XXXVIII

La plaza Berkeley era un parque diminuto, excesivamente melancólico para su tamaño, pero que contaba con los árboles más antiguos del centro de Londres. Wells la cruzó con paso casi procesional, saludando con una breve reverencia a la indolente ninfa que el escultor Alexander Munro había aportado a la feroz tristeza del paisaje, y se detuvo ante el inmueble que ostentaba en su fachada el número cincuenta, una modesta construcción que desentonaba con el resto de edificios que circundaban la plaza, diseñados por célebres arquitectos de la época. El inmueble tenía aspecto de llevar varios lustros abandonado, y aunque su fachada no parecía demasiado deteriorada, tanto las ventanas de las plantas superiores como las del sótano estaban cegadas con tablones, una costra de maderas podridas destinadas a preservar de miradas curiosas los oscuros secretos que debían de cocerse en su interior. ¿Había hecho bien viniendo solo?, se preguntó Wells con un temblor involuntario. Quizás debía haber avisado al inspector Garrett, pues no solo iba a encontrarse allí con alguien que no parecía tener demasiados reparos a la hora de asesinar a simples ciudadanos, sino que había acudido a la cita con el ingenuo propósito de atraparlo para ofrecérselo en bandeja al inspector y que éste se olvidara de una vez por todas de viajar al año 2000.

Wells observó detenidamente la austera fachada de la que según decían era la casa más encantada de Londres, pensando que no era para tanto. La revista Mayfair había recogido con grandes dosis de sensacionalismo los extraños sucesos que, desde principios de siglo, venían ocurriendo en aquel lugar en el que, al parecer, todo el que se aventuraba acababa muriendo o perdiendo la cordura. Para Wells, que carecía de sensibilidad ultraterrena, no se trataba más que de una larga lista de truculentas zarandajas, de rumores a los que ni siquiera la letra impresa lograba dotar de veracidad, y en la que no faltaban las sirvientas que tras enloquecer eran incapaces de explicar lo que habían visto, ni los marineros que al ser atacados huían arrojándose por la ventana, para quedar ensartados en las picas de la verja que rodeaba el inmueble, ni por supuesto los vecinos insomnes que, durante los periodos en los que la casa se hallaba vacía, afirmaban oír un incesante arrastrar de muebles tras los muros y atisbar extrañas sombras en la ventana. Aquel fárrago de sucesos escalofriantes había otorgado a la casa el rango de lugar maldito, convirtiéndola en la morada de un despiadado espectro, un sitio muy oportuno para que los caballeros del reino demostraran su bravura atreviéndose a pasar una noche allí. En 1840, un aventurero llamado sir Robert Warboys, que había hecho de su escepticismo virtud, aceptó el desafío de sus amigos de dormir en el inmueble por cien guineas. Warboys se encerró allí, armado con una pistola y una cuerda atada a una campanita que colgaba en la planta baja, la cual prometió hacer sonar si se encontraba en apuros, acompañando el juramento con una sonrisa burlona. La campana sonó apenas quince minutos después, seguida de un disparo que rompió la quietud de la noche. Cuando sus amigos acudieron al rescate encontraron al aristócrata muerto, muy rígido sobre la cama y con el semblante deformado en una mueca de pavor. La bala se había incrustado en el piecero de madera, quién sabía si tras atravesar el vaporoso cuerpo del espectro. Treinta años después, cuando para entonces el inmueble había alcanzado un notable prestigio en el catálogo de casas encantadas de Inglaterra, otro valeroso joven, un tal lord Lyttleton, se atrevió a pasar la noche allí, aunque éste corrió mejor suerte, pues sobrevivió al ataque del fantasma, al que acertó a disparar con la pistola cargada de monedas de plata con la que había tenido la precaución de irse a la cama. Lord Lyttleton incluso vio caer a tierra a la maligna criatura, aunque en la investigación posterior no se encontró ningún cuerpo en la habitación, como él mismo había contado con manifiesto desconcierto en la famosa revista Notes and queries, que Wells había ojeado divertido tras tropezar con ella en una librería. Los rumores y leyendas tampoco se ponían de acuerdo en el hecho que había dado origen al supuesto fantasma. Los había desde los que aseguraban que el lugar estaba maldito porque allí se habían torturado sin piedad alguna a cientos de niños, hasta los que decían que el espectro era una invención de los vecinos cuyo detonante habían sido los escalofriantes gritos del hermano demente que un antiguo inquilino mantenía encerrado en una de las habitaciones, al que dada su agresividad alimentaba a través de una portilla, o los que sostenían, y ésta era la hipótesis preferida de Wells, que el origen del fantasma se encontraba en los obsesivos paseos que un tal Myers realizaba en la oscuridad de la noche, armado con una vela, porque no lograba conciliar el sueño después de que su prometida lo hubiese abandonado días antes de la boda. Desde hacía un par de lustros, en fin, en la casa no había ocurrido ningún otro suceso, por lo que no era descabellado deducir que el espectro había regresado al infierno, tal vez aburrido de tanto jovenzuelo con ganas de demostrar su hombría. Pero el fantasma era lo que menos preocupaba a Wells. Ya tenía demasiados problemas terrenales como para preocuparse también por la fauna del trasmundo.

