1. ARNULFO DE CARINTIA: FRANCONIA ORIENTAL Y EL ESTE
Arnulfo «de Carintia» (hacia 850-899) fue el primogénito entre los descendientes extramatrimoniales del rey de Baviera y de Italia, Carlomán, hijo mayor de Luis el Germánico y de su mujer Liutwinde, evidentemente una luitpoldingerina. Además de Ota, su esposa legítima, Arnulfo hizo felices a varias concubinas y tuvo también numerosos hijos extramatrimoniales; pero nada de todo ello molestó al clero. Más bien el príncipe adicto por completo a la Iglesia se vio apoyado por la comunidad de los santos al igual que él le prestó su apoyo, aunque ya había renunciado a una unción.
Desde el comienzo existió una relación estrecha entre los obispos y el nuevo soberano, quien en un documento se declara «el adversario más encarnizado de todos los enemigos de la Iglesia», «hijo y defensor de la Iglesia católica», y que inmediatamente después de su elevación al trono también demostró su favor mediante donaciones y gestos de benevolencia. «Con generosidad sorprendente» dotó a los obispos con bienes reales, bosques y con derechos de acuñación de moneda, mercado y arbitrios con una «frecuencia antes desconocida» (Fried). En sus doce años de gobierno convocó cinco sínodos. La autoridad de los prelados le resultó muy favorable frente a los insurgentes poderes particulares. Autoridad que por añadidura pudo sancionar su reinado ilegítimo.
Por otra parte, el poder del soberano favoreció a la Iglesia en el enfrentamiento con los duques y la alta nobleza hereditaria. Por ello también la Iglesia favoreció su causa de inmediato, mandó rezar por él desde el comienzo y en seguida se empeñó en su protección bajo amenaza de penas canónicas. Pero ya se entiende que también le hizo ver claramente los deberes de un regente cristiano sabiendo que en la medida en que lo apoyaba se apoyaba a sí misma. Con ello puso en marcha un proceso que otorgó a la Iglesia una intervención mucho mayor que antes —con las fatales consecuencias que de ello se derivarían— y que «la convirtió en el factor más poderoso dentro del Estado» (Mühlbacher)[5]§.
Mientras que durante años ya ni siquiera aparecen los condes en el entorno del rey, hay una serie de obispos favoritos del rey que permanentemente deciden el rumbo político. Primero fue el arzobispo Thietmar de Salzburgo, archicapellán de Arnulfo, director de la capilla palatina y de la cancillería. Más tarde, en grado aún mayor, fue el canciller y diácono Asperto, nombrado en 891 obispo de Ratisbona por Arnulfo, siguiéndole al frente de la cancillería (desde 893) el obispo Wiching de Neutra. Un político influyente en la proximidad del soberano fue también Hatto I de Maguncia, tan inteligente como taimado, cuya muerte (913) muchos atribuyeron a un rayo justiciero. Hatto descendía de un linaje suabo, partidario de Carlos; pero a la caída del emperador rápidamente se pasó al bando de Arnulfo, recompensándole este con las abadías de Reichenau. Ellwangen, Lorsch y Weissenburg, y en 891 con el arzobispado de Maguncia. Este prelado acompañó al rey dos veces a Italia e intervino en todos los asuntos públicos importantes. Notable poder político tuvieron asimismo los obispos Salomón III de Constanza (notario desde 884, canciller de Carlos III desde 885 ¡y capellán de Arnulfo ya en 888!), Waldo de Freising, Erchanbald de Eichstátt, Engiimar de Passau y el prócer Adalbero de Augsburgo, a quien Arnulfo nombró preceptor de su hijo[6].
En mayo de 895 se celebró la asamblea imperial de Tribur (el palacio real de Maguncia), que fue uno de los sínodos más grandes y brillantes del siglo, y en el cual el episcopado francooriental, con una asistencia extraordinariamente numerosa, exaltó a Arnulfo con exagerado entusiasmo como el rey «cuyo corazón inflamó con fuego el Espíritu Santo y lo encendió con el celo del amor divino, para que todo el mundo conozca que no fue elegido por un hombre ni a través de un hombre, sino por Dios mismo», como rezan las actas sinodales. Viejas sentencias de los prelados, pues a quien ellos eligen y apoyan ¡es siempre el elegido por Dios!
En el sínodo, convocado según Regino de Prüm, «contra muchísimos laicos, que se esforzaban por reducir la autoridad de los obispos», estos procuraron con tanto más empeño potenciar su posición. Y así, discutieron detenidamente algunas disputas jurídicas de eclesiásticos y seglares, los malos tratos que recibían los clérigos, heridos y hasta asesinados al parecer con más frecuencia que antes, y hasta parece que hicieron comparecer a un sacerdote al que le habían sacado los ojos. Un canon contiene la orden del rey mandando encarcelar a quienes despreciaban la excomunión eclesiástica ¡sin que rescate alguno pudiera impedir la ejecución de los insubordinados! Se exige además la plena subordinación al papado, ¡«incluso cuando la santa sede impusiera un yugo difícilmente llevadero»! Varios capítulos (13 y 14) versan sobre lo que siempre era lo más importante: el dinero, las posesiones y los diezmos, sin que falte tampoco uno contra los salteadores de iglesias (hacia 31). Según el capítulo 7 los bienes robados a la Iglesia han de devolverse multiplicados por tres, remitiéndose para ello a las falsificaciones seudoisidorianas (que se citan también en otros cánones, como el 8 y el 9, aunque por otra parte se ordena estar atentos a quienes exhiben falsas cartas papales)[7].
Naturalmente que el rey otorgó su beneplácito a las resoluciones. Más aún, a la pregunta retórica de hasta qué punto «estaba dispuesto a defender la Iglesia de Cristo y ampliar y exaltar su ministerio» empezó por alentar a los «pastores», a los que apostrofó como «las luminarias más resplandecientes del mundo», a poner manos a la obra con toda energía: «ya sea a tiempo o a destiempo, reprended, amenazad y exhortad con toda paciencia y doctrina, a fin de que con vigilante solicitud y mediante la exhortación continua llevéis a las ovejas de Cristo al redil de la vida eterna». Pero después destacó toda su solidaridad. «En mí tenéis al adversario más encarnizado de todos los enemigos de la Iglesia de Cristo y de cuantos se oponen a vuestro ministerio sacerdotal.»
