2. ARNULFO DE CARINTIA: EL PAPADO E ITALIA

Lujo y crímenes

Las luchas que allí se desarrollaron, tan abundantes en intrigas como en sangre, se comprenden sin dificultad tan pronto como pensamos en la vida holgada y en las riquezas de aquellos prelados —que ya en la antigüedad vivieron así— que nadaban en la abundancia y en un lujo desenfrenado, como el que Gregorovius describe justo a finales del siglo IX. No sólo se reducía a Roma, sino que también afectaba a los obispos de Italia «en la ciudad y en el campo»: «Vivían en residencias suntuosas, que resplandecían de oro, púrpura y terciopelo; comían como príncipes en vajilla de oro; bebían su vino en cálices o cuernas costosísimas. Sus basílicas estaban llenas de hollín, pero sus obbae o ánforas barrigudas resplandecían con pinturas. Como en el banquete de Trimalchio, sus sentidos disfrutaban con la vista de bellas bailarinas y con la “sinfonía” de los músicos. Dormían en brazos de sus concubinas sobre cojines de seda en lechos artísticamente recamados de oro, mientras que sus vasallos, colonos y esclavos cuidaban de su residencia principesca. Jugaban a los dados, cazaban y disparaban con arco. Abandonaban su altar, en el que celebraban misa con espuelas en los pies y con un traductor al lado, y sus pulpitos para montar caballos con guarniciones de oro y monturas sajonas y para dejar volar sus halcones. Cuando viajaban les rodeaba el enjambre de sus cortesanos y lo hacían en carros lujosos con corceles de los que ningún rey se habría avergonzado»[29].

¿Y no han continuado las cosas durante un milenio del mismo modo o de forma muy parecida?

Juan VIII no había sido aún enterrado, cuando fue elegido su sucesor, Marino I (882-884). Marino (que a veces es designado equivocadamente como Martín II) era hijo de un sacerdote; ya a los doce años había entrado al servicio de la Iglesia romana y más tarde actuó generalmente como legado pontificio (sobre todo en Bizancio contra Focio). Llegó a ser tesorero y más tarde papa, siendo el primer obispo de otra diócesis (la de Caére, hoy Cerveteri) que alcanzaba el papado. Para ello postergó el derecho imperial de confirmación así como los cánones eclesiásticos (en especial el canon 15 del concilio de Nicea) que prohibían el paso de los obispos de una diócesis a otra.

Marino pertenecía al partido de quienes habían sido excomulgados y desterrados por su predecesor, Formoso de Porto, como eran Gregorio y Jorge, que habiendo sido perdonados pronto volvieron a empuñar el timón. Formoso fue restituido de nuevo a su diócesis, el antiguo maestro de ceremonias, Jorge, fue promovido a camarero mayor de la corte y probablemente, aunque esto se discute, el patriarca Focio fue condenado de nuevo.

Poco es lo que sabemos de Adriano III (884-885). Cuando en el verano de 885, tras un breve pontificado, abandonó Roma para ir a encontrarse con el emperador Carlos el Gordo en Worms, sólo pudo llegar a San Cesario del Panaro, en Módena, donde murió repentinamente, quizá de muerte violenta. Existe al menos la sospecha, y curiosamente su cadáver no fue trasladado a Roma sino que lo inhumaron en el monasterio de Nonantula. Pero este santo padre, que en la sequía y la hambruna atormentó a los romanos con duros castigos, fue oficialmente declarado «santo» en 1891. Su fiesta se celebra el 8 de julio.

Pero aunque bajo Adriano III el grupo de los desterrados por el papa Juan aún pudo afianzarse, Esteban V (885-891), que procedía de su círculo más estrecho, se cuidó de su eliminación. Gregorio, el camarero mayor de la corte, que era «muy rico», fue rematado por un compañero curial en el vestíbulo de la basílica de San Pedro «y el suelo de la iglesia, por donde fue arrastrado, quedó enteramente manchado con su sangre»; a su yerno, Jorge del Aventino, que era el tesorero papal, le sacaron los ojos, y la viuda de Gregorio fue azotada desnuda y expulsada de Roma. Después de esta superación de sí mismo el arzobispo Fulco de Reims, acomodaticio como ningún otro, felicitó y alentó al nuevo papa para que aplastase definitivamente a los enemigos de la santa sede[30]. Aunque ciertamente no se pudiera excluir a tales enemigos, se intentó simplemente adaptarse y trabar amistad con ellos, como lo demuestra el comportamiento de Esteban con Guido de Spoleto. Y se inició un cambio completo en la política papal.

Guido y Berengario, guerra civil en Italia y política oportunista de los papas

Guido II de Spoleto y Camerino había sucedido a su padre Lamberto, naturalizado desde hacía largo tiempo en Italia, conde de Spoleto desde 842, que no estaba emparentado con los carolingios, pero que pertenecía al linaje franco de los Guido-Lamberlinos. Habiéndose orientado en política exterior hacia los francooccidentales y vinculado asimismo con lazos familiares a Toscana y Salerno, se convirtió de hecho en el verdadero soberano de Italia central. Y siguiendo las huellas de su predecesor, buscó sobre todo ampliar su territorio en el sur a costa en buena parte del Estado de la Iglesia y hasta se propuso fundar en Italia una dinastía propia.