Miró a uno y otro lado de la calle, pero no se veía un alma y, debido a que la luna se hallaba en cuarto menguante, la negrura de la noche era absoluta, incluso le pareció que mostraba esa viscosidad más propia de las mermeladas que le imponían las novelas góticas. Dado que en la anotación del mapa no se especificaba la hora de la cita, Wells había decidido acudir a las ocho de la tarde por ser la hora que se mencionaba en el segundo fragmento de texto. Esperaba haber acertado y no ser el único en presentarse ante el viajero. Por si acaso, había tenido la precaución de venir armado, aunque como no disponía de ninguna pistola, había traído el cuchillo de cortar la carne, que se había amarrado a la espalda con una cuerda, con el objeto de que el afilado utensilio pasara desapercibido al viajero en el caso de que éste decidiera registrarlo. Y de aquella guisa se había despedido de Jane al modo de los héroes de las novelas, mediante un largo e inopinado beso que, si bien al principio la tomó desprevenida, había terminado aceptando con un plácido abandono.

Sin perder más tiempo, Wells cruzó la calle y, tras tomar una copiosa bocanada de aire, como si en vez de entrar en el inmueble fuera a arrojarse al Támesis, empujó la puerta, que se dejó abrir con sorprendente docilidad. Enseguida descubrió que no había sido el primero en llegar, pues en el centro del vestíbulo, admirando las escalinatas que se perdían en la penumbra hacia la planta superior con las manos en los bolsillos de su impecable traje, se hallaba un hombre de unos cincuenta años, regordete y calvo.

Al verlo entrar, el desconocido se volvió hacia Wells y le tendió la mano, presentándose como Henry James. ¿Así que aquel individuo atildado era James? Wells no lo conocía personalmente porque no solía frecuentar el microcosmos de clubes y salones a los que James era asiduo, y en los que, según había oído, aquel rentista melindroso olfateaba las pasiones ocultas que gobernaban a sus contertulios, para luego trasplantarlas al papel con una prosa tan educada como sus modales. Aunque la dificultad de encontrarse con él no era algo que le quitara el sueño. Es más, después de leer Los papeles de Aspern y Las bostonianas incluso le tranquilizaba saberlo confinado en un mundo lejano al suyo, pues tras la extenuante lectura de aquellas obras, Wells concluyó que lo único que tenía en común con James era que ambos pasaban sus días aporreando una máquina de escribir, y eso porque ignoraba que su colega, demasiado remilgado para rebajarse a aquella fatigosa labor mecánica, prefería dictarle a una mecanógrafa. Si algún merito reconocía Wells a James era su indudable talento para no decir nada usando para ello frases larguísimas. Y James debía profesar a su obra el mismo desdén que él sentía por su mundo de pañuelitos de encaje y lánguidas damas estigmatizadas por secretos inconfesables, ya que su colega no pudo evitar torcer el gesto cuando él se presentó como H. G. Wells. Transcurrieron entonces unos segundos en los que ninguno hizo otra cosa que observar al otro con suspicacia, los suficientes como para que James considerase que estaban a punto de infringir algún ignoto precepto de urbanidad, pues enseguida se apresuró a romper tan incómodo silencio.

—Parece que hemos venido a la hora correcta. Está claro que nuestro anfitrión nos esperaba esta tarde —dijo, señalando los numerosos candelabros repartidos por la estancia, que si bien no ahuyentaban totalmente la oscuridad, al menos desplegaban en el centro del vestíbulo un cuadrilátero de luz donde debía desarrollarse el encuentro.

—Eso parece, sí —reconoció Wells.

Luego ambos se dedicaron a contemplar los artesonados del techo, que era lo único que podía admirarse en el desierto vestíbulo. Pero por suerte aquel molesto silencio no se prolongó demasiado, pues enseguida escucharon el chirrido de bisagras que anunciaba la llegada del tercer escritor.

El individuo que abría la puerta con la medrosa delicadeza de quien irrumpe en una cripta, era un cincuentón grande y pelirrojo, al que una barba muy cuidada incendiaba la mandíbula. Wells lo reconoció de inmediato. Se trataba de Bram Stoker, el irlandés que se encargaba de dirigir la administración del teatro Lyceum, aunque era más conocido en los mentideros de la ciudad por ser el representante y perrito faldero del célebre actor Henry Irving. Al verlo, tan circunspecto y apocado, Wells no pudo evitar recordar también los rumores que decían que Stoker era miembro del Amanecer Dorado, una sociedad ocultista de la que formaban parte otros colegas suyos como el escritor galés Arthur Machen o el poeta W. B. Yeats.