Nada tiene por ello de sorprendente que los venerables padres conciliares se levantasen de sus asientos y a una con toda la clerecía asistente rompiesen tres o cuatro veces en el grito de «¡Cristo, escúchanos! ¡Salve, Arnulfo, rey grande!» (¿No recuerda el grito de exaltación que todavía ronda nuestros oídos: Heil…?) A ello se sumó el repique de campanas y el Tedeum, todo en alabanza de Dios, «que se había dignado otorgar a su Iglesia un consolador tan piadoso y clemente y un auxiliador tan bueno para gloria de su nombre»[8].
Con especial fervor y veneración honró el soberano a su santo patrón, elevado durante su reinado a patrón del imperio, a la categoría de santo imperial.
Emmeram, un obispo y mártir muy misterioso (siendo difícil decir qué es lo que fue menos, en el caso de que pudiera haber sido ambas cosas) de finales del siglo VII, en tiempos del príncipe bávaro Teodón fue culpable de la seducción de Uta, hija del duque, que quedó embarazada, y más tarde fue muerto en Helfendorf (actual Kleinhelfendorf, en la Alta Baviera) por el hermano de esta, Lantperto, cuando se dirigía a Roma. Las tablas con leyendas de la capilla martirial allí levantada han inmortalizado el «suceso» con imágenes y versos:
¡Oh crueldad de la pena y tormento,
que Emeram padeció!
Uno a uno los miembros de su cuerpo
el verdugo le arrancó:
los dedos de las manos y los pies
le cortaron a cercén.
Por ello hereda el reino celestial
y lo contempla por la eternidad[9]
Cuándo ocurrió todo esto, si realmente ocurrió, lo ignoramos por completo y es asunto de discusión como casi todo lo relativo a este personaje: su origen, su episcopado y, sobre todo, los motivos que condujeron a su ejecución. La fecha pudo ser el año 685, aunque también el dato es totalmente inseguro. ¿Sucumbió el «mártir» en tanto que representante del poder franco en una Baviera que luchaba por su independencia? ¿Alcanzó la palma del martirio como seductor de la hija embarazada del duque? O tal vez asumió libremente el castigo de la seducción, como supone la piadosa versión de su primer hagiógrafo, el obispo Arbeo de Freising en su Vita Haimhrammi, aunque «sin duda ateniéndose únicamente a la idealizante leyenda popular y romántica» al decir del Kirchen-Lexikon (católico) de Wetzer/Welte, que agrega además: «leyenda popular que está en contradicción con su propio relato».
El obispo Arbeo redactó su obra ya en 772 y evidentemente por motivos egoístas, que según el Lexikon fiir Theologie und Kirche (1931, también católico) no fueron otros que «el interés de los lugares de su diócesis en que se veneraba a Emmeram» (por cierto que en la última edición de 1995 ya no se habla de «mártir»). Y el obispo Arbeo, de la casa nobiliaria de los Huosi, que pudo ocupar varias veces la sede episcopal de Freising, fue un prelado muy ambicioso empeñado en ampliar las posesiones y la jurisdicción de su obispado. Mas casi todas las exposiciones populares católicas evidencian un horroroso mal gusto más que patente, que desde luego encaja muy bien con las exudaciones pastorales de Arbeo. Y así, después que el hermano de Uta hubiera dado caza al «santo», que había partido de viaje, este muere como un gran mártir cristiano. Lantperto, el hijo del duque, había contratado a «cinco matarifes» para que «descuartizasen el cadáver del santo varón Emmeram vena a vena y miembro a miembro». Y mientras lo mutilan horriblemente, le sacan los ojos, le cortan la nariz y las orejas, las manos, los pies y las partes deshonestas (aunque naturalmente esto último sólo se supone), el hombre da gracias a Dios «con gran devoción» por la espantosa tortura[10].
La veneración de Emmeram como santo sólo empieza algunas décadas después de su muerte, aunque, eso sí, acompañado con los más bellos milagros, con curaciones de enfermos y expulsiones de demonios, sin que falten los prodigios punitivos (pues los obispos de Ratisbona abusaron una y otra vez de sus posesiones siempre crecientes. ¡Más tarde hasta se le atribuyeron siervos de la gleba al santo!).
El culto glorioso, que todavía se reavivó en el siglo XVII, no sólo se extendió por Baviera en la Alta Edad Media. Pero fue entre los carolingios de Franconia oriental donde Emmeram alcanzó su máxima importancia como santo tribal y bajo Arnulfo llegó a ser el patrón personal del emperador y el auxiliador en las batallas contra los moravos. Sólo a él creyó deber su salvación del peligro de muerte en la campaña de 893 contra Swatopluk. Por ello hizo espléndidas donaciones a los monasterios bávaros y en especial al de St. Emmeram, que recibió toda la ornamentación de su palacio y en 899 su cadáver. Pero en la edición del Lexikon für Theologie und Kirche de 1995 ya no tiene sitio: desaparece todo el artículo «St. Emmeram», cuando en la edición de 1931 ocupaba el doble de extensión que la dedicada a la persona del santo.
Como ocurre siempre: los monjes emmeramenses veneraban la memoria de su benefactor, pues anualmente celebraban el día de su muerte un oficio solemne y a lo largo del año elaboraban en su nombre invenciones y falsificaciones de documentos, como la de que les habría testado toda la ciudad de Neustadt. Frente a todas esas trapacerías, hasta «el genuino patrón del monasterio, Emmeram, durante largo tiempo retrocedió cada vez más hacia un segundo plano» (Babl). De todos modos, continúa viviendo en las tablas legendarias de Kleinhelfendorf (y realmente no sólo allí):
Alabar a Dios sin lengua
causa ciertamente admiración.
Pero la chusma impía
ni siquiera pudo soportar
que alabase siempre a Dios
y le hizo cortar la lengua.
Mas sigue alabando a Dios.
Alabemos ese milagro,
suene la lengua en los viejos oídos
sin preguntar por la furia del tirano[11].
Arnulfo, marcado por los hechos de armas en las marcas surorientales, tras la separación de algunos condes fronterizos de su padre Carlomán, rey de Baviera, obtuvo poco después de 876 la administración del antiguo ducado esloveno de Carantania, su verdadera base de poder en el este. De ahí también su sobrenombre «de Carintia». Pero mientras pudo golpear en la Panonia inferior, de primeras fracasó (con su padre tullido) en el territorio septentrional del Danubio al chocar con la oposición interna de Baviera. Sus enemigos, primero el conde Ermberto de Isengau y después el margrave Aribo, consiguieron el apoyo de poderosos parientes de Arnulfo, como Luis el Joven y Carlos III el Gordo, hermanos de su padre, que lograron imponerse en Baviera.