Ya Juan VIII, que odiaba a Guido como el enemigo más pernicioso de la Iglesia, había reclamado de continuo la ayuda del emperador Carlos III halagándole y suplicándole «que pusiera fin al mal inveterado». El sucesor, Marino I, se encontró con el soberano (883) en la rica abadía benedictina de Nonantula (en Módena, Italia septentrional), que ya desde sus comienzos se convirtió también en un importante centro político. Guido fue acusado entonces de maquinaciones de alta traición con el griego Basileus y fue expulsado de su ducado. Fue hecho prisionero, pero escapó y en Italia meridional reclutó tropas moras con las que se alió firmemente. El emperador envió entonces contra él a uno de sus partidarios más destacados y pariente suyo: el margrave Berengario, que desde aproximadamente 875 gobernaba en Friuli; pertenecía a la familia de Uruoch y por lo mismo era miembro de la alta nobleza franca asentada desde hacía largo tiempo en Italia. El nielo del emperador estaba estrechamente emparentado con los carolingios por su madre Gisela, hija de Luis el Piadoso, y apoyó a su rama francooriental y sus ambiciones a la corona italiana. Una epidemia en el ejército de Berengario puso pronto fin a la guerra que acababa de estallar; la epidemia se extendió por toda Italia, afectando a la corte y al mismo rey.

Pero Guido pudo afianzarse, a finales de 884 fue indultado por Carlos y a trancas y barrancas pudo regresar a su ducado. Acabó alcanzando tal poder que el papa Esteban V, después de haber solicitado la intervención tanto del emperador griego como del emperador franco, se apoyó en quien por el momento era el más fuerte: el archienemigo de la Iglesia, Guido II de Spoleto. Incluso lo adoptó, como lo había hecho Juan VIII con Bosón, y hasta se lo ganó para una campaña contra los sarracenos, cuya fortaleza de Garigliano Guido tomó por asalto y saqueó. En otra ocasión derrotó en Arpaja al caudillo árabe Arrán con 300 compañeros de armas.

Por otra parte, en enero de 888 Berengario fue coronado rey en Pavía con el apoyo principalmente de los obispos de Italia septentrional, y de hecho sólo gobernó sobre el norte de la península (888-924). Guido a su vez permaneció fuera del país en su empeño por obtener la corona francooccidental; pero tras su fracaso regresó a toda prisa cruzando los Alpes.

Con lo cual en Italia estalló la guerra civil entre los dos príncipes católicos.

Tras su desengaño en Franconia occidental Guido se armó de inmediato contra Berengario; pero en un choque extremadamente sangriento cerca de Brescia (otoño de 888) no consiguió derrotarle. Ambos bandos sufrieron grandes pérdidas y firmaron un breve armisticio, una pausa que sólo sirvió para el ulterior rearme, el reforzamiento y la búsqueda de aliados con vistas al choque inmediato, ocurrido a comienzos del año 889 en Trebia, donde en tiempos Aníbal había derrotado a los romanos. Hubo una matanza espantosa a lo largo de una batalla que se prolongó todo el día y en la que también empuñaron la espada altos eclesiásticos, perdiendo la vida miles de combatientes. Berengario hubo de retirarse y por entonces sólo logró afianzarse al este de Italia septentrional (con el centro en Verona). Entretanto, a mediados de febrero de 889, Guido era proclamado en el palacio imperial de Pavía senior et rex por obra principalmente de los obispos del norte de Italia, que «en gran parte eran los mismos que antes habían estado de parte de Berengario» (Dümmler). A cambio Guido hubo de garantizar una vez más la protección de la Iglesia, los privilegios y honores de los prelados y a muchos les favoreció de tal modo que les otorgó todas las posesiones públicas de sus ciudades y hasta les permitió destruir sus fortificaciones.

El papa Esteban V había empezado por apoyar a Guido. Pero pronto dejó de sentirse seguro con el nuevo poder del espoletino, cuyas tierras hereditarias se encontraban en vecindad inmediata. Cierto que no se atrevió a enfrentársele abiertamente, pero sus llamadas de ayuda fueron tan habituales como las incontables de sus predecesores. Y así, Esteban ya había pedido al emperador bizantino el envío regular de naves de guerra, aun negando el reconocimiento al patriarca Focio. El papa había solicitado asimismo la intervención del emperador Carlos III en Italia, donde de todos modos se presentó seis veces. Mas como en el ínterin el monarca había sido derrocado y muerto, sucediéndole su sobrino el rey Arnulfo de Carintia, a comienzos de 890 invitó a este en forma apremiante «a visitar Roma y San Pedro y a tomar posesión del reino itálico, liberándolo de los malos cristianos y de los paganos que le amenazaban». Pero al rechazar Arnulfo, impedido como estaba por enemigos de dentro y de fuera, la solicitada ayuda no llegó y Esteban se sometió a «los malos cristianos» y el 21 de febrero de 891 coronó a regañadientes emperador en San Pedro (junto con su esposa Agelrude) a quien ciertamente odiaba pero que en aquel momento era el soberano más poderoso de Italia central. Era el primer emperador que no pertenecía a la casa carolingia; no pasaba de ser un potentado italiano particular, aunque pronto consiguió también nombrar rey a su vástago Lamberto que rondaba los quince años[31].

