XL

Delgada y pálida, con las hebras rojizas de su cabello incendiándole los hombros como ascuas huidas de una fogata, la muchacha lo observaba con aquella mirada extraña que ya le había llamado la atención unos días antes, al verla entre los curiosos que se arremolinaban alrededor del tercer crimen de Marcus.

—¿Usted? —exclamó Wells, deteniendo sus pasos.

La muchacha no dijo nada. Se limitó a acercarse hasta donde él se hallaba con los vaporosos andares de un gato, y le tendió algo. El escritor observó que se trataba de una carta. Un tanto confundido, la tomó de aquella mano de nieve. Para H. G. Wells. Entregar la noche del 26 de noviembre de 1896, leyó en el dorso. Así que aquella muchacha, fuera quien fuese, era una especie de mensajero.

—Léala, señor Wells —dijo, con una voz que le recordó al susurro que producía la brisa agitando los visillos a media tarde—. Su futuro depende de ello.

Tras eso, la mujer se dirigió hacia la salida, dejándolo clavado junto a la puerta de la casa, hierático como un tótem. Cuando logró reaccionar, Wells se volvió y corrió hacia la mujer.

—Espere, señorita…

Se detuvo en mitad del recorrido. La mujer había desaparecido, únicamente su perfume permanecía flotando en el aire. Sin embargo, a Wells no le había parecido oír el chirriar de la cancela. Era como si tras entregarle la carta se hubiese evaporado. Literalmente.

Permaneció unos minutos allí, oyendo el sereno latir de la noche y absorbiendo el olor de la desconocida, hasta que finalmente se decidió a entrar en la casa. Se encaminó luego a la sala sin hacer ruido, encendió la lamparita y se sentó en su sillón, todavía aturdido por la aparición de aquella muchacha que, de haber medido veinte centímetros y cargado a la espalda con un par de alas de libélula, la habría confundido con una de esas hadas en las que creía Doyle. ¿Quién era?, se preguntó. ¿Y cómo había desaparecido de repente? Pero era estúpido perder el tiempo en cábalas cuando probablemente la respuesta se encontrase dentro del sobre que tenía en sus manos. Lo abrió y extrajo los folios que contenía. Sintió un escalofrío al reconocer la letra, y con el corazón encabritado, empezó a leer:

Querido Bertie:

Si tienes esta carta en tus manos es que estoy en lo cierto y en el futuro se podrá viajar en el tiempo. Ignoro quién te entregará esta carta, pero te aseguro que llevará tu sangre, y la mía, pues como habrás deducido por la letra, yo soy tú. Un Wells del futuro. De un futuro muy lejano. Conviene que digieras esto antes de seguir con la carta. Y como sé que el hecho de que mi letra sea idéntica a la tuya no será prueba suficiente para ti, pues cualquier persona con destreza podría haberla imitado, intentaré convencerte de que somos la misma persona contándote algo que solo tú conoces. ¿Quién, salvo tú mismo, sabría que el canasto que hay en la cocina, lleno de tomates y pimientos, no es solo un canasto? Bien, ¿te basta con eso o necesito ponerme vulgar y recordarte que durante el matrimonio con tu prima Isabel te masturbabas pensando en las esculturas de desnudos del Crystal Palace? Discúlpame por aludir a una época tan bochornosa de tu existencia, pero estoy seguro de que es algo que, como el significado que para ti tiene el cesto de los tomates, nunca confesarías en una futura biografía, por lo que con ello queda descartado que yo pueda ser un farsante que haya estudiado tu vida en un libro. No, yo soy tú, Bertie. Y solo si aceptas eso merece la pena que sigas leyendo.

Ahora te contaré cómo te convertirás en mí. Cuando mañana acudáis a entregarle a Marcus vuestros manuscritos, os llevareis una desagradable sorpresa. Todo lo que el viajero os ha contado es falso, salvo que es un gran admirador de vuestras obras. Por eso no podrá evitar sonreír cuando vosotros mismos depositéis en sus manos tan preciado botín. Luego dará una orden a uno de sus esbirros, y éste disparará sobre el pobre James. Ya has visto los efectos que sus armas producen en el cuerpo de un hombre, así que te ahorraré los detalles, pero no te será difícil suponer que tu traje se verá rociado de desagradables salpicaduras de sangre y vísceras. Después, sin daros tiempo a reaccionar, el esbirro volverá a efectuar un nuevo disparo, esta vez sobre un sorprendido Stoker, que correrá la misma suerte que el norteamericano. A continuación, paralizado por el miedo, lo observarás apuntarte a ti, pero Marcus lo detendrá con un suave gesto de la mano antes de que llegue a disparar. Y lo hará porque te aprecia lo suficiente como para no permitir que mueras sin saber por qué. Después de todo, eres el autor de La máquina del tiempo, la obra que inaugurará la moda de los viajes temporales. Como mínimo te debe una explicación, así que, antes de que su esbirro te mate, se tomará la molestia de contarte la verdad, aunque sea para escucharse a sí mismo relatando en voz alta cómo se las había ingeniado para engañaros a los tres. Te confesará entonces, dando esos ridículos paseítos por el vestíbulo con sus pasos de goma, que no es ningún vigilante del tiempo, que en realidad, de no ser por la casualidad, incluso ignoraría la existencia de La Biblioteca de la Verdad y no sabría que el pasado estaba custodiado por el Estado.

Marcus era un millonario excéntrico, una de esas contadas personas que se mueven por el mundo haciendo su voluntad, que se había visto forzado a dejarse estudiar por el Gobierno cuando se creó el Departamento Temporal. La experiencia no le había disgustado en exceso, pese a tener que confraternizar con individuos de todo pelaje y condición. Era algo que podía soportarse si a cambio obtenías información sobre las causas de tu enfermedad —eso la había considerado él tras sufrir un par de desplazamientos temporales en sendos momentos de tensión—, y sobre todo si descubrías las sugerentes posibilidades que ésta podía ofrecer. Cuando el departamento se desmanteló, Marcus se propuso perfeccionar sus habilidades, que había aprendido a dominar con notable maestría, practicando el turismo temporal. Durante un tiempo, se dedicó a recorrer el pasado caprichosamente, errando a su antojo entre los siglos, hasta que se aburrió de presenciar históricas batallas navales, quemar brujas en la hoguera y regar con su simiente del futuro los vientres de las hetairas y esclavas egipcias. Fue entonces cuando se le ocurrió que podía emplear sus habilidades para llevar hasta el extremo su pasión bibliófila. Marcus atesoraba en su mansión una nutrida biblioteca que contenía una pequeña fortuna en primeras ediciones e incunables del siglo XVI, pero de repente aquella acumulación de libros se le antojó ridícula y sin el menor valor. ¿De qué servía poseer un ejemplar de la primera edición de Las peregrinaciones de Childe Harold, de Lord Byron, si al fin y al cabo sus ojos se estaban posando en unos versos donde podían descansar los de cualquiera? Otra cosa muy diferente sería sostener en sus manos el único ejemplar que existiera en el mundo de esa obra, como si el poeta inglés la hubiese escrito con la única intención de regalársela a él. Y eso era algo que ahora, con sus recién adquiridas habilidades, podía conseguir sin demasiadas dificultades. Si se desplazaba en el tiempo, robaba el manuscrito de alguno de sus escritores preferidos antes de que pudiera publicarlo y luego lo mataba, podría componer una biblioteca exclusiva, formada por obras que para el resto del universo nunca habrían existido. Tener que asesinar a un puñado de escritores para tener en su biblioteca una historia de la literatura privada tampoco le suponía el menor problema, pues Marcus siempre había considerado las novelas que le gustaban como algo surgido de la nada, independientes de sus autores, que eran humanos y, como todos los humanos, generalmente detestables. Además, ya era demasiado tarde para permitir que le brotasen escrúpulos, sobre todo teniendo en cuenta que había amasado su fortuna abusando de ciertos métodos que la moral convencional probablemente calificaría como delictivos. Por suerte, él no necesitaba medirse en la moral de los otros, pues se había fabricado su propia moral hacía mucho. Había tenido que hacerlo, de otro modo nunca habría podido deshacerse de su padrastro tal y como lo hizo. Pero no por haberlo envenenado en cuanto incluyó a su madre en su testamento, había dejado un solo domingo de llevarle flores a su tumba. Después de todo, le debía lo que era. Aunque la inmensa fortuna que había heredado de ese hombre zafio y violento no era comparable al legado de su verdadero padre: aquel preciado gen que le permitía viajar en el tiempo, que colocaba el pasado a sus pies. Se imaginó entonces una biblioteca única, donde convivían secretamente los manuscritos de La isla del tesoro, La Ilíada, Frankenstein, o las tres novelas de su autor favorito: Melvin Aaron Frost. Tomó el Drácula de Frost y estudió detenidamente su foto. Sí, aquel hombrecillo enclenque, cuyos ojos proclamaban que estaba agusanado por dentro, tan infectado de vicios y debilidades como cualquiera, y que solo era digno de su gracia cuando empuñaba la pluma, sería el primero de una larga lista de escritores fallecidos en extraños accidentes, un rosario de muertes intempestivas que le ayudarían a construir su biblioteca fantasma.

