuvo por entero «al servicio del imperio»; pero no se oye «prácticamente nada» (Stórmer) de su actividad eclesiástica en la diócesis de Würzburg, que presidió durante casi un cuarto de siglo[10].
Es verdad que en los años 909, 910 y 913 los bávaros liquidaron diversas expediciones húngaras; pero los invasores continuaron devastando las tierras desde los Alpes al mar del Norte y repitieron sus correrías por Alemania, no menos de viente entre los años 900 y 955. El obispo Miguel de Ratisbona perdió una oreja en la guerra contra los húngaros, pero también dejó tendido a un enemigo, recibiendo muchos parabienes por ello. ¡Para lo que sirvió! El «trabajo positivo de los alemanes en el este» hemos de confesar que «de nuevo se derrumbó por completo» (Heuwieser).
A este respecto hay que observar dos cosas: primera, que los húngaros, al igual que los normandos, estuvieron informados de las discordias internas del occidente católico y supieron aprovecharlas; segunda, que los príncipes católicos a menudo demostraron escasa solidaridad frente a los húngaros, como frente a los normandos o los árabes, y por lo general prefirieron dedicarse a sus negocios tradicionales que a proteger a sus súbditos contra el enemigo. En cualquier caso eso es lo que le ocurrió al duque Arnulfo «el Malo», que mediante un tratado pudo mantener a los húngaros alejados casi por completo de Baviera durante décadas. Más bien los tres pueblos de sarracenos, normandos y húngaros «en incontables casos se echaron al cuello de sus enemigos en el propio territorio. No hubo vacilaciones en aliarse con ellos. Se enviaban emigrantes con el fin de recuperar la propia posición frente a ellos para animarlos a intervenir». Por otra parte, fue la cristiandad occidental la que «compuso, precisamente en los siglos IX y X, una multitud de oraciones conmovedoras contra la peste de los paganos» (Tellenbach)[11].
En efecto, ¿no era maravilloso, como algo creado realmente por Dios, el que la peste de los paganos condujera a la composición de oraciones tan abundantes como conmovedoras, que condujera hasta el mismo Dios, porque la necesidad enseña a orar? ¿Y pudo la necesidad ser lo bastante grande? De hecho cuanto mayor es la necesidad tanto mayor es la ganancia de los monjes y clérigos, aunque las iglesias y monasterios se hayan desvanecido en fuego y humo, se vuelven a reconstruir, por lo general más grandes y más hermosos (y, como ocurre todavía hoy, se consigue que los «laicos» lo paguen todo).
De ese modo los piadosos señores eclesiásticos hicieron que las incursiones de los húngaros resultasen todavía más terribles de cuanto lo eran en sí, convirtiendo a los húngaros en «instrumentos del diablo», en «Gog y Magog» y declararon que el juicio final era inminente.
Para el obispo Liutprando tales espíritus infernales no tienen Dios ni conciencia. No sólo reducen a ruinas los pueblos y las iglesias, ni simplemente matan a las personas, sino que «para difundir cada vez más el terror, se bebían la sangre de los degollados». El obispo Salomón III de Constanza nos aterra con todas las variantes de imágenes de animales, familiares desde la Biblia y los padres de la Iglesia (incluso respecto de los cristianos): «Ahora penetra en la misma casa de Cristo hasta el perro más asqueroso». Y Regino, abad de Prüm (hasta 899) y de Tréveris (hasta 915), cuenta de los bárbaros verdaderas «atrocidades» (Weinrich), y con la intención de darles visos de mayor autenticidad se sirve de los abundantes topos etnográficos de la antigüedad para describir en serie las malas cualidades de los (nuevos) hunos, muy especialmente su «cruel ferocidad» (cruentam ferocitatem) y su «furor de bestias» (beluino furori); son gentes que no viven «a la manera de los hombres, sino como el ganado»; «como animales salvajes», dice también Widukind; más aún, «devoran como remedios medicinales los corazones de sus prisioneros partidos en trocitos»[12].
Ese particular desprecio alemán hacia el que es diferente, de otra raza o asiático se prolonga a lo largo de los siglos. ¿Y puede un historiador tan benemérito como Albert Hauck (1845-1918) insistir hasta tal punto en que tales «nómadas» con su «falta de cultura» «sólo podían resultar repulsivos a los germanos sedentarios», en que el sedentario «nada podía ver más odioso» que a «tales bárbaros», y nada podía escuchar más repugnante que su «gruñido desentonado»? ¿Puede Hauck con perfecto derecho tildar una y otra vez a los húngaros de «salteadores» y «bandas de salteadores»? Al antiguo pueblo de cazadores y pastores, un pueblo de guerreros ¿puede calificarlo casi contra su voluntad como «nación que practicaba el robo como una profesión nacional»? ¿No se engaña de medio a medio al afirmar que «no había en absoluto ningún punto de contacto entre aquellos salteadores vagabundos y la familia de pueblos europeos»?