El papa Formoso corona a los «tiranos» de Italia y llama a Arnulfo para que los combata

Sucesor de Esteban V fue Formoso (891-896), el fundador de la Iglesia búlgara. Implicado en una (supuesta) conjuración contra el emperador y contra Juan VIII y excomulgado por este en 876, Formoso se había puesto a salvo en el imperio francooccidental y en su prolongación, el ducado de Spoleto. Más tarde, en 878 y después de haberse reconocido culpable, aseguró con juramento al concilio de Troves que aceptaba su degradación al estado laical, que nunca volvería a ambicionar ningún cargo eclesiástico y que jamás volvería a pisar Roma. Hizo este juramento sobre los cuatro evangelios, sobre la cruz de Cristo, las sandalias del Señor y las reliquias de los apóstoles, reforzándolo además con su firma… ¡y el 6 de octubre de 891 se convertía en papa! Tan capaz como ambicioso, seguro que no acariciaba una ambición mayor; pero como casi todos sus predecesores desde hacía mucho tiempo se declaró indigno. Y sus electores debieron de arrancarlo por la fuerza del altar de la iglesia episcopal de Porto, al que se mantenía abrazado. Hay que decir, sin embargo, que Marino I lo había desvinculado del juramento y lo había repuesto como obispo de Porto. También Marino pertenecía, como Formoso, al partido que se había hecho con el poder mediante el asesinato de Juan VIII.

Ya al comienzo de su pontificado lamentaba Formoso las «herejías» y divisiones en la Iglesia. Su principal enemigo fue el diácono Sergio, que luego sería papa tristemente célebre, partidario de los espoletinos o de la facción nacionalista, mientras que Formoso, cuya comparsa había encontrado refugio en Spoleto bajo el pontificado de Juan VIII, recurrió a Arnulfo y a su protegido Berengario. De todos modos, bajo la presión de las circunstancias Formoso reconoció a Guido de Spoleto, el tirano de Italia, según reconocen los cronistas francoorientales, y aunque siempre renuente, repitió su coronación imperial el 30 de abril de 892 en Ravenna y al tiempo coronó como coemperador a Lamberto, hijo de Guido. Y como siempre, las posesiones y los privilegios papales fueron refrendados con un pactum. Pero cuando Guido hubo derrotado una vez más a Berengario y siguiendo la vieja costumbre había secularizado patrimonios del Estado de la Iglesia y cuando parecía que su poder no hacía más que crecer, en el verano de 893 Formoso envió legados al rey Arnulfo con el ruego apremiante, una vez más, de que arrancase el reino de Italia y la herencia de san Pedro «a los malos cristianos», es decir, al «tirano» Guido: «ut italicum regnum et res sancti Petri ad suas manus a malis christianis eruendum adventaret» (Annales Fuldenses)[32].

La toma de Bérgamo, o cómo una misa matinal siempre da fuerza

Arnulfo empezó por poner en marcha a su hijo Sventiboldo. Junto con Berengario, este se enfrentó durante tres semanas ante las murallas de Pavía a Guido, sin esforzarse gran cosa y regresando después, supuestamente sobornado por Guido. Entonces siguió Arnulfo personalmente. En enero de 894 en pleno invierno (todavía en marzo mueren de frío en muchas regiones de Baviera vides, ovejas y abejas), cruzó los Alpes densamente nevados, es probable que por el Brénnero, al frente de un poderoso ejército. En Verona volvió a reforzarse con tropas de Berengario y, «en torno a la Purificación de santa María» (2 de febrero), tras la celebración de la santa misa «al alba», mandó tomar por asalto y en dura lucha la ciudad de Bérgamo emplazada en alto, y «con la inspiración de Dios» (Annales Fuldenses) logró conquistarla. El suceso mereció gran atención de los cronistas coetáneos y de los historiadores de la Edad Media, en buena medida por las muestras de amor al enemigo que allí se dieron.

En efecto, los combatientes de Arnulfo (entre los que figuraban, según consta, el arzobispo Hatto de Maguncia, el obispo Waldo de Freising y el obispo de Neutra, canciller Wiching), fortalecidos con la santa misa, ejecutaron, incluso después de la conquista, a todos los cristianos destacados. A este respecto escribe el obispo Liutprando de Cremona: «Los sacerdotes de Dios fueron atados y arrastrados, las vírgenes consagradas fueron violadas y las casadas fueron mancilladas. Ni siquiera las iglesias pudieron brindar asilo a los que huían, pues en las mismas se celebraron orgías, exhibiciones indignas y bacanales. ¡Horror espantoso! Hasta hubo mujeres que públicamente se entregaron allí a la lascivia». Y todo ello con la asistencia de los muy venerables señores de Maguncia, Freising y Neutra. Pero una misa matinal siempre da fuerza.