Con esas intenciones, y acompañado de dos de sus hombres, se desplazó a nuestra época, llegando unos meses antes de que Frost se hiciera famoso. Debía localizarlo, averiguar si aún no le había entregado sus manuscritos a su editor y, de ser así, arrebatarle a punta de pistola lo único que lo diferenciaba del resto de los miserables que deshonraban el mundo. Luego pondría fin a su ridícula existencia fingiendo algún tipo de accidente. Pero para su sorpresa, no encontró el menor rastro de Melvin Frost. Nadie parecía conocerlo. Era como si no existiera. ¿Cómo iba a saber él que Frost también era un viajero temporal y que no se daría a conocer hasta que se hubiese apoderado de vuestras obras? Pero Marcus no pensaba irse de vacío. Aquél era el escritor que había escogido para inaugurar su matanza literaria e iba a encontrarlo costase lo que costase. Sin embargo, su plan no se caracterizó precisamente por su sutileza: lo único que se le ocurrió para sacar a Frost de su escondrijo fue asesinar a tres personas y escribir en el lugar del crimen el comienzo de cada una de sus obras, copiándolo de las novelas del escritor que había traído consigo. Aquello tendría que intrigarlo necesariamente. Los textos no tardaron en airearse en la prensa, tal y como Marcus había previsto. Sin embargo, eso no hizo aparecer a Frost, que no parecía darse por aludido.

Entre desesperado y furioso, Marcus acechaba con sus hombres en los lugares de los crímenes durante el día y la noche, pero todo parecía ser en balde. Alguien llamó su atención, sin embargo, entre los curiosos que se agolparon ante el cuerpo de su tercera víctima. No se trataba de Frost, pero su presencia despertó en Marcus idéntica emoción. Observaba como un espectador más el cuerpecillo de la señora Ellis que apenas unas horas antes él mismo había dejado recostado en la pared, y al inspector de Scotland Yard que se hallaba de pie junto al cadáver, un jovencito que parecía estar tratando de contener el vómito, cuando reparó en el hombre de mediana edad que se encontraba a su derecha. Lucía todos los complementos típicos de la época: un elegante terno azul, sombrero de copa, monóculo y una pipa colgándole de los labios, detalles que se le revelaron parte de un voluntarioso disfraz cuando reparó en el libro que llevaba en la mano. Se trataba de Otra vuelta de tuerca, de Melvin Frost, una novela que todavía no había sido publicada. ¿Cómo podía tenerla aquel individuo? Era evidente que se encontraba al lado de otro viajero del tiempo. Intentando contener su excitación, Marcus contempló con disimulo cómo el desconocido comparaba el comienzo de su novela con la cita que él había escrito en el muro y luego fruncía el entrecejo, sorprendido de que fuesen exactas.

Cuando se guardó el libro en el bolsillo y se marchó de allí, Marcus decidió seguirlo. Sin saberlo, el desconocido lo condujo hasta una casa de aspecto abandonado de Berkeley Square, en la que entró tras cerciorarse de que nadie lo observaba. Casi inmediatamente, Marcus y sus hombres irrumpieron allí. En cuestión de segundos redujeron al desconocido, que no necesitó más que de unos cuantos golpes para confesar por qué tenía en su poder un libro que aún no existía. Fue entonces cuando Marcus lo descubrió todo, la existencia de La Biblioteca de la Verdad y todo lo demás. Había viajado allí para asesinar a su escritor favorito y convertirse en su único lector, y había acabado descubriendo mucho más de lo que aparentemente podía morder. El tipo que tenía delante, con el rostro devastado por los golpes de sus esbirros, se llamaba August Draper, y era el auténtico bibliotecario encargado de velar el siglo XIX. Se había desplazado hasta allí con el objeto de subsanar la alteración que un desplazado llamado Frost había causado en el tejido del tiempo al asesinar a los escritores Bram Stoker, Henry James y H. G. Wells, y publicar sus novelas con su nombre. A Marcus lo sorprendió enormemente descubrir que Melvin Frost no era el verdadero autor de aquellas tres maravillosas novelas, sino los escritores que su prisionero había mencionado, que aunque en su realidad habían fallecido cuando apenas eran famosos, en el universo original aún escribirían muchas novelas más. Casi tanto como descubrir que Jack el Destripador nunca había sido atrapado. Se sintió casi metafísicamente ofendido al comprender que no había hecho más que rodar de un universo paralelo a otro, al ritmo que le marcaban otros viajeros como él, pero que no se habían limitado únicamente a fornicar con esclavas egipcias. Sin embargo, trató de olvidarse de ello y concentrarse en las explicaciones de su prisionero. El desconocido pensaba solucionar aquel estropicio advirtiendo a los tres escritores de lo que iba a suceder, mediante la estrategia de dejar en el buzón de cada uno de ellos su correspondiente novela, aunque publicada bajo el nombre de Melvin Frost, y un mapa con el lugar donde podían encontrarse con él. Estaba a punto de iniciar su plan cuando los periódicos habían empezado a informar de los extraños asesinatos de Marcus, y eso le había hecho acercarse al lugar de uno de los crímenes. Lo que sucedió a continuación puedes imaginártelo: Marcus lo eliminó sin contemplaciones y decidió sustituirlo ante vosotros, haciéndose pasar por el auténtico vigilante del tiempo.

Eso fue lo que realmente sucedió y, si lo piensas con detenimiento, explica mucho mejor ciertas cosas. ¿Acaso no te parece raro que Marcus se haya puesto en contacto con vosotros de un modo tan poco discreto como lo ha hecho: anunciándose en la prensa y alertando a toda la policía de la ciudad al asesinar brutalmente a tres personas, quienes por otro lado dudo mucho de que fueran a morir a los pocos días? Pero lo que te parezca ahora da igual, después de todo, pues nada de eso te planteaste en el momento en que te lo tendrías que haber planteado. No eres tan inteligente como crees, querido Bertie. Y ni te imaginas lo que me duele decirte eso.