De todos modos Arnulfo había tenido que aprender a transigir políticamente, había tenido que aprender a esperar y, naturalmente, a combatir. Se había acreditado como espadón varias veces, y entre ellas en 882 como comandante del cuerpo de ejército bávaro contra los normandos, donde ciertamente no se pudo obtener nada, mientras que a mediados de octubre de 891 los derrotaba en Lowen del Dyle (actual Bélgica). Por lo demás, había sido un claro acto de venganza, pues poco antes, en el mes de junio, en el Geule «un ejército de cristianos, oh dolor, por causa de sus pecados» había sido vencido, y entre los muchos nobles caídos pereció también uno de los comandantes, Sunderold, nombrado por Arnulfo arzobispo de Maguncia (Regino de Prüm)[12].
Pero ahora, en el Dyle, «Dios del cielo les infundió fuerza». Y ello en forma tanto más manifiesta cuanto que los alamanes, reclutados asimismo con subterfugios, se habían vuelto atrás y «el rey los envió a su casa». Pero con qué energía arengó «a los nobles señores de los francos»: «Vosotros, varones, puesto que adoráis al Señor y habéis sido invencibles siempre que con la gracia de Dios defendisteis la patria, cobrad ánimo pensando que vengáis la sangre de vuestros padres derramada por furiosos enemigos totalmente paganos… Ahora, guerreros, adelante, ahora tenéis ante vuestros ojos a los criminales en persona, seguidme… En el nombre de Dios ataquemos a nuestros enemigos, para vengar no nuestra afrenta sino la del Omnipotente» (Annales Fuldenses).
De los pechos de los nobles francos «se elevó entonces un grito de batalla hasta el cielo», que pronto fue escuchado, cosa que no siempre ocurre. Mas como ahora «los cristianos se agolparon para matar», arrojaron «a montones» los cuerpos de los paganos al río, «a cientos y a miles… de modo que sus cadáveres retuvieron el agua…». Dos reyes, Sigfrido y Gotfrido, fueron muertos, 16 estandartes reales fueron enviados en triunfo a Baviera y se ordenaron procesiones. Arnulfo en persona «celebró un desfile con todo el ejército alabando a Dios, que había concedido tal victoria a los suyos…».
Realmente portentosa, pues sólo «uno nomine» había perdido el bando cristiano (¡que debía de ser un verdadero diablo!), mientras que el bando enemigo perdía «tanta milia hominum». Historiografía católica. Allí estaban ciertamente los «criminales», aunque al propio tiempo —y lo subraya orgulloso el analista para exaltación de la propia empresa— el que combatía era «el pueblo de los daneses, el más valeroso entre los normandos», que «nunca antes» había sido vencido en un atrincheramiento. Durante siglos se celebró en Lówen aquella admirable victoria, a partir de la cual los normandos dejaron para siempre en paz el imperio francooriental (excepción hecha de una correría que realizaron al año siguiente, llegando hasta Bonn y Prüm).
Ciertamente que aquel fue un año milagroso.
Fue, en efecto, el año 891 cuando el obispo Embricho de Ratisbona murió cargado de días y «feliz», y también cuando ardió Ratisbona: «por la cólera divina y de forma milagrosa, la ciudad se vio de repente en llamas y el 10 de agosto ardía con todos sus edificios, incluidas las iglesias, a excepción de la casa de san Emmeram mártir y de la iglesia de san Casiano, que aunque estaban en medio de la ciudad, quedaron protegidas contra el fuego por obra de Dios». Estalló entonces la cólera divina, que devoró (casi) toda la ciudad y también las iglesias; pero dos edificios sagrados se salvaron «por obra de Dios» (Annales Fuldenses)[13].
¡Oh poder maravilloso del Señor!
Tortuosos, aunque rectos, son los caminos
por los que conduces a tus hijos hasta ti;
a menudo resulta extraño de entender,
pero al final triunfa tu alto designio.
El rey Arnulfo hizo construir en Ratisbona un nuevo palacio. La ciudad ya había sido la residencia central de Luis el Germánico, un eje de la misión oriental y centro del comercio caravanero con Bohemia, Moravia y Hungría; todo lo fundamentalmente cristiano y occidental se amontonaba allí: el poder del Estado, la Iglesia y el dinero. Ratisbona fue la ciudad a la que sin duda Arnulfo (que a menudo visitaba también los palacios de Otting y Ranshofen, como ya lo hicieran su padre y su abuelo) se sintió más vinculado, en la que firmó una tercera parte de sus documentos, en la que se celebraron al menos cuatro dietas imperiales y en la que hay testificadas numerosas estancias. Para los investigadores esa elección de su tierra central no sólo refleja su propio pasado «sino también el afianzamiento de la tradición de Luis el Germánico y la prioridad de la política suroriental, así como el fino olfato de Arnulfo para las realidades políticas» (Stormer).
Dicho de otro modo: el empuje (alemán) hacia el este se dibuja ya claro en el rey Arnulfo.
Inmediatamente después de su «golpe de estado», Arnulfo se retiró, con vistas al afianzamiento de su posición, a su base de poder más importante, ahora ya bastante fuerte, para aplastar sin esfuerzo el intento de rebelión de su joven primo Bernardo en Suabia. Bernardo (hacia 876-891/892), soltero como Arnulfo, era hijo del emperador Carlos III, que en 885 no pudo imponer a Bernardo como sucesor al trono (al igual que dos años después fracasó también Carlos en la adopción de Luis, hijo de Bosón de Vienne y carolingio por línea materna). Pero Bernardo, que ciertamente quería restablecer el imperio originario de su padre, no quiso renunciar a sus derechos al trono aun después de la exaltación de Arnulfo como rey de los francoorientales. En 889 se sublevó aliándose con los nobles de Retia y Alamania, así como con el abad Bernardo de Saint-Gallen (a quien Arnulfo depuso después), pero fue muerto un año después, cuando el margrave Rodolfo de Retia aplastó la intentona.
Ya a finales del verano de 889, Arnulfo marchó personalmente como general en jefe de un poderoso ejército contra los abodritos, después de haber celebrado poco antes una asamblea en Frankfurt con sus grandes y muchos obispos, entre los que figuraban Sunderold de Maguncia y Wiliberto de Colonia. De todos modos esta vez no pudo conseguir nada en el norte y de nuevo «celebró en Ratisbona de una manera digna la Navidad del Señor».