Los tres escritores se estrecharon las manos en mitad del círculo de luz, antes de abismarse en un silencio pesado y turbador. James había vuelto a refugiarse en su artificiosa altivez, mientras Stoker se agitaba nervioso a su lado. A Wells le divirtió aquel embarazoso encuentro entre unos individuos que, al parecer, poco o nada tenían que decirse pese a que los tres, cada uno a su modo, hacían lo mismo: reflotar sus vidas en el papel.

—Me alegra comprobar que han venido todos, caballeros.

La voz sonó desde las alturas, Y al instante los tres escritores levantaron la cabeza hacia la escalera, por la que descendía hacia ellos, sin ninguna prisa, como deleitándose en la elasticidad de sus pasos, el presunto viajero del tiempo.

Wells lo observó con interés. Se trataba de un individuo de unos cuarenta años, de estatura media Y complexión atlética, que les daba la bienvenida con una mueca risueña. Su rostro, de pómulos altos y mentón firme, estaba adornado con una barba bien recortada, cuya función parecía ser la de civilizar en lo posible la rudeza de sus rasgos. Bajaba la escalera escoltado por dos individuos un poco más jóvenes que él, que exhibían unos extraños rifles cruzados en bandolera. Más que por su aspecto, semejante a báculos nervudos hechos de algún extraño material plateado, los escritores dedujeron que eran armas por el modo en que aquellos sujetos las portaban, y no había que ser demasiado inteligente para comprender que eran las que emitían el rayo calórico que había acabado con la vida de los tres asesinados.

La apariencia corriente del viajero, sin embargo, decepcionó a Wells, como si por el hecho de provenir del futuro su aspecto debiera ser obligatoriamente monstruoso, o como mínimo resultar desasosegante. ¿No habían evolucionado físicamente los hombres del futuro, tal y como apuntaba Darwin? Unos años antes, él mismo había escrito en el Pall Mall Dubget un artículo en el que preveía el aspecto que el hombre iría adquiriendo con el discurrir de los siglos: los artilugios mecánicos iban a eliminar finalmente sus miembros, la perfección de los dispositivos químicos dejaría obsoleto e inservible el aparato digestivo; y las orejas, el cabello, los dientes y demás adornos superfluos correrían la misma suerte. A aquella lentísima poda solo sobrevivirían los dos órganos verdaderamente imprescindibles que poseía el hombre, el cerebro y las manos, que por supuesto aumentarían considerablemente su tamaño. El resultado de sus especulaciones debía ser necesariamente aterrador, por lo que no es extraño que Wells se sintiera estafado por el prosaico individuo del futuro que tenía ante sí. El viajero, que para aumentar todavía más su desilusión, vestía un elegante terno marrón de la época, al igual que sus esbirros, se detuvo ante ellos y los observó en un silencio satisfecho, mientras dejaba que una tenue sonrisa jugueteara con sus labios. Quizás fuesen la mirada un tanto animal de sus intensos ojos negros y la seguridad que dejaba traslucir cada uno de sus movimientos, las únicas cualidades que lo redimían de su vulgaridad. Pero aquellos rasgos, se dijo Wells, tampoco eran distintivos del futuro, pues podían encontrarse también en ciertos hombres de su mundo, que por fortuna estaba poblado de individuos más resueltos y carismáticos que la pequeña representación reunida allí.

—Supongo que el lugar no puede resultar más de su agrado, señor James —comentó el viajero, sonriendo socarronamente al norteamericano.

James, el paladín de los sobreentendidos, le correspondió con una sonrisa tan educada como distante.

—No negaré que tiene usted razón, aunque si me lo permite, me cuidaré aún de dársela, pues solo podré hacerlo sin recurrir a la hipocresía si, una vez finalizada la reunión, juzgo el resultado como una compensación lo suficientemente grande por los devastadores efectos que ha tenido sobre mi espalda el viaje desde Rye —respondió.

El viajero frunció los labios durante unos segundos, como si no estuviese del todo seguro de haber entendido la laberíntica respuesta de James. Wells sacudió la cabeza.

—¿Quién es usted y qué pretende de nosotros? —preguntó entonces Stoker con voz amedrentada, sin dejar de vigilar a los esbirros, que se mantenían como dos sombras hieráticas en la orilla del círculo de luz.

El viajero clavó sus ojos en el irlandés y lo contempló con divertida ternura.

—No es necesario que se dirija a mí en ese tono asustado, señor Stoker. Le aseguro que les he reunido aquí con el único fin de salvarles la vida.

—Disculpe entonces nuestras reticencias, pero comprenderá que el hecho de que haya asesinado sin menores escrúpulos a tres personas con el único objetivo de llamar nuestra atención nos invite a desconfiar de sus propósitos filantrópicos —intervino Wells, que cuando quería podía hilvanar frases tan sinuosas como las de James.