Arnulfo mandó colgar de un árbol, armado por completo, al conde Ambrosio, partidario de Guido, así como a un clérigo llamado Godfrido, armado asimismo. En cambio, hizo entrega del obispo Adalberto de Bérgamo al prelado de Maguncia, que naturalmente no le tocó ni un pelo. También Arnulfo se reconcilió rápidamente con el pastor eclesiástico del lugar y ya el 1 de enero de 895 le confirmó todas las posesiones de su Iglesia; también pasaron a manos del prelado bergamasco las tierras del conde Ambrosio de Bérgamo, estrangulado ante portas[33]

Pero Arnulfo sólo llegó hasta Lombardía.

Cierto que ya en Milán había datado un documento según «el año primero del gobierno alemán en Italia». Pero varios magnates del país, cuya ambición de grandes feudos el rey no satisfizo, se alzaron contra él pese al juramento de fidelidad que le habían prestado. Y contó sobre todo el hecho de que su ejército estaba muy debilitado por la marcha en lo más severo del invierno, la escasez de víveres y las enfermedades. Por todo ello, en marzo de 894 dio la vuelta en Piacenza. Al sur del Po gobernaba el emperador Guido, «el tirano del reino de Italia» (Annales Fuldenses), que justo cuando se disponía para marchar de nuevo contra Bérgamo, durante el invierno del mismo año, sucumbió repentinamente a un vómito de sangre junto al río Taro, en Parma. Le sucedió en el gobierno su hijo Lamberto, que ya compartía la realeza desde 891.

En la Pascua de 892 el papa Formoso había ungido coemperador a Lamberto en Ravenna y mucho más tarde todavía anunció solemnemente que nada le separaría de su «hijo queridísimo», por el que alimentaba sentimientos paternales. En realidad quería librarse casi a cualquier precio de la garra de los Guidos. Y así envió también muy pronto —cosa que irritó en sumo grado al partido espoletino— una embajada al rey Arnulfo, al que de nuevo instó de palabra y mediante el escrito que llevaba consigo para que prestase su ayuda al santo padre, pues ya su predecesor nada había deseado con mayor vehemencia que el derrocamiento de los espoletinos[34].

Arnulfo sitia Roma, allí hace rodar cabezas y se convierte en el primer antiemperador francoalemán

Tras consultarlo con los obispos Arnulfo se decidió a emprender una nueva marcha sobre Roma.

En diciembre de 895 sometió la Lombardía. Y tras una marcha extremadamente penosa por la violencia de las tormentas y los aguaceros y la terrible mortandad de los caballos —por primera vez «se ensillaron entonces los bueyes a la manera de los caballos»— a través de Toscana, en febrero de 896 se presentó a las puertas de Roma. Pero los espoletinos y la valerosa viuda de Guido, la emperatriz Agelrude (hija del duque Adelchis de Benevento, que en tiempos había hecho prisionero a Luis II con un golpe de mano), sorprendentemente cerraron las puertas, poniendo la ciudad en estado de defensa.

Ello dio ocasión al primer asedio de Roma por un rey francoalemán. Y de nuevo estuvo allí el Señor. Cuentan los cronistas francoorientales que todos asistieron a la celebración de la santa misa, confesaron sus pecados, juraron «con lágrimas» lealtad a Arnulfo y «por inspiración de Dios», es decir, «con la aprobación del supremo sacerdote», llevaron a cabo el asalto de la ciudad santa a la primera acometida con la ayuda de san Pancracio, como creyó Arnulfo (que después dedicó al santo dos capillas, en Roding y en Ranshofen). Agelrude desapareció con toda discreción. Más aún, los asaltantes conquistaron Roma «por designio divino, sin que en el bando del rey cayera ni uno sólo de los soldados de su gran ejército». En cambio, en el bando contrario rodaron cabezas ya en la misma entrada. En cualquier caso cuenta el obispo Liutprando que Arnulfo «para vengar la violencia inferida al papa mandó decapitar a una multitud de romanos ilustres, que salieron corriendo a su encuentro».

A pesar de todo no faltaron las cruces procesionales, las banderas y los cantos de júbilo. Y en una procesión festiva marcharon a San Pedro, donde el papa Formoso, renegando de Lamberto, a quien él mismo había coronado emperador, coronó como emperador a Arnulfo, el «Bastardo», convirtiéndolo en el primer antiemperador francoalemán.

Arnulfo sólo permaneció dos semanas en Roma. Después, a comienzos de marzo, marchó a la conquista de Spoleto tras numerosas muestras de simpatía y provisto a su vez de muchas reliquias, los tesoros más valiosos del papa, con los que ya había abastecido a otros. (Por ejemplo, al influyente Hatto de Maguncia con la supuesta cabeza y un miembro de san Jorge, a los que Hatto levantó una iglesia propia en Reichenau. ¡Allí tenían también una reliquia del evangelista Marcos, autentificada públicamente por el obispo de Constanza! Y eso que había llegado al monasterio en 830 por mediación del obispo Ratoldo de Verona bajo el nombre de «Valens». Anotemos que Jorge, uno de los «dioses militares» cristianos, entró según todas las apariencias en el puesto de un dios arábigo, el belicoso Teandrito; además, «san Jorge» fue probablemente un «hereje», es decir, un arriano, que sólo la leyenda convirtió en católico.)