Y todo continuó con procesiones eclesiásticas, con incursiones guerreras y con rezos y matanzas permanentes. En los últimos años del siglo IX Arnulfo atacó especialmente y casi de manera continuada a Moravia. Cierto que, como el territorio se había ido fortaleciendo progresivamente, había firmado la paz con el mismo en 985 e incluso había querido que Swatopluk fuera el padrino de bautizo de su hijo Sventiboldo. Pero nada de todo eso perduró y pronto regresó Arnulfo a su comportamiento habitual[14].
«En el año de la encarnación divina de 890», cuenta el abad Regino, el duque de los moravos, «hinchado con la arrogancia del orgullo», se alzó contra el rey. Por lo que este naturalmente marchó con soldados contra el reino de los moravos «y arrasó todo lo que encontró fuera de las ciudades. Por fin, como todos los árboles frutales habían sido arrancados de raíz, Sventiboldo pidió la paz ¡y la obtuvo bastante tarde, pues hubo de entregar a su hijo como rehén!». Sin embargo, Arnulfo, que en el este practicó claramente la táctica de «tierra quemada», aún tuvo tiempo —como sabemos por otras fuentes— de marchar a Reichenau «para rezar» y celebrar de nuevo en Ratisbona «la Navidad de Cristo».
Y de nuevo en 892, esta vez en la residencia real de Ulm, después de haber celebrado «dignamente la Navidad del Señor», marchó «al este» con un propósito mejor: «con la esperanza de encontrarse allí con el duque Sventiboldo». Pero Swatopluk, «aquella cabeza llena de mentira y astucia», no estaba dispuesto a firmar la paz sin más. Hábilmente se negó «a ir a ver al rey», por lo que el rey hubo de ir hasta él, cosa que le resultó tanto más fácil cuanto que para entonces ya tenía firmemente en el puño Franconia oriental. Y probablemente hasta lamentó las concesiones hechas con anterioridad. «En cualquier caso fue él quien inició la guerra» (Reindel). Y fue él, una vez más, quien ambicionó «la soberanía del rey alemán sobre el Gran Reino de Moravia» (Stadtmüller). Bajo Swatopluk —no sin razón considerado a veces el primer gran paneslavista, que había sido designado por el papa «rey de los eslavos»— el reino había alcanzado su máximo poder.
En el sur se extendió por las dos orillas del Danubio hasta el Drave y el Save, en el este hasta el reino búlgaro, y en el norte casi hasta el Saale, más allá de la Bohemia por él sometida. Y su influencia parece que llegó «hasta los eslavos del Elba y del Weichsel» (Lówe).
Fue precisamente esa amplitud de poder la que sin duda provocó al francooriental. Con tres cuerpos de ejército, formados por francos, bávaros y alamanes, en julio de 893 irrumpió una vez más en Moravia y hasta consiguió que combatiesen a su lado los húngaros, aquellos diablos paganos a los que un rey católico llamó al occidente católico, para el que pronto se convertirían en un infierno insoportable, como se le reprochó a Arnulfo (y se le sigue reprochando). «A lo largo de cuatro semanas actuó personalmente con tal prepotencia… que arrasó todo el país». Y una vez más, durante el invierno, visitó en Lotaringia todos «los monasterios y sedes episcopales para rezar» (Annales Fuldenses)[15].
Ese mismo año también Arn. «el venerable obispo de Würzburg» (855-892), partió una vez más a combatir a los eslavos, aunque esta vez perdió la vida. El obispo Arn, a quien los descendientes cristianos de los paganos que le habían dado muerte veneraron como a santo, fue sin duda un hombre con «experiencia oriental». Los investigadores lo presentan como caudillo militar «al menos en cuatro campañas», actuando al mismo tiempo, tan entrelazadas iban ambas cosas, como «mantenedor de los cometidos misionales de su obispado» (Wendehorst) haciendo hincapié en que su «empeño diocesano» estaba «sobre todo al servicio de la cristianización y del perfeccionamiento de la organización eclesiástica» (Stormer).
Por desgracia no sabemos mucho de las dotes de mariscal del obispo Ara. Así y todo, el ardoroso guerrero, «representante de una destacada vita activa» (Stormer), en un golpe de mano dado en 871 —y lo consignan los Anales de Fulda— fue capaz de robar «644 caballos ensillados y embridados e igual número de escudos», para volver después «alegremente» a los «cometidos misionales» y a continuar la «cristianización» del mundo.
Ya en 893 se dio una nueva campaña contra Moravia. Fue el año en que tuvieron un final desgraciado los hijos de dos margraves, los hermanos Engilscalco I y Guillermo.
El vástago homónimo de Engilscalco, Engilscalco II, había raptado en tiempos a una hija soltera de Arnulfo y había huido con ella a Moravia; mas pronto, recuperado el favor real, de nuevo ejerció de margrave en el este. Con ello, sin embargo, se granjeó la enemistad de los grandes de Baviera y, cuando en 893 se presentó cándidamente en el palacio de Ratisbona, lo condenaron y le sacaron los ojos, según parece sin el conocimiento del rey. Después de lo cual, cuando su primo Guillermo, temiendo por su vida, se dirigió a Swatopluk, fue decapitado como reo de alta traición. Y cuando un hermano de Guillermo, el conde Rudberto, huyó a refugiarse junto a Swatopluk, este lo hizo asesinar alevosamente «con muchísimos otros», con todos sus acompañantes. Fueron confiscadas todas las posesiones de los eliminados en las dos orillas del Danubio y en parte se le otorgaron al abad Snelpero, del monasterio Kremsmünster, uno de los que más se aprovecharon de la tragedia. Arnulfo marchó de nuevo contra el reino del duque Swatopluk, esta vez asociado con los búlgaros, y «devastó la mayor parte…», pero cayó en una emboscada y sólo «con gran dificultad» regresó a Baviera. Y en el monasterio de Emmeram se contaba más tarde que el rey atribuía su salvación a san Emmeram, su patrono[16].
Las incursiones guerreras de los francos en 892 y 893 fracasaron, aunque Arnulfo había atacado cada vez a la Gran Moravia por dos flancos con ayuda de los húngaros y los búlgaros (un viejo procedimiento de «diplomacia política» todavía vigente: dos asociados caen sobre un tercero y después se devoran mutuamente). El poder de Swatopluk se mantuvo incólume.