—Oh, eso… —dijo el viajero sacudiendo una mano en el aire—. Les aseguro que esas tres personas iban a morir de todos modos. Guy, el mendigo de Marylebone, iba a encontrar la muerte en una reyerta con un par de compañeros la noche siguiente. El señor Chambers moriría tres días después al ser atracado al salir de su taberna. Y la mañana de ese mismo día la adorable señora Ellis sería inevitablemente arrollada por un carruaje desbocado en Cleveland Street. En realidad, lo único que he hecho ha sido adelantar sus muertes unos pocos días. Los escogí precisamente por eso, porque estaban condenados, y yo necesitaba tres personas a las que poder eliminar con nuestras armas para que sus asesinatos, junto con los fragmentos de sus novelas inéditas, trascendieran a la prensa y, de ese modo, llegaran hasta ustedes. Sabía que una vez que les hubiese convencido de que venía del futuro, solo tendría que informarles del punto de encuentro, y su curiosidad haría el resto.

—Entonces, ¿es cierto? —inquirió Stoker—. ¿Viene usted del año 2000?

El viajero sonrió divertido.

—Vengo de mucho más lejos que el año 2000, donde por cierto no hay ninguna guerra contra los autómatas. Ojalá toda nuestra preocupación fueran esos juguetitos.

—¿Qué trata de insinuar? —se escandalizó el escritor—. Todos sabemos que en el año 2000 los autómatas habrán conquistado…

—Lo que insinúo, señor Stoker —le interrumpió el viajero—, es que la empresa de Viajes Temporales Murray no es más que un fraude.

—¿Un fraude? —balbuceó el irlandés, incrédulo.

—Sí, un fraude bastante inteligente, pero un fraude al cabo, aunque lamentablemente solo el paso del tiempo podrá descubrirlo —reveló su anfitrión, sonriendo jactanciosamente a los tres escritores. Luego volvió a observar al irlandés, enternecido por su candidez—. Espero que no haya sido usted uno de los damnificados, señor Stoker.

—No, no… —murmuró con triste alivio el escritor—, el billete está fuera de mi alcance.

—Entonces alégrese, porque al menos no ha tirado su dinero —lo animó el viajero—. Lamento que le haya decepcionado tanto descubrir que esos viajes al año 2000 no son más que una pantomima, pero mírelo por el lado bueno: quien se lo ha dicho es un auténtico viajero del tiempo, pues como han podido deducir gracias al mapa que he dejado en sus buzones, no solo vengo del futuro, sino que puedo desplazarme a mi antojo en cualquier dirección de la corriente temporal.

Fuera rugía el viento, pero en el interior de la casa encantada solo se oía el crepitar de las llamitas de las velas, que dibujaban en las paredes sombras lascivas. La voz del viajero del tiempo sonó extrañamente suave, como si tuviese la garganta forrada de seda, cuando dijo:

—Pero antes de contarles cómo lo hago, permítanme que me presente, no vayan a pensar que en el futuro desconocemos las normas más elementales de la educación. Mi nombre es Marcus Rhys, y soy, por así decirlo, un bibliotecario.

—¿Un bibliotecario? —preguntó James, repentinamente interesado.

—Sí, un bibliotecario, aunque de una biblioteca muy especial. Pero dejen que empiece por el principio. Como han podido comprobar, el hombre acabará viajando en el tiempo, aunque no piensen que en la época de la que provengo existe algo parecido a la máquina de su novela, señor Wells, y que los viajes temporales están a la orden del día. No, durante el próximo siglo los científicos, físicos y matemáticos de todo el mundo se enzarzarán en inacabables debates sobre la posibilidad de viajar o no en el tiempo, y desarrollarán numerosas teorías sobre cómo hacerlo posible, pero todas ellas se estrellarán contra la insobornable naturaleza del universo que, lamentablemente, no posee muchas de las características físicas necesarias para que sus hipótesis puedan demostrarse. De algún modo, parecerá como si el universo estuviese protegido contra los viajes en el tiempo, como si las excursiones temporales fuesen una aberración contra natura y Dios hubiese blindado su creación para que no pudiesen realizarse —el viajero guardó silencio unos segundos, durante los cuales aprovechó para estudiar a su audiencia con sus intensos ojos, negros como madrigueras de ratas—. Pese a todo, los científicos de mi época no estarán dispuestos a admitirlo, y continuarán buscando el modo de hacer realidad el sueño más apetecido del hombre: poder viajar por la corriente temporal en la dirección que desee. Aunque todos esos esfuerzos resultarán a la postre inútiles. ¿Saben por qué? Porque finalmente el viaje en el tiempo no se llevará a cabo mediante la ciencia.