Mas pese a la enorme bendición de las reliquias Arnulfo fue víctima de una grave parálisis antes de lograr su objetivo. Como su padre, Carlomán, sufrió un ataque de apoplejía, la enfermedad hereditaria de la familia, y la campaña que tan victoriosamente había empezado acabó casi como una huida[35].

Mueren el emperador Arnulfo y el papa Formoso

Mientras que el partido espoletino rápidamente volvía a hacerse con las riendas en Roma, el rey regresaba tocado a Ratisbona, donde aún vivió cuatro años minado por la caquexia progresiva. Y hasta el final, hasta un año antes de su muerte, él que tantos «bastardos» había puesto en el mundo, se vio atormentado por los celos, pues se divulgó el rumor «de un crimen de la reina Ota inaudito desde hacía mucho tiempo»: se decía que «había entregado su cuerpo en una unión adúltera y plebeya». Sólo 72 conjurantes pudieron probar ante un tribunal lo infundado de tan monstruosa sospecha.

Por lo demás no fue el único recelo que atormentó al soberano enfermo de muerte y que murió el 8 de diciembre de 899 rondando los 55 años: el recelo de que sus médicos le hubieran dejado baldado. Uno de ellos huyó y se ocultó en Italia; otro, un cierto Gramán, fue decapitado por ello en Otting. Y «una mujer de nombre Rudpure, convicta mediante una investigación segura de haber sido la instigadora de este crimen, murió en la horca en Aibling» (Annales Fuldenses), según parece, en el palacio real de Aibling en Rosenheim, donde ocasionalmente Arnulfo había celebrado «la Navidad del Señor» antes de morir «de la enfermedad más vergonzosa», como apunta Liutprando de Cremona. «En efecto, fue atormentado hasta límites extremos por gusanos pequeñitos, llamados piojos, hasta que entregó su espíritu. Y se afirma que tales bichos de tal modo se multiplicaron en él, que ningún remedio médico pudo proporcionarle ayuda alguna.»[36]

Tras la retirada de Arnulfo de nuevo Lamberto, con ayuda de su enérgica madre, gobernó grandes territorios de Italia, cuyo reparto concertó con Berengario en el otoño de 896. Fue también el año en que Lamberto hizo ejecutar al rico conde Meginfredo de Milán y mandó sacar los ojos a un hijo y al yerno del mismo. Y seguramente que también el papa Formoso lo habría pasado mal entonces, después de su traición de los espoletinos, de no ser que a las pocas semanas de la partida de Arnulfo de Roma, el 4 de abril de 896, moría víctima de una enfermedad o del veneno.

Su sucesor, Bonifacio VI (abril de 896), hijo de un obispo llamado Adriano, era un hombre, según se rumoreaba, con un pasado oscuro y a quien el papa Juan VIII había degradado dos veces de su estado clerical.

Según parece una revuelta popular lo habría puesto tumultuariamente sobre la santa sede. Pero sólo durante 15 días, pues «según se cuenta» murió de podagra, (que como se sabe es la gota del pie y «especialmente de los pulgares»: Duden). Y el sucesor de Bonifacio se mantuvo un buen año, que en realidad fue muy malo y en cualquier caso curioso en extremo, pues el enemigo jurado de Formoso pronto embelleció su pontificado con un acto singular, con el que sin duda entró para largo en la historia, que ciertamente abarca todos los actos, aunque con preferencia los criminales[37].

El sínodo fúnebre, una pieza cómica y macabra de rango papal

Esteban VI (896-897), que también era hijo de un sacerdote, reconoció primero al emperador Arnulfo, pero cuando el emperador Lamberto de Spoleto volvió a adueñarse de Roma, se pasó al bando de este, que en mayo de 898 volvió a obtener el refrendo explícito del gran sínodo de Ravenna. Pero entre tanto Esteban, como criatura de la casa de los espoletinos, llevó a cabo su venganza de Formoso. Pese a que el propio Formoso le había consagrado obispo y pese a haberse cambiado a la sede romana en contra del derecho canónico, Esteban hizo entonces un proceso en toda forma al papa difunto.

El que había sido inhumado nueve meses antes, y ya en avanzado proceso de descomposición, fue entonces sacado de la tumba por los partidarios de los Guidos, revestido de los ornamentos pontificales y en enero de 897 sentado en la llamada silla apostólica de San Pedro ante el «sínodo del cadáver». Durante tres días se celebró el juicio en toda forma contra la momia engalanada; los tres acusadores fueron los obispos Pedro de Albano, Silvestre de Porto y Pascual (de una sede episcopal desconocida), mientras que el defensor de oficio fue un diácono, que estuvo a su lado y que con voz temblorosa fue respondiendo a los acusadores, aunque naturalmente de forma insatisfactoria.

Se inventaron algunos pretextos; al medio putrefacto se le reprochó la violación de un juramento, del que ya antes le había liberado el papa Marino I. Se le acusó de ambición desmedida del papado, cosa que por supuesto también habría podido reprocharse a incontables papas (y a otros prelados). Le echaron en cara el paso de Porto a Roma, de un obispado a otro, generalmente prohibido según una tradición antigua, aunque en ocasiones se había permitido. En efecto, su terrible juez, el papa Esteban VI, había realizado personalmente dicho traslado al cambiar su sede episcopal de Anagni por la de Roma. (Pero si todas las consagraciones de Formoso fueron inválidas, también lo habría sido la consagración de Esteban como obispo de Anagni oficiada por Formoso ¡y para que no volviera a darse ningún otro traslado Esteban VI se sentaba con todo derecho en el trono papal!)