Pero al año siguiente regresaron los húngaros. Y esta vez sin que nadie los llamase. Y tampoco hicieron la guerra en favor de Arnulfo, sino contra él. «Mataron a todos los hombres y a las mujeres ancianas, sólo a las jóvenes se las llevaron consigo como ganado para satisfacer su placer y arrasaron toda Panonia hasta la destrucción total» (Annales Fuldenses). No sin razón exclama irritado el obispo Liutprando de Cremona: «¡Oh ciega tiranía del rey Arnulfo! ¡Oh día desgraciado y doloroso! Para humillar a un sólo hijo de hombre toda Europa se vio sumida en miseria y llanto. ¡Oh ciega ambición, que dejaste viudas a tantas mujeres, privaste a tantos padres de sus hijos, arrebataste la honra a tantas vírgenes y la libertad a tantos sacerdotes de Dios con sus comunidades! ¡Cuántas iglesias se vieron asoladas por ti y cuántos territorios habitados devastaste, oh insensata ambición!»[17].
Tras el asalto húngaro pareció a los bávaros que era llegado el tiempo de firmar la paz con Moravia. Pero no duró mucho. Y desde luego debido a las miserias internas, como las grandes hambrunas, que precisamente castigaron por entonces a amplios territorios de Franconia oriental. Dos veces, en 895 y 897, las recuerda el analista casi con las mismas palabras: «en todo el territorio de Baviera, de modo que en muchísimos lugares la gente moría de hambre». Pero también en 893 había habido una epidemia de hambre y en 889 la gente, aunque no ciertamente la clase nobiliaria, había sufrido una hambruna gravísima. Para los nobles lo que contó sobre todo fue que en el ínterin el duque Swatopluk I, aquella «fuente de toda deslealtad», aquel vampiro sediento de sangre humana, en 894 había terminado «infelizmente su vida», y desde luego no sin conjurar por última vez a los suyos a que «no fueran amantes de la paz» (Annales Fuldenses), sino que se mantuvieran enemigos de sus pérfidos vecinos.
Y eso mismo era lo que querían los vecinos.
El rey Arnulfo sintiéndose, no sin razón, cada vez más fuerte, supo en todo caso lo que tenía que hacer. Para empezar, en el verano de 897 convocó una dieta imperial en el palacio de Tribur, más tarde «buscó el monasterio de Fulda para orar». Después en la residencia real de Salz, junto al Saale, recibió a los embajadores de los sorbios y posteriormente, en Ratisbona, a varios duques bohemios, los cuales solicitaban ayuda contra sus enemigos los moravos, «de quienes por entonces eran oprimidos de la forma más dura, como ellos mismos atestiguaban. El rey y emperador acogió amistosamente a tales duques, les dijo muchas palabras de consuelo y les hizo regresar a su patria contentos y cargados de dones; y todo el otoño de aquel año lo pasó en lugares cercanos al norte del Danubio y del Regen, con el propósito también de estar pronto con sus leales, si el pueblo antes citado necesitaba su ayuda» (Annales Fuldenses)[18].
Ya se comprende que pronto las cosas tomasen ese rumbo. Porque si bien Mojmir II y Swatopluk II, hijos de Swatopluk, después de la muerte de su padre habían firmado la paz con los francoorientales, pronto no pudieron mantener a nadie bajo su dominio. Ello repercutió también en su paz con los francoorientales, cuya hora pareció haber llegado. Fue tal el odio que estalló entre ambos hermanos, «que si uno de ellos hubiera podido echar mano y adueñarse del otro, con toda seguridad lo habría condenado a muerte» (Annales Fuldenses).
Arnulfo, que tomó partido por Swatopluk II, el menor de los hermanos, aprovechó la situación que sin duda Dios le deparaba para arrasar a sangre y fuego el territorio de Mojmir y matar a muchos eslavos. Una buena obra cristiana y católica, que realizaron por él los margraves Liutpold y Aribo, pues también ellos «humillaron con el fuego y la espada…, devastaron y asesinaron» a quienes deberían haber protegido y liberado. Así, el propio Aribo había indispuesto a los hermanos entre sí y desencadenó la guerra civil morava con el fin exclusivo de hacer botín.
Y si bien es cierto que Aribo fue alejado por breve tiempo, pronto, sin embargo, fue perdonado por completo y repuesto en su antiguo cargo[19].
Con la soberanía exclusiva de Mojmir empezó también el restablecimiento del «ordenamiento» eclesiástico. Mediante el envío de valiosos dones al papa Juan IX, solicitó el príncipe nuevos obispos para su Iglesia sumida en la orfandad, y pronto los obtuvo. Pero la institución de una Iglesia nacional en Moravia intensificó aún más la enemistad con Baviera, pues la guerra se desarrolló entonces con el mismo encarnizamiento cargado además de motivaciones religiosas.
Ya durante el invierno de 898 irrumpieron en Moravia «los príncipes de los bávaros con sus tropas de forma audaz y violenta», la recorrieron «con un gran tropel de hombres», que devastaron, robaron y saquearon y, en una palabra, «reunieron un botín y con él regresaron a casa». Y de nuevo en el verano de 899 los bávaros invadieron Moravia, «saquearon y devastaron cuanto pudieron» y por segunda vez liberaron al joven Swatopluk y a sus compañeros de la cárcel en que se encontraban y «por compasión» los llevaron consigo, no sin antes haber pegado fuego a la ciudad.
Y ya el año 900 provocaron enormes incendios y estragos durante tres semanas en Bohemia y en todo el reino de Moravia sin más objetivo que la destrucción, «y por fin regresaron felices y contentos a su casa» (Annales Fuldenses). Pero después hubo tarea suficiente con los húngaros[20].
Y también en el oeste hubo turbulencias.
Tras la deposición de Carlos III y el reconocimiento de Arnulfo de Carintia el gran Estado carolingio se había disuelto definivamente y en las diversas partes del imperio fue la clase dirigente la que eligió de entre sus propias filas a los reyes de los países sucesores del imperio. Esto recuerda, con todas las diferencias que pueden establecerse, los últimos estertores de la dinastía merovingia.