No hay duda de que en forma parecida veían los «grandes alemanes» de Hitler a los «infrahombres» orientales, eslavos y asiáticos (¡y cómo sigue dándose esto todavía hoy entre aquellos teutones cuyo nombre es Legión!). ¿Y no se delata el propio Hauck, cuando en la última cita agrega al «salteadores» el simple e insignificante «vagabundos», cual si al menos en su subconsciente se acordase de otros salteadores, menos vagabundos, más fijos, que tan pronto como les era posible permanecían agazapados sobre su robo y que no sólo conservaban el pequeño botín sino todo el país expoliado?
Escribe el teólogo protestante: «Como el imperio alemán del siglo X era conquistador, también la Iglesia germánica se convirtió en la Iglesia misionera de Europa». Exacto. Por eso pudo Europa convalecer con el germanismo. Mas ¿qué diferencia hay aquí entre «conquistador» y salteador?
El propio Hauck vuelve a recordar: “Todavía a finales del siglo IX la tierra eslava es una designación perfectamente habitual de Carintia”. Pero ya en el siglo X la cosa mejora, progresa, adelanta: “Entonces la nobleza alemana adquirió grandes posesiones en el país”: “adquirió”, qué hermoso. “También los fundadores alemanes designan como propias extensas llanuras”: como propias, tampoco suena mal. Entonces los obispos de Freising y Seben adquieren asimismo “grandes posesiones inmuebles” en el sureste. La diócesis de Salzburgo empieza por aquellas fechas a “extenderse ampliamente hacia el este”… Extenderse, extenderse ampliamente, con fuerza, etc. Hauck ya ni siquiera se toma la molestia de variar un tanto su vocabulario. El asunto es demasiado hermoso y le arrastra, cual si literariamente no pudiera incorporar con la suficiente rapidez toda aquella herencia, aquella extensa apropiación; y naturalmente ni siquiera tiene tiempo para reflexionar si de hecho “no había en absoluto ningún punto de contacto entre aquellos salteadores vagabundos y la familia de pueblos europeos”; entre aquellos monstruos salvajes —como les llama el obispo Pilgrim de Passau, el falsificador de mala memoria— y el pueblo alemán, que ahora empieza “a poner pie firme” en “su” este, para emplear el lenguaje de Hauck. Efectivamente, “es como si hubieran tenido una impresión de lo mucho que significaba para Alemania la expansión hacia el este…”[13].
Pero también para los eslavos significaba mucho, aunque naturalmente en un sentido bien distinto, según que los cristianos asesinasen allí y expropiasen a los “infrahombres” o que “el perro más asqueroso entrase en la misma casa de Cristo”, cosa que no siempre resultaba (ni resulta) tan pacífica. Auténtico amor al prójimo. Y buena nueva. Pero precisamente en aquella época, durante el régimen sacristán, estalló en el imperio una guerra civil brutal, la denominada querella de Babenberg (897-906), cuyos orígenes por lo demás se remontan a los últimos años del gobierno de Arnulfo.
Franconia, que originariamente presentaba el mayor número de familias de la alta nobleza, también padeció después las mayores querellas y las pérdidas más dolorosas. A finales del siglo IX y comienzos del X sólo los dos linajes más ilustres de los francos luchaban por la supremacía sobre el territorio del Main y por la mejor posición de salida para los años que habían de seguir a la regencia nominal del rey Niño: eran las familias de los Poppones-Babenberg —así llamada por el conde Poppo de Grabfeld y su fortaleza de Babenberg (Bamberg)— y la de los Conradinos.
Los Babenberger eran Adalberto, Adalhardo y Enrique (II), que gobernaban los condados adyacentes a Fulda, en Grabfeld y en las tierras del alto Main y acabaron perdiéndolos todos. Eran hijos de Enrique, mercenario independiente y comandante en jefe de las tropas de Carlos el Gordo, que murió en 886 ante los muros de París combatiendo contra los normandos, y era, como su padre, enemigo de Arnulfo, que por su parte buscó por todos los medios el derrocamiento de ambos. Para ello se sirvió de los Conradinos, los hermanos Conrado, Gebhardo, Eberhardo y Rodolfo, que procedían de las tierras del Mosela y poseían haciendas en el territorio entre el Rin y el Main, en Niederlahngau, en Hessen y en el Wetterau.