Marcus comenzó a caminar entonces por el círculo de luz, como si buscara desentumecer sus piernas, fingiendo no reparar en las intrigadas miradas de los escritores. Al fin volvió a su posición y les ofreció una sonrisa que agrietó su rostro como el desconchado de una pared.

—No, el secreto del viaje en el tiempo siempre ha estado en nuestra cabeza —reveló con cierto regocijo—. Las capacidades de nuestra mente son infinitas, caballeros.

Las velas continuaban crepitando mientras el viajero, con aquella voz suave que solo podía provenir de una garganta acolchada de plumas, se apiadaba de ellos porque la ciencia de su época, que apenas había dejado de estudiar el cráneo para concentrarse en su interior y tratar de descifrar el funcionamiento del cerebro, aunque fuese mediante métodos tan primitivos como la ablación y la aplicación de estímulos eléctricos, aún estaba lejos de sospechar el enorme potencial que encerraba la mente humana.

—Ah, el cerebro del hombre… —suspiró—. El mayor enigma del universo solo pesa mil cuatrocientos gramos, y tal vez les sorprenda saber que únicamente usamos un veinte por ciento de su capacidad. Lo que podríamos hacer de usarlo en su totalidad todavía es un misterio incluso para nosotros. Lo que sí sabemos, caballeros, es que entre los muchos prodigios que se ocultan bajo su corteza se halla la facultad de viajar en el tiempo —volvió a realizar otra pausa—. Aunque he de confesarles que ni siquiera nuestros científicos conocen exactamente el mecanismo que nos permite desplazarnos por la corriente temporal. Pero una cosa está clara: el hombre dispone de una especie de conciencia dirigida que le habilita para moverse por el tiempo del mismo modo que puede hacerlo por el espacio, y aunque todavía se encuentra lejos de saber utilizarla, haber conseguido activarla es ya un logro bastante importante de por sí, como se imaginarán.

—En nuestra mente… —murmuró Stoker, fascinado como un niño.

Marcus lo observó con ternura, pero no dejó que eso le distrajera de su explicación:

—No se sabe con exactitud quién fue el primer viajero del tiempo, es decir, la primera persona que sufrió un desplazamiento temporal, como así se les llamó, porque los primeros casos se dieron de forma aislada. En realidad, si ahora guardamos algún registro de aquellos desplazamientos iniciales es gracias a las revistas esotéricas y demás publicaciones dedicadas a los fenómenos paranormales. Sin embargo, las noticias de personas que aseguraban haber sufrido algún episodio de fuga temporal se irán sucediendo regularmente, si bien a un ritmo que todavía permitirá que el extraño fenómeno pase desapercibido para casi todos, salvo para esos profetas paranoicos a los que nadie suele tomar en serio. De manera que, a mediados de nuestro siglo, el mundo se encontró de repente inmerso en una auténtica epidemia de viajeros del tiempo que no se sabía de dónde habían salido. Pero lo cierto es que ahí estaban, como si la habilidad de desplazarse en la corriente temporal fuese el siguiente paso de esa escalada evolutiva vaticinada por Darwin. Al parecer, algunas personas, al ser expuestas a una situación límite, podían activar ciertas zonas de su mente que las arrancaba de su presente como por arte de magia, arrojándolas hacia adelante o hacia atrás a través de los años. Eran una minoría, pese a todo, e incapaces de controlar sus habilidades, pero poseían un talento a todas luces peligroso. Como imaginarán, el Gobierno no tardó en crear un departamento que se encargara de aglutinar a quienes manifestaban dicho don para estudiar y enseñarles a perfeccionar sus habilidades en un ambiente controlado. Huelga decir que la inscripción en dicho departamento no era voluntaria. ¿Qué Gobierno habría dejado que aquellos que disponían de un talento así anduvieran libremente por ahí? No, el homo temporis, como se les denominó, debía estar vigilado. Fuese como fuere, el estudio de los afectados sirvió para arrojar algo de luz sobre el insólito fenómeno: se descubrió, por ejemplo, que quienes se desplazaban en el tiempo no se movían a través de la corriente temporal a una velocidad constante, hasta detenerse una vez extinguida la inercia del impulso, como hace la máquina del señor Wells, sino que se movían instantáneamente de un punto a otro, mediante una especie de salto al vacío del que lo único que podían determinar era la dirección, hacia el pasado o hacia el futuro, y ello de la misma manera intuitiva con la que lograban desencadenar los saltos. Lo único cierto parecía ser que, cuanto mayor era la distancia recorrida, mayor era el agotamiento que sobrevenía al viajero tras el desplazamiento. Algunos necesitaban de varios días para recuperarse, pero otros no lo hacían nunca, entrando en un estado comatoso del que eran incapaces de salir. También se descubrió que concentrándose lo suficiente podían transportar objetos en sus saltos, e incluso personas, aunque eso resultaba el doble de agotador. De todos modos, una vez desentrañado en lo posible el mecanismo mental que permitía el desplazamiento en el tiempo, lo primero que urgía comprobar era si el pasado podía cambiarse o por el contrario resultaba inalterable, una cuestión que había generado encendidos debates antes de que el viaje temporal fuese una realidad y que ahora que era posible se hacía urgente responder. Muchos físicos sostenían que si viajábamos al pasado, por ejemplo, con el propósito de matar a alguien, la pistola nos estallaría en las manos debido a que el universo se autoregeneraría, dispondría de algo semejante a una autoconciencia que velaría por su cohesión, impidiendo que esa persona llegara a morir porque nunca lo hizo. Pero mediante una serie de experimentos controlados, consistentes en provocar pequeñas alteraciones en el pasado cercano, se descubrió que el tiempo carecía de blindaje. Nada lo protegía, su sustancia era tan vulnerable como la de un crustáceo privado de su caparazón. La Historia, todo lo que ya había sucedido, podía cambiarse. Y ese descubrimiento, como imaginarán, supuso una conmoción mayor que los propios viajes en el tiempo. De repente, el hombre tenía en sus manos la posibilidad de modificar el pasado. No es extraño que la mayoría interpretara ese don como una especie de carta blanca que Dios ofrecía a la humanidad para corregir sus errores. Por tanto, lo lógico era evitar los genocidios y padecimientos del pasado, arrancar las malas hierbas de la Historia, por así decir, pues todo lo que aún estar por llegar, caballeros, es bastante desagradable, y supera en mucho su ingenua ficción, señor Wells. Imaginen los beneficios que los viajes en el tiempo podrían tener sobre la humanidad. Podría, por ejemplo, erradicarse la epidemia de peste que asoló Londres produciendo cien mil muertos, antes de que el incendio de 1666, irónicamente, la sofocara.