Dos partidos se combatieron en el imperio occidental, cuyas ofertas de sucesión al trono había rehusado Arnulfo. Lo que impulsó el desarrollo de un imperio «alemán» según el acta de 843. El grupo más fuerte coronó al conde robertino Odón de París, hijo de Roberto el Valiente, que era un no carolingio, pues Carlos, el hijo póstumo de Carlos el Tartamudo, todavía no contaba como soberano. La coronación la llevó a cabo el 29 de febrero de 888 en el palacio imperial del Compiegne el joven arzobispo Walther de Sens, que triunfaba por entero en política y del que dependía París como obispado sufragáneo. El rey Odón (888-898), que con ocasión de una incursión guerrera pudo postrarse ante la tumba de un santo, orar «con el mayor fervor» y derramar «muchas lágrimas» (Annales Vedastini), llegó a ser, gracias al favor del emperador Carlos el Gordo, soberano de todos los condados (especialmente «belicosos») del Loira, dispuso asimismo de algunas de las abadías más famosas (Saint-Martíin de Tours, Saint-Germain-des-Prés, Saint-Denis, Saint-Amand) y contó con el apoyo de una parte notable del episcopado. Prometió mediante documento incrementar con todas sus fuerzas las posesiones de la Iglesia y defender los dogmas de la fe cristiana; y sólo tras esa promesa obtuvo el juramento de lealtad.
El otro partido, que en el propio reino de Odón se alzó contra él, lo capitaneaba el arzobispo Fulco de Reims (883-900) por el mero hecho de que el arzobispo Walther de Sens, un competidor de su propia sede, había ungido rey a Odón.
Fulco, sucesor desde el 883 de Hinkmaro de Reims con el apoyo del abate Hugo, fue un «personaje clave» en la política (Hlawitschka), un prelado que fortificó en Reims la abadía de Saint-Bertin y que también hizo erigir las dos primeras fortalezas episcopales en Omont y Epernay. Pero Fulco fue sobre todo un oportunista clerical del tipo más edificante. Empezó por favorecer al duque Guido de Spoleto, que había sido adoptado por el papa, le llamó a su lado y poco antes de la elección de Odón le hizo coronar rey en Langres por manos del obispo del lugar, Geilo. Este, que antes había sido seguidor del usurpador Bosón, a quien debía incrementos considerables de sus posesiones, probablemente esperaba ahora otras ventajas de Guido. Y Fulco estaba emparentado con Guido y habría visto con muy buenos ojos a uno de su estirpe portando la corona real de los francooccidentales.
Ante la situación política que se abría ante sus ojos, Guido se resignó y regresó a Italia. Pero tras el fracaso con Guido el arzobispo Fulco se sometió al rey Odón y en la primavera del 888 le prestó juramento de fidelidad. Con vistas a librarse del aislamiento y afianzar su poder, Fulco, todavía en junio del mismo año, durante la dieta imperial celebrada en Frankfurt, buscó a Arnulfo de Carintia y le ofreció la corona de Franconia occidental. En tan noble empresa el arzobispo estuvo acompañado por los obispos Dodilo de Cambrai, Honorato de Beauvais, Hetilo de Noyon, el arzobispo Juan de Rouen, que había sido expulsado de su obispado, y el abate Rodolfo de Saint-Omer y Saint-Vaast. Este último monasterio está en Arras, y en él escribió un monje coetáneo los Anales de Saint-Vaast, los Annales Vedastini[21].
Pero el descalabro de Carlos el Gordo le dio a entender a Arnulfo que el gran regnum franco difícilmente podría ser gobernado por un sólo soberano. Y así, no sólo renunció al imperio occidental sino también a Italia y Provenza. Dejó al arzobispo Fulco «sin consejo y consuelo» y en agosto del 888 se encontró con Odón en Worms (tras el triunfo de este sobre los normandos el 24 de junio en las Argonas). Allí estipuló con él un pacto de amistad y le envió una corona, con la cual Odón se hizo coronar una segunda vez el 13 de noviembre de 888 en Notre-Dame de Reims, en presencia de los embajadores francoorientales —fue una «coronación de afianzamiento»— ¡a manos del arzobispo de Reims. Fulco!
Pero a más tardar en 892 Fulco también volvió de nuevo las espaldas a Odón, al que había coronado, y se conjuró contra él aliándose entre otros con los obispos de la provincia eclesiástica de Reims, que figuraban entre sus secuaces, como Riculfo de Soissons, Hetilo de Noyon y Herilando de Thérouanne. De fuera de la mentada provincia también se adhirió el obispo Teutbaldo de Langres, que debía a Fulco su prebenda episcopal. Y el 28 de enero de 893 no fue otro que el arzobispo Fulco el que en Reims consagró rey a Carlos III el Simple (893-923), hijo de Luis el Tartamudo, un muchacho que acababa de cumplir los trece años (el sobrenombre se le dio en época posterior). Se trataba ciertamente de un carolingio el último vástago de la línea francooccidental, y en consecuencia, de un heredero legítimo del imperio. Pero durante cuatro años, desde 888 hasta 892, Fulco había reconocido a Odón como rey legítimo y le había prestado juramento de lealtad… Y ahora leemos: «Y todos se conjuraron contra el rey Odón» (Annales Vedastini)[22].
Ciertamente que no fue la «legalidad» de Carlos la que convirtió al prelado en su abogado, sino «la manifiesta enemistad y el odio contra Odón». Incansablemente maquinó contra este y en favor de su protegido. Instigado por Fulco, también el papa Formoso se decantó por el partido de Carlos, pero continuó otorgando el título de rey a Odón. Y después de la Pascua de 893 el cabeza de la Iglesia de Reims marchó con algunas tropas en compañía del joven rey contra Odón. Pero este les hizo correr, penetró en Francia, devastó, robó, desoló el país, sitió la ciudad de Reims, que Carlos liberó en septiembre de 893 al mando de un ejército poderoso. «Y así son muchos los que pierden la vida por ambos bandos; se cometen muchas violencias y maldades, robos incontables y pillajes continuos» (Regino de Prüm). Y fueron precisamente las iglesias y los monasterios las que por más tiempo y una y otra vez fueron saqueados, asolados y destruidos, y naturalmente por fieles cristianos.
Se llegó después a un armisticio con el que de primeras el arzobispo Fulco buscó ayuda en Arnulfo a favor de Carlos el Simple, toda vez que el arzobispo tomó posición contra Guido; pero más tarde la buscó en Guido, el enemigo más encarnizado de Arnulfo, al que también hizo saber que Arnulfo preparaba contra él una campaña militar. Transcurrido el armisticio, de nuevo en la primavera de 894 Odón plantó sus huestes guerreras ante las murallas de Reims, por lo que el rey Carlos se refugió en Arnulfo, decidido ahora en favor de Carlos y en contra de Odón; pero esto no cambió la situación política en el imperio francooccidental.