¿Por dónde iba? Ah, sí. Tú escucharás la explicación de Marcus sin apartar los ojos del arma que te apunta, sintiendo cómo tu corazón se acelera cada vez más, el sudor te corre por la espalda e incluso empieza a embargarte un extraño mareo. Supongo que si te hubiese disparado tan repentinamente como a James y a Stoker nada hubiese pasado. Pero su larga explicación te permitió «entrar en situación», por decirlo de algún modo. De manera que cuando concluyó su charla, y su esbirro se adelantó un paso y apuntó al centro de tu pecho, toda la tensión que habías acumulado se desbordó y un resplandor envolvió el mundo. Durante apenas un segundo, te sentiste liberado de tu propio peso, extirpado de tu propia carne, que más que nunca se te antojó una envoltura prescindible, un foco de dolores y distracciones irrelevantes, y tuviste la impresión de ser una criatura de aire. Pero al segundo siguiente te sobrevino de nuevo tu peso, fijándote al mundo como una pesada ancla, y descubrirte de nuevo sólido te produjo alivio, pero también dejó en ti una cierta nostalgia de aquella condición incorpórea apenas entrevista. Ahora te encontrabas de nuevo enclaustrado en ti mismo, en la cárcel orgánica que era tu cuerpo, que te contenía al tiempo que limitaba tu visión del universo. Un vómito repentino te subió a la garganta, cartografiando al paso tu esófago, y lo liberaste entre angustiosas arcadas. Cuando tu estómago dejó de retorcerse, te atreviste a alzar la cabeza, sin saber si el esbirro de Marcus había disparado ya o se estaba divirtiendo demorando el momento. Pero no había ningún arma apuntándote. En realidad, a tu alrededor no había nadie. No había el menor rastro de Marcus, ni de sus esbirros, ni de Stoker o James. Estabas solo en el vestíbulo, que se hallaba a oscuras, pues incluso los candelabros habían desaparecido. Era como si lo hubieses soñado todo. Pero ¿cómo podía haber sucedido algo así? Yo te lo diré, Bertie: sencillamente porque ya no eras tú. Te habías convertido en mí.

Ahora, si me permites, continuaré narrando lo sucedido en primera persona. Al principio, no entendí lo que había pasado. Aguardé unos minutos en el vestíbulo, en el que ahora reinaba una oscuridad de sarcófago, temblando de miedo y atento a cualquier ruido, pero todo era silencio. La casa parecía estar deshabitada. Al poco, en vista de que nada sucedía, me animé a salir a la calle, que se encontraba igual de desierta. Mi confusión era absoluta, aunque una cosa tenía clara: las sensaciones que había experimentado habían sido demasiado reales como para considerarlas parte de un sueño. ¿Qué me había sucedido? Entonces tuve una corazonada. Con mano temblorosa, tomé un periódico que alguien había tirado en una papelera y, tras comprobar asombrado la fecha, descubrí que mis sospechas eran ciertas: los desagradables efectos que había sentido no eran otros que los del desplazamiento temporal. Ahora, por increíble que me resultase, me encontraba en el 7 de noviembre de 1888. ¡Había viajado ocho años al pasado!

Permanecí unos minutos atónito en mitad de la plaza desierta, intentando asimilar lo sucedido, pero no tuve demasiado tiempo, pues enseguida recordé que aquella fecha que me resultaba tan familiar era en la que Jack el Destripador había asesinado en Whitechapel a la amada del joven Harrington, antes de ser atrapado por el Comité de Vigilancia, que había acudido a Miller’s Court alertado por un viajero temporal que… ¿era yo? No estaba seguro, pero todo parecía indicar que sí. ¿Quién podía saber lo que iba a ocurrir esa noche salvo yo? Consulté rápidamente mi reloj. Apenas quedaba media hora para que el Destripador consumara su crimen. Debía darme prisa. Corrí en busca de un coche, y cuando al fin lo encontré le pedí al cochero que partiera hacia Whitechapel lo más rápido posible. Mientras cruzaba Londres en dirección al East End no dejé de preguntarme si era yo quien había cambiado la Historia, quien había hecho que el universo entero abandonara la vía por la que circulaba y tomara aquel desvío imprevisto que representaba el cordel azul, alejándose cada vez más de la cuerda blanca, tal y como nos había explicado Marcus; y, de ser así, si lo había hecho por propia voluntad o simplemente lo había hecho porque era algo que estaba escrito, porque era algo que ya había hecho.

Como podrás imaginar, llegué a Whitechapel en un estado de terrible agitación, y una vez allí no supe qué hacer: desde luego no pensaba acudir a Dorset Street para enfrentarme yo mismo a aquel monstruo sanguinario, mi espíritu samaritano tenía un límite. Irrumpí en una concurrida taberna gritando que había visto a Jack el Destripador en los apartamentos de Miller’s Court. Fue lo primero que se me ocurrió, pero sospechaba que hiciera lo que hiciera sería lo correcto. Lo confirmé cuando, de entre los clientes que se arracimaron a mí alrededor, surgió un hombretón de melena rubia llamado George Lusk quien, tras retorcerme el brazo y aplastar mi cara contra la barra, me dijo que iría a comprobarlo, pero que si mentía iba a lamentarlo toda mi vida. Tras aquel alarde de fuerza, me soltó, reunió a sus hombres y marcharon hacia Dorset Street sin demasiadas prisas. Yo salí hasta la puerta de la taberna frotándome el brazo, maldiciendo a aquel indeseable que iba a llevarse toda la gloria. Entonces, entre la multitud que atestaba la calle, vi algo que me espantó. Se trataba del joven Harrington. Pálido como un fantasma, atravesaba entre la gente con expresión ensimismada, balbuciendo incoherencias y sacudiendo la cabeza espasmódicamente. Comprendí que venía de descubrir el cuerpo destripado de su amada. Era la viva imagen de la desolación. Quise acercarme a consolarlo, e incluso avancé algunos pasos hacia él, pero enseguida me detuve al recordar que no tenía ninguna noticia de que en el pasado hubiese realizado aquel misericordioso gesto, así que me limité a contemplarlo desaparecer al cabo de la calle. No podía hacer otra cosa: debía ceñirme al libreto, cualquier improvisación por mi parte podía tener efectos inesperados sobre el tejido del tiempo.

Entonces escuché una voz familiar a mis espaldas, una voz que solo podía surgir de una garganta forrada de seda: «Si no lo veo no lo creo, señor Wells». Marcus estaba apoyado contra la pared, con su rifle entre las manos. Lo observé como si hubiese surgido de un sueño. «Éste era el único sitio en el que podía buscarle, y mi corazonada ha resultado ser cierta: usted es el viajero que avisó al Comité de Vigilancia para que detuviesen a Jack el Destripador, cambiándolo todo. ¿Quién me lo iba a decir, señor Wells? Aunque sospecho que ése no es su verdadero nombre. Supongo que el auténtico escritor debe de yacer muerto en alguna parte. Pero bueno, ya empiezo a acostumbrarme a este baile de máscaras en el que los desplazados han convertido el pasado. Y lo cierto es que no me importa quién sea: voy a matarlo igualmente». Tras decir aquello, sonrió y me apuntó muy despacio con su arma, como si no tuviese prisa por matarme o quisiera saborear el momento.

