XLII

Cuando la palanca de la máquina del tiempo completó su recorrido, no sucedió nada. Un rápido vistazo a su alrededor indicó a Wells que seguía varado en el 20 de noviembre de 1896. Sonrió con tristeza, aunque tuvo la extraña sensación de que llevaba sonriendo así desde mucho antes de bajar la palanquita y confirmar lo que ya sabía, que pese a su majestuosa belleza, aquel cacharro no era más que un juguete. El año 2000 —el auténtico año 2000, no el que había inventado ese farsante de Gilliam Murray—, estaba fuera de su alcance. Como el resto del futuro, por otro lado. Podía realizar aquel ritual tantas veces como quisiera, pero solo sería una pantomima: jamás viajaría en el tiempo. Nadie podía hacer eso. Nadie. Estaba atrapado en aquel presente del que nunca podría escapar.

Con expresión melancólica, se levantó de la máquina y se acercó a la ventana del desván. La noche estaba en calma. Un silencio inocente arropaba maternalmente los campos y las casas vecinas, y el mundo parecía rendido, terriblemente indefenso, a su merced. Podía cambiar el orden de los árboles, pintar las flores de otro color o perpetrar cualquier otra tropelía con absoluta impunidad, pues asomado a aquel universo en reposo, Wells tuvo la sensación de ser el único hombre despierto sobre la tierra. Le pareció que, si aguzaba el oído, podría oír el bufido de los mares vertiéndose sobre las playas, el infatigable crecimiento de la hierba, la suave rozadura que las nubes dejaban en la pellejo del cielo, y hasta el crujido de maderas viejas que emitía el planeta al rotar sobre su eje. Y aquella serenidad arrullaba también su alma, pues siempre le inundaba una poderosa quietud cuando ponía el punto y final a una novela, como acababa de hacer con El hombre invisible. Ahora volvía a encontrarse de nuevo en el punto de partida, en ese momento que tanto seducía y aterrorizaba a los escritores porque era cuando debían decidir a qué nueva historia enfrentarse de las muchas que flotaban en el aire, a qué argumento encadenarse por un largo periodo; y debían escoger con tiento, estudiando todas las opciones con calma, como si se hallaran ante un increíble vestidor lleno de posibles atuendos para un baile, pues había historias peligrosas, historias que se resistían a ser habitadas e historias que te devastaban las entrañas mientras las escribías o, lo que era aún peor, lujosos trajes de emperador que con el tiempo se revelaban un puñado de harapos. En aquel momento, antes de depositar con reverente cuidado la primera palabra en el papel, podía escribir cualquier cosa, cualquiera, y eso le inoculaba en la sangre el veneno de una libertad feroz, pero tan hermosa como fugaz, pues era consciente de que desaparecería en el instante en que escogiese una historia e inevitablemente perdiera todas las demás.

Contempló las estrellas esparcidas por el cielo con una sonrisa casi pastoril. De repente, le sobrevino una punzada de miedo. Había recordado una conversación mantenida con su hermano Frank unos meses atrás, en su última visita a aquella casa de Nyewood donde, como trastos inservibles en un desván, se amontonaba su familia. Cuando los demás se fueron a la cama, Frank y él salieron al porche con unos cigarrillos y unas cervezas, sin más intención que dejarse sobrecoger por un firmamento que lucía majestuoso, cuajado de estrellas, como la pechera de un general temerario. Bajo aquel manto, que dejaba entrever un tanto obscenamente la hondura del universo, los asuntos de los hombres se antojaban terriblemente insignificantes y la vida cobraba un cierto aire de juego. Wells dio un trago de su cerveza, dejando que Frank rompiera cuando quisiera aquel silencio atávico que se acomodaba sobre el mundo. Pese al apaleamiento al que lo había sometido la vida, cuando acudía a Nyewood siempre encontraba a su hermano rebosante de optimismo, quizás porque había descubierto que aquel júbilo elemental era lo único que podía mantenerlo a flote, y ese optimismo buscaba certificar su razón de ser en cosas concretas, como el orgullo que a cualquier hombre debía producirle saberse súbdito del Imperio Británico. Tal vez por eso Frank había empezado a ensalzar los logros de su política colonial, y Wells, que aborrecía el despótico modo en el que su país se estaba apropiando del mundo, se había visto obligado a mencionar los nocivos efectos que la colonización británica había tenido sobre los cinco mil aborígenes de Tasmania, que en poco tiempo habían quedado reducidos a un número casi insignificante. Los tasmanios no habían sido seducidos por unos valores superiores a los de su cultura indígena, había intentado explicar Wells a un embriagado Frank, sino conquistados por la poderosa tecnología del Imperio, al igual que el Imperio podría ser conquistado por una tecnología superior a la suya. Aquello hizo reír a su hermano. No existía en el mundo conocido una tecnología superior a la del Imperio, afirmó con ebria altanería. Wells no se molestó en discutir, pero cuando Frank volvió dentro, se quedó contemplando las estrellas con aprensión. En el mundo conocido tal vez no, pero ¿y en los otros?