Lo más sorprendente de todo el asunto, que recuerda una pesadilla en el escenario de una clínica psiquiátrica, quizá no lo sea tanto el proceso en sí, la ocurrencia de un santo padre corroído por un odio apenas creíble, cuanto el hecho de que toda una asamblea episcopal, y fuese o no respetable, asistiera durante tres días a aquel gabinete de horror. ¡Como tampoco tiene relevancia alguna en este marco que Formoso fuese o no fuese un bandido! A la humanidad en efecto se le puede ofrecer todo, en especial a la creyente…

Al final de la comedia macabra —calificada por las fuentes como «espectáculo estremecedor», como «sínodo horrendo» (horrenda synodus)— se declaró depuesto a Formoso, se declararon inválidas las consagraciones por él realizadas, se suscribió el decreto correspondiente, se le maldijo y se ordenó consagrar a todos los consagrados por él. De acuerdo con el protocolo se le arrancaron al cadáver las vestiduras papales hasta dejarle sólo una camisa, se le envolvió en unos andrajos laicales, se le cortaron un par de dedos de la mano derecha, los dedos del juramento o de la bendición, y entre gritos y risotadas se le arrastró bárbaramente por la iglesia y por las calles. Finalmente, y entre los gritos de protesta de la muchedumbre congregada, se le arrojó a una cueva donde se soterraba a extranjeros innominados y después, luego de haberlo desenterrado otra vez, lo tiraron desnudo al Tíber… precisamente en un momento en que la antigua basílica de Letrán se derrumbaba y los romanos revolvían durante un año los montones de escombros en busca de tesoros.

Tampoco el papa Esteban sobrevivió mucho tiempo al proceso. Aquel mismo año de 897, en julio, fue depuesto en medio de una sublevación popular, tras la cual estaban sin uda el partido francooriental de Roma y los secuaces de Formoso (también debieron de contar algunos milagros supuestamente obrados por su miserable cadáver), se le arrancaron sus insignias, lo arrojaron en una prisión monástica y lo estrangularon… para más tarde honrarle con un suntuoso epitafio[38].

Formosianos y antiformosianos

Durante décadas continuaron combatiéndose en Roma formosianos y antiformosianos, incluso en el campo literario, con ataques y apologías.

En el mismo año de la muerte del papa asesinado se sucedieron los brevísimos pontificados de Romano y Teodoro II. Antes de morir aún pudieron rehabilitar a Formoso en aquellos días turbulentos. Romano, hermano del papa Marino y partidario de Formoso, declaró nulas todas las resoluciones del espectáculo del cadáver. Sólo estuvo en el cargo cuatro meses y no sabemos casi nada de su pontificado. Según una edición revisada del Liber Pontificalis «después se hizo monje», lo que equivale a decir que estuvo custodiado en un monasterio.

Y Teodoro II, que a finales del otoño de 897 gobernó sólo veinte días, en una asamblea eclesiástica romana anuló por segunda vez todas las disposiciones del concilio del cadáver, reconoció las consagraciones de Formoso, mandó quemar los documentos de deposición de Esteban VI y sepultó con los máximos honores los restos de Formoso hallados por los pescadores del Tíber (o por algunos monjes), ante los cuales, cuando estaban en el sarcófago, hasta algunas imágenes de santos de San Pedro «se inclinaron reverentes. Esto lo he oído yo repetidas veces de algunas personas muy temerosas de Dios en la ciudad de Roma», asegura el obispo Liutprando sin pestañear. Ignoramos el día exacto en que Teodoro II inició su pontificado, el día de su muerte y la causa de su temprana desaparición[39].

Los enemigos de Formoso hicieron entonces papa al obispo Sergio de Caére (hoy Cerveteri), conde de Tusculum. Pero antes aún de su consagración, una lucha callejera —con ayuda de Lamberto de Spoleto, a quien Formoso coronó emperador en 892— eliminó a Juan, el candidato de los formosianos al ambicionado trono, que el antipapa Sergio sólo pudo ocupar en 904. Mientras que este, con sus hordas violentas ahuyentadas, se hallaba en Tuscia bajo la protección del margrave local Adalberto, dispuesto en cualquier ocasión a caer sobre Roma, Juan IX (898-900), un abad benedictino de Tívoli ordenado sacerdote por Formoso, excomulgó a los sergianos.

Juan IX mandó condenar una vez más el sínodo del cadáver por mediación de un concilio convocado en Ravenna. Por una parte los clérigos consagrados por Formoso y expulsados por Estaban VI fueron repuestos en sus denominadas dignidades, por otra parte, el peón de brega de Esteban VI en la profanación del cadáver de Formoso fue expulsado de la Iglesia. También fue excomulgado y depuesto el presbiterio Sergio, que en diciembre de 897 fue elegido antipapa opuesto a Juan IX, aunque en 904 se convirtió en papa legítimo.