Pero yo no pensaba quedarme allí parado, esperando de brazos cruzados a que su rayo calórico me atravesara. Me di la vuelta y corrí lo más rápido que pude a lo largo de la calle, moviéndome en zigzag, interpretando lo mejor posible mi papel de ratón en aquella cacería. Casi al instante, un rayo de lava propulsada pasó sobre mi cabeza, chamuscándome los cabellos, y enseguida oí reír a Marcus. Al parecer, pensaba divertirse un poco antes de matarme. Yo continué corriendo, esmerándome en sobrevivir, aunque a medida que los segundos transcurrían se me antojaba un plan cada vez más ambicioso. Con el corazón martilleándome en el pecho, sentía a Marcus caminar sin prisas a mi espalda, como un depredador dispuesto a disfrutar de la persecución de la presa. Afortunadamente, la calle que había tomado se hallaba desierta, por lo que ningún paseante iba a sufrir las letales consecuencias de nuestro juego. Un nuevo rayo calórico pasó entonces a mi derecha, destrozando parte de un muro; luego sentí otro cortando el aire a mi izquierda, que se llevó por delante una farola. En ese instante, distinguí una carreta surgiendo de una de las calles laterales, y en vez de detenerme, aceleré mi carrera todo lo que pude, logrando cruzar a duras penas por delante de ella. Casi al instante, oí un atronador crujido de maderas a mi espalda, y comprendí que Marcus no había tenido reparos en disparar a la carreta que le obstaculizaba el paso, cosa que confirmé cuando contemplé volar por encima de mí cabeza al caballo envuelto en llamas, que acabó estrellándose contra el suelo unos metros por delante de mí. Esquivé al carbonizado animal como pude, y tomé por otra calle, mientras sentía cómo la destrucción florecía a mis espaldas. Entonces, al enfilar la siguiente calleja, una farola proyectó la alargada sombra de Marcus en la pared que tenía enfrente. Espantado, lo observé detenerse y hacer puntería, y comprendí que ya se había cansado de jugar conmigo. En apenas un par de segundos estaría muerto, me dije, sin dejar por ello de correr.

Fue entonces cuando sentí que me embargaba un vértigo familiar. Durante un instante el suelo desapareció bajo mis pies, para volver a aparecer al segundo siguiente, con una consistencia distinta, al tiempo que me cegaba la luz del día. Detuve mi carrera, apreté los dientes para no vomitar, y parpadeé cómicamente, intentando aclararme la vista. Lo logré justo a tiempo para contemplar cómo una máquina enorme y metálica venía hacia mí Me arrojé a un lado, rodando varios metros por el suelo. Desde allí, al levantar la cabeza, pude ver cómo la monstruosa máquina seguía su camino mientras unos hombres que parecían viajar escondidos en su interior me llamaban borracho. Pero aquel artefacto ruidoso no era el único. Toda la calle había sido invadida por aquellas máquinas, que la cruzaban como una estampida de bisontes de hierro. Me levanté del suelo y paseé una mirada atónita a mi alrededor, aliviado al no encontrar el menor rastro de Marcus por ninguna parte. Tomé un periódico de un banco cercano, para comprobar dónde me había conducido mi nuevo desplazamiento, y descubrí que me hallaba en 1938. Al parecer, empezaba a adquirir cierta destreza: esta vez había viajado cuarenta años en el futuro.

Abandoné Whitechapael y caminé maravillado por aquel extraño Londres, en el que el 50 de Berkeley Square era una librería de libros antiguos. Todo parecía distinto, aunque afortunadamente todavía seguía resultándome familiar. Estuve varias horas deambulando desorientado por las calles, contemplando los monstruosos vehículos que las surcaban, unos vehículos que no eran tirados por caballos ni propulsados por vapor, cuyo reinado, en contra de lo que pensáis en vuestra época, acabará siendo bastante efímero. Por mí no había pasado el tiempo, pero el mundo había sufrido aquellos cuarenta años. Sí, había cientos de inventos desperdigados a mí alrededor, una profusión de máquinas que constataban la inagotable imaginación del hombre, por mucho que a finales de tu siglo, el director de la oficina de Patentes de Nueva York hubiese solicitado el cierre del servicio arguyendo que ya estaba todo inventado.

Finalmente, ahíto de maravillas, me senté a reflexionar sobre mi recién descubierta condición de desplazado en el banco de un parque. ¿Me encontraba en el futuro del que nos había hablado Marcus, existiría un Departamento Temporal al que pudiera acudir? No lo creía. Había viajado solo cuarenta años en el futuro, después de todo. Si había desplazados en aquella época, debían encontrarse tan solos y desamparados como yo. Entonces me pregunté si, activando de nuevo mi mente, podría regresar al pasado, a tu época, y avisarte de lo que iba a sucederte. Pero tras varios intentos fallidos de reproducir el mismo impulso que me había arrastrado hasta allí, acabé rindiéndome. Comprendí que estaba atrapado en aquella época. Pero estaba vivo, no había muerto, y era bastante difícil que Marcus me buscara allí. ¿Acaso no debía alegrarme por ello?

Una vez acepté eso, resolví que lo primero que debía hacer era informarme de lo que había pasado con el mundo, pero sobre todo con Jane y todos los que conocía. Entré en una biblioteca y, tras varias horas consultando periódicos, logré hacerme una idea bastante general del mundo que habitaba. Con desolación descubrí no solo que el mundo se encaminaba tozudamente hacia una guerra mundial, sino que ya había sufrido otra unos años antes, una terrible contienda que había cubierto de sangre más de la mitad del planeta, dejando un saldo de ocho millones de muertos. Pero aquello de poco había servido y el mundo, pese a tener sus cementerios abastecidos, volvía a encontrarse en un equilibrio inestable que presagiaba lo peor. Y al recordar algunos de los horribles titulares que había visto colgando del mapa del tiempo, comprendí que nada podría impedir aquella segunda guerra, pues se trataba de uno de esos errores del pasado con los que el hombre del futuro había preferido convivir. Yo solo podía esperar a que eclosionara, y evitar en lo posible ser uno de los millones de cadáveres que dentro de un año iban a sembrar el mundo.

También descubrí un artículo que me aturdió y entristeció al mismo tiempo. Se trataba de la noticia de la conmemoración del vigésimo quinto aniversario de la muerte de los escritores Bram Stoker y Henry James, fallecidos al intentar pasar una noche enfrentándose al espectro de Berkeley Square. Esa misma noche también había sucedido otro acontecimiento igualmente trágico para el mundo de las letras: H. G. Wells, el autor de La máquina del tiempo, había desaparecido misteriosamente y nunca más se había vuelto a saber de él. ¿Habría viajado en el tiempo? terminaba preguntando socarronamente el periodista, sin sospechar lo cerca que estaba de la verdad. En aquel artículo se referían a ti como el padre de la ciencia ficción. Imagino que te preguntarás qué diablos es eso. Se trata del término que sustituirá al de romance científico, acuñado en 1926 por un tal Hugo Gernsback, que lo incorporó a la portada de su revista Amazing Stories, la primera publicación dedicada de forma exclusiva a la ficción de corte científico y donde al parecer estaban reimprimiendo muchos de los relatos que habías escrito para Lewis Hind, junto a cuentos del norteamericano Edgar Allan Poe y, cómo no, de Julio Verne, quien te disputaba el título de padre del género. Tal y como había vaticinado el inspector Garrett, las novelas que especulaban sobre el mundo del futuro habían acabado instaurando un género, y lo habían hecho en gran parte gracias a él, que había descubierto que Viajes Temporales Murray era el mayor fraude del siglo XIX. Tras eso, el futuro volvió a transformarse en un vacío sin dueño que cada escritor podía amueblar a su antojo, una tierra incógnita, una extensión sin explorar como aquéllas de los mapas náuticos antiguos, donde se decía que empezaban los monstruos.