—O rescatar los libros de la biblioteca de Alejandría antes de que fuesen pasto de las llamas —sugirió James.

Marcus sonrió con condescendencia.

—Sí, podrían hacerse millones de cosas. Así que, con el beneplácito de la población, el Gobierno formó un equipo de doctores y matemáticos con el propósito de que analizaran ese muestrario de aberraciones que era el pasado, juzgaran qué actos merecían borrarse y predijesen las consecuencias que ello tendría en el tejido del tiempo, pues tampoco era cuestión de empeorar aún más las cosas. Sin embargo, como nunca llueve a gusto de todos, enseguida surgieron voces en contra del Proyecto de Restauración, como se le llamó. No todo el mundo consideraba ética la alegre manipulación del pasado a la que pensaba entregarse el Gobierno, y hubo un sector de la población que intentó abortarla por todos los medios. Esa facción llamémosla conservadora, que ganaba más adeptos día a día, argumentaba que, para bien o para mal, los errores del pasado debían asumirse. Así las cosas, el Gobierno cada vez lo tenía más difícil para continuar con el proyecto, pero todo se truncó definitivamente cuando, temiendo ser el blanco de una nueva xenofobia, los viajeros comenzaron a huir a través del tiempo, en una desbandada caótica que enseguida produjo la inevitable alarma social, pues de repente el pasado se había convertido en una masilla endeble cuya forma podía ser retocada por cualquiera, movido por fines personales o simplemente por error. De pronto, la historia del mundo estaba en peligro.

—Pero ¿cómo se puede saber si alguien manipula el pasado, si al hacerlo también cambia nuestro presente? —inquirió Wells—. Jamás podríamos saber si alguien está manipulando la Historia, solo sufriríamos sus consecuencias.

—Le felicito por su sagacidad, señor Wells —dijo Marcus, gratamente sorprendido por la pregunta del escritor—. Según la naturaleza del tiempo, los efectos de un cambio en el pasado se trasmiten a lo largo de la corriente temporal, modificándolo todo a su paso, del mismo modo que las ondas que produce una piedra en un estanque alteran la superficie del agua. Según eso, tal y como usted dice, jamás podríamos detectar ninguna manipulación, pues tanto nuestro presente como nuestros recuerdos quedarían afectados por las ondas que ésta generaría —hizo una pausa, antes de añadir, con una sonrisa un tanto maliciosa—. A menos que dispusiéramos de una copia de seguridad del mundo con la que compararla.

—¿Una copia de seguridad?

—Sí, llámela como quiera —respondió el viajero—. Me refiero a una recopilación de libros, periódicos y material similar que recogiese lo más exhaustivamente posible todo lo sucedido hasta el momento, toda la Historia del Hombre. Una especie de retrato del verdadero rostro del universo, para entendernos, que nos permitiera detectar enseguida cualquier anomalía, por mínima que fuese.

—Entiendo —musitó Wells.