Cuando Carlos regresó de Franconia oriental, ya Odón le estaba esperando listo para combatir junto al Aisne, y de repente Carlos se vio abandonado por numerosos condes y obispos. Más aún, cuando en la dieta imperial de Worms de 895 Odón consiguió el reconocimiento de Arnulfo, que ya le había fallado a Carlos, este por consejo de Fulco, su primer estadista, conectó con Sventiboldo, hijo de Arnulfo, que acababa de encaramarse al trono de Lotaringia. Pero apenas había irrumpido en el imperio occidental para apoyar a Carlos, convenció a algunos de los magnates del mismo para que lo dejaran en la estacada; por lo cual Carlos y el arzobispo Fulco, desconfiando de él, se volvieron secretamente a Odón y llegaron a un entendimiento con él aunque sin poder confiarse. Así las cosas, el arzobispo Fulco recurrió a la mediación del papa Formoso para establecer una alianza con el emperador Lamberto, hijo de Guido, que había fallecido a finales de 894. Mas todo se vino abajo, porque a mediados de febrero el propio Arnulfo se impuso en Roma la corona imperial.
En el imperio occidental el desorden era completo: se asesinaba y se firmaba la paz para continuar luego con las devastaciones y matanzas. Ni siquiera los príncipes de la Iglesia fueron ya sacrosantos. Ya en 850 fue asesinado el obispo David de Lausanne. En 894 al obispo Theutboldo de Langres le sacaron los ojos gentes del séquito de Carlos, como eran el duque Ricardo de Borgoña y sus huestes, y el arzobispo de Sens fue encarcelado. En 895 el arzobispo Fulco pudo escapar a uña de caballo en un encuentro no querido con sus enemigos, pero su acompañante, el conde Adelung, cayó en la trampa.
Después de que a comienzos del verano de 896 Odón hubiese conquistado Reims, el obispo local Fulco, hasta entonces decidido partidario de Carlos, se pasó naturalmente al bando del vencedor y, al menos externamente, estuvo de su parte, «obligado por la necesidad», dicen en su disculpa los Annales Vedastini «y le dio satisfacción cumplida en todo lo que le ordenó». Carlos huyó, pero al verano siguiente se unió con Odón, que para entonces había enfermado gravemente. Carlos todavía le aseguró mediante contrato un territorio, así como la sucesión en el cargo de rey. Odón murió a principios de enero de 898.
Más tarde Carlos el Simple consiguió «de nuevo el trono paterno» en Reims, convirtiéndose en el único soberano en el imperio francooccidental. Con ello se habían echado las bases para la restauración carolingia en el oeste. Cierto que Odón no había dejado ningún heredero; mas para disgusto de la nobleza, siempre demasiado dispuesta para incrementar su poder doméstico, se preocupó por la promoción de la propia estirpe y especialmente a su hermano Roberto —a quien, sin embargo, prudentemente no le legó la corona— le transmitió un importante potencial político: la base para una posición privilegiada de los Robertinos, que en 922/923 Roberto I y en 987 Hugo Capeto supieron aprovechar para hacerse con el trono.
Pero el 16 de junio del 900 el arzobispo Fulco, que para entonces ya había sido elevado a la dignidad de archicanciller, fue golpeado y muerto «en el acto» por un vasallo de Balduino II, conde de Flandes (a consecuencia de una disputa por la posesión de la rica abadía de Saint-Vaast en Arras, que antes había pertenecido a Balduino). Lo cuentan los Annales Vedastini. (Algunos años más tarde el obispo Otberto de Estrasburgo fue expulsado y asesinado por sus diocesanos; también Arnusto, arzobispo de Narbona fue asesinado después de haberle sacado los ojos y haberle cortado la lengua y los genitales.)[23]
También jugó un papel específico la «tierra medianera» entre el oeste y el este.
Lotaringia, que a la muerte de Lotario II y en virtud del tratado de Meersen (870) había quedado dividida entre los francos del oeste y del este, una década después quedaba incorporada por entero, y ahora por el tratado de Ribémont, al imperio francooriental, en el que obtuvo una posición especial. Y así continuó siendo, incluso después en tanto que reino parcial, un territorio propiamente autónomo con cancillería separada bajo los soberanos cambiantes; como paisaje histórico continuó siendo algo de «Germanía» y de «Gallia» o, dicho de otro modo, la «tierra medianera», que para los francoorientales estaba en la Galia, aunque también para los francos de occidente resultaba casi un territorio y un pueblo extraños, el de los «lotarienses». Incluso cuando desde el siglo X perteneció al regnum teutonicum, al denominado Sacro Imperio Romano, «no perteneció a Alemania». En cualquier caso así lo afirma Karl Ferdinand Werner.
A resultas del nacimiento en 893 de su hermanastro Luis IV el Niño, único hijo que Arnulfo tuvo de matrimonio legítimo (con la conradina Ota), el hijo ilegítimo Sventiboldo perdió la segundad de sucesión al trono. Pero en contra de la inicial resistencia, primero de los grandes francoorientales y después de los lotaringios, el rey Arnulfo consiguió en la dieta imperial de Worms (895) que el extramatrimonial Sventiboldo —así llamado por su padrino de bautismo, el duque moravo Swato-pluk (Sventibaído)— fuese reconocido rey de Lotaringia y le hizo ungir según el modelo francooccidental. Iba a ser el último reino lotaringio totalmente autónomo y desde luego constituyó un acontecimiento de grandes consecuencias, al menos en beneficio de la parte alemana[24].
El rey Sventiboldo (895-900) gobernó bajo la soberanía feudal de su padre un reino parcial autónomo. Impuso hasta de forma violenta y desenfrenada un régimen agitado y convulso en un territorio que desde Frisia al norte hasta Borgoña y Alsacia estaba castigado por salteadores, bandidos y querellas sangrientas y que él perturbó aún más a medida que pudo disponer de mayor autoridad. Promulgó por su cuenta documentos y leyes, dispuso de la herencia imperial, se mostró independiente incluso en política exterior y no se comprometió en las correrías imperiales. Pero gobernó como de costumbre con asesoramiento episcopal. Su capilla palatina la dirigió el arzobispo Hermann I de Colonia y su cancillería la presidió el arzobispo Tréveris, que durante algún tiempo tuvo sobre él una influencia muy grande. Pero el año 900 los obispos abandonaron a Sventiboldo y se unieron al nuevo rey Luis IV y al imperio francooriental[25].