Al leer aquello, comprendí con pavor que mi desaparición había iniciado una cadena de fatales acontecimientos: sin mi ayuda, Garrett no había podido atrapar a Marcus, y había seguido empeñado en viajar al año 2000 para detener al capitán Shackleton, descubriendo así el fraude de Gilliam, que había terminado en prisión. Inmediatamente pensé en Jane, y ausculté cientos de periódicos y revistas, temiendo encontrarme con la noticia de que la «viuda» del escritor H. G. Wells había perdido la vida en un trágico accidente de bicicleta. Pero Jane no había muerto. Jane había seguido viviendo tras la misteriosa desaparición de su marido. Y eso significaba que Gilliam no había cumplido su amenaza. ¿La había amenazado simplemente para conminarme a trabajar para él? Tal vez. Aunque quizás no había tenido tiempo de llevarla a cabo, o lo había malgastado buscándome inútilmente por todo Londres para preguntarme por qué demonios no me estaba ocupando de localizar al verdadero autor de los asesinatos. Pero a pesar de su frondosa red de matones, no había logrado encontrarme. Se le había olvidado buscarme en el año 1938, naturalmente. Sea como fuere, Gilliam había acabado con sus huesos en prisión, y mi esposa seguía viva. Aunque ya no era mi esposa.

Gracias a los artículos que hablaban de ti pude dibujar su existencia, la vida que había llevado tras mi desconcertante y súbita partida. Jane había aguardado mi regreso durante casi un lustro en nuestra casa de Woking, hasta que agotó su ración de esperanza. Resignada a continuar su vida sin mí, había regresado a Londres, y allí había contraído matrimonio con un prestigioso abogado llamado Douglas Evans, con quien había tenido una hija, a la que llamaron Selma. Tropecé con una fotografía suya que me la mostró como una adorable ancianita que aún seguía conservando la sonrisa de la que me había enamorado en aquellos paseos hasta King Cross. Mi primer impulso fue ir a buscarla, pero se trataba de un arrebato evidentemente irracional. Qué podría decirle. A estas alturas, mi brusca aparición solo iba a originar una fastidiosa alteración en su tranquila existencia. Ya había asumido mi desaparición, para qué removerlo todo ahora. Así que no fui a buscarla, por lo que desde que desaparecí no he vuelto a ver a la dulce criaturita que ahora debe de estar durmiendo exactamente sobre tu cabeza. Quizás eso te anime a despertarla con caricias cuando acabes de leer esta carta. Es algo que dejo a tu elección, yo no soy quien para entrometerme en tu matrimonio. Pero con no ir a buscarla no bastaba, naturalmente. Debía marcharme de Londres, y no solo por temor a encontrarme con ella o con alguno de mis amigos, que me reconocerían de inmediato, pues yo seguía conservando mi mismo aspecto, sino por pura cuestión de supervivencia: lo más probable era que Marcus siguiera buscándome a través de los siglos, rastreando el tiempo tratando de hallar algún indicio de mi presencia.

Asumí una identidad falsa, me dejé crecer una boscosa barba y escogí el pueblecito de Norwich por su adorable aire medieval como escenario donde empezar a tejer mi nueva vida sin hacer excesivo ruido. Gracias a los conocimientos que tú habías adquirido en la botica del señor Cowap, encontré trabajo de dependiente en una farmacia, y durante un año no hice otra cosa que despachar ungüentos y jarabes durante el día, y tumbarme en la cama de noche a escuchar las noticias, atento a la lenta cristalización de una guerra que volvería a redefinir el mundo. Por propia voluntad, había decidido interpretar una de esas existencias irrelevantes y sin propósito a la que siempre temí que me condenara la cabezonería de mi madre, cuya simplicidad ni siquiera podía redimir con la escritura por miedo a alertar a Marcus. Era un escritor condenado a vivir como alguien que carecía del don de la escritura con el que poder enaltecer el mundo que lo rodeaba, ¿se te ocurre una tortura mayor? A mí tampoco. Estaba a salvo, sí, pero atrapado en una vida triste que, a veces, me preguntaba si merecía el trabajo de vivirse. Por suerte, alguien vino a alegrarla: se llamaba Alice y era preciosa. Una mañana cualquiera entró en la botica para comprar una caja de aspirinas, un preparado de ácido acetilsalicílico comercializado por una compañía de tintes alemana que hacía furor por entonces, y acabó llevándose mi corazón envuelto en papel de estraza.

El amor cuajó entre nosotros con sorprendente facilidad, adelantándose a la guerra, y para cuando ésta estalló, Alice y yo teníamos mucho más que perder que antes. Por fortuna, todo parecía suceder lejos de nuestro pueblo, que no suponía ninguna amenaza para Alemania, cuyo nuevo canciller pretendía conquistar el mundo con el discutible pretexto de que por sus venas corría la sangre de una raza superior. Las terribles consecuencias de la contienda debíamos deducirlas a través de los atroces sonidos que nos llegaban mecidos en la brisa, como un adelanto de las noticias que luego traerían los periódicos, pero yo no necesitaba más para comprender que aquella guerra era distinta de las anteriores, porque la ciencia había cambiado su fisonomía, ofreciendo a los hombres nuevos modos de matarse unos a otros. Ahora la batalla tenía lugar en el aire. Pero no pienses en ejércitos de globos aerostáticos disparándose unos a otros, a ver quién reventaba antes el saco de hidrógeno del enemigo. El hombre había logrado conquistar los cielos con una máquina voladora más pesada que el aire, similar a la que Verne había ideado en su novela Robur el Conquistador, pero no estaba hecha de pulpa de papel encolado, y además arrojaba bombas. Ahora la muerte venía del cielo, anunciándose con un silbido pavoroso. Y aunque, a causa de complicadas alianzas, setenta países habían sido arrastrados a aquella guerra atroz, al poco tiempo solo Inglaterra permanecía en pie, mientras el resto del mundo contemplaba atónito la gestación de un nuevo orden. Decidida a vencer su resistencia, Alemania sometió a nuestro país a un bombardeo sostenido que si bien al principio, siguiendo ese raro honor que a veces subyace bajo las guerras, se limitó a los aeródromos y puertos, enseguida se extendió a las ciudades. Tras varias noches de asedio, nuestra querida Londres quedó reducida a una escombrera humeante, pero de la que sobresalía, como la encarnación de nuestro espíritu invencible, la cúpula de la Iglesia de St. Paul’s. Sí, Inglaterra resistía, e incluso contraatacaba con rápidas incursiones en los cielos alemanes, logrando en una de ellas dañar considerablemente Lübeck, una ciudad histórica recogida a orillas del Trave. Eso enfureció aún más a Alemania, que decidió redoblar sus ataques. Pese a todo, Alice y yo nos encontrábamos relativamente seguros en Norwich, un pueblo sin el menor valor estratégico. Pero Norwich había sido bendecido con tres estrellas en la célebre guía Baedeker, que fue la que Alemania consultó cuando decidió devastar nuestro legado histórico. La guía de Karl Baedeker recomendaba visitar su catedral románica, su castillo del siglo XII y sus abundantes iglesias, pero el canciller alemán prefirió bombardearlas.

La irrupción de la guerra nos sorprendió a todos en la catedral, oyendo la homilía del padre Helmore, cuya voz quedó de repente enturbiada por el inquietante zumbido que provenía del cielo. Todos alzamos la cabeza hacia la bóveda de abanico que nos cubría, como si hubiésemos reparado de pronto en la belleza de su nervadura. Al fin nos tocaba a nosotros sentir el horror del que hablaban los periódicos. Fue el padre Helmore quien nos instó a abandonar la casa de Dios, intuyendo que sería uno de los primeros objetivos de los alemanes, y aunque algunos prefirieron quedarse, no sé si porque se hallaban paralizados por el miedo o porque su fe les decía que no podía existir un refugio mejor que aquél, yo tomé la mano de Alice y tiré de ella hacia la salida de la catedral, intentando abrirme paso entre una multitud despavorida que obstruía la nave central. Logramos salir cuando empezaron a caer las primeras bombas. ¿Cómo puedo describirte tal horror? Quizás te baste si te digo que la ira de Dios palidece ante la ira del hombre. La gente corría aterrada de un lado a otro, sin saber hacia dónde ir, mientras el poder de las bombas reventaba la tierra, desbarataba los edificios y sacudía el aire con el bramido del trueno. A nuestro alrededor, el mundo se venía abajo, se desgarraba, se partía. Intenté buscar algún refugio seguro, pero en lo único que podía pensar, mientras cruzaba de la mano de Alice a través de aquella creciente destrucción, era en el escaso valor que después de todo tenía la vida humana para nosotros mismos.