Por desgracia el capítulo 7 del sínodo de Ravenna ordenó quemar las actas del sínodo del cadáver. Pero aquella Iglesia siempre ha gustado de quemar: hombres, casas de Dios, escritos; sobre todo, y de una manera sistemática y temprana, los tratados de los «herejes», aunque tampoco perdonó a los textos de los paganos y de los judíos.

Y hasta notarialmente documentó las propias infamias, por ejemplo las actas del concilio de Rímini en 359, las del concilio de Éfeso en 449 y las del concilio de Constantinopla en 867. Y por supuesto el quemar nunca fue prohibido en la comunidad de los santos. Por el contrario, el capítulo 1 de la asamblea de Ravenna prohibió, y el hecho resulta bien elocuente, que en adelante se citase a los muertos ante un tribunal[40].

Mueren el emperador Lamberto y el emperador Arnulfo; los húngaros invaden Italia septentrional

Por lo demás, Juan IX colaboró con el joven Lamberto de Spoleto, cuando su protector llegó también a papa. Así, declaró la coronación imperial de Lamberto como legítima «por tiempo eterno», en tanto que la de Arnulfo la rechazaba por entero como «bárbara» y obtenida del papa «mediante engaño». Y trabajó para él tanto más gustosamente cuanto que Lamberto no sólo mandaba sin discusión sobre la mayor parte de Italia sino que además Arnulfo languidecía en Alemania impotente y enfermo de muerte. Y es que desde el siglo IV al XX, desde san Constantino I hasta Hitler, la historia de la salvación marcha al compás de la historia de los vencedores.

El mismo concilio que anulaba las actas del sínodo del cadáver declaraba también nula la coronación del «bárbaro» Arnulfo. Por el contrario, según parece también en Ravenna se hicieron algunas concesiones al emperador Lamberto, supuestamente presente en el concilio, a cambio de las cuales debía garantizar los privilegios de Roma, y en especial sus posesiones territoriales. En no menos de media docena de cánones exige el papa la devolución de los bienes inmuebles enajenados a la santa sede, sus derechos, sin que se olvide tampoco de amenazar con la excomunión a cuantos se nieguen a pagar el diezmo. Para los jerarcas los bienes y propiedades son santos y por lo general lo más sacrosanto (aunque para «cínicos» como nosotros naturalmente nada hay santo)[41].

Pero el emperador Lamberto, joven, bien dotado, hermoso, murió repentinamente a mediados de octubre durante la caza del jabalí en la región del alto Po, probablemente por una caída del caballo. Aunque el obispo Liutprando de Cremona nos engaña, según confirman otras fuentes antiguas, fingiendo que fue un accidente, cuando en realidad el emperador habría sido asesinado. En Marengo, en un bosque «de inusitada grandeza y belleza, especialmente adecuado para la caza», le habría matado durante un breve descanso su acompañante Hugo, hijo del conde milanés Maginfredo, ejecutado por Lamberto, para vengar la muerte de su padre, y así lo confesó más tarde. El obispo Liutprando escribe: «No temió la condenación eterna, sino que aplicando todas sus fuerzas y ayudándose de una rama fuerte rompió el cuello al que dormía. Pues de matarle con la espada temía que el veredicto público no le había presentado más que como el culpable del crimen».

Como a finales del año 899 también el emperador Arnulfo

sucumbía a una enfermedad en Ratisbona, Berengario de Friuli, viejo enemigo de Lamberto, intentó entonces hacerse con la corona itálica. Pero a finales de septiembre del mismo año sufrió junto al Brenta una sangrienta derrota a manos de los húngaros, en la que también cayeron muchos prelados. Y el obispo Liutvardo de Vercelli, antiguo archicanciller de Carlos el Gordo, fue a su vez muerto en la huida cuando escapaba con sus tesoros, «unos tesoros incomparables que excedían toda medida» (Regino de Prüm), y que él naturalmente quería salvar de los húngaros.

Fue la primera incursión de los magiares en «la desgraciada Italia». Nos la ha transmitido Liutprando, que describe ampliamente la ofensiva poniendo repetidas veces de relieve lo gigantesco e inmenso del ejército de los invasores, aunque después sorprendentemente dice que Berengario les opuso otro tres veces mayor. De ese modo también los húngaros fugitivos tomaron la decisión —ciertamente inútil— de ofrecer a los cristianos a cambio de su retorno a casa la devolución de todo su botín además de la indemnización. Y duramente acosados y perseguidos a través de los amplios campos de Verona hasta el Brenta y atormentados por el gran agotamiento de sus caballos y por el miedo, pronto hicieron una nueva oferta: la entrega de todos sus efectos, prisioneros, armas, caballos; a cambio de escapar únicamente con vida prometieron no volver jamás a poner pie en Italia y a dejar incluso a sus hijos como rehenes. Pero «en el acto» recibieron un nuevo desaire, muy cristiano: «Si de gentes que están en nuestro poder y que ya son como perros muertos aceptásemos recibir como un regalo lo que ya se nos ha entregado y pactar con ellos un acuerdo, el demente Orestes juraría que habíamos perdido el juicio».