El rey Arnulfo lo había urdido todo gran habilidad, incluso en Lotaringia, donde muy oportunamente hizo pasar a cuchillo al grande nativo, el conde Megingaud de Mayenfeldgau, un sobrino del rey Odón (al que una fuente posterior incluso llama «dux»): el conde Alberico lo asesinó alevosamente el 28 de agosto «del año de la encarnación divina de 892» en el monasterio de San Sixto de Rethel.
Y el rey Arnulfo entregó a su retoño Sventiboldo el feudo y los cargos de Megingaud. Podría decirse que fue un primer paso para su incorporación. Digamos de paso que el asesino del conde Megingaud, el conde Alberico, fue liquidado cuatro años más tarde «en torno a la fiesta de san Andrés» por el conde Esteban. Y, a su vez, el asesino conde Esteban lo fue cinco años después en un ambiente especialmente romántico «por la flecha envenenada (sagittae toxicataé) que alguien le disparó a través de la ventana del aposento, cuando por la noche aliviaba su vientre sentado en el retrete…»[26]
Así era la vida en los círculos cristianos de la nobleza, así o de modo parecido se hundían, así o de modo parecido lograban o no mantenerse. Pero todo eso y mil cosas más no dejaban de ser minucias frente a los «grandes hechos históricos».
Cierto que en un primer momento tanto los representantes de la Iglesia como de la alta nobleza, los condes Reginar, Odokar, Wigerich y Richwin permanecieron leales al nuevo rey. Mas pronto Sventiboldo entró en conflicto con las grandes familias feudatarias, especialmente numerosas en Lotaringia (la situación no era nada cómoda, según indican las fuentes a veces entre líneas y a veces de forma más puntual). Y al final también Sventiboldo acabó víctima de la nobleza local.
Primero se enemistó con el clan de los Matfridingos, que tenían su hacienda en las Ardenas; lo constituían los condes de Metz, los hermanos Gerardo y Matfrido. A ellos y algunos otros «nobles», como el conde Esteban, «el año de la encarnación divina de 897» Sventiboldo les retiró feudos y dignidades repartiendo sus tierras o sus posesiones monásticas entre los suyos. «Cuando se quería premiar a un leal o a un pariente, allí estaban las abadías como el mejor regalo» (Parisse). Y, naturalmente, también el rey se apropió de algunos monasterios en Tréveris y Metz[27].
Finalmente Sventiboldo también se malquistó en 898 con quien hasta entonces había sido su consejero y favorito: el conde Reginar I (Cuello largo), el más poderoso de sus grandes, con amplias posesiones entre el Mosa y el Escalda; era nieto del emperador Lotario 1 y abad laico del monasterio de Echternach en el obispado de Tréveris y de la abadía de San Servacio en Maastricht. El magnate feudal del Mosa llamó en su ayuda a Carlos el Simple, el rey francooccidental, quien, cauto como su abuelo y como él codicioso, avanzó hasta Aquisgrán y Nimega. Cogido enteramente por sorpresa, Sventiboldo huyó; pero con la ayuda del belicoso obispo Franco de Lüttich y de sus tropas y de otros secuaces en el otoño de 898 forzó sin lucha a Carlos a unas negociaciones y regresó a su reino. Y el tratado de paz de St. Goar al año siguiente, firmado bajo la mediación de Arnulfo, aseguró de momento a Sventiboldo la Lotaringia, aunque ya entonces se pusieron las bases, aunque en secreto, para su caída a la muerte del emperador.
Mientras tanto, sin embargo, el poder del rebelde Reginar se mantenía firme. Junto con otros acosados, como el conde Odakar, se había instalado en el lugar fuertemente fortificado de Durofostum o Durfos, sobre el Mosa, con su hacienda, posesiones, mujer e hijo. En dos campañas «con todas sus fuerzas» (Regino de Prüm) no pudo Sventiboldo conquistarlo. Y como los obispos —a los que hasta entonces había favorecido Sventiboldo, pero que acabó desangrándolos en cierta manera por causa del «patrimonio eclesiástico»— no excomulgaron al partido de los rebeldes, como exigía Sventiboldo, sino que más bien se adherían al mismo, su destino y el del reino de Lotaringia habría quedado sellado, aunque no hubiera golpeado «con un bastón en la cabeza y ofendiendo la dignidad sacerdotal» (Annales Fuldenses) a su propio archicanciller, el arzobispo Ratbod de Tréveris, quizá durante el último asedio de Durfos.
Los rebeldes agrupados en torno al conde Reginar, así como el alto clero, acabaron exigiendo a Luis el Niño que tomase el poder en Lotaringia. Pero tras recibir su homenaje en Diedenhofen, Luis regresó de nuevo sin haber expulsado a Sventiboldo. Este reunió nuevos secuaces, mas el 13 de agosto del 900, en un «encuentro» en el Mosa medio o inferior, perdió el reino y la vida. Sus ejecutores fueron los condes Esteban, Matfrido y Gerardo, a los que tres años antes les había privado de sus feudos. Y a los pocos meses del asesinato del rey, el conde Gerardo tomó también por esposa a la reina Ota como recompensa especial.
Y mientras el conde Reginar, enemigo de Sventiboldo, podía ampliar ahora su poder a las abadías de Echternach y San Servacio en Maastricht y adquirir los monasterios de Stavelot y Malmedy, el eliminado Sventiboldo, con el apoyo del clero, fue alcanzando fama de santidad. Al menos en el monasterio de Süsteren, donde sus dos hijas (habidas de Ota), Cecilia y Benedicta, se sucedieron como abadesas y donde él encontró su último descanso, se le empezó a venerar como santo, sobre todo cuando un diente suyo se demostró repetidas veces milagroso en los dolores de muelas. Y asimismo sus dos hijas, cuyas reliquias también hicieron milagros, fueron veneradas allí como santas[28].
En la Italia católica las cosas no iban mejor que en el católico reino franco, y menos aún en la corte papal, sobre la que corrían tiempos cada vez más agitados y turbulentos, con tumultos de la nobleza, crímenes clericales y asuntos sobre los que a menudo ni siquiera logramos formarnos una idea clara.