Entonces, en mitad de aquella carrera sin rumbo, empecé a notar cómo me embargaba un mareo muy familiar. La cabeza había empezado a latirme dolorosamente, al tiempo que el mundo empezaba a volverse borroso, y comprendí lo que iba a ocurrir. Detuve al instante nuestra alocada carrera y le pedía Alice que aferrara mis manos con todas sus fuerzas. Ella me miró confundida, pero lo hizo, y mientras la realidad se desdibujaba y mi peso me era arrebatado por tercera vez, yo apreté los dientes e intenté llevármela conmigo. No sabía a dónde me dirigía, pero no estaba dispuesto a dejarla atrás, como había dejado a Jane, como había dejado mi vida, como había dejado todo lo que amaba. Las sensaciones que me invadieron a continuación fueron las mismas que las veces anteriores: me sentí levitar durante un brevísimo segundo, fugado de mi propio cuerpo, y luego regresé a él, introduciéndome de nuevo entre mis huesos, pero esta vez encontré la cálida presencia de otra mano entre las mías. Abrí los ojos, parpadeando torpemente, luchando por contener el vómito. Y sonreí lleno de felicidad al contemplar las manos de Alice aferrando las mías. Unas manos delicadas y finas, donde después del amor yo dejaba la ofrenda de mis agradecidos besos, unas manos unidas a unos antebrazos delgados, cubiertos de un delicioso vello rubio. Lo único que había logrado traerme de ella.

Enterré las manos de Alice en el mismo jardín donde había aparecido, en aquel Norwich de 1982 que no parecía haber sido bombardeado nunca, salvo por el monumento a los caídos que había en el centro de una de sus plazas. Allí, entre otros muchos, encontré el nombre de Alice, aunque siempre me quedará la duda de si la mató la guerra o lo hizo Otto Lidenbrock, el hombre que la amaba. Fuera como fuere, era algo con lo que estaba condenado a vivir, pues yo había escapado del bombardeo, rodando de nuevo hacia al futuro. Cuarenta años otra vez, aquélla parecía ser mi marca personal.

Ahora me hallaba en un mundo aparentemente más sabio, que parecía obsesionado con forjarse una personalidad propia, con exhibir en cualquier faceta de la vida su espíritu lúdico e in novador. Sí, se trataba de un mundo presuntuoso, que celebraba sus logros con el alborozado orgullo de un niño, pero se trataba de un mundo en calma, donde la guerra era un recuerdo embarazoso, la vergonzosa constatación de que la naturaleza humana poseía una parte atroz que había que esforzarse en disimular, aunque fuese bajo una ortopédica cortesía. El mundo había tenido que reconstruirse, y había sido entonces, al retirar los cascotes y recoger a los muertos, al volver a erigir los edificios y engomar los puentes, a fruncir los agujeros que la guerra había dejado en su alma y en su genealogía, cuando el hombre había sido brutalmente consciente de lo que había sucedido, cuando de repente todo lo que en su momento parecía racional se había vuelto irracional, como un baile al que le quitaran la música. Sonreí con inevitable regocijo: la exaltación con la que quienes me rodeaban condenaban ahora los actos de sus abuelos venía a confirmarme que jamás habría otra guerra como la que yo había sufrido. Y te confesaré que tampoco en eso me he equivocado. El hombre es capaz de aprender, Bertie, aunque tenga que hacerlo a palos, como los animales de los circos.

De todos modos, yo debía empezar otra vez desde cero, comenzar a fabricarme otra maldita existencia desde los cimientos. Abandoné Norwich, al que ya nada me ataba, y regresé a la reconstruida Londres donde, tras dejarme maravillar de nuevo por los avances de la ciencia, intenté encontrar algún trabajo que pudiera realizar un hombre de la época victoriana que se hacía llamar Harry Grant. ¿Ése iba a ser mi destino entonces? ¿Peregrinar por el tiempo, dar tumbos de una época a otra como una hoja arrastrada por el viento, solo para siempre? No, esta vez no iba a ser así. Estaba solo, sí, pero sabía que mi soledad no iba a durar demasiado. Un encuentro me esperaba en el futuro, aunque no sería necesario que volviera a desplazarme en el tiempo para acudir a él. Se trataba de un futuro lo suficientemente cercano como para esperar a que fuese él quien viniese hasta mí.

Pero al parecer, antes de ese encuentro, la misteriosa mano que organizaba mi agenda me había concertado otro, con algo muy especial de mi pasado. Y sucedió en una sala de cine. Sí, has oído bien. Cómo explicarte cuánto llegará a evolucionar el cinematógrafo desde que los hermanos Lumiére proyectaron en 1895 aquellas imágenes de sus obreros saliendo de la fábrica en Lyon Monplaisir. En tu época nadie ha llegado a sospechar todavía las inmensas posibilidades de su invento. Pero muy pronto, en cuanto se disipe el efecto de la novedad técnica, la gente se cansará de contemplar en la pantalla partidas de naipes, trifulcas de niños y llegadas de trenes, esos acontecimientos cotidianos que pueden ver asomándose a sus ventanas, y además con sonido, y exigirán algo más que aburridos documentos sociales acompañados del ausente sonsonete de un piano. Por eso ahora, sobre el blanco de la pantalla, el proyector cuenta historias. Para que lo entiendas, imagina una de esas máquinas filmando una obra de teatro, pero una representación que ya no ha de quedar confinada al escenario que se alza ante las butacas, sino que puede elegir como decorado cualquier parte del mundo. Y si a eso le añadimos que su director no cuenta únicamente con un puñado de telones pintados, sino que dispone de todo un arsenal de trucos para contar la historia, como hacer desaparecer a los personajes ante nuestras narices mediante la manipulación de los fotogramas, comprenderás por qué el cinematógrafo se ha convertido en el entretenimiento más popular del futuro, por encima incluso del music-hall. Sí, ahora una versión mucho más sofisticada de la maquinita de los Lumiére hace soñar al mundo, filtrando la magia en las vidas de la gente, y existe toda una industria en torno a ella que mueve ingentes cantidades de dinero.