Ahora volvía a observar el firmamento con aquel mismo recelo, especialmente al planeta Marte, un puntito apenas mayor que la cabeza de un alfiler. Sin embargo, pese a su insignificante presencia en el firmamento, sus contemporáneos especulaban con la posibilidad de que Marte pudiera estar habitado por otros hombres. No en vano el planeta rojo estaba envuelto en la gasa de una tenue atmósfera, y aunque carecía de océanos, sí poseía casquetes polares de hielo carbónico. Todos los astrónomos coincidían en asegurar que, después de la Tierra, aquél era el planeta del Sistema Solar que disponía de las mejores condiciones para que pudiera brotar la vida. Yeso había pasado de ser una sospecha para unos pocos a convertirse en una certidumbre para muchos cuando unos años antes, el astrónomo Giovanni Schiaparelli había descubierto unas líneas atravesando su superficie grana, que bien podían ser canales, una muestra irrefutable de la ingeniería marciana. Pero ¿y si de existir los marcianos, éstos no fuesen inferiores a ellos? ¿Y si no fuesen un pueblo primitivo dispuesto a dar la bienvenida a una empresa misionera terrestre, como los indígenas del Nuevo Mundo, sino una especie más inteligente que el ser humano, capaz de contemplarlo por encima del hombro, como él miraba a los monos y los lémures? ¿Y qué sucedería si dispusieran de la tecnología necesaria para surcar el espacio y arribar a nuestro planeta espoleados por el mismo afán conquistador que guiaba al hombre? ¿Qué harían sus compatriotas, los sumos conquistadores, ante quienes quisieran conquistarlos a ellos, aniquilando sus valores y su autoestima, como hacían ellos con los pueblos invadidos ante el aplauso de personas como Frank? Wells se mesó el bigote, considerando las posibilidades de aquella idea, imaginando al instante una invasión marciana, una lluvia de cilindros propulsados a vapor cayendo sobre los apacibles pastos comunales de Woking.

Se preguntó si habría dado con el asunto de su siguiente novela. El excitante cosquilleo que sentía en su mente le indicaba que sí, pero le preocupaba lo que su editor pudiera pensar al respecto. ¿Una invasión marciana? ¿Había oído bien, eso era lo que se le había ocurrido después de inventar una máquina para viajar en el tiempo, un científico que dotaba de humanidad a los animales remendando aquí y allá, y otro aquejado de invisibilidad? Henley había alabado su talento tras la excelente acogida crítica de Una visita maravillosa, su libro anterior. De acuerdo, no hacía ciencia como Verne, pero empleaba algo así como una «lógica implacable» que volvía creíbles sus ocurrencias. Por no hablar de su portentosa capacidad de trabajo, que le permitía escribir varias novelas al año. Pero Henley albergaba serias dudas de que libros sacados de la chistera a tal velocidad fuesen realmente literatura. Si quería que su nombre trascendiera más allá de la marca de una nueva salsa o un nuevo jabón, debía dejar cuanto antes de dilapidar su enorme talento en novelas que eran, nadie lo negaba, una fiesta de la imaginación, pero que carecían de la hondura necesaria para calar en el espíritu de los lectores. En definitiva: si quería ser un escritor brillante, no solo un narrador competente e ingenioso, debía exigirse mayores empeños que aquellas fabulitas que ejecutaba en cuatro días. Sí, la literatura era algo más, mucho más. La verdadera literatura debía remover al lector, dañarlo, cambiar su percepción de las cosas, arrojarlo de un certero empellón por el acantilado de la clarividencia.