—Y eso era algo en lo que el Gobierno estaba trabajando desde que se produjo el primer brote de viajeros temporales, con el objeto de evitar que alguien pudiese manipular el pasado sin autorización —reveló Marcus—. Pero había un inconveniente: ¿dónde guardar esa memoria para mantenerla a salvo de las malvadas ondas que generan los cambios?

Los escritores lo observaron intrigados.

—Solo había un lugar posible —se respondió a sí mismo el viajero—: El principio de los tiempos.

—¿El principio de los tiempos? —preguntó Stoker.

Marcus asintió.

—El Oligoceno, la tercera etapa del periodo Terciario en la era Cenozoica, para ser exactos, cuando el Hombre aún no había puesto su pie sobre la Tierra y el mundo se lo repartían los rinocerontes, los mastodontes, los lobos y los primeros bocetos de primate. Una época donde ningún viajero podía llegar más que encadenando numerosos saltos, con los riesgos que eso implicaba, y a la que nadie tendría interés en desplazarse porque no había nada que se pudiera cambiar. Paralelamente al proyecto de entrenamiento de viajeros del tiempo, el Gobierno estaba organizando con el mayor secreto lo que podríamos llamar un grupo de élite, formado por los viajeros que se mostraban más diestros y leales. Evidentemente, la misión de dicho equipo no era otra que transportar la memoria del mundo hasta el Oligoceno. Allí, mediante incontables viajes, los viajeros elegidos, entre los que me encuentro, como habrán deducido, construimos el santuario que albergaría el conocimiento del universo, pero que también sería nuestro hogar, pues en aquella era transcurriría desde entonces gran parte de nuestras vidas. Rodeados de inmensas praderas cuya hierba daba pudor pisar, viviríamos y tendríamos hijos, a los que enseñaríamos a usar sus habilidades para que, al igual que nosotros, pudieran desplazarse a lo largo del tiempo, velando la Historia, esa línea de tiempo que comenzaba en aquella era y terminaba en el mismo momento en el que el Gobierno había cancelado el Plan de Restauración. Sí, ahí acaba nuestra jurisprudencia, caballeros. El tiempo que se encuentra más allá de ese instante carece de vigilancia, pues se da por supuesto que, al ser posterior a los viajes temporales, su fisonomía puede aceptar todas las modificaciones que estos provoquen. El pasado, en cambio, se considera un tiempo sagrado y debe permanecer inmutable. Cualquier manipulación de su tejido constituye un delito contra el orden natural del tiempo.

El viajero cruzó los brazos y guardó silencio unos segundos, examinando con simpatía a su audiencia. Su voz sonó entusiasmada cuando agregó:

—Llamamos Biblioteca de la Verdad al lugar donde se conserva la memoria del mundo, y yo soy uno de los bibliotecarios, al que corresponde velar el siglo XIX. Para ello, me desplazo desde el Oligoceno hasta aquí, y mediante pequeños saltos entre décadas, compruebo que todo esté en orden. Pero llegar hasta aquí, como supondrán, es un ejercicio agotador incluso para mí, que puedo realizar saltos que abarcan docenas de siglos. Son más de veinte millones de años los que debo recorrer, y los bibliotecarios que han de vigilar lo que para ustedes es el futuro, todavía han de cruzar una distancia mayor. Por ese motivo, la línea de tiempo que hemos de preservar está jalonada de lo que denominamos nidos, una tupida red de casas y sitios en los que los viajeros podemos recalar para hacer más llevaderas nuestras travesías. Y, como ya habrán deducido, éste es uno de esos escondrijos. ¿Qué mejor sitio para escondernos que un edificio que se halla deshabitado desde hace décadas y que lo seguirá estando hasta finales del siglo, un edificio que además carga con la maldición de un espectro que mantiene alejada a los curiosos?

Marcus volvió a callar, dando a entender que con aquello daba por terminada su explicación.

—¿Y cómo se encuentra hoy nuestro mundo, existe algo anormal? —preguntó divertido Stoker—. ¿Ha contado más moscas de la cuenta?

El viajero rió la broma al irlandés, pero con una risita inapropiadamente tétrica.

—Generalmente siempre encuentro algo anormal —anunció en tono lúgubre—. En realidad, mi trabajo es bastante entretenido: el siglo XIX es una de las épocas en las que los viajeros del tiempo más disfrutan enredando, quizás porque en muchos casos sus manipulaciones acarrean consecuencias de lo más extravagantes. Y por muchos entuertos que deshaga, siempre que regreso descubro con resignación que las cosas no siguen como yo las dejé. Esta vez no iba a ser distinto, naturalmente.

—¿Qué es lo que no debería ser así, entonces? —preguntó James.

A Wells no se le escapó la cautela que impregnaba la voz del norteamericano, como si no estuviese muy seguro de querer conocer la respuesta. ¿Se trataría de los clubes, esos reductos lujosos donde solía resguardarse de la soledad que, como una marca de nacimiento, lo acompañaba desde siempre? Tal vez nunca habían existido hasta que un par de viajeros del tiempo decidieron fundar el primero, y ahora había que cancelarlos todos para que el universo recuperase su forma primigenia.