Pero no te estoy contando todo esto por puro gusto, sino porque a veces esas historias se extraen de los libros. Y aquí viene la sorpresa, Bertie: en 1960, un director llamado George Pal transformará tu novela La máquina del tiempo en una película. Sí, pondrá imágenes a tus palabras. Con Verne ya lo habían hecho antes, por supuesto, pero eso no empañó mi regocijo. ¿Cómo explicarte lo que experimenté al verla, al contemplar transcurrir en la pantalla la historia que tú habías escrito? Allí estaba tu inventor, al que habían bautizado con tu nombre, encarnado por un actor de expresión resuelta y soñadora, y allí estaba la dulce Weena, interpretada por una bellísima actriz francesa cuyo rostro trasmitía una hipnótica serenidad, y allí estaban los morlocks, más espantosos de lo que pudieras haberlos imaginado nunca, y la colosal Esfinge, y el leal y práctico Filby, e incluso la señora Watchett, con su delantal y su cofia de un blanco inmaculados. Y mientras las escenas se sucedían una tras otra, yo temblaba de emoción en mi butaca, consciente de que todo eso no habría sido posible si tú no lo hubieses imaginado, que de algún modo aquel festival de imágenes se proyectó antes en el interior de tu cabeza. Tengo que confesarte que, en cierto momento, incluso me desentendí de la película y me dediqué a estudiar las reacciones que embargaban los rostros de quienes ocupaban las butacas vecinas. Imagino que tú habrías hecho lo mismo, Bertie. Sé que más de una vez has soñado con ese privilegio, pues todavía recuerdo la melancolía que se apoderaba de ti cuando algún lector te revelaba cuánto había disfrutado con tu novela, sin que tú pudieras constatarlo por ti mismo, comprobar qué impresión le había suscitado tal o cual pasaje, saber si había reído y llorado cuando debía, ya que para eso hubieses tenido que esconderte en su biblioteca como un vulgar ladrón. Puedes estar tranquilo, sin embargo: el público ha reaccionado tal y como tú esperabas. Pero tampoco podemos quitarle su mérito al señor Pal, que ha logrado captar magistralmente el espíritu de tu historia. Aunque no te ocultaré que ha realizado algunos cambios para adaptarla a la época, sobre todo porque, al filmarse sesenta y cinco años después, parte de lo que para ti era futuro ya es pasado para el mundo. Recuerda, por ejemplo, que a pesar de tus muchos recelos sobre el uso que el hombre podía hacer de la ciencia, ni siquiera se te pasó por la cabeza que pudiera enzarzarse en una guerra que involucrara a todo el planeta. Pero lo hizo, y luego repitió, como te he contado. Pal, por su parte, hizo que tu inventor no solo atravesara la Primera y la Segunda Guerra Mundial, sino que incluso vaticinó una tercera en 1966, aunque afortunadamente su pesimismo resultó exagerado.

Como te he dicho, la emoción que experimenté en ese cine, hechizado por aquel carrusel de imágenes que tanto te debía, es indescriptible. Se trataba de algo que tú habías escrito, sí, pero todo lo que aparecía en pantalla era nuevo para mí. Excepto una cosa: la máquina del tiempo. Tu máquina, Bertie. No sabes cuánto me sorprendió encontrarla allí. Por un momento dudé de lo que veía, pero no se trataba de ninguna alucinación. Era tu máquina, hermosa y reluciente, mostrando esas formas delicadas, como de instrumento musical, que delataban la mano de un artesano minucioso, un artefacto que destilaba una nobleza que ya no ofrecían las máquinas de la época en la que yo había naufragado. Pero ¿cómo había llegado hasta allí, y dónde estaría ahora, veinte años después de que se levantara de ella aquel actor que había hecho de ti llamado Rod Taylor?

Tras varias semanas rebuscando en los periódicos de la biblioteca, logré trazar su accidentado periplo. Así supe que Jane no había querido deshacerse de ella y se la había llevado a Londres, a la casa del abogado Evans, que contemplaría con resignación la irrupción en su hogar de aquel trasto absurdo y sin utilidad aparente, que para colmo simbolizaba para su recién esposa la figura del marido desaparecido. Lo imaginé rondando la máquina en sus noches de insomnio, pulsando sus botones falsos y bajando su palanca de cristal, cerciorándose de que, efectivamente, no servía para nada, y preguntándose qué misterio encerraba aquel cacharro al que su esposa se refería como la máquina del tiempo, para qué demonios habría sido construido, pues estaba seguro de que Jane no le habría dado ninguna explicación, porque la máquina formaba parte de una intimidad que el abogado Evans no tenía por qué conocer. Cuando, muchos años después, George Pal inició los preparativos de su película, se encontró con un problema: ninguno de los diseños de la máquina del tiempo que dibujaron sus operarios lo convencía. Resultaban feas, grotescas e intrincadas, una incluso le recordó a una silla eléctrica. Ninguno de los bocetos se aproximaba ni remotamente al vehículo elegante y señorial en el que se imaginaba al inventor atravesando las estepas del tiempo. Por eso no pudo evitar considerar como un milagro el hecho de que una mujer llamada Selma Evans, que se hallaba medio arruinada tras haber dilapidado la pequeña fortuna que había heredado de sus padres, le propusiera venderle aquel trasto extraño al que su madre limpiaba el polvo cada domingo, en un ritual lento y devoto que a la pequeña Selma le ponía los pelos de punta, casi tanto como al abogado Evans. Pal quedó fascinado: aquello era exactamente lo que estaba buscando. Era bella y majestuosa, y tenía ese aire dinámico de los trineos que había montado en su infancia. Recordó el viento helado que le golpeaba en la cara cuando descendía las pendientes, un viento que con el tiempo había asociado a la magia, y le pareció que si cruzabas el tiempo en aquella máquina debía de azotarte un viento similar. Pero lo que lo convenció fue la plaquita que había en la consola de mandos, en la que se podía leer: fabricado por H. G. Wells. ¿La habría construido realmente el escritor? Y, de ser así, ¿con qué intención? Aquél era un misterio que nunca podría resolverse, ya que Wells había desaparecido en 1896, justo cuando empezaba a ser famoso. ¿Quién sabía cuántas prodigiosas novelas más habría podido dar? Pero aunque ignorase el motivo por el cual había sido construida, Pal intuía que la máquina no podría tener un destino mejor que su película, y convenció al estudio que iba a producirla para que la adquiriese. Así fue cómo tu máquina cobró esa inmortalidad frívola que otorga el cine.

Diez años después, los estudios organizaron una subasta pública con atrezo y objetos de muchas de sus producciones, entre los que se hallaba la máquina del tiempo. Se vendió por diez mil dólares, y su comprador recorrió los Estados Unidos exhibiéndola por los pueblos, hasta que finalmente, una vez le sacó todo el jugo que podía sacarle, la vendió a un anticuario del condado de Orange. Allí fue donde en 1974 la encontró por casualidad Gene Warren, uno de los operarios que había trabajado en la película de Pal. Estaba arrumbada en un rincón como un cacharro más, maltrecha y oxidada, y le faltaba el sillón, que había sido vendido mucho antes. Warren la adquirió por un precio ínfimo, y con sumo cariño y dedicación, se entregó a arreglar aquel juguete que tanto había llegado a significar para todos los que habían intervenido en la película: pintó sus barras, reparó las piezas rotas, e incluso construyó de memoria un nuevo sillón. Una vez arreglada, la máquina pudo reanudar su periplo, siendo exhibida en algunas ferias y eventos relacionados con la ciencia ficción, a veces incluso conducida por algún actor que hacía de ti. Hasta el propio Pal apareció en la portada de la revista Star Log subido a ella, sonriendo con la misma sonrisa que un niño mostraría al descender en trineo por una ladera nevada. Ese año, Pal incluso felicitó las Navidades a sus amigos con unas postales en las que aparecía Santa Claus montado en tu máquina del tiempo. Como puedes imaginarte, yo seguí su travesía con la ternura de un padre contemplando las peripecias de un hijo descarriado, sabiendo que tarde o temprano regresará a su lado.

Y el 12 de abril de 1983 acudí a mi cita a los Almacenes Olsen. Ella estaba allí, confusa y asustada, y fue mi mano y el susurro que dejé en su oído —«yo sí te creo porque también puedo viajar en el tiempo»— lo que la hizo desaparecer de cara a la prensa. Abandonamos los almacenes por la puerta de emergencia aprovechando el caos que generó su desaparición. Una vez en la calle, subimos al coche que yo había alquilado, y pusimos rumbo a la ciudad de Bath, en el condado de Somerset, donde algunas semanas antes había adquirido la hermosa casa georgiana en la que viviría con ella, lejos de Londres y de los numerosos viajeros del futuro que probablemente la estarían buscando por orden del Gobierno, que habría dictaminado su sacrificio como único modo de erradicar de raíz el origen del mal.