Pero ¿entendía él el mundo de una manera tan profunda como para extraer sus verdades y trasmitirlas? ¿Podía cambiar a sus lectores con su palabra? Y, de ser así, ¿en qué debía convertirlos? En personas mejores, se suponía. Pero ¿con qué clase de historias podría hacer eso?, ¿qué debía contarles para arrastrarlos hasta aquel estado de discernimiento del que hablaba Henley? ¿Transformaría la rutina de sus lectores si los enfrentaba con una masa viscosa, provista de una boca babeante, unos ojos gigantescos y un manojo de revoltosos tentáculos? Posiblemente, se dijo, si presentaba así a los marcianos lo más probable era que los súbditos del Imperio dejaran de comer pulpo.

Algo alteró la calma de la noche, sacándolo de sus pensamientos. Aunque no se trataba de ningún cilindro llegado del espacio, sino del carro del chico de los Scheffer. Wells lo observó detenerse ante la puerta de su casa, y sonrió al distinguir al muchacho en el pescante, medio adormilado. Al chico no le importaba madrugar si así podía sacarse unos peniques. Wells bajó las escaleras, tomó el abrigo y salió de su casa sin hacer ruido, evitando despertar a Jane. Sabía que su esposa no aprobaría lo que iba a hacer, y él tampoco podía explicarle por qué estaba obligado a hacerlo, pese a comprender que no era el acto que uno esperaría de un caballero. Saludó al chico, dedicó un vistazo aprobatorio a la carga —el muchacho se había esmerado esta vez— y subió al pescante. Una vez arriba, el chico chasqueó las riendas y pusieron rumbo a Londres.

Durante el camino apenas intercambiaron un puñado de banalidades que ni siquiera merece la pena que les resuma. Wells se dedicó en su mayor parte a estudiar en silencio y con absorta fascinación aquel mundo aletargado, desprevenido, tan dispuesto a ser atacado por criaturas del espacio. Miró de soslayo al chico de los Scheffer, y se preguntó cómo reaccionaría ante una invasión extraterrestre alguien con una mente tan básica como la suya, que probablemente creía que el mundo acababa allí donde alcanzaba su vista. Se imaginó a un pequeño destacamento de palurdos acercándose al lugar donde había caído la nave marciana, agitando sin mucha convicción una banderita blanca, y cómo los extraterrestres respondían a su ingenua salutación aniquilándolos de inmediato con una llamarada cegadora, una especie de rayo calórico que, tras barrer la tierra, dejaría sobre el terreno una quemadura curva, jalonada de cuerpos carbonizados y árboles humeantes.

Dejó de pensar en invasiones marcianas cuando el carro irrumpió en la dormida Londres, para concentrarse en lo que había venido a hacer. Horadando el silencio nocturno con el repiqueteo de los cascos del caballo, se internaron a través de una madeja de calles a cada cual más desolada, hasta llegar a Greek Street. Wells no pudo evitar forjar una sonrisita traviesa cuando el muchacho detuvo el carro ante la fachada de Viajes Temporales Murray. Echó un vistazo a la calle, comprobando con agrado que se encontraba desierta.

—Bien, muchacho —dijo, bajando del carro—, vamos allá.

Tomaron cada uno un par de cubos de la trasera del carro y se acercaron a la fachada. Intentando mantener un cierto sigilo, hundieron el cepillo en los excrementos de vaca que contenían los cubos y comenzaron a embadurnar la pared que había junto a la entrada. Tan repugnante labor no les llevó más que diez minutos. Cuando terminaron, un olor nauseabundo flotaba en el aire, aun así Wells lo aspiró con sumo deleite: era el olor de su furia, del odio que estaba obligado a tragarse, de aquella rabia que fermentaba en su interior sin descanso ni propósito. El muchacho lo contempló aspirar aquel tufo algo sobrecogido.

—¿Por qué hace esto, señor Wells? —se atrevió a preguntar.

Wells lo observó con aterradora intensidad durante un rato. Incluso a un alma simple como aquélla debía de parecerle absurdo que alguien dedicara sus noches a una tarea tan extravagante como asquerosa.

—Porque entre hacer algo y no hacer nada, esto es cuanto puedo hacer.

El muchacho cabeceó confundido ante el galimatías, lamentando quizás haberse atrevido a indagar en los misterios que guiaban los actos de los escritores. Wells le pagó lo acordado y le dijo que regresara a Woking. Él aún tenía cosas que hacer en Londres. El chico asintió sin ocultar su alivio: no quería ni pensar qué tipo de cosas podían ser. Subió al carro y, tras jalear al caballo, desapareció al cabo de la calle.