El rey Arnulfo, cuyo palacio evitaban los Babenberger, estaba casado con Uta, de la familia de los Conradinos. Promovía la prosperidad de la familia de esta a costa de los Babenberger y la favoreció con donaciones; más aún, el año 892, tras la muerte en combate de Arn, obispo de Würzburg, hizo obispo de Main a Rodolfo (892-908), de los Conradinos. Con ello queda programado el enfrentamiento sangriento: “una violenta disputa de la discordia y un proceso cargado de odio inconciliable”, escribe Regino de Prüm, “el año de la encarnación divina de 897”, que compara las “matanzas recíprocas” con un “ardor increíble” que de día en día crece hasta el infinito. “Incontables son los que caen a espada por ambas partes, se cometen mutilaciones de manos y pies; los territorios que les están sujetos son arrasados con robos e incendios.”[14]
Los Conradinos, que gracias al parentesco con el rey Arnulfo avanzaron hacia el este mediante bienes y condados y que durante su reinado y el de su hijo menor de edad ascendieron a la dignidad de duques, fueron preferidos no sólo en Franconia sino también en Lotaringia, donde Gebhardo, de los Conradinos, fue constituido duque oficial y en un documento hasta aparece abiertamente como “duque de Lotaringia”. Por el contrario, los Babenberger se vieron cada vez más arrinconados y en 897 hicieron matar cerca de Würzburg al servidor real Trageboto, probablemente a causa de cesiones territoriales. Así las cosas, empezó la querella con el obispo de Würzburg, de primeras sin intervención directa del rey, con quien más tarde, ya bajo Luis el Niño, chocaron sus hermanos Eberhardo y Gebhardo.
La situación desembocó en un combate armado. El Babenberger Enrique II encontró la muerte y Eberhardo de los Conradinos resultó gravemente herido. Cuando murió a causa de las heridas, su hermano Gebhardo hizo decapitar inmediatamente al Babenberger Adalhardo que tenía prisionero (902-903). Y entonces entró en acción el régimen de sacristanes. Luis el Niño abrazó el partido de los Conradinos victoriosos y mandó confiscar las posesiones de los desaparecidos Enrique y Adalhardo del partido de los Babenberger, de modo que al menos en parte redundaron en beneficio del obispo de Würzburg. “Después que los Babenberger sucumbieran en la batalla y sus bienes fueran confiscados, el rey Luis el Niño envió el 9 de julio de 903 a Tarassa (Theres), con destino al obispo Rodolfo de Würzburg, “algunos bienes de nuestra propiedad (juris nostri), que habían sido de Adalhardo y de Enrique y que por la magnitud de la maldad de estos… fueron declarados propiedad nuestra”.”[15]
En el año 906 el hijo del conde Conrado, que más tarde sería el rey Conrado I, llevó a cabo una serie de operaciones en Lotaringia con un ejército poderoso. Siguiendo el uso consagrado arrasó “con robos e incendios” las posesiones de sus enemigos, los buenos católicos que ya conocemos, a saber, los condes de Metz, los hermanos Gerardo y Matfrido. Tan favorable ocasión la aprovechó naturalmente Adalberto, el último de los Babenberger, y volvió a invadir con sus gentes Wetterau. Hubo varios combates y al final sucumbió el conde Conrado el Viejo en Fritzlar, afianzándose el Babenberger. Eso significa que el vencedor empezó por perseguir “con sus camaradas a los fugitivos y abatió con la espada a una muchedumbre incontable, en especial a los que huían a pie…”. El cualificado acaba siendo un experto. Y tras dar cima a este cometido Adalberto se dedicó a todo el territorio; lo que significa que lo recorrió con sus compinches y “todo lo destruyó con muertes y saqueos. Cuando lo hubo terminado regresó con sus camaradas, cargados de botín de guerra y con robos incalculables, a la fortaleza de Bamberg” (Reguío de Prüm).
Bien está lo que bien acaba, debió de pensar el último de los Babenberger. Pero todavía en el verano de aquel mismo año la regencia imperial, presidida de hecho por el arzobispo Hatto de Maguncia, amigo íntimo de los Conradinos, le invitó a una asamblea imperial en Tribur. Al no comparecer allí, Hatto y el rey, que tenía 13 años, le pusieron cerco con un ejército imperial en su castillo de Theres (en Schweinfurt). Tres veces se menciona aquí a Luis el Niño en conexión con la querella de Babenberg.