Al principio, no supe si había hecho lo correcto. ¿Debía ser yo quien la rescatara de los Almacenes Olsen o había usurpado el papel de otro, de algún viajero del futuro que se había autonombrado salvador de la Madonna Temporal? La respuesta la obtuve a los pocos días, una bonita mañana de primavera. Estábamos pintando las paredes del salón, cuando un niño de unos tres o cuatro años se materializó de repente sobre la alfombra, soltó una risita alborozada, como si hubiese sentido un regocijante cosquilleo en la piel, y volvió a desaparecer, dejando sobre la alfombra el dado del rompecabezas con el que estaba jugando. Comprendimos entonces, tras aquel breve e inesperado atisbo del hijo que aún no habíamos concebido, que en nosotros empezaba el futuro, que éramos quienes debíamos fabricar el gen mutante que, años o quizás siglos después, permitiría al hombre viajar en el tiempo. Sí, en aquella casa aislada, sin hacer el menor ruido, iba a gestarse la epidemia de viajeros de la que me había hablado Marcus, me dije, recogiendo la pieza que había quedado sobre la alfombra, como una ofrenda involuntaria de nuestro hijo. Guardé aquel fragmento del futuro en la alacena de la cocina, entre las latas de judías, sabiendo que dentro de unos años me serviría para contemplar el rompecabezas que tarde o temprano, en el exacto momento en que debiera hacerlo, alguien le regalaría a aquel niño vislumbrado sobre la alfombra.

A partir de ahí no hay mucho más que contar. Ella y yo fuimos tan felices como los personajes de un cuento. Nos dedicados a gozar de los pequeños placeres cotidianos, tratando, en fin, de llevar una vida lo más tranquila y reposada posible para que ninguno sufriera un inoportuno desplazamiento que lo alejase del otro. Yo incluso me permití el capricho de adquirir tu máquina del tiempo cuando el hijo de Gene Warren la puso a la venta, aunque no la necesitaba para nada, ya que ahora viajaba en el tiempo como todo el mundo, dejándome arrastrar deliciosamente por la corriente de los días, mientras perdía el cabello, me cansaba cada vez más al subir las escaleras y coleccionaba arrugas. Supongo que una muestra de la apacible felicidad de la que disfrutábamos fueron nuestros tres hijos, uno de los cuales ya conocíamos. Huelga decir que sus habilidades para desplazarse por el tiempo eran muy superiores a las nuestras. No dominaban su don, ni lo harían nunca, pero yo sabía que sus descendientes sí llegarían a hacerlo, y no podía sino sonreír al ver cómo, a medida que se relacionaban con el mundo, nuestra herencia empezaba a propagarse. Ignoraba cuántas generaciones serían necesarias para que los viajeros llamasen al fin la atención del Gobierno, pero sabía que tarde o temprano sucedería. Fue entonces cuando se me ocurrió escribirte esta carta, con la intención de entregársela a uno de mis nietos y que éste, a su vez, se la entregara al suyo, hasta que llegara a manos de alguien que pudiese cumplir mi petición: entregársela al escritor H. G. Wells, el padre de la ciencia ficción, la noche del 26 de noviembre de 1896. Y supongo que si ahora la estás leyendo, es que tampoco me he equivocado en esto. No sé quién te la entregará, pero como te he dicho antes, llevará nuestra sangre. Y cuando eso ocurra, como habrás deducido, estas palabras ya serán la voz de un muerto.

Tal vez hubieras preferido que no te escribiese ninguna carta. Quizás hubieses preferido que te dejara encaminarte hacia tu destino sin avisarte. Después de todo, lo que te espera no es tan malo, es una vida que incluso tiene sus momentos felices, como has visto. Pero si te he escrito es porque de algún modo siento que esta vida no es la que te corresponde vivir. Sí, quizás deberías seguir en el pasado, con Jane, siendo feliz a su lado y convirtiéndome en un escritor de éxito, sin saber nada de viajes en el tiempo, al menos reales. Para mí eso ya no tiene solución, evidentemente. No puedo escoger otra vida. Pero tú sí. Tú aún puedes elegir entre esa vida o la que acabo de contarte, entre seguir siendo Bertie o convertirte en mí, porque eso es lo que nos ofrecen los viajes en el tiempo, después de todo, segundas oportunidades, volver y escoger la otra opción.

He pensado mucho sobre lo que podría suceder si decides no acudir mañana al encuentro con Marcus. Si no vas, nadie te apuntará con un arma, tu mente no se activará y no viajarás en el tiempo, y por tanto ni causarás la detención del Destripador, ni conocerás a Alice, ni correrás bajo las bombas alemanas, ni por supuesto rescatarás a ninguna mujer de los Almacenes Olsen. Y sin tu colaboración, el gen mutante no podrá fabricarse, nunca existirán los viajeros del tiempo y ningún Marcus viajará al pasado para matarte, por lo que supongo que todo lo que ha sucedido desde el momento en el que asesinó al mendigo de Marylebone desaparecería, como si una inmensa escoba lo barriera de la corriente temporal. Desaparecerían, por ejemplo, todos los cordeles de colores que surgen de la cuerda blanca del mapa del tiempo, pues nadie crearía ningún universo paralelo donde Jack el Destripador hubiese sido atrapado, o donde su graciosa Majestad fuese por ahí con un monito en el hombro. ¡Santo Dios, desaparecería incluso el propio mapa! ¿Quién se ocuparía de confeccionarlo? Como ves, Bertie, si decides no acudir a la cita, aniquilarías todo un mundo. Pero que eso no te amedrente. Lo único que se mantendría sería la aparición de ella en los Almacenes Olsen en 1984, aunque ya nadie cogería su mano para sacarla de allí y conducirla a una hermosa casa georgiana donde sería feliz.

¿Y qué pasaría contigo? Supongo que retrocederías hasta el momento inmediatamente anterior al instante en que tu vida se viera afectada por tu propio viaje en el tiempo. ¿Antes de que el esbirro de Gilliam te durmiese con el cloroformo? Es lo más probable, pues si Marcus jamás viajó a tu época y no asesinó a nadie, Garrett nunca sospecharía de Shackleton y, por tanto, Gilliam no mandaría a su esbirro a buscarte para que le sacaras las castañas del fuego, por lo que ningún pañuelo impregnado de cloroformo caería sobre tu nariz la noche del 20 de noviembre de 1896. De todos modos, retrocedas hasta donde retrocedas, imagino que no sentirías ningún tipo de efecto físico, como sucede durante los desplazamientos temporales, simplemente dejarías de estar en un sitio y aparecerías en otro sin notar la transición, como por arte de magia, aunque por supuesto no recordarías nada de lo que habías vivido después de ese instante. No sabrías que habías viajado en el tiempo, ni que efectivamente existen los universos paralelos. Si decides cambiar lo que sucedió eso es lo que pasará, me temo: nada sabrás de mí. Sería algo así como desliar una partida de ajedrez hasta el movimiento que desencadenó el jaque mate. Una vez localizado, si en vez del alfil que debes mover, desplazas una torre, la partida continuará por otro derrotero, como ocurrirá con tu vida si no acudes a la cita.

Así que de ti depende todo, Bertie. El alfil o la torre. Tu vida o la mía. Haz lo que creas que debes hacer.

Siempre tuyo,

Herbet George Wells