—Quizás les sorprenda, caballeros, pero nadie debería haber atrapado a Jack el Destripador.

—¿Habla en serio? —preguntó Stoker.

Marcus asintió.

—Me temo que sí. Ha sido un viajero temporal quien ha desencadenado su detención, avisando al Comité de Vigilancia de Whitechapel. Gracias a ese «testigo», que ha preferido seguir en el anonimato, Jack el Destripador ha sido atrapado. Pero, en realidad, eso no debía haber ocurrido. De no haber intervenido ningún viajero del futuro, tras asesinar a la prostituta la noche del 7 de noviembre de 1988, Bryan Reese, el marinero conocido como Jack el Destripador, habría embarcado rumbo al Caribe, tal y como tenía previsto. Allí habría continuado con sus sangrientas aficiones, asesinando a varias personas en Managua, pero debido a la distancia nadie relacionaría aquellos crímenes con los de las putas del East End, por lo que, a efectos históricos, Jack el Destripador desaparecería del mapa, dejando en el aire el misterio de su identidad. Un misterio que se convertiría en uno de los más famosos del mundo, derramando tanta tinta como sangre había vertido su cuchillo, y convirtiéndose en el pasatiempo preferido de los investigadores y detectives del siglo siguiente, que hozarán como cerdos en los archivos de Scotland Yard, ansiosos por ser los primeros en ponerle un rostro a esa sombra que el tiempo ha convertido en un monstruoso mito. Quizás les sorprenda saber que algunas de las investigaciones apuntan a la mismísima Casa Real. Al parecer, cualquiera puede tener un motivo para destripar a unas cuantas putas. En este caso, como pueden ver, es la imaginación popular la que supera a la realidad. Supongo que el viajero que ha provocado la alteración no pudo resistir la curiosidad de conocer la verdadera identidad del monstruo. Y como usted ha deducido, señor Wells, no han detectado el cambio debido a que han sido víctimas de los efectos de sus ondas, como el resto del universo, por otro lado. Pero se trata de un cambio muy fácil de solucionar. Basta con viajar a la noche del 7 de noviembre e impedir que el viajero temporal avise al Comité de Vigilancia que capitanea George Lusk, para que la Historia se reestablezca. Tal vez no les parezca que este cambio en particular sea para bien, no se lo discuto, pero debo impedirlo de todos modos, pues como les he dicho, cualquier manipulación del pasado constituye un delito.

—¿Quiere eso decir que nos encontramos en… un universo paralelo? —preguntó Wells.

Marcus lo miró sorprendido, luego asintió.

—En efecto, señor Wells.

—¿Qué demonios es un universo paralelo? —preguntó Stoker.

—Se trata de un concepto que no se acuñará hasta el próximo siglo, durante el tiempo en el que los viajes temporales no serán más que una fantasía de escritores y físicos —explicó el viajero, todavía mirando asombrado a Wells—. Se supone que los universos paralelos son una vía para evitar las paradojas temporales que podrían producirse en el caso de que el pasado no fuese algo blindado, imposible de alterar. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si alguien viaja en el tiempo y mata a su propia abuela antes de que dé a luz a su madre?

—Él no nacería —se apresuró a responder James—. Salvo en el caso de que su abuela no fuese la auténtica madre de su madre, lo que sería un curioso modo de descubrir que era adoptada —bromeó Stoker.

El viajero pasó por alto el comentario del irlandés y continuó con su explicación:

—Pero si nunca nació, ¿cómo podría matar a su abuela? Como único modo de resolver esa paradoja, muchos físicos de mi época sostendrán que los cambios cruciales en el pasado crearán un universo paralelo. En ese universo, tras asesinar a su abuela, el asesino no desaparecería, como sería lo lógico, sino que continuaría viviendo, pero lo haría ya en un mundo distinto, en una realidad diferente que habría brotado del tallo que representaba su universo de procedencia en el mismo instante en que él había apretado el gatillo, modificando el destino de su abuela. Será solo una teoría, que se revelará imposible de demostrar incluso cuando los viajes temporales se conviertan en una realidad gracias a los desplazados, pues el único modo de comprobar si los cambios en el pasado originarían o no mundos paralelos era disponiendo de una copia del universo original con la que poder compararlo, como les he explicado antes. Si no tuviésemos una, ahora yo no estaría aquí hablándoles del misterio que supone la identidad de Jack el Destripador, porque no habría ningún misterio.

Wells asintió en silencio, mientras Stoker y James se miraban el uno al otro, compartiendo su confusión.

—Pero síganme, caballeros. Les mostraré algo que les ayudará a comprenderlo mejor.