«Tras larga resistencia atrajeron con halagos y “palabras dulces como la miel” —un sucio recurso de Hatto— al último de los Popponen-Babenberger, sacándolo de su fortaleza. Arteramente fue hecho prisionero y “el obispo se lo entregó al rey Luis” (Widukind); lo condujeron atado en presencia de todo el ejército y el 9 de septiembre fue decapitado como lo había sido su hermano. La sentencia se ejecutó por instigación también de Conrado el Joven, el futuro rey Conrado I. Con su proceder este se había preparado el camino hacia la realeza…» (W. Hartmann). Mas también el margrave Liutpoldo, el primer hombre de Baviera después del rey, fue «decisivo» en la guerra contra Adalberto, «habiendo participado asimismo en su captura y ejecución alevosas» (Reindel). Sus riquezas y posesiones fueron anexionadas a los bienes realengos, distribuyéndolos después el rey «entre conocidos varones de ilustre nacimiento» (Reginonis chronica). Es decir, entre los enemigos de los Babenberger, entre quienes también se benefició Hatto de Maguncia, el canalla mayor de toda aquella chusma, un jerarca cuya astucia hasta tal punto temía el duque y futuro rey Enrique de Sajonia que fundamentó su negativa a acudir a una asamblea en Maguncia con la amenaza de un atentado del prelado del lugar.
La fortaleza de Theres se transformó en una abadía benedictina y el castillo de Adalberto en Babenberg, a una con todo el condado, se lo apropió el rey Luis y después surgió de allí el obispado de Bamberg. Y todavía en la Baja Edad Media se cantaba la traición del arzobispo Hatto, especialmente malquisto entre el pueblo. El hombre no fue ciertamente una excepción. En su libro De synodalibus causis et disciplinis ecclesiasticis, dedicado al ilustre Hatto, entonces regente imperial, escribe el abad Regino de Prüm: «En esta época totalmente corrompida se cometieron muchas infamias en la Iglesia y se cometerán otras, que jamás se habían oído en los tiempos antiguos» (Praefatio)[16].
Cuando el 24 de septiembre de 911 moría Luis IV el Niño, que acababa de cumplir los dieciocho años y no dejaba heredero, se extinguió la línea francooriental de Luis el Germánico y de los Carolingios. Todavía el año anterior el rey siempre enfermizo había luchado personalmente con un ejército imperial contra los húngaros en Lechfeld, sufriendo una grave derrota. Por lo demás tanto los coetáneos como los sucesores se ocuparon tan poco de él que ninguna fuente contemporánea menciona ni el lugar de su muerte ni el de su sepultura.
Poco después de la muerte de Luis, entre los días 7 y 10 de noviembre, en una asamblea de príncipes celebrada en Forchheim, los grandes de Franconia, Sajonia, Alamania y Baviera ofrecieron de primeras la corona del imperio francooriental al duque de Sajonia, Otón el Ilustre. Mas como él reinaba sobre Sajonia casi con total independencia y de continuo ejercía la autoridad suprema (supremum imperium), se negó a aceptarla por motivos de edad y otras consideraciones (de hecho murió un año después). Entonces la nobleza, siempre según Widukind de Corvey (aunque a menudo se pone en duda su información), por consejo de Otón eligió rey de común acuerdo al conde franco Conrado el Joven, jefe de los Conradinos y desde la eliminación de los Babenberger el más poderoso de la estirpe franca.
Fue aquella la primera elección «libre», aunque circunscrita solamente a los grandes, en la historia alemana y en el imperio francooriental. Y representó una ruptura definitiva con la tradición, acabando para siempre con la dinastía carolingia. El camino lo había allanado el pacto del arzobispo Hatto con los Conradinos, que significó el hundimiento de los Babenberger y ya antes el de Sventiboldo. En el aspecto dinástico fue un acontecimiento que marcó época, aunque para el pueblo nada cambió de hecho.
Por lo demás Lotaringia, donde el nuevo soberano era odiado, se adhirió al imperio francooccidental por influjo sobre todo de los Reginaros. Y en él permaneció hasta 925, eligiendo todavía como rey aquel mismo año de 911 a Carlos el Simple, hijo póstumo de Luis el Tartamudo, que desde 893 hasta 923 reinó como sucesor del no carolingio Odón. Así se pudo justificar también desde la perspectiva carolingia y legitimista la separación de Lotaringia de Franconia oriental[17].