De hecho lo habían perdido. No sólo eran prepotentes, también estaban desunidos; muchos deseaban abiertamente, más que el sometimiento de los paganos, el de ciertos cristianos, para tras la muerte de los mismos «gobernar solos y en cierto modo sin limitaciones».

Mientras tanto los húngaros tendieron una emboscada a los cristianos en tres puntos, con el valor de la desesperación marcharon directamente a través del río, irrumpieron en medio de las sorprendidas tropas de Berengario «y los paganos se entregaron a su placer asesino…». Menos un resto miserable todo el ejército cristiano pereció y la llanura del Po se vio inundada por los vencedores.

Cómo, por obra del obispo de Verona, Luis III se convirtió en Luis el Ciego

En febrero de 901 el papa Benedicto IV (900-903) coronó emperador al joven Luis III de Provenza (890-928). El hijo del rey de Borgoña

Bosón y de Irmingarda, a la vez que nieto del emperador Luis II, el año 900 fue llamado al país por los partidarios del emperador Lamberto, fallecido en 898, contra Berengario I. En Pavía fue elevado a rex Italiae e inmediatamente después fue recibido amistosamente en Roma y coronado por Benedicto IV. En efecto una parte notable de la nobleza y de los obispos envidiaba la corona de Berengario y evidentemente se sintió desengañada por su derrota contra los húngaros y por su pacto posterior con ellos.

Por lo demás, el emperador Luis III no pudo ofrecer resistencia a Berengario, porque los grandes de Italia septentrional pronto volvieron a apoyarle. Mediante el juramento de que no regresaría más a Italia compró Luis ya en 902 la retirada a través de los Alpes, aunque tres años después cedió a una nueva invitación y Berengario, que de primeras había tenido que huir a territorio bávaro, y después también con ayuda militar bávara mediante un golpe de mano en Verona (905), cayó en la trampa, y todo parece indicar que no sin la intervención del obispo del lugar.

Victorioso, Luis había ya licenciado su ejército y, según refiere el abad Regino, «debido a una invitación del obispo Adalhardo de Verona se encaminó a la mentada ciudad con un acompañamiento muy pequeño. Pero los ciudadanos se lo comunicaron con la mayor rapidez a Berengario, que por aquel tiempo vivía como desterrado en Baviera. Este marchó sin vacilar a Verona con tropas, que había reunido de todas partes, se adueñó con astucia del incauto varón y en la prisión le privó de la luz de los ojos».

«Durante el tiempo nocturno» abrieron las puertas de la ciudad a Berengario; a Luis III, cegado y que ciego sobreviviría casi un cuarto de siglo con el sobrenombre de «el Ciego» y, en la práctica, incapaz de gobernar, se le envió a Provenza, y a un sacerdote llamado Juan «Calzón corto» se le decapitó como cómplice. En 915 el propio Berengario llegó a ser emperador, mas para entonces en Italia no era más que un título honorífico y el cargo no pasaba de ser una farsa[42].

Todas las luchas aquí indicadas por el «regnum Italicum» reflejan el derrumbamiento de la dinastía carolingia. Todas aquellas campañas, conjuraciones y golpes de mano los llevaron a cabo representantes de las grandes familias francas que se declaraban católicos, los llevaron a cabo Arnulfo, Guido, Lamberto, Berengario, Luis el Ciego. Y todo ese hundimiento de la realeza carolingia tuvo como consecuencia un crecimiento continuo del poder episcopal, ¡como ya antes el ascenso de los reyes carolingios y como antes aún el ascenso y el fracaso de los reyes merovingios!

A todos sobrevivió el parasitismo perpetuo de la Iglesia. Donde otros se hundieron ella prosperó como siempre; y eso ocurrió también en esta época: mediante el otorgamiento de inmunidades, mediante el traspaso del poder de los missi imperiales (bajo Carlos el Calvo), mediante la acumulación de posesiones. Así, por ejemplo, bajo el gobierno de Guido ya el obispo de Módena se convirtió en el señor efectivo de la ciudad. Asimismo los prelados de Cremona, Parma, Piacenza y Mantua de hecho camparon por sus respetos, disponiendo sobre la autoridad de los condes y sobre la captación de impuestos. Berengario, cuyos archicancilleres fueron los obispos Adalhardo de Verona y Arding de Brescia, hizo todo tipo de concesiones a las iglesias por amor a los santos (y por la salvación de su alma). Y bajo Lamberto aún se incrementaron las grandes concesiones al clero. Las ciudades episcopales precisamente casi escaparon al influjo económico y administrativo de la realeza, cuyo poder fue también disminuyendo en consecuencia. «Anarquía, ausencia de derechos e inseguridad jurídica constituyen la nota característica de la época, crecen en el suelo de la estructura feudal de la sociedad, favorecidas por la debilidad y el cambio constante del poder central…» (L. M. Hartmann)[43].

Pero si el poder central era fuerte, asimismo se aprovecha la Ecclesia, eternamente oportunista. Y si el poder central era débil, el que se aprovechaba sobre todo era el clero eternamente ambicioso de poder, como lo enseña también la historia bajo el gobierno del hijo y sucesor del emperador Arnulfo.